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Sobre roto

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Cris Cam, 16 de Febrero de 2019. Respuestas: 3 | Visitas: 360

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    1 de Enero de 2016
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    Sobre roto

    Pudo haberle dicho simplemente adiós. Pero era una palabra imposible en el diccionario de las hadas.

    No es lo mismo – pensó – una niebla que una tormenta.

    Él sabía de los ojos silenciosos que caminaban las paredes de las catedrales. Sabía que ella no llegaba a la oficina por las puertas giratorias, ni marcaba tarjeta, sino que se aparecía a través de los balcones. Que ella se perfumaba de una rosa distinta cada día, sólo para verlo pasar.

    Decirle “Adios”, sin haberle dicho “Bienvenida”, no parecía una palabra adecuada para conjugar en una letanía de lágrimas.

    Entonces ensayó aproximaciones. Como quien acostumbra la rodilla al esfuerzo de la montaña. No eran la única forma de decir adiós, pero como no eran suyas las podría recitar, como quien mira las profundas cavernas de Yorik, mientras el apuntador fuma su cigarrillo ciego.

    Meditó en la angustia desmedida que le provocaban los labios que él nunca había deseado besar, maldiciendo las trazas genéticas de las palabras. Cosas extrañas que fluyen en los vientos de las cavernas congeladas. En la circunstancia de no verse nunca más.

    Aquella mañana entró despacio. Subió los espejos de cera. Golpeó la puerta. Escuchó: “Adelante”. Giró el bronce. Chirrió la bisagra. Vio su rostro iluminado por la negación de un cálculo. Ella alzó los ojos lila. Y él, que nunca había penado por su sonrisa sintió una rebeldía de calandrias caminándole la garganta con sus patas haciendo nidos en la lengua. Tomo el aire perfumado por un jazmín, una menta indefinida y un ajeno pucho apagado. Miró la junta mal acabada entre dos mosaicos. Pasó la punta del zapato para ver si era una mancha. Dejó de pensar en el sobre vacío que quedó clavado por el abrecartas en la puerta del ropero, y comenzó con la primer mentira.

    ¿Puedo sacar una fotocopia? Dijo. Como si fuera el chico cadete de ojos azules que había entrado la semana pasada.

    Ella permaneció en silencio de éxtasis, mirándolo como cuando el príncipe pide agua para su caballo. Se tragó sin querer el chicle. Se levantó, cayéndosele de nuca la silla por el peso de un paraguas. Se le enganchó la pulsera al espiral del cuaderno.

    Pretendió decir: “Por supuesto, ya está encendida. ¿Sabés usarla?”; cuando en realidad pensaba: “Pero claro, mi Señor, el aljibe es todo tuyo”, por lo que en realidad dijo: “Veo luces en el fondo del foso”.

    Él no pudo entender, después de todos esos años, como era posible que una cintura escapada le prohibieron la belleza de esos ojos. Pensó en tantas modelos de almanaque de piel exacta, que se dibujan los ojos para ocultar alcoholes, que nunca habían aprendido a usar su diestra lengua para hablar, que tenía que despegar de su sábana como panqueque quemado. Y ninguna, jamás, le había entregado esa mirada de miel.

    Ella pensó, ¿que habrá ocurrido en palacio que las cortesanas permitieron que la capa azul bajara al valle, con la boca sedienta, en busca del agua de una aldeana?

    Él apoyó la hoja sobre el cristal, bajó la tapa plástica, pulso el botón. Una luz lateral le escaneaba la camisa blanca, descubriendo un rojo hilo agónico que descendía de la corbata. Y sin mirarla, le dijo: “Este fin de semana salgo de vacaciones. Me voy pescar con un amigo”.

    Él puso punto final a la oración pero ella escuchó tres puntos, se quedó suspensa del hilo de la araña esperando que la completara con “¿...querés venir?”. Sin embargo él no lo dijo, sino que la miró serio esperando la primer respuesta.

    “Ah... a... así... que suerte... –contestó ella, confundiéndosele las películas - los arroyos de mi valle están poblados de pejerreyes y mis playas cubiertas de gaviotas...”

    Él sintió que el ombligo se le partía. Se tentó a entregarle una fotocopia. Pero se le clavaron arpones en la espalda, un viento de sangre salpicó de arena la agenda de madera. La miró a las manos, le cruzó la boca de verdes y se arrojó por las escaleras en busca de oxigeno.

    La primer mentira había fallado.

    Volvió a su casa, releyendo una y otra vez el renglón 14. No supo porque las suaves cascadas de los sauces que acariciaban hasta ayer las ventanillas del interno 23, le parecían hoy uñas de hiena queriendo abrirle el pecho.

    Se preguntó una y otra vez, fingiendo la voz delante del espejo: “A que tantas consideraciones con esta mina, ¿Quien es, al fin y al cabo?. Solo una mujer que me ama en silencio. Simple. Nada más. Ni siquiera tengo caña de pescar.”

    Recordaba la filosofía de servilleta de su amigo. Ese que sí sabía pescar. Ese que vivió abrazado a su gorda durante 30 años. Ese al que le bastaban las mantas, los mates y los sanguches de milanesa que su negra le hacía. Ese que jamás habría dicho "me voy", sino "¿que te parece si vamos?". Ese amigo una vez, hacía mucho tiempo, cuando aún “la gorda” era “mi negrita”, le dijo:.

    “Mirá que debe ser jodido tener alguien que te quiera, he. Jodido no poder compartir con la otra parte la misma mirada. Creo que eso es peor que lo que te está pasando”.

    Como corresponde, lo puteó soberanamente. Él le estaba confesando su amor no correspondido por Mariana y el otro contestando con espejos. Tardó años en saber como crece la sabiduría al costado de los juncos.

    Mentira numero dos.

    Lo más difícil era buscar una excusa. Le habían arreglado la fotocopiadora. Música de Mozart. Eso, música de Mozart. Le robó, con permiso de ojos, un sobre a la recepcionista.

    El ascensor tardaba en llegar al séptimo cielo. Huelga de querubines según parece. Abrió la puerta. Señales de alarmas rojas convierten los mosaicos en piedras informes con yuyos de alpiste, combatiendo por la gota de agua a la avena de los carruajes. Quitó una antorcha para espantar tres dragones, entró a la celda donde permanecía encadenada la bruja de la ciénaga, quien no advirtió su espada, ni su sello, pues estaba graznando a través de un cuerno. Problemas de comarcas. Arrojó el cuerno contra la bola de cristal.

    “Me parece que rompiste el teléfono” Le dijo él.

    “¡Ay, hijos adolescentes!... ¡hijos adolescentes...!” Contestó ella.

    Fue el momento en que lo reconoció. Las varas mágicas se desplegaron para convertir la bruja represora en un hada de calabaza, vestida de uniforme reglamentario con la tarjeta de identificación prendida al revés.

    “Abajo, como sabían que subía, me dieron esto” Mintió él.

    “Así... claro... tenés un pelo en el cuello de la camisa... ah, si el Mozarteum... linda gente... dejame que te lo saque... trae entradas para el próximo jueves... ¿serán platea o paraíso?... No, sin duda paraíso, los ángeles hacen sonar sus trompas... ¿Los ángeles también tendrán ojos verdes?... ahhhh... volvamos toquemos tierra... gracias mi ángel mensajero...”

    Ella se quedó con las ganas de tener un pelo entre los dedos. El nunca le había escuchado tantas palabras juntas. El sol de la mañana cambiaba de columna mientras los globos aerostáticos levitaban sobre el piso 7 de las espejadas ventanas de la multinacional. Mientras Mozart seguía encerrado en el celofán sin haber pasado de manos.

    Ella pronunció el conjuro reanimador: ¿Me querías decir algo?

    “No, nada – dijo él - recién vengo de verlo al jony. Parece que me trasladan a New Jersey”

    “Ah... ¡qué suerte... que sss suerte! –balbuceó ella-... van a... van a... ay, perdón... es que estoy con alergia... hay días en los que respirar se hace tan difícil... disculpame... debo… dejarte... dejame la revista sobre el escritorio...”

    Él se quedó con la mentira a medio decir. Bajó las lagunas, saltando las piedras. Esquivando los cascos de los caballos y las furias de los jabalís. Él que había intercambiado pieles con tantas serpientes. Que había consumido los vientres fríos de tantas arañas. Él, el zorro, el halcón, el padrillo, que siempre volvía en mañanas de ansiolíticos a su piel verde y su charco mugroso, sólo era príncipe es esa aldea de 9 metros cuadrados.

    Segundo intento fallido.


    El renglón catorce no decía nada especial. Sólo hablaba del adiós. A él no le importaba demasiado. Pero sabía que a ella sí. Quizá fuese una muestra de su propia crueldad, consigo mismo, con el mundo, con ella. Para que empecinarse con un adiós que le dolería. Quizá para dejar un pañuelo en la dársena.

    Tercer mentira.

    Estaba decidido, subiría a esa maldita oficina y lo diría. Empujó el vidrio con tanta fuerza que casi vuelve a la vereda. No escuchó al nuevo guardia que le exigía la tarjeta de identificación. Pasó furiosamente la tarjeta magnética varias veces y la puerta del ascensor no se abría.

    “Es que está al revés…” - escuchó.

    El ojo del dinosaurio se abrió. Un vórtice los precipitó al abismo ingrávido, donde reposaban las babas de algún dios sobre la letra vencida de un tanque de combustible sólido de CCCP. Ella le chocó el vidrio de su escafandra, en su lejanía de piel levitada. Le pudo ver la etiqueta de vapores congelados, a través de los tubos de animación suspendida. Tomó una piel de mamut para limpiarle la niebla de los ojos. Se calentó los dedos de amianto en un volcán que pasaba y quiso alimentarle el corazón. Solos, en ese espacio metálico. Hasta que ella alzó su vista de Jedi, expulsó una manada de Triceratops en celo con una piedra de Júpiter. Para poder contemplarlo, horadarlo, adorarlo. Y él no pudo defenderse. La fuerza de la magia salía de ella con cada parpadeo. Primero estallaron los cristales, la nuca y el aluminio. Se destrozaban los abrojos, los cierres, las cápsulas, las roscas, disipándose de ácidos hacia las rocas levógiras. Hasta quedarle la piel mansamente pulcra y reverenciada. El aún tenía el poder de cortar los hilos de plata, pero no lo hizo. Ella permanecía despojada de su piel y él podía ver, sin embargo, que le brotaba ambrosia de la boca y no vapores de la hendidura. Meditó sin respirar, hasta que sacó su Láser

    “Me voy a vivir con Miriam” Dijo él, esperando un choque de planetas.

    “¡Ah! - dijo ella, mientras se abría la puerta del ascensor - este es tu piso. ¡Buenos días!”

    Cruzó el umbral y quedó a la deriva entre las dunas, con la boca seca, y el sol apuntándole a los ojos. Si al menos tuviera la dicha de ser asaltado por los beduinos, para ser enterrado vivo, luego de cortarle las manos, la lengua y ser sodomizado. Esas manos que no tenían ningún deseo de Miriam, esa lengua sin ambrosia que contaba mentiras inútiles, ese cuerpo fálico que nunca había entendido hasta ahora el poder de los seres etéreos. Y ese sol, sí, ¡ya va!, ¡ya va!


    Esa noche mientras ESPN dividía pantallas. Él volvió a su deporte de estudiante. Cuando sus retinas pedían pausa de estructuras, de puentes ajenos, de cálculos de factibilidades, de tensores parabólicos, tomaba su caja de dardos alados. Encendía la radio. Dejaba que el chabón hablara boludeces y apuntaba al centro. Cosas que le pasan a uno. Decidir un día del poder del centro. Que el mundo es tan frágil como el corcho. Que una idea puede ser ese misil aguja, perforando los cráneos de los ineptos. Que las pieles femeninas no son mas que cartón corrugado, aptas sólo para ser arrugadas, rotas. Sus centros dulces sólo aptos para ser perforados de puñales para que entreguen azúcares de higos.

    Y estar equivocado.

    Como el equivocarse al doblar una esquina. Y entrar en callejones donde las agujas convierten a los niños en topos. Que las niñitas te ofrezcan una estampita numerada o sexo a cambio de un pancho. Que el viejo mendigo, borracho de alcoholes y pegamentos, abrochando su camisa hedionda y rota, no sabe como espantar las moscas de sus piernas podridas. Que Dios no pasó por aquí.

    Será por eso que el dardo rojo pegaba una y otra vez sobre el membrete verde del sobre blanco vacío.

    ¡A quien carajo le importa!



    No se pudo despedir.

    Aún le quedaban media docena de mentiras. Pero el renglón 14 era demasiado explícito.

    Tuvo que cambiar de edificio. Cambió su exclusivo traje de pana escocesa por el celeste ambo con un bordado en el bolsillo. Y a casi nadie le importó. La negra viuda de un pescador filósofo le traía milanesas de contrabando. “Son muchas”, le decía él. La negra siempre le contestaba: “Son para llevar”

    Aquella tarde en que entraría en coma. Pudo ver un ángel que le soplaba dentro de los pulmones. Le cortaba las gomas de buzo agónico. Los ángeles nunca lloran, sólo aman. Le pasaba nubes para limpiarle los pecados de los ojos verdes. Recogía los cabellos de cobalto en una caja. Levantaba la sábana para besar el pecho de ese cuerpo que tan blancamente había deseado. Las torpes manos de la enfermera que inyectaban ampolla tras ampolla en el plástico del suero, ignoraban que estos amantes nunca habían conocido los gozos de las penetraciones.

    Y ella que lo amaba sin la nostalgia de los orgasmos. Le cerró los ojos con sus mágicos dedos. Le impregnó la frente de ambrosía. Le abrigo el pecho con sus pechos. Al fin fue suyo.


    Cierto a quien le importaba lo que pudiera decir del adiós el renglón 14.
     
    #1
    A Zev le gusta esto.
  2. Zev

    Zev Invitado

    Es nuevo para mi...Me ha encantado como no se puede dejar de poner atención, ningún renglón sobra....y puedo releerlo y se que me asombraran
    nuevas partes. Hay mucho condensado aquí y me gusta.

    saludos.
     
    #2
  3. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

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    Gracias Zev.
     
    #3
  4. Cris Cam

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