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Mediodía

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Leonardo Vinci, 30 de Mayo de 2013. Respuestas: 6 | Visitas: 851

  1. Leonardo Vinci

    Leonardo Vinci Poeta recién llegado

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    Siempre tuve esa costumbre tonta de enhebrar cosas con la mirada. Alinear objetos cerrando un ojo, y esconder los lejanos detrás de los más próximos, o ver cuál tapa a cuál, o cuál está torcido o inclinado con respecto a otro o a uno que yo quiero que gane. Así fue que poniendo en fila el marco de la ventana del bar, con el semáforo y la parada del colectivo, detrás de todo eso vos eras una pelusa, una nada. Solías sentarte ahí en la vereda a unos metros de la esquina y apoyarte sobre la pared del banco. Los dos tipos de gorra siempre iban a molestarte, a decirte que te corrieras, o pedirte documentos mientras te miraban altos; y vos entonces te corrías un poco, pero después al rato te volvías. Tus rodillas se veían como dos panes de barro que asomaban detrás de la canasta; y ese anillo de luz, que te devoraba caliente contra la pared blanca, era como una aureola o como un manchón anaranjado que te abarcaba todo, como en ese mediodía de sol atorrante en el que no sabías qué hacer con los jazmines. A veces la gente pasaba por ahí y ni te veía; en ocasiones representabas un mero cumplido, otras eras indispensable; las señoras con sus carros; de tanto en tanto algún presente, o simple y confusamente la soledad, como la gorda de los crisantemos, que todos los martes y viernes te llevaba un crisantemo a eso de las cinco, cuando terminaba su jornada en el banco. Ella te saludaba con su sonrisa de gorda y te preguntaba cómo estabas; y a vos te gustaba tanto verla irse en su vestido apretado y reventante de flores, moviendo sus piernas blancas sobre los tacos hasta perderse detrás de la ochava. Había algo como un hilo, como un piolín de albañil que te andaba alrededor, como esas órbitas que le dibujan a los átomos en los libros; siempre en movimiento tu cara en una mezcla suave de olores a café y amabilidad tranquila. A cada ramito que vendías lo cubrías con ese triángulo de papel tan ruidoso, tan así como una vuelta cariñosa del instinto sin pensar, sin mirar; entonces lo entregabas en una reverencia esmerada como desprendiéndose algo; y ahí era que se te asomaba el piolín de albañil por la mano, y se iba como un obsequio o un recuerdo.

    Un día un tipo dobló la esquina y se acercó, te pidió jazmines, y vos le explicaste que no, que el frío y que dentro de poco; que en la canasta tenías pensamientos y no me olvides; pero el ruido de los autos y las frenadas se mezclaron con tus gestos inútiles mientras te lo quedabas mirando cruzar la calle entre las bocinas yéndose sin más. Pero a vos te quedó una sensación; como que él sabía que de los jazmines nada todavía, que venía a escuchar que no, y que ya lo sabía. Él volvió; dos o tres veces más volvió él, a quien habías puesto por nombre el loco de los jazmines. La última vez, mientras el frasco del azúcar se inclinaba sobre los churros al mediodía, lo viste doblar la esquina, otra vez con su camisa volando exiguo y huraño; entonces tu amigo de los churros que te miró callado, apartó su bicicleta verde a un costado como una puerta corrediza sin ruido. Ni siquiera te salió preguntarle qué quería, con los churros en la mano moviste la cabeza como algo inexorable y pesado; y algo así como un juego hizo que una sonrisa irónica en su cara le tirara la barbilla hacia abajo, justo cuando la nuez se le movió por el cuello como si apisonaran ladrillos. Pero algo te sacudió mientras se daba mudo la vuelta. Algo, después cuando hablabas con el churrero te asaltó, un centelleo, un estupor; tus ojos empezaron a perderse en un lugar que no era la memoria, buscaban un número que nunca habías calculado. Te pusiste a caminar en círculos alrededor de la canasta cruzando los brazos; miraste las baldosas, el cielo, los autos; y entonces te diste cuenta; te diste cuenta que el tipo no estaba loco sino que estaba enamorado; que estaba muerto, que lo habían matado y no que un revólver y eso, que estaba muerto de amor desesperado. Te enredaste nervioso entre los cables y las palomas y las ventanas buscando el por qué de no haberte dado cuenta antes. Primero había sido el loco de los jazmines, y ahora algo te había involucrado a vos el alma. Estrepitosa una certeza ciega te apabulló, te llevó por delante casi dulce, como el encanto de los idiomas extranjeros que justamente cautivan por no entender nada. Pero todo te cerró. Te vino a la cabeza eso que oíste de Arquímedes y de mover el mundo; y que entonces la palanca y los jazmines, que ellos, los jazmines, eran algo así como una cuestión de vida o muerte, y vaya si lo eran; como la llave de la puerta que separa lo vivo de la nada; esa manera distinta de mover el mundo; te diste cuenta casi sin saberlo, ese hito, esa especie de condición para seguir respirando. Te angustió pensar que podría ser tarde; que ya no volvería, que él se había ido otra vez así sin nada entre los autos. Y entonces, qué cosa sino la magia podría. Detrás de la parada del colectivo eras una nada afligida; tenías en mente esos tres o cuatro elementos de su cara definiendo la pena. Entonces un chispazo te encaramó la mirada. Un arranque; en un giro empuñaste la canasta y un destello de armadura te puso a correr. Corriste a la noche demorada con un afán sin historia. Corriste las veredas, los trenes y los suburbios. Probablemente nadie se habría puesto a pensar nunca en tu calle, esa de tu morada triangular o cuadrada, su nombre, su forma, su inclemencia. Llegaste a ella empujando el alma a soplidos. Tus bocanadas exhaustas encendieron un fuego atolondrado, mientras rumiabas, en vilo, las hebras de ese amor que quizás te supo antes ser incomprensible, así, como el de la patria. Era como no haber visitado nunca un lugar pero saber dónde queda. Esa noche tu vida era una proclama agitada, como una bandera en alto o una bandada de pájaros graznando; y el corazón se te salía a golpes en una mezcla de estrategias y entusiasmo. Lo viste al tipo dando vueltas oscuro y urbano, lo viste como un pequeño trompo a punto de perder el equilibrio dando vueltas alrededor de tu taza caliente. Esa noche no dejaste que la gorda se te metiera en la cama; no la dejaste esta vez endemoniársete en las manos para acariciarte el cuerpo solitario y frío. Pero se te cruzaba ella, ahora rauda y distinta, la imaginaste posible después de esta cosa de los jazmines. Te imaginaste yendo a rescatarla. Rescatarla de los alfajores y el control remoto; de esa vieja postrada gritándole desde el otro cuarto; rescatarla de ese oscuro departamentito triste, con una mesa atestada de cosas y un crisantemo en un vaso con agua. Casi que preferías ni dormirte, poner en fila todos los verbos de esta historia y conjugarlos. La madrugada más madrugada que nunca te vistió de escudero y te puso un pan en la boca; te empujó a la calle erguido en un recuento de monedas de jornales y canasta. Y coincidió que era jueves, y que las camionetas habrían viajado la noche; que irrumpirían con sus cosechas frescas en los playones del mercado. Atravesaste las vías y escalaste terraplenes todavía dormidos. Inminente corriste ligero las angostas calles sin luz; corriste el costado de la autopista y sus hendiduras malolientes esquivando borrachos. Te llevaste por delante montones de basura, pisaste cartones y restos; pateaste latas y algún que otro gato que andaba por ahí. Ganaste el rellano con sus dos o tres cuadras más de miseria doblando y cruzando; hasta que llegaste a los portones inmensos de ajetreos tempranos. Entonces la blanca la luz de los mercurios estaba suspendida junto a ese murmullo como el de las grandes estaciones; entre las camionetas y peones, las compras y las ventas, los tinglados amplios resonando, los lápices en las orejas. Buscaste entre ecos y húmedo cemento las fisonomías de los puesteros, los nombres, los rostros, los delantales de siempre. En un puesto no encontraste nada, y nada en el otro mientras cargabas lo habitual; y otro más hasta que diste con el flaco de la mirada alcohólica, ése que se fumaba todo. Pero eran un desastre de feos, ellos estaban verdes, helados, desperdigados y pisoteados en los recovecos de la camioneta entre cajones, como si los hubiesen tirado al descuido, o un hecho inesperado. El flaco te miró riéndose; desarmaste vertiginoso de a tres y cuatro los paquetes aplastados. Y al fin lograste armar uno, un solo atadito aceptable que no era de los mejores, pero eran jazmines. Entonces él, el enamorado, se vadeó otra vez entre tus pensamientos, y te aparecieron futuros esos tres o cuatro elementos en su cara, en forma de guerrilla, en forma de jardín, y también en forma de gorda instigándote las manos. Lo viste tocando timbre, cualquier timbre con los jazmines en la mano después de mediodía, con su camisa volando en algún palier, o en una casa antigua o en una biblioteca. Cruzaste el portón y te fuiste a buscar el tren; y en una extraña mezcla de congoja y ansiedad casi pudiste imaginar hasta los besos o eso que queda en la boca después de ellos. Vos y la mañana habían comenzado a arder en la calle; la luz había llegado a quedarse hasta la noche; y atravesaste, a golpes de zaranda la incógnita, las veredas otra vez. Todo parecía tan distinto, ese algo que da pelea, ese algo con sentido; te salías irremediable de adentro, te delatabas en una inquietud de niño. Era una mañana que estallaría en aureolas anaranjadas y rojas; esperabas en tu cenit al sol loco romperse en mil pedazos. Tu mano jugaba impaciente en la canasta, apenas pensativa y transpirada tanteaba el ramito de jazmines como quien calma a un cachorro; lo rociaste dos o tres veces con agua y lo cubriste de cualquier otra mirada. El mediodía te apretó el estómago contra las paredes del banco que se habían hecho más blancas como a palos, más ruidosas y más calientes. Entonces lo viste a él aparecerse en la esquina, y esa especie de figura lenta o pensativa te dio como una ventaja para hacerte el distraído. Tu corazón se salía como un caballo desbocado, perdiendo el control del tiempo. Fue que no pudiste aguantar más y volviste a mirarlo. Pero él no dobló la esquina; como algo extraviado cruzó la calle recta y siguió sin doblar; como un espolón inútil clavándose en el horizonte desnudo sin nada lo viste llegar a esa otra orilla, a la otra vereda casi abandonado. No te pudiste agarrar ni del miedo ni de la cogoja, se te contrarió el alma. No sabías que hacer. Habrías querido gritarle. Habrías pensado en correrlo, alcanzarlo antes de que se esfumara entre los vidrios de la farmacia. Lo habrías tomado del hombro y girándolo bruscamente le hubieras puesto los jazmines en la mano, diciéndole que esa puerta debía ser urgentemente derribada. Te habrías erguido abruptamente delgado en tu cenit, empuñando el cáñamo ajado de tu canasta; y habrías dado un varazo a tu mula; tironearla, empujarla, y entonces secundarlo.

    Casi pude sentir tu mano; después, supe con certeza que esa sensación de hormigueo había sido casi en mi hombro tu mano. Sentí el golpe. Yo no sé si me hablaste o me gritaste o chistaste, porque justo en ese momento pasó una moto de esas que a uno le crispa los nervios. Sentí la frenada y el golpe. Me encogí de hombros y giré para mirar. Cuando me di vuelta te vi que estabas volando. Me troqué en algo sin oído, sin olfato, sin lengua; sólo podía un retraso en mis ojos detener todo como debajo del agua. Cómo podía saber yo que te ibas a tirar así a la calle, y que ese camión y el desastre. Diste dos o tres vueltas en el aire, después te arqueaste como mirando el cielo. Era como si algo quisiera retenerte desde arriba, tardaste tanto en caer. La aureola anaranjada ardía en la vereda, el sol atorrante pegaba en las paredes quemando todo. Primero empezaron a caer las flores, como explotadas, como fuegos artificiales; la canasta no sé, no la vi. Caían pétalos y ramitas, pedacitos de helecho y esos triángulos de papel que hacen ruido; caían perfectos como cuando el viento levanta en círculos la hojarasca en las plazas. Yo me acerqué como un bulto amorfo que se arrastra y empuja abriéndose paso. Había visto tu mano abierta sobre el asfalto entre las piernas de la gente. Las bocas estaban llenas de gritos pero yo no oía nada, estaban congeladas. En un momento me tuve que agachar, debo haber fruncido el ceño, me agaché un poco y me pareció que nos estábamos mirando. Estabas tirado sobre el cordón; tenías medio cuerpo sobre la vereda y caías suave y escaso sobre el asfalto. Tu boca estaba entreabierta, te salía silencioso el piolín como una madeja deshaciéndose, te salía y se iba por el agua del cordón hasta perderse en la esquina. Escuché unas voces, entrecortadas, no sé lo que decían; había mucha gente mirándote. A la gorda la abrazaba un tipo de traje mientras ella se tapaba la cara con las manos sobre su hombro; lloraba, yo no la oía pero ella lloraba mucho. Yo, supe que ése amor estaba muerto, o que se moría antes de nacer y por eso ya no quería los jazmines, por eso no doblé la esquina; pero que vos te vinieras a morir por este amor que digo, nunca lo pude entender. Yo te miraba tan lleno de pena, así como con tanta pena junta; estabas casi verde, casi tierno y dormido. Pensaba, que ahora vos y yo conocíamos esa advertencia inexorable de este juego. Qué ganas que tenía de arrodillarme y acostarme al lado tuyo.

    Los tipos de gorra que mantienen el orden se acercaron, pero no te pidieron que te corras; traían unos cartones para taparte no sé qué; tus omóplatos y un hombro eran como armaduras escarlatas de fábulas y luchas. Después vinieron más policías con sus ojos de acero y hablaron con el que manejaba el camión que estaba medio loco; y los de la ambulancia te empezaron a toquetear con guantes mientras las luces giraban. Por qué habrá tenido tantas ganas de venir a buscarte la muerte, así, a plena luz del día; si se supone que yo debía ser castigado, aunque después me diera cuenta de que así fue. En un momento se me ocurrió que vos solamente habías querido cruzar la calle buscando la sombra; hasta creí, que harto de mí, habías sacado jazmines de cualquier lado sólo para no verme más. Pero no, no, si los jazmines estaban ahí, tan cerquita de tu mano laxa, intactos; y yo lo sabía, yo solo y nadie más. Pensar que si hubiese dado vuelta a la esquina, aunque sea para mentirme y mentirte, vos estarías sentado todavía, y yo podría haberte puesto un nombre de alguna forma, el novio de la gorda, o el enamorado perdido. Hace un tiempo también pensé que vos no habías existido en realidad, quiero decir, de verdad así con tu vida propia; sino que alguna especie de falla en el tiempo me permitió verte unos momentos, encontrar esa parte de mí tan perdida. Vos entonces eras esa parte que nunca veo, y que cuando aparece y yo desaparezco, se da tan rápido que nos cruzamos y no nos encontramos nunca; como si nos ignoráramos, como si nos creyéramos únicos. Yo vendría a ser algo así como el desasosiego y vos las agallas; y que creo que en definitiva así fue tu vida. Y si ambas cosas fueran ciertas, tu existencia en mí, y tu muerte, yo estaría ahora en un problema; y de hecho, sé que no voy a volver a verte.

    Es obvio que tuve que inventar algunas cosas para armar esta historia; algunas cosas tuyas que es imposible que yo las supiera. Entonces me vi obligado a este atrevimiento; pero puedo asegurarte que ahondé en cada detalle, en cada duda. Aunque es cierto que supiste mucho más de mí de lo que podría llegar a creerse; y eso hace que yo te haya conocido entonces también, y por lo tanto, no habría tenido la necesidad de inventarte de tal manera.

    Hace poco estuve por el barrio, en la esquina del banco. Pensé que me podía cruzar con el churrero y conversar y hacerle alguna pregunta, pero nadie supo decirme nada de él, cambió de barrio. Y por esas cosas fortuitas que tiene la vida, me encontré a la gorda que venía de comprar el almuerzo, y nos pusimos a hablar, sin querer. Quizás yo le haya parecido familiar; o haya recordado vagamente mi cara de entre todas las personas de ese día; pero no sabe nada de mí; ella no sabe quién soy ni quién fui. Pero llegó a decirme, y ese es el motivo por el que me puse a hablarte, que te extraña, se le notaba en la cara; tanto te extraña.

    Leonardo Vinci
     
    #1
    Última modificación por un moderador: 1 de Junio de 2013
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  2. Ro.Bass

    Ro.Bass Guau-Guau

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    Wooo, woooo, WOOO!! Esto es espectacular!!!

    Me encantó, y provocó todo tipo de sentimientos de principio a fin. No sé si esto es cierto o es una gran inspiración, pero yo me lo creí! Y ese juego con el narrador que primero era un espectador y luego resulta ser un personaje principal, fue estupendo!

    Él la osadía, las ganas de luchar por amor cuando para ti ya estaba muerto... Dar la vida, por ver un amor realizado, aunque sea de otro... Cuanta emoción en la sangre llevaba ese chico, mientras que otros sólo tenemos hielo en las venas.

    Esto fue fabuloso y emocionante!

    Mis aplausos de pie, con silbidos y todo.


    PD: Si puedes agranda un poco más la letra, me costó mucho no perderme, y tuve que ponerlo en word porque soy media checata jajaja

    Así ayuda a la lectura de otros.

    Saludos
     
    #2
    Última modificación: 1 de Junio de 2013
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  3. Leonardo Vinci

    Leonardo Vinci Poeta recién llegado

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    Ro:
    Si supieras, si tuvieras idea de lo bien que me hace lo que decís. Haberte caído dentro de la historia, vivirla, experimentar sensaciones,…involucrarte. Un gracias, queda chico.
    Si bien aquel florista joven existió, y el banco, y el bar desde donde yo lo miraba, así como el tratarme de imaginar su vida o lo que había detrás de ella, todo el reto es ficción. Aunque bien pudo haber actuado en aquel entonces algo de esos momentos que uno vive, esos repletos de desazón, contrastando con la alegría o el esmero o el entusiasmo que veía en él. Por alguna razón (y es que yo trato de ver primero en mi cabeza lo que voy a escribir, y si no está claro vuelvo sobre la imagen) yo también “la viví” a esta historia; cuando estaba fabricada (casi como si otro me la contara) hasta me angustié, me conmovió pensar…que podría ser cierta, tal vez en cualquier parte del planeta, tanto, como había surgido en mi imaginación, tan real.
    No tengo más que volver a agradecerte; como si esta, o cualquier otra historia, se hicieran ciertas sólo al ser leídas por otros; en este agradable caso, por “Ro”.
    En cuanto a la letra, su tamaño y su apretada forma de presentarse, lo advertí desde un principio; y ya en ese momento pedí auxilio a Julia, quien genialmente (al menos visto desde mis pobres recursos) arregló ese fárrago, con toda disposición y buena voluntad.
    Te mando un abrazo !!
     
    #3
  4. MP

    MP Tempus fugit Miembro del Equipo ADMINISTRADORA

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    Ayer en la tarea de colocar la letra y las otras cuestiones... se me olvidó comentar esta bella historia. Es conmovedora; es curioso como a veces caemos en la cuenta de algo que percibimos o imaginamos que se convierte en semilla de un anhelo o de toda una historia que recreamos... Una simple mirada, un gesto, una buenos días más amable que otros puede ser el desencadenante de nuestras fantasías, incluso de amores que permenecen callado hasta que, como en tu historia... ya esta tarde.

    Es muy bonita.
    JULIA
     
    #4
  5. Leonardo Vinci

    Leonardo Vinci Poeta recién llegado

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    Gracias Julia. Es así y siempre me lo pregunto. Qué cosa dispara la idea, a veces, es como si estuviese guardada, ya vivida, y sólo falta relatarla. Observar a alguien y que detrás esté la historia; o de buscar a alguien que encaje en una historia que sabemos que está y que no la vemos hasta que "ese" aparezca.
    Tanto en tu respuesta, como en la de Ro, más arriba, las palabras "conmovedor", o "emoción", o eso de caerse dentro y vivir cada cosa, "creérselo",... son los mejores halagos, es aliento, es vuelta. Gracias, muchas gracias !
     
    #5
  6. GAVASE

    GAVASE Invitado

    Un continuo hilvanar de escenas y enredos maravillosos, para una película de momentos cotidianos y de tramas inolvidables.
    Un abrazo.
     
    #6
  7. Leonardo Vinci

    Leonardo Vinci Poeta recién llegado

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    Un gusto recibir tu comentario aquí, Gavase. Gracias por tu lectura amigo.

    Un abrazo
     
    #7

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