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Metamorfosis de un sueño

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por ivoralgor, 3 de Marzo de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 777

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    Hombre
    Quizás el momento

    no fue el oportuno,

    quizás y sólo quizás.


    Tuve un sueño atroz esa noche: parado en medio de un gran campo tapizado por mierda de cerdo; llovía y con mis manos destrozaba la quijada de un perro que me atacaba. Un hombre se acercaba rápidamente. La fetidez de la mierda inundó mis sentidos, casi vívido el sueño. Recordé, al despertar, el olor de los chiqueros que alguna vez tuvimos en casa de mi madre. ¡De nuevo los sueños! Esto me pasa desde la adolescencia: cuando tengo pesadillas sucede algún evento funesto a algún miembro de mi familia.

    A los primeros eventos no les di importancia, pero luego, al cumplir los veinte años, recibía llamadas que me informaban algún accidente o fallecimiento. Mis manos temblaban y deseaba no tener esas pesadillas. Con el tiempo aprendí a aceptarlas, digamos, de la mejor manera: la resignación.

    El perro, la fetidez, la lluvia y el hombre, dejaron una inquietud latente. Tomé el desayuno lentamente. Mis dos hijos ya se habían ido a la escuela y mi esposa a su trabajo, era asistente administrativa en una escuela secundaria. Por un instante me dio asco el desayuno, pero el ardor de mi gastritis fue más fuerte, así que acabé el desayuno. Hacía dos meses que me habían despedido de mi empleo: supervisor eléctrico con un salario mísero y sin oportunidad de crecimiento. La estábamos pasando algo difícil económicamente, ¡y ahora las pesadillas! Cálmate Federico, me dijo Laura, mi esposa, antes de irse.

    Después de mi despido, caí en una depresión. Me dejé crecer el cabello, la barba y las uñas. Salía muy poco de la casa. En un par de ocasiones fui a entrevistas de trabajo pero buscaban a jóvenes de entre 25 y 35 años; ya tenía cuarenta y cinco. Ese 4 de marzo, decidí olvidar la pesadilla y los problemas: me afeité, corté las uñas, limpié los zapatos polvorientos y planché una muda de ropa para salir. Para mi sorpresa era negro todo el atuendo. Quizás no era el momento, pero me dieron imperiosas ganas de hacerlo.

    Sin rumbo fijo, deambulé por las calles céntricas de la Ciudad de Mérida. El mar de gente distrajo mi mente un rato. Había calor, pero no sudaba, ni tenía sed. Pasé frente a la Catedral y bajé la mirada en señal de reverencia. Suspiré antes de cruzar la calle y sentarme en una banca verde de la Plaza Grande. Las palomas caminaban cerca de mí. Un anciano les tiraba migas de pan y se arremolinaban para picotearlas. Sólo atiné a cerrar los ojos y aspirar una bocanada de aire tibio.

    ***

    Le dije que se calmara esa mañana. Después de unos meses sin trabajo ya estaba insoportable. Casi no salía de la casa y por todo insultaba. Lo que me ponía nerviosa eran sus pesadillas. ¡Malditas pesadillas! Me daba mucho miedo cuando me las contaba, me ponía a pedirle a la Virgen de Fátima para que cuidara a mis hijos y a mí. Le serví el desayuno. Tenía la mirada perdida en algún punto del comedor. Marcela y Federico, mis hijos, ya se habían ido a la escuela, la vecina me hizo el favor de llevarlos. Total, no me cuesta nada vecina, me dijo, igual tengo que llevar a Raulito. Le di las gracias y entré a la casa para terminar de arreglarme para irme a la Secundaria. Federico comía lentamente, absorto en sus pensamientos, creo. Me subían los escalofríos cuando lo veía de esa manera, y más cuando se dejaba crecer el cabello y la barba. Lo inusual fueron las uñas que estaban algo largas. No quise preguntarle por qué se las dejó crecer. Cuando estaba en esas condiciones, que eran más frecuentes cada día, le preparaba, por las noches, té de valeriana para que pudiera dormir. A veces no funcionaba y le daba una pastilla de diazepam, dosis que me recomendó nuestro doctor familiar.

    Salí de prisa. Ya se me había quitado la costumbre de darle un beso en los labios cuando me despedía. Me voy, dije sin mucho ánimo. El tráfico estaba algo pesado y el camión iba a vuelta de rueda. La directora me iba a llamar la atención por tercera vez. ¡Vieja jodona!

    La escuela me servía de distracción de los problemas, era mi oasis. Marcela empezaba con la menstruación y estaba insoportable; los dolores menstruales le vinieron fuertes. Federico se encerraba en el baño a masturbarse casi todos los días. ¡Ya estaba harta! Sólo César, el maestro de matemáticas, sabía cómo relajarme: sexo frenético los viernes después de salir de la escuela. El viernes pasado llevó a su esposa al hospital por una afección urinaria, así que no tuvimos sexo y estaba histérica. El corazón me latía desbocado y, de cuando en cuando, me daban unas punzaditas en el pecho, de lado izquierdo. Es la fatiga, pensé, no es el momento para esas pequeñeces. Respiré hondo antes de entrar a la Dirección a firmar mi entrada.

    ***

    La secretaria de la Dirección entró al salón de clases. Federico Acuña, favor de pasar a la Dirección, dijo sin mostrar emoción alguna. Me levanté de la silla y salí pensando en que Pedro Martinez me había delatado por la revista pornográfica que encontró el conserje en el baño de hombres. De todos mis cuates, era el más débil y soltaba la sopa muy rápido. Ya me llevó la chingada, pensé. Marcela ya estaba ahí, llorando. Es por la menstruación, dije para mis adentros. Siéntate, Federico, dijo la Directora señalando la silla que estaba frente a su escritorio. Tu hermana ya sabe la mala noticia, soltó de pronto. Es tu madre. Sentí que me estrujaban el pecho y no podía respirar. Un nudo en mi garganta creía rápidamente. Ya no escuchaba lo que decía la Directora, sólo atiné a escuchar un <<murió>> limpio que salía de su boca avejentada.

    Las lágrimas empezaron a salir como lluvia de mayo, tibias y salinas. Pensé en mi papá, por qué no él. Sé que no es el momento más adecuado, oí decir a la Directora. Nunca lo es, creí escuchar de mi papá, pero no estaba ahí.

    ***

    Cuando abrí los ojos ya no estaban las palomas, ni el anciano. Creo que me dormí un par de horas en la banca verde. Me levanté y me fui a la casa. Unas dos cuadras antes empecé a sudar copiosamente, la garganta se me secó de pronto. Las manos empezaron a temblar. Recordé las fauces del perro y el asqueroso olor de la mierda. En la puerta de la casa estaban arremolinados los vecinos. Empecé a llorar sin control.

    El olor a tierra húmeda, que despide la tumba de Laura, me recuerda la lluvia de la pesadilla. Cierro los ojos y veo el brillo de los ojos iracundos del perro y el hombre se acerca un poco más.


     
    #1

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