Confesiones a mediodía

En la penumbra de un cuarto sin tiempo, donde las cortinas dibujan sombras y la luz se filtra con timidez, tus palabras me alcanzan como ecos de una vida anterior. Es un mediodía inusual, frío por fuera, pero aquí, entre paredes que han visto mil secretos, el ambiente se carga con un calor casi sagrado.

Nos miramos, y en ese instante, sabemos que las palabras son meros espectadores de este teatro de silencios. Las confesiones no necesitan voz; nuestros ojos hablan con la elocuencia de lo prohibido, narrando historias que sólo el alma entiende.

Fuera, el mundo continúa su marcha indiferente, pero en este refugio temporal, somos los protagonistas de una fuga del destino. Nos entregamos al desorden del deseo, a la arquitectura de caricias que construyen y destruyen con la misma intensidad. Aquí, cada suspiro es un poema, cada gesto una estrofa que se graba en la memoria de la piel.

El secreto de la noche nos fue revelado no por la oscuridad, sino por la claridad abrupta del día. Nos ocultamos del sol bajo la complicidad de las sábanas, creando un universo donde sólo existe la ley de nuestra atracción. Los minutos mueren y renacen, y en cada resurgimiento, la vida se redefine.

Y aunque sabemos que este refugio es efímero, un paréntesis en la eternidad del deber, cada encuentro se siente como una eternidad comprimida en el instante. Porque en el fondo, más allá de la mente y el corazón, en el rincón más profundo de nuestro ser, residimos en un lugar sagrado donde todo es posible: un cuarto de hotel a mediodía, donde el pasado y el futuro pierden su dominio, y sólo el presente es soberano.

 

Presente, ese momento se desea, se vuelva eterno.