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Cositas al viento… De todo un poco, para que el viento se los lleve y no quede nada, solo huellas en la niebla del tiempo.
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  1. A las víctimas anónimas de una guerra fratricida


    Somos carnada sin decoro de la rutina vergonzosa

    y para existir sin ser abatidos en la demencia de la guerra,

    buscamos lo que intuimos como normalidad en la práctica,

    tomando decisiones sin vislumbrar riesgos,

    adversidad o el temido dictamen de la sentencia

    inesperada de la muerte.



    El correo confirmó el peligro en la misión,

    aceptamos sin mitigar las consecuencias.

    Rumbo a la tierra de nadie salimos

    protegidos con la Cruz Roja,

    como si fuera un amuleto, talismán de salvación.



    Allí estaba él, donde nos dijeron,

    con el dolor acumulado en su rostro tierno y

    la perforación de bala en su abdomen restándole la vida.



    Emprendimos el camino de regreso,

    fingiendo calma, vaticinando en silencio el mal augurio.



    Detrás de unos sacos de arena, estaban ellos,

    con su dispositivo militar, sus chalecos antibalas

    y la mirada gélida sin compasión en el semblante.



    Nos bloquearon el paso, obligándonos a bajar del camión.

    Entre empujones y maldiciones, forzaron su cuerpo

    infantil a que se estrellara de cara al asfalto.



    Revisaron los documentos, jugaron con sus juguetes

    de guerra en nuestros rostros para intimidarnos.

    Seguido escuchamos la sentencia que temíamos:

    Ustedes sigan, él, ¡No! Se queda con nosotros.



    Quise protestar, pero, sentí la mano del amigo en mí

    hombro, en su rostro el pánico que me pedía callar.



    Las hienas hambrientas

    con sus colmillos revestidos de rabia,

    de incontenible rencor,

    despedazaban el cuerpo del herido

    y mientras lo hacían de reojo forzaban sus miradas

    en las nuestra, alimentándose de nuestro miedo.

    Entre más sangre emanaba, más violentos se enfurecían.



    Con movimientos fríos, mecánicos,

    vaciaron los magazines de sus rifles

    sobre el cuerpo del niño.

    Al final, una masa irreconocible de plomo y sangre,

    yacía sin movimiento sobre la calle,

    rodeada por el semblante de los soldados

    extasiado en una sonrisa maléfica.



    Nos subimos al camión y emprendimos

    la marcha de regreso a casa.

    Lágrimas de imposibilidad resbalaban en nuestros rostros.

    Logre balbucear la pregunta: ̶ ¿Cómo se llamaba?

    ̶ No lo sé, respondió mi amigo.

    Mientras el paisaje rumbo a casa se descubría igual,

    pero diferente, inefablemente para siempre.

    A Rogelio Miranda le gusta esto.
  2. A Zulema Baltodano y a todos ellos, las víctimas de la
    masacre del 15 de junio 1979 en Batahola




    Entreabrir los ojos

    deseando que la tan esperada mañana,

    fuera solamente un espejismo, un alucinación tímida,

    sin la opción ingrata de sangrar tus miedos obscenos,

    insignificantes, brutalmente fútiles delante de todos ellos.



    Alguien comprendió que tenés que tener la panza vacía

    para abrir los oídos a la realidad, y creer con firmeza

    que podes beber el kool-Aid*, sin consecuencias mágicas,

    forzando la cobardía que se esconde en tus uñas,

    o en la piel del novicio que no entiende

    que lo qué se fragua frente a sus ojos azarados

    es una cita con el unicornio de los cuentos de hadas,

    para luego darle caza y desollarlo estando aún con vida,

    en recompensa por su mísera existencia.



    Cuando los ves venir a los soldados, la piel te tiembla

    hasta el impúdico cansancio y el sobresalto.

    Ellos, con su dominio para infringir terror

    aprendido fríamente de mercenarios,

    transformándose en manchas verdes,

    camuflados de árboles, jugando con la muerte,

    con la agilidad de los monos y la furia de las hienas,

    desbaratando a plomazos los adoquines que concebiste

    ridículamente inexpugnables.



    Y comprendes por primera vez, abatido, frustrado,

    que necesitas ser extrañamente generoso con la pesadilla

    que escoges para revivirla cada noche,

    aunque más tarde lo entenderás,

    que esa zozobra inicua, nadie la vislumbra

    para beneplácito de los que manejan los hilos en la

    comodidad fría y desinfectadas del dolor y la muerte.

    Por un momento en el combate, se llega a una pausa

    que solo vos, ves y comprendes.

    Allí están todos ellos, tus compañeros,

    esbozando sus mejores momentos,

    en la misma esquina donde ayer te paseaste

    agarrado de la mano de tu novia .



    Frente a los ojos desquiciados por el sonido de las balas,

    los hombres como vos, lloran, se cagan o se orinan

    de miedo, mientras esos niños engendran o forjan,

    con sus acciones a los héroes,

    que reescribirán su propia historia,

    urdida, ridículamente tarde, en busca de la trama que sólo

    hasta el último ingrávido, impreciso momento, comprenderán:

    la realidad maldita, detrás de la cobardía de sus asesinos,

    alcanzando la gloria desigual, en Batahola…



    ¡Oh las lágrimas de los anónimos paladines vencidos!

    ¡Oh, el llanto de las madres sobre sus nombres en la historia!

    ¡Oh, la desolación en paga, de aquellos que tuvimos la dicha

    de conocerlos en el combate!

    ¡Batahola! Tierra consagra de los héroes: ¡Presente!





    *beber el kool-Aid: Creer en promesas. Derivada la expresión del suicido en masa en Jonestown, Guayana de la secta religiosa dirigida por Jim Jones, que tomo Kool-Aid, con potasio de cianuro.