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Ven después del infierno (obra finalizada—boceto—)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 30 de Mayo de 2017. Respuestas: 4 | Visitas: 937

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Hombre
    Hace no sé cuánto, quizás en algún lugar
    de esta tierra, quizás en este mundo.


    —¿Lo tienes todo preparado, Job?

    —Sí, creo que sí.

    —Mejor, porque ya viene.

    —Sí, me he dado cuenta.

    Job entró en el establo, respiró hondo
    y revisó la leña, la paja, el centeno,
    el trigo, las hojas de roble, el resto
    de la comida para los animales y a estos.
    Observó la curiosa tranquilidad de vacas, ovejas
    y bueyes mientras acariciaba a un mastín que no
    se separaba de él. El gato, desde la puerta del establo,
    parecía esperar con agrado a este mal tiempo.

    Salió a la puerta del establo y observó el valle,
    a los esqueletos de chopos, fresnos; helechos,
    a la hierba marchita y a un río obligado
    a ralentizar sus aguas por el frío adherido
    a la compacta masa de niebla que se avecinaba.

    A la mañana siguiente, el infierno blanco se habría
    apoderado de valles, cielos, prados, calles, casas,
    adoquines, iglesia. Aprisionaría el otoño hasta dejarlo
    comprimido, incapaz de mover ni una hoja si antes
    no cavabas en esa tupida niebla de nieve inmensa.

    Se acostó apesadumbrado. Cada vez le afligía más
    enfrentarse y soportar aquello. Sopló la vela e intentó
    dormir, pero fue la noche cansada la que lo obligó
    a cerrar los ojos un poco.

    Se levantó al alba y abrió la ventana aun sabiendo
    que lo único que vería sería a la nieve y a la niebla
    intentando penetrar en la casa para invadirla también
    de nieve. Antes de cerrar la ventana, empuñó un trozo
    de ese infierno blanco e hizo una bola y lo masticó,
    volviendo a sentir el frío dentro de la boca, cómo bajaba,
    sin sabor alguno por su esófago para desaparecer después
    por el calor del estómago. Al rato, como cada vez, lo vomitó.
    Era un ritual que llevaba a cabo desde que murió su madre,
    en un día como este.

    Cogió una tabla de madera y abrió la puerta de la calle.
    La nieve le cerraba el paso. Cerró los ojos, apesadumbrado
    por volver a ver la luz blanquecina, casi de color óseo,
    de esa niebla maldita; una luz como una cortina que no dejaba
    ver nada más allá de las narices. Fue cavando a un lado y a otro,
    y al frente. Lograba así un túnel por donde a penas pasaba
    su robusto cuerpo.

    Excavó hasta la calle que daba al puente. Allí se encontraría
    con el túnel de un Paco más madrugador que él. Eso si duerme,
    se decía cuando lo vio llegar sudoroso por el esfuerzo.

    —Parece que este año será más duro el infierno; aunque puede
    que sea yo el que está más cansado y viejo.

    —No, tienes razón, Paco, viene más duro, y más frío.
    ¿Han empezado los otros a perforar sus túneles?

    —No. Me dijeron que esta vez lo pasarán en sus casas,
    que no vale la pena tanto esfuerzo. Creo que se han rendido.

    —Y si necesitan algo, ¿que harán?

    —Resignarse y morir, supongo.

    —Yo sigo, hasta el camino del río, ya sabes que me gusta verlo.

    —Yo por hoy lo dejo, Job. Mi mujer está a punto de caer.

    —No sabes cómo lo siento, Paco. Mañana iré a verla.
    ¿O quieres que vallamos ahora mismo?

    —¡No!, mejor ven mañana.

    —De acuerdo, mañana iré sin falta.


    Job continuó excavando durante todo el día, hasta llegar
    a la orilla del río. Se metió dentro del agua y esta ondeó
    al verse libre de la presión de la masa blancuzca.
    Poco a poco escavó hasta la otra orilla. Había creado
    un amplio hueco donde los peces acudirían atraídos
    por la mayor libertad que ello suponía. El Mastín
    se abalanzaba una y otra vez sobre la espesa niebla infinita,
    abriendo sus caminitos propios, los que le llevarían adonde
    enterró la comida en el buen tiempo. Las repartía cerca, para
    adentrase demasiado en aquello que odiaba tanto.

    Empezaba a oscurecer y se volvieron a casa. Por la noche
    el Infierno ya no era blanco, sino el negro más negro
    que era capaz de imaginar y el frío se intensificaba tanto
    que podías dibujar en el vaho exhalado por una boca
    temblorosa de dientes.

    Dio de comer a los animales acurrucados entre ellos
    y acarició al gato, un gato que no saldría hasta
    la siguiente estación.

    Bebió un cuenco de leche y comió un gran trozo de queso
    de oveja a la luz de una vela mientras pensaba en el recorrido
    de su vida, en el tiempo que le avenía y en la soledad
    de esa dichosa estación malévola.

    Se introdujo en el lecho y se tapó con varias mantas de pieles.
    Con su perro al lado, se durmió pensando en la soledad.

    Amanecía. Se calzó las botas de piel de oso revestidas
    con cuero de ciervo y se vistió con ropas de abrigo de mamut,
    como le preguntaba.

    Desayunó lo mismo que cenó la noche anterior,
    además de unas gachas tomadas en un plato de barro
    que se le cayó, rompiéndose. Mala suerte, se dijo.

    Fue al establo y recogió los excrementos de animales
    y los arrinconó en una esquina del establo para que secaran
    y sirvieran más tarde como abono y leña. Esparció paja
    a vacas y bueyes y hojas de roble a las ovejas.

    Los animales permanecían casi acostados, en grupo;
    así afrontaban la crueldad de ese tiempo. A lo largo del día,
    de vez en cuando, daban cortos paseos por el establo,
    como ensimismados, para luego tornar a juntarse
    como con miedo y resignación.

    Pensó que empezaba el segundo día del infierno blanco,
    por lo que la tierra y el valle habrían sido enfriados al no llegarles
    más que esa difusa luz de un sol que correteaba entre el laberíntico
    espesor de esa inmensa masa gélida invasora de lo alto, lo largo
    y lo ancho de ese mundo.

    Miró los tenues rayos de sol cayendo a un suelo de escarchas
    mientras se calzaba en el umbral de la puerta las madreñas
    con clavos para visitar a Paco y a la mujer moribunda de este.

    Va a ser cansado y duro, se murmuró, lo que recorro en un instante
    me va a costar el día, eso si me acompañan las fuerzas.

    Excavaba el pasadizo en este amanecer de arcoíris
    formado por una nieve niebla tan extraña como amarga;
    casi lo único agradable de la época.

    Avanzaba con la idea de la desgracia en la cabeza,
    le echaba la culpa al cuenco de barro que rompió.
    Luego, pensando en la mujer de Paco, se dijo
    que bien podría haber sido la suya de no mediar
    la amistad entre ellos, que ahora no viviría
    en la otra parte del poblado, sino con él.

    Con estos pensamientos se inclinaba en el túnel
    e hincaba con más fuerza la madera, dejando
    en el suelo una jarra azulada con miel de cerezo
    para regalarle a Eva, la mujer de Paco. Al pensar
    en ella paraba un momento para continuar
    clavando en la niebla la tabla de madera con rabia,
    apretándola hacia los lados para caber mejor dentro
    de la prisión en la que se hallaba. De vez en cuando
    daba un trago de miel para retomar energías
    mientras se preguntaba si le sería útil la miel
    a Eva en ese nuevo camino que pronto emprendería.
    Estos pensamientos le oprimían pecho y garganta,
    y algo de dentro quería salir por sus ojos.

    El mastín le acompañaba resbalando a cada
    paso por un suelo helado que no descongelaría
    hasta que la nueva estación derrotara a este maldito
    infierno blanco. Las gotas de agua exudadas
    por las paredes y los techos del túnel
    caían sobre las espaldas de Job y su mastín.
    El calor del esfuerzo consigue ablandar un poco
    al infierno, se dijo creyendo que este pensamiento
    era más profundo que las palabras que lo contenían,
    aunque no lograba ver con claridad la profundidad
    de lo pensado porque no se quitaba de la cabeza
    a la mujer de Paco. Quizás sea la misma niebla la que produce
    el goteo; o era el rocío de la mañana abriéndose
    paso hasta llegar a él. Prefería que fuera lo último,
    quizás porque mezclado con Eva alegraba
    y ayudaba al esfuerzo del cansancio de cavar.

    Aun a riesgo de deslomarse, el mastín inseparable de Job
    le seguía sin echar la mirada atrás. Job avanzaba
    con menos penurias, gracias a una flecha de piedra atada
    a la punta de un bastón de dura madera de enebro
    apoyado en sus espaldas; así no resbalaba mientras abría el túnel.

    Veía y notaba el vaho exhalado por las bocas
    pululando durante unos segundos dentro del pasadizo,
    permaneciendo visible en el aire un rato antes de desaparecer
    poco a poco.

    El camino hasta la casa de la moribunda era
    prácticamente llano, exceptuando el tramo final,
    que ascendía por la ladera de la alta montaña del poblado.
    En esa parte ayudaría a su querido perro.

    La distancia se le hacía más larga que otras veces,
    quizás porque ya era un año más viejo y la lentitud
    del andar de los pasos se acrecentaba; o la fuerza disminuía.
    El miedo a romperse algún hueso en esas fechas también
    lo atemorizaba al tener la certeza, de que si ocurría,
    lo llevaría a la tumba a él, y a sus animales.

    El techo y paredes dejaron de gotear cuando llegaron
    al pasadizo abierto por Paco, lo que agradecieron en silencio
    tanto Job como el perro. Job alzó la vista al techo
    del túnel y comprobó la forma lisa de este. Paco siempre
    tan meticuloso en el trabajo, dijo a su mastín Consciencia.
    Raro nombre te puse para ser un perro, aunque creo
    que me comprendes mejor que mi consciencia,
    por lo que no encuentro tan raro el nombre.
    El mastín miraba y oía el sonido emitido por ese animal
    tan alto de dos patas que le daba de comer sin pedir a cambio
    nada más que compañía. No sabía qué decía o hacía,
    pero estaba allí, con él, y no lo abandonaría aunque
    no le diera más comida y agua.

    Con gran esfuerzo ascendió el tramo final.
    Con cuidado de no romper la jarra,
    la dejó apoyada en la puerta de la casa de Paco y Eva
    y volvió a bajar para ayudar al mastín que pataleaba
    en vano en el intento de subir tan pronunciada
    cuesta helada. A penas ascendía un poco cuando la pendiente
    lo devolvía al comienzo.

    Job llegó y se puso detrás de él y lo fue empujando
    hasta conseguir alcanzar el umbral de la casa.

    Después de descansar un rato, Job extrañó que Paco
    no saliera a recibirle.

    Gritó y oyó como respuesta un Adelante seco,
    como de piedra pesada.

    Consciencia se quedó apostado en la puerta con sus grandes
    capas de pelo denso y claro resguardándole del frío.

    Job entró y vio la silueta de Eva entre el humo. Tosió.
    Fue entonces cuando salió de sus ojos aquello
    que hacía un rato retuvo. Lloró aprovechando que podría echarle
    la culpa al aire irrespirable de la cocina-comedor.
    ¡Pero qué diablos estoy pensando!, se exclamó.

    Eva estaba tumbada en la banca de madera que hacía de sillas
    de la mesa. La cubrían varias pieles.

    Paco, sentado a su lado, difuso por el humo, acorralado por el
    fuego de la cocina. Job, tosiendo bruscamente, dijo:

    —Paco, si no apagas el fuego moriremos.

    —Lo sé, pero Eva tiene mucho frío. Ya se va. Aguanta un poco más.

    Job quiso decirle que no le importaba aguantar, que si quería
    se tumbaban junto a Eva y morían con ella. Jamás había tenido
    tales pensamientos ni tan raro el pecho. Se lo palpó, pero
    no le dolía. No tenía nada roto.

    —Le traigo miel de cerezas. Espero que no sea tarde —dijo
    mareado por la falta de oxígeno.

    —No, dámela, quizás sea lo último que haga; y deja
    que entre tu perro, ya sabes que para ella era como de la familia.

    Consciencia entró y lamió los pies de Eva, la cual tragaba,
    a duras penas, el poco de miel de cerezo que le daba Paco.

    Eva lanzó una mirada moribunda al perro, después una larga
    a un Job paralizado. Jamás Eva lo había mirado de tal manera.
    Job observó con grandes ojos abiertos a Paco mientras daba
    Eva un último suspiro, para luego, en un instante, irse para siempre.

    Paco apagó el fuego. Se hizo un largo silencio en el que los presentes
    recordaron en silencio algunos momentos vividos.

    Job recordó cuando intentaron aquel año escapar
    del infierno blanco, el año donde Paco se emparejó con Eva.

    Mucho tiempo atrás, en la adolescencia,
    Paco y él decidieron excavar hasta la cima de la montaña.
    Una vez allí, subidos en el más alto árbol,
    con larguísimas varas pincharon la niebla todo lo arriba posible,
    pero no vieron el final del infierno blanco,
    por lo que decidieron librar a media docena de robles
    del estrujo de la niebla que los apretaba
    y agobiaba para utilizar el espacio conseguido para correr,
    jugar y subirse a los árboles. Al final a Job se le ocurrió
    que bien valía para recinto donde poder bailar y retozar
    con las mozas del pueblo, en concreto con Eva, mujer
    a la que Job ya le había echado el ojo; pero fue Paco,
    al confesarle que quería a Eva como mujer,
    el que la consiguió, a pesar de que albergaba la seguridad
    de que Eva lo deseaba a él. El fuerte lazo de amistad
    que le unía a su amigo le impidió luchar.

    —Seré incapaz de soportar su cuerpo cerca
    hasta la próxima estación —dijo Paco, sacando
    del ensimismamiento a Job.

    —¿Cuál es tu idea, entonces?

    —Enterrarla ya en el cementerio.

    —Nunca se ha hecho tal cosa, siempre se ha dejado
    el cuerpo entre la niebla y se ha enterrado con el buen
    tiempo, en presencia de todo el poblado.

    —Lo sé, pero no me veo capaz de pasar esta época
    junto a su cadáver.

    —Puedes dejarla por donde mi casa —La voz de Job
    era casi imperceptible.

    —No, no quiero que pase tantos días y noches
    metida entre esta maldita niebla. ¿Me ayudarás?
    No respondas. Hoy la velaré. Mañana, si quieres,
    ven al alba y me ayudas a cavar hasta el cementerio.

    —Vendré, Paco. Aquí estaré.




    Al día siguiente, Job se sorprendió camino de casa
    de Paco al ver la multitud de túneles que se unían
    al excavado los días anteriores. Se encontró con algunos
    aldeanos ampliando el pasadizo, y con otros yendo
    hasta la casa de la difunta.

    Preguntó cómo se habían enterado de la muerte
    de Eva y todos le dijeron lo mismo: Su perro
    se había presentado en las puertas de cada uno,
    por lo que pensaron que algo malo había ocurrido
    en la casa de Paco, ya que el buen perro los dirigía hacia allí.

    Este perro posee un instinto fantástico, se dijo Job,
    bien podría haberse perdido y congelado para siempre
    entre la niebla de araña esta que no deja ver ni un paso
    más allá. Maldita nieve niebla que se vuelve a cerrar
    aunque la abras mil veces. Malditos vecinos que solo acuden
    ante las desgracias, y a chafardear para luego volver
    a la seguridad de sus podridas casas, para ver quién
    cae antes que ellos, quién sufre más que ellos.

    Job meditaba y maldecía mientras se dirigía
    a casa de la muerta. Ahora el túnel era más ancho
    y cómodo por las pequeñas prolongaciones realizadas
    por los vecinos.

    Cuando arribó discutía Paco con los del poblado;
    estos argumentaban que jamás se enterró cuerpo alguno cuando
    el infierno blanco reinaba, que era algo sabido desde
    tiempos inmemoriales. Paco contestaba que se marcharan
    si no pensaban ayudarle, que no abandonaría a su mujer
    dentro del infierno blanco, que la enterraría
    ya en el cementerio sí o sí.

    Todos le dieron el pésame y velaron un rato a Eva,
    para marcharse después a sus viviendas,
    aduciendo que no contrariarían las leyes de los ancestros.

    Paco y Job empezaron a excavar hacia el camposanto,
    situado en la planicie, a mitad de la montaña,
    por lo que el pasadizo era en pendiente continua.
    Alguna que otra vez se desviaban del sendero, pero las malezas,
    o algún tronco de árbol, los devolvía al camino correcto.

    Job empujaba al cuerpo sin vida de Eva desde detrás
    de una camilla de madera curvada para el hielo
    mientras Paco tiraba desde delante, de una cuerda
    deshilachada que acabó por romperse, pillando
    descuidado a Job.

    La camilla arrastró a Job toda la pendiente ganada,
    acabando al principio de la rampa, con las mantas
    que cubrían a Eva desperdigadas a lo largo del trayecto.
    La muerta Eva rodó hasta los pies de Job. Estaba totalmente
    desnuda. Job la miró y entonces volvió a salir de su pecho
    y de sus ojos aquel extraño sentimiento convertido
    en lágrimas.

    De pronto explotó con una ira y una rabia inmensa.
    El cuerpo de Eva estaba plagado de grandes moratones,
    magulladuras, cortes y una hendidura abría su estómago,
    a todas luces realizada por un cuchillo de grandes
    dimensiones. La besó y se dio cuenta que tenía la lengua cortada.

    Se arrodilló ante ella y la abrazó. Paco bajaba corriendo,
    patinando por el helado suelo. Al ver la escena,
    Paco sacó de su espalda un gran cuchillo.
    Job levantó la cabeza, mostrando sus ojos encendidos.

    —¿Por qué, Paco, por qué? —gritó, sin levantarse
    y sin dejar de abrazar a Eva.

    —Porque te quería a ti, porque hablaba de ti
    hasta en sueños, porque me quería abandonar
    —vociferaba la rabia de Paco, con una cólera
    que jamás le había oído Job.

    —¡No es razón, Paco, no es razón! ¡Yo me sacrifiqué
    por ti! ¡Bien habrías podido hacer lo mismo tú!

    Una fuerza inmensa tensó unos músculos a los que afluían
    energías inenarrables que se abrían paso por cada célula
    de un Job que saltó encima de Paco, cayendo este
    de espaldas al suelo y soltando el cuchillo porque Job
    le estrujó la muñeca de tal manera que se la rompió.

    Job empuñó como un rayo el cuchillo y apuñaló
    tantas veces el pecho de Paco que la sangre cubrió
    en un instante todo el suelo y las paredes heladas
    de todo el alrededor.




    Introdujo el cadáver de Paco entre la niebla,
    detrás de unas piedras que limitaban un terreno
    de sembrado, y volvió a rellenar el pequeño
    túnel. Después estiró con cuidado el cuerpo de Eva
    sobre la camilla y la tapó con las mantas y,
    antes de proseguir abriendo el túnel hasta el cementerio,
    fue a su casa y liberó a los animales.

    Dejó las puertas abiertas y toda la comida para ellos a mano.
    Luego se llevó a Eva para enterrarla en el cementerio.

    Tal era la ira de Job que avanzaba ahora más deprisa
    que cuando excavaba el túnel junto al que creyó su amigo,
    y eso que tuvo que unir la cuerda también
    a un mastín incapaz de avanzar por su cuenta.

    Escuchaba maullar. Miró para atrás, a la bajada,
    y hubiese sonreído, a no ser por el trágico momento,
    al ver que, extrañamente, su gato les seguía. Este también
    tiene otro sentido, se murmuró. Parece que sabe
    que me voy para siempre. Lo siento por los animales,
    pero aquí no me queda nada.

    Se le había olvidado recoger víveres, por lo que pasó
    varios días perforando la niebla sin comer ni beber.
    Además, la muerta, por mucho que la hubiese querido,
    olía y, a pesar del frío del túnel, empezaba
    a descomponerse, por lo que el mal olor se adhería al dolor
    y al excavar.

    No quería recordar a Paco y a Eva; deseaba borrar
    de su cabeza a todo el maldito poblado. Trataba
    de pensar en cualquier cosa. Se hablaba él mismo,
    se preguntaba como medio ido el por qué
    por las noches los túneles se estrechaban; y él mismo
    se respondía que quizás la niebla se ofendía
    al ser ultrajada. Job, tendrás problemas si quieres
    volver al poblado; si quisieras, pero no quieres,
    así para qué me digo eso. Ya no hay nada
    que me ate a este infierno de valle. Mi mejor amigo
    y mi primer y único amor ya no están; ¿qué hago allí,
    entonces? Juro avanzar entre el infierno blanco,
    aunque eso me cueste la vida. Encontraré el final
    o moriré en el intento.

    Sudoroso y mal oliente entró en el cementerio.
    Enterró a Eva casi a la entrada, a la derecha,
    junto con los esqueletos de los antepasados de Eva.
    Colocó cantos de río sobre la tumba y ramas
    de acebo robadas de una adyacente.
    Luego abrió, de rodillas, pequeños huecos
    hacia otras tumbas en las que sabía que habría quesos,
    carnes curadas en sal, frutos secos y manzanas o peras;
    además de vino para los muertos varones y agua de rosas
    para las hembras. Eran ofrendas de los seres queridos,
    para el último viajes de sus fallecidos.

    En las mantas que arroparon a Eva de su desnudez
    y martirio, introdujo los víveres y ató algunos de ellos
    al perro y otros a la espalda de él mismo.
    Se apretó bien el calzado y las ropas y continuó cavando
    el túnel en dirección a la cima de la montaña. Una vez allí,
    proseguiría hacia el sur, hasta encontrar la salida o la muerte.

    Cuando le quedaba poco para arribar al alto de la montaña,
    giró la vista y a penas pudo ver restos de lo excavado.
    El túnel se cerraba casi por completo. Tan duro había sido
    el cavar por el terreno del último tramo, de pronunciada
    pendiente, que había tardado tanto que la niebla le cerraba
    el paso a sus espaldas. No hay paso atrás, amigos, comentó
    a un perro y a un gato que intuían un peligro mortal,
    pero no lo demostraban.

    Se acurrucaron en la cima de la montaña,
    con la sensación de estar en un nicho.
    Se acordó de Eva. La tristeza alcanzaba hasta los dos fieles
    compañeros. Consciencia le lamió las largas barbas.
    El gato arrullaba, sonido que adormecía a los tres.

    Los diminutos arcoíris formados por la nieve niebla
    le advirtieron que la mañana se presentaba.
    Enderezaron los huesos, cada uno como pudo,
    y prosiguió cavando y cavando hasta el anochecer.
    Así un día y otro; una semana y otra. Los víveres
    se acababan. De vino y agua de rosas a penas
    quedaba una calabaza de las medianas.
    A pesar de haber racionado los víveres a lo mínimo,
    se acaban.

    Era la tercera semana y ya no tenían nada
    que llevarse a la boca. Veía el volver casi tan imposible
    como avanzar. Eran ahora muy pocas las fuerzas.

    Se sentó junto a Consciencia, para acostumbrarse
    a la muerte. El gato se adentraba de vez en cuando
    en el infierno y, por gordo que estaba, y no como ellos,
    que habían perdido más de diez quilos cada uno,
    se diría que no carecía de problemas para subsistir.

    No sé por dónde andaremos, Consciencia, ni cuánto
    hemos recorrido, pero si no encontramos pronto
    agua y alimento, moriremos. Quizás hubiese sido mejor
    habernos quedado con Eva, en el cementerio, o en casa,
    calentitos, esperando a que se fuera este maldito infierno blanco;
    o esperando a la muerte. El mastín lo miraba y retornaba
    a lamerle rostro y barbas. Mientras, el gato, en medio de ellos,
    aprovechaba para calentarse con una tranquilidad pasmosa.



    Job, exhausto, casi inánime, decidió dejarse llevar por la muerte.
    Cerró los ojos y durmió con la idea de no despertar.

    Los maullidos del gato, más bien alaridos, lo sorprendieron.
    Consciencia había matado al gato.

    Hizo un poco de hueco en la masa gélida, que ya casi los asfixiaba,
    y miró al mastín, pero no le reprochó nada. Sacó el cuchillo.
    Despellejó al gato. Bebieron la sangre y le cortó las extremidades.
    Se comió las patas y el resto se lo ofreció a Conciencia.

    Bien, amigo, última oportunidad: o salimos de este infierno o morimos.
    Te dejo a ti que elijas y abras camino; te seguiré a gatas, aunque sea.

    El perro lo entendió y se puso a cavar por donde le daba la gana.
    Job se dijo que debía haberlo pensado antes, ya que avanzaban
    más rápido y sin a penas cansancio, por lo menos él. Pero pronto
    advirtió que para el mastín también era un arduo trabajo.

    Agotado se detuvo Consciencia, por lo que volvieron a descansar
    para reanudar la excavación el mismo Job.

    El gato había servido para recuperar algo de aliento y fuerza.
    Creo que nos comimos al gato en vano, amigo, le dijo a su perro.
    Estamos en la misma situación, aunque ahora, mucho me temo,
    que no nos salvamos. Ya no hay gato, amigo.

    Volvieron a acurrucarse y durmieron. El pasadizo del túnel
    de niebla los comprimía y engullía casi por completo.
    En el delirar previo a la muerte, medio moribundo, creyó
    divisar unas siluetas desplazándose con una facilidad sorprendente.
    Deben ser visiones por la falta de oxígeno,
    por el hambre y la sed, o vete a saber por qué, murmuró.

    Giró la cabeza en dirección al lugar del que pensaba
    que venían los ruidos, que era por atrás de donde estaban,
    y se apartó rápidamente al ver bueyes abriendo
    la niebla como si fuera mantequilla. Tras ellos iban
    las vacas y las ovejas. Eran sus animales.

    Logró retener a uno de los bueyes y atarle una cuerda.
    Montó en el buey a Conciencia y él se asió fuertemente
    al extremo de otra cuerda.


    Rompían el infierno blanco como nunca. Ganaban terreno
    y con ello aire y amplitud, pero dudaba si corrían en círculos
    o si se dirigían al sur o al norte; aunque esto le daba igual,
    no había más remedio que dejar la suerte en manos de los bueyes.

    Algo terrorífico ha debido ocurrir en el poblado
    para que los animales anden en desbandada.
    Da lo mismo porque creo que no lo sabré jamás.

    El mastín lo miraba de reojo y Job pensaba que el perro lo entendía.

    Los bueyes también acabaron por cansarse y deambulaban ahora
    con penuria, sin rumbo, uno detrás de otro. Pronto morirán,
    esta maldita masa de mierda acabará con todos nosotros.
    El perro lo miró desde arriba del buey y Job entendió que quería
    que lo bajara, que ya estaba descansado.

    Varias ovejas desfallecían y una yacía muerta. Job la degolló
    y bebieron otra vez sangre; llenó dos calabazas y comieron
    la carne cruda. Luego lió los restos de la oveja muerta
    en una manta y los cargó en el buey, aunque a este
    tampoco le sobraba energía.

    Los animales continuaban y continuaban día y noche,
    sin detenerse. Cuando lo hacían era para morir
    casi al instante. Estaban reventados de caminar,
    pero no paraban hasta morir. Esto, sin saber el por qué,
    llenaba de orgullo y de una extraña energía a un Job
    que se repetía, unas veces en alto, como un loco histérico,
    otras veces a él mismo, que la muerte de sus queridos
    animales no sería en vano. Aunque la verdad era que
    ya solo quedaban en pie los bueyes, una vaca y un par de ovejas,
    las otras se habían quedado atrás, muertas, entre una maldita
    niebla que los volvía a encerrar como en una tumba inmensa
    de nieve blanca y maldita.

    Job y Consciencia recobraron energías y andaban ahora casi
    con tanta fortaleza como cuando empezaron.

    De repente los animales se pararon. Job pensó que caerían a la vez
    y morirían en el mismo instante. Pero no fue así. Se adelantó
    para qué ocurría y se encontró con una pared en vertical.

    Fue a derecha y a izquierda, pero la pared continuaba.
    Una extraña pared, se dijo, tan extraña como que se hayan
    detenido los animales y no continúen como hasta ahora lo han hecho,
    ya sea por izquierda o derecha. Quizás tengan otro sentido,
    como el perro y el pobre gato, y sepan que este es el final.

    Se sentaron los dos bueyes, la vaca, las dos ovejas, el perro y él
    ante el muro vertical. Consciencia, dijo Job, espérame aquí;
    voy a escalar esa pared. El perro volvió a lamerle la cara
    y las barbas y se sentó nuevamente.

    Job, frente a la pared, acariciándose las barbas recién
    chupadas por su amigo, observó que la pared estaba formada
    por cantos rodados enormes. Por lo grande, cada canto rodado
    bien podría ser como un caserón del poblado,
    por lo que era imposible escalar por ellos, dado
    que eran prácticamente lisos; pero entre las uniones
    había salientes por donde se hacía posible escalar.

    No lo pensó y empezó a subir por una de ellas.
    Si esta pared no me saca del infierno, estoy muerto...
    estamos, querido perro, estamos muertos,
    porque ahora sí que ya no hay milagro que valga.

    Job escaló durante lo que quedaba de día y toda la noche;
    y luego todo el día siguiente y toda la noche siguiente;
    y subía con rapidez, gracias a que entre las enormes rocas
    se podía aferrar y colocar pies y manos ágil y cómodamente;
    incluso descansaba sin problemas cuando las fuerzas disminuían.

    De pronto se ilusionó. La sensación de que le costaba
    menos perforar el infierno blanco mientras subía
    no era un sueño, sino realidad. Estaba menos compacta
    esa maldita niebla que caía bajo él; esa maldita niebla
    que volvía a llenar el túnel que iba abriendo.

    Siguió y siguió y la niebla era cada vez más débil
    y cada vez con más luz y más, mucho más clara,
    casi como la de los días normales de la estación
    del buen tiempo de su poblado.

    Y de pronto,escarbó un trozo de infierno y las manos
    salieron al aire, en libertad; y luego la cabeza
    y el cuerpo entero; y le dio la luz y el calor de pleno,
    y vio al sol y a las nubes y al día en todo su apogeo;
    y volvió a salir del pecho y de los ojos esa fuerza de antes,
    pero esta vez lo hizo de otra manera. Eran las mismas
    lágrimas y la misma fuerza saliendo por ojos y garganta;
    pero la sensación que dejaban al salir no era, ni mucho menos,
    la misma que cuando murió Eva, ni que cuando mató a Paco.
    Esta era muy diferente.

    No le había dado tiempo a pensar en mirar la amplitud del infierno,
    cómo era, dónde empezaba y acababa.

    Respiró hondo el aire limpio y se restregó los ojos,
    luego miró el horizonte y no logró ver el final ni el principio
    de la masa blanca. Esta lo cubría todo.

    Miró para arriba y tampoco estaba el final de la pared
    que escalaba. Se sintió desesperado. Había logrado salir,
    pero no le servía de nada porque no había salida,
    solo esa pared que parecía subir al infinito, o hasta el cielo;
    pero seguro que era una suposición, porque también
    acabaría la pared y sería una inmensa montaña en mitad
    del infierno; una montaña enorme, infinita, inmensa, sí,
    pero nada más. Ese mal no tenía salida, no se salía de él;
    solo la primavera lo derrotaría.

    Estaba tan afligido que se sentó en un saliente y apoyó la espalda
    contra la pared; pero cayó, porque a su espalda no había pared.

    Se giró y miró para atrás, a los lados y arriba: una gigantesca gruta
    se abría en la pared y surgía una luz de ella, una extraña luz,
    no como la del sol, ni como la de la luna, ni como la de las estrellas;
    era diferente porque estaba anocheciendo y no se iba como el sol se va;
    pero alumbraba tanto, o más que ella, aunque no calentaba tanto.

    Job caminaba hacia esa nueva claridad por una llanura gigantesca.
    Se adentraba en la gruta, libre, sin niebla que excavar, sin suelo helado.

    A sus espaldas la noche del infierno blanco; delante de él: la luz
    potentísima iluminándolo todo, toda la inmensa caverna.



    Job avanzaba por la inmensa planicie, donde se encontraba,
    de vez en cuando, con grandes rocas muy separadas entre sí.

    Pensaba en su perro, aunque no temía por él; en caso
    de necesidad se alimentaría de las vacas, del buey
    y de las ovejas que murieran; confiaba en que sabría
    volver al poblado, o buscarse la vida. Quizás... quizás no,
    seguro que tenía más probabilidades de sobrevivir que él.

    Mientras meditaba en esto no se había dado cuenta
    que no hacía frío, más bien lo contrario. Miró atrás
    y vio la noche del infierno; pero en esa llanura no
    penetraba su helor.

    Poco a poco se dibujaban en sus ojos algunas siluetas
    de las de adentro de la caverna, pero eran extrañas,
    enormes, con formas que creía reconocer,
    aunque le era imposible concretar imagen alguna
    al no abarcarlas por completo. Juraría que el calor
    provenía del fuego, por el olor inconfundible
    que emana de la leña al arder; pero no había humo.

    Alzó la vista y vio de dónde surgía la luz. De arriba,
    de muy alto, pero no tanto como el sol.

    De repente, mientras escrutaba la gruta, se halló
    ante una pendiente que acababa en un precipicio
    del que no notaba final alguno. Intuía, sí, muy abajo,
    una tierra del color de la madera, lisa, totalmente lisa.

    Una especie de araña, como de diez mamuts de grande,
    caminaba hacía él. Se quedó paralizado, aterrorizado.
    El gigantesco animal llevaba una velocidad endiablada,
    balanceaba levemente el grueso cuerpo e hincaba
    las patas de aguja en una tierra que se abría inevitable
    ante ellas. Una pequeña cabeza, para tan enorme ser,
    miraba de un lado a otro el suelo. Está buscando comida,
    se tartamudeó Job.

    El brutal animal le pasó por encima, pero ni se molestó en Job,
    es como si no existiera Job.

    Se marchó. La tensión hizo que Job gritara ¡gracias, señor!
    Luego se sentó, temblando. Pero al momento oyó una voz
    proveniente de sus espaldas.

    —El señor no ha tenido nada que ver. Ese bicho, sencillamente,
    no te ha visto.

    —¿Es que es ciego? —Job se giró y vio a una mujer desnuda,
    pelirroja y muy bella, casi de su misma altura— ¿Eres una ninfa,
    la oréade de esta gruta? —preguntó, tartamudeando todavía.

    —No sé si es ciego; la verdad, nunca he querido averiguar
    si los ácaros son ciegos o no. No me importan mucho.

    La mujer caminada alrededor de un Job sorprendido por
    el curioso parecido de esa mujer con Eva. La mujer canturreaba
    en vez de hablar mientras ahora danzaba alrededor de él:

    —No, no soy la ninfa ni la oréade de esta gruta
    ni sé lo qué es eso de una ninfa. Soy pensamiento,
    como tú.

    —¿Un pensamiento? —repitió Job, mientras se deleitaba
    con las curvas y los senos y el rostro de la mujer.

    —Sí, un pensamiento, un sueño, un deseo, eso es lo que eres.

    —Eso es una estupidez. Yo sufro, y siento dolor si me rompo
    un hueso o si me pincho con una espina. Mis deseos,
    pensamientos y sueños no padecen ni sufren ni huelen
    ni se queman —Job le hablaba más a los pechos
    y a la entrepierna que a los oídos de la mujer.

    —¿Estás seguro de lo que dices? Yo creo que no.
    Y si no, recuerda tus sueños profundos, a tus deseos
    más verdaderos, a tus pensamientos más queridos;
    ¿a caso no sufren y lloran y aman y viven y mueren?


    Job permaneció en silencio, mirando el suelo,
    intentando hallar una respuesta.


    —Y si soy un sueño, o pensamiento o deseo, ¿de quién? ¿Tuyo?

    —Caliente, caliente, pero no. De la mujer sobre la que caminas.

    —No veo a ninguna mujer, a salvo de ti, claro está,
    y jamás caminaría sobre una mujer —contestó, aunque dudando.

    —No la ves, no puedes verla entera, es demasiado grande y tú
    demasiado pequeño, como yo —reía mientras continuaba
    bailando alrededor de Job—. Y que sepas que ya has caminado
    sobre una mujer... ¡Bueno, mejor dicho!, te han hecho caminar sobre...
    —iba a decir sobre la tumba de una mujer, pero prefirió decir—:
    ya te han hecho caminar sobre una mujer.

    —¡Estás loca, como una cabra, beeeee! ¡Solo hay que verte,
    andando por la vida desnuda! —Job se había ofendido.

    —Mira las formas gigantescas que rodean a esta habitación,
    o a esta gruta, como la llamas tú. Si las abarcaras por completo
    y con nitidez sabrías que son estanterías y una silla y una mesa
    y una cama y una mesita de noche y una ventana y que la luz
    del techo es una lámpara; aunque claro, tú eres un sueño
    pueblerino y cateto que no sabe que existe la luz eléctrica.

    La mujer desnuda continuaba danzando alrededor de Job,
    tatareaba canciones y soplaba cariñosamente a los oídos
    de un Job que seguía con cuerpo y ojos las vueltas
    de la mujer de ensueño.

    —Pero tú eres especial, como yo. —La mujer se detuvo,
    lo besó en la boca pellizcándole las dos mejillas
    y continuó bailando y hablando a su alrededor— . Sí,
    eres muyyyyy especial. Has logrado salir del cerebro
    y te has hecho... podríamos llamarlo.... quizás...
    te has hecho casi realidad. ¡Un deseo hecho realidad!,
    ¿no te suena?; ¡un sueño hecho realidad!, ¿no te suena?
    Sí, sí te suena y lo sabes, y sabes que en tu poblado
    no te espera nada... a no ser... —la mujer se volvió a parar
    y a besarlo—, a no ser que vayamos juntos.
    Nos llevaremos a Consciencia y al buey, si está vivo,
    y alguna vaca u oveja también. ¡Nos llevaremos a todos!

    —¿Cómo sabes el nombre de mi perro, y lo de los animales,
    y lo de que no me queda nada en el poblado? —preguntó
    atropelladamente un Job confuso pero encantado
    por los besos y el roce con tan bella mujer desnuda.

    —Porque yo lo sé todo, amor mío. Porque yo soy también
    un deseo, un sueño, un pensamiento de la misma mujer
    que te ha creado a ti. Soy ella, un sueño de ella,
    un deseo de ella; unos pensamientos un poco golfos,
    por cierto —y tornó a reír y a danzar y a besar a un Job
    perplejo y cautivo en el del círculo que le trazaba la mujer.

    —Pero no podremos volver al poblado, está el infierno blanco
    —dijo preocupado Job, maldiciéndose por haberlo olvidado.

    —Sí podemos volver al poblado. Mañana mismo, ahora mismo
    si lo deseamos. Nuestra creadora limpiará el sueño gélido de nieve
    y en el jardín habrá y será lo que queramos; o, si prefieres
    podemos volver por donde viniste, introduciéndonos, otra vez,
    en la cabeza de la creadora para empezar de nuevo con otro sueño.
    Podemos ir, podemos ser cualquier lugar que queramos.
    ¡Sueña, Job, sueña!, que eso es lo que te ha hecho casi realidad,
    y cuanto más sueñes, más realidad serás.

    —¿y cómo es la mujer sobre la que nos hallamos? —preguntó Job
    temiendo saber la respuesta.

    —Recuerda, Job, recuerda. La mujer es Eva, yo soy como a Eva
    le gustaría ser. Un cuerpo sin cicatrices.

    —¿Y Paco, dónde está Paco?

    —Paco es el infierno blanco, Job. Véncele, a él, al valle y al pueblo.
    Cuando lo logres seremos una realidad tan clara y alegre como la primavera.








    Fin de la obra. Gracias por leer.
     
    #1
    Última modificación: 30 de Mayo de 2017
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  2. homo-adictus

    homo-adictus x __ x

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    Bellos pinceladas. Me gustó mucho. Saludos.
     
    #2
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  3. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Gracias por tu tiempo.

    Saludos.
     
    #3
  4. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    me gustó ! hay partes que me parece haberte leido ya, pero yo soy desmemoriada
    Saluditos y un abrazo
     
    #4
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  5. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    16 de Octubre de 2012
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    Cierto, Ethel, quise perfeccionarlo, y aún, cuando el tiempo lo permita (y la cabeza), continúo.

    Un abrazo hasta tu México lindo.
     
    #5

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