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La Maurada.

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Alonso Vicent, 17 de Noviembre de 2014. Respuestas: 24 | Visitas: 2607

  1. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    LA MAURADA

    (Escrita en 1998)

    Cuando se ve un gorrión enjaulado se siente por él compasión pero también ira. Si se ha dejado coger quiere decir que un poco ya pertenecía a la jaula, y si después la ha soportado demuestra claramente que no merecía otro destino.

    Italo Svevo



    Necesitaba una purga y me puse a escribir. Otros se casan y tienen hijos. No tengo nada en contra, cada cual elige su medicina.



    PRÓLOGO


    Podría empezar contando que mi vida comenzó hace unos cuarenta y cinco años, sin embargo, si mis cálculos no fallan, son ochenta los que he ido amontonando en las diferentes partes de mi cuerpo... Y que no me pregunten por uno en concreto, al menos que no esperen una respuesta fluida y menos aún rápida.

    La memoria me falla, a mis años, pero creo que en aquellas cosas en las que jamás puse toda la atención. Son tantas las veces en las que no pasé de ser un simple espectador en la historia, pequeña historia, de las gentes que me rodeaban que como testigo no pude sino asistir a sus representaciones y olvidar los argumentos. No obstante, son las ocasiones en que he dejado de ser un espectador y aquellas en las que, aún siéndolo, me he visto arrastrado a compartir un papel, una trama o una sonrisa, las que más y mejor conservo. Testigo sigo siendo, al día de hoy, de todas ellas (representaciones, tramas y sonrisas), sólo que sobre algunas no podría ya testificar.

    La memoria es selectiva, de eso no tengo la menor duda, y en mi caso ha ido justificando los abriles que en cierta manera encauzaron mis raíces hacia la tierra... y gran parte de los veranos, otoños e inviernos que poco a poco hicieron que me involucrara en ese todo en el que me vi inmerso y en el que tuve la oportunidad de agenciarme un pequeño papel. En algunos argumentos estuve totalmente de acuerdo con mis compañeros de reparto, en otros acordamos diferir de una forma voluntaria pero llevadera.

    Empezaré por el principio, si es que existe, e imaginaré que todos, o casi todos, llegaremos a ser viejos un día y que, presumiblemente, mirando atrás furtivamente encontraremos aquello que quisimos ser, o aquello que fuimos para alguien, o aquel alguien que fue para nosotros… ¡Qué tontería! ¿No? ¡Y cuanta importancia nos damos! Sea como fuere, seremos viejos (unos cuantos al menos seguro) y difícil será evitar mirar atrás, que es lo que estoy a punto de hacer ahora mismo. Pues bien; todo aquello que fuimos o al menos creímos ser, y todo lo que fue o en su defecto creímos que era, se amontona sin orden en algún rincón de nuestro pensamiento, fermenta y modelados por el viento sus vapores un día surgen y nos vemos ante el problema de volverlos a su estado primitivo. ¿Qué criterio seguir? Quizás ninguno. Probablemente sea mejor dejarlos fluir a su aire y esperar el resultado. Al final hasta puede que todo nos parezca tan real que, por un momento, no resistamos la tentación de meternos dentro de una frase para formar parte del contexto.

    La memoria me falla; no siempre. Quizás por eso ayer me decidí a escribir con el ánimo de hacer partícipes a otros, pocos o muchos, de algo que seguramente les habrá sido ajeno pero que a mí me afectó en su momento y en todos los demás instantes de mi vida. El tiempo me sobra y papel y tinta no me van a faltar, pensé. Eso sí; sé que no podré echar mano de las miradas, ni de los gestos, ni de ninguna otra complicidad que no sean las palabras, así que tendré que esmerarme y utilizarlas de la mejor forma posible. Ignoro si para la generalidad será apropiado decir “coño”, pero Mauro lo decía y a mí nunca me pareció incorrecto por ello como tampoco me lo parecieron tantos y tantos términos que no dejaron de ser simples expresiones, puesto que ningún complemento contribuía a ensuciarlas más de lo que una mente indecente pudiera hacerlo, que no es mi caso.

    Compré una vez un libro viejo, “La stabilité de la vie”; la verdad es que no lo he leído, pero su solo título llena para mí más páginas de las que pueda haber en él contenidas. Suele pasar que una frase, en ocasiones, dé más a entender que un discurso preparado durante horas. Tal vez sea esa facilidad de coger de aquí o de allá la que vaya marcándonos poco a poco. Es posible que la capacidad de resumir o de ampliar sirva para algo tremendamente productivo.




    I


    No se puede ir diciendo por ahí que la vida es un juego; uno lo sabe y se calla; hay demasiados tramposos, demasiados intereses. Saber ganar o perder no es suficiente; hay que saber jugar y ser honrado. Generalmente no se reúnen las dos cualidades.

    Esto no quiere decir, de ningún modo, que la vida haya de tomarse a la ligera ¡No! La vida es muy seria... o mejor dicho; la vida es un juego pero hay que ser serio. A mí, particularmente, me gusta jugar y arriesgar poco, de lo contrario ya no sería un juego.

    Una cosa sí puedes decir a todo el mundo, nadie te creerá, y es que el dinero no importa. Nadie podrá creerte porque todo está basado en el “libre” dinero: ¿qué me das?, ¿qué te doy?, ¿qué me debes?, ¿qué te di?, ¿qué me darás? ¡Qué!

    No es peligroso decir que el dinero no importa, no te tomarán en serio.

    Ana y el dinero nunca fueron muy amigos. Se conocían, pero su relación era de indiferencia. Jamás llegó a acumular la cantidad mínima que despierta la avaricia. En Braza, hacía trabajos esporádicos, aquí, allá. Pintaba alguna casa, decoraba la de algún amigo de un conocido, trabajaba en ciertos bares y a horas puntas. Todo ello de vez en cuando (cuando se lo permitían sus estudios). El resto de las horas y de los días se los pasaba holgazaneando tiernamente por las calles de Braza. Al menos eso deduzco de los primeros recuerdos que tengo de aquella joven de dieciocho o diecinueve años maestra en despertar fantasías y en maquillar incoherencias, que viene a ser lo mismo.

    A Ana le gustaba hablar, disfrutaba hablando. Le encantaba escribir. Por lo general llevaba los bolsillos llenos de papeles, unos en blanco, otros garabateados… y un bolígrafo. Cuando salía de casa pensaba en el bolígrafo mientras se cacheaba. No le gustaban los bolsos. Decía que le agradaba sentir el contacto de lo que llevaba consigo. De todas maneras nunca era mucho.

    En aquellos tiempos era una jovencita dinámica, sociable, jovial; simpática dirían sus amigos. Muchas veces por la mañana, al verla salir de su portal desde mi ventana, vi reflejada en su cara la ilusión de haber descubierto un nuevo día y el deseo de disfrutar de su hallazgo. Y yo, a pocos, fui descubriendo que era su mera presencia la que me mostraba que ese nuevo día salía del umbral y se ofrecía a todos, incluso a mí.

    Por aquel entonces Ana era una imagen y, más que una imagen, un buen estímulo. Después he seguido buscando, no necesariamente se llamaban Ana, pero me han llevado muy lejos; tan lejos como estoy ahora de ese recuerdo que aún conservo fresco, no congelado, agradable. Un día dejó de ser un revulsivo, años más tarde, y se convirtió en una realidad (personal), en una persona a la cual fui más sensible si cabe.

    Aquella Ana…. Sí. Sí…. Me acuerdo.

    Hoy tengo los cabellos grises, no todos; y la materia gris también la tengo, no toda. ¿O sí? No sé.

    De la jovencita en cuestión llegué a saber mucho más de lo que me había propuesto; al principio sin querer, después ya me fui interesando siempre desde la lejanía que me proporcionaba el incógnito. Sus casi veinte años nunca conocieron mis treinta y pico ni fueron las calles de Braza testigo de nada entre nosotros que no fuera el transcurrir diario de cada cual por su propio camino. Si alguna atracción hubo fue ajena y si algún deseo se manifestó, por parte mía, fue el de que así siguiera siendo. Caso aparte es que me hiciera ver algunas cosas (su presencia, el portal, el nuevo día) desde el otro punto de vista.

    Y todo por culpa de Parco que se vino a enamorar de un ideal; de un ideal “corpóreo”.

    Un día llegó a casa contento de encontrarme y de poder contarle a alguien lo que le había ocurrido. El corazón le latía en la cara, en los ojos, en la boca que tartamudeaba. Había descubierto a una persona que no lo había tratado como a un simple, a un semejante que simplemente lo había tratado. Alguien que después de escuchar, y como respuesta a sus confesiones, le había confiado unas palabras, dado una confianza; y para colmo era del sexo que pone nervioso. El no lo debió estar más que otras veces.

    —Ya sé, ya sé; seguro que quieres decirme o preguntarme algo –le solté antes de que pudiera articular palabra–. Venga, hazlo llanamente y no me bailes tanto que me estás mareando.

    —Calla, calla. Que no voy a preguntarte nada. Es que… es que… uff… es que…

    — Vamos suéltalo ya que aún reventarás y me vas a poner el piso perdido –le dije yo en un intento de relajar sus músculos faciales al mismo tiempo que procuraba darle unos segundos para que organizase su arranque.

    —He... he estado ha... hablando con la chica de enfrente –acertó a decir Parco por fin, en voz baja y suspirando.

    —¿Qué chica de enfrente? –le pregunté yo que hasta entonces no había reparado en otra cosa que no fueran vecinos en general.

    —La morena de pelo corto que vive en la finca de enfrente –dijo señalando la ventana–, que casi siempre lleva las manos en los bolsillos y pantalones vaqueros. La he conocido en el bar de Fausto. ¡Es más simpática! Hemos quedado para otro día –ahora sí que se había arrancado en serio.

    —¡Vaya hombre! Me alegro ¿Y cómo ha sido eso?

    —¡Uff! –volvió a suspirar, y esta vez tomó asiento mientras yo seguía apoyando mi culo en el borde de la mesa del comedor, con los brazos cruzados, como signo de receptividad, y sin quitarle ojo.

    —Entonces ¿Has ligado? Me alegro, me alegro.

    —Nooo. No ha sido nada de ligar; tú ya sabes que yo nunca he ligado.

    —¿Pues cómo fue? –dije dándole pie para que aclarase lo sucedido.

    —Yo entraba en el bar y ella salía.

    —Y tropezasteis.

    —No. Yo al ver que se abría la puerta miré, y como ella estaba sonriendo se me olvido que había un escalón… y me caí.

    —¿Encima de ella? –bromeé.

    —Nooo… La pude esquivar y me di contra la puerta que se estaba cerrando –dijo gesticulando y recreando la escena de una manera un poco atropellada, que vendría a ser más o menos como fue.

    —Señor, señor. Al menos veo que te encuentras bien; incluso mejor que otras veces diría yo.

    —Síii, estoy bien. Solo me salió un poco de sangre por la nariz y ella me la limpió con una servilleta de papel que sacó de la chaqueta, que como estaba usada empapaba mejor; la servilleta.

    —Ya, ya. No iba a limpiarte con la chaqueta.

    —Olía bien –añadió.

    —¿El qué? ¿La chaqueta o la servilleta? –le pregunté mecánicamente pero sin poder evitar dejar escapar una sonrisa.

    —La servilleta –contestó riéndose a pierna suelta– A… aun la tengo, ¿quieres verla?

    —No. Déjalo, es igual. No me gusta ver sangre antes de las comidas.

    Parco estaba contento. La felicidad emanaba de él por todas partes menos por los sobacos; aquello no era felicidad propiamente dicha, más bien parecía dejadez. Pero bueno, esto no importa ahora, lo importante es que tenía ganas de hablar y a mí me tenía delante, así que prosiguió.

    —Ella me contó que una vez también se cayó y se fastidió un brazo. Fue con un escalón igual ¡Qué coincidencia!, ¿eh?

    —Será una despistada como tú.

    —¡Ojalá! Así tendríamos más cosas en común los dos. Ella se cayó porque el escalón estaba roto –confesó Parco como en un ataque de sinceridad– y yo ya ves.

    —De cualquier manera –quise yo aclarar–, todos nos caemos alguna vez y a ti, por lo que veo, te ha venido muy bien el tropezón.

    —Pues no sabes lo mejor: hemos quedado. No sé si te lo había dicho, pero hemos quedado en que igual nos vemos por allí.

    —Parco, que eso no es quedar como Dios manda –le dije con tono paternal.

    —Pues yo pienso ir. Me pasaré de vez en cuando.

    Hubo un momento de silencio que yo rompí.

    —Bueno, también es verdad, según lo cuentas, que es parecido a quedar –rectifiqué a medias para verlo más conforme. No sé si me escuchó.

    —Me preguntó que si trabajaba –prosiguió él– y le dije que no, que estaba estudiando.

    —Caramba, esto sí que es nuevo para mí. ¿Estás estudiando? –pregunté sorprendido.

    —No, pero puedo hacerlo. Es que después me arrepentí porque no me gusta mentir y entonces, a lo mejor, estudio algo. Así ya no será mentira.

    —Eso me gusta, Parco, que pongas interés en arreglar las cosas. ¿Y qué vas a estudiar?

    —Algo, no sé… algo que termine por “fía” y que no sea muy complicado.

    Me quedé bastante desconcertado al oír esa respuesta. Nunca se me hubiera ocurrido estudiar nada que terminase por “fía” así tal cual.

    —Puedes estudiar mecanografía; creo que van, además, muchas chicas –fue lo único que acerté a sugerir y me di cuenta enseguida de que estuve desacertado. Ya estábamos empatados en cuanto a lo de decir tonterías.

    —Ella estudia, ¿sabes? –dijo mirando por la ventana sin ver, creo yo, más allá de los cristales–, estudia las letras.

    —¿Qué tipo de letras? –me aventuré a preguntar.

    —Las nuestras. Las que usamos nosotros. Pero no le agrada mucho… las letras sí, lo que no le agrada mucho es estudiar, pero las letras sí, y leer y las novelas y los poemas. ¡Me tienes que dejar un libro! –soltó bruscamente, apartando la mirada divagadora de la ventana y dirigiéndola hacia mí.

    —Ahí los tienes; coge el que quieras, hay mucho donde elegir –le señalaba con mi dedo pulgar la estantería del comedor que tenía a mis espaldas.

    —Alguno que no sea muy gordo –propuso mientras nos acercábamos a ella.

    —¿Te gustan las aventuras? –Le pregunté dando los cuatro pasos que nos separaban de los libros.

    —En la tele sí.

    —Podrías, entonces, empezar por uno de aventuras. ¿De qué tipo prefieres? ¿De guerra?

    —No.

    —¿De caballerías? Bueno, quiero decir de vaqueros.

    —No sé.

    —¿De ciencia-ficción?

    —¡No, de marcianos no!

    —¿De amor entonces?

    —No sé. Déjame alguno de aventuras normales que no sea muy largo y después ya veremos.

    —¿Te gustan los cuentos? –insistí una vez más considerando qué tipo de texto dejarle y cuál en particular.

    —No; eso es para niños.

    —Los hay también para mayores –repliqué–. Mira, te dejo éste. No es de aventuras aventuras, pero para empezar irá bien.

    —¡”El Prin-ci-pi-to”! –leyó al cogerlo– ¿No será un cuento?

    —No exactamente.

    —Bueno, vale, que es corto y tiene la letra grande; pero después quiero uno de aventuras aventuras.

    No estaba él muy convencido con el tal libro. Seguía mirando la estantería, aunque cada vez de más lejos. Parecía como si se hubiese arrepentido de haberme pedido nada.

    —¿Tú lo has leído? –quiso saber.

    —Sí.

    —Cuando eras nano, seguro –dijo sin perder de vista aquel extraño ser de la portada.

    —La primera vez sí, pero luego lo he vuelto a leer; la última el año pasado.

    —Qué, que no te acordabas, ¿eh?

    —Hombre, alguna cosa se me había olvidado pero no es esa la causa de que relea ciertos libros, es porque en su día me gustaron y con el tiempo quiero saber si a su pesar me siguen gustando. ¿Y tú, cuánto hace que no lees algo que se parezca a un libro? –quise averiguar.

    —Para qué me lo preguntas si ya sabes que no estoy acostumbrado a leer mucho. Pero no te preocupes, que sé leer… y de corrido.

    —No lo decía por nada –me disculpé–, solo era un comentario para ver si aún te quedaba sangre.

    —No me salió mucha –enlazó él como si nada–, yo tenía el pañuelo en la nariz, por si acaso… y nos sentamos…

    —¿La invitaste a algo?

    —No se me ocurrió. Además, ella salía así que ya habría tomado algo –me dijo mientras se encaminaba hacia la puerta.

    —¿Adónde vas?

    —A contárselo a Elías que termina a la una.

    Para mí Elías sólo era un nombre pronunciado por Parco algunas veces y de pasada. Llegué a creer que era inventado.

    Recuerdo que a la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensaba en Parco con una media sonrisa de ternura. Me lo imaginaba enfrente de una chica sin rostro con el pelo corto, las piernas largas y un ligero aire de extravagancia. Se me representaba sentado, contemplando atónito cómo movía ella los labios y las manos, intentando acapararla persiguiendo su mirada y sus pensamientos. Sin embargo, poco a poco, mi sonrisa se fue trocando en una embarazosa tristeza al considerar el escaso número de gente que ve correspondidos sus sentimientos y, conociendo a Parco como lo conocía, empecé a temer que él mismo se formara un estado propio de las cosas más allá de lo idílico, y por lo tanto de lo razonable.

    Intenté tomarme el café con leche dejando a un lado las preocupaciones y esas fútiles conjeturas, pero se me volvía a ocupar la cabeza con Parco y su difuminada compañera. Mientras yo sorbía los veía sorber a ellos sin dejar de mirarse a los ojos. Probé despistar el pensamiento asomándome a la ventana de mi tercer piso y vi la calle, la misma de siempre, los coches, los transeúntes… Sin querer fui reparando en las jovencitas. Había una de espaldas comprando en el kiosco; pantalones vaqueros, las manos en los bolsillos, pelo corto, rubia. ¡No!, no podía ser esa. Otra cruzaba la calle toreando los vehículos; morena, pelo a lo chico, falda larga… a saber. Miré la entrada de la finca de enfrente durante unos minutos; nadie entraba ni salía en ese momento.

    Ahora lo recuerdo de un modo gracioso pero entonces me llegué a sentir ridículo; no por el interés que pudiera mostrar por Parco sino por la manera de querer adelantarme a cualquier acontecimiento.

    Me terminé el café con leche frío ya, creo; sí, debería estar frío. ¡Qué tontería! Pensar en un café de más de cuarenta años de edad. !Ah, edad, edad! Ni que los cafés pudieran tener edad. Yo sí que la tengo y recordando la juventud de Parco, hoy, me siento el longevo amiguete de un cromagnon que debe conformarse con una malta con leche.

    Pasaron varios días… bueno, no muchos, dos o tres. Era por la tarde. Cuando volvía a casa lo vi. Salió corriendo del bar, no sé si a mi encuentro o a mi encontronazo.

    —¡Para, para, hombre! –le dije con la mano a modo de freno y una sonrisa de gracia– Que te la vas a dar y me la vas a dar a mí también.

    —Calla, calla, que creía que ibas a cruzar.

    —Aunque lo hubiese pensado no me habrías dado tiempo. Vamos vuelve a entrar que es pronto aún. Te invito a algo.

    Parco seguía contento. La verdad es que muy a menudo lo parecía; sólo algunas veces cuando le hablabas y te respondía con un tono más apaciguado podías deducir que en esa ocasión a contento no llegaba.

    —Buenas tardes, Fausto.

    —¡Buenas! ¿Un carajillo?

    —No, que no son horas. Ponme una mistela y a Parco lo que quiera. Pago yo.

    —Una soda –dijo rápido

    Nos sentamos en la barra, como siempre solíamos hacer. Todo parece más fácil en la barra de un bar, e incluso molestas menos.

    —Ya era hora de que me rescatara alguien –dejó de manifiesto Fausto en el momento de poner delante de mí el vasito rebosante de mistela–. Lo tengo aquí toda la tarde, levantándose, sentándose y mareándome.

    —¿Yo? ¡Si no he hecho nada! Ni te he molestado –le replicó Parco tan indignado como Fausto había querido que estuviese–. También has estado tú toda la tarde “parriba” y “pabajo” “pa” cuatro que han entrado y yo no he dicho nada.

    —Eso es lo malo, que tampoco dices nada. Podrías haber contado algo; lo del otro día con la chavala, por ejemplo, ¿no? –apuntó, buscando mi mirada de cómplice que no encontró.

    —Todo lo que hablamos ya lo viste: ella me decía cosas y yo le contestaba sin apurarme… y al revés también. Estábamos tranquilos, sin insultarnos… que es lo que haces tú cada vez que hablas con alguien.

    —¡Eh! Que yo no insulto a nadie. Sólo digo lo que veo y pienso, y si a “alguien” le molesta que no vuelva, que para algo éste es mi local público.

    La cara de indignación de Parco ya había mudado y expresaba un aire de entusiasmo, mal disimulado, como de pensar “ya era hora de que se tocase el tema”. Carraspeó antes de proseguir.

    —Tú lo que tienes es envidia… y además te fastidiaste porque me trató bien y se preocupó por mí, cosa que tú no haces por nadie. ¿No decías que si esto, que si lo otro de mí con las chicas? !Pues toma ya!

    —Ja, ja, ja. ¿Cómo voy a envidiar unas narices sangrantes? Tú lo que tienes que hacer es pagarte una ronda un día de estos, que ya sería hora, y así celebramos lo de la pollita –seguía pinchando Fausto.

    —Venga, Fausto, no te metas tanto con el chiquillo, hombre –quise distender y distraer un poco los ánimos. Aunque pronto vi que estaba de sobra; nadie parecía escucharme.

    —No tengo porqué invitarte ¡Pues no te invitas tú veces ni “na”! –dijo con su tono infantil pero con cierta mala leche.

    Fausto seguía adoptando una potencial postura frente a Parco: codo y antebrazo izquierdo sobre el mostrador, mano derecha de contrapunto, hombros en rampa.

    —Fausto, por favor –insistí–, no lo sigas avasallando. Sabes que, para poder invitarnos, primero tiene que disponer de algo de dinero; no basta con que esté contento, es imprescindible que disfrute de calderilla.

    —¿Qué quieres decir, que no la tiene? ¡Ignorante! Lo que pasa es que le dura poco. Cobra de inútil, no de tonto. ¿Me estás oyendo Parco? Mira a ver si puedes cobrar de las dos cosas y te pagas así unas copitas con nosotros, tus amigos ¿no?

    —En verano y en Navidad os puedo invitar –discernió él–, tengo paga doble.

    Verdaderamente se le veía animado; no siempre es fácil extraer lo mejor de un reproche. Esa paga doble, aunque a meses vista, zanjaría el problema ese día.





    I I


    Hoy ha amanecido el día con una ligera niebla; frío como una húmeda mañana de invierno sin sol. No tengo porqué sorprenderme; es invierno y está nublado, encapotado por completo. En la penumbra, delante de la ventana, he intentado trasladar mi pensamiento a una época pasada y al mismo tiempo formarme una idea acertada de los hechos y una localización precisa.

    Pero los cristales estaban empañados y me ha dado por pensar que nunca se podrían contar las veces en que nuestros ojos nos han impedido ver más allá y que posiblemente sea por ello que el cálculo de lo que nos rodea, a menudo, nos parezca aproximativo; y el de lo que nos influye o nos afecta, intuitivo y aleatorio. He tenido la sensación, dadas las circunstancias, de no poder hacer otra cosa que sacar conclusiones a partir de los pocos datos que me llegaban. Espero que alguien reparta suerte, si es que tal cosa se reparte, y que los sentidos no me abandonen del todo (ni que mis intuiciones se conviertan en apreciaciones categóricas).

    Una de las cosas que personalmente suelo agradecer al devenir diario es que me haya hecho ser más crítico respecto a algo concreto y determinado y mucho más comprensible con el resto; ahí es nada... comprensible hasta conmigo mismo.

    “La stabilité de la vie”; algo que toda vida busca: las plantas, los animales, nosotros; la materia.

    Mauro, a su manera, también la buscaba; consciente o inconscientemente era su meta. Nunca intentaba marcarse pequeñas metas como hacen gran parte de los mortales. Odiaba las pequeñas metas.

    —Esos cabrones quieren comprarnos por cuatro duros y encima quieren que nos los gastemos en todas las porquerías que nos intentan vender ¡serán…

    —Pero hombre, Mauro, a alguien harán felices esas porquerías a las que te refieres.

    —¡Y una mierda! ¡Serán ignorantes!

    Para mí la estabilidad no era algo lejano que se tuviera que alcanzar, no era algo que fuera a venir de repente, sino aquello que nunca se debía perder. La mayoría de las veces la inestabilidad venía de fuera; muchas tuve que mantener mi puerta cerrada a agentes desestabilizadores: individuos, ideas, vanaglorias, falsas necesidades. En alguna ocasión pensé si no serían demasiadas. Pero no, hoy creo que fueron las necesarias, más una. Nunca se está seguro de haber acertado plenamente.

    No sé si decir que me acuerdo de Mauro porque más que un recuerdo es una presencia que sigue rodeando mis actos y gran parte de mis pensamientos. Nunca me hubiera cansado de observarlo: la cara redonda, la espalda cuadrada, la nariz ancha, la altura intermedia. Los brazos, demasiado largos para una persona entradita en carnes, revelaban que en otro tiempo debió ser todo él puro músculo y nervio. Sus movimientos pausados daban a entender que sabía muy bien a donde iba, pero que no tenía prisa. Su mirada de soslayo, lejos de parecer altiva, mostraba una conformidad con el entorno, y ahí me incluyo. Su habla, cuando tenía algo que decir, se convertía en una extremidad más de su cuerpo: tosca, dura, expresiva, sincera.

    —¡Coño! –decía– ¡Y una mierda “pa” ellos!

    Siempre fue crítico con la sociedad; eso no es malo, creo yo, incluso seguro que es todo lo contrario, pero durante una etapa de su vida llegó a sentir que toda ella en su conjunto estaba en deuda con él por su sola y mera existencia. Nunca se debe esperar demasiado de algo que nos es dado.

    —¿Esto es lo que me da? ¡Que vaya y que se lo meta en el culo! –decía con resentimiento.

    Fue jornalero en el campo pero en la ciudad lo fue aún más, como tantos otros, entregado al trabajo y con la única recompensa de saber que al día siguiente no le iba a faltar. Fue durante esa época cuando Mauro llegó a desencantarse. Para todos es duro saber que dependemos de nuestro trabajo y, más que de nuestro trabajo, de nuestra producción; a pocos importa el esfuerzo ajeno.

    Mauro me dio a entender tantas cosas de su vida que todas ellas me parece haberlas vivido (muchas las viví), llegando a sentir que fueron un parte de la mía que dejé atrás hace años, o siglos, o meses. De repente despierto y me doy cuenta de que podría haber sido ayer mismo.

    Lo conocí en una de mis escapadas al monte en busca de leña. Yo lo saludé sin casi mirar, él me miró y apenas saludó. Éramos jóvenes, él menos que yo, pero bueno, por aquel entonces la edad aún no contaba.

    —Eso no vale para nada –me dijo a cierta distancia, al verme cortar unos troncos que había al lado del camino–. La higuera hace humo y no calienta. Pone dolor de cabeza. Si sigues el barranco verás despojos de almendro y un pino caído que está seco.

    —¿Esto no es bueno para quemar? –le pregunté.

    —No –me contestó tajantemente.

    Con lo grandes que eran los troncos, “¡vaya desperdicio!”, pensé, “pero tendrá razón”. Así que me fui hacia el lugar que me había indicado después de darle las gracias y abandonar lo que creía yo que era leña, y de la buena.

    Seguí el camino y, tras bajar y subir una hondonada, llegué a un margen que se formaba entre el camino y el barranco; algo parecido a una pequeña era apisonada y desnivelada en uno de cuyos extremos resaltaba un antiguo pozo caído en desuso. Era una construcción rectangular de unos cinco metros cuadrados, sin alardes. No tenía ventanas; una puerta fue la única concesión que le había sido dada. Contra sus paredes ennegrecidas y agrietadas se amontonaba una amalgama de ramas cortas y largas, retorcidas todas, entrelazadas. Resultaba obvio que hacía algún tiempo que su única utilización había consistido en servir de contrafuerte para la quema de rastrojos, podas y desperdicios. Vi también el pino seco que asomaba por encima del ribazo. Llenar la camioneta me ocuparía toda la tarde, pensé; y no porque fuera ésta grande, que no lo era más que un utilitario, sino porque, además de cortar, debería primero desenmarañar todo las ramas que quisiese cargar.

    Mauro vivía en la montaña, pero no en una de esas grandes montañas de vegetación impenetrable, de rocas descomunales, de salientes panorámicos, de barrancos en forma de garganta o de precipicios imponentes. Por mucho que a él le hubiese gustado hinchar su loma, construir salientes y profundidades e incluso ubicar algún que otro río por lo que él consideraba su montaña, ésta no dejaba de ser una loma entre un buen número de lomas. De fondo, sirviendo de decorado a sus tierras, la montaña; eso sí que empezaba a parecerlo con sus crestas, laderas y riscos. Creo que en cierto modo también la consideraba un poco suya, aunque solo fuera por simpatía.

    Río nunca tuvo, pero no fue porque no se esforzara. A lo más que llegó era a poseer un “torrente corredizo”, construido por él para simple disfrute de su imaginación y, claro está, para un mejor aprovechamiento del agua de lluvia.

    Su “torrente corredizo”, llamémoslo así, fue el fruto de un año de observación, medio de ejecución y otro medio de remiendos y correcciones. Durante el primer año de estancia por estos parajes observó (no tenía prisa) en los días de lluvia los regueros y vías de desagüe de “la gran montaña” y los puntos de unión de los barrancos con su pequeña loma. En el segundo año todo lo que podía desviarse fue desviado y lo que no canalizado, en la medida de lo posible, para que confluyera en una enorme balsa, disfrazada de gran charca, que construyó en la parte alta de su cerro. Esta tenía dos surtidores: uno que, a modo de acequia, iba directo hacia la casa ubicada en la falda de la loma y que, en forma de cascada de unos tres metros, caía en otra balsa la mitad de grande que la anterior (el conjunto asemejaba un lago con su torrente junto al hogar), y otro que también desaguaba en esta segunda charca, pero sin saltos. El trayecto de esta segunda charca era más largo; serpenteaba por toda la parte derecha de la loma como si de un riachuelo se tratase. De él bebían todos los animales que querían beber y desde su pequeño cauce se regaba todo aquello que debía regarse. Esta era la parte trabajadora de la gran charca, por lo que cuando llegaba abajo su sobrante, si lo había, no tenía ganas de florituras y se introducía lentamente en el lago, o segunda charca.

    A cuanta gente le hubiese gustado crear su propio paraíso, moldearlo poco a poco e ir introduciendo en él todo aquello que por un momento pudiera hacerle feliz para así, instante a instante, poder serlo y disfrutar en su aislamiento de lo que es tan difícil conseguir entre tumultos.

    Hoy en día la vegetación es abundante; supongo que en los primeros años de su construcción sería una acequia, una balsa y poco más.

    Aún existía una tercera charca que comunicaba subterráneamente con el lago; estaba cerca y medio escondida en la zona más baja de la loma. Desde allí, mediante una bomba, se podía volver a mandar el agua a la primera balsa para que empezase de nuevo su recorrido, o bien dejarla perder por su quebrada natural.

    Verdad es que no se trataba de ningún rincón apartado pero también lo es que era un apartado dentro de lo conocido, un refugio abierto al exterior de difícil acceso para las mentes cerradas.

    Mauro vivía allí, en los alrededores de donde yo me encontraba aquel día dispuesto a llenar la camioneta de leña. Su sierra estaba situada barranco arriba, a unos diez minutos del pozo. Delimitaba con éste y con otro barranco que se le unía, más o menos, en la hondonada que tenía a mis pies.




    III


    La vida es lo que es y lo que no es; todo y nada siquisiéramos apostar.

    Como en alguna ocasión he dicho, y a pesar del tiempo, me considero un jugador, pero de los que no apuestan si no es por el simple hecho de jugar. En cualquier otro supuesto siempre me limito a sortear las apuestas. “Hagan juego señores”. Para el peor de los casos uno siempre conserva un as en la manga, según se baja por el hombro izquierdo a la derecha; el de los escépticos capaces aún de emocionarse con un simple juego. Un as que muchos no utilizan por temor a perderlo, con lo cual se pierde doblemente.

    En este intervalo del ser o no ser caben infinitas posibilidades, y todos tenemos nuestro sitio. Nadie está de más en este mundo aunque muchas veces lo parezca; simplemente puede que se haya instalado en el lugar equivocado, con lo cual surgen un montón de problemas y hasta, si se apura mucho, posiblemente desemboque en una crisis de identidad a medida que más se aleje de la plaza que le corresponde, que no es otra que aquella en la que uno más cómodo se encuentra. Porque está hecha a su medida.

    Cuhrt, o lo que para el caso es lo mismo, Dionisio Mellado Sisternes, producto pensante autolimitado, adoptó ese sobrenombre a raíz de haber visto publicados tres de sus artículos en el semanario local de Braza, “Braza hoy”. El “hoy” no dejó nunca de ser un tanto atemporal, como sus artículos.

    Cuando yo lo conocí ya se ganaba la bebida, perdón, la vida escribiendo. Su consumo no iba mucho más lejos; por lo tanto tenía razón cuando decía “Que puta es la vida”.

    Su guarida era un ático, una especie de estudio sin cocina con un cuartucho de necesidades en la esquina de una terraza incapaz de ubicar más de diez macetas. Que hubiera vegetación en ella era impensable; Cuhrt solamente estaba capacitado para regarse a sí mismo.

    Su estado civil “machucho”, decía él.

    —Nunca he querido tener un vástago, y por eso no lo tengo; pero un nieto… –no dudaba, sus pausas eran medidas–. Tener un nieto sería algo estupendo y casi perfecto –confesaba sin pudor. Ni que los nietos vinieran sin intermediarios.

    —Pues ya me dirás cómo, porque no lo veo nada fácil. Si con ser tío te conformas podríamos investigar, pero ser abuelo sin haber sembrado, francamente, se me hace imposible, qué quieres que te diga.

    —¡Usted perdone! Sepa que dije “me gustaría”, no que fuera a buscarlo. No soy tan apocado. Solo era un comento –me trataba de Usted cuando quería marcar las distancias.

    Del pasado para qué hablar. Intentar sonsacarle algo era poco menos que delinquir a sus ojos. A la menor pregunta empezaba a mirarte mal, acabando por ignorarte si persistías en el tema; como hacen los viejos cuando lo que les preguntas puede desencadenar un estado incómodo de su propio ser.

    —Tú tuviste un pasado ¿No? –me aventuré en una ocasión.

    —No, que yo sepa –y me echó una mirada cargada de reproches; disuasoria.

    —¿Cómo que no? Tendrías padre, madre, hermanos quizás.

    —Soy el menor de cuatro hermanos; pero eso no es un pasado, es una realidad.

    En toda mi vida no sé si llegaríamos a cruzar más de cuatro palabras fuera de aquel bar en donde siempre coincidimos físicamente al menos, que en lo referente a otras cosas rara era la ocasión en que no tuviéramos nuestras diferencias, por pequeñas que fueran.

    Si la vida fuera un tango, corta y cruel, Cuhrt se encontraría a

    mitad camino entre la madurez y la puñalada trapera; que mirándolo desde el punto de vista positivo equivaldría a las dos terceras partes de una vida normal. Tendría por lo tanto, cuando lo conocí, unos cincuenta tacos, eso sí, bastante mal llevados por su flaco esqueleto e imposibles de disimular detrás de aquellas gafas de pasta oscura que no hacían sino aumentarlo todo.

    Posiblemente Cuhrt lo que arrastraba, entre otras cosas, era la frustración de no haber sido un escritor de verdad y se refugiaba en ese escribir a tramos, que es como el coser y no coser; vas perdiendo el hilo. Pero no nos pongamos trágicos, que a mi edad sería lo peor y no quiero arruinar mi perspectiva, que cuando los dolores me respetan, al día de hoy y en este lugar, me encuentro en el paraíso.

    El primer relato suyo lo leí, cómo no, en el bar de Fausto; y como soy propenso a coleccionar recortes de periódico no se me ocurre hacer otra cosa que trasladarlo, con todas sus letras y signos de puntuación, de su fondo amarillo a éste bastante más claro.

    Decía así:


    “Mi vecino Matías creíase gafe; siendo hombre honrado, como era, carecía totalmente de suerte. Todos le compadecíamos: nunca caía una teja sin que pasase él por debajo; apenas había economizado unos cuartos que venía una depreciación; siempre lo sorprendía la lluvia sin paraguas; en diez años se casó cuatro veces, enviudó tres y no disfrutó de ninguna amante.

    Proclamarse gafe era su argumentación predilecta, y fue también lo más cómodo. No pasaba una jornada sin que tuviera algún motivo para quejarse. Quienes conocíanle temían preguntarle “¿Cómo estás?”.

    No es que en realidad se lamentara, únicamente sonreía ante su mala suerte fabulosa. De hecho le ocurrían cosas que los demás se ahorraban. Pura mala suerte, no se puede negar, tanto en lo significativo como en las nimiedades. A pesar de todo lo soportaba con valentía. Hasta que ocurrió el milagro.

    Fue un golpe para él, un duro golpe, cuando a este hombre le tocó el premio gordo de la lotería. Salió en los periódicos y no pudo negarlo. Yo me lo encontré en la calle, fuera de sí, pálido; el enfado le había comido el color. No dudaba de que tenía gafe sino de la lotería, sí, y del mundo en general. Risa ninguna, aunque parezca asombroso había que consolarle. En vano. No podía comprender que ya no tuviera gafe; no quería comprenderlo. Estaba tan trastornado que yendo al banco perdió, efectivamente, el billete. Creo que lo prefirió; pensó que de otra manera hubiese tenido que inventarse otro “yo”, puesto que el suyo ya no valdría sin gafe. Naturalmente un “yo” nuevo cuesto más que unos simples millones. Hubiera tenido que renunciar a la historia completa de su vida, y vivir los acontecimientos de manera distinta puesto que lo cotidiano no iba a resultar adecuado para su nuevo “yo”.

    Poco tiempo después también lo engañó su mujer. Verdaderamente era gafe.” Cuhrt


    No sé por qué me pareció el escrito un tanto autobiográfico en aquel momento, después olvidé el asunto; entre otras cosas porque Cuhrt no estaba casado.




    IV


    Dejar fluir los pensamientos me cuesta un poco; uno, otro, otro… Unas veces se amontonan, otras, las más, mi capacidad de evocar se bloquea y no acierto a precisar con Mauro, ni con Ana, ni con Cuhrt, ni con Parco, ni con Pablo, ni con Fausto... ni conmigo mismo; a no ser que tenga que ver con un achaque en particular y entonces sí que me acuerdo hasta de mis muertos.

    El bar de Fausto era el punto de encuentro de mucha de la gente que conocí, sin incluir a Ana que si bien lo frecuentaba eran tantos los lugares en donde la podías ver entrar y salir que para encontrarla ningún sitio era mejor que la calle.

    Ana… Los días grises en Braza, de tono opaco y miras reducidas, contrastaban enormemente con su figura de colores; incluso cuando vestía de negro, raras veces, éste parecía un negro con ligeras tonalidades. Observándola desde la lejanía parecía la coloreada protagonista de una película de cine mudo: sus pasos, sus gestos, su vocalización que dejaba escapar palabras que no llegaban a mis oídos. Parco me decía que cuando ella le hablaba se le ponía la piel de gallina y que tan extasiado se quedaba que sólo llegaba a entender las últimas palabras que salían de su boca.

    —Es que me dejo llevar por el “rum rum” de su boca y hasta que no acaba no me entero de que me lo está diciendo a mí.

    —Pues deberías saber que no prestar atención es una falta de respeto y de educación para con los demás –le decía yo.

    —¡Pero si me pasa sin querer! Y no siempre !Eh! no siempre.

    —¿Conmigo te pasa eso también?

    —Nooo, ¡qué va! A ti sólo te oigo, pero a ella, a ella…

    —Ya. A ella la sientes –estaba claro.

    —Parecido. Me vibra lo que dice; no sé. Se va y aún me vibra, y ella no está…

    —Eso son las ganas que tienes de escucharla una y otra vez.

    —Eso será, que le presto tanta atención que yo solo me atranco –concluyó Parco.

    Y verdad era que estaba atrancado, aunque a mi entender la palabra más adecuada hubiese sido enamorado, pero dijo me atranco y yo le entendí.

    ¡Lo que son las cosas! La verdad es que me disponía a escribir sobre Ana, pero en aquella época se me confunden de tal manera los dos que rara vez puedo pensar en ella sin que aparezca la sombra de Parco. Lo volveré a intentar:

    Ana… Hubo dos Anas en mi vida; una me tocó la epidermis, fue como una sensación exterior, como un roce que te despierta los sentidos, como el relato de un cuento que viene a recordarte que existen los cuentos y que hay que aprovechar de su realidad fantástica su ilógico razonamiento para no perder la capacidad de verse sorprendido por las cosas agradables. Ella fue el aire fresco, yo los pulmones.

    Después está la otra Ana; la que a base de rozarme la piel se fue infiltrando poco a poco por cada rincón de mi cuerpo, arrancando de todos ellos sensaciones singulares: de las sombras hizo luces, de las luces sombras claras donde descansar, y del descanso hizo caminos de la mente que compartió conmigo; conmigo más que con nadie.

    Sí; hubo dos Anas, pero la que nos ocupa en estos momentos es la primera de ellas.

    De todas las veces en que remarqué su presencia por entre las calles de Braza con mi mirada curiosa y de la inmensidad de ocasiones que tuve de poder distinguirla en su portal desde mi ventana, nunca dije ni hice ningún comentario a Parco ( no quería calentarle más los plomos, ni agobiarlo, simplemente le dejaba hablar).

    —Hoy hemos ido al cine.

    —¿Y la has besado? –qué pregunta la mía.

    —Noo. Hemos ido a ver una película

    —Está bien para ser la segunda vez que la ves.

    —No es la segunda, ya nos hemos visto varias veces… por la calle… y hoy iba al cine, ella, y como yo no tenía nada que hacer… pues la he acompañado. A ella no le ha importado que fuera ¿sabes?

    —No te pregunto si iba sola porque ya me lo imagino.

    —¡Qué vaaaa! Hemos ido los dos. “Ladrones y forajidos”. Era de acción, pero de la antigua; con espadas y pistolones. Se me ha hecho corta.

    —¿Y después?

    —Después he venido a hacerte una visita ¿No me ves?

    —Sí. Te veo –no podía contestarle otra cosa.

    —Pues eso. ¿Has cenado? –esto sí que era del interés de Parco, no lo preguntaba por preguntar.

    —No. A ello me disponía, pero ya que estás aquí, si preparas una ensalada yo frío medio pollo con mantequilla en un periquete.

    —¡Venga!

    Pareció entusiasmarle la idea. Mientras yo hacía la cena Parco se peleaba con los tomates y el cuchillo.

    —¿Le echo cebolla?

    —Sí, échale.

    —A mí no me gusta, eh –dejó claro.

    —Es igual; échale. Y le pones también un poco de orégano.

    —¿Donde está el orégano?

    —Donde siempre.

    —¿Y la sal?

    —En el salero ¿Donde iba a estar?

    Parco se recorrió dieciocho veces la cocina, de cuatro metros cuadrados, mientras yo ponía la mesa; hubiese sido demasiado pedirle a él que lo hiciera.

    —¡Para de una vez , ven y siéntate!

    —El aceite... falta el aceite.

    —Pues pónselo y venga, que eres el nervioso más lento que he visto en mi vida –y se sentó por fin. No bendecimos la mesa, nunca lo hacíamos–. Entonces, del cine has venido directamente aquí.

    —Sí –dijo Parco con la boca ya llena.

    —Son las nueve y media; bueno, eran, ahora son casi las diez –rectifiqué haciendo como si mirase el reloj con un movimiento rápido–. Podríais haber ido a dar una vuelta a la salida del cine, que suele ser lo más normal, ¿no?

    —Sí, pero tenía que estudiar… ella. ¿No te lo he dicho antes?

    —Y si tenía que estudiar ¿para qué fue al cine? –le pedí que aclarara con la sola intención de que hablara y no tragase tanto.

    —Para despejarse. Porque había estado toda la tarde estudiando y ya no podía con los libros –desgarró un trozo de pollo con la boca y prosiguió–. Estaba estudiando lo que había escrito un tal Quevedo y dos o tres tíos más… y por qué habían escrito lo que habían escrito.

    —¿No me digas que conocías tú a Quevedo?

    —Noo. ¡Qué vaaa!. Ella me dijo cosas de él y de los otros. Yo, al principio le decía que no sabía quiénes eran, pero ella me dijo que porque nadie me había hablado de ellos… y que como ella ahora me estaba hablando de ellos, pues que ya les conocía. Pero se me han olvidado los otros dos. Quevedo y… Quevedo… y … el manco. El manco Cervantes era el otro; el manco de Lepanto… que fue una guerra.

    —Anda, vamos a dejarlo y a darle un descanso a la sesera, que nos hará falta el oxígeno para la digestión.

    —¿De Lepanto no tienes ninguna novela? A lo mejor sale Cervantes luchando con los moros.

    —Contra los turcos –rectifiqué–. Creo que algo habrá por entre esos libros –señalé la estantería grande del comedor que tenía a mis espaldas–, pero novela, novela, no creo. Y con “El Principito” ¿cómo vas?, ¿lo estás leyendo?

    —Bien –por el tono que adoptó no parecía que le interesase mucho–. Bien –repitió con la boca llena de nuevo–, voy por la mitad… o más.

    —¿Te está gustando?

    —Algo. Pero después quiero uno de turcos.

    Así transcurrió la cena; otra cena entretenida, amenizada por

    Parco con su charla. Después, como siempre y de repente, se levantó, se despidió y se fue hacia su casa; supongo.

    Acabo de darme cuenta de que no he logrado apartar la sombra de Parco al intentar hablar de Ana; de aquella Ana. Da lo mismo. No le daré importancia al hecho.

    CONTINUARÁ....
     
    #1
    Última modificación: 23 de Noviembre de 2014
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  2. Alonso Vicent

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    Hombre
    V


    El tiempo pasa de prisa… cuando son los recuerdos los que mesuran.

    —¡Coño!, estaba raso y aún se pondrá a llover.

    —Parece que te moleste –le contesté a Mauro, algo extrañado–; a ti que siempre has dicho que la lluvia no hay porqué sufrirla, sino gozarla.

    —¡Yo no he dicho esa mariconada! Lo que digo siempre es que cuando llueve la gente se caga en todo por costumbre y que a mí, cuando estoy a buen resguardo, ya pueden caer chuzos de punta que me da lo mismo.

    —¿Y la huerta ? ¿No piensas en ella?

    —Joder; ni chuzos ni piedra… que tú ya me entiendes. Que si tiene que llover pues te apartas y que llueva.

    —No comprendo entonces tus quejas –mentí antes de proseguir–. Estamos en tu casa y podemos ponernos bajo techo cuando queramos.

    —¡Sí, puñetas, ya lo sé! Pero es que había salido tan buen día que yo ya me había hecho a la idea…

    —¿A qué idea?

    —Joder, a que iba a seguir siendo así ¿No ves? Ahora miras al cielo y parece que le vayan a entrar cagaleras.

    Entonces miré hacia arriba y entendí plenamente su desilusión al sentirme transportado a aquella tarde en que nos vimos por primera vez bajo condiciones atmosféricas parecidas. Ese día, en cuestión de minutos, se pasó del cielo al infierno. Era en este mismo paraje. Yo tendría unos treinta y cinco años.

    —¿Te acuerdas? –le dije evocando tiempos pasados–. El día que nos conocimos sí que cayeron chuzos de punta.

    —Joder, que si me acuerdo; como que no se me olvida la cara de un “pijotero” buscando leña sin saber lo que es leña de verdad.

    Aquella fue una de mis primeras escapadas al monte en busca de los dichosos palos. Nos pusieron la chimenea comunitaria en la finca donde vivía y había que encenderla.

    —¡Coño, ya se ha puesto a llover!

    —Sí, como se puso a llover aquel día, pero entonces terminó en diluvio –quise recordarle.

    —¡Leche! Y a ti quien te manda parar la utilitaria a la otra parte de la hondonada.

    —Hombre, aún doy gracias de no haberla dejado en la hondonada misma.

    —¡Toma leche! Y en la nube que descargó peor aún; no te jode. Si parecías un náufrago de esos en una isla.

    —Cuanta razón tienes, Mauro. Un náufrago ocioso. No sabía qué hacer.

    En mi vida me había visto en un apuro tan grande. Aquella tarde que nos vino a la memoria se me sublevó sin avisar. El sol se iba poniendo, como siempre; no tenía por qué ser una puesta especial, aunque a mí me lo pareció. Sus rayos asomaban apenas por entre los nubarrones tremendamente aligerados; vamos, creo yo, porque con la que cayó supongo que poca más agua pudiera caberles. Ya no llovía tanto, sin embargo el barranco rebosaba por los bordes bajos, repartidos aquí y allá. La camioneta intocable; como emergida de las entrañas de la tierra y puesta sobre un pedestal. El camino por el que llegué había desaparecido y el sol se escondía inexorablemente.

    Se me representaron las tinieblas de lo desconocido que nos rodea; me paralizó el miedo a lo oculto que parecía acechar en cualquier recodo. Maldita aventura, me dije. Por más que intentara pensar algo, buscar alguna solución, sólo cabía una: dormir en la camioneta y esperar al día siguiente.

    Lo de dormir en la camioneta era un decir; no pude pegar ojo en toda la noche. Las horas pasaban y el ruido estruendoso proveniente del barranco no parecía ir a menos. Las horas seguían pasando y yo no veía que fuera a hacerse de día ni en un futuro remoto. Interminable; cerraba los ojos un par de minutos y cuando los abría habían pasado unos segundos apenas. Increíble; que esto me pasara a mí. Afortunadamente que no me esperase nadie en casa podía ser un consuelo.

    Cuando por fin amaneció nada había cambiado; el camino que cruzaba seguía estando desaparecido y la propia hondonada no era otra cosa que un afluente más del barranco. El cielo continuaba encapotado, pero al menos no llovía.

    —¡Joder, la leche! Pues no veas tú lo que pensé yo cuando vi la utilitaria desde aquí arriba. No sabía si reírme o preocuparme por aquel “bracero” que el día de antes parecía estar perdido.

    El día anterior podía parecerlo, pero era de asegurar que en aquellos momentos lo estaba. Mauro hablaba de ello como si de una anécdota se tratase. Para mí fue mucho más.

    —Me diste lástima –continuó–; y mira que a mí no me da lástima nadie. Joder, cada uno se busca lo suyo; pero me dio un poco de reparo el verte allí metido en la trampa.

    —¿Y no pensaste que pudiera estar en peligro?

    —¡Qué peligro ni qué puñetas! –dijo, como si le hubiese molestado mi pregunta –.Aquí los peligros se los inventa o se los busca uno mismo. Aquí el peligro es pisar una piedra con “mala folla” y torcerse un pie. Aquí el peligro es verse solo sin su mamá y sin nadie que te haga un café por la mañana; ¡qué aventura tan peligrosa!, ¿eh? Aquí, ya ves, el peligro es meter la pata y no saber cómo sacarla.

    —Claro, claro, para ti resultaba mucho más fácil. Tú vivías en estos lugares, así de sencillo, todo lo veías normal.

    —Todo menos tú… entonces, eh, entonces –aclaró en voz más baja de lo habitual–, ahora ya es otra cosa. ¿O no?

    —Lo es, lo es; pero no puedes culparme de haber desconocido este medio tan cambiante sabiendo que yo no había pisado la sierra esta, ni ninguna parecida.

    —¡Hostia! Pero la culpa de haberla pisado sí que era tuya !No iba a ser mía!, ¡no te jode! Yo sólo sé que cuando vi el techo de tu cacharro a lo lejos me dije: ya está, ya se ha emboscado el pavo.

    Y así era. Estaba atrapado, acorralado, cansado y de mal humor; pero me alegré enormemente al volver a verlo recién amanecido. Recuerdo los “buenos días” que le di, con una media sonrisa, y que él me contestó que no lo parecían. Tenía razón. Sin embargo fue a partir de ese momento cuando el día empezó a ser bueno para mí.

    En primer lugar era un día nuevo en todas sus acepciones; nunca había vivido uno igual (ni una noche como aquella tampoco).

    —¿Sabes, Mauro? Cuando te vi aparecer comprendí que estaba allí por algo…

    —Por la leña.

    —No; por alguna otra razón a la que había que sacarle el máximo provecho. Me encontraba en un lugar del que no podía salir, y pensándolo bien tampoco tenía ningún motivo para hacerlo; me refiero a ninguno urgente. Al mismo tiempo asimilé que tampoco me esperaban obligaciones en otro sitio, por lo que podía empezar a tomármelo con tranquilidad. Después estabas tú, que apareciste con tu cara de incrédulo y que me ofreciste la posibilidad de tomar “algo calentito”. Fue entonces cuando supuse que vivías por aquí y cuando empecé a tomar contacto con la sierra, con tu terruño.

    —¿Ya me estás tirando indirectas?

    —¿Yo? Ninguna.

    —Terruño… Pues suena bien, me gusta.

    A Mauro le gustó “terruño” y comenzó a utilizar la palabra. No solía hacer suyos vocablos que no conociera de antemano; no se fiaba de ellos.

    —¡Terruño! –decía si quería llamarme terco o despistado–. ¡Me cago en…! Acabo de pisar un terruño –decía, y era mierda.

    Verdad es que el tiempo no se detiene y también lo es que hace años que dejó de importarme. Lo que verdaderamente me interesa es lo que quedó dentro de ese espacio que siempre consideré mío. Cuando Mauro me llevó a su casa por primera vez nunca hubiese imaginado la rapidez con la que iba a integrarme en él ni la cantidad de vivencias que quedarían entre renglones contenidas ¿Cómo abrigar la más mínima sospecha?

    —¿Sabes, Mauro? Aquél fue el mejor café con leche que he tomado en mi vida.

    —No hace falta que lo jures. Me lo creo, me lo creo ¡Si traías húmedo hasta el mechero!

    — … Y el fuego encendido. Cuando entré me dio la impresión de que tenía que haber alguien más.

    —El espíritu santo, ¡no te jode!

    —Me refiero al calor que se percibía en la casa. Era como si estuviese habitada por más gente; aunque pronto me di cuenta de que vivías solo: el escaso mobiliario, los deteriorados utensilios de cocina, el solitario gabán de la percha, la revista que había en el capazo de al lado del fuego…

    —¡Oye, oye, que no era mía, que me la encontré al borde de un camino!

    —No, pero si no lo digo por nada…

    —Y además para encender el fuego siempre valen.

    —El caso es que me resultó la estancia más agradable del mundo.

    —Pues lo que es, ¿que tú qué te creías?… ¿Que iba a vivir yo en una pocilga o qué?




    VI


    Muchas, muchas veces me siento en esta silla vieja; tan vieja como yo. ¿A cuántos habrá soportado?, me pregunto tontamente. No importa. Aquí seguimos los dos; yo sentado, de espaldas al escritorio con la ventana abierta para mejor ver y oler el nuevo día, o la nueva tarde, o cualquier cosa que sea nueva, o vieja, o todo lo que quepa por entre una ventana abierta.

    Aquí me siento día tras día, cinco minutos al menos, siempre que puedo. A veces transcurren horas y ella no se queja. ¿Cómo se iba a quejar si es una silla? Bueno, quizás ella no lo sepa.

    ¿Qué digo? Me vuelvo chocho por momentos… pero disfruto.

    Sí. Esta silla huele a madera vieja, como Mauro olía en ocasiones; a madera y a sulfatos del campo.

    —¿Que no te lavas? –le decía yo cuando venía de hacer alguna faena.

    —¡Pues claro que me lavo! Cuando hace falta ¡Toma, huele la tierra! –decía poniéndome un puñado a dos centímetros de la nariz–, ¿a que también huele?… Pues ahora coges y la lavas a ver si así te quedas tranquilo, ¡no te fastidia! Lo jodido sería que no oliéramos.

    Aun sonrío al recordarlo. ¿A qué tiene que oler la tierra si no es a tierra? ¿A qué tenía que oler Mauro si no era a Mauro y a sus quehaceres?

    Se pasaba todo el día ocupado aunque, eso sí, sin prisas. Cuando no hacía nada también parecía estar ocupado; claro está que en otras cosas.

    Tenía su tabla de cebollas que trasplantaba, cuidaba y mimaba hasta que llegaba el periodo de la recolecta; después las almacenaba y pasaban a formar parte de sus provisiones.

    —¿Me vendes unos kilos? –le pregunté yo al día siguiente de conocernos, una tarde de domingo cuando me disponía a volver a mi residencia de Braza.

    —Anda, coge las que quieras, que yo las he cogido del suelo y a mí no me ha cobrado nadie.

    Que alguien te diga eso, cuando apenas le conoces, te extraña (yo venía de otro mundo) y te deja perplejo en un primer momento. No obstante aprendí rápido que los dones no tienen precio y que siempre se puede corresponder con otros presentes.

    También tengo que apuntar que tenía esparcidos por su terreno un buen número de árboles frutales, sin aglomeraciones: un peral aquí, un níspero allá, dos nogales, tres almendros… Al subir por la cuesta que bordeaba el canal directo, en pequeños bancales individuales circunvalados de piedras que pretendían formar un muro de poco más de un palmo de altura, se podían contemplar, como emergidos de sendos jardines, dos naranjos, un limonero, un ciruelo, un granado y un caqui. Al lado de la casa, a unos cinco metros, sigue estando la frondosa higuera que aún hoy es la avanzadilla de tan variados y sabrosos alimentos. De arriba a abajo de la loma y entre recodo y recodo de la acequia (disfrazada de riachuelo) se ubicaban varios huertos en los que Mauro cultivaba todo aquello que le venía en gana y que generalmente era de utilidad. Primaba siempre su propio consumo… bueno, y en ocasiones también se tenía en cuenta el simple disfrute.

    Después estaban los olivos, unos cincuenta. La aceituna era lo único que vendía todos los años a la cooperativa de Coelia. De esa venta anual y de los jornales que para sí mismo trabajaba se proveía de lo necesario para su subsistencia. No significaba un gran capital, vamos, ni de un capital tampoco, pero sus gastos eran exiguos (siempre tuvo de sobra).

    Electricidad no tenía; ni falta que le hizo nunca.

    —¡Pagar por la luz! –me decía–, ¡pero cojones, si la luz es gratis! Tú levántate cuando sale el sol y cuando se ponga te acuestas y verás como no viene ningún desgraciado a cobrártela. ¡Ah!, si lo que quieres es levantarte cuando se hace de noche… pues paga si quieres ver algo, ¡no te jode!, hasta ahí podríamos llegar.

    Una de las cosas que solía llevar yo siempre que iba a verlo en aquellos primeros momentos de entablar amistad eran velas; aunque a él por la noche con la luz del hogar ya le sobraba. No digo con esto que no las usase, simplemente quiero dar a entender que no abusaba en cuanto a su utilización. Para casos de emergencia las tenía repartidas estratégicamente por algunos puntos del refugio.

    Paseando por los alrededores de su casa se podía oír un revolotear de gallinas; también ellas vivían allí, y morían de vez en cuando por una buena causa. No hacía falta condimentarlas demasiado, estaban riquísimas. Por Mauro supe que si eran viejas pues para caldo, y si jóvenes, o sea pollos, a la brasa con un chorrito de aceite crudo por encima o en sofrito con ajos y tomate. Pollos creciditos, estupendos. El gallo era intocable.

    En cierta ocasión (ya me río al representarme la escena) tuvo un cerdo. Empezó siendo una mascota: se acercaba a los gatos, huía de ellos, entraba y salía de casa, comía de la mano de todos. Era pequeño y no se alejaba en demasía de la vivienda, a no ser que fuera acompañando Mauro. Pero creció y empezó a conocer la loma a la perfección: donde estaban los tomates, donde los pimientos, donde las fresas, y en definitiva el lugar exacto en que podía encontrar todos y cada uno de los pequeños huertos que Mauro tenía aquí o allá, y su contenido. La tabla de cebollas apareció una mañana pisoteada, como si se acabase de jugar un partido de fútbol sobre ella. Las gallinas, con sus pupilas exageradamente dilatadas, demostraban estar cada vez más escandalizadas. No existían frutos por debajo de metro y medio en ninguno de los árboles cercanos. Todos tenemos que hacer nuestras necesidades, pero las suyas estaban hechas por todas partes, incluso en la cocina.

    —¡Será guarro! –afirmó completamente convencido Mauro un día.

    —Sí, así los llaman –le confirmé.

    — ¡Pues hasta aquí podíamos llegar! A éste creo que no lo van a poder llamar más. ¡Nos ha jodido!

    Dos días después las cosas volvieron a la normalidad; y el mes siguiente fue un mes delicioso.

    Agua no pagaba. Para los campos le valía con la lluvia, bien directa cuando llovía, bien mediante la rústica infraestructura que había creado con sus charcas y acequias. Además contaba con la bomba de succión (aparato menos rústico) que compró un par de años después de instalarse en la loma cuando se dio cuenta de que, aun teniendo agua, no podía aprovecharla de la manera más idónea (uno nunca deja de darse cuenta de cosas).

    Ocurría que en ciertas épocas del año solía llover mucho y su gran charca, siendo de un tamaño aceptable, no daba cabida a todos los afluentes hechos de regueros y canales que en ella desaguaban, por lo que se debía dejar correr el agua por las dos acequias hasta la segunda charca de donde sólo se podía aprovechar para regar a cubos cosas concretas y cercanas, o para lavar la ropa. El colmo del despilfarro era que generalmente siempre que rebosaba la primera charca ésta también lo hacía y, claro, el sobrante iba a descansar a la tercera charca de donde sólo se podía, igualmente, regar a cubos lo colindante que era menos y cuesta arriba; penosa faena. Sucedía que, al contrario, en ocasiones transcurrían varios meses sin que ninguna nube diera nada que no fueran sombras (así de estreñidas pasaban), por lo que la primera y principal charca se agotaba, la segunda, a base de sudores, se secaba y la tercera era para desesperarse. La bomba fue, en parte, la solución, porque cuando esto ocurría sólo había que poner en marcha el motor de gasolina y conectar la larga manguera que unía la última con la primera para que el contenido de una descansara en el continente de la otra. Con todo, no estando todavía contento, en una postrera operación escondió el motor en una pequeña caseta entre matorrales y enterró la manguera dejándola fija e invisible.

    Para beber se servía de un depósito que recogía el agua del tejado que, después de pasar por varios filtros, llegaba, oculta en una corta tubería, a una fuentecilla colocada en la entrada de la casa. El resto de surtidores (cocina y baño) provenían de la charca.

    En resumen: ni agua ni luz pagaba, ni cielo, ni aire, ni horas ni minutos, ni a terceros. Bueno, a terceros sí; la contribución del secano, eso sí que le cobraban religiosamente todos los años.




    VII


    Solía yo pasearme en las tardes soleadas de Braza por el Parque Central; una isla verde en medio de un mar de cemento, acero y resecas argamasas puntiagudas, infestado de bichos grasientos y ruidosos. Sólo desde allí se podía observar el cielo abierto y su profundidad sin tener que desplazarse hasta la costa. Campaba a mis anchas por aquel dominio. Gustándome, como me gustaba la tranquilidad, aquel bullicio me parecía sereno siempre que lograra aislarme un poco de las bicicletas chirriantes, de los enamorados que seseaban en el césped, de los pájaros charlatanes, de los niños agudos y acelerados, de las madres estridentes, de los perros juguetones y defecadores. Nada alteraba, entonces, mi capacidad de observar. De vez en cuando algún mocoso caía y prensaba contra la tierra esa especie de pastelito recién puesto, que suele haber tanto en los grandes como en los pequeños parques, ante la indignada mirada de su madre y la mía indiferente. También era normal ver a alguna que otra enamorada sacar su pañuelo celuloso y dirigirlo hacia las inmediaciones del hombro de su correspondido para borrar los trazos de algún proyectil blanco llovido del cielo. No sé por qué razón solían ser ellos los bombardeados; ¿tendrán los pájaros preferencias, o será que ellas disimulan menos a la hora de borrar las huellas?

    La proliferación de ciclistas en aquel terreno se había convertido en algo alarmante hasta para ellos mismos. Frecuentemente, los menos avispados, queriendo frenar no lograban otra cosa que hacerlo con la totalidad de su cuerpo y de su mecanismo de la peor manera; y un servidor, entre risas, no podía hacer otra cosa que ayudarles a levantarse con la mirada.

    Todo me resultaba lógico, natural y gracioso cuando ocurría. Intuía que aquello era normal y no me disgustaba ni lo más mínimo. Yo sólo pretendía deambular entre los setos o sentarme en un banco. Despistarme y contemplar era mi objetivo; y bien que lo lograba siempre que visitaba el parque, el Parque Central; porque estaba en el centro cuando lo inauguraron.

    Sentado en sus entrañas adiviné por primera vez la figura de aquella jovencita de pelo corto y oscuro, de ropa ancha y desgastada. La vi acomodada en un banquillo con los pies replegados bajo sus muslos y los ojos clavados en una libreta en la que parecía escribir. También los clavaba intermitentemente su acompañante que fue a quien advertí primero. La distancia que nos separaba, aún siendo considerable, no impidió que reconociera, como si lo hubiese parido, a esa amalgama de nervios y pequeños músculos. ¡Si es Parco!, me susurré; y me sorprendí mirando alrededor por ver si alguien me había escuchado. Después, como quien no puede evitarlo, me acerqué dando un rodeo, buscándoles siempre las espaldas o los laterales, presto a dar media vuelta al mínimo movimiento de sospecha. No cabía ninguna duda, era Parco y aquella con toda seguridad debía de ser Ana. Observé unos minutos a la pareja disimulando entre el gentío, me avergoncé y me fui ya más tranquilo.

    ¡Con que esa era pues la famosa Ana! A partir de entonces me la tropecé en mil sitios diferentes. Y ocasiones tuve de comprender la gran sensación que había causado en mi amiguete.

    Esa misma tarde, un par de horas después, me lo encontré en el bar de Fausto, solo, apoyado en la barra. Al entrar saludé a los asiduos y me instalé a su lado.

    —¿Qué tal, Parco? –y le di un toquecito en la espalda mientras me acercaba el taburete.

    —Mira –Parco no esperó ni que me sentase; me mostraba un papel redoblado por varios sitios y manchado en un extremo–, lo ha escrito Ana para mí.

    Lo recogí mecánicamente, por debajo de la barra, de su mano insegura pero insistente.

    —¡Venga, lee, lee! –me instigó.

    —Ya voy, ya voy; tendré que desenmarañarlo primero, ¿no?

    Parco recorrió con una mirada furtiva todo el bar y volvió a hostigarme.

    —¡Lee, venga!

    —Vamos a ver si se puede leer algo: “Como un presente vine al mundo y vivo”, muy perspicaz la…

    —¡Nooo! Perspicaz no; es como una primera parte… es como algo que ha pasado y ya está… no se puede hacer nada. Así son los presentes. Lo dice Ana.

    —Sí, son y ya está –me dije desconcertado en voz alta y seguí leyendo–. “Con un gerundio me mantengo, viviendo”.

    ¿Ves? –se apresuró a decir–, es la segunda parte.

    —Lo veo, lo veo; se mantiene viviendo, como todo el mundo.

    —Síii, todos somos un poco gerundios ¿no?

    —Hombre, yo no diría tanto; pero sí que es verdad que tenemos que ir manteniéndonos de la manera que sea.

    —Pues eso, viviendo, viviendo. ¿A que está chulo? Es lo que dice Ana, que día a día hay que ir pasando lo bueno y lo malo… ¿cómo es? Ah, que “somos gerundios del presente”… lo dice ella, ¿o era al revés?

    Yo seguía asombrado, no por el poema en sí sino por la atención y las disertaciones que Parco había tomado de aquí y de allá; sobre todo de allá, de Ana. Retomé la lectura:

    —...“El condicional simple es un consuelo y un futuro espero, quizás sea el olvido”.

    —¡Para, para! ¿ves? El olvido. Nadie se acuerda de nosotros “nomás” que cuando les interesa; eso es lo que nos espera si no les interesamos; el olvido.

    —¿Eso te lo ha dicho Ana?

    —No. Ella lo ha escrito ahí –señalaba el papel–. Eso es lo que yo digo… que tiene razón.

    —¡Eh! ¿Qué andáis vosotros dos murmurando a mis espaldas? –intervino Fausto acercándose a nosotros con la palma abierta por delante–. ¿Qué os lleváis entre manos? ¿A ver? ¿Qué es eso?

    —¡Nada! Una factura –dio como respuesta Parco a todas las preguntas guardando el papel con prisas y arrugándolo más de lo que ya estaba.

    —¡No tienes tú mala factura! Eso no me lo creo yo ni harto de vino.

    —Pues eso… –dijo Parco con un solo golpe de voz.

    —¿Pues eso, qué? Si no quieres decírmelo no lo digas, pero no hace falta que mientas.

    —Pues eso.

    El silencio posterior parecía haber zanjado el asunto; no sé cual. Fuera lo que fuese se dio por terminado. Fausto fue reclamado desde la otra punta del bar. Parco, si bien a mi lado, estaba ausente viajando entre sus cosas, sin equipaje y a saber con qué rumbo. Sólo interrumpió su viaje para decir:

    —Me voy.

    Y así fue. Salió a la calle, él y su sombra imposible de pisar. No podría asegurar quién de los dos tenía más nervio cuando existía movimiento.

    Recuerdo que ese día yo aún me quedé un rato. Cuhrt acababa de entrar, y con un vasito en cada mano se dirigió hacia donde yo estaba.

    —Toma. Contigo quería yo platicar.

    Me ofreció uno de los dos que llevaba y se encendió un apestoso cigarro; aromático lo llamaba él.

    —¿Qué me traes? –señalé la bebida.

    —Tranquilo, dale un trinquis que no te va a enaguar el estómago –de eso estaba bien seguro, olía a colonia malteada.

    —Sobre el tal Mauro quería preguntarte –continuó, y vi en su cara cierto interés. Ya en alguna ocasión había yo hablado de Mauro en el bar de forma esporádica a unos o a otros, en los tiempos en que comenzaba mi relación con él y con todo lo que le rodeaba.

    —¿Y qué quieres saber?

    —Pues verás: estoy escribiendo algo relacionado con un pueblerino, y haríanme falta unas cuantas ideas.

    —Entonces tendrás que buscarte a otro que te las dé porque el Mauro que yo conozco no vive en ningún pueblo; vive en la sierra y además nació y residió largos años en el mismo sitio que tú, es decir aquí. Lo siento –dije un poco indignado por lo que me pareció un ligero aire de superioridad de su parte.

    —En ese caso lo dejaré para más adelante, que en este mentidero abastan a uno de ideas sin proponérselo día sí día también.

    —Y que lo digas –asentí para no tener que darle mayor importancia.

    —Sin ir más lejos, ahí tienes a Parco. Da para mucho ese ovachón.

    Cuhrt y sus relatos cortos. Alguno era tan corto que le bastaba con los cinco minutos del café para escribirlo. Buen trabajo ese, que te paguen por un pensamiento ligado aunque a los diez minutos te hayas arrepentido del principio, o del final, o de las dos cosas. Lo malo es que no parecía darse cuenta de que también él daba para mucho.

    CONTINUARÁ.
     
    #2
    Última modificación: 6 de Diciembre de 2014
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  3. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    VIII

    Recuerdo como algo lejano aquellos años, cuando era joven, en los que pretendía hacer el máximo de cosas en el mínimo espacio de tiempo para poder disponer, de esa manera, de más horas libres; libertad creía yo. Por otra parte, me acuerdo de una vitalidad, de una fuerza, tanto física como psíquica, de una apetencia desmedida y de una inocencia sana. Aún me acuerdo. Hoy me queda la fuerza (psíquica), las ganas y la facultad de evocar arbitrariamente lo acaecido. Y el tiempo; ahora todo el tiempo es mío, es libre. Puedo hacer el mínimo de cosas en el máximo de tiempo sintiéndome recompensado.

    —¡Coño! –decía Mauro– Hubo una etapa de mi vida en la que el trabajo me parecía necesario, por cojones; era el tener todas las cosas un poco más cerca de uno y pensar que faltaría poco para poder disfrutar de alguna de ellas. ¿Y qué tenía que hacer? Pues trabajar; no había otra. Seguro que ese trabajo, un día, me daría sus frutos; y digo un día porque por entonces sólo me daba cansancio, sufrimiento y qué pensar. Pensar si en el fondo no sería todo una puta mierda y una pérdida de tiempo. ¡Pero qué hostias! –decía rumiando las últimas palabras que había pronunciado– ¡Si el tiempo no se pierde! Se pierde una persona, mil duros, los dientes; pero el tiempo está ahí, ¡anda, cógelo valiente! El no se pierde; va todo derecho. “No tengo tiempo, no tengo tiempo”... dicen algunos; ¡serán ignorantes! Tan ignorantes como yo… antes… Y es que no están preparados; lo sé porque yo tampoco lo estaba. A lo mejor es que hay que ser ignorante primero para poder dejar de serlo –decía bajando el tono para después seguir con énfasis creciente–. El tiempo no se puede tener. ¿Para qué puñetas quiero yo una hora si no es para perderla?, ¿me entiendes?… Bueno, vale, podré hacer muchas cosas en una hora, pero cuando te das cuenta, ¡leches!, ya la has perdido. ¿Ves?… ¿Quieres tiempo? Espera, espera, paciencia que dentro de la caja lo tendrás todo. Para pudrirte tendrás tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo del mundo –bebió un sorbo de agua antes de reanudar el monólogo–. Yo, ahora, tengo el que me hace falta; lo que no quiero es que vengan a mangoneármelo con gilipolleces.

    Mauro no siempre vivió en la montaña; de haber sido así no creo que la hubiera disfrutado en la medida en que lo hacía. A él la montaña no le fue dada; la buscó y la conquistó. Su infancia y juventud transcurrieron igualmente en Braza, ciudad industrial y portuaria que con su millón seiscientos mil habitantes era la capital de la comarca. A Mauro siempre le pareció enorme y brutal. Sin embargo trabajo había, y tanto. Sus horarios, en la medida en que fueron creciendo, se apoderaron de él.

    —Mira –me confesó una tarde–, allí en la ciudad cada vez era menos “yo mismo”, vamos, quiero decir que conforme pasaban los años lo que pensaba que sería no era y lo que quería un día alcanzar cada vez estaba más lejos. Poco a poco iba siendo lo que los demás querían que fuese, un monigote obrero, y notaba que me fallaban las fuerzas, que perdía las ganas de luchar contra ellos ¡joder! Y es que era como un malestar general. No era como un dolor de muelas ¿sabes?, que puedes cagarte en la madre que lo parió y después ir o no ir al dentista. Para que te hagas una idea, aquello era como si me doliera el mundo entero.

    Un mundo en el que yo podía distinguir dos tipos de gente –siguió Mauro vaciándose–: la que procuraba cambiar ella misma, para meterse y confundirse con todo lo demás, y la que intentaba cambiar “todo lo demás”, ¡ahí es nada!, con lo cual también se confundía…Y no veas, después estaba yo, que antes de venir aquí no sabía por dónde ir, ni como cambiar para sentirme mejor, ni qué cojones fallaba.

    Y no creas, que yo siempre tuve mi ocupación y si alguna vez no trabajé más es porque no me dio la real gana; porque estaba harto y a ratos, cuando veía las cosas claras, me daba cuenta de que a mí todo aquello me sobraba… Pero aún pesaba sobre mí más lo que no tenía y quería tener que lo que de verdad era mío ya por derecho. “Vale más lo que deseas que lo que tienes”, he oído yo por ahí. ¡Joder, pero es que la mayoría de aquella gente, en Braza, lo único que deseaba era, al final del día, llegar a su casa para poder acostarse y descansar! –Mauro se encendía por momentos– Y lo jodido –decía ahora más calmado– es que algunos se creen que son felices, los desgraciados, y no se han parado a pensar que lo que ellos piensan que es la felicidad no es otra cosa que monsergas. Aquella gente era capaz de pensar que la igualdad era que todos los días fueran iguales, aburridos, desperdiciados. La vida es para vivirla, ¡joder! Y no para morirla poco a poco de aquella manera, que uno se va desgastando con los años y un buen día se da cuenta de que vida, lo que se llama vida, no le queda demasiada. Y es eso; que tanto esperar, tanto esperar para moverse, que al final nos salen las raíces y entonces sí que la has jodido.

    De nada servía que yo le dijera que “en el fondo esperamos una seguridad, que en ocasiones no llega, y es esa espera la que nos mantiene amarrados como maroma invisible, impidiéndonos zarpar de nuestro puerto en busca de horizontes más propicios.” “Cuhrt”

    —¿Una seguridad? ¡Qué seguridad ni que leches! ¡La desesperación! Esa sí que hace que muevas el culo si no quieres que te trague el mar, el puerto y la madre que lo parió. La seguridad es para los ricos; lo nuestro es por narices… por no decir otra cosa. Esto es diferente –hablaba de la sierra–. Puedes respirar tranquilo que la montaña no va a envenenarte, ni a tragarte, ni a vomitarte. Ella es fiel y siempre se comporta de manera natural.

    Mauro estaba orgulloso de su loma y la verdad, aunque siempre se encontró allí, es que era como si ella hubiese estado esperando que alguien pasase y la viera con otros ojos, con esos ojos con los que a ella le hubiera gustado mirarse desde cualquier altura, sólo que no sabía arreglarse; necesitaba a Mauro. Él, que al contemplar una cosa o un lugar, no se quedaba en fachadas sino que ponía su mente a trabajar. Pensaba en lo que podría llegar a ser, en lo que faltaba o sobraba, en qué era lo que podía transformarse; en definitiva, veía su fondo y apostaba. De esa manera fue que tras mirar, ver y recorrer a modo de paseos tierras y caminos, sierras y senderos, halló aquello que quería (esto) y podía comprar. El resto ya llegaría.

    — Nadie le hacía ni puñetero caso –prosiguió–. Cuando yo me interesé por ella, los que me conocían dijeron que “pa” qué coño quería yo una sierra “pelá” que no produce. ¡Toma! Bastante había producido yo ya. Además, estaba seguro de que ella me daría lo que yo buenamente le pidiera, que no tenía intención de que fuera mucho. Al principio los del lugar me miraban desconfiados –Mauro señalaba en la dirección del pueblo, Coelia, que distaba unos diez kilómetros de la Maurada–, como queriendo adivinar qué cojones haría yo allí. Ni que fuera a alterarles las mañanas; bueno, ya me entiendes… a joder. ¡Qué iba a hacer! Pues lo que me diera la real gana, que para eso tenía mis ahorrillos; que cuando no se tiene afición a gastar, poco es muchísimo. ¿”Pa” qué quieres cuatro habitaciones y dos cuartos de baño si sólo puedes dormir en uno y para cagar y lavarte con un reservadillo te apañas? ¿”Pa” qué más? ¡Ni que fuera El Corte Inglés! Si alguien viene y no tiene espera que descargue fuera, y después que se lave las manos... eso sí, que ser aseado no es ningún sacrificio para el bolsillo, al revés. Pues no conozco yo gente que en lugar de asearse van y se vacían media botella de colonia por encima sin importarles lo que cuesta. A ellos lo que les cuesta es lavarse, no te jode. Pero a lo que íbamos: yo vine aquí para estar tranquilo; porque aquello era un trastorno y algo tenía que hacer. Resultaba ser una ciudad que yo no había elegido y que me jodía, que me jodía mucho. Yo no elegí nacer pero de puta madre, bien; yo no elegí un trabajo pero lo tuve, vale; pero lo que más me jodía era la “gilipollería” que me rodeaba, y allí estaba, y sigue estando. Pues ya ves, resulta que elegí… y aquí estoy; y ya está.

    Fue como una sentencia que escapó de su interior con el fin de dejar claro su propósito. Había escogido su libertad y para ello tuvo que comprar su espacio y reconciliarse con el tiempo. Ahora le pertenecía.

    En un pueblo siempre existe alguna calle sin salida; en una casa, una habitación ciega, e incluso en un pasillo nos podemos encontrar con una puerta que no abre, atrancada o simplemente inexistente. Sin embargo, en una vida (hay tantas cosas en una vida que cabe hasta la muerte, mal supremo si no se profundiza) es fácil encontrar un sinfín de callejones con sus casas y ventanas, y avenidas con vistas por las que si uno no va a gusto siempre puede encaminar sus pasos hacia otra rambla, otra calle u otra plaza. Quizás en nuestra vida haya habido un momento, como en la de Mauro, en el que deberíamos haber empezado de cero, si no lo hicimos.

    Empezar de cero, que nunca es de cero; están los años, lo vivido y aquello que deseamos mantener. Dejar atrás inútiles cargas es siempre un buen comienzo. Si se analiza bien lo que nos queda es todo.

    Para Mauro “todo” empezó un día en que le costó más de la cuenta levantarse para ir a trabajar. El despertador impertinente había sonado hacía unos minutos, pero él permanecía inmóvil sin pensar en nada especial. Simplemente estaba allí, entre las mantas, despierto ya, con la luz encendida pero sin ver lo bastante claro nada que le hiciera mover cualquier parte de su cuerpo. Sabía que tenía que ir a trabajar, vestirse, desayunar... Lo primero levantarse, y debía hacerlo ya porque el tiempo pasaba y el hecho de permanecer acostado no le reportaba gran cosa.

    Se incorporó, por fin, como si de un espasmo se tratase, se vistió deprisa, mal desayunó y salió de la casa rápidamente igual que si escapara de unas ruinas con el techo a punto de desplomarse. Esa fue la manera de comenzar aquella nueva jornada que, aunque de nueva tenía más bien poco, iba a impulsar los acontecimientos desencadenantes de los cambios que fueron conduciéndolo a estos parajes. Creo que en ese momento su perspectiva empezó a ensancharse y su mirada a interesarse por algo que no fuera lo de siempre, que poco interés tenía ya para alguien que quería despertar de un monótono sueño sin sueños.

    Ese día trabajó físicamente, con dureza, pero mentalmente no estaba presente; su espíritu no se encontraba en el mismo lugar que su cuerpo. Su mente indagaba otros caminos construyendo puentes y pasadizos que desafiaban la ingeniería establecida para poder salir de esa rambla en donde lo conocido había que obviarlo por deprimente y lo desconocido mejor olvidarlo.

    Al final del día no había encontrado aún la gran solución, pero se había apropiado de un buen número de pistas que podían conducir a ella. Por lo pronto se decidió a pasar por las oficinas y dejarle claro al secretario que ese mes terminaba, que le arreglaran los papeles que ya se había cansado de tanto contrato indefinido.

    CONTINUARÁ...
     
    #3
  4. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    IX


    Creía que eran las seis y me he levantado; pero llevo dos horas trajinando y siguen siendo las seis. Ya me falla la vista y sin embargo es cuando mejor veo; ¿o será percibir la palabra más adecuada?

    Las seis son ahora, por lo tanto serían las cuatro y media cuando me levanté. Ya me extrañaba a mí que el sol no fuera puntual.

    Vi una vez un anuncio en el periódico que me llamó muchísimo la atención. Hay que tener valor para publicar un anuncio como ese en un periódico; quizás el valor que no se ha tenido antes. Airear los problemas es una forma de compartirlos ¡maldita sea!

    “Se busca una ilusión. Se aceptan sugerencias”. Lo leí varias veces. “Se busca una ilusión”. Cuando se es joven las ilusiones no se buscan, se tienen; al menos eso es lo más normal. Uno tiene tantas ilusiones que debe dejar aparcadas unas cuantas para poder concentrarse en un número limitado. Ver una chica en la calle puede convertirse en una; en la ilusión de volverla a ver al día siguiente, y así día tras día hasta que una buena mañana despertamos y nos damos cuenta, después de verla, que algo acaba de escapar, y que si no volviésemos a cruzarnos nunca más, pocas cosas cambiarían en nuestras vidas. Una tan sólo debería variar para seguir sintiéndonos vivos; el objeto de nuestro deseo. Esa es la manera de crear el principio de una nueva ilusión.

    Suele ocurrir que con la edad se vayan perdiendo, pero no es preocupante, simplemente se tienen menos. Cuando se es mayor, una sola ilusión puede dar tantos argumentos que haga que las demás pasen desapercibidas.

    “Se busca una ilusión. Se aceptan sugerencias”, decía. “Se aceptan sugerencias”. Al menos ya es algo que se esté dispuesto a aceptar una mano, aunque no sea en sí una ilusión; o posiblemente lo sea y en su fuerza se haya depositado la esperanza (ilusión de baja calidad) de salir del agujero de la desilusión.

    Nunca llamé. Quizás porque consideraba el asunto un reto demasiado grande para un pobre arraigado como yo que con sus pequeños lances diarios salvaba la honrilla intentando ayudar a los semejantes más conocidos y próximos, sin lanzarse a otras acometidas; que tampoco creía yo que la vida consistiera en ir ejerciendo de angelito de la guarda ni de madre de la caridad (aquello que no se quiere para uno mismo).

    De lo que estoy seguro es de que lo realmente importante y fundamental no es tanto el socorrer o amparar a alguien, sino el simple acto de dejar de aplastarlo; cosa difícil en aquella sociedad en la que fue creciendo una especie de subproducto cultural, para colmo orgulloso de serlo, que, más que subestimar, despreciaba a todas las demás personas, normales a mi entender, como nosotros. Es lógico que entre ellos mismos tampoco se soportaran. Pasaban por seres acomodados; y lo estaban, si se entiende por posición acomodada, entre otras cosas y en este caso, la que se busca y se obtiene apartando o aplastando a todos aquellos que puedan molestar en su acomodamiento.

    Aplastar al próximo (también llamado prójimo) debería estar penado, no premiado como daba la sensación de estar en aquel tiempo y lugar. Pero bueno; quizás sea necesaria esta lejanía en la que me encuentro para poder ver ciertas cosas con la claridad suficiente de aquél que ya nada le va en la contienda.

    “Se busca una ilusión”, no me extraña, visto el panorama. Mauro tenía su propia teoría acerca de esta sociedad de Braza.

    —¡Coño! Yo no sé si en este mundo todo es cuestión de medida o no; pero que la gente, en general digo, o sea, generalmente, mea alto lo tengo comprobado. Y, claro está, cuando empiezan a mear alto se salpican, porque tarde o temprano se ponen hechos una mierda, los señoritingos. Y ya no lo tienen tan claro; ya empiezan a enmarranarlo todo. Cuanto más alto mean, más se salpican y olvidan, vamos que ya no se acuerdan, de porqué cojones empezaron a mear alto. Entonces, hablo así un poco en general, se ponen a mear más bajo, pero ¡hostias! Notan que ahora aún salen más salpicados, ¡vaya mierda!, piensan, y deciden volver a mear alto… o más alto todavía, por probar; como ya están salpicados y, creo que lo he dicho antes, no ven las cosas tan claras, confunden lo que importa y lo que pasa; que no es otra cosa que los que tienen a su lado también mean alto; tal “pa” cual, que si no salpican unos, salpican otros. Con lo fácil que sería echarse a un lado, coño, y apartarse de todos esos meones… Lo que quiero decir es que si uno se cree que para ser feliz sólo necesita un techo, aunque sea de ramas y hojas, y cuatro viandas para poder disfrutar los alrededores, tiene muchos boletos para serlo, si no le vienen jodiendo, que esa es otra. Pero si se cree, piensa, que para poder llegar a ser feliz lo que le hace falta son cuatro motocarros, dos “chaletes” y un montón de billetes, lo va a tener jodido y se lo va a poner jodido a los demás, que no pagamos nada.

    —No –intervine entonces en el monólogo, asintiendo al mismo tiempo con la cabeza–, si entiendo lo que quieres decir –señalé–, pero el ejemplo que me pones me parece un poco cochambroso; tanto orinar, tanto orinar.

    —Joder, que fino se ha vuelto el señorito –me reprochó, y afirmó con tono interrogativo–. ¿A que lo has cogido a la primera? ¡Pues ya está!

    —Si tienes razón, ya te lo he dicho. Los cuatro meones que iban detrás del dinero y de una buena posición eran los que nos amargaban la existencia con sus…

    —¿Cuatro? ¡La hostia! Si estaba lleno. Y total “pa na”, para ser unos desgraciados de todas maneras, que ni dinero ni leches. Cuanto más tenían, más querían para derrochar en gilipolladas caras.

    —Séneca contaba –esta vez fui yo el que pretendía poner un ejemplo– que en su época había un tal Apicio en …

    —No sabía yo que fuera de verdad el tipo ese. “Eres más tonto que Apicio”. ¿Es el mismo?

    —La verdad es que –dudé entre decir que no y tener que dar toda una explicación o decir que sí y ahorrarme otros comentarios– no lo sé, pero no importa. El caso es que era un hombre que gastaba en lujo , fiestas y comilonas grandes sumas de dinero.

    —Mal vicio la glotonería; comer por comer y cagarla es todo una.

    —Bueno; pues era tan rico que nunca se había parado a calcular la fortuna que tenía.

    —¡Qué coño fortuna! Eso es una desgracia.

    —Me refería al dinero.

    —Un desgraciado entonces.

    —Pues bien –quise continuar–. Llegó un momento en que, tras unos cuantos gastos imprevistos en regalos y banquetes, le dio por revisar el estado de sus cuentas, y viendo que tan solo le quedaban diez millones de sestercios…

    —¿y eso es mucho?

    —Mucho debería ser –le respondí sin saber exactamente la equivalencia de un sestercio–; más, supongo, de lo que tú y yo juntos podamos tener jamás.

    —Vale, que no sabía yo cuanto costaba un sestercio.

    —Lo dicho. Apicio calculó que no le quedaban más de diez millones y se desesperó.

    —Joder, si que meaba alto. Para mí que no tenía ni puta idea del valor de las cosas, el tío ese. ¿Se desesperó? Con menos de la mitad se me abrieron a mí todas las puertas.

    —Ya ves; a él se le cerraron. Creyó que vivir con esa mísera millonada y morirse de hambre eran la misma cosa.

    —¡Ya estamos! Si es que son unos capullos de mierda que no saben apreciar lo que tienen. ¿Y qué hizo? ¿Explotar más a sus esclavos como los señoritingos de Braza?

    —No. Se suicidó.

    —¡Coño, que bien! Eso tenían que haber hecho unos cuantos que yo me sé.




    X


    Acabo de preguntarme el porqué de estas ganas de escribir y de plasmar lo que a mucha gente posiblemente poco importe. ¿Será que escribo porque me falta algo, porque quiero llenar un vacío a fuerza de renglones? ¿O porque un ataque de egocentrismo degenerativo me ha empujado a robar a los que ahora llamo mis amigos un sin fin de retales de su vida y de alguna manera siento la necesidad de justificarme?

    Definitivamente creo que ambas cosas, y me reconforta el hacerlo; el darles a cada uno de los que han provocado ese vacío (a los cuales algo he robado) el espacio que no reclaman pero que siempre tendrán en mi mente.

    Escribiré que acabo de cenar. Ya lo ha hecho.

    Hemos cenado pronto, y como ningún impedimento categórico me ha dictado lo contrario, he acomodado mis huesos frente al fuego y se han ido acomodando los recuerdos a mi lado.

    Ana; la primera Ana (a la que en otras ocasiones me referí), en cuya vida no quise entrometermeporque nadie me emplazó. De la que, aun entrometiéndome, poco hubiese obtenido. Nunca quise extraer nada que no fluyera por naturaleza; de lo contrario hubiese aflorado en mí el ridículo de un ser fuera de contexto. Me abstuve de burlas ajenas y de vergüenzas propias. A pesar de todo la tuve en mi mira desgranando de esos días lo mejor, que era observarla y deducir que existía la felicidad sin complicaciones. Ese fue el pensamiento que, sin proponérmelo, trabajó en el subconsciente, que era la mayor parte de mí. Hoy sé que la única posibilidad de que exista la felicidad es si no hay complicaciones.

    Durante aquellos lances nació el primer beso. La besé con los ojos y a distancia y, pese a los atenuantes, me avergoncé. Jamás hubiese reconocido este furtivo beso de no encontrarme en este estado de vejez sinvergüenza en el que me encuentro. Cómo resistirse a tan ínfimo desliz cuando la imaginación corre por su cuenta y no atiende a formalismos. La besé una vez y me recreé cientos; y miles me sentí culpable de haber hecho lo que no hice, en la ciudad que se me asignó.

    La veía salir de su portal; a veces sola, otras acompañada. Había un chico en especial que algunas tardes aparecía frente al cuadro de timbres de su finca, llamaba, esperaba, y en ocasiones volvía por donde había venido sin acompañamiento. En otras, tras un poco más de espera, partía en sociedad con la muchachita. Parecían muy amigos pero no se vislumbraba que pudieran tener una relación, en todos los sentidos. Siempre creí que se trataba de un compañero de clase, eso sí, especial. La otra Ana me contó, no hace tanto, que el tal Pablo, que así se llamaba, fue su vecino y amigo de infancia, que dejaron de ser vecinos y se hicieron mucho más amigos y, sobre todo, que lo que marcó su relación a vistas futuras, por lo tanto inexistentes, fue que él, aparte de declararse homosexual, lo cual a ella no le vino de nuevo, encontrase su medio pomelo. Y es que es lo que yo decía: cuando algo hay para compartir es inevitable que se comparta con unos más que con otros.

    También la observé a menudo desde el ventanal del bar de Fausto que ofrecía unas vistas inmejorables, en la distancia, al pequeño parque de barrio, antiguo abrevadero de animales, que florecía a principio de la primavera plagado de pensamientos. Allí se reunía con sus amigos y alguna que otra amiga, menos. Allí finiquitaba las horas de sobremesa bajo el tibio sol de entretiempo y temblaba también en invierno su cuerpo de puro nervio cuando no podía hallar el calor sino de su propio movimiento.

    Y encima Parco hablaba y hablaba, bien sabía yo de quien. Esa chica, para mí ya tenía rostro, cuerpo y, cada vez, una personalidad más definida y atrayente.

    —( ¿ ) –no sabía si habían llamado, pero me acerqué a la puerta y abrí envuelto en mi batín marrón y gris a cuadros.

    —Hola.

    —¡Hombre, buenos días! –era Parco, tímidamente apoyado en el marco de la puerta–. ¿Has llamado?

    —Un poco. Es que tenía miedo de que estuvieras acostado todavía.

    —Pues ya ves que no. Venga, pasa, no te quedes ahí que me van a ver los vecinos el modelito.

    —Je, je ... cosa tan fea.

    —No te pases, Parco.

    —Es como el de mi madre, je, je, je –y escribo “je, je, je” porque no sabría expresar por escrito esa carcajada entrecortada y burlona que me brindó.

    —Anda, anda, acaba y cierra que a mí no me has despertado pero seguro que hay alguien durmiendo.

    —Ya entro –y entró, con la cabeza debajo del sobaco, intimidado por mi mano alzada tan amenazadora como inofensiva.

    —¿Qué te cuentas?, porque algo tendrás en mente cuando apareces a estas horas y a hurtadillas –bien sabía yo por lo que me buscaba: se le salían las ganas de contar y compartir las cosas que le traían la cabeza demasiado ocupada; así que venía y descargaba.

    —¿Tienes leche?

    —Siempre tengo leche, vaquero –bromeé adoptando el tono de los mejores pistoleros de Hollywood.

    —Es que a mi madre se le ha olvidado comprar.

    —Pues venga, vamos a la cocina y nos tomamos unos tragos a su salud.

    —Bueno.

    —¿Bueno qué?

    —Que sí, que me tomaré un vaso ... y te contaré lo del amigo de Ana.

    —¿Un amigo?, ¿no será el novio?

    —Noo, que va. Ana no tiene novio. Éste es un amigo que ... porque yo se lo he preguntado ... y estuvo en la cárcel de aquí una semana.

    —Y ¿cómo fue eso? –le pregunté.

    —Porque se negó a pesarse y a medirse.

    —¿Por eso?

    —Sí. No quería ir a la mili, y la guardia civil se lo llevó al calabozo una semana.

    —Ah, ya comprendo.

    —¿A que es mala la guardia civil?

    —Hombre, no toda. –este chiquillo tenía cada idea...

    —Y entonces, ¿Por qué lo metieron en la cárcel por no querer matar a nadie? ¿Eh?

    —Hombre, porque va contra la ley negarse a hacer el servicio militar.

    —¿Y yo tendré que hacerla?

    —¡Ah!, ¿qué no la has hecho? –dije, asumiendo también el papel de inocente para sentirme más cómodo.

    —Yo no. A mí no me han dicho nada.

    —Porque se les habrá pasado.

    —Uff, menos mal.

    —Ya lo puedes decir. ¡De la que te has librado!

    —Pablo dice ... Pablo es el amigo de Ana, ¿sabes? Pablo dice que nosotros no valemos para ir pegando tiros –recalcaba Parco mientras yo calentaba la leche y retiraba la mesa de la noche anterior.

    —Yo creo que tampoco valdría. Pero, a ver, dime, ¿quién te ha dicho a ti que en la mili la gente va pegando tiros? –le pregunté.

    —Eso lo sabe todo el mundo… que estoy cansado de verlo en la tele... Ana dice que no deberían poner tantas películas de tiros… y que lo que tenían que echar son más programas humanos.

    —¿Y cómo son esos programas? –quise averiguar, porque no acababa de situarlos en la amplia pero repetitiva oferta televisiva.

    —Son los que hace la gente buena que no se mete con los demás y te enseña cosas bonitas… y no pega tiros, ni mata con cuchillos de esos largos... ni hace perrerías.

    —Estaría bien.

    —Pablo vio, ayer o anteayer, un programa de Calcuta, que es de donde son los indios que no son de América, y decía que allí hay más pobres que en la puerta de todas las iglesias juntas.

    —Así es.

    —¿Tú lo sabías?

    —Claro.

    —Ana dice que eso no está bien. Que no está bien que aquí haya tantas iglesias y que allí haya tantos pobres.

    —Y tiene mucha razón, no es justo. Ese vaso, por ejemplo, que te estás bebiendo, es un lujo en Calcuta sólo al alcance de los ricos: la leche, el azúcar, el chocolate que le has puesto, allí no existen ni en los mejores sueños de los niños.

    —Caray, me va a sentar mal.

    —Hombre, tampoco te vayas a disgustar hasta ese extremo, que tú no tienes la culpa, que los verdaderos culpables trabajan para que sea así –dije con la intención de consolarlo.

    —Pues esos sí que tenían que ir a la cárcel… y no el pobre Pablo que no hizo nada.

    —Podrían, pero no irán, porque las cárceles son suyas.

    —¿Y la guardia civil qué hace?

    —Nada, porque también es de ellos.

    —Pues por eso a Ana y a Pablo no les gusta la guardia civil.

    —Pero tienes que entender que tanto los guardias como la policía deben cumplir su tarea. A ellos se les encomienda la seguridad: que no nos atraquen por las calles, que cojan a los asesinos, a los estafadores, a los maleantes. Son gente normal como nosotros. Hay buenos y malos, y tienen su trabajo –quise explicarle sin complejidades.

    —Pero están comprados, has dicho.

    —Sí, como la inmensa mayoría. Están comprados por el sistema –le dije y me arriesgué.

    —¿Qué sistema?

    —El régimen, el gobierno, las ordenanzas, vete tú a saber.

    —A Ana no podrían comprarla… porque dice que hace lo que le da la gana sin molestar ni dar cuentas a nadie.

    —Ella que procure no molestar, porque como lo haga no va a hacer falta que la compren; entonces la embargarán y santas pascuas.

    —Y eso ¿cómo se hace?

    —Pues verás, un ejemplo: si me sigues ensuciando el mantel con la leche, el chocolate y tu mano con una cuchara a la punta, cojo y me lo llevo todo y te echo de una patada a la calle.

    —¡”Me cachis”, que no me he dado cuenta!

    Parco se levantó, cogió la bayeta y limpió su trozo de mesa. Después la echó al fregadero sin enjuagarla ni escurrirla y volvió a sentarse con una mano llena de galletas.

    —¿De dónde las has sacado? –quise averiguar.

    —Las llevaba en el bolsillo –respondió–. Es que me gusta la leche con galletas y por si tú no tenías las he cogido de casa.

    —Fuiste precavido –apunté… y pasó un ángel.

    —Ana y Pablo no son novios –afirmó Parco tras la pausa.

    —Eso has dicho antes, que eran amigos –le recordé.

    —Sí... y yo también soy amigo de Ana.

    —Me parece estupendo –manifesté, y esperé a ver por dónde caían.

    —Hacíamos buena pareja en la bolera –fue lo siguiente que dijo.

    —¡Ah!, ¿que fuisteis a la bolera los dos?

    —Fuimos los tres.

    —Y ¿quiénes hacían buena pareja? –pregunté.

    —¡Los tres! Ya te lo he dicho, caramba.

    —No me hagas caso, que ando un poco despistado últimamente –mentí, en parte.

    —Y no jugamos a los bolos, pero nos reímos mucho mirando y haciendo bromas. ¿Sabes?, tenías que pagar para que te dejaran unos zapatos sudados... y los chicos pagaban por jugar... y por los zapatos. Y Ana se reía porque a las chicas no les sentaban bien con la ropa que traían... y Pablo casi se mea de una “pija” –dijo con la respiración acelerada, y por poco me vomita encima.

    —¡Pero Parco! –pude decir mientras me echaba un metro atrás.

    —¡Ajj... ay!, que me ahogo –y le di un par de palmadas en la espalda, acercándome por detrás como un desconfiado.

    —Controla, hombre, controla.

    —Es que me he atragantado.

    —No me extraña: hablando, riendo y comiendo; y además con la cuchara grande. Anda, bebe un trago de agua, a ver si te baja la pasta esa.

    —No, agua no, que me puede sentar mal con la leche.

    Por supuesto, Parco, veía la vida según le llegaba (y quién no), pero en cierta medida de nosotros (y pienso en mí) dependía el enfoque.

    Estaba claro, al menos para un servidor, que sus nuevos amigos le deslumbraban. Y también tenía claro que no iba a ser yo el primero en confesar ningún tipo de destello en aquella chica.

    Otra cosa que puedo añadir, a estas horas, es que mi vista cansada no me permite seguir escribiendo y, puesto que la noche me invita, voy a dejarme caer en la cama con el permiso de mis recuerdos y el beneplácito de la fatiga tan cercana a la somnolencia.

    CONTINUARÁ...
     
    #4
  5. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Hombre
    XI


    Braza, la urbe que me vio crecer y puso todo de su parte para que madurara. La que me formó, en los cinco sentidos, mostrándome lo bueno, lo malo, lo interesante y lo superfluo, que no era poco. Qué lejos queda ya de este calor que me envuelve y me acompaña. Lejos quedan también sus comediantes, a quienes nada se les puede reprochar por sus actuaciones. Cada cual puso sus miserias sobre la mesa y yo, entre el público, las observé interesado, sólo hasta cierto punto.

    En cualquier bar se puede asistir a mil y una representaciones, todas distintas. Diferentes adaptaciones de la misma obra. De ellos la gente suele salir contenta, que argumentos siempre hay para salir animado; argumentos embotellados. En estos teatros improvisados, he leído frecuentemente a la salida, “Le esperamos nuevamente con el mejor deseo de servirle”, sin embargo en el que yo más frecuenté Fausto había escrito y enmarcado “¡Cuidado con los escalones!”. En más de una ocasión tuvimos que levantar a alguien que no había visto ni el cartel ni los escalones de contento que salía. A Parco no tuvieron que levantarlo, al menos que yo sepa, y además entraba, no salía.

    Era peculiar el bar de Fausto en lo que atañe a los carteles; claro, que eso era en gran medida obra de Cuhrt, él y sus relatos cortos. También se podía leer en la pared, “Existe un libro de reclamaciones a disposición de los clientes”, y bajo, “Si Usted lo solicita dejará de ser tomado como tal”. En las servilletas no ponía “gracias por su visita”, ni “a su servicio”, ni “vuelva pronto” como suele poner en las de los otros bares; en ellas se leía, “Si le apaña vuelva”. Está claro que un bar apaña a muchos; salen nuevos. Todo parecían ocurrencias de Cuhrt desde su oficina que no era otra que aquel bar. Sus sobrecillos de azúcar también entretenían a los muy cafeteros; pero vamos, esto solía ser una cosa prácticamente habitual en todos los bares de aquella época. No se puede decir lo mismo de la prohibición de beber alcohol impuesta a los menores; “Si tienes menos de dieciséis años chúpate la calcomanía”.

    No solía cerrar ningún día, pero por si acaso prevenía al personal, “Se cerrará el día que no estemos de humor”. No sé si cerró algún día; siempre que fui estaba abierto y casi que todos los días había función.

    —¿De qué sabes tú más que yo?, ¡a ver! –increpó Fausto a Cuhrt el día del trabajador de no recuerdo qué año– ¿De qué?, ¡vamos! De carpintería no, de albañilería no tienes ni puta idea, de luz ni te digo, de fontanería tampoco y de mujeres no creo, ¿de escribir? ¡Pues sí, y qué! Por lo menos sabes algo.

    —¿Pero qué parásito te ha aguijado, sabihondo? No sabía que fueras tan rabisalsero –dijo, dándole dos palmaditas en el brazo–. Ale, ponme otro café y veremos si es verdad que sabes.

    —Sabihondo tú, marica.

    —¡Pero bueno! ¿De dónde sacaste eso de marica?, ¿acaso te provoco, machote? –dijo entre sonrisas.

    —Quita, quita que te doy, picapleitos. ¿Me vas a decir que el café de antes no estaba bueno? Tú, que traes la boca encendida y todo te sabe a paja.

    —Tú si que me enciendes, vilordo. Érase una vez una llama; nadie la tuvo en cuenta. Fue vana y fugaz su existencia.

    —¿Eso qué es, otro de tus relatos?

    —No. Eso serías tú de no ser por nosotros que te damos vidilla.

    —¡Dios nos libre de todo “malero”! Si aún parecerá que me haces un favor con tus impertinencias.

    —Ya me dirás, ¿qué iba a ser de ti sin nuestras visitas diarias?, y no mencionemos nuestros ingresos en cuenta ajena.

    —Sí, mejor que no los menciones, porque eres capaz de pedir intereses por los noventa céntimos que inviertes al día en dos puñeteros cafés… Tú, que en la vida se te ha ocurrido repartir los beneficios de lo que resulta de tus escritos; que, para bien o para mal, nosotros somos los que te inspiramos.

    —¡Jamás he visto, serás desfachatado! Mira, a mí me pagan por pensar y a ti para que no pienses, así que venga ese café y ahí van los noventa céntimos, que adelantos no quiero.

    Fausto se fue hacia la cafetera y con tres golpes y un susurro preparó el café. Lo siguiente fueron dos pasos y una presentación instantánea.

    —¡Toma!, ¡ y que te den!

    Un día, tarde ya, me encontré a Cuhrt sentado en su rincón habitual pero dando la espalda al mundo, que en tales circunstancias siempre era el bar. Aún por detrás, pude adivinar en él un halo de tristeza intemporal a todas luces producido por una mente ausente, que era la suya.

    —Hombre Cuhrt, ¿cómo tú por aquí a estas horas? –le pregunté extrañado de verle después de la cena.

    —Ya ves, ahogando el ánimo.

    Pude comprobar que el ánimo no pataleaba ni se resistía, estaba prácticamente ahogado y a expensas de una botella de orujo. Fausto se me acercó soltándome lo que yo llamo retahíla y él se empeña en llamar consejo. Me dijo que no malgastara mi tiempo con aquello de la esquina, y se refería a Cuhrt. No le hice caso, porque de no haber querido malgastar mi tiempo no hubiese acudido a su bar.

    —Un chupito vacío, Fausto –pedí–, que parece que Cuhrt necesita ayuda para reducir a esa condenada botella –quise bromear entre caras largas, pero ningún carrillo modificó su aspecto.

    —No, si él solo se basta –sentenció Fausto–. Es lo que te estaba diciendo, tú dale tiempo que se acaba esa y dos más.

    —Va, tonterías. Eso de joven quizás, pero ahora...

    —Ahora es peor, que está entrenado.

    A Cuhrt no le inmutó ninguno de los comentarios que se hicieron. Seguía con la cabeza contraída y sus manos asiendo una la botella y la otra su vaso.

    —¡Venga, echa –le dije mientras me sentaba, acercando mi vasito a la mano que sostenía el licor.

    Me lo lleno hasta derramarse y seguidamente, sin mirarme, declaró:

    —¡Qué puta es la vida!

    —No lo dudo –le seguí la corriente–, pero aquí estamos para alegrarla.

    —Pues pasemos a la cirugía –y mostró dos segundos de sonrisa mecánica–, porque presiento que habrá que intervenir –y soltó una carcajada con aliento amargo.

    —No me seas borde.

    —No me jodas tú también –dijo levantando la vista que no pudo fijar y abandonando esa especie de mueca burlona que me había brindado–, y déjame dar rienda suelta a mis instintos –prosiguió– antes de que me coja entre sus manos el cirujano forense y acabemos de perder la amistad.

    —Coño, que no eres tú exagerado ni nada.

    —Razón tienes,¡ carajo!, pero es que en ocasiones como ésta si no exageras el interés se pierde.

    —Pues brindemos por el interés –aventuré.

    —Y por la empresa –añadió levantando el frasco que contenía en parte su esperanza.

    —¿Qué empresa? –pregunté manteniendo mi vaso suspendido en el aire.

    —Por la mía, por la tuya, por la de Martí...

    —¿Qué Martí?

    —¡Pero carajo!, ¿brindas o no brindas?

    —Brindemos pues. ¡Por la empresa!

    Y brindamos un par de veces, y después dos pares para terminar saliendo aligerados de no sabría precisar qué cosa, pero con la frente bien alta y el paso no tan firme como hubiese sido nuestro deseo. Arreglados, vaya.




    XII


    A Parco lo veía cada vez menos a medida que más era el tiempo que pasaba en la Maurada; nombre que le puse a aquella tierra propiedad de Mauro.

    Al principio yo bajaba todas las semanas a la ciudad; bueno, no, al principio vivía en la ciudad, pero esto ya es sabido; no importa, empezaré de nuevo. Yo vivía en la ciudad y a raíz de conocer a Mauro comencé a subir algunos fines de semana a su casa, luego es cuando ya me instalé con él, bajando los sábados a la capital. Fue un proceso rápido y progresivo. Unos días, como el que no quiere la cosa, iba a verle, otros me presentaba en su casa a pasar el día y en ocasiones se hacía tarde y pernoctaba allí; otras veces, después de pasado el fin de semana, no veía la hora de marcharme y dejar la charla o la contemplación para coger la camioneta y conducir de noche hasta la ciudad. Este contratiempo solía ocurrirme los domingos al atardecer e incluso algún que otro lunes a la misma hora; al cabo de unas semanas un martes también sucedía, y un miércoles… En resumidas cuentas, llegué a quedarme una semana completa, cosa que no volvió a suceder; a partir de entonces me quedé allí todas las semanas y los sábados bajaba a Braza para cerciorarme de que en la ciudad las cosas no habían cambiado: su ritmo frenético, su atmósfera de incógnito, su indiferencia… todo era lo mismo. Poco tiempo después empecé a faltar a esa cita de los sábados.

    Tampoco Parco había cambiado por aquel entonces, y si lo había hecho, no demasiado.

    —¡Eh! ¡Eh! ¡Parco! –grité cuando lo vi a lo lejos, solo, como casi siempre, y con el paso presuroso, que era el habitual suyo– ¡Parcoo!

    —Caray –oí a duras penas mientras encaminaba su cuerpo hacia donde yo estaba; preparando, sin duda, alguna pregunta como de costumbre–. ¿Que te ha tocado la lotería? Lo digo porque como hace… tiempo que no te veo… y además estas más gordo.

    —No hombre, no. Estoy igual, y tú también. ¿Qué son dos meses? Nada. Tú ni siquiera has crecido ¿ves?

    —Sí, pero he ido varias veces a tu casa y no estabas… ni por la mañana ni por la tarde ni por la noche. Y a mediodía tampoco estabas.

    —¿Tienes algo que hacer? –le pregunté.

    —¿Yo?, ¡qué vaaa!

    —Entonces vamos dando un paseo hasta el bar de Fausto y nos tomamos unas cañas para celebrarlo.

    —¡Ves! Ya sabía yo que te había tocado algo.

    —Que no, que no me ha tocado la lotería, ni la quiniela, ni…

    —¿Qué vamos a celebrar pues? ¡Di!

    —Celebraremos que nos hemos vuelto a ver después de unos meses, ¿te parece poco?

    —¿Poco?…–se quedó pensando y añadió– Bien, si tú invitas.

    —Claro que te invito; a ti y a otro más.

    —¿A quién? –no parecía gustarle la idea de que alguien se agregase.

    —A mí –dije rotundamente–, a quién va a ser.

    —Ah, claro –se las dio de comprender algún complicado enigma–. Tú siempre te invitas.

    Nos fuimos, con más prisa de la que yo tenía, hacia el bar de Fausto. Poco pudimos hablar por el camino, y no fue porque no lo intentara yo.

    —Entonces estás bien –le preguntaba.

    —Sí –respondía.

    —Ya te veo, ya. Estás en forma –le dije intentando seguir su marcha presurosa–. ¿Y tu madre?

    —Bien está.

    —¿Ha pasado algo interesante por aquí?

    —No mucho.

    —¿Y va a pasar algo? –le pregunté aminorando la marcha hasta quedarme rezagado.

    —¿Qué? –dijo deteniéndose y dando media vuelta para mirarme.

    —Que si va a pasar algo –repetí inmóvil a unos metros de distancia–. Lo digo porque parece que te persiga alguien.

    —¿A mí?

    —No sé. Te veo con mucha prisa. ¿Que has hecho algo?

    —¡Qué va…! Tú ya sabes que ando así.

    —Sí, pero me está pareciendo que andas acelerado hoy.

    —No –dio por aclarado, reanudando la marcha.

    Parco vivía con su madre en un pisito de alquiler amueblado y oscuro (digo pisito por pequeño, no por acogedor ni agradable que nunca lo fue). El arriendo costaba poco y eso era lo único que su madre le pedía a una vivienda. Por otra parte, que yo sepa, jamás se recibían visitas, “Pa invitaos estamos, con un gandul que man pagao”; esto se lo oí a su madre desde la entrada una vez que se me ocurrió acercarme por su casa para ver si Parco quería venir conmigo a pasar la tarde en la sierra y buscar leña. Supongo que con “gandul” se refería a Parco, y que el que con tal moneda le pagó, su padre. Nadie sabía nada de él; se casaron unos meses antes de nacer Parco y cuando éste contaba dos semanas desapareció. Parco no llegaba a estar muy seguro de si su madre era viuda, divorciada, casada o soltera; tampoco le importaba mucho. Ella cosía en casa algunos remiendos que le llevaban las tiendas de ropa del barrio. Con lo que ganaba, más la paga que se le quedó a su hijo cuando la asistenta social se interesó por su situación, podían pasar; de hecho pasaban.

    Ya no volví nunca a esa casa, pero en ocasiones le preguntaba cómo iban por allí las cosas. La respuesta, al igual que en el día que nos ocupa, era generalmente “bien”, un “bien” sin pensar, reflejo.

    Cuando llegamos al bar los comentarios fueron los esperados.

    —¡Bueno, bueno, bueno! ¿Pero qué ven mis ojos? Ya está aquí el perdido –quien hablaba no era otro que Fausto.

    —Se acabó la tranquilidad –y este, por supuesto, Cuhrt.

    —¿Que tan mal te tratamos –continuó Fausto– que no quieres saber nada de los amigos?

    —Peor debiéramoslo atender para ver si no regresa –contestó Cuhrt sin ser preguntado, pero de buena fe.

    —¡Oye, oye!, ¿que te crees que vivo solo de ti o qué? –contrarrestó Fausto–. Si en vez de lo que te tomas me pagaras a horas ya sería otro cantar.

    —Buenas tardes –manifesté, como si la cosa no fuera conmigo.

    —Para algunos seguro –opinó Cuhrt disimulando, estoy seguro, cualquier atisbo de alegría.

    —Déjalo, no le hagas caso –me aconsejó Fausto–; se ve que hoy no se le ha ocurrido nada y está insoportable.

    Pero no; Cuhrt no estaba insoportable, esa era su manera de ser, y a los que le conocíamos, aunque no lo confesáramos, nos agradaba así, ligeramente impertinente. Todo lo demás era hablar por hablar, que para eso nos encontrábamos en un bar.

    —¿Qué te pongo?

    —Pon dos cervezas y unos cacahuetes –le respondí sin haber consultado con Parco.

    —Mira… cerveza… es que yo no sé si… –dijo él entre dientes mirando con impaciencia cómo llenaba Fausto las jarras.

    Fausto y Cuhrt seguían con lo suyo. Siempre esperaban que hubiera alguien delante para enzarzarse en estas peculiares confrontaciones. Era como un pasatiempo estipulado en el que nadie cambiaba de opinión ni de aptitud porque no tenía por qué hacerlo; no era necesario para acabar bien la mañana, la tarde o el día, según fuera el caso.

    —¿Habéis visto el periódico? –en un primer momento Fausto se dirigió a todos nosotros; sólo en un primer momento– ¡Cuhrt! ¿Has visto el periódico de hoy? Viene una historia tuya. ¡Toma! –y le acercó el diario de esa manera en la que lo mismo da tenerlo a cinco metros que a cuatro y medio.

    —Quita, quita –resolvió a decir restando importancia a lo que pudiera contener, incluido su relato–. Yo ya lo leí; que lo lean ahora otros, a ver si se instruyen y enteran de que la vida no es únicamente lo que a cada cual ocurre y acontece; es muchas más cosas, imaginables o no –supuse que, como siempre, era a Fausto a quien se refería–. A mí –continuó– ponme un revulsivo en un vaso que me abra las neuronas para poder escribir tu vida secreta en dos líneas.

    —¡Coño! ¿En dos líneas la vas a contar?

    —No creo que hicieran falta más.

    —Va, deja, deja … –volvió a intervenir Fausto empezando a jugar a estar indignado–. ¡Menudo morro tienes tú! Con cuatro cosas que se te ocurren ya no pegas golpe en varios meses, ¡espabilado!

    —Si tan fácil lo ves, ¿cómo es que no se te ocurren a ti? Ah … olvidaba que tú laboras sin pensar. Cada cual a su trabajo.

    —¡Sí, tengo un trabajo, y a él me agarro …

    —También me ciño yo al mío, y no menos que cualquier hijo de madre, así que ves dando de beber al que no tiene hambre y tuyo será el reino de los pobres –la fija mirada de Fausto no fue suficiente para hacerlo callar–. ¿No oíste aquello de que si naciste “pa” martillo …

    —A martillazos te las tienes que arreglar –terminó Fausto la frase, a su manera, mientras le servía una copa– ¿Y qué? Bebe, bebe, que entre beber y pensar qué beber pasas la tarde.

    —¿Alguna vez me has visto ebrio? ¡No! –sentenció Cuhrt.

    —Pero decir tonterías… a diario.

    —Pues es de eso, precisamente, de lo que vivo y ayudo a que vivas tú, aunque te empeñes en llamarlo tonterías.

    —¿A mí? –dijo Fausto más indignado todavía–. Ya te lo he dicho mil veces, a mí págame a horas que entonces será una ayuda.

    Mientras mis dos comediantes preferidos seguían con su culebrón, Parco, a quien la cerveza soltaba la lengua, en voz baja y a modo de confesión, me preguntó indeciso:

    —¿Tú … –giró la cabeza en la dirección en la que estaban nuestros discutidores, la volvió hacia mí un segundo, la bajó y prosiguió sin mirar a nadie–. ¿Tú crees que alguien me va a querer un día?

    “¡Coño!” No pude evitarlo. Fue lo primero que acudió a mi pensamiento; la típica exclamación de Mauro ante preguntas a las cuales creía no tener el porqué contestar (a continuación solía añadir, “ahora sí que me has tocado los huevos”), pero para las que siempre tenía alguna réplica.

    —Pues claro hombre, pues claro –convine casi mecánicamente mientras tenía mi cabeza ocupada buscando qué añadir–. Yo, sin ir más lejos, te quiero… a mi manera por supuesto.

    —¡Tú no… –dijo sin mirarme y haciendo una mueca de desánimo.

    —Y estos dos –continué en voz baja, señalando con disimulo a Cuhrt y a Fausto–, aunque no lo parezca, también te aprecian.

    —Que noo… –esta vez sí que detuvo su mirada ante mí, un instante, y aclaró con esfuerzo–. Yo me refiero a las chicas, caray, las chicas.

    Me lo veía venir; de quién se iba a tratar si no, de las chicas; y sobre todo de una en particular. Pero seguí generalizando como hacía él.

    —¿Las chicas? –me hice el sorprendido–, pues claro. Todos tenemos en la vida a una, por lo menos, que nos ha de querer. Lo que ocurre es que nunca estamos seguros de cuándo ha de llegar ni de quién se trata. Únicamente debes tener paciencia.

    —¡Venga ya!

    No se había creído ni una palabra. Sabía yo que no iba a ser tan fácil, pero había que intentarlo. Lo que no sabía era si pedir otra cerveza, algo más fuerte o una aspirina. No pedí nada, sólo la ayuda del techo del bar, que tras una breve consulta no me aclaró gran cosa.

    —Ay las chicas, las chicas; serás marranón –bromeé.

    —Que no es por eso, mal pensado. Es que yo creo que nunca se fijan en mí… y cuando lo hacen siempre es por algo malo. Hasta se burlan algunas… a veces.

    —¿Algunas veces? Eso no tiene importancia. Tú lo que no debes es rebajarte y dejar que eso te afecte. Piensa que vales mucho más, y que lo que puedan decir esos o esas superficiales no tiene ningún valor; son gente que no merece la pena.

    —Alguna sí.

    —¿Sí qué?

    —Sí merecen la pena.

    —¿Son simpáticas?

    —¡Qué va!... bueno, son simpáticas pero conmigo no.

    —En ese caso, como te decía, no interesan.

    —Pero… si yo valgo mucho más de lo que dicen, ¿en qué lo tengo que notar? Yo no sé si valgo más o menos que “yo qué sé quién”.

    —Vamos a ver: tú vales más de lo que la gente se cree y eso es lo importante y lo que debes tener presente; y no que seas mejor que fulano o que tu vecino, ni peor que la prima de Fausto o su cuñado. Cada uno es como es, y esa peculiaridad es la que lo hace especial y le da valor.

    —O se lo quita, ¡me cachis!

    —Sí, también puede quitárselo cuando esa peculiaridad provoca que uno no sea ni bueno, ni justo, ni comprensivo; y tú no eres malo, al contrario...

    —Sí, tonto.

    —¿Eso es lo que crees?

    —No, pero... esto... ojalá An... las chicas pensasen lo mismo.

    —Intuyo –tuve que confesárselo– que a ti lo que te preocupa es una chica en especial y no todo el género femenino de este pueblo.

    —¿Yo? ¿A mí? Eh...

    —Venga hombre, no tienes el porqué avergonzarte; es lo más normal del...

    —Sí, pero no se lo digas a nadie.

    No pensaba hacerlo.




    XIII


    Hoy me asalta una idea al pensamiento, una vaga conjetura, o hipótesis ambigua. No sé por qué me sobreviene pero hace que recapacite e intente ver si puede ser demostrable.

    “Libertad condicional”, no de alguien en particular sino de todos nosotros; más o menos libertad, pero condicional, vigilada, castigada según cada cual y su condena. Desconozco si Mauro, Ana, Parco, Fausto, Cuhrt, el cartero, el tendero, la cajera, la del banco, el barrendero, la Guardia Civil, etc., se vieron alguna vez en esta situación en que me encuentro. No sé si en alguna ocasión llegaron a plantearse si lo que hacían era realmente lo que querían, con total libertad, o se trataba de una de las pocas opciones que les quedaban después de descartar lo que estaba mal visto, lo prohibido, lo de mal gusto, lo inusual, lo inmoral, las tonterías, las locuras, lo banal; en definitiva, aquello que no se debía hacer y aquello que no se sabía si se debía o no se debía hacer.

    Vigilancia solapada, condicionada. Solemos, y es el caso, adueñarnos de una cierta cantidad de miedos. Miedo de lo que puedan opinar los demás de nuestras acciones u omisiones: unos de lo que dirá todo el mundo, otros de lo que dirá la gente que les rodea o un familiar lejano, y otros de lo que pudiera pensar un Dios, también lejano.

    Libertad condicional, supongo. Pero, en cualquier caso, ¿quién es el que la condiciona? ¿Es el presidente del gobierno?, ¿es el gobernador civil de la provincia?, si es que aún existe, o en su defecto, ¿es el alcalde del pueblo? Ya me he liado. Veamos: a Parco era su madre la que le prohibía ciertas cosas, pero él no hacía mucho caso, por lo tanto, no era su madre quien lo condicionaba. A Cuhrt era Fausto quien le leía la cartilla, sin embargo todos sabemos que sus reprimendas eran más un juego que unas pautas a seguir y, claro está, a Cuhrt le resbalaban. No es pues Fausto quien le coartaba, ni yo tampoco. Mauro no dejaba que nadie le dijera nada que él no quisiera oír; creía que sabía muy bien lo que tenía o no tenía que hacer, por lo tanto parece que nadie estaba en condiciones de vigilarlo. Fausto se sentía inspeccionado por todo el mundo; sólo podía hacer lo que los demás quisieran, lo que le dictaran sus clientes. Pero estaba harto de decir que en su bar mandaba él, “... y al que no le interese que se marche”, decía. Esto no está claro. Ana (me refiero a la dieciochoañera) parecía libre, sin problemas, sin cosas apremiantes que hacer puesto que para ella el mejor premio consistía en ser ella misma; no obstante esa nimiedad siempre está reñida con lo que los demás quieren que seamos. Ser uno mismo, menuda impertinencia para los vigilantes, quienes quiera que sean; seguro que tomaron medidas especiales con ella.

    La Guardia Civil, esto está claro, tiene sus normas, internas y externas. Las externas son aquellas dirigidas a poner orden (o caos, según los casos) más allá de su cuartelillo, es decir, a hacer cumplir las leyes que alguien un día les dio en un sobre, o en un libro, o simplemente en herencia. Las internas se refieren a las órdenes, conductas, comportamientos y obediencia debida, dictadas para el buen funcionamiento del Cuerpo.

    No sé, no sé. ¿Y si nosotros también tuviésemos nuestras reglas internas y externas? Muchas dudas tendrían de esta manera una explicación más lógica (podríamos llamarlo logística). ¿No seríamos, así pues, nosotros mismos quienes nos condicionáramos con reglas, miedos y conductas impuestas, al mismo tiempo que los demás insisten en coartarnos con sus leyes, amenazas e imposiciones? ¿No será que nos valemos al mismo tiempo de unas normas para con nosotros mismos y otras bien diferentes para con los demás?... y claro, siendo así cualquier cosa podría convertirse en norma o precepto sin que supiéramos, a ciencia cierta, ni el porqué ni el por causa de quién.

    Una regla absurda es una limitación innecesaria. Una imposición obsoleta también lo es, siempre que prescindamos de los obsoletos, que no siendo gente indispensable es de los primeros que debiéramos desprendernos. Sin embargo continuamos teniendo miedo bajo este régimen de libertad aleatoria, y cada cual sigue cargando con sus propias limitaciones disfrazadas con naturalidad: temores, inseguridades, cobardías, respetos imaginarios, miedos en definitiva. Pero no podemos hacer gran cosa porque sin miedos seríamos ilimitados, y eso llegaría a ser peligroso hasta para nosotros mismos.

    Mejor ya no quiero intentar demostrar nada, que cada cual piense lo que quiera. Yo, por mi parte, con esta libertad autolimitada iré componiéndomelas como hasta ahora.

    Padre me acuso de haber pensado por mí mismo y no haber recapacitado que con ello podía estar haciendo mal a mucha gente. Como aquel compañero mío de colegio que a la tierna edad de once años se le ocurrió también pensar y le preguntó en clase al padre Agripino –Padre, si Dios es bueno y tiene misericordia de todos sus hijos, nadie irá al infierno, ¿verdad?–. Lo único que quedó claro fue el tortazo que el padre le asestó, no sé si por el tono de listillo que le había puesto a la pregunta Silvestre, que así se llamaba mi compañero, o porque si dejaba pasar tal infamia pronto nos íbamos a quedar sin dogmas y sin normas, ni leyes, ni fe, ni miedos.
     
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  6. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Hombre
    XIV

    Aún no luce el sol, pero no dudo que lo hará a la hora estipulada. De puertas afuera se presiente una atmósfera limpia y una jornada sin menesteres, es decir, facilona y llevadera.

    Parco también parecía facilón y llevadero, a ratos, pero detrás de esa vida aparentemente sin complicaciones, siempre adiviné un “yo qué sé qué sería” de oscurantismo hermético y una existencia, cómo no, gris y apagada; opuesta o más, si es que existe tal calificativo, a la de aquella muchacha que era a modo de un espejo, que encima te favorece.

    Ana quedaba los viernes con Pablo y con los compañeros de Bellas Artes de este en el Casino Mercantil: viejo edificio construido en pleno apogeo del régimen y a costa de todos los habitantes de aquella ciudad y de sus propias carencias. Eran jóvenes emprendedores que igual organizaban un coloquio, que montaban una exposición, que se plantaban en una protesta; y todo por amor al arte.

    Del casino confiscaron, a base de asistencia, el rincón de la escalera, que no hurtaba demasiado a los quinientos metros cuadrados de planta del garito, y aprovechando la escalera convencieron a la junta para que les dejaran utilizar la sala de reuniones del entresuelo cuando tenían que tratar algún asunto serio, que entre otras cosas incluía fumarse unos canutos y, entre peta y peta, hablar de arreglar el mundo, que entonces para ellos aún tenía solución.

    Parco, por su parte, los viernes se recluía en su casa o venía a verme a la mía si no me encontraba en el bar de Fausto. Decía que no soportaba esas reuniones del casino, a pesar de que nunca había asistido a ninguna. No soportaba tampoco al Pelos porque era un sabihondo, ni al Sabihondo porque creía saber más que el Pelos. No le caía bien el Gordo porque se reía de todos y Parco decía que si él no se había visto. Ni la Marga, porque era una engreída. Con el Cojo marcaba las distancias porque según él parecía un presidente del gobierno, y con el Marcos no se hablaba, sin saber muy bien el porqué.

    Desde luego sus opiniones eran tajantes y fundadas en sus propias apreciaciones, no dejaban lugar a dudas.

    Parco cuando me encontraba los viernes siempre se hacía el sorprendido; pero bien sabía yo que el encuentro era causal y la causa únicamente él y sus buenos o malos pensamientos que, como yo imaginaba, también se comparten, ¡maldita sea!, y en aquella época, en parte, ayudaban a entretenerme.

    El trato que Parco había tenido con todos ellos se reducía a unos cuantos encuentros esporádicos en el parque, a la entrada o salida de algún cine o a la casualidad de haber estado con Ana cuando cualquiera de ellos se cruzaba en su camino.

    Las primeras veces aún tenía yo la inocencia de preguntarle:

    —¡Hombre, Parco!, ¿cómo tú por aquí un viernes y sin compañía? –le amonestaba si lo veía en el bar de Fausto.

    —Mira, dando una vuelta –y empezaba a enrollarse sobre sí mismo.

    Y si se presentaba en casa, poco más o menos a la hora en que uno se dispone a salir o se olvida del tema, que era mi caso, era a mí a quien sorprendía su llegada.

    Después, con la asiduidad y la repetición de sus argumentos, obviaba ya preguntarle.

    Él me contaba, sin temor a que no le escuchara, que los chicos estaban preparando una huelga...

    —Ya ves, si no hacen nada.

    ... que esa noche iban a reunirse con un marchante...

    —Es un hombre que compra... y va a cenar con ellos... de bocadillo, seguro. Pues no sé lo que le van a vender, la verdad.

    ... que la semana anterior habían tenido bronca con algunos de los socios del casino...

    —Se creerán que son los dueños, ellos que no pagan ni nada... y que con una coca-cola pasan la tarde.

    ... que se creían muy listos, pero que a él no le engañaban.

    Se podría decir que Parco era amigo de sus amigos, por lo tanto, que no tenía amigos; lo de Ana fue diferente. En cuanto a mí, nuestra relación desde luego carnal no era; en la vida logré darle ni una colleja, imposible pillarlo relajado, cosa fundamental para acertar tan preciso manotazo. Sin embargo manteníamos una complicidad que se fundaba en sus confesiones y en mis silencios. Cuando yo hablaba, él también callaba y a mí me pareció que había entendimiento.




    XV
    ¡Qué bien se come cuando hay hambre! ¡Qué a gusto después de haber comido sin privarse de unos ligeros toques líquidos!

    Luce el sol y transforma en reluciente la atmósfera fría de esta época invernal que llena mis pulmones sin llegar a enfriar el resto. Que me quiten lo bailado; que lo intenten, que me iba a reír yo, y no poco.

    Esta tarde me he quedado solo; como cuando me levanto temprano y no hay nadie físico en quien materializarse. Pero no me importa, son previsibles estos momentos de recogimiento, o esparcimiento, según se quiera ver, porque me acompañan los tiempos pasados y los futuros cada vez menos inciertos.

    De lo acaecido hasta ahora me atrevo a decir que he tenido suerte; que no se moleste nadie. La suerte es caprichosa y yo no me considero una persona con prejuicios, la acepté y no quise importunarla con indagaciones. Tengo lo que necesito, que no es poco, ni mucho; lo indispensable y pico podría decir; así que voy a entretenerme con lo que más me apetece, que no es otra cosa que parafrasear lo vivido, incluido este momento.

    Cuando dejé de ser joven, a los no sé cuántos años, y presumía de estar en plena madurez creí ser consciente de lo que había perdido, pero confié en volver a recuperarlo más adelante. Confiaba en recuperar lo que, por lo general, suelen perder los jóvenes cuando dejan de serlo y que antes no sabía muy bien cómo explicar pero que ahora llamo “una visión de futuro adulterada por falsas esperanzas”. Acomodado en el sillón de aquella supuesta madurez no me preguntaba demasiado el porqué de tal raciocinio; era una idea que me pareció del todo normal. Tampoco me preocuparon otros supuestos tales como si de haber sido guapo hubiese sido tonto, o si minero sindicalista, o si político corrupto, o gay de haber tenido maneras, o a mi manera pudiera haberme transformado en cualquier cosa o ser incomprendido de la época. Para qué complicarse la vida con vagas suposiciones, pensaba, cuando las realidades nos van llevando y nuestro instinto presiente “coño, esto tiene que ser bueno”.

    En cierta manera, soy sabedor de la cantidad de vidas que podría haber llevado, pero lo que hay es lo que cuenta y no encuentro ninguna buena razón para falsear las circunstancias y darle la menor importancia a las lecheras con sus cuentos. Me espanta romper un cántaro que nunca ha existido.

    —¿Sabes, Mauro? Cuando te veo vagabundear por tus tierras pienso que has tenido suerte –le dije, hace posiblemente más de veinte años, trasladando esa misma opinión que hoy tengo sobre mí mismo.

    —¡Sí, no te jode, la que me he buscado! Y ojito, que eso de vagabundear lo dirás por otros, que... me cago en la leche, que en la puta vida he pedido yo nada a nadie.

    —No, ya, hombre. Lo digo porque se te ve tranquilo, paseando por aquí, centrándote en una labor que te gusta, cansándote y descansando cuando te apetece y sabiendo que todo lo que hay te pertenece –proseguí, mirando al suelo, atareado–, y si no lo tomas a manos llenas es porque sabes que no lo vas a perder; y me parece muy bien, tampoco te molestes por...

    —Si no me molesto, parece mentira, ¡qué me voy a molestar! Si estoy aquí es por eso, para que no me molesten.

    —Suerte –insistí–, en el sentido de que has sabido encontrar la manera de que no te preocupen las cosas que suelen preocupar a la mayoría.

    —Eso es verdad.

    —Porque, al fin y al cabo, cuando uno se quita una preocupación de encima dice “he tenido suerte”, y tú...

    —Cuidado, que te veo venir. Piensas que cuando vine me las quité todas de golpe, ¿es eso?

    —Sí y no.

    —Sí y no es lo que estás haciendo tú, ¡joder!; mira a ver si las plantas una sí y otra también, que te estás quedando atrás.

    Se refería a las cebollas que estábamos replantando; claro, para él resultaba muy fácil, pero yo sentía que en cada agujero, además de la dichosa cebollita, quedaba sepultado una parte de mi dedo; ya no sabía con cual de ellos empujar, creo que lo intenté hasta a golpe de riñón, pero los pobres ya no estaban para muchos trotes (Cuhrt decía que eso de plantar cebollas estaba chupado, que el truco consistía en no mover mucho el plato; menudo era él para estas cosas).

    —Tampoco te pases, que yo ni tengo tu práctica ni tengo esas manazas tuyas a prueba de terrones.

    —No te enfades, coño, que era broma, joder. “Pa” una que gasto.

    —Bueno, bien. ¿Puedo seguir? –y oí un sonido nasal que me pareció un “sí”–. No creo que se acabasen todas tus preocupaciones al venir aquí –proseguí– nadie puede borrarlas todas de un plumazo, en vida me refiero, porque claro, si te mueres, no lo quiera ni Dios, es diferente; pero deshacerse de todas ellas y listo, eso es imposible. A lo sumo que se llega, creo yo, es a cambiarlas por otras que sean simplemente más llevaderas. ¿No me negarás que las actuales no lo son?

    —Anda, planta y deja ir a los pobres pajaritos.

    —No sé para qué comento nada. Siempre me andas esquivando. ¿O es el interés lo que te mueve?. Tanto plantar, tanto plantar, ¿qué no fumamos?

    —¡Ja! Menudo jornalero me han traído. ¡Va, cinco minutos, y sin leches.

    Cogí la iniciativa y me dirigí a la sombra más cercana. Por aquel entonces aún fumaba, así que encendí lo primero que pillé; por supuesto era un cigarrillo, rubio. Lo estoy escribiendo y todavía siento el humo pasearse por el paladar y llenar de aroma parte de mi cuerpo. Mauro, rezagado, se sentó a mi lado, sacó la navaja, cogió una piedra del suelo y empezó a afilarla, o sacarle brillo, no sé; supongo que era algo instintivo como lo mío del tabaco, sólo que el ruido que él ocasionaba era menos silbante que el producido por mis aspiraciones, y más acompasado.

    —Si sigues con esa rutina un día de estos en plegándola le cortas el mango –se me ocurrió decir entre calada y calada.

    —¡Joder, que burro eres! –creo que le hizo gracia; no por lo que dijo sino por su expresión.

    —Hombre, Mauro, tanto “racarrac” y afilo que te afilo, ya me dirás.

    —¡Pues coño, ahora que lo dices me viene a la cabeza que si algo echo de menos en este lugar es la música –afirmó relacionando el ritmo de su navaja con otros más sofisticados–: “racarrac” o “pinpinpón”, ¡ya ves qué puñeta! Yo, que aquí tengo de todo; yo, que he mandado a tomar por culo aquellas cosas por las que durante tanto tiempo trabajé sin saber por qué cojones lo hacía. A lo mejor era por ser como los demás... o más aún.¡Da igual coño!, de lo que dejé atrás, ¡me cago en la leche!, resulta que unas cancioncillas de vez en cuando me hubieran venido que ni al pelo para disfrutar de unas cuantas tardes.

    —No las tienes porque no quieres.

    —Pues por eso. Vas a ir con la “coña” de las pilas “pa” cuatro ratos que te puedas reír de lo que canta la gente.

    —¿Reírse? Es la primera vez que oigo decir a alguien que le gusta la música para reírse.

    —¡Jódete, que no te quedan cosas a ti por ver! Tú espera, que ya verás ni lo que te imaginas –se creó un semisilencio, y digo “semi” porque yo seguía fumando y Mauro afilando a tres tiempos–. Escucha: oía yo en la radio, cuando trabajaba, a uno que cantaba: Ahora soy independiente, ya no necesito verte, ya soy autosuficiente, al fin... Pues ya ves tú, el tío se quitó la vida. Y uno creyendo que era suerte lo que tenía el gachó, me cago en...

    No sé porqué pero me recordó a Apicio.

    —Eso sí que es ser autosuficiente –le dije entre calada y calada–, lo demás son tonterías.

    —¿Cómo no vas a necesitar a nadie? –aclaró, entre indignado y burlón–. Una cosa es que no te hagan ni puta falta un montón de cosas y de capullos, y otra es enviarlo todo... pero todo, a la mierda.

    Se le cayó la navaja a tierra al gesticular con los brazos, la recogió soltando un improperio y continuó.

    —Pues lo que yo digo... “pa” morirse. Si no te arregla nada, pégate un tiro.

    —Vaya, me dejas boquiabierto –y no era mentira. Recuerdo que le pregunté que cómo había aprendido aquella canción. Creo que era de lo más modernillo de la época; al menos así la recordaba yo de mis tiempos de copas.

    —¡Joder, si cada dos por tres la ponían en la radio!... y claro, a uno se le pegan las palabras sin saber lo que dicen... luego te paras a pensar... y ya ves, normal, “pa” pegarse un tiro.

    También yo, en días como hoy, me atrevo a canturrear, como hacía Mauro, y cambio las letras, y transformo las melodías adaptando lo que recuerdo a lo que me viene en gana. Suele ocurrir siempre después de las comidas, en ausencia de compañía y tras esos ligeros toques líquidos, que en mida hasta el veneno se tolera, y uno se acostumbra y se las compone para llamar a lo cotidiano suerte.

    De todas maneras, reconozco que el hecho de haber aparcado mi cuerpo en esta “maurada”, cuando lo hice, dio un giro a las expectativas de mi continuo seguir adelante sin otra preocupación que hallarme carente de ellas. Hasta entonces mi motor había sido esa voz interior que me decía que nada malo podía traerme el nuevo día. Sin embargo, fue pisar este terreno y sentir que en mis entrañas se alzaban otras voces que, insinuantes, me advertían, al anochecer, del peligro insignificante que suponía la posibilidad de que el alba me sorprendiera con algo mejor.



    XVI

    Era un día gris, pero a la montaña de Mauro no le importaba.

    —Mauro, ¿tú crees en Dios? –le pregunté.

    —¿En qué?

    —No, nada.

    Permanecimos los dos unos minutos callados, cosa que no era nada rara, contemplando no se sabe qué; todo, nada. Me dio la impresión de que Mauro miraba hacia adentro. Estábamos sentados en el borde de la balsa, abandonados a cualquier quehacer que no fuera material.

    —¿Crees que somos ignorantes? –dije, intentando sacarlo de las profundidades.

    —Como todo el mundo –respondió entre adormecido y sorprendido.

    —¡Vaya hombre! Por un momento creí que teníamos las cosas un poco más claras que los demás.

    —¿Qué cosas?

    —No sé. En general digo.

    —En general puedes decir misa. Todos somos ignorantes a trozos.

    —Hombre, ya; está claro que sabios no somos.

    —Pues lo que yo digo.

    —¿Y cómo dirías tú que es nuestro trozo de ignorante?

    —¿Qué hora es? –preguntó sobre pregunta.

    —La una y media –le respondí.

    —Pues ahora no se puede saber –sentenció–. Es hora de comer.

    —¿Y cuál es la hora de saberlo?, si se puede saber.

    —¡Puñetas, eso se sabe con el tiempo, no con una u otra hora! –fue su contestación–. ¡Venga!, vamos a comer algo que es tarde y no tenemos chacha que nos alimente.

    Nos fuimos sin prisas por la senda empedrada que, al igual que las otras dos, conducía a la casa. Él había ocupado la mañana cortando hierbas de la tabla de cebollas y después, con mi ayuda, había regado ésta y dos pequeños bancales más.

    —¡Cierra ya! –y yo cerraba.

    Eran tiempos felices, éstos y tantos otros que han ido pasando. No es que ahora, a mis ochenta años, ya no lo sean, simplemente se trata de una felicidad diferente, acomodada.

    De camino insistí sobre el tema de la religión; no fue por nada en especial, simplemente lo hice por conversar sobre la marcha.

    —Decía lo de Dios porque nunca hemos hablado de ello; y no es que yo vaya mucho a la iglesia, pero es que tú, además, tienes una pinta de comunista ateo que no te la acabas.

    —Y eso, ¿es bueno o es malo? Lo de la pinta digo.

    —Digamos que es peculiar.

    —Y lo de la pinta peculiar, ¿es bueno o es malo?

    —Joder, Mauro. Eres tú.

    —¿Entonces, qué coño estás diciendo?

    —Pues que no se te ve muy católico. Eso.

    —¿Católico?... Si lo dices por lo de ir a misa o no, razón tienes. Ah, si te refieres a estar mal acabado o algo por el estilo, es que no te has visto tú. Me cago en la leche, si ...

    —Me refería a la primera acepción.

    —A lo primero.

    —Sí.

    —A lo de ir a misa.

    —Sí

    —Y “pa” qué coño voy a ir si ya sé lo que me voy a encontrar. Pecadores. Dicen que está llena.

    —Eso es un chiste fácil –le amonesté.

    —Sí; como lo del Jonás ese.


    XVII

    Renglón tras renglón voy llenando, día a día, este cuaderno. Espero que se acabe él antes que yo; me va la vida en ello.

    En ocasiones, y van en aumento, se escapan las ideas, como ahora; el pensamiento vale más bien poco porque el cuerpo se subleva, reivindica una atención y se hace notar. ¡Maldito cuerpo! Su afán de protagonismo me recuerda con crueldad mi condición de mortal; que también soy materia, materia deteriorada.

    Me estoy degradando, lo sé. No sabría decir en qué grado, pero lo intuyo. Dolor corporal, mucho menos productivo que el resto de los sufrimientos, que a más de uno han ayudado a componer algún que otro canto; y en el peor de los casos a componérselas.

    No obstante sigo contando, como buenamente me llegan, todas aquellas vivencias que voy recordando y que ... Me acuerdo del estribillo de una canción que siempre me gustó, pero que es hoy cuando llego a entenderla en toda su extensión.

    “Llevo el ritmo en la sangre.

    El tiempo, a veces, lleva el compás;

    Otras lo destroza.

    ¿Falta tiempo o falta sangre?

    Llevo el ritmo en la sangre,

    No siempre,

    Pero bailoteo a diario

    Ritmos que no me sean muy extraños”

    —¡Soy mayor, coño, soy mayor! –dijo Mauro el día que se dio cuenta de que ya no tenía veinte años, ni treinta, ni sesenta. Y no es que se sorprendiera por ello, sólo se trataba del resentimiento propio de la edad.

    —Ya estás echando de menos ser joven –le repliqué, pensando que siempre se añora lo que se pierde, aunque nos haya librado de más de cuatro dolores de cabeza.

    —Yo no echo de menos nada. Lo que tuve no hay quien me lo quite, y lo que no, no puedo echarlo de menos; ni de más. Allá cada cual. ¡Estaría bueno!

    —Entonces, ¿a qué viene tan puntual queja? Yo siempre te he visto mayor y ni me ha sorprendido ni me ha importado. Es más, tu situación me ha parecido, a todas luces, aventajada.

    —¡Ah la puta leche, lo estabas viendo y no me dices nada! Claro, como las mermas ajenas no duelen. ¡Serás cabrón! –dijo, dirigiendo todo su resentimiento contra mí.

    —Yo creía que lo sabías. Siempre has sido mayor que yo, ¿no? –insinué, no pudiendo reprimir la contracción que desembocó en carcajada–. ¿No irás a interrogarte ahora, como hacen los cumpliditos, sobre lo que has hecho o has dejado de hacer en la vida?

    —Va, va, va... Puñetas. Yo no demando nada a nadie.

    —Me refería a ti mismo.

    —¿A mí mismo?, ¡sí hombre! Eso faltaba; que ahora fuera yo y me embroncara conmigo estando tú aquí delante –se puso serio y añadió–. Mira, yo he hecho lo que he querido, que viene a ser poco más o menos lo que he podido, y no más.

    —Normal; nadie hace más de lo que puede.

    —Pues lo que yo digo, ¿o no?

    —Ya, pero no es lo mismo lo que se puede hacer a los dieciocho años que a los sesenta.

    —No es lo mismo, no es lo mismo...¡Ni aunque fuera lo mismo! Cuando ya tienes catorce capazos de años “lo mismo” puede ser todos los días.

    —No te digo que no, pero ¿a que no sabes qué es lo que no debería faltarnos nunca, a esta edad o en cualquier otra?

    Fue una pregunta que se me ocurrió así, de repente, para poder lucirme con una respuesta que viniera al caso y, al mismo tiempo, ayudar a Mauro a sortear el bache.

    —¿Ya empezamos con las preguntitas?, ¡eres la hostia! Deberías haberte dedicado a eso de los concursos de las televisiones, y no a empeñarte en darme la tabarra sin miramientos. ¿Qué quieres que diga, la salud? Pues ya está, la salud.

    —Pues no, no es la salud, ¿ves?

    —Eso lo dirás tú, tío cojones. La salud es lo más importante, y te das cuenta cuando te falta, que si no ni te acuerdas de ella. Ahí verás lo atrasados que somos.

    —Sí; la salud es fundamental, no te lo niego, pero yo me refería a algo más decisivo aún; algo cuya falta acaba por arruinar incluso la salud.

    —¿No será el trabajo?, porque ese la jode de todas las maneras, y a mi edad no veas.

    —¿Cómo va a ser el trabajo, Mauro? Hablo en serio, hombre.

    —¡Coño en serio! Pues ya me dirás a dónde quieres llegar a parar porque lo que es a mí, cada día que pasa encuentro a faltar una cosa. Mira, antes me acuerdo yo de que las piernas, además de ir “alante” y atrás, se movían también hacia los lados, y ahora, me cago en la leche, que como no te dejes caer no hay quien las ladee. Hace dos semanas, sin ir más lejos, cuando fui a la cooperativa, tenía que subir a la oficina a ajustar las cuentas y no veas, que tuve que hacer dos descansos para llegar al puto altillo ese. Y es que, además, se empeñan en ponerlo difícil; ¡cojones, qué no estaba bien en la entrada!

    —Yo me refería a otra cuestión...

    —Me parece muy bien, pero que sepas que con cosas que no se deberían perder te puedo llenar un carro hasta los bordes.

    — ...a algo más metafísico.

    —¡Ahora si que me has tocado los huevos! ¿Metafísico dices?, claro, como los boniatos.

    —Mauro, Mauro, Mauro –medio pronuncié con los dientes apretados–. A veces me desesperas. Me planto. Yo lo único que quería hacerte entender es que si tuviéramos que desear alguna cosa por encima de cualquier otra, que si algo hay que no debiera faltarnos nunca, ese algo no es otra cosa que las ganas de vivir, LAS GANAS DE VIVIR. Ya está. Ya lo he dicho.

    Nos quedamos callados los dos; cada cual pensando en su silencio. Al cabo de unos minutos fui yo el que retomó la conversación.

    —¿Sabes qué te digo?: que nos hacemos viejos, y el deseo ya no nos puede corromper.

    —¡Toma! Ni el dinero tampoco.

    —Quiero decir que vamos conociendo el límite de nuestras posibilidades, y tenemos la madurez suficiente para no hacer de ello un inconveniente.

    —Bastante inconveniente es ya ser viejo.

    —¿Tú crees?

    —Pues claro que lo creo. Si no no lo hubiera dicho. ¡No te jode!

    Sí, Mauro siempre decía lo que creía, cuando le preguntaban y quería contestar. Él era así.

    Pienso que también llegué yo a la conclusión de que era mayor, pero ya no recuerdo cuando. Es más, tampoco recuerdo los años que hace que dejé de serlo, porque, como buen viejo que soy, los cambios me desconciertan y no acierto a precisar.
     
    #6
  7. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Hombre
    XVIII

    Ayer fui a Braza para quitarme un peso de encima, cuestión de testamento; pero esta sería ya otra historia. Hacía años que no volvía a la civilización, usando el término en su acepción más peyorativa. Los papeleos me pueden, ya no estoy para formularios, ni formulismos, ni formalismos, y mucho menos para los que los manejan. En ciertos aspectos creo que me voy pareciendo a Mauro.

    Recuerdo que hace muchísimos años fui también a Braza con la intención de desprenderme de algo. En aquella ocasión fue del piso, que a fuerza de no utilizarlo se había convertido en un estorbo; y como decía Mauro: “pa qué lo quieres si no lo vas a hacer tuyo”. Llevaba unos diez años viviendo aquí con él y, en los últimos dos, con los dedos de una mano se podrían contar las veces que había hecho ese trayecto.

    En fin, la razón de que este viaje me recuerde al de la venta del piso tiene un nombre propio.

    En aquella ocasión no fue un día, sino una semana lo que me llevó quedar de acuerdo con las partes y que el notario atara los cabos en uno de esos papeles suyos que siempre van a misa. Salí de la Maurada un lunes tempranito, a eso de las cinco de la mañana, Mauro aún no se había levantado, y regresé el martes de la semana siguiente con la cartilla del banco abultada y la camioneta bien surtida de provisiones.

    —¡Mauro! –llamé a mi vuelta, mientras me acercaba a la casa– ¡Mauro! –después, a media voz, una vez hube llegado, temeroso de perturbar cualquier discurrir normal de los elementos que conformaban su paraíso.

    —Mauro –susurré.

    En cualquier sitio podía estar. Pude, entonces, haber salido a buscarlo, o haberme sentado en el portal a esperar, pero no lo hice. Decidí entrar y prepararme una infusión. La casa solía estar siempre abierta o entornada, según deseo del viento; era lo natural. Entré y eché también en falta el recibimiento de Trufo, otro Mauro; feliz aunque meditabundo, de aspecto serio pero confiado, y cariñoso a su manera. Trufo, que cuando oía la camioneta salía a mi encuentro torciendo el cuello y buscándome con su mirada de sorprendido, fingiendo no conocerme en un primer momento.

    —¡Trufo! –llamé también– Trufoo –insistí.

    —Miau –oí apenas.

    El corto maullido provenía del dormitorio de Mauro. Me chocó, porque aunque yo sabía que el gato siempre dormía con él y hasta entonces nunca había fallado, también era el único que con Mauro se levantaba.

    —Miau –sonaba a despertar de holgazán. Me pareció hasta poder oír sus músculos estirarse y el desplazamiento del aire ante la elevación de su lomo.

    Me colé en la habitación a oscuras, poco a poco, llamándolo cada vez con voz más suave, procurando, no sé porqué, hacer el menor ruido posible.

    —Trufoo... ¿qué te ha pasado hoy? –pregunté sigilosamente, esperando una única contestación.

    —Miau... miau.

    Eran las diez y media, por lo tanto, imposible que Mauro siguiera durmiendo; a él que a las siete de la mañana ya no le quedaba ni una razón para seguir en la cama.

    Me adentré y, conforme se me fue acostumbrando la vista, vi en primer plano a Trufo, detrás del felino la sábana se abultaba como escondiendo una escultura (del sueño supongo), aún no lista para ser descubierta.

    —Coño, ¿Mauro? –supuse, pero entre interrogantes.

    —No –respondió una voz femenina dando un brinco, poniendo entre su timbre y el mundo un telón textil (hasta Trufo se asustó).

    —Perdón –dije perplejo y salí de la habitación, sin saber a ciencia cierta dónde me encontraba.

    La alcoba de Mauro, una voz de mujer, Trufo y ¿quién podía ser ese alguien más que no terminaba de encajar en mis esquemas? Porque era la casa de Mauro, de eso estaba seguro, ¿no?, y su gato, y yo estaba allí.

    Por un momento pensé en qué año estábamos y si la voz que había oído era real o fruto de un instante de desconcierto de mi mente que ahora se prolongaba.

    Fui a la cocina (esa había sido mi primera intención), me puse un coñac y me senté furtivamente en el porche, esperando que la leve brisa despejara las nubes de mi mente. No acostumbraba yo a beber coñac solo, y menos a esas horas de la mañana, pero entonces los hábitos estaban de más.

    Se me fueron las ganas de vociferar el nombre de Mauro y, como me había puesto el coñac, no iba a irme con el vasito en la mano por entre la sierra y los campos a buscarlo; así que esperé.

    Pasados unos minutos apareció Trufo. Me sentí mejor; menos intruso en lo que hasta hace poco había considerado mi segunda casa y que a partir de hoy debería ser la primera, y la única. Aquello ya empezaba a ser más normal: yo, el gato que me conocía, el paraje que nos rodeaba. Poco era, pero bien. Trufo no parecía incómodo restregándose en mi pierna, y mi pantalón se llenaba de pelos como de costumbre. Traía las pupilas contraídas, la cabeza alta y el rabo sobresaliente. Mi primer deseo hubiese sido preguntarle quién era aquella durmiente, qué hacía allí, dónde estaba Mauro, por qué no había ido con él y, caray, por qué no dejaba de mirarme sin aclarar ninguna cosa. Habría sido estúpida cualquiera de estas preguntas para un gato tan altivo como Trufo.

    —Buenos días –oí de repente a la altura de mi hombro.

    ¡Dios! Qué susto me dio.

    —Hola –dije, volviendo un poco más la cara de lo que la contracción lo había hecho. Y aún tuve que forzar el giro al percibir aquellos rasgos conocidos; ¡y tan conocidos!

    Poco había cambiado en esta decena de años. Pero no; no podía ser, pensé; aunque su porte era el mismo, y las facciones, y la mirada ... no; la mirada parecía entristecida, y sin embargo ...

    —Hola –saludó, iluminando sus ojos. Esa sí era su mirada, ¿pero cómo?

    —Perdona si te he molestado –despertado quise decir, pero los sonidos que salieron por mi boca dijeron aquello.

    —Oh, no importa; seguro que ya es tarde –dijo inclinándose a mi lado para acariciar a Trufo.

    Permanecí sentado y manoseé también al gato; por hacer algo con las manos. No dije “bonito día”, pero podría haberlo hecho; comentar el tiempo siempre es socorrido. Seguía sintiéndome raro y coaccionado hasta por mí mismo.

    —Veo que os habéis hecho amigos –pensé, y así se lo comuniqué.

    —Sí. Es fácil hacer amigos cuando se está a gusto –y Trufo lo estaba, seguro. Cualquier contacto lo dejaba desarmado.

    —No es muy tarde –dije, retomando el tema sin saber a ciencia cierta cuál era el tema–. Sólo son poco más de las diez. Siento haberte despertado –esta vez sí que lo dije–, pero esperaba encontrarme a Mauro –me excusé–... bueno, no en la cama, pero al no verlo por fuera y descubrir que había alguien durmiendo pensé que sería él. Me extrañó –le confesé–, aunque no se me ocurrió que pudiera ser otra persona. Soy amigo del bicho –quise ser gracioso sin conseguirlo–; de Mauro, quiero decir.

    —Yo soy Ana.

    Ya sabía yo. Ahora no cabía ninguna duda ... Pero, ¿cómo había llegado hasta aquí?, a esta fonda. También aterricé yo un día, debería haber pensado.

    —Quise perderme –continuó ella sin pregunta alguna– y aparecí aquí. Me parece un buen lugar, ya ves...

    Seguía acariciando a Trufo; aquello me sonaba al cuento de Blanca nieves. ¿Sabría Mauro que ella estaba allí? Pensé que igual ella tampoco había visto a nadie, por lo tanto no lo conocía; y de ser, o no ser así, ¿qué opinión tendría él de la situación actual?

    Pero no; cuando dijo que resultaba fácil hacer amigos, no sólo se refería al gato, también, y primordialmente, era de Mauro de quien hablaba, estoy seguro.. De Mauro, que con su aire tosco, seco y distante, era capaz de darlo todo a un desconocido, todo menos la confianza; eso ya vendría luego, si tenía que llegar.

    “Quise perderme” recuerdo que dijo, y yo, para asegurarme, le pregunté si a su vez Mauro se había perdido.

    —Habrá ido temprano a los campos –me respondió, intentando peinar sus cortos cabellos al mismo tiempo que erguía su cuerpo haciéndome desviar la vista hacia los huertos por ver si Mauro venía en mi ayuda.

    Pensándolo bien, ahora, es fácil comprender que en aquellos instantes ella no supiera hasta que punto pudiera yo pertenecer al terreno, al igual que yo no sabía en qué modo podía cuadrar ella en mi orden preestablecido del lugar. Ella sabía, por Mauro, que alguien más vivía en la casa, pero yo ignoraba hasta qué punto él pudiera haberle hablado de mí. Lo único que intuía entonces es que las cosas se habían disparado y que desconocía el porqué de todo y de cada cosa; si total, desde mi partida, sólo habían pasado unos días.

    Fue a raíz de ese viaje que perdí la fe en los futuros simples. Una semana después el presente lo había inundado todo.





    XIX

    Cinco de Mayo; ha amanecido un día estupendo. Ha valido la pena esperar.

    Era también de Mayo aquella amanecida que iba a empezar a suavizar las cosas.

    Mauro se levantó temprano, como siempre, y salió silenciosamente tras haber apurado, supongo, su vaso de leche atiborrado de trozos de pan. Si hubiese sido una mañana de un día cualquiera ni siquiera me habría dado cuenta, pero era el día posterior; el primero que al levantarme iba a encontrar una presencia de mujer, cosa hasta entonces nada habitual, en la Maurada. Mi cuerpo ya no estaba tan nervioso pero los sentidos seguían alerta.

    Recuerdo que cuando oí trajinar a Mauro juzgué oportuno levantarme, desayunar con él y acompañarlo al campo; pero me quedé pensando. A él le hubiese parecido raro y fuera de lo habitual que yo, que siempre me quedaba un par de horas más calentando la cama, ese día precisamente la abandonara a su hora, y no quería yo que nada pareciera menos normal que de costumbre, así que seguí acostado postergando cualquier decisión y dejando para luego toda actividad. Lo mejor sería levantarme al poco de irse Mauro, recapacité, para no encontrármelo y que no preguntara sobre el motivo de mi temprano despertar. Me entretuve entre las sábanas y oí como salía, me pareció que volvía a entrar, presté atención y escuché piar a los pájaros de los alrededores ... Recapacité durante demasiado tiempo, porque cuando me di cuenta se me habían adelantado. Era Ana susurrándole a Trufo y, vaya, tampoco vi ese momento el más propicio para levantarme y coincidir con ella en la cocina a esas horas; ¿de qué íbamos a hablar tan temprano? Por suerte comprendí que no hay momentos propicios cuando la inseguridad, por motivos determinados o no, se apodera de uno. Y digo por suerte porque de lo contrario podría haber estado acostado días enteros; ¡qué tontería!

    Me levanté. Serían las nueve y media. Fui directamente al cuarto de baño. Me lavé la cara y humedecí mis cabellos para que así, y con la ayuda de la gravedad, volvieran a su supuesto lugar. Después entré en la cocina en donde estaba quien yo bien sabía.

    —Buenos días –dije apenas, dejando escapar un bostezo que ejerció de tranquilizante.

    —Hola –dijo, mirándome, y a mí me pareció que se alegraba de verme–. Parece que van a serlo –añadió.

    Y verdad fue que a mí también me lo pareció. No sé por qué extraña razón me contagió su expectativa. Bueno, sí que lo sé; era ella, la misma que salía del portal, del portal que durante tanto tiempo tuve enfrente y que por aquellos años se convirtió en la más optimista de las ventanas del mundo.

    —Me he calentado un poco de leche –dijo, y preguntó–. ¿Sabes si hay café?

    —No –le respondí–. Es decir... sí; sé que no queda.

    Lo sabía, pero no me importó; su expresión llenaba tanto que pocas cosas más podían caber en una cocina. A partir de entonces siempre hubo café. Todos nos viciamos. Buen vicio, no demasiado caro.

    —Puedes echarte malta que da el pego –le sugerí.

    —Sí. ¿Dónde está?

    —Ya la preparo yo... y unas tostadas también. ¿Quieres unas cuantas?

    —Vale.

    Hablamos del cielo, de los cambios climáticos, del excedente de café y falta de todo lo demás en ciertos países, del hogar del jubilado... , en fin, asuntos sin trascendencia dada la ligereza con que los tratamos. Y de la ciudad, Braza, de donde proveníamos. Nos informamos de lo que en cierto modo ya conocíamos: de sus amaneceres ruidosos que en cuestión de minutos se volvían estridentes; de la prisa ajena, que según decía ella, acababa contagiándote aunque no tuvieras nada que hacer en todo el día; de la puesta de sol en pleno centro, de repente mirabas una farola y decías “¡toma, si ya es de noche!”.

    Se trataba de cosas que ambos habíamos vivido, y a las cuales no supimos dar la importancia que merecían (o desmerecían) porque creímos que eran normales. Esas y muchas otras que empiezan un día no agradándote demasiado y acaban otro por no gustarte en absoluto.

    Hablamos y hablamos, y repetimos de leche con malta, sin tostadas. Decidimos salir afuera y comprobamos que sí; la mañana se presentaba estupenda, no estábamos obligados a nada.

    El día anterior había sido más tenso: ella tras levantarse y compartir unos minutos con un desconocido, que era yo, se marchó a dar una vuelta, dijo, y no volvió hasta el anochecer. Yo, sin embargo, después de hablar con alguien que ya conocía me fui a buscar a Mauro como si de una urgencia se tratase (se trataba). Yo, ridículo ser cuando lo acontecido se me escapa y lo previsible no existe ni en la memoria más colectiva.

    —¡Mauro! –llamé desde lejos– ¡Mauro! ¿Qué haces?

    —¡Coño que qué hago! Pues algo; ¿qué no lo ves? ¿Y tú qué haces aparte de pisarme el sembrado?

    —¡Huy! Perdona.

    —¿Perdona? Matándote no pagas. ¡Salte del sembrado que me “desemboñigas” la tierra, coño!

    —¡Vaya día que llevo! ¡Si tú supieras! –dije azorado.

    —¡Pero salte, joder! ¿Estás tarambana o qué?

    —Sí –confesé–. Es verdad. Por una vez tienes razón. ¡Puñetas!.. ¡Coño!... ¡Joder!

    —¡Leche!, ¿pero qué dices? Mal hablado. ¡Qué!, ¿qué ya has visto al espíritu?

    —Sí, y te aseguro que no es ningún espíritu; es tan real como la vida misma que ha ido empujándome hasta aquí y ahora se me planta en los morros y me dice “hola, soy yo”. ¿A ti qué te parece?

    —A ver, a ver. ¿Que la conocías?

    —Ni yo mismo me lo creo –dije con expresión de incredulidad.

    —¿Sí?

    —¡Sí!

    —¡La leche, qué casualidad! –dijo y esta vez dejó lo que estaba haciendo por fin para prestar un poco de atención al asunto, que según avanzaba iba haciéndosele interesante–. La verdad es que comentó que venía de Braza, pero también vengo yo de allí y no la había visto en mi puta vida. No me digas que no es casualidad que entre millones de gente nos pueda sonar su cara a alguno de los dos.

    —No exageres, que no éramos tantos.

    —Casi dos, ¿qué te parece? La prueba está en que con lo pesado y ocioso que tú eres tampoco yo me tropecé contigo... ¡ni ganas! –dijo, volviendo a su tarea de cerrar los surcos de la sementera.

    —¿Quieres que te ayude? –propuse.

    —¿Traes azada?

    —No.

    —Pues anda, aparta y así me ayudas.

    —Espera –insistí–; voy a por una y adelantamos.

    —¡Oye, oye, que no hace falta adelantar nada, que lo que no se acabe hoy se acaba mañana, y si no pasado; tú tranquilo!

    —No puedo. Ahora vengo.

    A media frase ya me estaba encaminando presuroso hacia la casa, esperando que la acción en sí arreglara incluso el mundo. Pero, claro, por mucho que movamos un dedo nunca adelantaremos un paso; y en esa primera jornada era un largo recorrido lo que se intuía.

    No obstante, el día siguiente, o sería la misma noche con su tranquilidad, quitó importancia a aquellas raras preocupaciones mías, y en su lugar simplemente se instaló un orden diferente y llevadero con agrado.
    CONTINUARÁ...
     
    #7
    Última modificación: 14 de Diciembre de 2014
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  8. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Hombre
    XX

    A hurtadillas he abandonado mi cuerpo esta noche, momentáneamente. He ido despegándome de él con delicadeza para no despertarlo. No sé por qué pero me preocupaba esa posibilidad. Ascendiendo a pocos , sin mirar atrás, he salido por la ventana entreabierta y, sólo entonces, me he girado para poder comprobar desde fuera que había engañado a mi cuerpo. Me he sentido libre; era un gran peso el que me quitaba de encima. Después he indagado, ya en la altura, lo que me rodeaba desde una perspectiva que me resultaba extraña. Flotando cerca de mí he adivinado a una joven que por gestos indicaba que me acercara. He dudado, como cuando no te es familiar el entorno, pero sólo un instante. Acto seguido, de su mano he recorrido la ingravidez de los campos y, sin hablar, hemos entendido todo lo que teníamos que entender, y que no recuerdo ahora qué era. Al querer volver a entrar en la casa me he acercado a la pared sin lograr contactar con ella, mi cuerpo la ha atravesado como si de humo se tratase. La pared, mi cuerpo, sin espacios físicos, sin materia; sólo con proponérmelo estaba dentro, flotando entre mis circunstancias.

    Cuando me levanté estaba seguro de que no había sido un sueño y he desayunado con la mirada perdida recordando extasiado este viaje mío tan arriesgado; oí decir que muchos cuando vuelven ya no tienen cuerpo al que regresar. Han ido discurriendo las horas y me he dicho a mí mismo que esto no podía ser verdad: ¿cómo iba a poder yo atraer a una jovencita sin haber tenido la oportunidad de dar a cambio, en esta esporádica e improvisada relación, esa compensación que exige cualquier reciprocidad?, y ¿qué hacía una treintañera en mi casa, flotando como yo, libre de todo y presa de tan poco?, ¿acaso también soñaba y se han cruzado nuestros sueños?; ¿cómo se explica si no, después de tanta libertad, que haya vuelto a mi cárcel de huesos oxidados, límites e imposiciones?

    Sí, seguramente fue un sueño y no valga la pena hablar de ello.

    ¿De qué pasta estarán hechos los sueños? Deben ser de una argamasa especial de fraguado rápido y altamente corrosiva, según se desprende del estado en que, a los pocos segundos, se ve reducida su estructura.

    Sueños y realidades ... y algún que otro cuento que se esconde avergonzado pueden ser el resumen austero de cualquiera de nosotros; pero cuidado, al resumir nos arriesgamos a perder la esencia, que importa tanto o más que el frasco que la contiene; y sin ella ¡es tanto lo que carece de valor!

    —Mira que ojos trae el gachó –se encaró conmigo Fausto, señalando con el dedo gordo a modo de autostopista resentido a Cuhrt, que acababa de entrar al bar–. Ya ha estado privando toda la noche por esos tugurios del centro.

    —Buenos días Cuhrt –fue mi deseo.

    —Ya me gustaría, mi buen amigo, pero temo que no sea así.

    —Mala cara sí que traes –observé, y así se lo dije.

    —Te aseguro que no llega a reflejar ni un atisbo del resto que lo acompaña.

    —¡Vamos, que traes mal cuerpo y vienes a ver si lo arreglas –dijo Fausto arrimando el ascua a su sardina.

    —Fausto; a más de pensar en el negocio, ¿tienes algún otro deleite mental?

    —¡Sí! ¡Que te den y verlo! –le respondió entre dientes, y girándose hacia mí alegó– Encima que uno se preocupa...

    —Ponme un vaso de agua, ¡del grifo!

    —¡No te digo, ahora la va a pagar conmigo!

    —Y una cazalla –añadió tras unos segundos de pausa.

    —¡Ahí te quería ver! A ver si te despabilas.

    Asió, de la barra, con sus manos finas poco trabajadas, lo que tranquilamente iba a consumir y se sentó en la silla que más tiempo llevaba aguantándolo. Allí pasó toda la mañana sin decir nada a nadie y sin que nadie le dirigiera la palabra.

    No es de extrañar que a la semana siguiente en el semanario de Braza se pudiera leer el relato que sigue:

    “Déjenme que les cuente, si no les apura perder unos minutos, lo no acaecido en una noche de insomnio de las muchas que amontono entre huesos y pellejo.

    Si leen esto que sigue será que me han dejado; de lo contrario no importa lo que se suceda; para ustedes habrá sido ínfima la pérdida.

    Recuerdo perfectamente el cómo empezó todo a no suceder: el camión de los desperdicios venía de anunciarme la recogida de basura, que sin duda era la mía.

    Estruendosamente cumplió su tarea y yo, sin presuras, me retiré más de lo que ya estaba, con el buen ánimo de ayudar en lo posible en la ardua tarea de la desconexión total de mis orgánicos restos. Habríanme hecho falta, entonces, unos gramos de somnolencia obturadora que no aparecieron.

    En el estrecho margen que quedaba entre mis pupilas y los párpados cerrados comenzaron a comprimirse un sinfín de vivencias adulteradas, visiones premonitorias y pasados inciertos con tanta rapidez que tuve que abrir los ojos y liberarlos ante la imposibilidad de retenerlos en tan poco espacio.

    Sorprendiome no ver reflejado en el techo el haz de luz que velaba a diario mis noches. En su lugar fueron expandiéndose los prisioneros de mi mente, que tras haberlo sido de mis párpados, fueron agobiando la habitación y apretándome nervioso contra la cama.

    Viniéronme a buscar mis fantasmas y los miedos alteraron la noche, asustándome de tal modo que empezaron los sudores a enfriarme el cuerpo.

    Fantasmas propios fueron, no otros, los que se amotinaron, echándome en cara hasta lo inexistente. Mi mente, acorralada, permaneció alerta, y fue por ello que no le llegó el descanso. Mi cuerpo en guardia no abandonó la batalla, y por ello fue que quedó exhausto. Mis ojos nublados no distinguieron la realidad del sueño, y mi sosiego se vio pospuesto indefinidamente.”

    Cuhrt




    XXI

    Posiblemente, por mi parte, sea demasiado tarde para dar a entender lo que es el amor de una manera pasional. Las pasiones siempre me han venido grandes; he tenido, por supuesto, que buscar explicaciones, en ciertos aspectos más razonables, para aproximarme a tales ideas y abstracciones.

    Para mí, ahora, el amor es una especie de bienestar, el sentirse querido, o al menos no ignorado, por los que me rodean y mostrar reciprocidad. El amor es un amanecer en compañía, de la buena, alejado de excentricidades. No podría ya amar nada que no fuera sencillo; o en todo caso no debería intentarlo. El amor, a estas alturas, consiste en mantener el odio a raya, alejado de lo que considero mi pequeño mundo. ¿Cómo hacer pues una aproximación a concepto tan amplio desde una posición tan precaria? Porque si algo soy, aparte de viejo, es precario; que viene a ser lo mismo.

    Desde mi posición de precario, el amor se convierte en comodidad, el sexo en fantasías enfermizas y la pasión en una cochina mentira. Pero, aún con todo, algo en mí se deja llevar. ¿Será el amor?

    Era la hora tonta en el bar de Fausto (dícese del intervalo que comprende de las doce hasta medio día). En el local cuatro ociosos y el dueño, doblemente ocioso. No es de extrañar que Cuhrt estuviera allí, y yo a su lado. Sólo cuando no estaba derramando tinta podía uno acercársele; en caso contrario levantando un brazo, sin aspavientos, impedía cualquier aproximación, y si estabas cerca ese mismo brazo invitaba al alejamiento.

    En esta ocasión su ocupación era mínima, de subsistencia podría decir, teniendo en cuenta el intervalo de minutos que transcurrían entre trago y trago de fuera lo que fuese que medio llenaba su vaso.

    Me acerqué.

    —Buenos días –dije para tantear los ánimos.

    —Buenos serán si tú lo aseguras.

    —Es lo que dice la gente –puntualicé–, y aquí no nos mojamos.

    —Buenos son en tal caso. Pero si te acomodas puede que te parezcan hasta deseables.

    Tomé sus palabras como una invitación y me acomodé en una de las dos sillas que rodeaban la mesa. Recuerdo que en la calle llovía y que el suelo de la entrada rebosaba serrín húmedo y pateado a tramos. Fausto bregaba, entregado con la cafetera, soltando los improperios que no podía retener entre los dientes apretujados. La radio suavizaba el silencio salpicado de blasfemias con anuncios y canciones.

    No sé en qué punto de la charla, entre Cuhrt y un servidor, se introdujo el tema principal de aquel día.

    —¿Puedo hacerte una pregunta? –fue su comienzo.

    —Haz lo que te venga en gana –contestó él, después de haber apurado lo que parecían los posos de un vaso ya vacío–, ¿alguna vez te he dicho lo que tienes que hacer? Pregunta, carajo, pregunta que ya iremos viendo –no le gustaban las esperas inciertas.

    —¿Qué crees tú que es el amor? –me lancé–. ¿Te lo has preguntado alguna vez?

    —Pamplinas.

    —¿Qué crees que es?

    —Paréceme que no te has enterado. ¡Pamplinas te respondí!

    —Pamplinas, pamplinas; a lo que no te interesa lo llamas pamplinas y te quedas tan a gusto.

    —¿Y qué quieres? –dijo con aire relajado, casi mortecino.

    —Parece que no te hayas enamorado nunca.

    —¿Enamorado?.. Pamplinas.

    —Hombre, el amor podrá ser física, o química, o genética quizás, no sé, pero las pamplinas, arrumacos, o puñetas, como quieras llamarlo, no creo que tengan mucho que ver.

    —¡Aguanta los caballos y no te me pongas pistonudo, compañero! –declaró Cuhrt con tono algo exagerado.

    —Sospecho que quieres ocultar una parte de ti mismo –le solté por ver si lo moderaba con un ataque.

    —Sospeche usted lo que quiera –y levantó el brazo, pero esta vez al modo suyo de pedir otra consumición.

    —Sí, la ternura, el amor, la belleza –continué–, para ti son debilidades e intentas esconderlas. ¿Qué es poesía?, ¿qué es ...

    —Mira por donde, te voy a responder a esa cuestión: Poesía es estar en la cola del Continente, sufriendo y aguantando; percatándose de que la cajera no tiene ni la más mínima prisa y que uno se siente cada vez más atropellado... y aún así tener el valor de escribirlo. Eso es poesía, que te rasquen alguna parte que yo me sé, que salga algo y escribirlo, eso es poesía.

    —No será que lo que tienes es miedo de caer en el mal de amores –aventuré.

    —¿Miedo?, ¡no te jeringa! ¿Miedo de qué?, ¿de ripios e intenciones pasajeras voy a tener yo miedo? ¿Eso es para ti el mal de amores, obsesiones y gilipolleces? El miedo es para los cobardes, y yo aquí me hallo, de frente y en ...

    —Presiento que algo hay que no funcionó en su momento –dije, pinchándolo un poco más.

    —Y yo que no saliste del capullo con tanto calentarte la cabeza con lo que no se sabe si fue o no fue –dijo ya enfadado.

    —Vale, no he dicho nada

    —¡Que no has dicho nada dices, y le estás dando vueltas a los “presiento” y a los ”parece”; me trincas a mí en medio y encima insinúas que miento!

    —Sólo era una pregunta –me excusé.

    —¿Sólo? Por contestada la di hace ya no sé cuánto y aún no has parado de largar. Callarte es lo que debieras haber hecho en aquel momento; pero tú venga hurgar.

    —No te lo tomes a mal.

    —Exceso de buena voluntad es lo que tengo contigo, que de lo contrario otro gallo cantara, que lo ibas a oír, a él y a mí ... Y por cierto, ¿a qué viene eso del amor a estas alturas?. ¿Son ganas de oírme o es que te has enredado?

    —Cosas mías –y pensé en Parco.

    No incumplí su petición. Dijo que no se lo dijera a nadie y no lo hice; pero pensaba en el tema a menudo. Me preguntó que si yo creía que alguien lo iba a querer un día y le di esperanzas; como me las suelo dar a mí mismo cuando es necesario. Me preguntó y, posiblemente, no estuve acertado con mi respuesta.

    ¡Ay las chicas, las chicas!, advertí ya entonces.


    XXII

    Aquellos días en la Maurada pasaban mucho más aprisa de lo que pasará éste en el que me encuentro, y en todos ellos iba quedando, al anochecer, una buena impresión, una satisfacción inconcreta pero real, un bienestar contagioso. Y es que la jornada empezaba ya acertadamente. Te despertabas con un tarareo suave de canciones desconocidas, pero cercano; con un cuchicheo melodioso y numerosos “miaus” acompasados como respuesta. Maullidos relajados, murmullos tonificantes; ¿qué más se podía pedir? Café no, desde luego, porque era su aroma el que acababa de despertarme; café recién hecho, dulce provocación. ¿Qué hacer? Pues levantarme ante tales circunstancias; un buen vasito aderezado con un chorrito de coñac y que fuera lo que Dios quisiera, que a mí no me iba a importar.

    —Hola –dije asomando mi cabeza por la puerta de la cocina y todo mi cuerpo la siguió.

    —¡Miaaau! –contestó Trufo, como un grito desgarrado, a quien un servidor acababa de pisar.

    —Ay, pobrecito –se compadeció Ana mientras lo cogía en brazos y lo acariciaba de una manera mucho más suave y tierna de lo que yo lo hice–. No pasa nada, Trufo, ves, no pasa nada. Ya estás mejor, ¿eh?, ya está, ya está –y lo dejó en el suelo.

    —Perdóname Trufo –quise hacerle entender agachándome para darle unos toquecitos con la mano; pero él se retiró a toda prisa escondiéndose debajo de la mesa.

    —Hola –contestó Ana con la sonrisa en la cara, y la gracia del resto de sus formas, señalándome la cafetera y apuntillando–, pero anda y lávate primero la cara.

    Desayunábamos; yo bastante más que ella, que por acompañarme alargaba su café con leche. Comentábamos cosas aparentemente sin importancia que, por intrascendentes, hacían que disfrutásemos del momento. Poníamos cada uno de nuestra parte ese detalle, que simplemente consiste en la comodidad de estar juntos, que de tantas cosas depende. Reíamos por dentro mientras fingíamos ser serios.

    —¿Y Mauro? –pregunté sin darme cuenta.

    —Pregúntaselo a él cuando lo veas.

    Bien, seguro que andaba bien. Se habría levantado al primer guiño de sol, como de costumbre; nunca fallaba a la cita diaria, ni aquella vez que a mí me lo pareció.

    Ésta era la tercera semana de estancia de Ana entre nosotros. Ana, Mauro, yo y un felino de ojos iluminados que empezaba a sentirse importante por culpa de los mimos de nuestra amiga. Lo mismo parecía ocurrirle al resto; al menos a mí, que temía se me notase en la mirada. Aunque a Mauro no se le observase demasiado cambiado, se adivinaba que algo revoloteaba en su cabeza que le hacía ir más ensimismado: sus campos, sus quehaceres, el cuidado del resto de animales, y qué sé yo cuantos otros pensamientos.

    Él se levantaba, como ya he dicho, tempranísimo. Si había sobrado café del día anterior tomaba y si no salía sin más, que para la sed no le iba a faltar qué beber, y para comer tenía reclamos suficientes colgados por aquí y por allá, dependiendo de la temporada.

    A veces lo veíamos a lo lejos, pequeño, junto a un olivo diminuto, frente a frente, inmóviles los dos. Al cabo de cinco minutos mirabas y faltaba uno de los dos; Mauro, que podía encontrarse en cualquier otro lugar, incluido detrás de uno mismo.

    —¡Buenos días, si ya estáis despiertos!

    —Lo estamos, lo estamos –acerté a pronunciar entre sístole y diástole.

    —Buenos días jefe –dijo Ana.

    —¡Buenas leches! –contestó Mauro, fingiendo estar molesto– ¡Que no me llames jefe!

    Mientras lo decía sonreía por el rabillo del ojo y de la boca. En el fondo a él también le gustaba sentirse molesto por tan poca y agradable cosa.

    —Sí jefe, de acuerdo jefe –decía, y sonreíamos todos.

    Mauro almorzaba o comía, según se quiera ver, a esas horas, entre las doce y la una, mediodía. Ana se levantaba a una hora prudencial; si ser prudente significa esperar que el día sea día y se estabilice con su sol creciente, o su nubosidad homogénea, o lo que fuese pero de día.

    Cuando llegaba Mauro se preparaba algo de comer, aunque yo no tuviera hambre, y comíamos todos juntos. En ocasiones, Ana lo había preparado ya con mi ayuda o sin ella. El resto de las veces improvisábamos.

    No era una comida de trámite, nos encantaba estar presentes y hablar. Hasta al gato le prestábamos la máxima atención. Todos éramos culpables de haber elegido el tortuoso camino que, como en la montaña, conducía a la alta cima, o simplemente a un recodo de tranquilidad y sosiego. Éramos también culpables (yo un poco menos) de haber dicho “no” a un gran número de calladas imposiciones a las cuales generalmente se asiente, y de haber roto las reglas, sus reglas. Ninguno de nosotros se libraba del sambenito de ser diferente: de haber diferido en la forma, en las maneras y en el fondo. Apartados podría ser un calificativo, pero por voluntad propia.

    Todos éramos culpables de haber elegido, y en mi modesto juicio, de haber elegido bien.

    Los tres nos considerábamos inocentes, porque con ello no hicimos ningún mal a nadie. Allá cada cual con sus envidias, sus recelos y sus ridiculeces; limitaciones al fin y al cabo.

    Así pues, comíamos porque nos venía en gana y todo estaba bueno. Dejábamos de comer porque tampoco hay que abusar y comiendo perdíamos el apetito.

    —¿Un poco de fruta? –sugirió Ana.

    —Quita, quita –le contestó Mauro–, que yo ya he “defrutado” esta mañana.

    Razón tenía, él, que todas las mañanas le regalaba a su estómago la suficiente para poder hacer varias macedonias.

    Tanto después como antes del mediodía, nada había estrictamente preciso. Sólo puntualmente se debían atender asuntos que atañían al exterior: compras, papeleos en Braza o en Coelia, visita por cualquier razón a la Cooperativa Agrícola, o médicos, cosa nada habitual en aquellos tiempos.

    —¿Tienes algo que hacer esta tarde, Mauro? –quiso averiguar ella.

    —Pues casi seguro que algo tendré que hacer.

    —¿Y tú? –se refería a mí–, ¿tienes pensado hacer algo?

    —Todavía no, pero si quieres pienso ...

    —No, lo decía por si queréis que subamos a la cima esta que se ve aquí detrás.

    —¿A la Peña Prieta quieres subir? Yo tengo qué hacer –sentenció Mauro para desentenderse de tal aventura.

    —¿Y tú?

    —Estaría bien –respondí; nunca había subido y ya iba siendo hora de que descubriera sus vistas.

    —No lo digo por joder, pero son tres horas, al menos, de caminata, así que ya podéis ir acelerando –sonó como una advertencia de quien mejor conocía el terreno.

    —¡Venga pues, en marcha! –se dejó impresionar Ana.

    —Eh, alto, alto, que lo por venir bien merece un carajillo.

    Siempre encontraba yo excusas para alargar la sobremesa, aunque fuera unos minutos, que tampoco había por qué malherir los ánimos.

    Pero no; estos no decayeron. Mauro no dejó de hablar, raro en él, refiriéndose a las veces en que había subido a la cima tiempo atrás. Todos los barrancos que de allí provenían los había recorrido, contaba, en aquellos tiempos en los que observar no era suficiente y de todos ellos sacó provecho.

    —Aquello es un secarral, cuando no llueve, que si llueve parecen las cataratas esas del Niágara.

    —¡No eres tú exagerado ni nada!

    —¿Qué no? Las cataratas parecen; en pequeño. Pues no he tenido que subir yo veces, y siempre cuando llovía, para ir encauzando el agua y que no se perdiera. ¡Me cago en diez!, que acababa como una sopa. Se me reblandecía hasta la azada. Desde arriba tenía que ir siguiendo los riachuelos y enderezarlos, o torcerlos, según. Me cago en ... Pero ha valido la pena. Mira ahora, con “na” que llueva ya se nota en las balsas. En las balsas nada más, que antes venía el agua por todas partes y me estriaba la loma con tanto reguero.

    Hizo una pausa, agachó la cabeza un segundo y cuando la volvió a levantar había mudado su expresión.

    —Un día subí y me querían denunciar; la patrulla. ¡Serán ignorantes! Que quién era yo para ir malversando la sierra, ¡serán cabrones! A trabajar llaman malversar; claro como no pegan golpe. ¿Y quiénes eran ellos para pasearse a sus anchas y joder a lo ancho y a lo largo? Que era un peligro lo que hacía, cambiar los “discurrires” del agua. ¡Pues si en la puta vida les ha importado lo que chorree! Ellos que cuando llueve se quedan en el bar, trabajando dicen, y después cuentan que todo andaba normal.

    Nosotros asentíamos instintivamente y de una manera constante a cada pausa de su monólogo, intercambiando miradas de complicidad y sonrisas furtivas. Mauro aprovechó una de ellas para instigarnos.

    —Venga, venga, que os estáis apalancando, vosotros y vuestras sonrisitas.

    Salimos, bordeamos la casa y echamos una relajada ojeada a la montaña que nos mostraba el camino a la pequeña escala que alcanzaba nuestra perspectiva. La tarde no prometía nada (que lo hubiera hecho sería ilógico), pero se ofrecía. Lucía un sol de primavera y una brisa fresca, casi inexistente, nos acompañó.

    Sí, la montaña nos esperaba, igual que espera a todo el mundo; y añado: todo el mundo no cabe en una montaña, por acogedora que sea siempre sobran visitantes, pero eso lo sé yo, no ella, que por generosa se deja llenar de basura y de indeseables que enmascaran su belleza. Ella no los entiende y yo los detesto. Mauro hasta se caga en sus madres sin conocerlas.

    Emprendimos la tarde de una manera física y nos dispusimos a ejercitarnos. Los pulmones se llenaban y se vaciaban sin que nos percatásemos de su trabajo. Estábamos mucho más pendientes de lo que nos llegaba a través de nuestros ojos y orejas que de lo puramente mecánico.

    Empezamos fuerte y a la media hora ya pensé en abandonar. Seguimos más tranquilos para que se me fuera esa absurda idea de la cabeza. Ya no mirábamos tanto lo circundante, y lo que llegaba a nuestros oídos lo hacía cubierto por mis largos y acompasados resoplidos; me reservaba para las alturas intentando ahorrar en panorámicas.

    Cruzamos pequeños barrancos para encaminar nuestros pasos por otro más grande. Sendero no había, que si lo hubo se lo tragó la sierra por desuso. Pasito a pasito, empezamos a darle la debida importancia a los pulmones que nos frenaban e incomodaban nuestros ánimos. Descansamos para así coger fuerzas del ambiente o de donde las hubiera.

    —¿Ves? Ya falta menos de la mitad.

    Ana siempre fue optimista.

    Nos sentamos bajo un pino que había crecido en mitad de la torrentera, sobre un montículo de grandes pedruscos que dividía la rambla en dos. Nuestra mirada descendente abarcaba parte de la loma de Mauro y el camino que conducía a ella desde la carretera. Eran reconfortantes las vistas, y fue de ahí de donde yo capté las fuerzas. De ahí y de mi acompañante.

    —Parece que estemos en un estrato superior en donde poco importan las tribulaciones pasajeras –dijo, perdiéndose mentalmente en la lejanía–. Es como si lo verdaderamente importante y esencial fuera descansar y observar; simplemente con eso ya entras en armonía con todo. Desde aquí se puede ver el mundo tal y como es en realidad.

    —Pero esto es sólo una parte; el mundo es mucho más complejo –no quería yo aguar la fiesta, sin embargo era lo que pensaba.

    —No te digo que no. Es todo lo complicado que nosotros queramos que sea. Pero son los momentos ... estos momentos –y volvió a perderse en la espacio– el mejor aderezo. Un mundo en el que los momentos se forman, existen, y después se acaban, sin más; no hay que cogerles demasiado apego, sino buscar otro nuevo y vivirlo, que de eso se trata.

    —Sí, la verdad es que se está bien aquí, es agradable, pero como nos enfriemos adiós excursión, así que en marcha –fue más que una sugerencia por mi parte, y pensé: a por otro momento.

    La brisa fresca que empezó el recorrido con nosotros se había esfumado dando paso a una ventolera fría que se pegaba y despegaba de nuestros cuerpos, robándonos en cada acometida varias décimas de grado de temperatura (corporal).

    Llaneamos unos cien metros a la pierna corta (modalidad que se usa cuando se camina transversalmente por una pendiente) para cambiar de barranco. Al punto que llegamos a él, descubrimos una senda que, al igual que nosotros, ascendía y creímos oportuno unirnos a ella y dejar de lado tanta piedra suelta, brusco desnivel y socavón inesperado; orografía propia de los barrancos.

    Cuando la senda encaminaba nuestros pasos hacia sus límites irregulares, apreciábamos, desde sus bordes, la profundidad con la que el agua y el tiempo le habían dotado; cuando los alejaba, sorteábamos aliagas, jaras y otras especies de monte bajo que poco a poco iban invadiendo el sendero y punteándonos las piernas. En uno de los giros, que nos alejó en demasía de la torrentera, la seca y pálida verdura se cerró por completo apuntándonos con sus puñales amenazantes.

    —Por aquí hace tiempo que no pasan ni los jabalíes –recuerdo que le comenté, y añadí–; el último debió avisar a todo el mundo menos a nosotros.

    —Ni que fuéramos jabalíes –sonrió–. ¿Y ahora qué hacemos?

    —Pues coger otra vez un atajo hacia el barranco o bajar por donde hemos venido. No cabe otra posibilidad, porque para avanzar por aquí necesitaríamos unas piernas de acero.

    —O zancos.

    —No me arriesgo –y no me arriesgué.

    Volvimos a la angostura que habíamos dejado de lado anteriormente y nos encontramos de nuevo con las piedras, los socavones y los desniveles, que esta vez nos parecieron más suaves. Si hubiesen sido humanos, de seguro, se habrían burlado de nosotros; o no, que con ellos nunca se sabe.

    Ana y un servidor no tuvimos inconveniente en reconocer que nos habíamos equivocado, e hicimos bromas sobre ello, pero ya no recuerdo cuales. No importa; el caso es que seguimos el recorrido, y transcurrida casi una hora llegamos al punto en que se bifurcaba por última vez ofreciéndonos la elección de dos cimas que, habiendo perdido la perspectiva después de tanto tiempo caminando encauzados, no supimos distinguir. ¿Cuál sería la Peña Prieta? Estuvimos de acuerdo en elegir la de la izquierda, porque recordamos que la senda trampa partía de ese lado del barranco y desde aquella lejana perspectiva nos pareció, sin ningún tipo de duda, la meta que perseguíamos.

    Andábamos ya, a esas alturas, con paso cansado y con velada visión de lo que nos rodeaba. Nos pedíamos un poco más de esfuerzo; estábamos tan cerca que hubiese sido una frustración no acabar lo que con tanto ánimo habíamos empezado. Y con cada paso que dábamos más frustrante hubiese sido.

    Pensamos en otras cosas e inconscientemente hablamos de ellas.

    —¿Sabes?, creo que lo esencial se convierte en superfluo cuando se dispone de demasiadas cosas.

    —¿Tú crees? –no era precisamente en lo que pensaba yo en aquel momento, por lo que tuve que hacer un alto entre dos riscos para adaptar mi pensamiento.

    —Sí, porque cuando sólo se dispone de lo que muchos llamarían cuatro tonterías, se puede disfrutar de todas ellas sin ningún temor; sabemos que nadie nos las va a robar.

    —Y lo esencial es eso, ¿no?, las cuatro tonterías –dije para que ella supiera que la acompañaba.

    —Bueno, cuatro tonterías lo llamarían ellos, los demás. Yo me refiero a una puesta de sol, a una simple pero sabrosa cena, a un trago de agua cuando hay sed, a un contacto cuando se está dispuesto a contactar; cosas que no están en el mercado. No sé... no se puede ser feliz si todo lo que se tiene es material. Por mucho que sea siempre faltará algo, que generalmente tiene el vecino... o el desconocido que nos muestran en la superpantalla del salón, o aquel amigo que hacía años que no veías, ¡vete tú a saber! –Ana iba delante y yo la seguía en ambos asuntos.

    —Pero ahí está el truco –estaba seguro de ello–, que a nadie le interesa que se pueda ser feliz por tan módico precio.

    —A pocos. La mayor parte de los mortales, cuando desean algo no son felices porque no lo tienen, y cuando lo tienen, porque temen perderlo; el caso es que nunca están satisfechos. La inquietud hace que se les multipliquen los problemas hasta tal punto que un simple amanecer les molesta y les complica considerablemente la existencia. Pero no creo que toda la culpa sea suya –alegó, al mismo tiempo que se detenía para esperarme–. Se ven arrastrados y no piensan ni en el principio ni en el final de tanta locura.

    —Entonces algo de culpa sí tienen; por no pensar digo.

    Pasito a pasito lo por andar se fue andando y en un suspiro, más fuerte de lo habitual, descubrimos que por encima de nuestras cabezas se acababa la tierra. Llegamos pues a donde en un principio un capricho nos envió. Finalizamos, por fin, nuestro reto de la semana, y quedamos encaprichados.

    —¿Tú ves lo que hemos estado hablando? –Ana no me miraba, tampoco hacía ningún gesto al hablar–, el panorama lo dice todo. Qué ridículas quedan desde aquí todas las intrigas humanas.

    CONTINUARÁ...
     
    #8
    Última modificación: 18 de Diciembre de 2014
  9. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    XXIII

    Ana llegó donde la llevaron sus pasos. Ese día quería dejarse impresionar por algo; por algo sublime que la hiciera reaccionar.

    —Necesitaba espacios, puertas, ventanas, por donde escapar –me dijo, poco más o menos a la cuarta semana de coincidir en los almuerzos, comidas, cenas y despertares de la Maurada–. Mi pluma y un papel ya no eran suficientes para huir de un mundo que, desde luego, no había sido construido a mi medida. Me ahogaba, ¿sabes?. En las cuartillas que escribía se imprimían palabras cada vez más tristes. Ya no tenía cosas que contar, y el de la amargura era el sentimiento que iba cobrando fuerza y ensombreciendo a todos los demás.

    Recuerdo que había llovido durante casi toda la semana y que cuando me contaba este pasado suyo, tan reciente, la luz de la mañana inundaba la estancia. Era la primera jornada de sol después de tanta nube.

    —Aquel día –prosiguió–, me acerqué a la estación, serían las tres de la mañana, con la intención de coger, al azar, un tren dispuesto a llevarme. Salía uno para Antartos y no pareció importarme ni más ni menos que cualquier otro destino. Compré el billete y subí. Llevaba una mochila pequeña, una bolsa de deporte y lo puesto, nada más. Cuando entré dejé la bolsa en el suelo y me apoyé en la puerta cerrada de enfrente que daba al segundo andén, y aquélla, la estación de mi ciudad, me pareció la de ningún lugar, te lo aseguro. Fue como si renegara de ella por primera vez.

    Después el tren se puso en marcha, a pocos, y empezó a dejar atrás aquellas personas con las que ya nunca iba a tropezar; los tenderetes de chucherías que en tantas ocasiones compartieron conmigo sus mercancías, los banquillos medio llenos o medio vacíos, las farolas que estiraban su fulgor en un plano que quedaba fuera de mi campo de acción... y el andén desapareció. Salió del gran túnel y la ciudad se fue desvaneciendo a trompicones, diluyéndose entre nubes, campos descuidados y basureros; ya conoces cómo eran las afueras de aquel enjambre. Pensé en sentarme y entré en el primer vagón. Las cuatro personas que lo ocupaban ignoraron mi presencia, cosa que agradecí. Entonces me dejé caer en la segunda fila de asientos y ya no vi más, divagué.

    Estaba allí, con los ojos cerrados, y fui notando que algo cambiaba en mi interior; sentía que el susurro del tren me transportaba mucho más lejos de lo que pudiera hacerlo cualquier tren. La sensación era gratificante, ¿sabes?: descanso, amplitud, levedad. Recuerdo que apenas unos días antes me sorprendí pensando que las cosas seguían igual porque yo misma quería; vamos, ese era el único consuelo que me quedaba, creer que todo acontecía por la simple y llana razón de que yo no ponía impedimentos ni al tedio, ni a la banalidad, ni al desarraigo... y resultó ser verdad, no lo hacía. Me justificaba diciéndome que era una chispa lo que me faltaba para cambiar ese orden que me llevaba a hacer las cosas sin más; no sé, esa chispa que en esos momentos no tenía.

    Y ya ves, no era cuestión de chispa, sino de un paso que dio parte de mi cuerpo sin dar explicaciones al resto. La chispa vino después, y con ella el bienestar y la certeza de haber acertado.

    Podría haberle dicho yo entonces que para nada cuadraba su relato con la visión que alcanzaba a recordar de aquella muchacha dulce, libre y feliz que quedó impresa en mi retina algunos años atrás. Podría haber preguntado por las causas de aquel cambio en su actitud, en sus ilusiones o en su vitalidad.

    No le comenté tampoco lo familiar que me resultaba su persona, ni aludí a la importancia que para mí tenía su actual presencia.

    —Acertar siempre está bien –le dije–, sobre todo cuando te das cuenta.

    —¿De que has acertado?

    —Sí, claro.

    Ana siguió hablándome de las sensaciones que experimentó aquel día: de cómo se apeó en Coelia porque creyó que había estado ya demasiado tiempo sentada en aquel asiento de vagón de tren; de que, repentinamente, le entraron unas ganas locas de andar hacia un lugar concreto, sin tener idea de hacia cual.

    —Caminé cerca de tres horas, o cuatro, o dos –Ana no sabía muy bien la cantidad de minutos que dejó atrás, pero continuó–, o más; sin sentir que el cansancio me frenara. Caminé hasta alejarme tanto del pueblo que me hubiera sido imposible adivinar su localización en el caso de haber querido volver. La verdad es que iba bastante abstraída.

    Llegué, barranco abajo, cerca de aquí y vi una caseta de labranza abandonada...

    —Es un pozo en desuso –rectifiqué.

    —... y decidí pasar allí la noche. Era el único escondrijo con techo que se había cruzado en mi camino desde que dejé de avistar el pueblo, y la noche no tardaría en nublar cualquier otro avistamiento.

    —¿Llegaste hasta el pozo a pie con una bolsa de deporte desde Coelia? –pregunté con cierto asombro.

    —Sí, es decir, no. No llegué hasta el mismo pozo porque unos metros antes de llegar a él salió a mi encuentro un campesino.

    —No sé porqué, pero me da que ese campesino en cuestión es el mismo que se me apareció a mí; y por dos veces.

    —¿Quién iba a ser si no?

    Mauro, que no dejaba de entrar y salir de la casa y de qué sé yo cuántos sitios más, asomó su cabezota de pelo a cepillo para saber de qué campesino hablaban.

    —¿Un campesino aquí?

    —El día que me encontraste le decía –intentó aclararle Ana.

    —Ah bueno, sería yo –dedujo, y volvió a ausentarse.

    —¡Eras tú, Mauro! –le confirmó levantando la voz para que pudiera oírla.

    —¿No te invitaría a tomar algo calentito? –le pregunté, sin poder ni querer disimular una sonrisa de oreja a oreja, pensando en aquel café con leche que hace tanto tiempo me ofreció a mí y que aún hoy saboreo.

    —No, creo que no dijo nada de invitar –alzó la voz, sonriendo también y alargando el cuello hacia la puerta por ver si Mauro estaba a tiro–. La verdad es que fui yo la que en cierto modo se invitó. Le pregunté que si no habría por aquí un lugar en donde pasar la noche.

    —Y claro, te ofreció su casa –estaba claro.

    —Sí, sólo que ya han pasado varias semanas y aún no me ha echado.

    —Tranquila, que yo llevo años y todavía no me ha preguntado ni quién soy –bromeé, y al encontrarse nuestros gestos nos desternillamos de risa.

    Nuestro anfitrión, que había estado ausente las tres cuartas partes del discurso de Ana y al resto no había atendido gran cosa, con una modulación más tierna de lo habitual, se propuso indagar.

    —¡Coño!, la verdad, no acabo de entender del todo cómo fue eso de decidir venir aquí; un sitio tan solitario, tan apartado, tan lejos de la juventud... una chica tan joven y guapa... en edad de merecer..

    —Mauro, ¿en edad de merecer qué? –replicó a la vez que preguntaba–. ¿Acaso no nos merecemos todos lo mejor?

    —Así debería ser –intervine yo.

    —No todos, eh, no todos –puntualizó él.

    —Ninguna mujer quiere ser merecida –continuó Ana–, ¿no os habéis parado nunca a pensarlo? No somos el regalo de nadie.

    Me quedé un poco chafado, porque para mí, ella, empezaba a ser un regalo; me refiero a su compañía.

    —Yo no he dicho nada de regalos –observó Mauro.

    —Querida, deseada, valorada... eso sí; a eso es a lo que aspiramos al menos aquellas que no hemos perdido aún la autoestima. Porque aunque parezca que no esperamos a nadie, mantenemos los brazos abiertos y un poco es como si, permanentemente, esperásemos a todo el mundo. Después nos llega lo que nos llega, merecido o desmerecido.

    —Pues eso, en edad de merecer, lo que yo decía, ¿o no? –sentenció Mauro y volvió a salir, esta vez para alejarse de cualquier réplica.


    XXIV

    Mauro no hubiera podido ser infiel ni aunque se lo propusiera; iba en contra de sus convicciones, y no sé hasta qué punto será bueno o malo pero el caso es que creo que fue la causa de que se aferrara a pocas cosas, de que aceptara contadas confianzas, de que rechazara futuros probablemente insostenibles y de que evitara relaciones comprometedoras que al fin y al cabo son compromisos.

    El tenía que ser fiel, y para conseguirlo debía saber exactamente a qué. Su único ánimo al adoptar esta postura era el de no defraudar más de la cuenta a los que le rodeaban y, sobre todo, a sí mismo. Bastantes chascos se había llevado ya en su juventud. Principalmente lo que más le marcó fue descubrir el gran fraude de la vida política, social y laboral de la ciudad que le empujó a tomar decisiones drásticas y a formarse, por su cuenta, un nuevo estado de las prioridades, de las sensaciones y de los afectos.

    Creo haber comentado que la puerta de la Maurada siempre estaba abierta, y se me ocurre pensar que quizás fuera para que nadie se diera con ella en las narices y para que si alguien se encontraba por los alrededores no se sintiera perjudicado, aún sin él saberlo, por algo tan fácilmente evitable. Los tiempos remotos en que vivió en Braza quedaban tan lejos que cuando alguna circunstancia evocaba su recuerdo solía decir, “joder, parece mentira”, y se refería a él mismo y a aquel ambiente; tan distinto, tan frío, tan inmoralmente ligado, tan destructivo, tan perjudicados por las infidelidades de todo tipo. Era el otro estado de las cosas, que todavía flotaba en algún rincón de su recuerdo, debilitado y sin argumentos para interferir negativamente en sus propios pensamientos.

    A Ana le fue infiel su amigo del alma. Aún sin sexo se puede serlo, y de la peor manera. Sus vidas, que en un primer momento transcurrieron unidas y paralelas, se fueron entrecruzando para terminar por alejarse definitivamente en un punto próximo a sus treinta años, que es cuando comprendió que de nada servía tener que cambiar de acera cada vez que lo veía, porque esa mínima distancia no contribuía mitigar su desasosiego.

    Pablo fue prescindiendo de su compañía precisamente cuando Ana más cosas tenía que decir y que compartir para hacer llevadera su carga; fue distanciándose de ella cuando su proximidad podría haberla mantenido en pie; fue quitándole el apoyo que ella siempre había tenido por seguro y la hizo caer primero en la indignación, después en la apatía y en el resentimiento.

    Para ser infiel, primero, se tiene que haber sido fiel, y Pablo lo fue hasta el punto de anular cualquier otra faceta de su vida que no tuviera que ver con Ana. Incluso puso como condición para acudir a las reuniones de sus compañeros de facultad, los viernes en el Casino Mercantil, la asistencia y compañía de su inseparable amiga, y con ella se presentaba también a todas las demás actividades del grupo. Con Ana a su lado se sentía amparado, y por lo tanto seguro de sus actos y de sus opiniones; de las de ambos.

    Pero Pablo, un día no asistió a la cita de los viernes. Antes, durante la semana, Ana no había podido localizarlo para tomar café, costumbre que tenían un día sí y otro casi también, en cualquiera de los bares que adornaban la plaza. No lo encontró tampoco en el Parque Central, ese que estaba en el centro y que por eso se llamaba así. Solían encontrase allí un par de veces a la semana, después de cenar, para pasear y montar castillos en el aire, en todo el aire libre que cabía en aquel inmenso recinto... y, por supuesto, no fue a buscarla en todos esos días ni para ir a tomar café ni para salir a dar una vuelta después de cenar. Ese viernes esperaba verlo, ya no tanto por necesidad, egoísmo o falta de lo cotidiano, sino porque realmente estaba preocupada por él. En otras ocasiones, uno u otro, había dejado de asistir a la cita del Mercantil, pero siempre por causas concretas y sabidas por antelación como pueda ser una noche de estudios forzosos, un catarro... o el estreno de una película, a la cual solían ir los dos con la compañía de Parco.

    Pablo, otro día, mintió; dijo que no se había encontrado bien la semana anterior y Ana no vio ninguna maldad en su mentira, así que no buscó respuestas a las preguntas que hasta ese momento le habían rondado por la cabeza. Cuando se tiene que recurrir a una mentira es porque tampoco es que se esté bien del todo. Ambos quedaron en ir a tomar café al día siguiente, y el café no fue dulce ni amargo; las cosas que no se dijeron llenaron la sobremesa y ellos no tuvieron nada que añadir.

    Esa tarde fue peor que el día que le mintió, peor que la vez que notó su ausencia en el Casino Mercantil, pero mejor que la noche que la esperaba a la vuelta del pasillo que conducía a su habitación.


    XXV

    La semana pasada estuve en Coelia. Tenía que rellenar los vacíos de la despensa que habían ido ensanchándose en estos dos últimos meses; y aunque no suelo conducir, debido a mi avanzada edad, en ocasiones todavía disfruto arriesgándome. Ya no tengo la camioneta (estos aparatos mecánicos no duran eternamente), cosa que por una parte fue una jodienda; significó un nuevo y gran desembolso, pero que por otra me reconfortó al haberle sobrevivido. Ahora tengo uno de esos artilugios para los cuales no hace falta carnet de conductor, con una simple licencia te capacitan para circular, y si ellos se arriesgan yo también.

    Desde que vivo aquí, el dinero de mis compras ha ido a parar, con cierta regularidad, a la caja que tienen encima del mostrador de la tienda de “Ultramarinos Bienve”.

    Es una tienda atípica; yo diría que el noventa por cien de los ciudadanos de este país ignora que existen semejantes tenderetes; y sobre todo en estos tiempos en los que intentan acostumbrarnos a ir a las grandes superficies a que compremos desde una lata de atún a una entrada de cine (de supercine creo que lo llaman). En los pueblos y en los barrios de las grandes ciudades todavía resisten centenares de tiendas tradicionales, pero poco tienen que ver con la de “Ultramarinos Bienve”.

    Ésta es oscura; la luz solar no deja ver mucho más allá de la entrada y la de los tubos grasientos ayuda a distinguir el resto, que es un mundo de productos dispuestos en estanterías, suspendidos del techo o colocados en cajones que se esparcen, dentro de un orden, en el centro del local. Las frutas y verduras se amontonan en estos cajones y, tanto encima como sobre los pasillos que quedan a los lados, cuelgan de las vigas chorizos y alpargatas, paletillas y pantuflas, jerséis y ristras de ajos, jaulas de canarios, carneras, botas (tanto para beber como para calzar) y alguna que otra cosa que puede variar de una semana a otra.

    Los productos que con mayor frecuencia suele comprar la gente (botes de conserva, paquetes de arroz, de azúcar, de sal, de café, bolsas de patatas fritas, de cacahuetes, etc.) quedan al resguardo del mostrador en un aparador de madera que forma conjunto con él desde que se abrió por primera vez la tienda, allá por principios del siglo pasado. El resto de las paredes del local están revestidas de estanterías y repletos botelleros; y, colgados de clavos de diferentes tamaños, sartenes, azadas, tijeras de podar, cazos... hasta una cabeza de jabalí emerge de uno de los muros; no sé si estaría en venta, no se me ocurrió preguntar.

    Son innumerables las cosas que se pueden encontrar en esta especie de mercadillo: estufas de leña, de gas, eléctricas, calcetines, camisetas, ropa interior discreta

    y libros, libretas y demás material escolar; y tranquilo que si de algo no hay, y el cliente no tiene mucha prisa, “Ultramarinos Bienve” hará lo posible por conseguirlo en un plazo mínimo de tiempo.

    Bienvenida murió, hará de eso unos quince años, y la que lo gobierna ahora es la hija con la ayuda de su marido, pero el local no ha cambiado desde entonces; sigue hasta igual de sucio que el primer día que entré, sólo que ya no me impresiona. Algunos botes de conserva de los que siguen asomados en el último estante del expositor de madera envejecido por el tiempo y por Dios sabe cuántas cosas más, fueron testigos de mi primera visita a esa tienda, y el temor me asalta de que un día revienten y pongan mi salud en un grave compromiso.

    No obstante, si se tiene que hacer alguna compra y un servidor es el encargado de hacerla, sigo dejándome caer por este zoco y aprovecho para saludar a sus dueños, que siempre me informan de todos y cada uno de los sucesos que hayan podido ocurrir en el pueblo y alrededores en mi ausencia.

    Fue Mauro quien me llevó por vez primera y a partir de entonces lo malo conocido empezó a resultarme menos extraño y, con la vuelta de los años, hasta le cogí apego al lugar. Téngase en cuenta también la parte positiva, y es que uno siempre tiene las defensas en forma.

    Con Ana fue diferente: llegar, ver y repudiar. No es que ella no quisiera ir a comprar allí, sino que además nos recriminaba que de aquel lugar trajésemos ciertos productos perecederos, y no a la larga.

    —No sé por qué os empeñáis en comprar a tientas –dijo alguna vez–. Yo no sabría distinguir, allí, un kiwi de una patata.

    —Pues no exagera ni “na” esta juventud –comentó entonces Mauro, tomándome a mí por confidente–. Una patata será siempre una patata, aunque sea de noche, ¡no te jode, la vas a confundir con el fruto peludo ese!

    En nuestra casa no se comían kiwis, resultaba una extravagancia demasiado cara. Pero patatas sí; se nos amontonaban puestas a secar a cobijo. Por supuesto eran del terreno.

    Ana, con sus recriminaciones, lo que pretendía echarnos en cara era que le trajésemos leche que caducaba en el mismo instante de abrirla...

    —Que te dice Mauro que todavía está buena, que antes la leche no llevaba ninguna fecha y todos la bebíamos.

    ... Que las pocas veces que le compramos algo de ropa, esta, estuviera sucia...

    —¡Coño, si la tienes que lavar de todas las maneras, qué más te da!

    ... Que las galletas estuvieran blandas, mucho antes de que pudieran caducar...

    —Chiquilla, si siempre las hundimos en el tazón de leche, ¿cómo quieres que estén?

    ... Y, por supuesto, le desagradaba que siguiéramos yendo a comprar a un sitio en donde la higiene aún andaba en pañales.

    Pensándolo bien, Mauro no era el único que siempre encontraba excusas cuando tenía algo que excusar, o a alguien. Suele ocurrir, y me voy de tema, que intentando engañar a los demás nos engañamos nosotros mismos.

    Pero bueno, como decía, la semana pasada fui de compras y Marta, que así se llama la hija de Bienvenida, pareció alegrarse al verme, y a mí me ilusionó que se alegrara; cosas del egoísmo sano, que también lo hay. Marta era una persona sincera. Dejada pero sincera. La verdad, en su caso, lo de ser dejada no estaba reñido con ninguna otra calificación personal. Me refiero a ser descuidada consigo misma y desastrada para con lo que la rodeaba.

    —¡Antonio! –llamó a su marido que andaba por la trastienda–. ¡Mira quien está aquí! Benditos los ojos que lo ven. Está usted como siempre, hecho un mozalbete –en esta ocasión no es que mintiera, sino que la vista la engañó y ella se dejó embaucar. Uno siempre se arregla para salir y con la emoción se le iluminan los ojos–. Mira, Antonio, que colores de cara trae. ¡Válgame Dios! Por usted no pasa el tiempo.

    Recordé que años atrás hice yo una observación parecida a mi buen amigo Cuhrt y él me respondió: “ahórrate cumplidos que los dos sabemos que con el tiempo siempre se pierde”.

    CONTINUARÁ...
     
    #9
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  10. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    XXVI

    Cuando Ana se instaló entre nosotros, con ella, trajo la fantasía, que ya iba escaseando entre Mauro y un servidor, acostumbrados como estábamos a obrar lógicamente y a comportarnos con coherencia desmedida. Y motivó también todo aquello que no puede hacer sino el bien en las personas que, aun estando a gusto, presienten alguna carencia.

    Una de las primeras cosas que compró, con su dinero, no fue otra que un radiocasete. Al llegar de mi paseo matinal y oír los ritmos que salían de la casa pensé que Mauro había accedido, no por él sino por la juventud que lo transforma todo, a ponerle música a su obra. Recordé que en una ocasión me comentó que la echaba de menos, y qué mejor excusa que la llegada de Ana para cantar, bailar o simplemente escuchar vientos frescos. Pero no. El radiocasete no lo compró él. Ana, cuando llegó, traía consigo diez cintas (supongo que no quiso dejarlas atrás con el resto) y, en la Maurada, no halló el modo de hacerlas sonar, así que se agenció un Philips y dos paquetes de pilas desechables.

    Tengo que confesar que algún que otro baile nos marcamos los dos, y además me acuso de haber instigado a Mauro, con mala fe, para que participara.

    —Quita, quita... ¡tira “pallá”, cojones! Que no me dejas oír –solía decir.

    —Venga Mauro –insistía Ana–, que no te van a caer los pies.

    —No, si aún tendré que irme de mi casa para estar tranquilo –amonestaba sin ninguna intención de cumplir la amenaza.

    Él se divertía como el que más, pero estáticamente.

    Por otra parte, las paredes de las estancias se fueron llenando de cuadros de hierbas y flores secas, dispuestos, es de reconocer, con muy buen gusto.

    —¿Qué te parece éste, Mauro? –solicitaba opinión Ana.

    —Bien está. Si no pide de comer...

    Seguro que no iban a pedir nada, ni ese ni ningún otro, y quedaban perfectos allí donde Ana los colocó.

    Ni que decir tiene que lo de guardar las formas se acabó de erradicar por completo. ¿Qué formas?, y ¿para qué? Entre Mauro y yo el único formalismo consistía en darnos el “buenos días” matinal, y no a diario. Si nos veíamos, bien, y si no pues no iban a ser mejores ni peores. Pero con ella nunca se sabía: igual te aparecía a mitad tarde con la fatiga acumulada de haber estado deambulando toda la jornada, que te caía encima de la cama con el alba sin ni siquiera haberte dado el tiempo suficiente para despertar, ni ganas tampoco, de tan complaciente desprendimiento.

    —¡Uff! –protestaban mis riñones, que yo hacía acallar con rapidez.

    —¿Molesto? –preguntaba Ana inocentemente.

    —Pues no sé qué decir –respondía con pocas palabras, aunque entrecortadas, luchando por que no se oyera quejarse a mis pulmones que podrían haber metido la pata con aquello de “más que una vaca en brazos”.

    Intentaba entonces acomodarme, buscando alguna postura menos comprometedora para mis órganos internos y algo en mí se ruborizaba; no sabría precisar. Con todo, la comodidad era absoluta, una vez anulada la voluntad.

    —¿Estás durmiendo? –preguntaba, metiéndome el dedo en la oreja y paseando su mano por mi cara.

    —Casi que ya no –respondía, escondiendo la cabeza debajo de las sábanas.

    —Anda, hazme un sitio, egoísta.

    En la cama hablábamos, jugábamos o hacíamos planes. Ella siempre más que yo, que me dejaba llevar.

    Esto con Mauro hubiese sido impensable, al igual que muchas otras situaciones que se daban entre ella y yo, o entre Mauro y ella, o simplemente entre los tres.



    XXVII

    Estoy sentado en el porche y, en este estado, pocas son las cosas que puedan preocuparme. A menudo, la felicidad no es más que una cuestión de buena voluntad y el deseo de libertad una enfermedad psíquica que nos ataca cuando para vivir no encontramos argumentos suficientes en nuestro presente cercano. El simple hecho de estar aquí y pensar lo que pienso me reconforta. Qué mejor felicidad que esa. Posiblemente si buscara más allá, aparte de ser una incomodidad para mí, me vería abocado a perder estas pequeñas libertades que me son tan cotidianas como necesarias.

    El sol está en su cenit y yo, sin estarlo, me resguardo de tanta plenitud mientras los gatos se doran a ratos. Es un gran consuelo saber que los elementos siguen su curso: y digo elementos por no llamar a las cosas por su nombre, sería demasiado largo el listado y en la enumeración me perdería.

    Mauro siempre vivió rodeado de gatos; puros felinos. Y quiero decir con esto que se trataba de animales astutos, ágiles, independientes, libres, ladrones y cariñosos.

    Probablemente su apego a ellos fue debido a la necesidad de identificarse con algo cercano; aunque lo de robar nunca se lo perdonara.

    —¡Me cago en la madre que los parió! Si lo pillo me lo cargo. Pues no veas tú que lo tienen todo y aún vienen a joderme el almuerzo.

    Las personas tenemos defectos, y nos da por pensar que los ajenos son los peores.

    —¡Tira “pallá”!... que no sé, no sé... –le decía a alguno de ellos, una vez pasado el calentón, mientras se restregaba contra su pierna.

    Truffo fue el gato más longevo peludo y cariñoso de todos los que abonaron estas tierras (aun después de vivos). Pero también estaban Missa, Garfio, Tasia, Siena, Lupón (que en un principio fue Lupo, por lo pequeño que vino al mundo comparado con sus hermanos, y al que progresivamente fuimos añadiéndole la “n” visto el descomunal tamaño que alcanzó), Indio, Lusa y algún que otro que se me escapa en estos momentos de la memoria.

    Todos contribuyeron a llenar ese hueco que por abandono puede ocupar el tedio y la dejadez, en una medida muy superior a la de sus dimensiones.

    Viviendo con ellos es imposible olvidar que su buena vida depende de uno mismo. Ellos te lo recuerdan continuamente y hacen que sintamos que somos alguien importante. Los gatos son capaces de hacer felices a otros, menudo poderío.




    XXVIII

    Llegó la noche, una noche perfecta. El atardecer, entre bromas, fue cultivando un ambiente de intimidad, ayudado por las gélidas temperaturas y el murmullo de la lluvia que no dejaba de acariciar el tejado y de chapotear en los charcos que nos circundaban.

    Posiblemente, ese día, sentimos la protección que nos brindaba el abrigo de la casa y el guardián de las emociones se relajó. No nos importó que pudieran salir a relucir nuestras imperfecciones, ni reconocer que nos provocábamos uno al otro, y que eso estaba bien.

    Mauro se acostó pronto, era parte de su rutina, poco después del anochecer. Ana le dio las buenas noches con tacto; le endosó una palmada en el culo mientras pasaba y le dijo, “que descanses”. Había confianza. Y con confianza nos fuimos acercando uno a (la) otra y (la) otra a uno, y lejos de chocar, entre tonterías, nos enlazamos, y el temor al ridículo hizo amago de separarnos, y la gravedad, la atracción de las masas o la propia necesidad nos volvió a juntar. Entre frase y frase fuimos quitándonos la ropa horas antes de tener que hacerlo. Mi edad, aunque para algunos pudiera parecer considerable, no me supuso más mermas que a un colegial cualquiera: nervios, inseguridad, dudas, presunciones, fantasías, que se dejaron entrever enmascaradas detrás de una jovialidad inusitada. El “no puedo” perdió todo su protagonismo y el “querer” dictó sus leyes. Como guiados por el guión de una de las canciones de Edith Piaf, nos abandonamos, se nos fue la cabeza, la felicidad no fue más que cosa de dos, y seguimos dando vueltas entrelazados por el pensamiento. Sin saber de qué manera, los espacios se fueron acotando y el tiovivo de la vida nos empujó al recinto de la feria (llámese habitación para abreviar), carente de atracciones hasta entonces. Y seguimos dando vueltas prendidos de nuestros cuerpos. En ese momento adivinamos que nos querríamos para siempre, por arriesgada que fuera tal suposición, incluida la vida y la muerte...

    Y llegó el alba, oportuna y puntual, para recordarnos que nuestros sueños habían sido reales (el mío al menos), sorprendiéndonos abrazados, respirando de nuestros sudores y en silencio.

    Yo estaba ya despierto; no quería perderme ni el más mínimo detalle, ni el más breve momento, alargando mis brazos, encogiendo mi cuerpo con el humano fin de contactar con toda ella. Despacio y en silencio, para no molestar. Contorsionándome para mejor encajar en el hueco de su vida.

    Después me volví a dormir, con el ánimo sereno. No pensé en Parco, ni en su Ana. Ésta era mía, y haber dirigido el pensamiento hacia aquellos tiempos podría haberme hecho sentir culpable de Dios sabe cuántos atropellos en los que nunca tuve nada que ver. “Todos tenemos a alguien que nos ha de querer un día”, le dije, y no había sido mía la culpa de que a mí me quisiera ella.

    Volví a despertarme bien despuntada la jornada, herido por un rayo de sol que provocó que me agazapase más a ella. No quería ser molestado ni por el astro rey. Mi pequeña acometida despertó a Ana, que escabulléndose debajo de la manta apoyó su cabeza en mi pecho. Orgásmica postura después de tanto placer. Que deseara por almohada a este saco de huesos produjo un gran efecto sobre mí. Hizo que me creyera la persona más feliz del mundo, la más saludable, la mejor remunerada; un príncipe, un rey, un Dios. No eché de menos ni a los creyentes que se supone debe tener cualquier Dios que se precie.

    Mis pulmones, disminuidos por el tabaco, se ensancharon y mulleron para acomodar otro corazón en mi pecho. Levantando el embozo suavemente, o lo que quedaba de él, le dije algo parecido a aquello de “Hola Caperucita”, y no añadí nada más. Ella me abrazó a la altura de los “michelines” y rugiendo con dulzura mordió delicadamente mis costillas, y a mí me pareció haber vivido con anterioridad aquellos momentos. Seguro que fue en sueños.

    La cara de tontos no se nos fue en semanas. A mí en particular me duró años. Las nubes me parecían graciosa, el sol espléndido, el frío acogedor, el calor insinuante, la lluvia un aliado, el viento una brisa, los días preámbulos y las noches un espectáculo apto para mayores de “dieciochos”. Íbamos, veníamos, y al cruzarnos siempre nos rozábamos más de la cuenta, y menos de lo que yo me hubiese rozado. No perdíamos el apetito; la vida era sabrosa y comimos de ella. Y bebimos a sorbos de sus manantiales; ¡Qué digo a sorbos!, a tragos interminables y, aunque suene a redicho, embriagadores. Así nos duró tanto la borrachera. Hoy mismo, al acercarme a ella a hurtadillas para cogerla de la cintura y besarle el cuello, he sentido una fogosidad y un mareo que no sé muy bien a qué achacarlos.

    Y es que cuando las cosas van bien, todo funciona, y cuando la vida te da más de lo que se te hubiese ocurrido pedirle, no piensas en agradecimientos, sino en disfrutar y en recomponer el mundo a tu medida, a tu otra medida. Descubriendo nuevas situaciones, descubrimos nuevas facetas, “yos” que permanecían ocultos a la sombra de nuestro propio “yo” dominante. ¡Viva la pluralidad!

    Mauro no pareció espantarse ante las circunstancias, y vio con buenos ojos nuestra estrenada relación. Se diría que su posición era la de un padre que acabara de casar entre sí a sus dos hijos adoptivos. Además, le vino como llovida del cielo la reestructuración en el reparto de habitaciones. Por fin podría volver a utilizar el antiguo trastero, que desde la llegada de Ana se había convertido en su dormitorio, para otros menesteres; es decir, como trastero.




    XXIX

    “¿Tú crees que alguien me va a querer un día?”, me preguntó Parco, entonces, cuando la esperanza aún no había muerto, y hasta ahora he evitado darle más vueltas. Alguien tuvo que quererlo, pero no lo suficiente: ni Ana, ni su madre, ni los asiduos a su compañía, ni yo; ni él mismo.

    En varias ocasiones me lo tropecé por la calle y fingió no verme. En especial recuerdo la última vez: yo salía de la inmobiliaria y apercibí un caminante nervioso con la cabeza baja que paseaba su sombra sobre los adoquines que delimitaban la acera.

    —¡Eh, Parco! ¡Parcoo! –acabé gritando al mismo tiempo que pasaba el interurbano–. ¡Parc... –y Parco había desaparecido de las proximidades.

    Desde allí me dejé llevar a la cantina que tan familiar me resultaba, y que era parada obligada en todas mis visitas a Braza, al igual que lo fuera, años atrás, con la asiduidad de un par de veces al día.

    Para mi sorpresa, el local había sido traspasado y una pareja joven me atendió con desmesurada educación y simpatía, que por forzada me pareció fría, fingida e indiferente.

    —¿Qué le sirvo al caballero?

    Lo de siempre, me hubiese gustado decir, pero en aquel preciso momento no me apetecía beber gran cosa y fue un poleo con anís lo que me ayudó a salir del trance.

    —¿Hace mucho que estáis aquí? –quise indagar.

    —Desde bien temprano.

    ¡Qué mal planteé la pregunta!

    —Me refería a si hace mucho que lleváis el bar; antes era de Fausto; cuando yo solía venir –añadí.

    —Nueve meses –respondió mientras manipulaba la cafetera, y preguntó él a su vez– ¿Es usted de la ciudad?

    —Lo era... Pero, lo que son las cosas, no sabría decir si lo sigo siendo... ¡Está todo tan cambiado!

    —¡Hay que adaptarse! –dijo la joven de largos y rizados cabellos, que destellaban de puro tinte, y que supuse eran de la gobernanta.

    —No creas que no lo intento –le respondí, y busqué la expresión de su cara entre las mesas que tenía a mis espaldas sin lograrlo, metida en sus tareas como estaba, empujando la bayeta sobre la mesa con la cabeza inclinada–. Uno procura adaptarse pero, a veces, ya no recompensa –dije a quien quisiera escuchar, y cayó en saco roto mi sentencia. Cosa fácil cuando lo que se dice crees que no va contigo.

    —Aquí tiene –humeaba el agua densa delante de mis narices con su sobrecito seco en equilibrio sobre el plato.

    —¿Y el antiguo propietario?, ¿se sabe algo de él? –la curiosidad existía y quise satisfacerla.

    —Pues poca cosa; aparte de un número de cuenta en el que ingresamos regularmente la mensualidad del alquiler.

    No quise averiguar más; las cosas cambian y yo no soy quien para ponerlas en entredicho. Terminé mi poleo, pagué y me despedí con un “hasta la vista”.

    Por parco tampoco pregunté en aquella ocasión; con un trastorno tenía bastante, y quise primero digerirlo.

    Cuando volví a bajar a Braza, siete meses después, me dijeron que lo habían internado. Su madre se había liado con un exguardiacivil que reparaba en gastos y que no estaba dispuesto a mantener a nadie si no era a cambio de ciertos favores que con Parco quedaban fuera de lugar.

    El propio Parco fue, sin darse cuenta, cerrando puertas difíciles de abrir nuevamente, y llegó al final del pasillo, que nunca tiene puerta.

    —¡Joder con el chiquillo! –recuerdo que dijo Fausto, cuando aún dirigía su bar, ante unas circunstancias que poco tenían de alentadoras– ¡Cada vez traga más! –y se refería al alcohol.

    Yo pensé en aquella primera caña a la que le invité, y que él observó con los ojos del pecado, es decir, con temor y deseo.

    —¿Pero viene a diario? –le pregunté.

    —No, a diario no ... Pero es que si no está aquí está en el parque con una botella.

    Y es que no puede ser de otra manera, cada cual se arregla la vida cuando le llega la oportunidad, que aunque sea a tientas, se abriga la esperanza de encontrar una luz, supuestamente escondida con mala leche. El encontrarla o no ya dependerá de más factores; uno de ellos, apostaría yo, el grado de sencillez de la búsqueda.

    Me hubiese gustado, en aquel momento, verlo para poder hablar con él, pero por entonces mis estancias en Braza empezaban y terminaban el mismo día, por lo que sólo podía entablar conversación con quien se tropezase en mi camino, y Parco no fue.

    Rescatar a alguien de sí mismo, complicado cuando menos. Sin embargo, aún queriendo, no busqué la oportunidad de llevarlo a mi corral. Nos hubiésemos arreglado. ¡Qué le vamos a hacer! Los remordimientos son acumulativos.

    CONTINUARÁ...
     
    #10
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  11. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    XXX

    He pasado la noche en vela, es un decir. Lo achaco a aquello que los medios, en Braza, se empeñaban en llamar humedad relativa. Supongo que la relatividad estribaría en que se tuviera aparato de aire acondicionado o no. Para mí, lo de hoy debería llamarse humedad asfixiante. No ocurre a menudo pero cuando sucede uno tiene la sensación de vivir en un acuario de aguas calientes y echa de menos un par de agallas.

    Es temprano, o tardísimo, según se quiera ver, la hora no sabría decirla; qué importan unas horas más o menos. Cuando amanezca aún serán las siete y a partir de ese momento los espacios de tiempo irán sucediéndose a intervalos regulares hasta la hora de comer, y después de cenar, y llegará otra vez la hora más larga, oscura y repetitiva. ¿Será que tengo problemas con el sueño?

    Cada vez aguanto peor esto de las estaciones interminables: verano, veranito, invierno, veranito y verano de nuevo. Pero bien, intentaré, como de costumbre, escaparme en este brusco entretanto en que no se sabe si es de noche o de día y en el que el calor lo inunda todo.

    Ana cumplía los años, y casualmente siempre era verano. Mauro y yo disimulábamos cierta emoción que llevábamos hasta el límite de ir esquivándonos a causa del miedo que supone no saber si se puede guardar un secreto. La que más disimulaba ese día era la propia Ana.

    —¿Ya estás de pie? –era su saludo. Ese u otro que no fuera el “buenos días” habitual.

    —A ratos; de pie, sentado, a ratos –le contesté yo alguna vez, eludiendo también sin darme cuenta lo cotidiano.

    —Bien, bien... pues voy a ver si han madurado los tomates y lleno la cesta antes de que se los coman los caracoles –esa o cualquier otra faena se inventaba con tal de no estar demasiado tiempo a tiro y se esfumaba con un aire de tranquilidad sospechoso.

    Ana decía todos los años, semanas antes de su cumpleaños, que no quería nada especial, que tenía lo que necesitaba y que cualquier otra cosa seguro que sería algo superficial o un gasto innecesario. Nosotros le insinuábamos que estuviera tranquila, que de regalos ni hablar. Mauro además añadía: “para regalitos estoy yo”. Ella insistía y decía que hablaba en serio, que esperaba que no se repitiese lo del año anterior, y nosotros le asegurábamos que por supuesto que no.

    Siempre había un año anterior, y no ocurría sino que a la hora de comer, o mejor dicho de haber saciado el apetito, Mauro sacaba unas pastas y Ana, ruborizada, protestaba al mismo tiempo que cogía una:

    — ¡Pero para qué compras nada!

    —Tú come chiquilla, que ahora saco yo el “champañe” –replicaba Mauro excitado por la ocasión y la manera inusual de comportarse.

    —¡Es que no sé cómo sois! –decía Ana, y no era un reproche de su parte, más bien un agradecimiento.

    Seguíamos hablando y tomando de aquí y de allá, sujetando los nervios y soltando de vez en cuando una carcajada difícil de explicar en otra situación. Cuando parecía que la tertulia iba a decaer Mauro, o yo (uno de los dos), se levantaba, momento supremo, no sé con qué excusa, y volvía con un regalo. Podía ser un libro, un jersey, unas botas o cualquier otra cosa susceptible de ser utilizada hasta la saciedad. Cuando los agradecimientos mutuos estaban de sobra, que era casi en el acto, el otro de los dos se ausentaba, esta vez sin pretexto aparente, para traer un segundo regalito: unas botas, un libro, una chaqueta o algún deseo pillado al vuelo de nuestra anfitriona.

    Al fin y al cabo un regalo debería ser siempre la materialización de un deseo a fin de no convertirse en una carga de la cual hay que desembarazarse pronto y dejarla en una estantería, encima de una mesa o en una bolsa de las que se meten dentro de un cubo con los extremos preparados para sellar el asunto.

    Por otra parte, cuando decimos no esperar nada, en el mejor de los casos mentimos.

    Onomásticas hubo en que enlazamos con la cena: dos pastitas más, un vaso de leche y a dormir; o al menos a la cama a esperar el sueño.

    En una ocasión cumplió los treinta y tres, y Mauro bromeó: “buena edad para morir”. Me sorprendió que Ana, a renglón seguido, comentara que la muerte era relativa, que no todo el mundo tenía el mismo calor a la misma temperatura, que la humedad que a unos asfixiaba a otros les hacía sentir el roce de una brisa fresca en la piel, y algo así como que a todos nos había tocado ser los ángeles y demonios de nuestras propias vidas. Dijo también que la muerte no era tan solo morirse y acabar, que la muerte era una parte de la vida; se repetía como el calor, el frío, la humedad y las tempestades.

    —Vamos muriendo y naciendo, ¿sabes? –decía Ana–. Todos hemos sentido morir, en vida, alguna parte de nosotros mismos... no sé muy bien cómo explicarlo. Y... y a la vez, cuando nos sentimos entusiasmados es porque algo en nosotros está naciendo y nos ofrece la posibilidad de proyectarnos, crecer y empezar de nuevo.

    —Yo empiezo de nuevo todos los días –creo que le dije, con el ánimo de no decir más de la cuenta pero hacer notar que estaba presente.

    —Sí, y yo, pero eso no deja de ser sino una continuidad, algo que se repite todos los días con mayor o menor humor. También nos abandonamos al sueño todas las noches y no por ello muere nada en nosotros que no sea la consciencia.

    —Nos está llamando inconscientes –sentenció Mauro, dándonos la espalda para que no viéramos su sonrisa de oreja a oreja; pero la adivinamos.

    —No habéis tenido esa suerte –replicó Ana–. A vosotros, como a mí, os ha tocado sufrir por exceso de conciencia.

    —La nuestra y la de los demás –quise adivinar.

    —Más o menos –ratificó Ana–. Pienso que muchas veces no hemos podido desprendernos de nuestros escrúpulos a no ser que nos obligara el sueño, y las veces que, a nuestra buena suerte, lo hemos logrado, el trato ha sido desmerecido.

    Aquél fue un cumpleaños atípico. Demasiado profundo para ser un solo año el causante de tanta reflexión. Y es que se ve que estas cosas, como tantas otras, también son acumulativas; uno las va amontonando de la mejor manera posible y aún así no es suficiente. Al final se nos caen encima.

    Sólo fue un cumpleaños, pero a mí me dio por pensar, costumbre que actualmente me ocupa la mayor parte del día.

    Y es verdad; últimamente pienso más que laboro, cosas de la edad (menos mal), y en ello estoy: me ha dado por creer que cuando empezamos a vivir nos abandonamos (como niños que somos), que crecemos y nos preocupa hasta el aliento (el bueno y el malo), que pasada la adolescencia ensanchamos horizontes y otras rasgos, proyectándonos sin escrúpulos ni temores ni miedos a gozar, y los que nos rodean nos excusan diciendo “es que son jóvenes”; después dejamos de crecer y perdemos el miedo a la altura, ¡ya somos maduros!, pero caemos igualmente; y por fin, con los años, volvemos a ser jóvenes, sin miedo a aquellos escrúpulos, más libres y más solventes que nunca pero con el inconveniente de un cuerpo consumido por la espera, que es mi caso.

    Supongo que Ana, en la ciudad, necesitaba abandonarse sin miedo al qué dirán y en algún momento dejaron de excusarla y, lo que es más importante, no halló en toda Braza a nadie a quien poder perdonar esa conducta.




    XXXI

    Hace tiempo que lo que los noticiarios radiofónicos llaman Planeta Tierra se reduce para mí a este par de kilómetros cuadrados en los que me muevo y descanso (y en el que nunca aciertan las predicciones).

    Me muevo y sobre todo descanso. Descanso de tanto haberme movido en los años precedentes y acostumbro el cuerpo a lo por venir.

    Desde luego, no pensaba en fatigas aquella noche en la que Ana inundó mi vida hasta el punto de casi ahogarme con ella en nuestra propia saliva. Por suerte tuvimos un cuerpo ajeno al que amarrarnos. Náufragos fuimos, pero de pacotilla.

    —Te quiero –le susurré por debajo de la oreja mientras me aferraba a las formas de mi salvación.

    —Calla, calla ... –me respondió con respiración entrecortada– y demuéstramelo, pero sin palabras.

    Dudé durante unos segundos insignificantes de mi poder de reacción; el tiempo de darme cuenta de que ya había reaccionado. No quedó un solo centímetro de su cuerpo que no recorriera yo con el mío. ¡Qué viaje!... (y que me perdonen los puristas).

    Ni que decir tiene que a la mañana siguiente nos levantamos tarde, al olor de la comida. Mauro nos había preparado un revuelto de espinacas con jamón que hizo que nuestros estómagos nos despertasen.

    Ana fue la primera en incorporarse. Se puso mi camiseta, que no le llegaba ni a mitad muslo, y con la nariz por delante salió a investigar. Yo rumié, muy para mis adentros, “demasiado fresca va esta”, y me arrepentí enseguida de haberlo rumiado. Fue aquél un pensamiento reflejo de apropiación indebida.

    —Venga, a la mesa, que también de pan vive el hombre –oí que le decía Mauro en la cocina.

    —Uhm , huele que alimenta.

    —Falta os hace –respondió Mauro, y a mí me hizo gracia.

    Esperé unos minutos en la cama, medio adormecido medio expectante, y viendo que nadie reparaba en mi estado, o en mi ausencia, me levanté también y salí al encuentro del futuro más cercano, que esperaba que fuera una comilona, como así fue, y algún que otro comentario de Mauro.

    No sé por qué, siempre, ante circunstancias nuevas, me regalo un espacio de tiempo extra, sea para asimilar, adaptarme, o simplemente por recreo de mis sensores, (sentidos sería la palabra más adecuada).

    Salí pues, con un aire de triunfador que tuve que abandonar pronto al ver que era la comida la que acaparaba todo el protagonismo y parte de la conversación. Con todo, no pude reprimir un “buenos días” algo subido de entonación y un andar que parecía seguir desafiando la gravedad.

    —¡Siéntate coño!, siéntate en una silla, que aún tropezarás con algo y la vas a montar.

    Volvió a resultarme gracioso que dijera “montar”. Todo podría haberme resultado divertido en aquel estado. Y es que iba yo de un lado para otro oliendo a jamón vuelta y vuelta, a pan tostado, a fuet recién rebanado, y escuchando el crepitar del aceite recalentado que burbujeaba alrededor del huevo en la sartén, sin decidir que frente atacar primero. Mauro seguía de pié, abasteciendo la mesa en la que hasta entonces la única comensal era Ana que, está de más decir, no dio ninguna importancia a mi llegada. ¿Por qué tenía que hacerlo? Cada cosa a su tiempo. En aquel momento, ella, seguía dando preferencia a los sentidos que simplemente se habían desplazado al alto vientre.

    Obedecí inconscientemente, sentando mis felices posaderas sobre la silla que Mauro seguía sosteniendo asida por el respaldo y que invitaba a rendirse y a verlas venir. Ni aún así dejaron mis piernas de moverse.

    —Gracias Jefe –solté, verdaderamente agradecido.

    —¡Que no me llames “jefe”, coño! Otro que tal. ¡Aquí se pega todo menos la hermosura!

    —Venga, Mauro, si en el fondo te gusta.

    —¿Y qué quieres?, ¿que te bese el culo por decirlo?

    —No hombre, no, eso faltaba.

    Su humor siempre fue bastante oscuro, y cuando de mejor humor estaba más oscuro se ponía y más burradas soltaba.

    —Me cago en diez, que a partir de ahora te voy a apretar en las faenas, a ver si así el “jefe” te va metiendo otra vez en el redil, ¡descarriado!

    —¡Pero bueno¡, ¿tú has visto Ana? –le pregunté retóricamente y en tono de guasa.

    —Umh, umh –asintió sin responder, siguiendo a lo suyo sin haberlo dejado.

    —Este lo que quiere es explotarme, y para ello no se le ocurre otra cosa que echar mano de la moralina, virtud, santidad o como quiera llamarlo. ¡Jamás he visto!

    —Umh –volvió a asentir Ana con la cabeza.

    Estaba claro que de haber alguna carencia en aquellos instante era alimenticia, así que lo demás podía perfectamente pasarse por alto.

    Sentado ya, y en la corta espera del plato que me hiciera frente, aún vino Mauro a sorprender el movimiento de mi mano posándose sobre el dorso de la de ella que se apoyaba en la mesa a una distancia equidistante del pan y de su propio plato.

    Tuvo esta vez Mauro la delicadeza de no hacer ningún comentario, pero eso no evitó que yo advirtiera en mi acto un no sé qué de inhabitual que concretamente atribuyo al miedo que sentí al rechazo de un acción que, a falta de costumbre, me pareció torpe y fuera de lugar. Desatinos de la mente, porque Ana, doblando la palma de su mano hacia arriba y atrapando la mía, borró en unos segundos cualquier atisbo de inseguridad. Y si a eso añadimos el beso con el que marcó mis tendones, la complicidad estaba clara.

    —Vamos a ver, ¿qué tenemos de primero? –dije, retirando la mano que tocaba el cielo para coger el tenedor.

    —¡Joder!, de primero pisar el suelo –no se le escapaba una a este Mauro.

    —¿Y de segundo?

    —Comerse el mundo –insinuó Ana entre dientes, señalando con el dedo índice, que curvó adrede, su plato y el mío.

    —¡Anda que no habéis comido ni “na”! –recalcó Mauro mientras me servía un huevo frito esquinado en un plato enorme con una buena ración de revuelto que acababa de ocupar toda su superficie.

    Visto el panorama, no quise andarme por las ramas y me puse las botas, gastronómicamente hablando.

    —Pásame el pan –y Ana me lo pasaba.

    —¿El vino? –y era yo quien se lo acercaba.

    Mauro se sentó con nosotros el tiempo justo de hacerse una manzanilla y, mirando sin mirar, comprobó que las cosas iban bien.

    —Bueno, yo ya he cumplido, así que me voy a dar un vistazo al resto de pajaritos.

    Y tanto que había cumplido. Aquella fue una de las pocas veces que hizo una concesión a su carácter esquivo, y la única que nos preparó el almuerzo.


    XXXII

    Ana dice que hoy es Nochevieja, y le he tenido que apuntar que en todo caso el viejo seré yo, que al fin y al cabo los años se renuevan, siempre son nuevos, cada doce meses. ¿Qué tendrá que ver esta noche con el macabro proceso en el que el día te entretiene y la oscuridad pasa factura? Nada, o a lo sumo poco. No me atrevo ni a desear lo mejor como hacíamos antaño. Expresar los mejores deseos, ¿para qué? ¿Quién podría ofrecernos unas piernas nuevas, o un corazón más fuerte, o unos brazos menos flácidos, o una piel planchada? ¿Cómo recuperar la vida de los amigos que se fueron y no sólo su recuerdo?

    Mañana será año nuevo, es la única conclusión que saco, y miedo tengo de saber cuál puede ser la novedad.

    La memoria sigue siendo selectiva, de lo cual doy gracias, y ayer me entretuvo recordando uno de los días más felices de mi vida. Lástima que el anochecer me sorprendiera y me recordara que era la hora de mi pastilla vespertina, esa que a mi edad pone las cosas en su sitio y me envía a la cama en cuestión de segundos haciéndome olvidar el pasado, el presente y el futuro (le agradezco también esto último).

    Ayer me trasladó en alma, y casi en cuerpo, al día en que empezó una nueva relación, con la misma persona, y era la tercera, relación digo, con la misma persona. Los tiempos han cambiado, como nosotros, pero entre cambios se agradece la facultad de recuperar aquellos pedazos de nuestra propia vida que nos hicieron rozar el cielo, si es que existe, y nos apartaron de las preocupaciones mundanas que, si se mira bien, son casi todas cuando encuentras algo que realmente importa.

    Volviendo atrás, ayer me quedé en el almuerzo. Mauro ya se había ido y nosotros dos alargamos el banquete y acortamos la distancia que nos separaba para mejor entendernos sin tener que utilizar la voz:

    Sus ojos me contaron que estaban a gusto, que por fin se atrevían a relajar la mirada y dejarse llevar por el reflejo de otros ojos. Los míos, orgullosos, les respondieron que no cabía tanta felicidad en sus órbitas y a renglón seguido, por el rabillo, confesaron que no acababan de creérselo. Mis manos le dijeron que ella era lo más suave que en mucho tiempo habían tocado y que, aunque fuertes, sabían ser delicadas en según qué temas. Las suyas me aconsejaron que no me preocupara y, con los dedos, multiplicaron su suavidad y mi confianza.

    Después salimos a dar una vuelta, con la intención disfrazada de buscar el máximo número posible de testigos para tanta dicha y airearla al mismo tiempo entre los que nada podían decir al respecto: árboles, pájaros, insectos, pequeños roedores... porque no sólo los problemas se comparten. Truffo nos acompañó y daría cualquier cosa por saber lo que por aquella pequeña cabeza felina estaría pasando al ver el poco hueco que entre Ana y yo dejábamos. Él estaba acostumbrado a pasearse entre ambos y a ir y venir de uno a otro con el lomo curvado, que restregaba en nuestras piernas después de acometerlas con testarazos intermitentes; pero en aquella ocasión, al segundo golpe fortuito de nuestra parte, puso tierra por medio siguiéndonos a distancia, esperando la oportunidad de volver a ocupar su puesto entre los dos.

    Aquel día no subimos a la Peña Prieta; hubiese sido un esfuerzo excesivo y fuera de lugar. Tampoco bajamos al pueblo a regalarnos unas consumiciones; esa fue una costumbre posterior que solía ocuparnos algunos domingos por la mañana y a la cual Mauro sólo se apuntó un par de veces. Aquel día seguimos a nuestras sombras, que nos condujeron por la caprichosa senda a lo alto de la loma donde se encontraba la primera charca. Allí, cerca de los juncos que por aquella fecha ya habían colonizado el humedal, nos dejamos caer, que fue como volar, a la sombra del álamo y, sin grandes ademanes, nos dispusimos a sentir la naturaleza que nos rodeaba y la propia.



    XXXIII

    Hoy también he consumido la tarde entre paseos y descansos. Voy a echar una mirada a los perales, me digo, y en el trayecto me detengo en cada repecho sentando mi culo en el primer promontorio que insinúe un pequeño respiro para mis pierna; a las cuales sigo estando muy unido, no por razones sentimentales sino por el hecho de que son las únicas que siguen aguantando mi peso y mis extravíos.

    Cuando me siento, me olvido de ellas y mi cabeza, libre de esa preocupación, se ocupa en otras tantas que fueron dejando de serlo con el paso de los lustros. Es por eso que desde hace aproximadamente un mes pasea conmigo una de mis viejas libretas en donde deposito a plazo fijo alguno de estos pensamientos.

    Ocurre también que, tras varios descansillos, se me olvida la razón primera que impulsó mi ya maltrecho cuerpo, con su inflamada rodilla, a salir a la aventura, pobre aventura, de inspeccionar a sabiendas el abandono de lo que me rodea y de su núcleo.

    Podría moverme un poco más, rumia una pequeña porción de mi cerebro al ver los campos resecos y los árboles despeinados. Estoy seguro de que si nos lo propusiéramos seríamos capaces de ayudar en la medida de nuestras posibilidades al terreno, se atreve a plantear otra diminuta parte contigua a ésta.

    A mí también me duele que estas tierras puedan sentirse algo desatendidas u olvidadas, infravaloradas o relegadas a consecuencia de lo poco que se les pide; pero aquí cada uno se las va ingeniando como sabe para no secarse más de lo debido, y las ideas solas no bastan para acometer empresas, ni las empresas, a nuestra edad, ofrecen las suficientes garantías de satisfacción.

    La última gran empresa que se acometió en esta casa, y hace más de veinticinco años, fue la remodelación completa del cuarto de baño al cual se le añadieron un par de metros cuadrados hurtados al exterior de la vivienda. Una pared demolida, otra levantada, un tejadillo, tres piezas de mobiliario de baño y cuatro complementos.

    —Pero si para lavarte y cagar con un apartadillo te apañas –protestó Mauro, fiel a sus ideas, cuando Ana empezó a insinuar lo bien que nos vendría un cuarto de baño como Dios manda.

    Cierto es que yo apoyé la idea. Cómo no hacerlo; para entonces, de hecho, éramos pareja y entendía a la perfección sus reclamaciones. Las duchas, o como se pueda llamar aquello que hacíamos, se volvieron más asiduas y, claro, lo de calentar el agua, llevársela al cuartillo de aseo e ir echándosela por encima se fue convirtiendo en un engorro. En verano no importaba, porque te ibas a la balsa y entre juegos y geles salías más limpio que una patena, pero en invierno había que pensárselo tres veces. El aseo que teníamos se reducía a un metro de ancho por dos de largo; el ancho se adosaba a la pared del trastero y a la de la cocina, los dos de largo ocupaban la distancia y el espacio de una a la otra. Al entrar los pies te advertían del desnivel existente, que justamente confluía con su contrario en el centro, en el mismo ojete del desagüe que había en el suelo. A la misma altura, adosado a la pared, se encontraba el lavabo, y en el fondo a mano izquierda el retrete; una taza con cadena. Los azulejos cubrían el suelo y trepaban por las paredes hasta llegar a una altura que se aproximaba más al metro y medio que a los dos metros. A partir de ahí, la pintura plástica cubría el cemento dejando ver algún que otro desconchón; eso sí, muy higiénico. Allí adentro, nos echábamos el agua por encima con un cazo sin ningún tipo de miramientos, y después de secarnos y de dejar escurrir el entorno, le pasábamos la fregona a todo el suelo y listo.

    —Mauro, si con nada está hecho –casi suplicaba Ana, sabedora de que al final siempre se salía con la suya.

    —Ya veremos, ya veremos lo que se puede hacer.

    A la semana siguiente, una mañana, nos despertaron unos ruidos secos y acompasados y los dos creímos adivinar el origen y su finalidad. Nos levantamos a toda prisa tras una fugaz mirada de complicidad y de victoria y nos dirigimos entre legañas al habitáculo, entre cuatro paredes, en el que estábamos seguros se producían los incidentes.

    La puerta estaba cerrada pero por el quicio intentaba escapar más luz de lo que era normal, abrimos y la puerta produjo un chirrido agudo de guijarros arrastrados. Una de las paredes había desaparecido y el lavabo, desmontado a piezas, yacía en un rincón velado por el polvo del ambiente. En el centro Mauro, blandiendo una maza al más puro estilo vikingo.

    —Podías haber avisado –le dije– y te hubiésemos ayudado.

    —Tranquilo que aquí hay para todos. En una hora está aquí el camión de los materiales y esto hay que despejarlo... pero sin prisas, ¡joder! –y él se afanaba en derribar el muro–. Id, arreglaos el cuerpo y después manos a la obra.

    La orden me sorprendió en una encrucijada: por un lado el ansia me azuzaba para ponerme a trabajar en el acto, por otro el estómago pedía su limosna diaria, y entre el tumulto, que siempre son más de dos, los ojos rogaban que se les apartase la nube que deslucía las imágenes. Por comodidad hice caso a aquella voz, y al volver sobre mis pasos comprobé que Ana ya había puesto la leche a calentar y tenía la cara más fresca que una rosa. Y es que el tiempo pasa deprisa incluso cuando te paras a pensar.

    Ese día tomé leche y me sentó mal, falta de costumbre, pero nada grave, nada que no se pueda evacuar rápidamente.

    Cuando vino la camioneta con el material de construcción, Mauro había terminado de borrar aquella pared que durante tanto tiempo nos había privado de una cierta libertad de movimiento, y nosotros hicimos desaparecer sus restos. Mauro dio instrucciones sobre el tema y ciñéndonos a ellas fuimos colocando los escombros sobre la calzada que, próxima a la casa, aguantaba la era que nos protegía de la pendiente obsesiva del terreno. Mauro se encargó, más adelante, de disimularlos entre piedras levantando al mismo tiempo un muro, prolongación de la calzada que hacía las veces de barandilla y de mirador.

    La materia prima ya en casa, los trabajos duraron una semana, en la cual hicimos las mezclas oportunas para ir dándole forma a aquella pared, la vestimos de azulejos, desvestimos las que quedaron en pie para acoplarles el mismo traje a todas ellas y colocamos los sanitarios y demás artilugios propios de tal cuarto, todos ellos en blanco. Incluso el espejo, de un tamaño considerable, era blanco, aunque de un material plástico que a nosotros dos no acabó nunca de gustarnos. Pero, ¿qué es un mal espejo dentro de aquel cuarto de baño que recibimos, además de cómo un regalo, como un triunfo personal? Una mala hierba sin descendencia, práctica y controlada, podría ser la respuesta.

    Seguimos sin tener bañera. La verdad es que nadie la propuso entre las prioridades que Dios manda para un cuarto de baño, sólo Ana comentó, cuando vio el plato de ducha entre los embalajes, “ah, que no has encargado bañera”, y Mauro respondió que no, que a la larga era una incomodidad, un peligro y un derroche, a lo cual Ana añadió, “bien, mejor, un plato está bien”, y se acabó de convencer con el tiempo, con mucho tiempo.

    Voy a tener que cerrar la libreta y volver a casa si no quiero acabar escribiendo a ciegas, si es que no lo estoy haciendo ya.

    Recapacito: he consumido la tarde, otra diferente según lo que he escrito, y cuando llegaba la noche me he dicho “es tarde ya”, y no he sabido a qué atenerme.



    XXXIV

    No estoy totalmente seguro, porque con facilidad olvido las partes menos productivas de mi pensamiento, pero la convivencia conlleva el riesgo de enfrentarse con alguien que no seas tú mismo, y claro Ana es Ana, y yo no.

    Es verdad que en toda relación existen altibajos, los dos lo discutimos en más de una ocasión, pero hasta la fecha hemos seguido siendo fieles a nosotros mismos y así es muy difícil llegar a mayores; porque sin inseguridades todo es pasajero y el saberlo un gran alivio. Por lo tanto, nuestras diferencias no han llegado a ser un problema, más bien una provocación en la cual caímos una y otra vez sin ningún disgusto.

    Las tostadas de pan a la brasa con aceite y sin sal que tengo delante me recuerdan una de nuestras insignificantes diferencias o discusiones; una de esas que empieza porque el otro parece que te quiere más de la cuenta y pretende demostrarlo con delicados reproches.

    Yo le decía, hace unos años, que las tostadas con sal eran mucho más buenas, y le echaba; ella me decía que no, que con sal eran muchísimo peores para mi salud. No lo entendía entonces porque, para mí, incluso el acto de espolvorear sus granos a cuatro dedos de la rebanada hacía que me sintiera el hombre más saludable de la tierra.

    —Cuando cristalices hablaremos –concluía ella.

    Pero creo que aún no he cristalizado y nunca sabré si la causa ha sido el no ponerle ya sal a las tostadas.

    Bien es cierto que en aquella época después de abusar me hartaba de agua para que la sal corriese y no llegara a formar ninguna figura indeseable en mi interior, ¡qué tensión! Tampoco sé si este acto, costumbre o manía, como se quiera llamar, habrá ayudado en algo a mi salud, pero en aquel entonces limpiaba mi conciencia, que ya es mucho.

    También podría yo haberle echado a ella en cara conductas, a mi modo de ver, reprochables y decirle que éramos tres, luego dos, y que cada uno a su manera intentaba hacer llevadero lo por venir; con sal en mi caso, con canturreos y canciones en el de Mauro y con locuras y extravagancias en el de Ana. Pero no dije nada, porque ella podría haberse molestado y yo no tener razón. En esto del decir o no decir hay que andarse con mucho ojo.

    Volviendo a los altibajos y a lo que sospechamos que nos hace bien o no; ocurre, y no es en vano, que somos propensos a inventarnos nuevas realidades, y a ellas achacamos todo lo bueno y lo malo que nos pueda pasar. Buscamos fuera (ya en otro ámbito) las causas de nuestro desasosiego, cuando en realidad son incapaces de traspasar los pocos milímetros de piel que nos envuelven. Cuando tenemos ganas de guerra inventamos un enemigo, porque la guerra ha estallado en nuestro interior, y cuando encontramos la paz anhelada en uno de esos rincones nuestros que tantas veces se nos resisten, capitulamos y parece que todo el mundo sea bueno, que no haya habido mala fe en nuestro entorno. Buscamos en una tostada unos minutos de placer, y lo encontramos en nuestro sosiego; vemos en una tormenta un mal augurio, y es la mirada la que enturbia nuestro pensamiento. ¿Será que somos lo que pensamos y que son nuestros pensamientos los que nos dirigen y manipulan? Pues seguro que sí.

    Y no quiero hablar más del tema que hoy tengo algo de prisa, que Ana me estará esperando para recoger cuatro tomates en el bancal de al lado de la charca con toda su buena fe y aguardando también el cesto que me ha dicho que le traiga.
    CONTINUARÁ...
     
    #11
  12. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    XXXV

    Parco me engañó.




    XXXVI

    He estado dándole vueltas y he llegado a la conclusión de que Parco no jugó limpio.

    La mayoría de las veces que pude hablar con él fue de lo que a él le apetecía, que si no le interesaba el tema se subía a las nubes o se largaba sin más. Siempre que nos tropezábamos era porque quería encontrarme; cuando no era este el caso, se hacía el despistado y no había Dios que le pudiera llamar la atención. Las pocas ocasiones en que me pidió consejo, no lo hizo sino para oír lo que él esperaba oír, y si no lo escuchaba pronto cerraba los oídos y se largaba por piernas a buscar opiniones más favorables o a encerrarse en sí mismo. Y uno no podía dejar de sentirse culpable sin saber porqué. Ignoro hasta qué punto se excusó y nosotros le excusamos en su incapacidad. Fue egoísta y perezoso hasta consigo mismo. Le bajamos el listón y ni aun así pudo sobrepasarlo; claro que esto es sólo una forma de verlo.

    ¿Qué tiene más mérito, el esfuerzo o la genialidad? Sin lugar a dudas la constancia, que es el esfuerzo continuado. Reconozco, en todo caso, que en mi larga vida hubo unos segundos en los que ambicioné ser genial (hace tanto tiempo de ello que posiblemente no sea en esta sino en otra vida), pero deduje que no recompensaban tantos sacrificios, total por unos segundos de gloria (o ni eso); sería por ello que, después de meditarlo, llegué a la conclusión de que mejor dejarlo. “La mayoría de los genios están muertos, han llevado mala vida o ambas cosas, me consolé, así que para qué esperar un balance positivo dentro de una botella; o peor todavía, encerrado en una caja construida generalmente de madera.”

    No era una mala argumentación la de entonces, pero para decir que las uvas estaban verdes sobraban las palabras (o pensamientos en este caso). Como si ser genial sólo fuera cuestión de proponérselo. Con los lustros, una cosa no ha cambiado, sigo sin ser genial pero por otras razones. Ahora procuro ser constante y cuando lo logro me felicito por ello.

    Rectifico; Parco no engañó a nadie, se engañó a sí mismo. Se construyó un mundo a todas luces inviable, lleno de extraños, de rencillas, de verdades a medias y, por lo tanto, de desconfianza.

    Parco fue un incomprendido, que hubiese sido un mal menor de no ser porque nunca quiso que nadie lo comprendiera, porque para ser comprendido primero se debe compartir... y él no supo hacerlo.

    Por otra parte pienso en Cuhrt y descubro que siempre fue fiel a sí mismo y que ante los demás adoptó una postura uniforme y acorde con sus pensamientos. Para él la vida era “una puta mierda” que podía compartir y disfrutar a ratos.

    Los demás tuvimos un poco de todo, de saber y de ignorancia, y creo que al fin el balance fue positivo; aunque las ausencias por momentos nos cobren peaje y la ganancia sea sobrevivirlas.




    XXXVII

    El viento ha removido los posos del gris de mi mente. Las hojas en su caída me cuentan que fueron verdes y llenas de savia; pero hay que saber escucharlas. El contraste de tonalidades (verdes, amarillos, naranjas, rojos, marrones), además del otoño representan, a mi modesto e idílico modo de ver, la vida misma tan contrastada ya por el paso de las estaciones. Y siempre es lo mismo, y nunca se repite lo suficiente. Y es idílico, sí, cuando la calma despeja las nubes del pensamiento, tan propenso a las tempestades.

    —Un día oí, en un cine de verano, que teníamos que sacar, cada uno, la mujer fuerte que llevamos dentro.

    —Vaya mariconada. ¿Y no dijo nadie que sacaran ellas el hombre débil que van escondiendo?

    —¿Ves?, ya te sientes atacado. Pero Mauro, si estamos hechos todos de la misma pasta, hombre.

    —Sí, de la misma puta pasta, sólo que con algunos se han lucido menos.

    —¿No te referirás a las mujeres?

    —¿A las mujeres? No, ¡coño!; a ti y al que dijo eso.

    —Lo dijo un travestido en una película.

    —¡Ah cojones!, ya sabía yo que eso no era muy normal. Y déjate de filosofías baratas, que el que mucho habla poco labora. No conozco, ni de lejos, a ningún charlatán que sea trabajador... ¡Y estira de la red, tío huevos, que están cayendo las aceitunas fuera!, ¿que no lo ves? ¡Joder!

    Ese día estábamos empezando la temporada de la oliva. Era otoño, casi invierno, y el viento helaba nuestros cuerpos como lo hubiera hecho en un cine de verano por estas fechas.

    El viento, viajero incansable, que con su roce contrae nuestros poros para que nada en nosotros escape, obligándonos a convivir con episodios casi olvidados de anteriores soledades que dejaron de preocuparnos.

    —Tengo que organizar mi vida –me exigí, sin segundas intenciones, una tarde en la que no contaría más de diecisiete años.

    Yo, entonces, albergaba la pura creencia de que en esta vida, como si de una película se tratase, teníamos la facultad, unos más que otros, de interpretar un papel (mejor o peor) y de cambiarlo a nuestro simple y mero capricho. Hoy añadiría “según las exigencias del guión y de los demás actores” y suprimiría aquello de “a nuestro simple y mero capricho”.

    —Tengo que organizar mi vida –y pensaba en los amigos, las amigas y nuestras relaciones adolescentes. Gran problema, susceptible de ser organizado; al menos en aquellos tiempos en los que un gesto a tu alrededor podía hacerte volar o hundirte y arrastrarte en picado hasta tu mismos abismos.

    El viento, que con sus remolinos agrupa a los desarraigados para que hablen de sus ramificaciones, sin entrar en ciertos detalles que no tendrían ni pies ni cabeza.

    —Cuhrt –saludé sin entusiasmo, alzando el brazo al mirarlo–. ¿Qué, resguardándote del vendaval?

    —Ya ves; no más que otros días.

    —Hace una mañana horrible –dije frotándome las manos.

    —Depende de para lo que la quieras, mi buen amigo, porque lo que es a mí esta me sirve.

    —Sí, me he dado cuenta de que lo tuyo son los espacios cerrados.

    —Te tuve siempre por observador y no me has defraudado. Aunque no vayas a creer que es por vicio. Mi preferencia se basa en las facilidades que se te ofrecen para controlar a los intrusos. Pero siéntate si no vienes con prisas –y me proporcionó la primera silla que pudo asir sin levantarse.

    —¿Qué, llevas mucho tiempo dándole vueltas al bolígrafo? –le pregunté mientras me sentaba al ver que la hoja por donde estaba doblado el cuaderno seguía con sus cuadrículas en blanco.

    —Unas dos consumiciones... que no han logrado arrancarme ni la más mínima ocurrencia.

    —¿Y cuándo debes entregar el presunto escrito?

    —Debiera presentarlo hoy mismo, a mucha dilación.

    —Pues ya ves... es otoño, está nublado y el viento arrasa los pensamientos; ¿ves?, ya tienes un pié por donde empezar. Ah, que si molesto lo dices, que no quiero atrasarte ni meterte en el compromiso de que me envíes a tomar viento fresco.

    —No, siga, siga usted, que con un poco de suerte con la firma bastaría –dijo, levantando la vista un tanto exageradamente y sin fijarla en nada en concreto.

    —Tampoco te vayas a burlar de mi modesto intento de ayudar.

    —“Arrastrados por el viento, en una nube viajan mis pensamiento –escribió, al tiempo que lo pronunciaba arrastrando cada sílaba.

    —Y ahora podría estar bien que hablaras de algún náufrago... o marinero –sugerí, creciéndome ante el reto que yo mismo había inventado.

    “Cual Robinsón en una isla, sin lunes, sin miércoles, sin viernes”.

    —Solitario.

    “Más solo que los cuartos”.

    —Rodeado de agua.

    —“Anegada la esperanza por un presente de olas y de espuma”.

    —Y sin poder escapar.

    —“Vislumbro el final de la aventura, por cierto abrumador”. ¡Ya está!

    —¿No me digas que ya has terminado el relato? No es por nada, pero creo que queda un poco escueto y pesimista –opiné convencido.

    —¿Acaso supones que los fundamentos no lo son?





    XXXVIII

    “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”, pero no lo haré porque seguro que ya están escritos. Quizás mañana acudan a mi pensamiento las canciones más alegres y jocosas de las compuestas o por componer. Hoy es hoy y mañana no se sabe, apenas intuyo un futuro cercano: la hora de la cena, unos minutos para mis últimas necesidades y una cubierta cálida que atrape mi cuerpo y, con un poco de suerte, le obligue a descansar y a desconectarse.

    ¿Qué se puede hacer ante un estado de ánimo tan cambiante? Sobre todo no perder la razón y ser consciente, hoy más que nunca, de que nada dura eternamente, que hasta los malos tragos pasan rápido, ¡maldito cuerpo! Y digo maldito cuerpo por no profundizar en el tema y encenderme. No valdría la pena. Sin embargo matizaré que él y sus achaques son los únicos culpables de mis momentáneos desasosiegos.

    Yo, por el momento, voy viviendo y muriendo el día a día; llego a inventarme paraísos y, no siempre pero a menudo, se me llenan de fantasmas importunos que salen de mis huesos. Sobrellevo mi peso, mis achaques y sus condicionantes, pero me obligo a respirar de tanto en tanto el aire fresco que me abre por completo los pulmones.

    “Soy mayor, coño”, dijo Mauro aquella vez, y dicho queda, no hay vuelta atrás. No obstante, cada cual se construye su propia tabla de salvación, ya sea de maderas, de pensamientos o de ilusiones.

    Deberíamos ser conscientes de que en el mismo momento de nacer se nos ofrece un montón de posibilidades, por lo tanto de dones y de vida, pero no debiéramos tampoco olvidar que en ese preciso instante se nos está condenando a muerte. Y es aquí, en el interior del corredor, donde entra a colación la facultad de obviar lo inevitable y de disfrutar de la cárcel que nos ha sido impuesta y que podemos ensanchar o estrechar según nuestra fuerza vital y nuestro sino mortal.

    Yo también me considero un pasajero que acabará llegando a su destino y que, cuando nada se lo impide, procura disfrutar del viaje. Por lo tanto, ha llegado el momento de dar prioridades y clama al cielo que hoy lo prioritario es pasar un nuevo día sin grandes males que nos acucien; ni pequeños a ser posible. Difícil, pero reconfortante cuando sucede.





    XXXIX

    Hace meses que no escribo. ¿Qué podría contar hoy que no haya escrito ya? Cuando releo lo anotado hasta el momento pienso, “esto me suena”. Y cuando se me ocurre algo también. Ya no sé a ciencia cierta lo que he dicho y lo que he dejado de decir.

    La memoria me falla, ahora más que nunca, y sé que no he sido capaz de reflejar todos mis recuerdos; algunos porque no venían a tema y otros porque procuré darlos por olvidados.

    Quizás sea el recuerdo de la muerte de Mauro lo que paraliza mis pensamientos y me haga pensar en la mía propia (todos llegamos a nuestro fin).

    Hace ya cinco años ... cinco años pueden ser una vida. Si así fuera, yo contaría diecisiete vidas, que no cambiaría por nada.

    A Mauro le faltó un mísero año para cumplir los noventa.

    Cinco años hace que se fue, y aunque nada será lo mismo el resto sigue igual.

    —Mira, a mí esto ya no me interesa –confesó días antes desde la cama, con la voz que le quedaba que, aunque débil, seguía transmitiendo de una forma clara su sincero raciocinio–. No te puedes ni imaginar la rabia que me da desperdiciar los días de esta manera tan tonta –continuó–, sin poder hacer nada útil ni siquiera para mí. ¡Que se los den a otros que los puedan aprovechar mejor! Yo estoy cansado y no necesito vivir más; soy demasiado viejo. Mi cuerpo no aguanta, ni de lejos, la vida que yo quisiera llevar; y lo demás, “pa” qué nos vamos a engañar, vida te aseguro que no es.

    —¿No estarás pensando en hacer alguna tontería –le dije yo asustado.

    —¡Que no, cojones, que no! –protestó, y se puso a toser–. Tontería es esta forma de malvivir –siguió hablando de nuevo en voz baja, confesando lo inconfesable–. No hace falta que yo haga ninguna otra clase de tonterías. Noto cómo se me escapa esto que tengo y que no sé por qué puñetas os empeñáis en llamar vida hasta el final. Me estoy muriendo, y te lo digo a ti para que no te preocupes. Es normal, nos apagamos y no queda más leña ... la hemos ido quemando por el camino y ahora sólo nos queda un rescoldo ... cada vez menos.

    —Venga, venga Mauro, que a ti aún te queda mecha, y todos juntos...

    —No, no ...a mí ya no me lías. Esto que tienes delante se acaba y nadie puede ni debe impedirlo. Vosotros haced vida normal, como la hago yo ... lo demás también será normal.

    Todo su ser emanaba una profunda melancolía que llegó directa a mi corazón. Mientras hablaba parecía enredar y apretar más la madeja que con los años había ido enrollando y que ahora pretendía querer guardar para él como aquello que ya nadie podría quitarle. Lo que había vivido es lo que importaba, y no lo que pudiera existir en adelante.

    Más que preocuparnos, nos emocionaron sus palabras, y la sensación aquella nos embargó a Ana y a quien lo cuenta hasta el punto de anular cualquier otro pensamiento. De nuestros comentarios sólo podía surgir la espera de un final ya conocido.

    Mauro murió en marzo; no le vino bien aguardar a la primavera. Como él dijo, no le recompensaba la espera de lo que tantas veces había vivido; quizás pensó que era una estación demasiado bonita para morir, así que murió en invierno, con los fríos. Se le enfrió el cuerpo y el alma tuvo que emigrar. Sospecho que no andará muy lejos de todo lo que le ha sido familiar y querido: de este lugar, con sus árboles y hierbas, sus pájaros e insectos, su tierra y su agua, su montaña y su contenido. En definitiva su familia, en la cual yo me incluí y a él no pareció importarle.

    Todavía hoy, cuando tengo que agradecer un nuevo día, o unas horas agradables, o unos minutos de satisfacción, o unos segundos de goce, alzo la mirada al cielo, como solía hacer él, y siento que Mauro sonríe, porque incluso después de muerto voy conociéndolo un poco más. Sonríe con la cabeza torcida y sin apenas forzar los rasgos de esa cara suya tan redonda.

    Sí, Mauro murió. Nos dejó un vacio y también este lugar que para él fue la vida, porque fue aquí cuando un día empezó a vivir.

    Que la vida sigue es algo inexcusable de lo cual doy fe, y me atrevo a afirmar que cualquier duda que surja es fruto de la debilidad humana. Esa puede ser la razón de que sigamos aquí los dos, Ana y yo, un poco más solos pero más unidos desde aquel invierno, hace cinco años, en que empecé a tomar apuntes, primero, para después intentar darles una continuidad y que no se perdiera con nosotros todo lo que tuvo relación con este lugar y con las gentes que tuvieron contacto con él; además de, egoísta de mí, intentar plasmar todos los desvaríos (propios y ajenos), las pequeñeces y las grandezas (que realmente no fueron tales) que rondaron por mi cabeza cuando tenía un bolígrafo en una mano y un papel al alcance de la otra.

    Mauro se fue dejándonos el fruto de su vida. Nos lo dejó, de eso estoy seguro, porque ya no lo iba a necesitar.

    En cuanto a estos apuntes, también hemos llegado al final, y si alguien viniera y me preguntara alguna vez por un momento en concreto, cosa que no creo que ocurra, no sabría precisar. Si con esto que he escrito he sacado algo en claro supongo que habrá valido la pena esforzarse, tanto por escribirlos como por haberlos vivido; pero se me acabó la libreta y comprar otra para echar los restos, con el esfuerzo que eso supone, me parece desmesurado. Yo ya tengo mi edad y llegado este momento dejo en el aire lo que fue, lo que pudo haber sido y un futuro que apenas existe. Se me quedó en la recámara un sinfín de vidas paralelas, de roces y llagas... y de olvidos.

    Me guardo una segunda parte y mil aclaraciones para la otra vida. Espero que en ella pueda encontrar a mis Mauros, a mis Anas, a algún que otro Parco, a los Cuhrts paralelos... y más de cuatro bares donde cambiar impresiones sin dejar de salir contento.

    FIN.
     
    #12
    Última modificación: 9 de Enero de 2015
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  13. LIBRA8

    LIBRA8 Invitado

    Bueno, antes de nada, y lo primero, decirte que nunca que he comentado un libro, y tampoco había leído ninguno sin tapas de cartón (o de lo que sean:)) y hojas de papel. (Respecto a lo segundo, ...más convencido que nunca de que lo seguiré haciendo "a la antigua", jeje).
    Y sobre lo primero, pues que se me hace difícil y me queda grande hacer un comentario mínimamente aceptable sobre una obra con tantos matices y virtudes aun con su moderada extensión.
    La verdad, es que si la hubiera leído en papel no hubiera parado de subrayar pasajes que son absolutamente merecedores de hacerlo para poder releerlos y recordarlos de vez en cuando (...de hecho, hay capítulos enteros que son verdaderas joyas).
    Me ha parecido enormemente hermoso, muy inteligente, de gran( y exquisita) sensibilidad, y con gran acierto en los "retratos", sobre todo interiormente, de los personajes que aparecen en el libro, (personalmente destacaría el de Mauro y el de Parco).
    Y no te engañaré, Alonso, jeje, ...ya me imaginaba que se te podía dar bien la prosa larga, pero me has sorprendido un poco, y de manera más que grata, viendo como te manejas en estas lides.
    Resumiendo, te diré que me ha encantado, he aprendido con ella, y que pienso que es una novela para volver a leer de vez en cuando, de manera más detenida si cabe y no dejarse en el tintero ni un solo matiz o recoveco suelto de entre sus páginas.
    Mis aplausos, amigo y muchas gracias por habernos dado la oportunidad de disfrutar con tu obra (hubiera sido del todo imperdonable que no la publicaras y los demás nunca la hubiéramos leído, jeje).
    Un fuerte abrazo y muy Feliz "saturday night":) y domingo!
     
    #13
    Última modificación por un moderador: 17 de Enero de 2015
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  14. Alonso Vicent

    Alonso Vicent Poeta veterano en el portal

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    Muchas gracias; Luis, por aguantar ahí al pie del cañón; sé que se hace pesado porque a mí también me cuesta. Me regalaron un e-book y sólo lo utilizo para leer poesía, de momento; para las novelas sigo valiéndome del papel. Y comentar un libro… ¡madre mía!, eso sí que es difícil, yo aún no lo he conseguido. Lo que nos ocurre al leer es que unos pasajes llegan más, otros menos y las ideas puntuales de cada momento se difuminan o no tienen sentido en otro contexto. Al final queda la sensación de que nos ha gustado o no… o bueno, bien.

    Me alegra mucho que te haya gustado este ejercicio que se compuso día a día en la otra vida, la de autónomo “autoexplotado”, je je je… y, bueno, tuya es la culpa (mil gracias otra vez) de que llegara hasta aquí.

    Un gran abrazo, y este “Saturday” me quedo en casita, pero mañana no perdono un buen almuerzo en el bar de turno, je je je. FELIZ NOCHE Y FELIZ DOMINGO.
     
    #14
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  15. Rosario Martín

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    Tenía preparado un comentario y curiosamente muy parecido al de Luis, yo creo que me copió,jajaja,
    Bromas aparte, Alonso,no soy la más indicada para hacer un buen análisis de tu novela(ni la de otros)
    pero en mi defensa diré que desde un primer contacto quedé atrapada en La Maurada y aún sigo ahí...
    Los personajes que a simple vista nos resultan cotidianos nos descubren su potencial interior, ni bueno ni malo,
    cada uno en su condición y tal cual,sin aditivos.Todos tienen un papel principal y como bien dice Luis
    de todos ellos se puede aprender, incluido el gato,pero si tuviera que decantarme por uno sería Mauro
    a quien creo que lo habita un filósofo y que por alguna razón yo visualizo con traje de pana.
    Algo que también me pasaba, al leer,es que veía las escenas en blanco y negro, maravilloso,
    y pinceladas de color cuando subían de tono las emociones.
    No sé qué más decir...Graciassss
     
    #15
    Última modificación: 18 de Enero de 2015
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  16. Alonso Vicent

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    Muchas veces vistió Mauro su pantalón de pana marrón y, cuando no iba en mangas de camisa, solía acomodarse la chaqueta negra, también de pana, desgastada por el uso y por el tiempo.
    La verdad es que estoy muy contento de que os haya gustado este aporte, y el sólo hecho de saber que lo habéis leído ya me alegra un montón... pero no os copieis en los comentarios que si os pillo voy a tener que catearos, je je je.
    Muchas gracias, Rosario, por prestarme los ojos en esas "faltillas" que los míos pasaron por alto.
    Como le decía a Luis, es muy difícil comentar o hacer un análisis de una novela, al menos para nosotros, pero me encantaron vuestras palabras y lo que más la compañía... que seguro seguiremos disfrutando.
    Un abrazote, amiga... y seguiremos diciendo... el café está servido.
     
    #16
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  17. Rosario Martín

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    ¡Qué exagerado ! sólo fueron dos tonterías,
    pero si quieres darme de alta como secretaria ya sabes
    vamos al inem y me rescatas:)
     
    #17
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  18. Alonso Vicent

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    Ya estás dada de alta; el lunes formalizamos los papeleos, je, je, jeo_O
     
    #18
  19. Alonso Vicent

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    Ya ves, el pobre se pasó en la mesita de noche bastante tiempo; yo creo que había perdido la esperanza de salir, je je.
    Besos y no trabajes mucho este finde.
     
    #19
  20. Alonso Vicent

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    Je, je, ya viste, hasta me decidí a escribir algo largo... años me costó, a ratos y siempre que podía subirme a esa nube con un bolígrafo en la mano y escaparme del estrés.
    Muchas gracias siempre, Nancy, y ya ves, con los años se hizo realidad esa Maurada.
    Besos días antes de subir al dominio de las montañas.
     
    #20
  21. Alonso Vicent

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    Hola Lomi y muchas gracias por tu presencia y palabras sobre este relato que me automediqué hace unos años cuando el estrés me comentó que algo teníamos que hacer.
    El furgón de piedras mándamelo, que para hacer casita en el monte me vendrá muy bien, je je je.
    Besos a la vuelta del recreo.
     
    #21
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  22. Rosario Martín

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    He pasado muy buenos ratos en La Maurada y hasta aquí me vine
    a felicitar el año y tomar café con sus entrañables personajes.
    Ya sabes, Alonso,si te animas no olvides traer algún licorcito
    que empieza a hacer frío,te esperamos...
     
    #22
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  23. Alonso Vicent

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    Pero volando que vengo; y enciendo el fuego entre estas cuatro paredes de piedra que han de protegernos de la intemperie... y pongo sobre la mesa todo lo que pueda servir para seguir pasando momentos tan agradables como este.
    Me contó Mauro, cuando abandonó la ciudad para encontrarse, que nada como ser y estar con la gente que realmente vale la pena.
    Me dice Ana y Parco y Cuhrt y Trufo que también pasaron muy agradables momentos contigo y que te felicite la Navidad, el año y el cumpleaños... y yo les he dicho que no se vayan saliendo del relato, que para eso ya estoy yo, je je.
    Besos y años y años para agradecerte la compañía.
     
    #23
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  24. Alicia12

    Alicia12 Poeta asiduo al portal

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    No pensé (mal) que aún estuviera por aquí, pero esa soy yo, jeje
    Me apetece volver a releerla, tenerla cerca y aprender con ella.
    Besos, Alonso
     
    #24
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  25. Alonso Vicent

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    Ay, ay, ay... cuanta ilusión me hace que vuelva este relatillo a primera página. Con él empecé a edificar un nuevo futuro. A los tres años de escribirla cerré el negocio y me compré mi trozo de montaña... y a edificar refugios. Ya queda menos para volver, como todos los años, a pasar unos cuantos meses.
    Besos, Ro; de momento a la espera... y vuelve a llover.
     
    #25
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