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Pecosa y yo.

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por Saber, 10 de Febrero de 2014. Respuestas: 1 | Visitas: 1242

  1. Saber

    Saber Poeta recién llegado

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    9 de Diciembre de 2011
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    Bueno, antes del texto, quisiera hablar un poco de él. Lo considero mi obra maestra por una razón simple: el hecho de ser personal. Es propio, y utilizó varias elementos de mi prosa típica. Es oscuro, tiene algo de crítica social y lleva algo del romanticismo que me gusta. Plus, es 100% auténtico. Es un desahogo, un canto a mi mismo. Creo que ya es hora de que vuele, de que otros lo lean. Creo, sinceramente, que alguno podrá identificarse en algún aspecto. Además, es simple. Es mi estilo, pero a la vez es simple. Me gusta xD. Sin más preámbulo:


    Recuerdo que hace mucho tiempo, jugaba con mis juguetes en una forma que absorbía mi vida entera. Mi mente sola era capaz de crear diversión pura. ¡Todo era un juguete! ¡Siempre había una historia por contar!

    Pero siempre, la Pecosa, mi peluche de Dálmata, estaba cerca. Tenía figuras de las series que daban en la televisión, cartas mágicas que me permitían invocar y defenderme de monstruos; pero, Pecosa siempre estaba allí.

    Pero el tiempo pasó, y poco a poco, fui creciendo. Ahora, tomaba los juguetes… pero, ya no lanzaban esferas de energía que canalizaban lo más profundo de sus emociones… eran simples muñecos inertes, que me recordaban mi rareza. Ya no era el legendario golpe dragón del héroe celestial… era un pedazo de plástico golpeando a otro. Probé con todas las líneas que recordaba, todas las posiciones que había probado antes. Intenté enterrarlos al recibir golpes de fuerza inimaginable, usar el lavamanos como si fuera un mar, ¡intenté todo!

    Pero ya no podía conectarme con el juego. Antes, era parte de él. Ahora, era un espectador y ya… Lo veía sin sentir nada. Era aburrido. Guardé, para la alegría de mi familia, todos los juguetes de mi infancia… Excepto Pecosa. Aún la quería....
    Entonces, me empecé a sentir vacío. Eso que llaman “la escuela” no ayudaba. Los niños allí habían perdido su imaginación hace mucho tiempo, y, viéndome intentar volver a encender la chispa de la mía, me había convertido en eso a lo que le dicen “paria”. No, de hecho, era parte de todo. ¿Rompían una puerta? ¡Yo era el único allí! ¿Destruyeron unos libros? ¡ah! ¿Si no era yo, quién más? ¡Nadie más podría! ¿Era el único en entregar la tarea? ¡Simple! ¡Yo les había dicho que no había! Todo lo malo era culpa mía. Todos me miraban con ojos de asco. Mi familia se sentía decepcionada. Mis maestros, aún más. Todos…

    ¿Alguna vez has sentido que las estrellas son ojos acusadores? ¿Alguna vez has escuchado en el sonido de la naturaleza las voces de protesta por ser tan raro? ¿Alguna vez has sentido en todo su esplendor el vacío interior?
    Intenté hacer cosas divertidas, las cosa de todos. Fiestas, juegos modernos, todo eso. Nada. No. Había. Nada. No podía sentir nada más que mi propio vacío.

    Todos se la pasan hablando de que los sentimientos son estúpidos, que no hay amigos verdaderos, que es mejor estar solo que mal acompañado. Esas palabritas eran comodines en las conversaciones diarias que escuchaba.

    Ellos no sabían lo que era no sentir. Querían no sentir, ¡todos queremos no sentir dolor, ni tristeza, ni nada malo! ¡Pero es muy diferente cuando no puedes sentir ni eso! ¡Ellos no sabían lo que era que te hicieran una fiesta de cumpleaños y que nadie fuera! ¡Ellos no sabrán nunca lo que es estar solo!

    No sentía nada. Las cosas pasaban, y, no había una respuesta emocional por mi parte. Mi alma entró en un decadente aburrimiento: todos los días eran iguales. Olvidé como se sonreía… ¡De hecho, olvide cómo plasmar emociones en mi rostro! ¡Tuve que fingir, oh si, para que no se preocuparan! Me decía a mi mismo… “Todo está bien, es solo una fase, eres un maldito adolescente. Ya pasará. Ya pasará… ¡Ya pasará!”. Pero era mentira.
    Pronto, las personas empezaron a notar el cambio. Claro, a falta de la capacidad de sentir emociones genuinas, las muecas que hacía debieron verse patéticas.
    “Todo va a estar bien, ya pasará” “Yo se cómo se siente, pronto se irá el dolor” “¡sonríe!”.

    Pronto, me rociaron con palabras alegres de mundos felices, dónde cristo nos había salvado a todos del infierno, dónde los unicornios tenían orgias de arcoíris con caballos alados de inmensa belleza, dónde llovían dulces y los niños jugaban a ser buenos. Dónde había alegría, esperanza, diversión.

    ¡Que juego tan terrible el torturarme con todas las cosas que no podía tener! Las enumeraban como si fueran normales, y cuando empecé a ver que todos lo hacían, sentí que me lo restregaban en la cara con el objetivo de deprimirme más. Pero, no se daban cuenta que no podía deprimirme más: no estaba deprimido.

    Nada. No había nada. Nada.

    Cuando era niño, le tenía miedo a la oscuridad e iba corriendo al cuarto de mis abuelos para poder dormir… Monstruos imaginarios eran alejados por el aura protectora de mis abuelitos. Ahora, todo era oscuridad. En la perpetua oscuridad, encontraba agujeros que eran aún más oscuros… miraba en ellos, para darme cuenta que estaban llenos de nada.
    Estaba aburrido y solo, y no me entretenían las cosas que normalmente me harían sentir menos aburrido y solo. Simplemente, todo era igual. Nada cambiaba. Estaba en un lugar oscuro que no tenía nada de luz, y lo único que existía para mi era esa oscuridad. Sin nada de luz, solo podía pensar en lo vacío, aburrido y solo que estaba allí. Y no había forma de escapar.

    Todos quieren ayudar, pero, lo único que logran es hacerme ver que hay cosas más vacías que mi mismo. Mi familia lo intentaba mucho. Al ver que esas cosas me molestaban, probaban otras. Sobornarme con cosas que me gustarían o simplemente sonreírme. Pero, nada servía. De hecho, comencé a desear que dejaran de quereme para no sentirme forzado a sonreír en presencia de alguien. Si nadie me amaba, y estaba solo de verdad, al menos no tenía que intentar pretender que todo estaba bien…

    Todo siguió así, y todos empezaron a acostumbrarse a mi nueva e insensible vida. “Es así ¿Qué se le va a hacer?” y cosas así empezaron a ser dichas a mis espaldas, pero no a la suficiente distancia para no ser escuchadas por mí. Poco a poco, me fui percatando…
    No quería vivir.

    No era cuestión de querer morir o suicidarme. No. Era simplemente, que no había ningún deseo de estar vivo. Simplemente, estaba allí. Y me estaba aburriendo de estar aburrido, solo, vacío y, sin sentido. Nada sentía. Algo así como cuando vas incomodo en el transporte publico, intentas buscar una posición mejor y terminas cansando de intentar y te aguantas el camino o cuando empieza a sonar el ruido de una alarma molesta y lo quieres apagar… Así era mi relación con la vida, de… repulsión.

    Soliloquios suicidas se apoderaban de mi mente. Nadie nos da un manual sobre como vivir, pero estamos rodeados de muertes potenciales. Al comer, podemos tomar el tenedor o el cuchillo y herirnos, o atragantarnos con algún alimento. Al bañarnos, podemos caernos “accidentalmente” o intentar ahogarnos. Al bajar las escaleras, podemos “tropezar por error” y caer, o, simplemente, saltar buscando la muerte. También podríamos simplemente salir y cruzarla calle cuando el semáforo esté en verde, o, buscar una ventana de altura considerable y saltar. Estamos rodeados de muerte, hay muertos en todos lados… ¿Qué importaba una tumba más…?

    De las cosas más difíciles que pasé, fue el decidir seguir existiendo. Es algo así como cuando te duele tener una parte del cuerpo de una forma y la mueves para que duela menos. Tomé esa decisión buscando dejar la cocina de Satán para poder entrar a algo más apacible, más soportable… El infierno. Mis nuevos hobbies me ayudaron. Lo bueno de vivir en una sociedad medianamente avanzada es que ha habido muchos años para que la gente haga cosas. Música, libros, videojuegos… Esas cosas hacían la existencia más soportable, pues, me alejaban de la insoportable levedad de mí ser. Distraían mi mente por momentos. Y, ¡lo mejor! Si una canción me aburría, el mismo compositor tenía muchas otras. Podía saltar entre compositores, saltar entre videojuegos, saltar entre libros. Nunca acabaría.

    Pero, había momentos en que dejaba de tener acceso a esas cosas. Es que, mi condición de insensible me ganaba problemas sociales, alejaba a la gente. No había salido de la escuela todavía, y, de hecho, a la gente parecía importarle. Y, si entendieran, se darían cuenta por que me encierro en mi mismo. El punto es, me castigaban cada tanto sin mis “medicinas”, y cada vez, estaba peor.

    ¿Sabes cuál es el mayor problema al ser insensible? Todo lo que dices hiere a la gente. Las cosas que parecen amables, no siempre lo son. Y, por mi propia condición, estaba siempre listo para consolar a los demás, muchas veces, sin resultado. Pero la gente no entiende. No entiende lo que quieres decirles, por que la sociedad de encarga de eliminar la imaginación, y, con ella, la empatía. Deje de intentar ayudar a los que estaban deprimidos, pues, yo estaba peor y, en realidad, no ayudaba. Y, es que, al no haber sentimientos en mí ¿Cómo ayudar? ¿Cómo alguien que no siente puede hacer sentir? No podía. Ni yo lo entendía que pasaba conmigo.

    Aunque el problema social real era que a la gente no le importaba. Ya era hábito estar así. Ya no tenían ganas de ayudar, y, a mi me faltaban palabras para pedir ayuda. No hay una forma casual de pedir ayuda con esta forma de vivir, y, los métodos más efectivos requerían de mucho esfuerzo.

    Paso el tiempo, hasta que mis comentarios (los que me arrancaban cuando, por probar, me hablaban… cosa que ocurría cada tantos días) evocaban en todo momento a la oscuridad en mí.

    “No es como si la vida tuviese sentido” decía.

    Las alarmas se encendieron. Pero, no sabía como calmarlos. De hecho, mis intentos solo hicieron que la preocupación por “el suicida” creciera. Supongo que era natural llegar a esto.

    Yo no tenía sentimientos, pero todos tenían tantos… Manifestados en todo su esplendor…

    Intenté ir a un médico, para calmar a todos (¡No podía permitir que mi condición afectara a todo el mundo!).

    Entonces, empezaron a pasar días de esperanza (cómo cuando estás moribundo en un desierto, pero sigues caminando pensando que hay agua… ¡o algo! Más adelante). Les hablaba a personas que intentaban escuchar sobre los sentimientos que no tenía. Estas personas me dieron sentimientos encapsulados.

    Todo era una mierda.

    El presente era una mierda. Mis mierderos pensamientos eran sobre cuantas mierdas traería el futuro, para llegar a la conclusión que simplemente sería una mierda enorme. El pasado era una sucesión de sucesos mierderos que, en conjunto, hacían un poco peor la vida actual. Estaba triste, frustrado, y el odio me embargaba…

    ¡SI! ¡Mis sentimientos volvían! No de un golpe, pero si poco a poco.

    El problema es que ya sabía lo que era estar frustrado o triste (al principio, mi situación actual se debe a la frustración que me condujo a la tristeza). Pero el odio era algo nuevo. Era… Poderoso, intoxicante. Mi cerebro, mi ser, lo asumió como única realidad. Algo así como cuando escuchas una canción nueva, se hace tu favorita y no dejas de escucharla. La novedad en el odio lo hizo una totalidad en mí.

    Las hipócritas palabras de consuelo que me escupían me llenaban de odio, todas esas palabras sin razón eran ofensivas para mí. El odio hacía parecer las sonrisas mucho más distantes, mucho más… imposibles.

    Quería estar solo, y todos se alejaron. Estaba solo de verdad. Mi odio había logrado lo que mi odio deseaba. Entonces, empecé a llorar. Era un llanto sin motivo, no había tristeza, solo lloraba desconsoladamente. Antes de darme cuenta, estaba en el piso, llorando. Llorando y ahogándome en mis lágrimas. Llorando y odiándome por todo lo que había pasado. Llorando… hasta que… la vi.

    Allí estaba Pecosa, mirándome con sus inertes ojos. Y entonces, sonreí. Luego, empecé a reírme frenéticamente sin razón. Allí estaba Pecosa. Solo estaba. No era un ser vivo, no sentía, pero, allí estaba. Estaba y ya. Siempre estuvo allí, bajo mi cama (dicho sea de paso, no recordaba haberla puesto allí, ni la recordaba si quiera). Ya había olvidado como sonreír y como reír. Pero reía como nunca lo había hecho, como si de mi interior brotaran todas las sonrisas que deje de dar estos últimos cinco años. Reía, y, abrazaba a Pecosa. Reía, y, volvía a sentir. La besaba, reía y lloraba. Había olvidado como hacer todo esto, había olvidado lo que significaba estar vivo, lo que era sentir, lo que era ser niño.
    No voy a darle un final romántico de “y todo estuvo bien para siempre, encontré el amor y todos bailamos a la macarena”. Eso sería mentir.

    Pero, al menos, estoy aprendiendo a volver a sentir. Estoy recordando lo que era ser un niño, tener sueños, imaginar que todo va estar bien. Al menos, ahora puedo sonreír sin que sea un esfuerzo de mi parte, y, todo parece mejorar. Pero, el vacío y el recuerdo de esa parte de mí vida sigue ahí…

    Tengo miedo de que al ir a la universidad, todo vuelva.

    Tengo miedo de dejar de tener tiempo para las cosas estúpidas que alejan la oscuridad…

    Tengo miedo de perder a Pecosa, de que alguien decida que estoy muy grande para tener un peluche y decidan botarla.

    Pecosa me recuerda que no estoy solo, que ella siempre esta allí. Y que ella, acompañándome, no está sola. Que hay cosas por las que vivir, como un peluche de un perro dálmata. Pero, Pecosa no es solo un peluche. Nunca lo fue, y nunca lo será.
     
    #1
    Última modificación: 10 de Febrero de 2014
  2. Mamen

    Mamen ADMINISTRADORA Miembro del Equipo ADMINISTRADORA Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    Es una historia entrañable de leer,
    es muy amena y entretenida,
    donde la disfruté de principio a fin.
    Un placer haber pasado, un beso.
     
    #2

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