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El legado de Afga

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Sahara Carruyo, 24 de Septiembre de 2025 a las 9:22 PM. Respuestas: 1 | Visitas: 30

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¿Leerías una novela inspirada en hechos reales sobre adopción y resiliencia?

Esta encuesta terminará el 24 de Octubre de 2025 a las 9:22 PM.
  1. Sí, me encantan esas historias

  2. No, prefiero otros géneros

  3. Tal vez, si está bien narrada

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  1. Sahara Carruyo

    Sahara Carruyo Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    25 de Agosto de 2018
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    Género:
    Mujer
    Salomé jamás imaginó lo que encontraría al pisar Afganistán. Su viaje, motivado por la curiosidad cultural y el deseo de aportar algo al mundo, tomó otro rumbo desde el primer instante. Niños hambrientos rodeaban su vehículo, estirando las manos o intentando robar a quienes pasaban. En sus ojos, ella vio más que desesperación: vio lo que una infancia sin justicia ni esperanza podía sembrar. Y eso la marcó.

    Pensó: "¿Qué puedo hacer yo para que esta tierra tenga una oportunidad más digna?"

    Durante el viaje, cada parada era interrumpida por revisiones de los talibanes. En una de esas detenciones, Salomé notó a una mujer vestida con ropas tradicionales, sosteniendo a un niño en brazos y acompañada por otro mayor. Quiso acercarse, pero su guía local la detuvo: estaba prohibido interactuar directamente con mujeres sin autorización.

    —Si querés hablar con alguna mujer —le dijo el guía amablemente—, puedo llevarte a mi comunidad. Estarán encantadas.

    Salomé aceptó. Aunque no tenía pensado quedarse fuera de un hotel esa noche, su intuición le dijo que debía hacerlo. En esa comunidad, la recibieron con una calidez inesperada. A pesar del idioma, las mujeres le ofrecían comida, bebida y sonrisas que hablaban por sí solas. La hospitalidad vencía al miedo.

    Allí conoció a una joven viuda, madre de dos niñas y embarazada. No tenía recursos, ni ánimos, ni rumbo. Su plan era dejar a su bebé por nacer en un orfanato. Salomé, conmovida, intentó ayudarla económicamente. La joven aceptó la ayuda, pero mantenía su decisión de no criar al nuevo hijo.

    Salomé ya había comenzado a visitar orfanatos con la intención de adoptar. Había visto niños de todas las edades, con historias duras, miradas tristes o esperanzadas. Pero algo dentro de ella le decía que su vínculo debía comenzar desde el nacimiento. No quería que el niño cargara con patrones culturales difíciles de desaprender.

    Regresó entonces a hablar con la joven embarazada. Le propuso adoptar a su bebé con una condición: que ella se hiciera responsable del cuidado de sus otras dos hijas. La mujer aceptó.

    Salomé canceló el resto de su itinerario —que incluía cinco países más— y volvió a su hogar. Sentía que debía hacer todo bien desde el principio. No era solo una adopción: era el comienzo de una familia elegida.

    Tres meses más tarde, recibió la llamada. La joven estaba a punto de dar a luz. Salomé tomó el primer vuelo. Al llegar, el bebé ya había nacido. Cuando lo sostuvo por primera vez, supo que esa era su misión. El corazón le temblaba en las manos.

    Lo llamó Afganistán, aunque de cariño le decía Afga.

    Ya en su país, comenzó a criar al niño con amor, paciencia y determinación. Le enseñó ambas culturas: la que lo recibió y la que lo vio nacer. Contrató un tutor para que aprendiera su idioma original. Desde muy pequeño, le explicó con claridad que ella no era su madre biológica, pero lo amaba como si lo fuera.

    Afga creció sensible, empático y curioso. A los diez años, tras una conversación sobre su origen, le dijo a Salomé:

    —Mamá... algún día, voy a liberar a Afganistán.

    Ella no respondió. Solo lo miró con asombro, emoción y una certeza: ese niño tenía una misión.

    Mientras tanto, Afga se destacaba en la escuela. Era generoso, buen compañero, excelente estudiante. Se convirtió en el hermano mayor cuando otros niños comenzaron a llegar a la casa grande. Le encantaba el fútbol, pero más aún ayudar a los demás. El deseo de justicia era su motor.

    Afga tenía once años cuando sintió por primera vez que su nombre era más que una palabra: era una herencia. Lo llevaba con orgullo, pero también con una responsabilidad que no entendía del todo. Su niñez había sido amorosa, firme, marcada por la ternura de Salomé y la armonía de su hogar. Pero algo dentro de él ardía, como una llama callada que pedía dirección.

    A los doce, comenzó a leer noticias sobre Afganistán. Le dolían como si le arrancaran algo propio. Mientras sus compañeros hablaban de juegos y películas, él devoraba libros de historia, derechos humanos y tratados de paz.

    Salomé, observándolo, comprendió que su promesa infantil no había sido un impulso: era un destino. Le consiguió tutores privados. Aprendió dari, pastún, algo de árabe. Estudió oratoria, análisis político, geoestrategia. Por las tardes, entrenaba defensa personal, no para atacar, sino para resistir.

    —¿Por qué te preparás tanto? —le preguntó uno de sus hermanos adoptivos.

    —Porque no quiero ser uno más que mira desde lejos —respondía—. Quiero estar listo cuando llegue el momento.

    A los quince años, fundó un blog anónimo donde analizaba la situación de los países oprimidos. A los dieciséis, fue invitado a su primer foro juvenil de derechos humanos. No usaba su historia personal para ganar atención, pero sus ideas eran tan claras y su voz tan firme, que llamaban la atención.

    Uno de los panelistas era un exdiplomático. Tras escucharlo, se acercó a felicitarlo:

    —Vos no hablás por hablar. Vos hablás desde la memoria.

    Ese día, Afga entendió que no debía esconder su origen. Era su raíz, no su vergüenza. Empezó a contar su historia. No como víctima, sino como prueba viva de que el amor transforma.

    A los diecisiete ingresó a la universidad. Eligió Relaciones Internacionales con enfoque en derechos humanos. Creó el movimiento Sin libertad no hay paz. En redes, lo seguían miles de jóvenes. Algunos lo llamaban soñador. Otros, exagerado. Pero muchos se inspiraban. Muchos no comprendían su necesidad de liberar un país que, según ellos, no era el suyo. Pero él sabía la verdad: sí lo era.

    A los dieciocho, fue invitado a dar charlas en universidades. Allí conoció a uno de los hombres que años más tarde lo ayudaría: un exmilitar retirado que, conmovido por su causa, le dijo:

    —Si alguna vez necesitás algo real, llamame. Vos vas a hacer historia.

    Y Afga sonrió, sin saber que ese momento llegaría.

    A los veinte, sus palabras aparecieron en artículos académicos. A los veintidós, era considerado uno de los jóvenes activistas más prometedores del continente. Recibía propuestas para trabajar con ONGs, pero él tenía un solo objetivo.

    A los veinticuatro, escribió un manifiesto que se volvió viral. El título era simple: Nacer en guerra no nos hace enemigos, nos hace sobrevivientes.

    Con esfuerzo, constancia y fe, logró graduarse. Salomé, al verlo recibir su diploma, supo que esa promesa silenciosa que nació en un desierto lejano estaba más viva que nunca. Al abrazarlo, se dio cuenta de que ya no era el niño que ella había alzado temblando, sino un hombre que había elegido construir con las manos y el alma.

    Y así continuaba la historia de un niño que, al ser adoptado, adoptó también un país entero como misión de vida. Y aunque aún no lo sabía, su momento estaba a punto de llegar.

    Pasaron algunos días después de su graduación. Afga estaba en casa con Salomé, revisando los papeles de su movimiento juvenil, cuando un mensaje inesperado apareció en su bandeja de entrada. Era una de sus hermanas biológicas. Había escuchado de sus intenciones y sabía que él contaba con apoyo internacional. Sin rodeos, le escribió: “Estamos listas, pero solas no podremos.”

    Ella formaba parte de un movimiento clandestino de mujeres hartas de la opresión. Durante años habían luchado en silencio. Habían conseguido pequeños avances, pero el gobierno, temeroso, se los arrebató. Las habían vuelto invisibles, condenándolas al encierro.

    Afga no dudó. Su corazón, que había crecido entre dos culturas, sabía qué hacer. Habló con Salomé esa misma noche.

    —¿Te vas? —preguntó ella, conteniendo las lágrimas.

    —Tengo que hacerlo —respondió él, con la mano sobre su pecho—. Vos me enseñaste a no mirar para otro lado.

    Se despidió de ella y de sus hermanos. Viajó a Afganistán como un turista más, con un nombre falso y una identidad reconstruida. Al llegar, el reencuentro con su madre biológica y sus hermanas fue profundamente emotivo. Se abrazaron largo, como si quisieran recuperar una vida entera.

    Aunque su hermana lideraba un grupo fuerte de mujeres, Afga sabía que la resistencia necesitaría apoyo adicional. Activó un viejo contacto, un amigo de las fuerzas especiales. En menos de tres días, ya tenían coordenadas, logística y una operación armada.

    La noche de la ofensiva llegó. Las calles temblaron. Fue una lucha encarnizada. Hubo pérdidas de ambos lados. Pero al amanecer, el bastión talibán había caído.

    Los que sobrevivieron fueron obligados a acatar nuevas directrices. La hermana de Afga emergió como una líder firme y serena. Tras proclamar la independencia simbólica de Afganistán, fundó un nuevo gobierno basado en la equidad. Las mujeres salieron a las calles con el rostro descubierto y los libros en la mano. Por primera vez, caminaban sin miedo.

    Afga, sin buscarlo, se convirtió en símbolo. Su historia se viralizó. Los jóvenes lo llamaban “el hijo que volvió para liberar”. La prensa internacional lo calificó de héroe. Él no quería figurar, pero no pudo evitarlo.

    Ya recuperado de las heridas del combate, se sentó junto a su hermana en la cima de una colina. Miraban el horizonte.

    —Gracias —le dijo, con la voz aún débil—. Vos completaste lo que yo solo soñé.

    Ella le sonrió, firme.

    —Lo soñamos juntos. Y lo empezaste vos.

    Afga se levantó, apoyando una mano en su corazón.

    —Es tu momento. Afganistán queda en buenas manos. Yo tengo que volver... tengo otra misión que cumplir.

    Ella no preguntó cuál. Solo lo abrazó.

    Así, Afga dejó atrás la tierra que lo vio nacer, sabiendo que había honrado la promesa que le hizo a Salomé cuando era un niño: “Liberaré Afganistán.” Y lo había hecho.

    Con amor. Sin gloria. Con memoria. Sin odio.

    Así comienza el legado de Afga.

    Si llegaste hasta acá, mil gracias. Es un placer leer tu opinión. Esta es una novela que desde chiquita sueño con escribir, la tengo en mente, pero cuando agarro lápiz y papel me cuesta un montón plasmar todo lo que hay dentro de mí. Esto es solo un abrebocas, todavía me faltan como 190 historias más jeje. Pero sé que de a poco lo voy a lograr, sin abrumarme tanto y más bien disfrutando el proceso de su creación.
     
    #1
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  2. Alde

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    Hombre
    Una conmovedora historia que muestra no solo a un activista, sino un hombre que cumplió su promesa de amor y memoria, dejando un legado de esperanza para su tierra y su gente.

    Saludos
     
    #2

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