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Frente a ti

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Rolando de los Rios, 17 de Diciembre de 2010. Respuestas: 3 | Visitas: 706

  1. Rolando de los Rios

    Rolando de los Rios Poeta recién llegado

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    10 de Septiembre de 2010
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    María tiene los ojos de un color negro intenso, impenetrables, duros como rocas pero a la vez provistos de una extraña ternura, que expresada en su mirada cabizbaja, algo tímida, la envuelven en un misterio de persona, alguien a quien es casi imposible descubrir lo que está pensando.
    Sentado en uno de los sofás de terciopelo de la sala, Tomás medita acerca de ese detalle que siempre ha marcado a su esposa, quien se encuentra ahora en el comedor arreglando la mesa para el almuerzo. Él, que en estos momentos de su vida está más acostumbrado a pensar en problemas de trabajo, en nuevos contratos para la constructora, hace ya tiempo que no se hace planteamientos de ese tipo. Nunca, en los treinta y dos años que llevan de casados, ha podido saber con exactitud qué es lo que piensa María mientras le habla, mientras comen o, más constante aún, cada vez que él se comporta mal con ella. Porque cada vez que llega oliendo a cerveza en la madrugada y rompe cosas, o cuando desaparece por más de dos días con Clara, su secretaria, o cualquier mujer que se cruce en su camino, ella no le replica nada y sólo se dedica a mirarlo con esos ojos inescrutables, lista para volver a sus quehaceres o pasatiempos, a cocinarle e, incluso, a comportarse de una forma cariñosa con él (haciendo masajes en su espalda, escuchándolo atentamente cada vez que tiene algo que contar). Como si estuviese resignada o preparada de antemano.
    Piensa que puede ser por su origen humilde, por esas raíces serranas que lleva en la sangre y que sus padres tanto despreciaron cuando él, demostrándoles su rebeldía, les dijo que se había casado con ella. Y es que María representa para él esa pasión que tiene y tuvo por el mundo andino desde niño, cuando su abuelo le contaba historias sobre dioses incas, sobre campos de plata y lagos de miel que tenían paraísos indómitos en sus fondos; historias que le relataba cada vez que lo acompañaba a ver esas enormes tierras abundantes de maíz, de hortalizas y animales, de peones agradecidos y temerosos que tenía en distintas ciudades como Ayacucho, Puno y, sobre todo, en los pequeños pueblos de Cuzco. De joven, después de la muerte de su abuelo, cuando iba a revisar las propiedades que ahora le pertenecían a sus padres, cada vez que pudo trató de involucrarse con esa gente, ya sea participando de sus costumbres, siendo devoto de alguna virgen o bebiendo igual que ellos en las fiestas patronales. Fue en una fiesta en el pueblo de Acomayo, en los interiores de Cuzco, que conoció a María. Ebrio a más no poder, se sintió inmediatamente atraído por esa figurita menuda y simpática, que nunca antes había visto y a la cual secuestró debido a la negativa de sus padres a que dejara el pueblito. Siempre se enorgulleció de ese acto, el cual contaba a amigos y amantes, transformando y modificando la historia. En sí, fue lo más interesante en su vida, pues a partir de ese momento todo se transformó en una lenta rutina, traspapelada y sellada en negocios y en formas de hacer más dinero del que ya tenía.
    Por algún motivo, nunca pudo separarse de ella. Tal vez porque más que una esposa era una especie de empleada o amiga, mano derecha o confidente silenciosa. No estaba seguro, pero sabía que su vida sería muy distinta si ella no estuviera. Ella se encargaba de todo en la casa y en esos treinta y dos años nunca estuvo de acuerdo con contratar a una doméstica. Crió prácticamente sola a su único hijo, Gonzalo, ingeniero exitoso que ahora de seguro estaría firmando algún contrato en España o Italia, y siempre se adecuó exitosa y silenciosamente a todo cambio que ocurría en sus vidas, aprendiendo nuevas cosas y perfeccionando las que ya conocía. En su cumpleaños, le cocinaba sus platos favoritos: pie de manzana en manjar de ciruela, asados de res con papas al ajo o platos tradicionales como trucha al horno y humitas de maíz que se deshacían como algodón en su boca; era amable y nunca criticaba a nadie, sus vecinos, a pesar de los prejuicios, la estimaban e invitaban a sus cenas de lujo y eventos. En todos esos años, después de que Gonzalo dejó la casa, se hizo una costumbre entre los dos: cuando Tomás llegaba del trabajo y terminaban de almorzar, se iban a la sala y él le contaba todo lo que le había sucedido en el día o, si no, cualquier anécdota o problema que tuviera en el cerebro en ese momento; ella, sentada en el sofá de al lado, lo escuchaba tomando una taza de mate de manzanilla o, preferentemente, tejiendo cualquier cosa, hasta que se quedaba dormido.
    Esta vez, Tomás termina de almorzar rápido ese pollo glaseado en naranja y revuelto con hortalizas hervidas y, sin decir palabra alguna, se dirige al sofá de la sala. Después de limpiar la mesa, María le lleva una taza de café combinada con una copita de anís como hace siempre para que tenga una buena digestión, y se instala en el sofá de costumbre, con su brocado en las manos. No lo mira directamente, debe saber que eso le incomoda. Es una rutina, algo que ya no pueden cambiar entre ellos, piensa, y que los ha acompañado hasta el presente, que ya están rozando los sesenta. Por un momento, Tomás se siente enormemente complacido y relajado, algo que hace tiempo no lograba sentir incluso cuando está con Clara, esa joven y atractiva muchacha de piel tersa y ojos fáciles de descifrar, que no ocultan nada para él y que, por el contrario, le suelen descubrir todo lo que puede ser: una muchachita traviesa con ganas de aventuras, ambiciosa y, por ende, vacía.
    -Hoy soñé con mi abuelo –dice Tomás, después de sorber el contenido de su taza. Al no recibir más que un asentimiento, continúa –: El era joven y yo tenía el aspecto de ahora. Era como si los papeles se hubieran cambiado: yo el abuelo y el mi nieto. Volvíamos a visitar esos valles y a escalar esos cerros enormes donde se dice que habitan los apus y los demonios que se roban a los recién nacidos que no han sido bautizados. Me contaba nuevamente las historias de los hermanos Ayar, de los árboles de quinua cuyas raíces eran de oro y que los españoles arrasaron por completo, de la revolución de Tomasa Tito Condemayta, de Acomayo, tu pueblo, y sobre la virgen que lloró sangre y está grabada en una roca que hasta ahora veneran los pobladores de Acos.
    Al escuchar sus últimas palabras, algo en María se agita. Su mirada se desvía un momento de su tejido y le sonríe a Tomas; después todo continúa igual.
    -¿Sabes cuál es una de las historias que más recuerdo? Me la contó mi abuelo cuando tenía ocho años, allá en Cuzco. Fue la primera vez que lo acompañé de viaje. Mi mamá se rehusó, pero como mi abuelo era el que mandaba en la familia y sabía que nos heredaría, terminó aceptando. Esa vez fuimos por Madre de Dios, por Puno y finalmente por el Cuzco. En un viaje que hicimos a caballo a Acos, nos detuvimos a pescar en un río enorme. Allí me la contó. Era la historia de la niña Paula, una pastorcita de ovejas que todos los pobladores del Cuzco amaban y temían a la vez.
    María continúa tejiendo, asintiendo de rato en rato, como si estuviera acostumbrada a ese tipo de relatos.
    Era la pastorcita, contaba mi abuelo, que todo lo podía ver y saber. Se decía que había nacido a los cinco meses y que su madre murió al verla, a pesar de que la niña Paula nació ciega, quedándose así hasta los siete años. Era la huérfana del pueblo; pasaba de familia en familia y todos se la arreglaban para alimentarla y vestirla. Tenía un colchón de paja en todo lugar y se dice que nunca tomó leche de bebé. Desde pequeñita fue vivaz e inteligente; aprendió a valerse por sí misma, a cocinar y a barrer sola. Pero se supo que su destino era ser pastora por la compenetración que tenía con los animales: hablaba con las ovejas y ellas, se dice, obedecían sus órdenes.
    Pero fue a los siete años que su vida cambió. En una mañana en que llevó a las ovejas a las afueras del pueblo, al costado del río, se quedó profundamente dormida. Cuando despertó, sus ojos le comenzaron a arder tan intensamente que por primera vez en su vida comenzó a llorar. Decidió remediar el ardor con agua del río y en vez de que éste lo solucionara, lo empeoró. Poco a poco, dolorosamente, la luz empezó a nacer en los ojos de la pastorcita Paula. Ese dolor duró tanto, se decía, que por eso llegó a ver todo lo que vio. Sus ojos dejaron de ser esas manchas pequeñitas en su rostro y se tornaron enormes y profundos, bellos como la noche y deslumbrantes como la luna. Cuando llegó al pueblo, obviamente todos se sorprendieron y supieron que ya no era la misma. Ahora la pastorcita Paula era hermosa como un ángel.
    Su primera visión la tuvo ese mismo día, cuando almorzaba en la casa de la señora que hacía la chicha de maíz para todo el pueblo. La señora, que no podía dejar de mirar sus ojos y su belleza, se estremeció en el momento en que Paula empezó a relatarle, de pronto, como poseída, toda la historia de su vida: quién era y qué había hecho, qué haría y hasta sus secretos más profundos. Como la señora era una persona buena, los secretos que le descubrió fueron puros. Más bien, lo que le predijo se hizo realidad: el hijo desaparecido de la chichera apareció y, convertido en un hombre rico, se la llevó a su palacio. Por eso, fue inevitable que se hiciera conocida en todo el pueblo y en los pueblos aledaños, hasta llegar a todos los demás del Cuzco, cuyos pobladores cruzaban cerros y ríos para hablar con la pastorcita Paula.
    Le entregaban regalos y admiraban su increíble belleza, contaba el abuelo. La niña Paula gustosa vaticinaba lo que le sucedería al visitante, pero inevitablemente también contaba lo que era, lo que ocultaba en su corazón; es decir, decía si esa persona era buena o malvada. Como todos los habitantes del pueblo eran personas honestas y trabajadoras, nadie fue clasificado como malvado. El problema se creó cuando empezaron a aparecer personas de pueblos lejanos. El temor hacia Paula se hizo inmenso cuando, después de clasificar de malvados a un grupo de hombres, los cuales no sólo eran ladrones, sino que también asesinos, murieron al instante, convulsionando a los pies de Paula. Esto dejó de traer buena fama al pueblo de Acos y los pobladores decidieron regalarle unas ovejas y echarla del pueblo. Pero como la curiosidad es grande, la gente siguió preguntándole por su destino e inevitablemente muchos morían a sus pies, de la peor manera. Pueblos enteros murieron por su curiosidad, por su ambición. En cada pueblo era recibida como la llegada de un milagro, pero también como el peor de las maldiciones. Amaban y temían profundamente los ojos de Paula.
    Acongojada por estas muertes, Paula decidió volver al río para devolverle el don y la belleza que le había regalado. Pero un grupo de campesinos de otros poblados, adoloridos y rencorosos por lo sucedido a sus familiares, la siguieron y decidieron matarla. Como era aún una niña y su belleza era cegadora, se apiadaron de ella; pero también supieron que su mirada seguiría matando personas si no hacían algo. Por eso, con gran dolor, decidieron quitarle esos profundos y bellos ojos negros, que tiraron al río, el cual, como recibiendo una ofensa, de inmediato incrementó su caudal y mató a todos los pobladores que atacaron a la niña. Sus ojos, dos perlas codiciadas y temidas por muchos, se ocultaron en el fondo del río y de la pastorcita Paula no se supo nunca nada. Unos dicen que murió junto con sus agresores, otros que volvió a ser una pastorcita sencilla y vivió hasta anciana, feliz, en un cerro lejano, disfrutando de su soledad y del placer que ofrece la oscuridad…
    María, después de dejar la taza en la cocina, se acerca al sofá y extiende una manta sobre su esposo, que hace ya buen rato ha quedado dormido, extasiado en una expresión extraña en el rostro.
    -Paula… – susurra Tomás, entre sueños.
    -Este es el río donde tiraron los ojos de Paula –dijo su abuelo, sentado a su costado con la caña para truchas –. Puede ser que los encuentres o que incluso ahora mismo los tengas frente a ti. Si es así, podrían decirte lo que eres o, mejor aún, lo que quieres y temes. ¿Qué te parece?
    El niño sonrió, encantado. Después de coger un par de truchas, los dos emprendieron el camino, montados en los caballos y comiendo galletas con jugo de arándano. El río que dejaban atrás había dejado de ser caudaloso hace tiempo.
    Nuevamente en su sitio, María lleva el brocado a su regazo. Observa a Tomás por un momento, impasible, tal vez con un leve gesto de curiosidad, de ternura o letanía. Luego, lentamente, vuelve sus ojos a su trabajo.
     
    #1
    Última modificación: 2 de Enero de 2011
  2. Jorge Lemoine y Bosshardt

    Jorge Lemoine y Bosshardt MAESTRO

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    Memorable trabajo magnífico. Inspiración muy valiosa. Grandioso texto. Extenso talento. Felicitaciones poeta. Felicitaciones escritor.


    JORGE LEMOINE Y BOSSHARDT
     
    #2
  3. Rolando de los Rios

    Rolando de los Rios Poeta recién llegado

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    Muchas gracias por el comentario, mi buen amigo. Desde Perú, un fuerte abrazo.
     
    #3
  4. Mamen

    Mamen ADMINISTRADORA Miembro del Equipo ADMINISTRADORA Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    MAMEN
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    #4

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