Tiempo

El reloj de madera, inflamado en llamas, castañea su hora moribunda. Los ojos del cielo gris se entreabren para contemplar cómo la hora del silencio se desborda en el alma de la naturaleza. Y mientras eso ocurre, la luna, lucero caprichoso de menguante semblante, ulula de placer al ver con sus dos ojos sonoros cómo el niño de los dioses se columpia en el péndulo que marca las horas fagocitadoras de un tiempo que se escapa entre las manos como arena. ¡Oh! sideral encuentro de amantes. Desechad de vuestros oídos el repicar en campana dorada de los tiempos que marca el crepuscular cuco ya ha punto de expirar. Y recordad que es en el remanso del silencio donde se aúna la blanca e impoluta boda de los novios. Prestos a morir ahogados en la pleamar malévola que ya se lleva los malditos momentos que marcaban vuestra vil mortandad.

 

homo-adictus, el tiempo tiene que inflamarse hasta la exasperación para llegar a un remanso de paz efímera. Así, el lucero nocturno alimentará al hijo pródigo de los dioses con un fluir caprichoso y vano que se pierde en la infinitud de su propia desesperanza. Los amantes, para poder vislumbrar su pasión deben hacer oídos sordos al tic-tac del severo péndulo que marca las horas próximas a la defunción. Para que así, en el todopoderoso silencio hacer los votos del enlace que irónicamente no les servirá más que para ser arrastrados por la corriente del mar de la mortandad. Atentamente Edouard.