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Tormenta de madrugada

Tema en 'Prosa: Ocultos, Góticos o misteriosos' comenzado por JimmyShibaru, 15 de Diciembre de 2024. Respuestas: 2 | Visitas: 142

  1. JimmyShibaru

    JimmyShibaru Poeta recién llegado

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    Este relato esta mas ambientado en mi mismo, pero no es autobiográfico.

    El cielo grisáceo combinaba con las fachadas color ocre de los edificios en Poble-sec, un barrio de Barcelona. Él sostenía una taza de café, como buscando un calor que no encontraba en aquel día. Sentado en la terraza de la cafetería de la calle Blai. El aire olía a humedad y a asfalto mojado, aunque aún no había empezado a llover. Miró al cielo con gesto ausente; las nubes, pesadas y amenazantes, reflejaban el peso que sentía en el pecho.



    Los bares empezaban a sacar sus sillas al exterior, y un repartidor en bicicleta zigzagueaba entre los pocos transeúntes. Carlos clavó la mirada en su café, observando cómo la espuma giraba despacio cuando removía con la cucharilla. Siempre pedía lo mismo: café solo, sin azúcar, fuerte.



    Una gota fría cayó sobre la mesa, y luego otra. Carlos levantó la mirada. La lluvia empezaba a caer, pero él no se movió. No tenía prisa por regresar, ni un lugar mejor donde estar. Dejó que el café templado resbalara por su garganta mientras las primeras gotas comenzaban a empapar el suelo de la terraza.



    La lluvia, pronto se desató con furia. El toldo de la cafetería crujió bajo el peso de las gotas, y el agua comenzó a formar riachuelos que corrían por la calle. Carlos dejó unas monedas junto a la taza vacía y se levantó, encogiéndose bajo su chaqueta ligera. No había previsto un día así, aunque en el fondo debería haberlo hecho; el cielo llevaba toda la mañana anunciándolo.

    El trayecto a casa era corto, pero la lluvia se colaba por los huecos de la ropa, empapándole el pelo corto y la espalda. Caminaba rápido, evitando los charcos que se formaban en las aceras desgastadas, aunque pronto desistió; sus zapatillas ya estaban completamente mojadas. A su alrededor, otros transeúntes corrían buscando refugio, mientras que él seguía avanzando con paso firme, indiferente al caos que lo rodeaba.

    Al llegar al edificio, una construcción antigua de fachada gris, subió los tres tramos de escaleras hasta el tercer piso. El portal olía a humedad y a productos de limpieza baratos, un aroma que conocía desde la infancia. Sacó las llaves y abrió la puerta, dejando atrás el eco de sus pasos mojados.

    —¿Ya estás de vuelta? —La voz de su madre llegó desde la cocina, cálida pero cansada, como siempre.

    —Ha empezado a llover a cántaros —respondió Carlos, dejando caer la chaqueta empapada sobre el respaldo de una silla del comedor.

    Entró en la cocina, donde su madre estaba de pie junto a la encimera, pelando patatas. Su cabello, ya casi completamente canoso, estaba recogido en un moño sencillo. Había arrugas en su rostro, pero era su mirada la que delataba el peso de los años y de una vida llena de sacrificios.

    —¿Te has empapado? —preguntó, lanzándole una mirada rápida antes de volver a su tarea.

    Carlos asintió mientras abría el frigorífico para sacar una botella de agua. —Un poco. No pasa nada.

    —Deberías llevar un paraguas, ya te lo he dicho mil veces. No cuesta nada.

    Él no respondió. No tenía fuerzas para discutir, ni siquiera sobre algo tan trivial. Se apoyó en el marco de la puerta, mirando cómo su madre trabajaba en silencio. Vivían juntos desde que su padre murió hacía años, y aunque se apreciaban, había una distancia emocional que ninguno sabía cómo romper.

    —Voy a cambiarme de ropa —murmuró finalmente, antes de dirigirse a su habitación.

    Allí, en la penumbra del pequeño cuarto, se quitó la ropa mojada y se puso algo seco. Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirando por la ventana, donde las gotas de lluvia caían incesantes, trazando líneas irregulares en el cristal. Afuera, el mundo seguía girando, pero en su interior todo parecía estancado, atrapado en una tormenta que no cesaba.

    El techo, iluminado por rayos de sol, parecía el eco de un preludio perdido en su cabeza. Su cuerpo cargaba con un cansancio pesado, como si los demonios hubieran encontrado su hogar en cada músculo tenso. Cuando abrió los ojos, el mundo ya era otro. El día anterior se desvanecía como un fragmento borroso de un sueño que no deseaba recordar.

    Los pájaros cantaban fuera, y ese sonido, aunque tenue, logró apaciguar su mente, al menos por un instante. Entonces, el teléfono rompió la calma con su alarma insistente. Carlos estiró el brazo con torpeza, apagándola de un manotazo. Su ceño se frunció de inmediato, el dolor de cabeza era ya una presencia densa y constante, como una punzada que marcaba el inicio del día.



    Al levantarse, lo primero que hizo fue arrastrarse hasta la ducha. El agua caliente golpeaba su piel, pero apenas lograba arrancar el cansancio que llevaba encima. Se vistió con movimientos lentos y bajó a la cocina, donde su madre, Helena, ya lo esperaba. Ella le sonrió con suavidad, pero él solo alcanzó a darle un beso en la mejilla antes de sentarse en silencio frente a la mesa.

    El desayuno estaba listo: unos huevos fritos con ketchup y, como postre, una manzana brillante que parecía sacada de un escaparate. Carlos comió despacio, con una calma que no parecía del todo natural, como si estuviera ahogado en su propio mundo. Helena lo observaba de reojo, sus dedos jugueteando con el borde de la taza de café.

    Tenía algo que decirle, algo que sabía le rompería, pero las palabras se atascaban en su garganta. Cogió aire, tratando de reunir el valor necesario, pero justo cuando iba a hablar, Carlos levantó la vista y la miró fijamente. Había algo en sus ojos, como si pudiera leer el peso de lo que se avecinaba.



    —¿Qué pasa, mamá?— murmuró, su voz cargada de un leve temblor.



    Helena tragó saliva antes de responder. —Es… tu abuelo. Tu abuelo Antonio. —Su voz se quebraba entre pausas largas, como si pronunciar esas palabras le costara demasiado.

    —¿Qué le pasa al abuelo? —preguntó Carlos, inclinándose ligeramente hacia ella, con una preocupación evidente en su rostro.

    Helena bajó la mirada y dejó la taza de café frente a ella, sus dedos temblando ligeramente mientras apartaba las manos. —Está a punto de morir. Le han detectado cáncer, y no… no pueden hacer nada por él. —Su voz se desmoronó al final, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. La limpió rápidamente, como si no quisiera que Carlos la viera tan vulnerable.

    —Es muy mayor, casi cien años. —Continuó, tratando de mantener la compostura—. Los médicos dicen que no le queda mucho tiempo.



    La brisa helada atravesaba el cementerio, arrastrando el murmullo de las hojas secas. Carlos observaba en silencio el ataúd descendiendo lentamente al suelo, rodeado de familiares vestidos de negro y con rostros apagados. El cura pronunciaba las palabras finales, pero para Carlos todo era un ruido distante, como si estuviera atrapado entre el presente y un recuerdo borroso.

    El perfume a tierra húmeda y las flores lo transportó de golpe a otra época, cuando su abuelo Antonio lo llevaba al parque. Recordó sus manos fuertes pero cálidas sosteniéndolo con firmeza mientras le enseñaba a andar en bicicleta.



    Carlos sintió que sus labios se curvaban en una sonrisa nostálgica, a pesar del nudo en su garganta. Había pasado tanto tiempo desde esa tarde soleada, pero podía recordar con claridad el brillo del sol reflejándose en los ojos de su abuelo y el sonido de su risa mientras Carlos pedaleaba por primera vez sin caerse.

    Otro recuerdo surgió, esta vez en la cocina de la vieja casa familiar. Antonio, con su delantal lleno de manchas de harina, lo miraba con complicidad mientras amasaban juntos.
    —Nunca le tengas miedo a ensuciarte las manos, Carlos. En la vida, lo bueno siempre cuesta esfuerzo.

    Carlos apretó los puños dentro de los bolsillos de su abrigo mientras volvía al presente. Frente a él, su madre Helena sollozaba en silencio, sostenida por un primo. Él intentaba mantenerse firme, pero la imagen del ataúd ya enterrado era demasiado.

    Cuando la ceremonia terminó, Carlos se acercó a la tumba y, sin decir nada, se agachó para colocar una flor encima. Una sola lágrima rodó por su mejilla mientras susurraba:
    —Gracias por todo, abuelo. Nunca te olvidaré.



    Esa noche, el frío era aterrador, y en su habitación, Carlos no podía contener el llanto. Recordó que tenía un cassette antiguo de Joaquín Sabina, lo buscó entre sus cosas y lo puso en el equipo de sonido. Hacía tiempo que no lo usaba, concretamente desde que empezó a medicarse con antidepresivos y antipsicóticos, cinco años ya desde entonces.

    La canción de Así estoy yo sin ti comenzó a sonar, y la melancolía de la melodía atravesó las paredes. Su madre, desde su habitación, escuchaba triste, y la canción, aunque de desamor, se adaptaba perfectamente al duelo que ambos vivían.

    Carlos sentía el latido de su corazón acelerarse, y caminaba dando vueltas por la habitación. En su mente, los recuerdos llegaban con fuerza. Recordó la última vez que lo vio con vida: él, sentado en el sofá, viendo la televisión a todo volumen. Una sonrisa en el rostro, mientras discutía animadamente con su mujer sobre los políticos.

    A sus treinta años, Carlos había mejorado bastante en su gestión emocional, pero ese evento lo dejó profundamente marcado, y las ideas suicidas volvieron a aparecer, como fantasmas del ayer que regresaban a abrazarlo con una intensidad insoportable.



    Quería irse, como cuando en su adolescencia se cortaba los brazos con una cuchilla, intentando liberar un dolor que nadie parecía comprender. Como cuando la repentina y trágica pérdida de su padre a los seis años lo dejó marcado para siempre, un golpe que los demás no supieron medir. Siempre sacaba notables en los exámenes del colegio, y nunca nadie lo molestó, pero a veces sentía el peso invisible de las expectativas, la presión de no fallar. Y cuando algo no funcionaba en el exterior, la culpa se alzaba como una sombra enorme, inescapable.



    Tal vez era hora de volver a visitar a su psicóloga, Andrea. Quizás esta vez la medicación no era suficiente. Necesitaba, con urgencia, silenciar los malos pensamientos. Tragarse su orgullo y permitirse, una vez más, ser ayudado.



    Helena cerró la puerta de casa tras asegurarse de que las luces estaban apagadas. Carlos caminaba unos pasos detrás de ella, mirando al suelo, como si pesaran más sus pensamientos que el frío aire de la mañana. Subieron al coche, un compacto azul con algunos arañazos en la pintura. Helena encendió el motor mientras Carlos se hundía en el asiento del copiloto y se ajustaba el cinturón de manera distraída. Ella no dijo nada; ambos estaban acostumbrados a los silencios.

    El coche arrancó y, al salir de Poble-sec, Carlos miró por la ventana. Las estrechas calles del barrio se llenaban poco a poco de vida: panaderías abriendo sus puertas, vecinos charlando junto a una scooter aparcada,. Había algo cálido y familiar en esas calles, pero esa calidez no lograba traspasar la coraza que Carlos llevaba encima.

    Ya a mitad de camino, mientras avanzaban por el Paral·lel, el paisaje empezó a cambiar. Helena giró hacia una avenida más amplia, donde los edificios modernistas daban paso a bloques más altos y calles más rectas. Carlos fijó la vista en un anuncio publicitario pegado en un autobús: una sonrisa exagerada de una modelo promocionando un perfume. Fue entonces cuando su madre rompió el silencio.

    —¿Tienes claro lo que le quieres contar a Andrea? —preguntó, sin apartar los ojos de la carretera.


    Carlos se encogió de hombros, mirando al horizonte.


    —No lo sé… Supongo que lo de siempre.

    Llegaron al barrio de Poblenou, y Helena comenzó a buscar un lugar para aparcar. Aquí, el ambiente era muy distinto. Las calles eran amplias y luminosas, y los edificios modernos convivían con antiguas fábricas reconvertidas en lofts y oficinas. Una brisa suave del mar se colaba por la rendija de la ventanilla. Carlos vio una cafetería minimalista, con sillas metálicas en la acera y un grupo de jóvenes trabajando en sus portátiles. Más allá, un mural colorido cubría una pared entera, una obra de arte callejero que parecía dar vida al gris del cemento.

    Helena finalmente encontró un espacio frente a un pequeño parque, donde unos niños jugaban a la pelota bajo la mirada de sus padres. Aparcó con cuidado y apagó el motor. Carlos miró a su madre, y ella le devolvió una leve sonrisa.


    —Ya estamos. Vamos, que Andrea te está esperando.


    Carlos asintió, abrió la puerta y salió del coche, respirando hondo el aire fresco de Poblenou antes de encaminarse hacia la consulta. Carlos miró a su alrededor, las calles de Poblenou eran amplias, con una mezcla peculiar de modernidad y pasado industrial. A un lado, edificios de ladrillo antiguo que parecían cargados de historia; al otro, estructuras de vidrio y metal que reflejaban el cielo nublado. Las aceras eran anchas, salpicadas de árboles jóvenes y bancos minimalistas.

    Mientras caminaban, Helena llevaba un paso firme, como si quisiera llegar rápido para evitar que Carlos cambiara de idea. Él, en cambio, iba más lento, observando cada detalle. A su derecha, una cafetería de estética nórdica, con mesas de madera clara y personas que parecían demasiado ocupadas con sus laptops. En la esquina, una panadería desprendía el olor a masa recién horneada, y un perro atado a un poste meneaba la cola al paso de los transeúntes.

    Al cruzar una calle, pasaron frente a un solar vacío, donde un grafiti cubría el muro de un edificio abandonado: una figura abstracta con colores vibrantes que contrastaban con el gris del concreto. Carlos se quedó mirándolo por un momento, pero Helena lo apuró con un gesto.

    Finalmente, llegaron a un edificio de fachada sencilla, pintada de blanco, con ventanales grandes que dejaban entrever oficinas en los pisos superiores. El letrero en la puerta era discreto: "Centro de Psicología Andrea Sanabria". Helena empujó la puerta principal, y el sonido del timbre eléctrico resonó en el recibidor.

    Subieron por una escalera de mármol desgastado, los escalones resonando bajo sus pies. Las paredes, de un beige apagado. Helena no dijo nada mientras subían, pero Carlos notaba su respiración algo más acelerada, como si estuviera conteniendo las ganas de hablar.

    En el segundo piso, una puerta con un letrero de madera y letras grabadas les dio la bienvenida: "Andrea Sanabria - Psicóloga". Helena se detuvo un momento y puso una mano en el hombro de Carlos.


    —Te espero abajo, ¿vale?


    Él asintió, tragó saliva, y giró el pomo de la puerta para entrar.



    Carlos se sentó en el sillón frente a Andrea, con las manos entrelazadas y la mirada fija en una planta que adornaba la esquina de la oficina. El ambiente era cálido y tranquilo, con paredes pintadas de un azul suave y estantes llenos de libros de psicología y pequeñas figuras decorativas. Andrea lo observaba desde su asiento, con una libreta apoyada en su regazo y una expresión de paciencia en su rostro.

    —Dices que últimamente sientes que no tienes un propósito claro, pero que te gusta dibujar, ¿verdad? —preguntó Andrea, inclinándose ligeramente hacia adelante.

    Carlos asintió, soltando un leve suspiro.
    —Sí, desde pequeño me ha gustado. Dibujaba historias, personajes… pero nunca lo tomé en serio.

    Andrea alzó la mirada, como si reflexionara cuidadosamente antes de hablar.
    —¿Por qué no? Si algo te hace sentir vivo, merece la pena intentarlo. Además, por lo que me has contado, te dedicaste mucho a tus estudios y a hacer lo que los demás esperaban de ti. Tal vez sea hora de priorizar lo que realmente te importa.

    Carlos levantó la mirada, sus ojos reflejando una mezcla de interés y escepticismo.
    —No sé… ¿Cómo voy a vivir de eso? Hay miles de personas que lo intentan y no llegan a ninguna parte.

    Andrea hizo una pausa, dejando que el silencio diera peso a sus palabras.
    —Es cierto que no es fácil. Pero no estoy diciendo que abandones todo para lanzarte al vacío. Puedes empezar poco a poco. Dedicar un tiempo específico cada día a practicar, a trabajar en tus ideas. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

    Carlos se encogió de hombros.
    —Que fracase, que no sirva para nada.

    Andrea inclinó la cabeza, evaluando su respuesta.
    —¿Y si no fracasaras? ¿Y si, incluso aunque no te convirtieras en un dibujante famoso, te sintieras orgulloso de haberlo intentado? Dibujar es algo que amas. No se trata solo del resultado, Carlos, sino de disfrutar el proceso.

    Carlos bajó la mirada, jugando con la cremallera de su chaqueta.
    —No sé si tengo talento.

    Andrea se apoyó en el respaldo de su silla, cruzando una pierna sobre la otra.
    —El talento se construye, como todo. Lo que importa es la constancia. Y no estás solo en esto. Hay formas de encontrar apoyo, de aprender y mejorar. Quizás no sea un camino fácil, pero creo que es algo que merece tu esfuerzo.

    Carlos respiró profundamente, dejándose hundir en el sillón.
    —Supongamos que lo intento… ¿por dónde empiezo?

    Andrea sonrió con calidez.
    —Por lo que más te apasione. Esa historia, esos personajes que imaginabas de pequeño. Vuelve a ellos, deja que te guíen. Y si necesitas ayuda, aquí estaré.

    Carlos asintió lentamente, sintiendo por primera vez en mucho tiempo una chispa de algo parecido a la esperanza.
    —Lo pensaré… no prometo nada.

    Andrea le dio un leve gesto de aprobación.
    —Eso ya es un buen comienzo.



    Al llegar a casa, con el cansancio pesándole en el cuerpo, Helena, que había permanecido en silencio durante todo el trayecto, preguntó:



    —¿Cómo te fue con Andrea?

    —Bien. Lo normal —respondió de forma escueta, caminando hacia la cocina sin mirarla.

    Helena lo siguió.
    —Hijo, sabes que me preocupa cómo estás.

    Carlos giró bruscamente hacia ella, su expresión tensa.
    —¡Mamá, siempre lo mismo! ¿Por qué tienes que saberlo todo? ¿No puedes dejarme en paz por una vez?

    Helena frunció el ceño, herida por el tono de su hijo, pero mantuvo la calma.
    —Carlos, no te lo pregunto para controlarte. Solo quiero ayudarte.

    —¿Ayudarme? —replicó él con sarcasmo, alzando un poco la voz—. ¡No puedes ayudarme! Estoy harto de que siempre trates de resolver mis problemas como si fuera un crío.

    Helena respiró hondo, intentando no alterarse.
    —No es eso, Carlos. Sé que estás pasando por mucho, pero no tienes que cargarlo solo.

    Carlos se llevó las manos al cabello, visiblemente frustrado.
    —¡No lo entiendes! Hablar con Andrea es lo único que me queda para sentirme algo mejor, y tú vienes a husmear como si eso fuera a arreglar algo.

    Helena lo miró con una mezcla de tristeza y preocupación.
    —No estoy husmeando, hijo. Solo quiero que te abras conmigo. Me duele verte así y no saber cómo apoyarte.

    Carlos dio un paso atrás, suspirando profundamente, como si el peso de la conversación lo agotara.
    —No necesito que me apoyes, mamá. Necesito que me dejes tranquilo.

    Helena bajó la mirada, su voz quebrándose apenas.
    —Si eso es lo que quieres, está bien. Pero estaré aquí cuando me necesites.

    Carlos asintió, aunque no dijo nada más. Salió de la cocina y se encerró en su habitación, dejando a Helena sola en la penumbra de la estancia, abrazándose a sí misma mientras intentaba contener las lágrimas.



    Carlos al día siguiente caminó lentamente hacia la sala, con las manos hundidas en los bolsillos y el peso de la culpa recorriendole todo el cuerpo. Su madre estaba sentada en el sillón junto a la ventana, con una taza de café entre las manos. La luz del amanecer iluminaba su rostro, mostrando la serenidad que siempre la caracterizaba, pero Carlos sabía que detrás de esa calma podían esconderse heridas, como otras veces había pasado.



    —Mamá... —comenzó, pero su voz apenas fue un susurro.

    Ella levantó la mirada, con un gesto suave pero expectante.

    Carlos respiró hondo y se plantó frente a ella.

    —Quiero pedirte perdón por lo de ayer —dijo al fin, con la voz temblorosa—. Me dejé llevar... dije cosas que no sentía, y no te lo merecías.

    La madre de Carlos lo observó en silencio durante unos segundos que para él se sintieron eternos. Luego dejó la taza sobre la mesita y le hizo un gesto para que se sentara a su lado.

    —Ven aquí, hijo —dijo con una calidez que desarmó cualquier resistencia en él.

    Carlos se dejó caer en el sofá, torpe y nervioso. Su madre tomó sus manos entre las suyas, cálidas y firmes.

    —Ya está todo olvidado —dijo con una sonrisa apacible—. Todos nos enojamos de vez en cuando, pero eso no cambia cuánto te quiero.

    —Gracias, mamá —murmuró Carlos, sintiendo cómo el peso de su culpa empezaba a disiparse.

    Ella lo abrazó, y en ese momento, el aroma del café y el calor de su abrazo le hicieron sentir que todo estaría bien.

    —Pero la próxima vez que estés tan enfadado, respira primero, ¿de acuerdo? —añadió con una pizca de humor en su tono, aliviando por completo la tensión.

    Carlos asintió, esbozando una pequeña sonrisa.



    La lluvia que empezó fuerte, había cesado, y al cabo de un par de horas, la terraza de la cafetería de la calle Blai volvía a llenarse de vida. Las mesas, todavía húmedas, reflejaban el tenue resplandor del sol que luchaba por abrirse paso entre las nubes. Carlos se sentó junto a dos amigos, Alex y Laura, quienes hablaban animadamente mientras removían sus cafés.

    —Es un circo, nada más —decía Alex, gesticulando con energía mientras su chaqueta de cuero crujía con el movimiento—. Los políticos no hacen más que llenarse los bolsillos mientras el resto intentamos sobrevivir.

    Laura asintió, sus dedos delgados jugando con el borde de su taza. —Es lo que digo siempre. Todo está tan diseñado para que consumamos y sigamos con esta ilusión de "progreso". Mira cómo estamos: rodeados de publicidad, con pantallas por todas partes. Nos venden felicidad, pero nadie es feliz y es triste.

    Carlos escuchaba en silencio, mirando cómo la espuma de su café formaba pequeños remolinos. Sentía el peso de sus propias ideas, pero no encontraba el momento ni las palabras para expresarlas. Cada vez que intentaba opinar en conversaciones como esta, se sentía atrapado entre la duda de si sus pensamientos eran válidos o simplemente no encajaban.

    —Carlos, ¿tú qué piensas? —preguntó Laura.

    Él levantó la vista, sorprendiendo a los dos con una mirada que parecía estar en otro lugar. Se encogió de hombros. —No sé... supongo que todos tenemos parte de culpa.

    Alex soltó una risa seca. —Venga, hombre. ¿Cómo vamos a ser culpables de que ellos roben y manipulen?

    Carlos dudó un momento, sintiendo que cualquier palabra suya sería desmenuzada en aquella mesa. Se encogió en su silla y bebió un sorbo de café antes de responder. —Quizás porque aceptamos las cosas como están. No sé, es complicado.

    El silencio se extendió por un segundo incómodo antes de que Alex retomara el tema con la misma energía de antes, desviando la atención de Carlos.

    Mientras ellos hablaban, Carlos dejó que su mente se perdiera en los sonidos de la calle: el tintineo de las cucharillas contra las tazas, el suave murmullo de las conversaciones cercanas, y el chirrido de una bicicleta que pasaba a toda velocidad. Se preguntó por qué le costaba tanto decir lo que pensaba, por qué esa constante sensación de que no encajaba, ni siquiera con quienes conocía desde hacía bastantes años.

    La voz de Laura lo trajo de vuelta. —¿Has visto ese documental que habla sobre cómo nos manipulan los algoritmos?

    Carlos negó con la cabeza, aunque en realidad sí lo había visto. Solo que no le apetecía entrar en la conversación.

    —Tienes que verlo —continuó ella, entusiasmada—. Te hace cuestionarlo todo.

    Él sonrió apenas, más por cortesía que por interés. Miró el reloj y pensó en excusarse pronto, alegando que tenía algo que hacer. Pero sabía que no era verdad. No tenía prisa ni un lugar mejor al que ir, y aun así, deseaba estar en cualquier otro sitio.

    —¿Te pasa algo, Carlos? Estás muy callado —preguntó Alex, con el ceño fruncido.

    Carlos negó rápidamente, fingiendo una sonrisa. —No, todo bien. Solo que no he dormido mucho.

    Ambos amigos aceptaron la excusa sin insistir, y la conversación continuó sin él. Carlos miró su taza vacía y decidió que ya era suficiente. Pagó su parte, murmuró un "nos vemos luego" y se levantó antes de que pudieran convencerlo de quedarse.

    Mientras caminaba hacia casa bajo el cielo gris, se sintió aliviado de estar solo otra vez, aunque la incomodidad persistía como un eco lejano.



    Mientras caminaba por las calles estrechas de Poble-sec, comenzó a sentirlo. Primero, una sensación leve, apenas un cosquilleo en la nuca, como si alguien estuviera mirándolo desde algún rincón. Miró por encima del hombro, pero no había nadie. Solo una sombra vaga que se movía al ritmo de las hojas que el viento arrastraba.

    Carlos apretó el paso, pero esa sensación no desapareció. Al contrario, creció hasta convertirse en una certeza: algo lo seguía. No podía oírlo, pero lo sentía con una intensidad que le hacía temblar las manos. A cada paso, las sombras parecían crecer, alargarse, hasta adoptar formas que no se correspondían con nada que conociera.

    Su respiración se aceleró, y su corazón golpeaba en el pecho como un tambor desbocado. "No es real", se dijo, tratando de calmarse. Pero el miedo era visceral, más fuerte que su lógica. Giró en una esquina y, al hacerlo, creyó ver una figura alta y oscura desaparecer tras un poste de luz.

    Carlos empezó a caminar más rápido, con pasos largos y apresurados, sus zapatillas resonando contra el pavimento. No quería correr. Sabía que si lo hacía, perdería el control por completo. Pero la necesidad de alejarse de esa presencia era abrumadora.

    Las sombras parecían jugar con él. Aparecían a los lados de su visión, deslizándose por las paredes y los portales. Una risa baja, apenas un murmullo, llegó hasta sus oídos, aunque sabía que no era posible. "No es real. No es real", repetía una y otra vez, como un mantra desesperado.

    Finalmente, alcanzó la puerta de su edificio. Sus manos temblorosas buscaron las llaves en el bolsillo mientras sentía cómo las sombras parecían acercarse. Al entrar, cerró la puerta de golpe y apoyó la espalda contra ella, respirando con dificultad. El portal, con su olor a humedad y a productos de limpieza baratos, le devolvió una frágil sensación de seguridad.



    Al día siguiente, Carlos estaba sentado en el despacho de su psiquiatra, la doctora Gálvez. La consulta era sobria y ordenada, con paredes de un verde suave y estantes llenos de libros de psiquiatría y algunas figuras relacionadas con la medicina psicológica. Carlos mantenía las manos entrelazadas en su regazo, evitando el contacto visual.

    —Carlos, lo que describes suena como un pequeño brote psicótico —dijo la doctora, con un tono calmado pero firme. Apoyó los codos en el escritorio y lo miró con atención—. No es inusual que esto ocurra, sobre todo en momentos de estrés.

    Él asintió lentamente, sintiéndose vulnerable pero también aliviado de compartirlo.

    —Voy a ajustar la dosis de tu antipsicótico —continuó ella, anotando algo en su libreta—. Y creo que es importante que encuentres algo que te mantenga centrado. Algo que te motive y te dé una rutina.

    Carlos levantó la mirada, intrigado.

    —He visto que en un centro cultural cercano están organizando un taller de dibujo. Sé que te gusta dibujar, lo mencionaste alguna vez. Creo que podría ser una buena idea para ti.

    Carlos parpadeó, sorprendido. No había dibujado en años, pero algo en la propuesta le despertó una chispa de interés.

    —No sé si soy bueno en eso —dijo con voz baja, casi como una excusa.

    La doctora Gálvez sonrió suavemente. —No se trata de ser bueno. Se trata de expresarte, de encontrar algo que disfrutes. ¿Te animarías a intentarlo?

    Carlos dudó un momento, pero finalmente asintió. —Supongo que sí.

    Ella le entregó un folleto del taller. —Empieza la semana que viene. Estoy segura de que te hará bien.

    Cuando Carlos salió de la consulta, sintió algo diferente. El miedo y la tensión del día anterior seguían presentes, pero ahora había una pequeña luz al final del túnel. Mientras caminaba por las calles de Poblenou, miró el folleto y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió pensar que tal vez, solo tal vez, las cosas podían cambiar.
     
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  2. Alde

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    Un relato extenso pero profundo.
    Grata lectura.

    Saludos
     
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  3. JimmyShibaru

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    Muchas gracias!
     
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