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La casa del promontorio

Tema en 'Prosa: Obra maestra' comenzado por VicenteMoret, 20 de Mayo de 2019. Respuestas: 2 | Visitas: 1029

  1. VicenteMoret

    VicenteMoret Moder. Biblioteca P. Clásica.Cronista del Tamboura Miembro del Equipo Moderadores

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    La Casa del Promontorio
    Publicado el 1 abril, 2014 por vicentemoret


    La Casa del Promontorio

    Siempre me llamó la atención aquella casona del promontorio que desde el pequeño cabo en que se asentaba dominaba las playas de Mera y de Espiñeiro. Su estilo modernista contrastaba con la geometría cartesiana de sus jardines casi versallescos. Presentaba un moderado aspecto de abandono y deterioro, más evidente en la mansión que en los jardines, pero su imponente estampa y su peculiar ubicación seguían destacando en la bahía.
    Desconozco la historia de esa casa pero lo que sí consta en las hemerotecas es que fue testigo de grandes y de pequeñas tragedias… En plena Costa de la Muerte podría haber firmado la ejecución de cientos (tal vez miles) de pescadores que se habían acercado demasiado a las rocas de La Marola, o a los acantilados del Seixo Branco, para chivear robaliza… ¡Mala mar es ésa, pero hambre obliga!
    También disfrutó desde la primera fila del patio de butacas de espectáculos desastrosos de proporciones colosales, como el naufragio del carguero que dejó desperdigados por la costa todos los barriles de mercurio que transportaba, o los accidentes -algo más recientes- del Urquiola y del Mar Egeo, que tiñeron durante años las playas de la bahía con el crudo destinado a la refinería de petróleos de La Coruña.
    Pero no solo era eso lo que me fascinaba. Recuerdo que en mi niñez tardía, y en mi juventud temprana, solía ir -unas veces con mi padre y otras con amigos- a pescar múgeles y anguilas a la laguna salobre del pueblo de Mera. Entonces las construcciones de primera línea de playa no existían y los ventanucos de la torre de la mansión se nos clavaban en el cogote… Sin duda nos estaba vigilando.
    Dejé de frecuentar aquellos parajes algo después de entrar en la universidad pero de vez en cuando, quizás en sueños, la imagen de la casona aparecía nítida en mi memoria, como un “flash” que me recordaba que todavía seguía allí.
    Años más tarde, tras una vida itinerante y con un punto de bohemia, volví a la laguna. Estaba vallada y los alrededores aparecían acondicionados como zona de esparcimiento con comederos para los patos. También habían limpiado el canal que comunicaba la laguna con el mar y habían construido un puentecillo de madera desde el que los niños echaban miguitas de pan a los peces, que se arremolinaban para conseguir su ración. El sitio perdía el encanto salvaje que suponía apartar los juncos para echar la caña. A cambio, era más accesible para unos usuarios que, probablemente, no llegaban a disfrutar del entorno tanto como yo lo había hecho tiempo atrás.
    El restaurante “La Perla” y las casuchas de marineros que le rendían pleitesía ya no estaban. En su lugar habían edificado una hilera de bloques de mediana altura cuyos bajos estaban ocupados por terrazas playeras y chiringuitos más o menos finos. No estaba mal del todo, pero el sabor del pueblecito de pescadores había desaparecido para no volver. Sin embargo la casona del promontorio seguía allí, resistiendo el paso del tiempo con el mismo porte y la misma fascinación de siempre. Cuando me detuve a contemplarla se cerró una persiana en la torre. La mansión me guiñaba un ojo.
    Mientras saboreaba una copa de Albariño con unas sardinas fritas en el Bar del Puerto, recordé que siempre había pensado que la casa del promontorio no estaba habitada. Imaginaba que sus dueños simplemente se ocupaban de un mantenimiento mínimo. Seguramente tenía razón, y eso era precisamente lo que estaba ocurriendo cuando cerraron la persiana de la torre. Salí con mi copa de vino y me senté en el poyo del bar para disfrutar de los colores del ocaso, de la suave brisa y del murmullo de la resaca de un mar de julio casi en calma. Miré hacia el norte. La silueta de la casa se recortaba contra el arenal y los bosques de Espiñeiro. Las luces del porche estaban encendidas.
    Al día siguiente no madrugué. Desayuné con calma en la cafetería de siempre y luego saqué a la perra a dar su paseo. El día era bonito pero fresco. Metí un par de bañadores y una toalla en mi mochila de batalla y me subí al coche. Pensé que sería buena idea dar un paseo por la costa, entre las dos playas, y echarle un vistazo a la casa, por la que forzosamente tenía que pasar.
    El alcalde se había tomado en serio lo de ‘humanizar el pueblo’, y lo que antes era un sendero con tojos y retamas ahora se había convertido en un ‘paseo marítimo’ de ladrillos rojos, macizos y rústicos, que recorría el contorno del promontorio protegido por una sólida barandilla de troncos.

    La singular obra le había robado a la casona su recoleto mirador que, con su banco de piedra semicircular y su fuentecilla, había sido integrado en el paseo. El muro de la mansión, que originalmente llegaba hasta el borde del acantilado, había sido retranqueado pero habían tenido el detalle de dejar una puertecilla de acceso. Animado por la curiosidad giré el pomo pero la puerta no se abrió. Continué mi camino hasta la playa.
    El arenal de Espiñeiro es de una belleza sublime. Completamente resguardado de los vientos del norte, sus aguas parecen de montaña: transparentes, y de un color entre azulado y verdoso, caen abruptamente para buscar un fondo rocoso abundante en cuevas, sargos y fanecas. Desde allí la bahía de La Coruña parece un lago cerrado. Justo enfrente se dibuja la ciudad presidida por la Torre de Hércules y más hacia la izquierda están la península de Breixo y el puerto pesquero.
    Siempre me gustó el agua muy fría, y aquel día disfruté. Sobre las dos y media recogí mis cosas y me volví al pueblo para comer algo. En uno de los chiringuitos de la playa solían tener zorza y unos pimientos de Padrón excelentes. A esas horas apenas había gente en el paseo. Cuando llegué a la puertecilla del mirador vi que estaba apenas entornada. No pude resistir la tentación y entré.
    De la misma puerta arrancaba un sendero de piedras irregularmente dispuestas que llevaba directamente a la casa y del que partían varios ramales de tierra muy pisada que se perdían por los jardines. De cerca se percibía el abandono evidente de la fachada. No quise acercarme mucho y me desvié por uno de los ramales que, encajonado entre setos de boj, parecía conducir hasta unos grupos de camelias, azaleas y hortensias.
    -Lo siento- dijo una voz que venía de mi derecha -Tiene que marcharse. Está usted en propiedad privada.
    Un hombre de unos cincuenta años, moreno, y con un rastrillo en la mano, salía de un macizo de rododendros.

    -Buenas tardes- contesté -Es que vi la puerta abierta y entré a curiosear por los jardines. Me gustan mucho las plantas ¿sabe?- dije tratando de mostrarme simpático e inofensivo.
    -Ya, pero tiene que marcharse- replicó el hombre ignorando completamente mi supuesta pasión por la jardinería. -Venga conmigo- añadió.
    Me acompañó hasta la puertecilla y sin decir una sola palabra esperó a que saliera antes de cerrar con llave.
    -¡Adiós, hombre!- dije desde el paseo -… y muy bonitos los jardines- le espeté con sorna.
    Un silencio absoluto me respondía desde el otro lado del muro.
    Aquella noche no dormí bien. Aunque tampoco puede decirse que durmiera mal. Sencillamente no dormí en absoluto. Me había propuesto averiguar por qué la casa del promontorio ejercía sobre mí tal fascinación, por qué se había convertido en una obsesión angustiosa. Tenía que conocer más detalles sobre la mansión.
    El pueblo había cambiado mucho y ya no conocía a nadie: “La Perla” había desaparecido, los dueños del Bar del Puerto estaban muertos hacía tiempo, y la profunda metamorfosis experimentada en el ayuntamiento había alcanzado también a sus habitantes: ya no había nadie de mi pandilla, el trabajador autóctono había sido sustituido por mano de obra inmigrante (vamos, que Pepe, el camarero del bar ‘La Boina’, había sido sustituido por Dimitri, un estudiante Erasmus rumano. El mismo bar ‘La Boina’ ahora se llamaba ‘The Scotish Kilt’), y los pocos que vivían allí todo el año utilizaban sus casas sólo para dormir. En esas condiciones era difícil conseguir información.
    El mes de agosto estaba celebrando sus fiestas y yo estaba sentado en una terraza de Santa Cristina tomándome un café. Un par de mesas más allá identifiqué un rostro familiar, al que -no obstante- tardé algo en situar.

    Resultó ser un cabo primero de mis tiempos de sargento de milicia universitaria. Me acerqué a saludarle y él me comentó que había cambiado el uniforme verde por el azul. Cuando se vio obligado a dejar el ejército (por puro agotamiento de reenganches) se hizo policía local del ayuntamiento de Oleiros. Bromeamos un poco.
    -Recuerda que entre compañeros no nos puteamos- le dije -… así que te voy a pasar mi móvil y la matrícula del coche por si algún día aparco “raro”.
    -Me da que no va a valer de nada- replicó -… yo soy del departamento de urbanismo y medio ambiente.
    Un relámpago pasó inmediatamente por delante de mis ojos.
    -Oye, Mera pertenece al ayuntamiento de Oleiros ¿verdad?
    -Pues sí…
    -Dime una cosa ¿conoces la casa grande que hay entre las playas de Espiñeiro y Mera?
    -¡Claro que la conozco!- respondió sorprendido -¿Por qué lo preguntas?
    -Curiosidad simplemente. El otro día pasé por allí y me di cuenta de que para construir el paseo habían tenido que expropiar parte de la finca.- respondí prudente.
    -Pues no lo sé.
    Me dio la impresión de que mi comentario le había puesto algo nervioso.
    -Bueno, mi sargento- dijo levantándose -… me alegro de haberte visto después de tanto tiempo.- Y me tendió la mano.
    -¿Puedo invitarte?- ofrecí.
    -Lo mío está pagado ya. Hasta otra.
    -Hasta la vista- y volví a mi asiento mientras él desaparecía al doblar la esquina del hotel.
    Al día siguiente fui a dar un paseo por lo que quedaba del antaño espectacular bosque de Mayanca, que había sido convertido en zona residencial y parque recreativo. En lugar de sus frondas de carballos autóctonos, castaños, fresnos, alisos, olmos y abedules, encontré chalés individuales, pareados, adosados y zonas infantiles con columpios, toboganes, caballitos armados sobre muelles… Por supuesto no había niños allí (si acaso alguna mamá joven, o alguna abuela también joven, con su carrito de bebé). Estaban todos metidos entre los helechos jugando a “polis y cacos” o al escondite.
    Aburrido de tanto cemento y de tanto colorín quise regresar al pueblo, pero me despisté y me metí en una carretera desproporcionada y grande por la que no circulaba nadie. Anduve unos cuatro o cinco kilómetros hasta que encontré una rotonda todavía sin acabar, gracias a la cual pude salir a la pista vieja de Meirás, que conocía perfectamente.
    Todavía era pronto así que me fui dando un paseo hasta la casona. Esta vez buscaba la entrada principal, que es accesible desde el camino del faro.
    Un muro de piedra del país parcialmente cubierto de hiedra limitaba la propiedad. Por encima del muro sobresalían las copas de algunas coníferas, mayormente cedros y araucarias. Y algo más lejos había palmeras. La puerta era de doble hoja y madera de castaño macizo con cerradura de hierro. A la derecha de la entrada sobresalía un blasón de granito, y encima de la puerta había una inscripción con números romanos. Saqué una foto, y al llegar a casa, después de estudiarla, escribí en un papel:
    ~ XIV – – CMXCIX + DCCCXCIX + LIX + I ~
    -¡Bien!- pensé -parece un rompecabezas.
    Asumí el reto con entusiasmo y traté de buscarle sentido a todo aquello. Lo primero que me llamó la atención fue el espacio vacío que había entre lo que yo creía que era ‘el segundo bloque numérico’. Quizás el tiempo había borrado las cifras. Tendría que volver allí para comprobarlo. Por el momento decidí llamar al hueco “?”. De esta forma el supuesto mensaje quedaba:
    ~ XIV – ? – CMXCIX + DCCCXCIX + LIX + I ~
    Luego separé los bloques y los traduje a números arábigos:
    XIV = 14
    ? = ?
    CMXCIX = 999
    DCCCXCIX = 899
    LIX = 59
    I = 1
    No parecía significar nada. Empecé a darle vueltas con más calma hasta que me di cuenta de que había tres signos de separación: ~, -, +.

    Decidí que el signo “+” era realmente lo que parecía. Si mi suposición era correcta tenía que sumar los números conectados por la cruz, y sólo ésos… por el momento.
    999 + 899 + 59 + 1 = 1958
    Las cosas comenzaban a encajar. La inscripción decía ahora:
    ~ 14 – ? – 1958 ~
    Algo debía haber ocurrido el día 14 de “algún mes” del año 1958. Claramente esta fecha no debía ser la de construcción de la casona por varios motivos: en primer lugar, la fecha estaba completa (cuando lo habitual es señalar únicamente el año); en segundo lugar, la casa -incluso su eventual reconstrucción- era claramente anterior a 1958; por último, en la arquitectura modernista no es costumbre grabar la fecha de un edificio con números romanos. Por lo tanto, si el planteamiento era correcto, la inscripción debía ser posterior a la edificación y algo de importancia (quizás un naufragio) tenía que haber ocurrido el día señalado.
    Realicé algunas averiguaciones y comprobé que la casa estaba oficialmente datada en 1898, y no constaba en ningún sitio reforma alguna. Pude verificar también que el muro había sido construido al mismo tiempo que la mansión, lo que sin embargo no excluía la posibilidad de un grabado posterior (o incluso anterior si la pieza de granito procedía de algún otro sitio).
    Llamé a Miguel, un amigo mío con conocimientos de cantería, para que me ayudase con el dintel. Le conté una milonga vagamente relacionada con mi verdadero interés por la inscripción y nos fuimos para allá.
    -¿Y bien?- le pregunté cuando estuvimos delante de la puerta -¿Qué ves ahí?
    -Pues lo mismo que tú, supongo.- contestó mi amigo. -Lo que no sé es para qué cojones han puesto eso- añadió -Esto es lo que hay- y me pasó el papel en el que acababa de escribir:
    ~ XIV – – CMXCIX + DCCCXCIX + LIX + I ~
    -¡Qué lástima que haya signos borrados!- exclamé.
    -Ahí no hay nada borrado- replicó -Está todo tal cual.
    -¿Quieres decir que no hay nada entre los dos guiones?
    -Nunca hubo. Se grabó exactamente igual a como está ahora. Nada de nada, nothing, rien du tout… vamos, que cero patatero.
    ¡Claro, eso era! -“CERO”- … un guarismo inexistente en la numeración romana. Por eso no habían grabado entre los guiones: porque no había nada que grabar… Pero entonces ¿qué podía significar aquella inscripción?
    Seguramente me había equivocado. La secuencia ~ 14 – 0 – 1958 ~ no podía ser una fecha aunque tuviese toda la pinta.
    -¿Puedes aventurar cuando fue grabada la inscripción?- pregunté.
    -¿Estás de coña?- respondió Miguel -Lleva tiempo pero no cientos de años (por decir algo). De todas formas esa “cosa” puede formar parte de un dintel que haya sido reutilizado para construir el muro. En este caso la inscripción sería anterior al muro, y presumiblemente anterior a la casa. Pero también puede que haya sido hecha después de levantar el cierre. Una cosa sí te puedo confirmar: No ha habido retoques. Se cinceló una vez y así quedó.
    Miguel, después de sorprenderme con su intuitivo “0”, no hacía más que confirmar lo que yo ya sospechaba. Nos fuimos a tomar unas cañas y me despedí de él sobre las diez. Estaba disgustado. No me gusta equivocarme, pero tenía que rendirme a la evidencia. Aún así mi cabeza seguía trabajando y yo estaba convencido: aquello “era” una fecha.
    Cuando llegué a casa me pegué una ducha, me hice una tortilla de patatas que cené sin darme cuenta de que no le había echado cebolla, puse las cosas en el lavaplatos, pasé un trapo ligero y me fui a la cama.
    Siempre tengo en la mesilla de noche cuatro o cinco libros abiertos que leo y releo sin solución de continuidad. Esa noche “Brida”, “¿Está usted de broma, señor Feynman?, “2001: Una odisea espacial” y “Luces de Bohemia” me estaban esperando. Iba a coger “Brida” (porque era el primero) pero al final me dije que ya había tenido suficientes aquelarres ese día. Cogí el de Clarke… me fascinaba HAL el supercomputador inteligente de la nave. De repente di un salto en la cama: Como Arquímedes ¡Lo había encontrado!

    Cuando se escribió la odisea espacial Clarke bautizó a HAL pensando en el gigante informático de la época, la todopoderosa IBM. La relación entre ambos nombres es evidente: H precede alfabéticamente a I, A precede a B y L precede a M. Por otra parte HAL es ficción mientras que IBM es real. Por lo tanto, para pasar de la realidad a la ficción basta con retroceder una letra en el alfabeto. Y para pasar de lo fantástico a lo verdadero basta con avanzar una letra en el alfabeto. Aplicando una lógica similar a mi problema debería obtener la fecha que estaba buscando sumando “1” a cada grupo de la secuencia. De este modo obtenía “~ 15 – 1 – 1959 ~”
    -¡15 de enero de 1959!- exclamé en voz alta.
    En todo caso era una fecha fácil de recordar para mí. Yo mismo había nacido un 15 de enero. Subí corriendo las escaleras de mi despacho, me conecté a “internet” y estuve más de tres horas indagando en la red qué cosas interesantes habían ocurrido aquel día de 1959 que además pudieran tener alguna relación con la casa del promontorio. Pero no encontré nada.
    -¡Lástima!- pensé -Parecía tan buena idea…- y me fui a dormir. Pronto caí en un agitado sueño.
    Me encontraba en uno de los parterres de los jardines de la casa del promontorio. Vestía un chaleco de labrador y mi mano derecha empuñaba un rastrillo viejo. Conforme avanzaba hacia la casa las persianas de la torre se abrían y se cerraban con un ritmo cada vez más frenético. Era de noche y las luces del porche estaban encendidas. En la rotonda de la entrada había diez o doce coches de época estacionados. Por el camino principal caminaba un militar cuyo rostro me resultaba familiar.
    -Buenas noches, mi sargento- me dijo cuando llegó a mi altura -¿No vienes a la fiesta?
    En ese momento me percaté de la música que provenía de la mansión. Me dirigí hacia la puerta de la casa algo sorprendido por la violencia con que se abrían y se cerraban ahora las persianas de la torre. Quise girar el pomo para entrar pero me abrió desde el interior un hombre moreno de unos cincuenta años vestido con un chaqué verde.
    -Venga conmigo- me dijo. Y me hizo pasar a un salón enorme en el que desde una tarima una orquesta animaba con un “fox” el baile de los asistentes.
    En la mesa del buffet había decenas de botellas de Albariño y bandejas de sardinas fritas. Me serví una copa. Las parejas giraban y giraban al ritmo de la música, que era cada vez más vivo. Una negra muy guapa entró en el salón, cogió un micro que yo no había visto antes y empezó a cantar “I Want Survive”. Las luces espectaculares de las arañas del salón fueron gradualmente sustituidas por haces intermitentes de colores azul, verde y rojo, y por destellos blancos intensísimos. Alguien se me acercó por detrás y me dijo al oído:
    -Tenemos que hacer algo.
    Sonaba ahora la música de Nirvana y sobre una pared vacía de cuadros se proyectaba una diapositiva de la laguna en la que unos cuantos ancianos estaban pescando con un chiquillo de unos catorce o quince años.
    La música tenía ahora el ritmo machacón y monótono del “Hip Hop”, y el murmullo incesante de la gente me agobiaba. El hombre moreno del chaqué verde se subió a la tarima interrumpiendo a la orquesta.
    -Un momento de silencio, por favor… Acaba de llegar.
    Se apagaron las luces y un foco iluminó el techo. Allí, encaramado a un andamio, un hombre vestido con mono azul, con un cincel y un mazo de cantero, grababa sobre el estuco un enorme “9” y luego otro, y otro…
    Mientras, los asistentes a la fiesta, los músicos, el militar, el hombre del chaqué, todos vueltos hacia mí, repetían sin cesar:
    -¡Tenemos que hacer algo: Fíjate en los nueves! ¡Tenemos que hacer algo: Fíjate en los nueves! ¡Tenemos que hacer algo: Fíjate en los nueves…!
    Cuando me desperté eran cerca de las once, estaba sudando y tenía la boca seca, pero no me dolía la cabeza.
    Después de la pesadilla mi estado de confusión mental era absoluto, pero mi subconsciente había estado trabajado mientras dormía (¡Tenemos que hacer algo: Fíjate en los nueves!) Volví al despacho y revisé mis notas.
    XIV = 14
    ? = ?
    CMXCIX = 999
    DCCCXCIX = 899
    LIX = 59
    I = 1
    Algo en mi interior me decía que no siguiera con aquello, pero mi curiosidad podía más que mi prudencia. Al ver de nuevo las notas un escalofrío recorrió mi espalda: Ya había hecho las cuentas mentalmente.
    La leyenda de la puerta estaba distribuida en seis bloques, tres de los cuales terminaban en “9”. Aquello era una descomposición numérica. Había cometido un error: era a cada bloque de la inscripción a lo que tenía que sumar “1”. En otras palabras, el símbolo “+” era, a la vez, una operación y un separador. El análisis correcto era el siguiente:
    XIV = 14 (+1=15)
    ? = 0 (+1=1)
    CMXCIX = 999 (+1=1000)
    DCCCXCIX = 899 (+1=900)
    LIX = 59 (+1=60)
    I = 1 (+1 = 2)
    La traducción de la leyenda era ~ 15 – 1 – 1962 ~ … El dintel perpetuaba la fecha de mi nacimiento. (“Tenemos que hacer algo.” ¿Pero qué podía hacer yo?)
    Caí en una profunda depresión de la que nunca me recuperé. Ahora estoy escribiendo estas notas desde el psiquiátrico en que, con toda seguridad, voy a terminar mis días. Mientras espero mi cerebro se sigue deteriorando por la vejez y la enfermedad…»
    Cerré el diario de mi padre. Encendí un cigarrillo y salí al balcón. Fumé despacio, pensativo. Cuando acabé el pitillo entré de nuevo en la sala, y movido por la nostalgia saqué de uno de los cajones de mi escritorio el álbum de recuerdos y busqué su esquela:
    Don Víctor Martínez Borrazás
    Licenciado en Biología
    Falleció en Santiago de Compostela, el 1 de enero de 2050, a los 87 años de edad…
    Mañana iría a recorrer los sitios descritos en el diario.
    Ya no había laguna. Un inmenso parking ocupaba el lugar en el que me habían dicho que estaba. El pueblo se había convertido en una mezcla entre ciudad dormitorio y aberración turística, y ambas partes se hallaban físicamente separadas por una carretera de cuatro carriles que enlazaba con la autovía Coruña-Ferrol. El antiguo proyecto de conectar ambas ciudades con una vía rápida había sido resuelto mediante un puente de 25 kilómetros que atravesaba la bahía coruñesa y la Ría de Ares.
    Distinguí el promontorio, aunque no la casa, y hacia allí me encaminé por la vieja pista del Seixo, que más tarde se bifurcaba para llegar al faro. A ambos lados de la pista se veían bloques de apartamentos baratos. Una pequeña cuesta me condujo directamente hasta el alto de una loma. A la izquierda había una alambrada con un letrero: “Finca Particular. Prohibido el Paso”. Entré de todos modos. Me tuve que abrir paso entre una densa maraña de tojos que me hirieron piernas y brazos. Al final llegué hasta un muro de piedra medio derruido. Salté y me metí en lo que podían haber sido los jardines -ahora asilvestrados- de la mansión -ahora en ruinas-. De la casa sólo quedaban tres paredes grises y muchos escombros. Allí no había nada que ver. Regresé. Llegué hasta el muro pero en esta ocasión no tuve necesidad de saltar: me había desviado algo y, por casualidad, había encontrado el portón de entrada. La puerta de madera hacía tiempo que había desaparecido pero los tres bloques de granito del marco resistían. Salí del recinto y, antes de enfilar la pista, me giré para contemplar aquella desolación por última vez. Fue entonces cuando reparé en la leyenda grabada sobre el dintel:
    ~ – – MCMXCIX + XLIX ~
    Respiré aliviado. Por lo menos ahora tenía la certeza de que mi padre descansaba en paz.
    – Fin –

    Vicente Moret,
     
    #1
    A Roberto V. y MARIANNE les gusta esto.
  2. MARIANNE

    MARIANNE MARIAN GONZALES - CORAZÓN DE LOBA

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    La leeré al volver a casa, estoy camino a la facultad, solo te recuerdo no usar mayúsculas en los títulos o te darán tirones de oreja, bueno , yo ya no doy, si no ya te lo hubiera dado, saludos cordiales Chu

    Espero leerte más seguido amigo
     
    #2
  3. Van Norden

    Van Norden Poeta recién llegado

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    Me ha gustado el cuento, me parece bien escrito y te lleva todo el tiempo a querer saber dónde acaba. Enhorabuena.
     
    #3

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