La niña que bordaba soles

En un rincón del cielo, justo donde las nubes se abrazan para llorar en silencio, vivía una niña con los ojos llenos de estrellas dormidas. No tenía nombre como los de los demás, porque el viento se lo había llevado una tarde en que jugaban a las escondidas. Desde entonces, todos la llamaban “Luz”.


Luz no caminaba: flotaba. Su alma era un hilo de cometa y su cuerpo, una hoja que caía bailando. Cada mañana despertaba al sol con una canción que aprendió del rocío, y en su pequeño costal de sueños, guardaba hebras de arcoíris, hilos de viento y retazos de silencio.


Pero lo más especial de Luz era su don: bordaba soles. Con una aguja de luna y un bastidor de ramas secas, tejía pequeñas luces para coserlas en los corazones tristes. Cuando alguien lloraba, Luz aparecía de repente —como lo hacen los suspiros o las mariposas— y en silencio, colocaba un sol bordado en su pecho.


No eran soles de fuego ni de calor. Eran soles de esperanza. Brillaban solo cuando alguien decidía volver a reír.


Un día, el cielo se oscureció más de lo habitual. Los pájaros dejaron de cantar, y la luna se escondió en el fondo de un pozo. Luz entendió que el mundo necesitaba su mayor obra: un sol tan grande que alcanzara a todos. Así que se sentó sobre una nube cansada, tomó el hilo dorado de un relámpago dormido y tejió durante siete noches, sin descanso, mientras el mundo soñaba.


Cuando terminó, el cielo abrió los ojos y el sol nuevo iluminó las sombras más antiguas.


Desde entonces, cada vez que sientas que el mundo se apaga un poco, cierra los ojos… Tal vez, muy cerca de ti, una niña sin nombre esté bordando otro sol, solo para ti.


Rosa María Reeder
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Gracias Alde
Saludos cordiales