1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

Mailén

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 28 de Marzo de 2019. Respuestas: 3 | Visitas: 4334

  1. Cris Cam

    Cris Cam Poeta adicto al portal

    Se incorporó:
    1 de Enero de 2016
    Mensajes:
    1.936
    Me gusta recibidos:
    1.719
    Género:
    Hombre
    Mailén

    Capítulo 1: Cosas del pasado


    Como es que una persona como yo, que poco sabía de escritura y menos de haberla leído, se atrevió a una empresa como la de contar una historia es algo difícil de creer, y como dije, he leído muy poco y por eso no conozco a otras personas en mi misma situación. Pero pasemos a la cuestión que nos ocupa.

    1952

    Fue de forma casual. Yo como hijo de inmigrantes y contrariando a mi padre, tenía problemas con mi propio idioma, de modo que no seguí como él quería estudiando, lo cual en ese entonces era el secundario. Así que me dediqué, primero al reparto de mercaderías para un almacén, que no me daba mucho por cierto y luego conseguí un trabajo mejor, como sereno de un gran edificio céntrico. A pocos pasos de allí había un café donde se reunían muchos bohemios a discutir de literatura y otras yerbas. Y yo un joven de 18 años recién cumplidos, sin saber nada de lo que hablaban, me sentaba a escucharlos, en el rato que me quedaba antes de entrar a trabajar.

    Fue cuando se originó una fuerte discusión entre dos parroquianos, uno era un joven estudiante de medicina que solía estudiar allí y otro un hombre de edad que no salía de su ofuscación. Esa discusión cambió mi vida. El motivo versaba sobre si lo que escribía Alfonsina Storni era poesía o palabras chillonas como decía Borges. El joven opinaba que era poesía y el viejo que era basura. Hasta allí la cosa era pausada, pero cuando, como estudiante de medicina el joven le dijo que mirara el ejemplo de Cecilia Griegson, hija de inmigrantes que había logrado no sólo recibirse sino ser la primera mujer en hacerlo en este país, y eso fue lo que desató la furia del anciano, quien opinaba que las mujeres no están para esas cosas, que su lugar es la cocina, sino queríamos terminar siendo los que laven los platos. El chico le dijo que había muchas mujeres valiosas en la historia algunas por sí mismas otras por acompañar a sus compañeros de ruta. Le nombro a Mary Shelley, Ada Lovelace, Constanza Mozart y la desconocida, al menos para mí, Hypatia. Pamplinas, le dice con cierta corrección que rozaba el sarcasmo, el anciano. Yo, le dice, tuve la fortuna de participar siendo muy joven de la heroica campaña del desierto y puedo asegurar que esas indias eran más salvajes que sus hombres. Y por eso el chico le preguntó si había conocido a Mailén, alguien que a juzgar por las caras de los parroquianos que ya se empujaban para parar la oreja, sólo él conocía. El viejo le dijo que eso era un cuento, que esa mujer era un invento de una inglesa, discípula de Darwin, ese que dice algo tan ridículo como que descendemos de los monos. El joven lo recordó, y dijo: “Ah, lady Helen Margaret Peterson Cushing”, y el viejo explotó, “Qué lady ni que ocho cuartos esa era una sirviente de ese despreciable sujeto”.

    Fue allí cuando me enteré que a Mailén pude haberla conocido. Ella, según decían había muerto hacía apenas unos años atrás, en 1940 a la edad de 97 años.

    Por fin dejaron al anciano hablando solo y si eso no fue suficiente tiempo después hubo cosas peores.

    Así, que ahora no en forma casual, el 14 de mayo de 1953, me encontré con un tal Alfredo López, quien volvía a afirmar lo mismo que el anciano, con el agregado de que todo tenía la finalidad de desacreditar tanto a Esteban Echeverría como a Leopoldo Lugones, y de paso, lo que para él fueron dos gestas heroicas, de cara a los nuevos tiempos que vienen, la Guerra del Paraguay y la Conquista del Desierto. Pero como el anciano era un ferviente germanista, admirador del derrotado régimen nazi al que llamaba heroico, era lógico que hablara en forma despectiva del General Mansilla a pesar de haber sido quien fundó y organizó el Colegio Militar de la Nación donde, se supone, el anciano tuvo que haber estudiado, pero que a partir de 1930 los planes de estudio se volvieron, lo que ahora llamamos fascistas. Y agrega que será hora de alguien tome cartas en el asunto para evitar que esas razas inferiores sigan creciendo al amparo de nuestra propia inconciencia. Y así como nosotros pudimos acabar con paraguayos, indios y gauchos, tal como lo había pedido don Domingo Faustino Sarmiento, alguien deberá terminar la obra que Hitler no pudo concluir en Europa y el mundo.

    López conocía la obra de José Hernández, incluso llegó a conocerlo de chico y con él se operaba una contradicción. Por un lado, hablaba de los gauchos como enemigos naturales de los indios y por el otro también a ellos despreciaba. No había quien le hiciera entender que los gauchos ya habían desaparecido, y que de eso, justamente, se trataba el Martín Fierro, y que lo que por allí se veía no eran más que simples boyeros, quienes aunque muy diestros en las duras tareas del campo, a diferencia del gaucho cuyo don más preciado era la libertad, éstos trabajaban bajo los caprichos de sus patrones, quienes llenaban su rastra de monedas extranjeras para montar a sus finos caballos árabes cuando se paseaban en las fechas patrias. Esto es lo que los sociólogos llaman una derrota simbólica. Recordarle que con un caballo y un facón era capaces de sobrevivir en el inhóspito desierto, no significaba nada para él. Claro que en un siglo donde el tren y el camión hacen la parte dura del trabajo, todo aquello cae en el olvido.

    A pesar de todo, luego de casi dos años de búsqueda, por medio de una de sus bisnietas, Laura Jiménez, pude contactarme con Alberto Robles, otro de los casi 40 bisnietos de Mailén, y fue éste quien me contó la mayor parte de la historia que me atrevo a contar, y por su parte, un primo suyo Mariano Flores, hizo una investigación que a pesar de sus resultados pequeños, pequeños en el sentido de que las conclusiones sólo fueron unas pocas decenas de páginas, me echó luz sobre algunos temas, de modo que mi libro es una especie de palimpsesto armado en virtud de los relatos y muy poca imaginación de mi parte.

    Luego de casi 10 años de investigación pude en 1963 terminar la obra que aún descansa mecanografiada en los anaqueles de mi biblioteca que fue creciendo conforme la escribía. Hasta la fecha no tuve la suerte de que alguna editorial quisiera publicarla ya que cosas de indios a nadie le interesa.

    Deberán disculparme si la mayor parte de las veces la historia que les contaré carece de rigor histórico y que algunas fechas fueron puestas por mí, al uso y gusto del lector blanco. A su vez, sólo pocas veces traeré a cuento la melodiosa forma de hablar ranquel, ya que la ignoro.




    Capítulo 2: Recordando aquel día



    Cosas de la vida diaria en la capital del Virreinato del Rio de la Plata.


    Ismael era, como muchos, un criollito típico. Sus ancestros americanos se perdían en el horizonte del tiempo, es decir, él no sabía quién de sus antepasados fue el primer español en pisar los márgenes del Río de la Plata. Así que se lo imaginaba hablando el melodioso dialecto andaluz. Su piel declaraba tener no sólo sangre española, sino bastante de querandí y algo de africana. De hecho, su algo así como novia era una mulatita esclava de una familia adinerada; a la que sólo le permitían salir por las tardes de sábados y domingos, pero ellos, como jóvenes que eran, igual se las ingeniaban para hacer lo suyo.

    Él, como muchos niños y jóvenes, se debía ganar el sustento. Trabajaba con Don Manuel Báez que era uno de los pocos hombres adinerados de la gran aldea, quien se dedicaba a la venta de agua por unos céntimos. Durante la tarde, Ismael remaba hasta unas 20 cuadras de la costa y llenaba dos toneles de 10 galones cada uno con el agua dulce pero turbia del río. Y debía ir tan adentro porque, a esa hora, las negras lavanderas llenaban la costa de la espuma blanca del jabón que le compraban a Don Vieytes. Y si sólo le compraban el jabón a él era porque Don Juan les prometía que pronto serían libres, cosa que a las viejas ya no les interesaba, pero con lo que las jóvenes soñaban. Al volver a la costa, Don Manuel trasvasaba el agua a grandes vasijas de arcilla cocida que, al ser porosa, permitía pasar el agua, pero no los sedimentos. Así luego de unos 20 viajes juntaban los 2000 galones que las negras encargadas de la cocina les compraban.

    Hasta no hacía mucho, antes de las invasiones inglesas, se usaban el azumbre y la pinta pero como variaba como la luz del día según la zona e incluso el Cabildo, cuando los ingleses tomaron transitoriamente la aldea, impusieron el galón que pronto muchos adoptaron por la sencilla razón de que estaba bien regulado por medio de un recipiente de bronce que, según decían ellos, variaba muy poco de volumen con el calor ambiente o el líquido que transportaba. Llevada a términos del sistema métrico decimal que se usa actualmente y que ni los ingleses ni los estadounidenses adoptaron, equivale a unos 4.5 litros.

    Una familia típica, es decir, compuesta por los padres, cuatro hijos y las dos negras, la cocinera y la lavandera, que era lo más común, necesitaba para cocinar 6 galones, es decir para llenar 3 ollas grandes. Solían comprarles 10 galones que la cocinera se encargaba de controlar rigurosamente, era por medio de una lata graduada de 5 galones. Para el resto, es decir, el aseo personal y la de la casa se solía usar el agua de lluvia que almacenaba el aljibe. Esta agua, por ser producto de la lluvia aunque no fuera potable, era muy buena para las prendas delicadas y para el pelo de las damas, en una época en que lucir un buen peinado era de buena reputación social. Para los piojos, inevitables incluso dentro de las grandes familias se usaban una gran cantidad de productos, la mayoría a base de hierbas, sin embargo, tanto las negras como las indias preferían el uso del vinagre y un largo y tedioso buen peinado.

    Con el tiempo y con gran gasto, Don Manuel aumentó la producción. Ahora Ismael viajaba lo mismo, pero sólo una vez. Allí lo esperaba una boya que se elevaba unas tres varas del nivel del agua y él volcaba su tacho de hojalata de dos galones sobre una larga canaleta de cobre remachado que llegaba hasta la playa donde Don Manuel la recogía. Esto le permitió aumentar su producción de 2000 a 4000 galones diarios. Sin embargo, este avance le costó caro. Al no ser el único aguatero, otros tuvieron celos de su progreso y algunas noches mandaban a sus esclavos a que destruyeran la canaleta, lo que le causaba un enorme perjuicio. Pero Don Manuel no era un hombre de amilanarse. Su ingenio pudo más. Aunque era aún más costoso hizo construir una cañería que en lugar de ir por el aire o sumergida en el agua, lo hiciera enterrada en arena. En la boya agregó una bomba de agua de modo que entre los dos muchachos pudieran hacer el trabajo algo más aliviado. Este ingenio tuvo un gran éxito porque sus competidores flojos de sesera, no descubrieron su invento. Y no lo hicieron porque Don Manuel los engañó. Cavó un enorme pozo en su propiedad, a unas 40 cuadras de la costa, de donde, él decía, extraía el agua que afloraba por la cercanía del río. De modo que a nadie se le ocurrió viajar hasta la boya para destruir la bomba. Era bastante corriente que algunas casas tuvieran tal tipo de pozos, sin embargo, las familias acomodadas preferían el agua de don Manuel.

    Ismael tenía dos negritos libertos amigos suyos. El asunto no era tan sencillo. Su patrón los reunió una tarde para decirles cosas que ellos no entendían, tales como monopolio, impuestos, aduana. Pero cuando dijo la palabra “libertad”, palabra poco entendida pues nunca la habían probado, ambos abrieron sus enormes ojos negros. Pues bien, este buen señor les compró un toro y un tropel de 10 vacas para que hicieran su negocio. Así Raúl y Macarena, nombres más andaluces que africanos, por cierto, aceptaron la cuadrilla como regalo de bodas. Para el patrón no era buena esa costumbre negra e india de casarse, o juntarse tan jóvenes, pero Raúl sostenía que él ya tenía 14 años y Macarena 10 por lo que no sólo prosperarían, sino que le llenarían la casa de negritos habladores. Así, los dos debían viajar por más de dos horas de ida y otro tanto de vuelta entre las pasturas tiernas y las calles de la aldea para vender su leche la cual no era mucha. Cada vaca les daba un 1 galón de leche por día. Sin embargo, se las arreglaron. Con el tiempo las vacas fueron pariendo terneros con lo cual el negocio fue creciendo lenta pero sostenidamente. Raúl compró una carreta con un gran tonel de cobre y una canilla, con el cual bien temprano vendía su leche fresca. Aunque, para decir la verdad, la blancas hijas y sus señoras madres, le compraban no tanto porque lo necesitaran sino para ver cómo era ese negrito flaco y esmirriado que les sonreía con unos dientes enormes y blancos y unos hoyuelos difíciles de resistir.

    Otro amigo de Ismael, no era nada joven. Lo llamaban “el hormiguero” otros, con malicia, “hormiga negra”. Este negro, ya canoso, se encargaba de destruir los hormigueros que surgían aquí y allá en una aldea construida sobre el límite mismo de La Pampa. Sus métodos eran varios. Uno consistía en clavar una larga caña de tacuara sobre el montículo. Como la caña era muy resistente él la podía enterrar a más de dos varas de profundidad y luego llenaba el hormiguero de agua. Claro que con este método sólo mataba a un mínimo de insectos, los suficientes como para cobrar su paga. Otro método agregado al anterior era el uso de veneno, que era muy efectivo pero muy caro. Y un tercero, que Ismael sólo lo vio con Hormiga Negra, que aún luego de 5 generaciones se sentía africano, era bastante ingenioso: el incendio del hormiguero. Este método era usado allá para matar hormigas del tamaño de un dedo meñique. En este caso se usaban dos cañas una vertical y otra oblicua. Por la oblicua se hacía descender aceite espeso, al llegar al fondo, por la caña vertical se tiraba una astilla encendida que prendía fuego el aceite, pero como esto duraría lo que la astilla en consumirse por la caña oblicua el negro soplaba con fuerza. Era curioso, al menos para Ismael, ver como desde la otra caña surgía primero humo espeso y luego fuego primero azul y luego rojo. Por supuesto, las cañas pagaban su precio. Para el próximo hormiguero debía buscar otras dos. Y cómo hacía el negro para horadar las uniones internas entre las secciones que él veía a simple vista, es algo que nunca le dijo

    Una madrugada de domingo de enero, el negro lo vino a despertar para llevarlo a 10 leguas. Como eso era mucho y no estaría a la hora del reparto, el negro le prometió al patrón que él mismo lo ayudaría para compensar la pérdida de tiempo. Se trataba, no ya de matar hormigas sino de ver un extraño espectáculo: la explosión de hormigueros. En el campo se podían ver estos curiosos montículos, que formaban una especie de bosque. Algunos llegaban a medir cinco varas. A media mañana ya se podía escuchar el zumbido y apenas unos minutos después el estallido del primer hormiguero de hormigas voladoras. Las hormigas no atacan al hombre, pero debido a que eran miles pronto Ismael y su amigo tuvieron que volver a montar y salir de allí.

    Ismael estuvo pensando durante muchos días como esto podría ser posible, y como él no hallaba la respuesta y el negro tampoco la tenía, se atrevió a ir en patas, como siempre estaba, a verlo al Secretario de Agricultura, Don Manuel Belgrano. Éste le explico lo mejor que pudo el hecho. Con el calor las hormigas sienten que ya es la hora de salir del hormiguero, pero este, por la sabiduría de la naturaleza, está ocluido. Así que al aletear aumentan la presión. Para eso Don Manuel le tuvo que explicar de una manera graciosa, infló sus mejillas como si fuera a soplar. Si se aumenta esta presión llega el momento en que las paredes del hormiguero ceden y se rompen.

    Otra de las cosas de que Ismael entendía poco era la producción de miel y cera. En la aldea sólo los negros gustaban endulzar sus cosas con miel, los blancos preferían el azúcar, blanca, rubia y negra, así que buena parte de ésta quedaba para exportarla a España. La cera, en cambio, muchas veces escaseaba, aunque se vieran a muchos negros vendiendo su producto, mejor dicho, el producto de sus amos en la mayoría de los casos. Aunque no era la única ni la más grande, la más famosa vendedora de vela era la de Don Vieytes, este había comprado una fórmula francesa que escandalizaba por lo simple, a la cera de abejas se le agregaba aceite o grasa animal, lo cual producía una llama más tenue pero mucho más duradera. Dejando las de buena calidad para la aquellos que amaban la lectura nocturna. Éstas no sólo tenían una llama más blanca, sino que no al no crepitar la llama era estable y los ojos no se irritaban por la lectura.

    Hacía no mucho tiempo se había establecido un ciudadano florentino, quien en su tierra se dedicaba al teñido de telas con colores firmes. Este tipo de telas eran a la vez muy apreciadas y de un precio exorbitante. El monopolio español no permitía que éstas se importen de otro lugar que no fuera España. De modo que los comerciantes españoles tanto de Buenos Aires como de Cádiz, uno de los varios puertos de donde salía la mercancía, aunque recibían telas de Francia, Inglaterra, Italia e incluso la India, las enviaban a Buenos Aires como si hubieran sido hechas en España. Así no sólo hacían que el producto fuese caro en América, sino que no daban trabajo a los artesanos españoles. Don Luigi luego de largos y tediosos trámites, donde medió al propio Manuel Belgrano, logró establecer su negocio de telas. Pero eso fue sólo el primer paso.

    Sabía de antemano que le sería difícil obtener materia prima, salvo comprarla a los importadores españoles a precio de usura. Lo que no sabía era la exacta dimensión de su pretendida empresa. La inmensidad de La Pampa excedía su más febril imaginación. Pero finalmente halló la solución de una forma inesperada, a través de un personaje que esperaba no encontrarse nunca a solas: un gaucho. Este hombre, estaba gozando de creciente libertad a causa de las compras que algunos porteños realizaban por su intermedio a lejanas ciudades del interior, como Córdoba o San Luis, y la impensada, para cualquier porteño, de comerciar con los salvajes y perversos indios. Así, éste traía cueros y azúcar y se llevaba productos importados. Claro que lo mismo se podía lograr con los comerciantes itinerantes de las carretas, pero él reducía los dos meses habituales a sólo una semana, aunque, claro, sólo lo que el lomo de su caballo aguantara. Así Luigi le compraba ciertos minerales de San Luis, ciertos líquidos extraídos por los indios de animales tales como el Tatú Carreta o el Zorrino, con la evidente ventaja de no matarlos; y algunas hierbas que, habiendo crecido por siempre en la llanura, nadie sabía que servían para el tinte de telas.

    De allí que su negocio prosperó, si no de manera espectacular por los motivos lógicos que ya se verán, para dejar que sus pies se enterrasen definitivamente en Buenos Aires.

    Luego de este éxito llegó a oídos de un francés, un tal Pierre Venturè, la existencia profusa de zorrinos en La Pampa. Venturè se dedicaba a la fabricación e importación de perfumes y como ya sabemos éstos no podían ser franceses, en ese momento los más apreciados por los perfumistas de todo el mundo, sino a través de la aduana de Moger, España. Conseguir el alcohol ya no era fácil, ya que por razones que él no entendía, luego de la reconquista de Buenos Aires, donde cientos de ingleses fueron quemados con agua caliente y bombas caseras armadas con cañas llenas de alcohol, su fabricación fue prohibida por parte de los criollos. Así que él ya hacía un largo tiempo que se había asociado a un carretero que lo traía de contrabando desde la ciudad de Rosario. A Pierre le sonaba ridículo contrabandear en el interior mismo de un país, pues eso era el Virreinato, pero así estaban hechas las cosas.

    Su socio le traía alcohol de tercera clase, y él, por medio de filtrados, donde no intervenían las altas temperaturas ni la ebullición, lo convertía en alcohol de primera clase. Pero, como todo perfumista sabía, necesitaba un ingrediente para aumentar la persistencia; y eso se hacía en Buenos Aires torturando gatos. Buenos Aires estaba plagado de gatos, así que a nadie le importaba escuchar sus desgarradores aullidos siempre y cuando no fuera durante la noche o en horas de la siesta, que en América era sagrada. Pero Pierre quería el elixir de persistencia máximo, y ese se encontraba en ese animalito que vagaba libre en La Pampa.

    Pero claro, aunque eso era fácil a veces podía resultar asqueroso. No encontró a nadie dispuesto a salir a cazarlos, así que no tuvo más remedio que usar las mañas de un indio. Una mañana el indio Wirinmañke, nombre impronunciable para Pierre, salió para el desierto y al día siguiente volvió con un litro del preciado líquido. Con el cual el fabricante podía hacer más de 300 frascos de finísimo extracto de una onza líquida. Es decir, si lo quisiera podría comprar dos vacas por día.

    Sin embargo, a Pierre le picó la curiosidad por saber cómo hacía el indio para recaudar tanta cantidad del apestoso líquido; así que se lo preguntó y el indio lo invitó a un día de campo, cosa que Pierre aceptó luego de comprarse un trabuco. Llegaron a un cierto lugar a la sombra de unos álamos donde el indio ya había construido un corral para albergar a casi 100 zorrinos. El ardid del indio era colocar a una hembra en celo sobre una especie de alfombra hecha de cuero de vaca y a ésta sobre una especie de tarima abombada hacia abajo, el cuero tenía un agujero justo en el centro de la tarima. Al comenzar el macho a copular, un ingenio del indio hacía muy cerca del oído del animal un ruido muy parecido a un estampido de fusil. El animal, por el susto, expelía orín, heces y el líquido preciado. Mientras las heces quedaban en el lugar, el orín y el líquido pestilente corrían por el cuero hacia una vasija. Pierre se sorprendió que un simple susto, sin necesidad de tortura, entregasen tanto líquido, por lo que se entusiasmó queriendo repetir la acción. El sabio indio le contestó que no, ya que se debía hacer pasar un tiempo para que él animal se olvide del susto y no lo relacione con la cópula. De todas maneras, al cabo de unas 10 experiencias el indio dejaba al animal suelto para que se reencuentre con su naturaleza.

    Alimentar a 100 zorrinos, los cuales son carniceros, no le era fácil al indio. Matar un ternero era demasiado y algunos pollos muy poco. Así que de madrugada recorría el matadero de Buenos Aires en busca de vísceras y otras partes despreciadas por el gusto porteño que le eran dadas en forma gratuita y por algunas pocas monedas una buena cantidad de preparados de morcilla. Así, aunque creía que los animalitos se merecían más, por su imposibilidad se deberían conformar con lo dicho. Pierre concluyó que el trabajo del indio Wirinmañke merecía algo más y le duplicó la paga. De todos modos, el servicio del indio le implicaba mucha ganancia.

    Lo que merece poca explicación era el comercio de carnes. El matadero abastecía sin problemas a la creciente aldea, la carne era barata debido a la cercanía del campo y a que los indios por preferir la carne de yegua rara vez la robaban y si lo hacían era para venderla en otros pueblos.

    Los extranjeros se asombraban al ver a los porteños comer tanta carne, y mucho más aquellos europeos que huían de Europa a causa del hambre. Incluso los franceses que teniendo una buena campiña pasaban hambre a causa, primero de la revolución y luego por las campañas de Napoleón que exigían grandes cuotas para su ejército, y ésta junto a la porcina sólo era consumida cocida para evitar la triquinosis, y otras infestaciones, por lo que no tenía gusto a nada. Muy diferente a la americana que de sólo verla en los ganchos de los carniceros invitaba a darle una mordida. Y en eso estaban de acuerdo la muchas moscas que la rodeaban. Así que Pierre si bien era acorralado por el monopolio con la metrópolis, gozaba la paz de América.




    Capítulo 3: Amanecer de una nueva patria


    Ismael no entendía, de la misma manera que la mayoría de la gente de la gran aldea, lo que estaba pasando, pero fue testigo de un acontecimiento que daría origen a un nuevo país, y con el paso de las décadas una nueva nación, aunque él aún no entendiese lo que eso significara. Así, colgado de una reja, observó por simple curiosidad como unos señores, que se llamaban a sí mismos patriotas, daban el primer empujón a la patria ese 25 de mayo.

    Por supuesto, sólo unos pocos sabían de la trascendencia de tal cosa. Además, eso no le quitó su digna pobreza.

    Aunque ya lo venía notando, especialmente desde la vez de las invasiones de los ingleses, ahora se intensificó el encono entre los que se consideraban americanos y los que eran o se sentían españoles. Ismael sin dudar hizo su elección, por sus venas corría mucha sangre nativa, sin embargo, le entristecía que muchos de los que antes eran sus amigos y clientes ahora le quitaran el saludo. Se preguntaba si ese tiempo de tristeza alguna vez terminaría. Supo de mala manera que eso sería, si alguna vez sucedía, dentro de mucho tiempo, cuando vio a su amigo Don Manuel Belgrano convertirse de abogado en improvisado general y verlo partir con bastante poca gente mal armada hacia donde vaya uno a saber. Sólo esperaba que ese amigo que tantas veces lo había ayudado, y como a él a muchos, no dejase su sangre desparramada por esta querida tierra americana.

    Aunque pequeño y esmirriado, Ismael con sus 20 años, supo que se venían tiempos difíciles, pero por otro lado se enteró qué, por vestir ropas militares, aunque el fusil fuese más pesado que uno, daban algunas monedas. Y como todo joven que sólo ve el futuro y no la muerte, se dejó enrolar en un grupo llamado Regimiento Patricios que un tal Saavedra, próspero comerciante convertido en presidente de la Primera Junta, había creado durante las Invasiones Inglesas. Sin embargo, aunque el entrenamiento era duro, no lo asignaron a batallón alguno. Aunque sus patitas se habían convertido en piernas, aún no era capaz de soportar el peso de una mochila militar.

    Así que luego de casi dos años entrenando y sirviendo de patrulla en la ciudad de Buenos Aires. Vino su oportunidad.

    Hacía ya un tiempo que había desembarcado un curioso personaje, que pronto, mucho antes de entrar en movimiento, dio que hablar. En primer lugar, todos se preguntaban por qué un exitoso militar que tenía un gran futuro en Europa, renunciaba a esos honores para venir a ponerse al servicio de un gobierno por demás endeble. Algunos especulaban que, siendo la revolución americana inevitable, quedarse donde estaba sería para derramar sangre de americanos y finalmente ser recordado, pues para todos, la libertad americana, era un hecho, cosa pensada pero aún muy lejos de realizarse, como represor y no como libertador. Eso que era fácil de decir, sólo en unas pocas cabezas privilegiadas estaba cabalmente diseñado. Ese joven militar nacido en América pero que había hecho su carrera en Europa, con una gran cantidad de batallas a sus espaldas, ya a los frescos 14 años había combatido contra los franceses. Y las damitas porteñas tenían ahora una nueva excusa para suspirar.

    Así que Ismael, sin que nadie lo impulsara, una mañana se cruzó en el camino del coronel San Martín para preguntarle cómo había que hacer para entrar en su ejército. El joven coronel se rio a carcajadas ya que, aunque ya había presentado sus papeles y le habían reconocido su grado aún no contaba ni con un ayudante que le llevase el sable.

    Si lo anterior a Ismael le pareció duro ahora sí que aprendió el verdadero significado de la palabra. Durante los meses de verano de aquel 1812 sus huesos no pararon de sufrir.

    El premio llegó ese aquel 3 de febrero de 1813, donde luchó como soldado de retaguardia, en la batalla que luego sería llamada de San Lorenzo, en la que 250 bien entrenados, aunque bisoños soldados derrotaron a 500 realistas. La razón de porque el coronel lo puso en la retaguardia se explicaba sola. Al volver de permiso a Buenos Aires, con apenas 22 años lo esperaba Alberto, el hijo que tuvo con Alcira de 13.

    Alberto pasó sus primeros años exclusivamente a cargo de su madre, pues Ismael siguió los pasos San Martín en su guerra libertadora, de la cual volvió a los 29 años con el grado de capitán, y con la sorpresa de que Alcira, sin querer casarse, fue madre de dos nenas. Esto, lejos de incomodarlo, lo llenó de alegría, la vida, que había evitado su muerte en Cancha Rayada, cuando un sablazo de un indio sin uniforme pero bravo como cualquier otro llamado Machén, abatió al enemigo que ya lo tenía a punto para atravesarlo con su bayoneta y lo ayudaba a huir a pie firme; lo premiaba con una familia completa.

    Alberto y sus hermanas crecieron leyendo las largas cartas que su padre con letra despareja les enviaba desde los lugares donde estaba. Ismael no se explayaba en horrorosos partes de guerra, sino que detallaba con lujo de detalle las bellezas de una América infinita. El largo desierto verde que cruzó desde Buenos Aires para llegar a la nieve de los macizos andinos, la belleza de los picos, la majestuosidad del vuelo del cóndor, la picardía de los niños chilenos, el azul de las aguas del Pacífico, el sabor del licor peruano, y por supuesto, aunque eso no lo ponía en su carta, las mujeres de cada punto de América. Ismael se negaba a detallar los dolores de la guerra para mostrar los beneficios de una América libre y en paz.

    Alberto mucho antes que su padre y por impulso de su madre, conoció lo rigores de la vida militar. Así con sólo 8 años ya corría en los nuevos destacamentos creados a tal efecto, de aquí para allá, o acampando a cielo abierto. O caminando en marcha forzado bajo las cortinas de un aguacero. Y no les quedaba otra, ya que su instructor era uno de los heridos de San Lorenzo que hacía lo mismo que ellos con una pata de palo. En ese regimiento de infantes, y aquí la palabra mejor usada que nunca, nadie lloraba. Esos hombrecitos con pecho de hierro serían la garantía de esa nación que estaba naciendo.

    A los 10 años Alberto fue sorprendido por Ismael correteando a una amiguita. El padre inflado de orgullo hizo que no vio nada, y dejó que la naturaleza siguiera su curso. Sólo por el hecho de ser considerado un héroe de guerra, Ismael se salvaba de las incontables injurias que el accionar de Alberto ocasionaba, ya que el pícaro jovencito llevaba anotado en una libreta el nombre de todas las damiselas porteñas que le habían entregado con dicha y placer su virtud. Eran unas dos páginas.

    Ciertamente Alberto no participó de ninguna batalla memorable, sin embargo, las cicatrices de su cuerpo testimoniaban un duro pasar, pero las más crueles se las hizo su propio capitán.

    Él había crecido escuchando las gloriosas aventuras de su padre, pero como más tarde sabría, un país no se libera sólo una vez. Es decir, llegaría el tiempo de las guerras internas.

    Alberto entendía cuando algún caudillito armaba su pequeño ejército. Aunque no sabía nada de política entendía que eso que algunos llamaban con distintos nombres tarde o temprano, entera o desmembrada sería un país.

    Lo que no entendía era el porqué de salir a matar indios en lugar de integrarlos, como decían algunos, o dejarlos en sus tierras en paz como otros. Le pesaba que su misión fuera tal trabajo sucio, pagado por algunos terratenientes que deseaban extender sus vacas y pasturas más y más al oeste.

    Pero el colmo se vino a dar una fría mañana de agosto. Supuestamente estaban patrullando lo que para Alberto era tierra de indios y para su capitán tierra del señor Ordoñez. Allí refugiados del frío viento se hallaban tres indiecitas que había salido a juntar leña, pero debido al intenso frío suspendieron la tarea y se acurrucaron con un cuero y encendieron una pequeña fogata de modo que con el crepitar de la leña no oyeron llegar a la cuadrilla compuesta por el capitán Orozco, un sargento y Alberto.

    Cuando Alberto se apeó para indicarles a las niñas, por señas ya que no sabía nada de su lengua, que debían irse, el capitán le ordenó:

    – ¡Desnudalas!

    Alberto creyó haber oído mal y por eso lo miró a los ojos.

    – ¿Qué, no oíste?... ¡desnudalas!

    – Pero… hace mucho frío…

    Fue la ingenua respuesta de Alberto, quien enmudeció cuando el capitán sacó su moderna pistola norteamericana y le apuntó.

    – Pero… ¿Por qué?

    – Porque vestidas es algo incómodo violarlas.

    Alberto miró a las tres chicas de entre, calculaba, 9 y 11 años y si bien él había desflorado a más de una a esa edad lo que el capitán planteaba era una cosa bien distinta y él no estaba dispuesto a hacerlo. Por lo cual hizo algo para todos impensado, tomó un puñado de tierra arenosa y acercándose al capitán como quien quiere preguntar algo se lo arrojó a la cara, con la intención de que mientras se limpiara los ojos las chicas escaparan. Cuando el capitán se rehízo las chicas corrían a campo traviesa a una cuadra y media, pero igual les disparó acertando en plena espalda a la más chica que estaba a menor distancia que las otras dos, quien luego de tres espasmos dejó de moverse.

    Alberto en clara desventaja de armas y grado pensó que el capitán le dispararía a la cabeza como ya lo había visto hacerlo a otro soldado. Sin embargo, lo sorprendió con un golpe que lo desmayó. Al despertar se percató que estaba estaqueado con el capitán caminando a su alrededor con una gran verga de sauce en la mano, con la cara que ponía cuando comenzaba sus largas peroratas que él prefería llamar homilías.

    – Yo luché con Saavedra... (y, cada vez que hacía una pausa, descargaba su verga sobre el cuerpo desnudo y estaqueado de Alberto) Yo fui uno de los que nos encargamos de ese reverendo hijo de perra de Moreno… Yo estuve cuando se encargaron de que ese afeminado de Belgrano estuviera bien lejos de Buenos… Yo maté con mis propias manos a más de 100 indios… Me gusta matar poseyéndolas a nenas indias… Yo soy, por si no te das cuenta… la nueva sangre blanca y bien macha que gobernará esta tierra libre de negros, indios, judíos, gitanos y cualquier otra clase de basura…

    Los golpes cesaron por un instante, Alberto sabía lo que seguía, pero sus manos no estaban libres para taparse los oídos.

    – Primero vamos a terminar con los indios… por que los indios son…

    Alberto sabía lo que tenía que decir, pero su hombría se lo impidió por más que la verga cayera en su pecho, en su abdomen, en su cara, en sus piernas, en sus testículos, hasta que el esfuerzo por tanto dolor lo hizo desmayar, sin darle el gusto a su torturador de escucharle un gemido.

    El capitán calculó con crudeza que el frío lo terminaría de matar así que lo dejó estaqueado y ordenó el regreso.

    Alberto no comprendió como despertó caliente hasta que su obnubilada mente se pudo poner en movimiento. Ya no estaba estaqueado ni perdido en cualquier parte, sino dentro de un toldo indio en los dominios de Painé.

    Dos experimentadas indias le estaban curando los vergazos que tenía por todo el frente de su cuerpo, mientras que las dos niñas sobrevivientes los miraban con… con… bueno, se puede decir que lo miraban con amor.

    Desde el otro lado del toldo lo miraba, con cara seria, un indio que decía saber quién era, quien con duro ranquel le dijo:

    – Nguënëchën nguen apill alün küyen montún Ismael küyen fenté Alberto montún epú koñintu Machén montún Alberto

    Alberto no entendió, pero las indiecitas que había salvado y que conocían algo de castellano se lo tradujeron

    – Dios es caprichoso, hace muchas lunas él salvó a Ismael ahora en esta luna te salvó porque vos nos salvaste.

    Tres semanas después Alberto recuperado dejó el toldo de Machén sin saber si había dejado simiente en sus hijas. Si eso ocurría esperaba que se lo comunicaran, pero sabía del orgullo ranquel al respecto.

    Ismael no tardó en enterarse de la odisea de su hijo y aprovechando la circunstancia de que el capitán Orozco no lo conocía, utilizando una excusa banal lo invitó a salir a cazar… indios. Y así palabra va, palabra viene se ganó su confianza.

    Pronto Orozco se enteró de boca del verborrágico Ismael de su historial, casi 10 años con San Martín, herido gravemente en tres ocasiones. Que habiendo vuelto con el grado de capitán ahora en su retiro provisorio fue ascendido a coronel. Luego de todo un día de marcha Orozco se preguntaba dónde estaban los indios. Ismael lo calmó con un pequeño discurso.

    – Sabe, Orozco, usted y yo, sí somos militares, pero de distinta cepa. Vea yo crecí vendiendo agua y usted vende sangre. Yo a los diez años entraba en patas a la casa de Belgrano, quien luego de contarme que esperaba de este país, me regalaba un chocolate de Italia. Usted, a esa misma edad, según algunos dicen, yo no soy quien para afirmarlo o dudarlo, a bordo de la goleta “Fame”, le llevó un chocolate caliente a Mariano Moreno con el veneno que lo mataría.

    – Y bien merecido se lo tenía…

    – ¿Por? Preguntó Ismael fingiendo ingenuidad

    – Es que así se hace un país. Eliminando a los elementos indeseados. ¿Usted sabe que este Moreno y ese otro Belgrano planeaban darle la ciudadanía del país que surgiera a los negros y a los indios? Es decir, ponerlos en pie de igualdad con nosotros. Así no se hace un país. Un país somos los Patricios, luego la plebe y allá, bien abajo, los negros y los indios, porque, claro, alguien tiene que hacer el trabajo. Es decir, o trabajas o te morís. ¿No querés trabajar?, morite.

    – Y, pregunto, ¿A que llama usted trabajar…? No perdón, mejor lo pongo así: ¿Usted no cree que los indios tienen su propia forma de trabajar? Criando caballos, recolectando frutos, cazando por el desierto, no molestando a nadie.

    Orozco no pudo evitar su cara de fastidio y fue claro.

    – Mire, creo que está totalmente claro. Desde que Colón pisó esta tierra quedó claro sólo una cosa: esta tierra es blanca y todo lo que no tenga ese color es basura que sólo está allí porque se necesita su mano de obra.

    – Eso, vea, Orozco, nos dice una vez más que Usted y yo pertenecemos a dos clases de blancos, ya que el término lo puso Usted, distintos. Usted es, usando las viejas banderas primitivas, un saavedrista y yo un morenista. Ustedes han matado a unos cuantos de nosotros. A Moreno, a Castelli, a Belgrano que se murió de tristeza. Pero como nosotros somos siempre más luego de cada tormenta, léame luego de cada asesinato, surgimos como hongos, ustedes como caracoles.

    Orozco interrumpió secamente.

    – Acá no hay indios, ¿Verdad?

    – Sí, podemos decir que acá hay algo así como un cuarto de indio, un 16avo de negro, como explicar…

    Ismael fue más rápido que la pistola de Orozco y antes de que este gatillara lo desarmó, pegándole un talerazo a la mano derecha.

    Ambos cayeron al piso y aunque Orozco cayó mal, Ismael esperó a que se repusiera. Todo, como lo quería Ismael, se resolvería en un duelo criollo. Si Orozco pensaba en atravesarlo de lado a lado, Ismael esperaba responder de manera peor; es decir, sería tan inhumano como Orozco lo fue con su hijo.

    Ismael sabía el viejo arte, aprendido en los campos de entrenamiento de San Martín, de respirar entrecortado y nunca pestañear mientras el brazo enemigo blande un puñal. De pronto Ismael cae al piso ocasión para que Orozco impulse su brazo en ángulo para atravesarle el pecho, pero su brazo siguió viaje pues el cuerpo ágil del hábil combatiente se esquivó y le hundió el puñal sólo un pulgar entre la coyuntura del brazo y el hombro derecho, rompiendo la articulación. Así, Orozco, aunque seguía teniendo su brazo no podía articularlo. Y como hacen los de su clase, pidió clemencia. Como respuesta Ismael le hizo lo mismo en el brazo izquierdo.

    Aunque aguantando el dolor e intentándolo Orozco no podía mover de modo eficaz ninguno de sus brazos. Ismael le ató una cuerda a la cintura y lo llevó atado a la montura de su caballo hasta una alameda. Allí colgó a Orozco de sus brazos a una alta rama de manera que sus pies estaban a dos varas del suelo. Y partió hacia las tolderías de Painé. Regresó con Machén y sus hijas para que viesen el resultado final. Los brazos descoyuntados no soportaron el peso del hombre y se desprendieron del cuerpo. Sin embargo, su caída no fue hacia el piso sino sobre una gran vara que, en un mal cálculo de Ismael, entró por su abdomen y salió por su espalda. Si bien no era la empaladura que Ismael deseaba, pudo comprobar que el desprendimiento de sus brazos había sido lo suficientemente doloroso como para dejar por consumada su venganza.

    Ismael bautizó a ese bosque de álamos “La empaladura de Orozco”. El cuerpo quedó allí hasta que las alimañas lo consumieron y los huesos se desparramaron. Salvo los de los brazos que quedaron allí durante mucho más tiempo.




    Capítulo 4: Juan Carlos Robles, el patriarca blanco de la familia


    1830


    Cuando contaba con 19 años Alberto se casó con su prima Palmira 6 años menor y de esta unión, un 14 de mayo de 1830, nació Juan Carlos Robles.

    La infancia de Juan Carlos fue distinta a la de su padre. Este pronto se juntó con las huestes de Buenos Aires, no porque fuera porteño, sino porque en la práctica era, con el retiro o muerte de los grandes militares patriotas de los primeros tiempos, el ejército de lo que ya algunos llamaban patria.

    La educación de Juan Carlos fue esmerada y como muchos hijos de familias encumbradas terminaría en el Colegio San Carlos. De modo que Alberto le dio a su hijo más libros que sables.

    Así sin tener mayores tropiezos, Juan Carlos, como sus mayores, seguiría la carrera militar uniéndose, a los 13 años, al ejército de Buenos Aires, cuyo comandante era Lucio Norberto Mansilla, en virtud de ser un amigo pobre de su hijo Lucio Victorio. Éste era un año menor, pero muy ávido por la lectura. Por supuesto Juan Carlos, por ser de cuna popular, a esa edad, poco sabía de política. En cambio, para su amigo, sobrino del mismísimo Don Juan Manuel de Rosas, era casi una obligación.

    Pero suponer que el joven Mansilla era algo así como un monaguillo era caer en el error y Juan Carlos se dejaba llevar por él. Así ocurrió un hecho que nadie rescató pero que hubiera hecho que la patria hubiera caído en las manos de los traidores mucho antes.

    Lucio y Juan Carlos, a los 8 años, andaban correteando por los dominios de su tío, sea este un tambo, un saladero o un matadero fuera de la ciudad. Juan Carlos siempre hacía de huinca y Lucio de indio, cuando le tocó ver como un grupo de hombres azotaban salvajemente a un negro. Lucio algo más instruido que Juan Carlos, le dijo que eso no se podía hacer, que, para eso, si el caso amerita castigo, está la Mazorca. Así que esperaron a la caída del sol para ir a ver al pobre negro azotado en la pobre barraca donde vivía. Aunque Lucio nunca dijo porque no les gustaban los negros, aunque los respetaba como seres humanos, sintió compasión por éste. Cuando el negro Ramón lo vio entrar, aunque con fiebre y las sábanas pegadas por la sangre, se puso inmediatamente de pie, mientras le decía “Hola, patroncito”. Trato que Lucio, aún con 8 años rechazó ya que el patrón era don Juan Manuel y no él. Y sin demora, porque las paredes oyen, se dedicó a interrogar al negro; quien con un enorme miedo le dijo que pensaban matar a don Juan Manuel. Lucio le preguntó cómo y éste le contó largamente:

    – “En el galpón del saladero hay carne envenenada que piensan mandar a la ciudad para los días de octubre en que la lluvia no deja entrar el ganado al matadero de Buenos Aires. “

    Pero Lucio sabía que esa carne, era para exportar, no para la ciudad, así que le pidió una corrección.

    – “Sí, Mamelé (o buen muchacho en el dialecto de sus bisabuelos), pero alguien piensa hacer una fiesta donde va a haber platos de todo el mundo. La cuestión es que algunos van a morir, y don Juan Manuel tendrá que salir a investigar y cuando esté entreverado con su gente, un tal Alfonso Tapia, un matón uruguayo…”

    – “¿Por qué uruguayo?, interrumpió Lucio.

    – “Porque acá nadie lo conoce. Entonces, más rápido que el rayo, saldrá de las sombras y le clavará un puñal para matarlo”

    – “¿Quién ordenó todo esto?” Preguntó Juan Carlos

    – “Un tal Reinaldo Pérez a quien yo sólo conozco de nombre”

    Lucio ni corto ni perezoso, aun sabiendo que su tío lo tiene por bolacero, le dio los detalles de la conversación.

    Don Juan Manuel, para asegurarse salió él mismo a interrogar al negro Ramón, pero al llegar lo habían reventado a palazos. Así, con sólo un par de nombres le ordenó a su mano derecha, es decir al padre de Lucio, que organizara la investigación, la cual sólo demoró tres días con la caída de los cuatro cabecillas quienes ya habían recibido parte del pago. Aunque el Brigadier no quería hacerlo pues eso iba en contra de sus negociaciones con el resto de las provincias, ante quienes quería mostrarse como magnánimo, tuvo que hacer que las ejecuciones fueran públicas. Así el domingo, luego de oír misa, comenzaron las ejecuciones de los responsables, de los que por razones de estado no se dijo el nombre.

    El plan había sido desarmado de tal forma que incluso se sabían los nombres de las victimas programadas. Dos de éstos, descendientes de oficiales del ejército de San Martín, pidieron ser ellos mismos quienes empuñaran el látigo. Pues, las muertes fueron calculadas en su gran crueldad. Debían morir en el patíbulo a causa de los azotes, y por tratarse de hombres de mediana edad y muy fuertes, eso demoró más de una hora por cada reo. A las 6 de la tarde, el propio General Mansilla ordenó descolgar los cadáveres, cargarlos en una carreta y llevarlos hasta un lugar indeterminado para sepultarlos. La carreta llegó a un cierto lugar a las cuatro de la mañana, y allí los cadáveres fueron arrojados en un antiguo pozo de agua, para evitar cualquier intento de rescate.

    En cuanto a Alfonso Tapia, a fin de no entorpecer más las cosas con la Banda Oriental, lo mató un suboficial de la Mazorca, simulando un duelo criollo a causa de una mujer.

    Ese día al irse a dormir don Juan Manuel pensó mucho en su muerte y en su sucesión, y aunque Lucio, sólo tenía 8 años, lo comenzó a ver como un sucesor, hablando mucho con su cuñado acerca de la formación del crío, lo cual se debería complementar con algún viaje por el mundo, mitad para su aprendizaje intelectual y la otra mitad para que supiera lo que era este mundo.

    Fue así que se suscitó aquella anécdota que cuentan los historiadores, cuando su padre a los 15 años lo sorprendió leyendo “El contrato social” de Rosseau

    De allí a embarcarlo rumbo a la India en un barco mercante bajo bandera argentina solo pasaron un par de meses.




    Capítulo 5: Indios, aventureros, refugiados y cautivos


    1842


    Maitén, hija de Machén, era una ranquel que fue madre de una hija a los 12 años. El padre de la niña fue un soldado, hijo de un marino irlandés que vino al Río de la Plata con quien luego sería el Almirante Guillermo Brown. Su nombre fue Guillermo en honor al almirante, ya que su padre había sido un juvenil compañero de armas del almirante, su apellido Mc Clusey. Por qué algunos hombres se internaban en el peligroso desierto para conquistar a alguna india, no se explicaba por la simple razón de los impulsos naturales. Es cierto, según algunos afirmaban, que las indias al no tener esa carga de pacatería insulsa de las citadinas, es decir, quienes llamaban gran ciudad a lo que aún era una aldea; les brindaban a los huincas, que llegaran en paz, gozos que éstos no lograban en las ciudades.

    Es por esta causa que la larga guerra de exterminio se demoraba, no por la evidente bravura de los ranqueles, quienes a decir verdad no querían guerra con nadie, sino que los dejaran vivir en paz, sino por las virtudes de sus indias. Pero, por otra parte, pocos se explicaban el gusto de ellas por lo jóvenes huincas, destinados en un futuro lejano a exterminarlos.

    Más tarde, Guillermo, harto de guerras sin sentido, se refugió en las tolderías donde a los 45 años conoció a una pícara y traviesa Maitén, que entonces contaba con 10 años. Aunque la niña aún no sabía lo que era el amor, por su condición de ranquel sí sabía muy bien lo que era el sexo, por lo que tuvo sexo con el soldado un año después, y así, un 4 de junio, tuvo una niña a la que Guillermo llamó Patricia en honor a sus ancestros irlandeses. Esta niña al crecer fue de piel de un color cruzado entre el cobrizo ranquel y el blanco rojizo del padre, su pelo y ojos totalmente irlandeses, es decir, de pelirrojo ensortijado y verdes esmeralda intensos. O sea, pocos adivinarían que esa niña tuviera algo de ranquel. Maitén le agregó uno ranquel así se llamaría Patricia Manqué Mac Clusey.



    1843



    Sólo 4 meses después del nacimiento de Patricia, y en pleno amamantamiento, Maitén, salió en busca de leña. Pero, por alejarse sola a varias leguas de su toldo, fue sorprendida por un soldado, quien, aunque se llamaba Juan Pedro López sus compañeros lo llamaban Pizarro por su carácter irascible, su odio visceral hacia los indios y su furia asesina. Así secuestrándola, la ató, con un grillete y una larga cadena, a un árbol cerca de su carpa de campaña. Allí la jovencita debía dormir a la intemperie, sólo protegida por la sombra del árbol. Allí mismo la violó y torturó, varias veces por día, durante casi un mes, hasta que agotado y harto, la abandonó a su suerte con una salvedad que mostraba su sadismo. Aunque Maitén estuviera engrillada, la cadena era lo suficientemente larga como para acercarse a un arroyo, que más bien era un delgado canal de donde salía agua subsurgente. Y así ahuecando su mano derecha, ya que el grillete lo tenía colocado en el tobillo izquierdo y ese era su alcance máximo, lograba tomar agua fresca. Y fue por esta causa que no murió de sed a los pocos días, pero sí pasó mucha hambre, lo cual hizo que sus pies perdieran toda su grasa y así luego de mucho intentarlo y soportando un intenso dolor logró hacer deslizar el grillete por su tobillo. Por supuesto juró venganza como hubiera hecho cualquier mujer de cualquier raza. De esta acción, durante el invierno de 1843, nació su segunda hija, Mailén, quien, aunque su embarazo no fue deseado, se la recibió con alegría como solían hacer los ranqueles. Como los ranqueles saben el significado de los nombres, el elegido por Maitén hacía referencia a dos conceptos, por un lado, su hija sería princesa como todo hija o hijo que es querido, y en segundo lugar doncella, hasta que ella misma decidiera entregarse al hombre que quisiera y no como ella a quien violaron estando secuestrada.

    Como toda india ranquel, Mailén se crio en medio de la inmensidad del desierto. Y si bien la sociedad ranquel era tan machista como la cristiana, era capaz de pelearse cara a cara con cualquier varón, siendo el mote que más la enfurecía el de “cristiana”. Zafó de la muerte durante más de una de las habituales epidemias, ya fuera viruela, escarlatina, tuberculosis, sarampión, poliomielitis o cualquier otra cosa traída tanto por el huinca como americana, como la sífilis y el tabaco. A los cuatro años ya montaba a un petiso en pelo y a los 8 tuvo su menarca y por ende su rito de iniciación sexual.

    El rito pasó por varias etapas de transformación, y si al principio era sustituto del sacrificio ritual de una víctima propicia, que debía ser virgen e inocente, según los parámetros de tal cultura; la segunda versión pudo ser rastreada en Oceanía. Consistía en lo siguiente: presidida por un chamán, el adulto varón más cercano en sangre debía, luego de que la nena hubiera tenido su menarca desflorarla, ya que consideraban que acto tan sublime no podía ser efectuado por un extraño. Pero esto también cambió. El siguiente paso era hacerlo con un instrumento filoso de modo que el himen se desgarre con el menor sufrimiento posible. Para los cristianos, teniendo en cuenta de que a los varones no se los sometía a rito equivalente, era equiparado con la circuncisión judía. ¿Qué quedó de todo eso? Una perforación de orejas. A veces a la usanza huinca para los aros, otras dejando un orificio de radio notorio. Debido a que Mailén era hija de un huinca violador, por lo tanto no sólo ausente sino indeseado, el encargado de tan solemne rito fue su abuelo Machén. A pesar de parecerlo, el rito era solemne pero no sagrado, es decir, no era una ofrenda a los dioses. De modo que, a causa de tantos cambios, las chicas terminaban haciéndolo como lo hacían las chicas huincas, con un amigo y sólo entonces se presentaban ante una chamán que las inspeccionaba para saber si no tenía alguna deformidad. Nadie sabe, ya que ella nunca lo dijo, con quien se inició. Aunque conociéndola ese chico sólo fue un instrumento para quitarse la pesada carga de la virginidad.


    Entonces se presentó Huenchuleo López, es decir hijo de india y huinca, para decir que había un grupo de ranquelitos que ya estaban grandes y debían probar su valor saliendo de caza.

    Huenchuleo había nacido durante una tormenta que duró tres días y el agua parecía llevárselo todo. Como el agua crecía, aún en el extenso llano, y de tanto agua no se distinguía el horizonte, su madre creyó necesario buscar un lugar más alto y aunque estaba sola ya que todos salieron a rescatar a los animales que pudieran, como divisó entre la bruma de la lluvia algo que parecía un monte hacia allá se fue, pero cuando le faltaban unas pocas varas cayó en lo que parecía el lecho de un arroyo ahora un río torrentoso, lo cual es raro en la pampa y tras perder pie, su brazo derecho se abrió y el bebé cayó al agua y desapareció tan rápido que su madre no pudo ni siquiera tener donde buscarlo. A ella la encontraron dos días después, tomada del mismo tronco y llorando. Pero cinco días después le trajeron a un bebé que parecía ser el suyo, algo al parecer imposible para un recién nacido, ya que luego de tantos días debía haber muerto de frío y hambre. Pero como la esperanza trae más esperanza quiso verlo, y para ser el mismo debería tener una marca blanca parecida a una flor de cardo en la nalga izquierda lo cual era cierto. Por eso le pusieron Huenchuleo Nilhue López. Por haber sobrevivido a un río bravo, por tener un cardo en su nalga y ser hijo de un tal Carmelo López. Éste era un comerciante gordo, bonachón y poco agraciado de cuerpo y rostro, pero todo lo contrario en su carácter, que por entonces era uno de los pocos que se atrevía a internarse tierra adentro. De modo que pudo, con su gracia, enamorar a muchas indias, siempre que mostraran sus canas, con las que tuvo varios hijos, algunos dicen 10 otros hasta 30 siempre de mujeres diferentes. Como Auka, su madre, brava como era, había decidido permanecer soltera, tener un hijo que no había buscado fue a sus años, algunos decían que demasiados, un buen refugio para sus últimos años. Su padre mucho más joven, y de allí que lo acusaran de pícaro, esto es aprovecharse de la necesidad de amor de las ancianas, lo cual para él no lo eran porque las ancianas, decía, no pueden procrear, toda esta discusión en medio de una borrachera que los fogones alimentaban, hasta que algún capitanejo muerto de risa cortaba de cuajo la discusión antes de que pasara a mayores. Como Carmelo López, iba y venía con su carga de café, azúcar y alcohol para llevarse plumas y cuero, no permanecía mucho en la zona, sólo les traía a sus hijos, como regalo, juguetes huincas y libros. Lo indios se reían, ¿para qué juguetes si aquí los niños se divierten más correteando a las gallinas?, y ¿para qué libros donde nadie sabe leer? Carmelo decía que ya los habrá. Y algo de razón tuvo porque, aunque Huenchuleo nunca fue a una escuela, con las pocas enseñanzas que su padre le daba aprendió a leer, pero recién cuando la necesidad de conquistar a una que otra hualita, cuestión de impresionar que le dicen, aprendió a escribir, pero con una letra horrible. Ya por entonces decían entre el saber popular tan mezclado con la superstición y la magia, decían viviría muchísimos años y que vería como el pueblo ranquel al estilo de los huincas formaría su propio país, algo que el salvajismo asesino de los políticos blancos se encargaron de negar.


    El grupo estaba constituido por 8 varones y 6 mujeres, Patricia y Mailén entre ellas. Porque Patricia no lo hizo luego de su rito de iniciación se debe a que, por ser tan blanca, por ser hija de un irlandés, se puso en duda su identidad ranquel y sólo ahora a los nueve años en que ella lo pedía saldría de caza.

    Patricia, por ser hija de quien era, era bastante baja y delgada, Mailén, en cambio, tenía la piel oscura y era también baja como Maitén pero mucho más robusta, como su padre biológico, Pizarro. Si estaban hechos para la aventura, eso se vería ese mismo día.

    Huenchuleo comenzó su arenga de un modo particular. Saldrían a cazar un jabalí, y como Lepako, hija de un capitanejo nunca había visto a ninguno, Huenchuleo afinó la arenga, preguntándoles si sabían lo que era un cerdo, a lo cual todos respondieron afirmativamente a coro, y Huenchuleo les dijo:

    – Bueno lo mismo, pero más grande y volador.

    Lepako, que no le creyó, le dijo:

    – ¿Cómo que volador si los chanchos, si es que se parecen, no tienen alas?

    Y el hábil y engañoso Huenchuleo le dijo para aterrarlos aún más:

    – Es cierto no tienen alas, pero cuando se arrojan sobre una presa pegan un salto alto como para montar a un caballo y cuando caen, y créanme que pesan como una vaca, aplastan a su presa, dejándola finita como hoja de alerce.

    Es necesario aclarar que todos estaban allí, justo con él, por ser hijos de madre ranquel y padre huinca, algo que no los ponía en la cima, sino en segundo lugar en la jerarquía, pero peor eran los hijos de ranquel con las alfeñiques, temerosas y pusilánimes huincas.

    Y esto es para explicar porque Tiara, que pertenecía a este último grupo, apenas Huenchuleo terminó de decir “finita como hoja de alerce”, se hizo pis encima.

    Eso bastó para que Mailén la tomara fuerte del brazo y la empujara para unirse con el resto del grupo que ya caminaba alegre en busca de esa aventura.

    Cuando Anselmo le preguntó con qué lanzas lo cazarían, Huenchuleo les dijo:

    – Con estas y esas manos suyas, y con lo que está acá y acá y acá. Señalándoles a cada uno su cabeza.

    Pero Anselmo, sólo para sacarse las dudas, le volvió a decir:

    – O sea que, ¿nada de armas?

    – Y eso te parece poco.

    – Claro, ¿cómo vamos a cazar a un jabalí grande como un caballo, sólo con las manos y sin puñales ni lanzas?

    – Ah, muchacho, ¡que poco valorás a tu inteligencia!

    – A mí me parece que hoy no vamos a comer carne de jabalí.

    – Y, ¿quién te dijo que lo mataríamos?

    – ¿Y para que lo vamos a cazar sino lo vamos a matar para comerlo?

    – Eso es pensar como los huincas: cazar, matar, comer. Nosotros haremos algo mejor.

    Y para refrendar las palabras de Huenchuleo, pronto se empezaron a escuchar las quejas de los que, por caminar descalzos, según su orden, sin sus clásicas sandalia de cáñamo.

    – Este nos trajo hasta acá para sacrificarnos como corderitos.

    Fue cuando luego de haberse alejado casi dos leguas de la toldería, divisaron una gran alameda y cuando estuvieron a unas pocas varas de ella, les ordenó encender fuego.

    Si Lepako se sintió aliviada de dejar de caminar, Anselmo se quejó de no tener con que encender el fuego y Huenchuleo con una expresión del rostro extraña les dijo:

    – A mí no me miren, arréglense y enciendan ese fuego.

    Se juntaron de a pares. Mientras que algunos frotaban maderas secas, otros chispaban piedras, sin ningún resultado. Fue Patricia quien haciendo uso de un regalo de su padre intentó lo que para todos fue lo más extraño. Sacó ese gran vidrio que solía usar para estudiar a las hormigas y apuntando a una hoja seca por un lado y al intenso sol por el otro, al cabo de un minuto, la hoja se prendió fuego y luego todos ayudaron con la hojarasca sin haber tenido en cuenta el juntar ramas para mantenerlo. El resultado fue que la llama se apagó. De modo que lo intentaron nuevamente, esta vez con las cosas debidamente preparadas y el fuego prosperó. Pero Anselmo preguntó, ¿para qué encender fuego sino tenían nada que asar y no hacía nada de frio como para tener que calentarse? A Huenchuleo cada vez le costaba más contener su risa.

    Fue entonces que tomando una larga rama le rodeó la punta de la lana de una oveja muerta que había a unas pocas varas, le hizo un nudo y la frotó contra una especie de pino enano que largaba una gran cantidad de resina. La acercó al fuego y ésta se encendió como una antorcha nocturna y con ella entró corriendo al bosque pegando alaridos desgarradores. Si algunos abrieron grandes, los otros se asustaron, al cabo de unos pocos momentos, todos salieron corriendo de donde estaban cuando Huenchuleo volvía corriendo y detrás de él un enorme y colmilludo jabalí grande como un lobo, un caballo, una vaca o una montaña según quien lo viera. Pero el animal apenas los vio y comprobó su miedo, bufó y raspó con su pezuña derecha varias veces, y dándose vuelta regresó al bosque con indiferencia.

    – ¿Eso debemos cazar, sin usar lanzas?

    Preguntó Anselmo con gran preocupación.

    – No, a ese no, a su padre que es mucho más grande.

    – Este está loco.

    – Por si no lo sabés, el mundo es de los locos.

    Acto seguido los puso en círculo alrededor del fuego hacia donde, según su experiencia, nunca se acercarían ni jabalíes, lobos ni águilas, las que le vinieron a la mente cuando vio como una de ellas bajaba en picada para cazar a un enorme cuis.

    De pronto Mailén y Patricia se pusieron de pie se acercaron a la apestosa oveja muerta y comenzaron una tarea que sería larga. Con las largas mechas de sus pelos fueron armando una docena de cuerdas no muy gruesas, pero bastante largas como para unir a dos alerces sobre un camino que, al parecer los jabalíes usaban para salir y entrar del bosque, la tarea fue terminada cuando el sol ya se ponía.

    Lepako preguntó.

    – ¿Vamos a dormir aquí?

    Y Huenchuleo, con calma, le dijo que no, que en cuanto cazaran volverían a la toldería.

    Cuando vio que las cuerdas se volvieron una red que arrancando de la altura de una rodilla no llegaba a una vara, él volvió a encender la antorcha y se internó en el bosque de la misma manera que antes y al cabo de unos instantes, él portando su antorcha pegó un salto y traspasó la red, la cual no fue vista por el jabalí, el cual era como Huenchuleo lo había descrito, quien pegó con su cabeza en ella y por el impulso de la carrera, mientras su cabeza que había pasado a través del entramado quedó allí enganchada, el resto de su cuerpo hizo un voltereta y cayó con todo su peso de espaldas lo cual lo aturdió el suficiente tiempo como para que el grupo lo inmovilizara y tras un momento de reflexión, Huenchuleo rompió en aplausos y como todo discurso dijo:.

    – ¡Tarea cumplida!

    Anselmo lo miró y dijo:

    – ¿Cómo tarea cumplida?

    – Vinimos a cazar un jabalí y eso hicimos.

    – ¿Qué, no lo vamos a llevar para carnear y comer?

    – ¿Para qué si en la toldería criamos cerdos más tiernos y ricos?

    – ¿Y para eso vinimos, para cazar sin matar?

    – De eso, mi amigo, se trata la guerra, que no siempre es matar y matar.

    Como premio los dejó calzarse y volvieron a la toldería muy cerrada la noche y allí los esperaban con un suculento guiso de carne de oveja y papas.

    En medio de la cena Huenchuleo volvió a tomar la voz, que para todos, incluso los tres capitanejos que allí estaban, era voz autorizada, para decir:

    – Mañana saldremos a cazar, asar y comer.

    Anselmo dijo que ni pensarlo, cuando su madre, alzándolo en vilo de las crines le hizo pedir disculpas que Huenchuleo aceptó con una sonrisa.

    La mañana despertó muy distinta, porque una pertinaz llovizna parecía abarcarlo todo y cuando algunos, incluso Mailén, pensaron que quedaría para otra ocasión. Huenchuleo ahora con una lanza corta para cada uno los invitó a ponerse en camino.

    El rumbo era totalmente opuesto. Se dirigían a una zona despejada de montes, bosques, incluso árboles solitarios. Los pies se les hundían en el barro y la lluvia les calaba los huesos. Pero al mediodía, aunque el día seguía espesamente nublado, cesó de llover y a la vera de una pajonal. Huenchuleo volvió a ordenar lo mismo: encender fuego.

    ¿Y ahora qué?

    Le dijo Lepako a Mailén.

    – ¿Y ahora qué, qué?

    Respondió Mailén.

    – Digo que ahora no tenemos sol como para que Patricia use su vidrio, no se ven ramas secas por ningún lado y menos piedras que chispar.

    Pero Mailén, con una sonrisa irónica, le dice:

    – Pero tenemos más experiencia que ayer.

    Y como ninguno, salvo Patricia que participó de la idea cuando vieron cómo se presentaría el día, dijo nada. Mailén le dijo que busquen donde fuera ramas y pasto seco o medio seco y si bosta de vaca también.

    Al rato, largo, cayeron Tiara y Lepako con lo poco, al parecer seco, un poco de tallos de cardo y una bosta de vaca añeja y seca.

    Con la mirada atenta de Huenchuleo, Patricia usando unos cartuchos robados al cacique Paine, según ella dijo, cuando en realidad el cacique se los regaló luego de ver su cara de ruego irlandesa, los abrió y volcó sobre el mejunje. Luego chispó unas piedras muy duras y apenas unas chispas cayeron sobre la pólvora ésta no sólo se encendió, sino que le transmitió su calor al resto y el fuego, primero tímido y luego vivo los calentó a todos. El método de Huenchuleo fue simple, hizo un pozo de casi media vara donde trasladaron el fuego y ordenó salir a cazar. Tiara preguntó:

    – ¿Qué es lo que vamos a cazar?

    Huenchuleo le respondió:

    – Una oveja, un cuervo, dos conejos, dos cuises y un ñandú.

    Anselmo opinó que era mucho, pero Huenchuleo confirmó la caza. Pero, Anselmo tenía sus razones, conejos, cuises, incluso un ñandú, se podía ver por todos lados, pero él no recordaba haber vista a ninguna oveja de camino al lugar. Pero Huenchuleo le dijo:

    – Pues bien, ese es el reto. Pero te voy a dar un dato. Cada vez que una oveja se pierde y se hace montaraz se reproduce con mayor velocidad, pero, además, como es salvaje es más astuta y eso es lo que vamos a usar.

    Las palabras de Huenchuleo encontraron eco en todos. Al rato no sólo 2 sino 8 conejos fueron los cazados y Huenchuleo los aceptó en lugar de los cuises. Nadie sabía, ni siquiera Huenchuleo, que clase de ave era esa cosa tan bella y blanca, pero la aceptaron a cambio del cuervo y como Anselmo era diestro con las boleadoras cazar un ñandú fue cosa fácil. Pero la oveja no se dejaba ver por ninguna parte. Por lo que Huenchuleo sugirió sacrificar a los conejos, asarlos y cenar porque estaba claro que la caza se extendería al menos otro día.

    Por la mañana, luego de que todos fueran al arroyo a lavarse, pero antes de peinarse, Huenchuleo les hizo prestar atención a los olores y aromas que traía el viento. Esa fue la razón de no dejarlos peinar ya que al hacerlo debían unos mojarse el pelo y las otras usar los perfumes que sus madres les habían dado y eso interferiría con el cometido de Huenchuleo. Así les llegaron los aromas de un lejano pinar, un campo de lavanda que crecía mucho más allá del horizonte, el dulce perfume de los tilos. Pero Huenchuleo le pidió que prestaran atención no sólo a los perfumes, sino a los olores menos agradables. Y fue así que a Tiara le pareció percibir, pero sólo cuando la brisa venía del este, ya que era cambiante, un olor como a cuero mojado, que Huenchuleo no tuvo necesidad de explicar, olía a montura y eso era porque ésta estaba hecha de cuero y lana de oveja.

    Se pusieron en marcha con presteza, pero cuidando donde pisaban ya que un ruido a rama quebrada podía alertar a la presa la cual se divisaba en grupo a unas cuantas y largas cuadras. Huenchuleo tuvo que sofrenar a Anselmo quien, lanza en mano, quería salir a cazarlas. La razón era sencilla, estaban aún muy lejos de modo que un grito o un simple sonido de trote las pondrían sobre aviso y comenzarían a correr y, aunque no suelen ser muy ágiles sí les haría más arduo el trabajo. Cuando estaban a unas dos cuadras Huenchuleo ordenó comenzar a acercarse gateando y sólo cuando estuvieron a menos de 8 varas que se abalanzaran sobre una en particular la más gorda y por tanto de tranco más pesado. Pero una vez hecho esto les impidió matarla allí mismo para volver con ella al paso firme.

    Ya en el lugar Huenchuleo les pidió una oración de agradecimiento a Ngüenechen, quien pudiendo haberlas dispersado como la brisa permitió que la mano de los cazadores la hicieran presa. Como los ranqueles pensaban que todo lo vivo tenía algo parecido a un espíritu que pasaba su esencia vital de unos a otros nunca comían algo sin agradecer a los dioses y al bocado mismo por eso.

    Ya acabada la oración, Huenchuleo ofreció el puñal a la única que hasta ese momento nunca lo había hundido en cosa animal, Tiara, quien llorosa de tener que hacerlo, sin embargo, junto valor y lo hizo clavándolo en el lugar que Huenchuleo le indicó. Cuando saltó el chorro de la vital sangre Huenchuleo la juntó entre sus manos y los salpicó a todos a modo de bendición la cual no debía ser lavada hasta llegada la puesta del sol.

    Cuando la oveja dejó de palpitar, Huenchuleo, pidiendo la atención de todos, les mostró como desollarla y así preservar el cuero y lana del deterioro natural. Ofrecieron las vísceras a los buitres que siempre lo limpian todo y asaron la fresca, jugosa y rica carne. Huenchuleo los incitó a demorar el almuerzo, allí a la sombra de los alerces, para que la paz los inunde. Sólo cuando el sol se puso sobre el horizonte les permitió irse a bañar y cuando volvieron, les propuso una empresa difícil para todos: Volver a la toldería en la oscuridad de la espesa noche que otra vez amenazaba con lluvia.

    Como no se veía nada no se conformó con ponerlos en fila india sino que les ató muñeca con muñeca para que nadie se perdiese, lo cual como todos sabían significaba la muerte. Para que el camino no se hiciera más largo Huenchuleo comenzó con sus cantos, algunos rituales, otros alegres e incluso algunos soeces. Durante todo el camino Lepako se quejó que Anselmo se le ponía encima, pero cuando Huenchuleo se acercaba con el fin de separarlos ella ponía cara extraña ya que si bien no le gustaba que Anselmo hiciera lo que hacía, sí le gustaba él. Cosas de pichines decía Huenchuleo viendo que la mayor, Patricia, sólo tenía 9 años.

    Llegaron cuando el sol salía y luego de un desayuno a base de leche y quesos, los mandó a todos a dormir.

    Una nueva ceremonia no se volvería a ver hasta la próxima primavera en que Huenchuleo se llevaría de caza a los mozos más grandes.






    Capítulo 6: La gran danza de las estrellas


    Guillermo ya no se aparecía tanto por la toldería como antes. Su relación con Maitén se había enfriado casi por completo. Es que la pícara niña que lo sedujo hacía ya una década atrás ya no era la misma, pero él que ya era un hombre cuando la conoció era casi el mismo. Sin embargo, cuando llegaba a tierra adentro siempre le traía un regalo a su hija. Decir que nunca tuvo otros hijos con su mujer blanca marca el aprecio que tenía por Patricia y todavía por Maitén.

    Cuando lo hizo un año antes, Patricia le contó entusiasmada una experiencia que Huenchuleo, para contarla, se llevó a todos los más jóvenes lejos de la toldería. Cuando él era muy chico la toldería y todas la que él podía conocer se llenaron de terror durante tres noches. Una estrella, de pronto y sin aviso se hizo tan grande y brillante que parecía otro sol. Algunos se cubrieron de cenizas, otros huyeron pensando que Gualicho los venía a buscar, dos se cortaron las venas, pero Huenchuleo el sabio analfabeto de la aldea sabía que eso era cosa de los dioses y por lo tanto pasaría, lo cual ocurrió dos días después.

    Esa noche sería diferente. Huenchuleo sabía que durante la parte más calurosa del verano, a veces antes, los dioses les mostraban un gran espectáculo, dejaban que las estrellas se desprendan del cielo y caigan a tierra, algo que todos podían ver en cualquier noche clara, pero en esa noche, a veces hasta tres, el espectáculo era tan notorio que algunas estrellas en lugar de apagarse en plena caída, caían al mapu dejando oír su gran estrépito. Eso hubiera bastado para maravillar a cuanto niño anduviera por el lugar.

    Pero al día siguiente, Huenchuleo propuso algo diferente. Salir al encuentro de esas estrellas muertas. Cuando Anselmo, el preguntón de siempre, le dijo que lo muerto no se debe tocar, Huenchuleo le dijo que, si era un regalo del cielo, se podía ver y tocar. De manera que salieron a caminar muy de madrugada ya que según él creía un grupo había caído a unas 10 leguas, lejos para el hombre, pero nada para una estrella.

    Llegaron al atardecer. La caída había incendiado, más bien hecho desaparecer a un pequeño bosque de pinos que para Huenchuleo ocupaban varias cuadras a la redonda. La ceniza era tanta que parecía que caminaban sobre la nieve. Anselmo preguntó porque el bosque estaba tan quemado pero el pasto tan cercano no. Huenchuleo no lo sabía, pero ensayó una respuesta:

    Es como cuando le echamos una manta a un fuego para apagarlo no sé porque lo hace, pero es efectivo.

    Mientras eso pasaba, Patricia, que se había alejado casi dos cuadras, levantó una piedra azul que si le ocupaba la palma de la mano pesaba mucho más que un pedazo de hierro, no tenía forma y era muy porosa.

    Cuando se la mostró a Guillermo, este, para convencerla de hacerlo le tuvo que regalar su objeto más preciado, si un año antes le había regalado una gran lupa, ahora le daría su brújula. Tiempo después volvió para decirle que esa piedra azul era, según le habían dicho, magnetita, pero en razón de lo mucho que le pagaron por ella, él pensaba que era otra cosa. Guillermo no era de los que decían que eran cosas de los dioses, sino que la naturaleza tenía esas cosas.


    Pero el regalo que esta vez le trajo fue motivo de discusiones.

    – ¿No era mejor traerle ropa, o algo de comer, una golosina de esas que hacen los huincas? Pero no, al señor se le ocurrió esa cosa inútil. ¿Para qué quiere una nena ese juguete? Al menos le hubieras traído una linda muñeca.

    Y Guillermo azorado por la incomprensión de Maitén le retruca:

    – Pero si también le traje ropa, alimentos y una muñeca.

    – Sí, pero con lo que habrás gastado en eso que se nota tan caro como inútil, pudiste comprarle el doble de cosas.

    A todo esto, Patricia ya lo había sacado de su gran y larga caja de madera. Y como tampoco ella sabía para que servía, Guillermo tuvo que esperar a la noche para explicárselo. Patricia, que esta roja de lo feliz de ver a su padre, le preguntó:

    – Pero, ¿Por qué hay que esperar a la noche?

    – Ya lo verás. Y si no me apuñala tu madre, podremos cenar, tomar café… ¡que traje!, con azúcar… ¡que traje! y luego un trago de whisky escocés… ¡que también traje!

    Y cada vez que lo afirmaba estiraba el cuello para que la enojada Maitén lo escuchara, aunque el que mejor lo escuchó fue el aún adolescente Epumer, que ya le daba a la bebida, y cuanto más seca mejor. De allí que no podía despreciar a esos indios del norte de Gran Bretaña, como sabía que los ingleses llamaban a los escoceses.

    Guillermo sabía de la avidez del muchacho por el alcohol y no quería ser partícipe de sus futuras borracheras, de modo que hizo trampa. Tenía tres botellas, dos de vidrio común y una, al parecer, de cristal labrado y fue esa, justamente, la que Epumer le arrebató para ir a tomársela solo. Guillermo había cambiado los contenidos, pasando el whisky común a la botella labrada y viceversa.

    Cuando vio que Epumer dio con la cara en la gramilla y no se levantaría de allí en varias horas, juzgó tiempo de tomar a Patricia para enseñarle a usar el nuevo juguete y para eso la llevó caminando varias cuadras donde ni siquiera el resplandor del fogón los alcanzase. Sacó el trípode y allí colocó el largo tubo.

    – Esto, hija, se llama telescopio y sirve para ver las estrellas que no son sólo esos millones de puntitos que allá se ven.

    Como el lucero ya hacía rato que se había puesto en el poniente, eligió una estrella de color amarillo, desenroscó un poco el objetivo, y afinó el ocular y cuando la imagen apareció clara, fue la primera lección:

    – Eso que ves no es una estrella sino un planeta, se llama Júpiter.

    – ¿Cómo que no es una estrella?

    – Bueno, hija, casi todas los son, la mayoría mucho más grande que el sol, pero hay muchísimos planetas, y algunos están tan cerca que los podemos ver con este aparato.

    Patricia entendía poco y nada de lo que su padre le decía, pero estaba fascinada de verlo por el ocular, tanto que lo único que se dedicó a ver fue a ese planeta amarillo en toda la noche. Aprovechó para contarle historias de estrellas nacidas de la imaginación de cientos de marinos que las tienen como fieles compañeras.

    Por la mañana, Guillermo que se lamentaba que Patricia no supiera leer, le mostró unos dibujos de un gran libro y no pudo negarse a regalárselo cuando Patricia se lo pidió.

    Pero al mediodía se montó en su caballo y se volvió a alejar de la toldería y no volvió sino para el cuatro de junio cuando Patricia cumplió 10 años.

    Tuvo dos sorpresas. La primera que su hija ya era señorita y la segunda que Patricia había podido identificar por sí misma a 5 de los planetas a los que señalaba con el dedo en los dibujos. Guillermo le tuvo que decir los nombres: Júpiter, Venus, Saturno, Marte y Neptuno. Aún no había podido hacerlo con Mercurio y Urano.

    Sin embargo, Patricia, que también apuntaba su telescopio hacia la luna, le contó que había podido ver a sus habitantes.

    – ¿Cómo que viste a sus habitantes?

    – Sí, y se la pasan bailando.

    – ¿Cómo es eso?

    – Sí, si mirás los vas a ver bailando de un lugar para otro. Porque, ¿allí también hay gente?, ¿No?

    Guillermo se guardó el “de ninguna manera” o el “no lo sé”, pero además que eso que a ella le parecían movimientos eran producto del titilar propio de las estrellas a causa de los movimientos de la atmósfera. Como sabía que nunca lo comprendería la dejó en su sana ignorancia. Pero Patricia le preguntó:

    – ¿Y cómo se llaman?

    Y ante semejante aprieto Guillermo le dijo:

    – Lunáticos.

    – ¿Cómo lunáticos? ¿Cómo a los locos?

    – Creo que sí.


    Una mañana Guillermo se apareció con un regalo distinto. Había comprado hilo sisal y a la usanza porteña armó algo que él suponía pocos ranqueles hasta entonces conocían. Según el lugar lo llamaban de distintas formas, en España, cometa y los chicos de Buenos Aires barrilete.

    Aunque no era de refulgente colorido como suelen usar los chicos de hoy día, la sola maravilla de que levantara vuelo hizo que se juntaran todos los indiecitos de la aldea. Lo cual le trajo otro problema, cuando todos se peleaban por sostener el frágil hilo. Así que tuvo que cambiar sus planes y en lugar de prepararse para cenar y hacer las paces con Maitén, volvió a ensillar y salió rumbo a San Luis el lugar más cercano para conseguir los materiales, que, en realidad no eran muchos. Como papel de viejos diarios tabloides, la caña abundaba en cualquier lugar y sólo el hilo era difícil de conseguir, ya que contando que los chicos serían varias decenas, no estaba seguro de conseguirlo en un único lugar.

    Cuando una semana después volvió con hilo y papel, todos salieron a buscar cañas y antes de poder comer nada ya estaba armando el primero. Patricia lo observaba con mucha atención y sin reclamar el suyo, salió disparada y en lugar de usar el papel que su padre había traído ella usó un muy delgado cuero de oveja a la que, para adosarlo al armazón, al no poder ponerle engrudo, tuvo que coser.

    A la vista y volando no se distinguía más que los otros, pero bastó que un sorpresivo aguacero se abatiera sobre el gran enjambre de barrilete para que todos vieran a su papel perforado cayendo a tierra. Sólo el de Patricia, hecho por ella misma quedó en el cielo.

    De esa experiencia a Patricia le quedó una espina de duda: ¡Qué cosa maravillosa que era el viento! Y si el hombre había podido dominar al férreo caballo, ¿Podrá, alguna vez, domar al viento?



    1855


    Por ese entonces Patricia de 13 años, a quien no se le conocía pareja fija, fue madre, un 4 de abril, de un varón al que le puso el nombre de Guillermo, como su propio padre. El bebé era aún más blanco que ella por lo que algunos supusieron que el padre del varoncito sería un huinca. Patricia emulando a su madre ya buscaba ese crío desde sus 10 años dos años después de cumplido su rito de iniciación. Ella nunca reveló el nombre del padre de Guillermo. Llenando a las mentes, por este misterio, de grandes fantasías.




    Capítulo 7: De perros fieles y encuentros con blancos


    Es sabido que los ranqueles no tienen ningún aprecio por los perros. Los pobres pasan mucha hambre y no pocas veces los tratan a las patadas.

    Pero no fue ese el destino que Mailén le daría a Curileo (Río Negro). El cachorro era hijo de una perra común con el perro de un refugiado a quien le gustaban los perros muy grandes. Mailén no sabía nada de razas, pero al ver como el cachorro de sólo una luna gruñir, ladrar y morder a cuanta cosa veía, ella se dijo “éste es de los míos” y lo adoptó. Cosa normal para cualquier chica huinca pero no para una ranquelita de 10 años y ahora a los 12, Curileo había crecido y mucho, tanto que salvo a Miguel Juárez, el refugiado, asustaba a todos; y la acompañaba a todos lados.

    No fue una única vez que el noble animal se trenzó en furiosas peleas con otros de sus congéneres, llegando a matar a uno. Mailén tuvo que trabajar mucho para atemperar su genio y ahora, salvo una indicación suya, el rudo cachorro, se mantenía siempre firme a su lado.

    Y como todo ranquel tenía una yegua la cual apenas nacida salió corriendo al campo a husmear flores y comer pasto tierno, por eso le pusieron Kinturray. Y sin tener en cuenta su enorme tamaño, se la dieron a Mailén.

    Una tarde en que Mailén paseaba con Kinturray y a su lado el fiel Curileo, vio, al pie de un ombú, a un hombre al parecer herido y atado. Al acercarse distinguió claramente que se trataba de un soldado huinca. Juan Carlos, había tenido con su partida, un encuentro con indios, quienes, defendiendo su territorio, lo derrotaron, por lo que se resignó a su muerte.

    Mailén se apeó de su yegua, y mientras Juan Carlos la veía, se preguntaba como hacía una nena tan pequeña para subirse a un caballo tan grande, sin apero ni estribos. La chica se acercó al herido quien, habiendo tenido el encuentro hacía ya tres días, estaba torturado por la sed, por lo que le ofreció beber de su odre de agua. El soldado se intrigó que una ranquel en lugar de dejarlo morir le ofreciese agua, pero en virtud de su sed no le preguntó nada. La nena, que apenas hablaba castellano, le preguntó, más por señas que por palabras, qué prefería: acercarse a su toldería o volver a su fortín.

    Aunque estaba en la mitad del desierto el muchacho prefirió volver. Fue cuando vio como la nena sacaba un cuchillo de una pequeña bolsa, ya que, como es costumbre entre las jóvenes ranqueles, estaba, para la forma de ver blanca, casi desnuda. Es decir, vestía con esa especie de doble pañal, debajo una suave tela de algo parecido al algodón, tejido artesanalmente en sus telares y sobre sus espaldas una tela de cuero de oveja de hebras peinadas, abierta y sin botones.

    Juan Carlos, que conocía la destreza de todo indio con las armas blancas, dudaba si lo atacaría o lo usaría para cortar los cueros con los que los ranqueles lo habían atado. No fue ninguna de las dos. Mailén, que no se atrevía a soltarlo, se acercó, le rompió el pantalón y lo dejó desnudo, en este caso, mostrando esa especie de calzón de algodón abotonado por delante que era de uso obligatorio para todo oficial. A la pregunta de si eso era para apurar su muerte, la chica le respondió de una forma particular. Sin soltarlo le pidió tener relaciones. Juan Carlos, al ver su pequeño cuerpo y sin saber de las costumbres ranqueles, se sonrío pensando que eso sería imposible. Y Mailén, mostrándole sus orejas perforadas, con los dedos de sus manos le indica que ya tenía 12 años. Para quitarle toda duda, ella misma se subió sobre él para cumplir su deseo y el huinca, que pensaba, en virtud del pensamiento retrógrado de su pueblo, que las nenas de tal edad no podían tener relaciones, se sorprendió cuando las pudo tener sin dificultad alguna, mientras observaba como el joven la miraba perplejo.

    Luego, dejando su odre de agua, hizo chasquear sus dedos y Curileo se abalanzó como si lo hubiera hecho muchas veces sobre los cueros que ataban sus muñecas y tobillos dejándolo libre de sólo cuatro tarascones, mientras Mailén tomando a Kinturray de la cola pegó un gran salto, montó rápido y desde el caballo le arrojó el cuchillo, que se clavó en el árbol a centímetros del hombro izquierdo del soldado; taconeando a su yegua hasta una tirada de piedra.

    El soldado pensó que su suerte no había cambiado mucho, pues estaba tan lejos del fortín que no podría llegar a él, por lo que hizo lo que la indiecita esperaba, le rogó que no lo dejara allí.

    El ofrecimiento de la indiecita fue simple, lo llevaría hasta un lugar que ella conocía donde poder agenciarse un caballo. Así, ayudándolo, lo hizo montar detrás suyo y galoparon hacia dicho sitio.

    Durante las 18 horas que duró el viaje, esto es un decir, el huinca, desacostumbrado a montar sin silla ni riendas, tuvo que pedir varias veces que el caballo se detenga para no caerse de él.

    Llegados al lugar, había un indio que hacía negocios con quien quisiera comprarle caballos, domados por él mismo con el incomprensible método ranquel. Es decir, ¿qué es eso de hablarle a un caballo?

    Pero como el soldado no tenía dinero, el indio confió en la palabra de Mailén que ya le pagarían.

    Como la noche era tan cerrada que impedía ver más allá de las propias pupilas, el buen indio les ofreció no sólo dormir sino comer un sustancioso asado de dos liebres que había cazado por la tarde y luego un lugar al amparo de los mosquitos.

    Con la claridad del alba, Juan Carlos se puso en pie con la intención de montar y volver a su fortín lo cual no fue impedido.

    Recién entonces ambos se preguntaron los nombres. Mailén lo observó alejarse hasta que desapareció por el horizonte.

    El indio que vio que la indiecita suspiraba, le preguntó el motivo, a lo que la nena frotándose la panza con sus dos manos le respondió que esperaba estar embarazada de un hombre tan hermoso. El buen indio se rio a carcajadas y le explicó que era poco probable que a su edad pudiera tener hijos. Obviamente, el indio ignoraba que Mailén ya había pasado por el rito de iniciación, hacía ya varios otoños.

    El buen indio no le comentó que el soldado bien pudo atacarla para robarle el caballo, por lo que pensó que el huinca era un buen muchacho.

    Si bien tanto Mailén como Juan Carlos pensaron que no se reencontrarían jamás, el destino se encargó de que no fuera así.


    A su regreso Juan Carlos tuvo un percance. Al llegar al fortín le sucedieron dos cosas. Su caballo se empacó a unas dos cuadras de la empalizada, por lo que tuvo que llegar a pie. El caballo como jineteado por un fantasma puso su hocico rumbo a su querencia, y lo segundo fue que apenas cruzó el portal, luego de vomitar, cayó desmayado por el esfuerzo. A los cinco días se despertó de su fiebre y tuvo que explicar a medio mundo quién era la Mailén que mencionaba a cada minuto durante su delirio febril. Todos quedaron conformes cuando él dijo que era una india joven que lo había ayudado, verdad que muy pocos aceptaron. A nadie se le pasaba por la cabeza que un indio fuera de la edad o sexo que fuera ayudara a un hombre civilizado.




    Capítulo 8: El fin de la inocencia


    Las joyas de la corona: Hilary, Emma y Victoria


    Como era usual en aquella época, cientos de europeos de toda clase ya fueran españoles, gitanos, ingleses, alemanes, judíos, etc., se acercaban a la dura condición de las pampas. Algunas de ellas fueron tres jóvenes prostitutas inglesas que huían de su patria a causa de haber tenido que matar a un hombre. En Inglaterra, a una prostituta no se le otorgaba el derecho a defensa propia. Luego de intentar embarcarse rumbo a los Estados Unidos de América, donde serían favorecidas por el idioma, pero rechazadas por su condición de prostitutas, no tuvieron más remedio que hacerlo en un barco, propiedad de un pionero dueño de estancia, que partiría en tres días hacia Buenos Aires. Como no tenían ni un penique, el capitán las aceptó con la condición de acompañarlo como amantes. Claro que las chicas, impetuosas por naturaleza, pronto se entregaron sin pedir nada cambio al resto de los 13 tripulantes. Durante el largo viaje, aprendieron algo de castellano, algunas mañas de la pesca en el mar y fundamentalmente la geografía del país al que se dirigían. En Buenos Aires se encontraron con la novedad de que los porteños poco se acordaban de la ayuda financiera inglesa para poder hacer la guerra y concretar la libertad de América.

    Así que no pudiendo volver a su país, optaron, luego de muchas lágrimas, por asociarse a un proxeneta escocés y salir rumbo a los fortines donde sus pieles blancas, sus pelos rubios, sus ojos profundamente azules y sus 12 años, pudieran darles de comer.

    Hilary, Emma y Victoria, no sólo aprendieron rápido a hablar el idioma, al que sin embargo pronunciaban con un fuerte acento inglés, sino que se enteraron de la existencia cercana de indios, a los cuales los soldados describían como enormes, sucios y despiadados, lo cual su mente romántica convirtió en una especie de monstruos alados a los que ellas debían entregarse con el fin de civilizarlos.

    Y así, en un acto de locura impensado para cualquiera, las chicas se internaron solas y a pie en el vasto desierto. Los soldados apostaban a que volverían al día siguiente, o bien que las encontrarían comidas por las fieras o muertas o prisioneras de los indios. Al segundo día eso era lo que ellas mismas estaban meditando que les pasaría cuando dos indios de a caballo las descubrieron, y sorprendidos, no sólo de su belleza sino por la vestimenta que lucían, refrenando sus deseos de violarlas, pensando en que serían un presente para algún cacique de parte de algún huinca con ganas de negociar sus productos, las condujeron hasta la toldería más cercana, y luego de comer y pasar la noche, donde allí las inglesitas, que ejercían la prostitución desde los 9 años, les agradecieron, con su bello cuerpo, lo que habían hecho con ellas.

    Eso no fue todo. Los indios recibieron orden del capitanejo de la toldería de llevarlas hasta las lejanas tolderías del cacique Painé que estaba organizando un gran fiesta por el regreso sano y salvo de Yanquetruz, a quien Don Juan Manuel, bautizó como Mariano Rosas, hecho aceptado por Painé, teniendo en cuenta el cumplimiento de algunos tratados por parte del Brigadier General. Dos días después, la indiada se sorprendería de la exótica belleza de las inglesitas. Fue entonces cuando conocieron a Mailén y supieron que esa indiecita, que apenas hacía sombra en el suelo, era algo especial y en su mente la imaginaron como una especie de Pocahontas o Malinche del hemisferio sur. Así, aunque inusual para un inglés, a pesar de ser mayores se pusieron a las órdenes de la indiecita.


    1856


    Un año después su produjo un segundo encuentro de Mailén, ahora de 13 años, con Juan Carlos. Esta vez Juan Carlos estaba sano y bien comido, por lo que recordando lo sucedido antes se acercó despacio a Mailén que distraída practicaba con sus boleadoras arrojarlas los más lejos posible entre un grupo de cardos. La acción consistía en quebrar y cortar el tallo seco y flexible del cardo para luego enredarse en el segundo. Este tiro era útil para cazar ñandúes pero inefectivo para liar caballos. Para ellos era necesario liar con boleadoras con piedras más pesadas y tientos de cuero, en lugar de los de cáñamo usadas para las grandes aves. Juan Carlos le tocó el hombro y Mailén que ya lo había olido desde hacía largo rato sólo se dio vuelta para abrazarlo.

    Esa tarde a la sombra de una alameda volvieron a intimar. Al alejarse Juan Carlos, Mailén tuvo los mismos pensamientos que antes.

    Durante el tiempo que Juan Carlos estuvo con Mailén ocurrió un hecho, para muchos, desgraciado. Aprovechando su ausencia, Pizarro, había secuestrado y violado a dos nenas ranqueles una de 7 años, la otra de 9. Juan Carlos, sin embargo, no podía hacer nada ya que estos hechos, aunque prohibidos por el reglamento, ya consumados sucedían con cierta frecuencia, pero nunca con nenas tan jóvenes. Lo común era que, aprovechando los tiempos de paz, los muchachos se acercaran a la zona de tolderías donde se congraciaban con las indias jóvenes, a causa de la falta de mujeres en los fortines.

    Pero cuando Pizarro buscó una tercera víctima, Juan Carlos intervino y lo amenazó con una corte marcial. Pizarro interrumpió la acción, se rio de su superior, montó su caballo y se dio a la fuga sin siquiera hacer galopar a su caballo. Mailén agradeció a Juan Carlos que salvara a la nena.


    A las tres semanas Mailén tuvo sus primeros vómitos síntomas de su embarazo, sin embargo, no dejó de hacer las cosas que cualquier joven mujer ranquel suele hacer: buscar leña, lavar ropa, cocinar.


    La noticia corrió rápido entre las tolderías. Guillermo, el padre de Patricia, hermana de Mailén, murió luego de una agonía de una semana. La razón: ser la pareja de Maitén, madre de Patricia, Mailén y otros cuatro hijos varones de distintos padres. El asesino, Pizarro.

    Aunque Guillermo tenía su puesto en Buenos Aires, luego de la “Batalla de Caseros”, le recomendaron que, por algún tiempo, hasta que se calmaran las cosas tomara distancia de la gran aldea. Le llevó un par de días alquilar un carro mediano y llenarlo de víveres y los enseres esenciales como para vivir varios meses en la soledad del desierto. Allí tendría unas largas, como se las llamaba en Europa, según había leído en varios libros, vacaciones. Y el grado de teniente.

    Luego de un mes de dejarse crecer la barba, haber aprendido por sí mismo a cazar y pescar lo poco que se asomaba por su carro, apareció un compañero con quien compartir la escasa comida y la soledad. Las cosas fueron bien por un par de días, pero dos cosas, independientes entre sí, precipitaron los hechos. El otro, era Pizarro. Este hecho hubiera quedado en el olvido de no ser que Pizarro notó un pequeño tatuaje en el brazo de Guillermo que rezaba Maitén y Patricia. A la pregunta de saber quiénes eran, Guillermo le confirmo sus identidades y fue entonces que se desató la tormenta. Ambos desenvainaron sus puñales y se trenzaron en un duelo criollo, la suerte hubiera estado del lado del joven de no ser que las malas artes del viejo fueron más fuertes. Echándose al suelo, simulando una herida, el viejo pidió piedad, en el joven primó el honor, honor que le sería mortal, apenas se agachó para ayudar a su adversario, este le enterró el puñal en el pulmón derecho, mientras que le informaba ser el padre de Mailén y, como era su costumbre, lo dejó abandonado. Sólo tres días después una partida que se interesó de su ausencia lo encontró en un charco de sangre podrida. Sus ojos ya habían alimentado a los cuervos. Los soldados lo socorrieron rápidamente y aunque recibió pronta ayuda médica, murió al cuarto día. Sus últimas palabras lúcidas fueron para Maitén y Patricia, las malas para su ignorado asesino. Sin embargo, Maitén sabía quién era.


    1856


    Un hermoso día de primavera, 10 de octubre en el calendario huinca, Mailén fue madre de una nena a la que le puso, Jazmín. Pero un refugiado que insistía que tarde o temprano los huincas lo abarcarían todo y por eso los obligarían a censarse, le sugirió un nombre para ella extraño, Marcela, que según el hombre tenía que ver con el dios Marte, dios de la guerra y como era hija de un soldado y además estaban en guerra, le parecía el adecuando. Por lo tanto, le quedó Jazmín Marcela.

    Y fue por eso, el tener que ponerle nombre, que Mailén reflexionó sobre sí misma. Si fue sencillo nombrar a su hija como Jazmín Marcela Robles, aun sabiendo que él aun ignoraba de la existencia de su hija, su caso era diferente ya que Maitén, su madre, se negaba a darle el apellido del huinca que la violó. Así que el único que podía saber sobre los orígenes, no ya sólo de Maitén y toda la parentela era su abuelo, Machén, quien haciendo gala de lo lenguaraz que era, pero sin empezar por el principio. Porque un lenguaraz cuando lo hace comienza relatando la larga teogonía y la consecuente teodicea de los tiempos antiguos. Él fue mucho más simple, como ellos eran Pehuenches, o sea, gente de los pinos, porque allí vivían sus ancestros antes de integrarse a los toldos de Pincén, pero llamarla Pehuendomo, mujer de los pinos, le parecía de sonido muy oscuro, le sugirió Piñemcó, hija de madre del agua, lo cual ameritaba una explicación, como segundo nombre y como apellido Wangülenche, gente de la estrellas.

    Piñemco, era porque como vimos Maitén pudo sobrevivir gracias a ese arroyito de donde podía tomar agua; y Wangülenche porque cuando su abuelo llegó al toldo, había eclipse de sol y se podían ver las estrellas al mediodía. De modo que aunque nunca esperaba usarlo tendría el ostentoso nombre de Mailén Piñemco Wangülenche.

    Patricia quiso algo más sencillo se conformó con el nombre que le dio su padre Patricia Guillermina Mc Clusey.


    Cansados del hambre y las persecuciones raciales, José y Maira, un matrimonio de gitanos, proveniente de España, con 1 hijo y 6 hijas, hicieron lo que muchos europeos, se embarcaron hacia esa nueva tierra prometida que era América, eligiendo a Buenos Aires. Sin embargo, sufrieron una nueva decepción al observar que aunque era una tierra de relativa libertad la situación de gitanos y judíos no era mucho mejor que en Europa. Pero escuchando relatos exóticos sobre el desierto que se abría más allá de los límites de la gran aldea decidieron apuntar su carromato hacia el oeste.

    Luego de varios días viendo que el paisaje no cambiaba, claro, acostumbrados a encontrar alguna zona de montaña como en Europa, instalaron su carpa a la sombra de ese extraño árbol que recién mucho después supieron que se llamaba Ombú.

    Días después recibieron la curiosa visita de una indiecita de unos 14 años que montaba a una yegua en pelo y casi desnuda, junto a una beba de apenas un año y medio que no dejaba la teta de su madre. Era Mailén quien asombrada por la colorida vestimenta de las mujeres se apeó para conocerlos.

    Por supuesto, la invitaron a comer de sus platos típicos de los cuales Mailén pudo comprobar su exquisito sabor y su exagerado picante, el cual según la tradición potenciaba el deseo sexual. El tal deseo se produjo en Mailén en forma de un feroz ataque estomacal, de hígado y una explosiva diarrea que el muchacho, Manuel de 17 años, con algo de picardía se ofreció a aplacar. Los ojos del muchacho no eran extraños para la indiecita así que simulando ignorancia dejó que el chico la condujera a la vera de un arroyo. La primera respuesta de la indiecita fue que su cuerpo era propiedad del padre de su hija, un soldado del fortín de la cual estaba totalmente enamorada.


    Un día de invierno una noticia recorrió el desierto como incendio de pajonales, en un accidente a causa de una granada, murió, Painé, el cacique general de las tribus ranquelinas, lo sucedió, como es ley general entre ellos su hijo Mariano Rosas.


    Y siguiendo esta galería de personajes con alguna incidencia en la vasta pampa. Cierto día apareció por el desierto un tal Roberto Gómez. Al hombre, de pequeño, fue internado en un convento con la idea materna que luego fuese cura. Pero a los 16 años el muchacho pintaba más para las mujeres que para la sotana. Así que por consejo de uno de los hermanos regentes estudió para ser maestro. Y así lo fue por algunos años hasta que el amor intervino. El hombre quedó perdidamente enamorado. Claro que ese amor, si bien correspondido, no fue aceptado por la familia de María, la joven de 13 años, no tanto por la edad de la chica como por la pobreza del muchacho. Preso de dolor el muchacho, con lo poco que tenía, compró una carreta y una noche rumbeó hacia el desierto a fin de poder olvidar y ejercer su oficio. Ya siendo noche cerrada, le llamó la atención un ruido en la carreta, al darse vuelta vio que su amorcito se había escondido para seguirlo. La cara del hombre se iluminó, ya no estaría solo. Esa misma noche consumaron su amor.

    Varios días después, sin saber dónde estaban, estacionaron la carreta bajo la sombra de un ombú cercano a un pequeño arroyito donde, al parecer, había algo de pezca, y allí, aunque lejos de toda persona decidieron comenzar con la construcción de la escuelita, la cual, a falta de otra madera fue hecha con la de la carreta. Es decir, sería escuela y hogar.

    Luego de 2 meses en que habituados ya al entorno que no sólo les daba agua, sombra, peces y la caza de pequeños animales, la naturaleza los premió con el embarazo de la niña. Esto, sin embargo, preocupó al muchacho, no quería que su hijo naciera en la orfandad de otros seres humanos.

    Para su suerte 3 meses después, mientras perseguía a un ñandú con el fin no de cazarlo sino para adiestrarse en el uso de las boleadoras, acertó pasar por allí Mailén quien sorprendida bajó del caballo con la intención de presentarse.

    La pareja se mostraba algo famélica, ya que, si bien obtenían buena caza de animales pequeños tales como cuises, conejos, perdices, no consumían según la costumbre huinca otro tipo de carnes y menos aún verduras.

    Si bien para Mailén todo huinca era un ladrón, la pareja le pareció simpática, más aún por la dulce pancita que lucía María, razón por la cual no sólo le permitiría permanecer en la zona sino que le proporcionaría, vía indios agricultores, es decir los del cacique Ramón, un alimento más variado.

    Sin embargo, 2 meses después María dio señales de tener complicaciones con su embarazo, por lo cual para Roberto se abrían dos panoramas bien distintos o bien volvía a Buenos Aires que contaba con hospitales y una cárcel segura por secuestro, o bien se dejaba conducir hasta una de las tolderías de Painé donde vivía Mailén, pero que no contaba con ninguna clase de asistencia sanitaria. Así cuando ya estaba resignado a la cárcel, María le insistió en quedarse con Mailén, cosa que hicieron en la esperanza de no tener que arrepentirse después.

    Fue entonces cuando a Mailén se le ocurrió la idea de acercarlos a los gitanos que ya llevaban un tiempo en la extensa Pampa.

    Fue durante la estadía de Roberto con los gitanos cuando a Mailén le llamó la atención algo. Si bien conocía la existencia de los libros nunca había visto como eran y escuchado sobre su contenido así que para no oír de boca ajena sobre ellos le pidió a Roberto que le enseñara a leer y escribir pedido este que fue muy bien recibido por el maestro.

    Contrario al prejuicio que le decía que los indios eran “burros”, Roberto pudo comprobar que Mailén aprendía incluso mucho más rápidamente que chicos escolarizados de la ciudad.

    Feliz de poder aprender a leer y escribir, Mailén, no quiso quedarse ella sola con tanto tesoro y a fin de tener alguien con quien compartir el aprendizaje salió en busca de su hermana mayor, Patricia, quien aún penaba por la muerte de su padre, estaba tan sumida en la tristeza que apenas se la veía fuera del toldo que compartía con Maitén, el compañero actual de ésta y sus cuatro hermanos. De modo que no le fue difícil a Mailén encontrarla y proponerle la novedad y a pesar de que Maitén opinaba que los ranqueles no están para esas cosas, partieron rumbo a la escuelita.

    Aunque Roberto, no pedía nada a cambio, las clases no serían gratuitas, él pondría su saber de libros, ellas su saber de caza, de manera de que nunca faltase de comer. Así Roberto pudo comer bichos que ni figuraban en sus libros de naturaleza. Durante las clases María se encargaría de Jazmín.


    Y así, Roberto, cuando su hija Ayelén cumplió dos años, pudo en virtud de su título de maestro, entregarles el título, que hoy se llamaría de primario a Mailén y Patricia. Aunque penaba que mentes tan brillantes no pudieran progresar en medio de la hostilidad del desierto.



    1859


    Un nuevo encuentro entre Mailén y Juan Carlos se produjo cuando la india tenía 16 años. Los ranqueles, como los huincas, son muy machistas de modo que era raro que dejaran a una mujer empuñar una lanza. Mailén, en virtud de su bravura, era una de esas mujeres que el joven cacique Mariano Rosas, permitía en sus dominios, patrullar al mando de uno de sus capitanejos. Como tal lo hacía con un grupo de 10 indios y 3 indias, las otras eran su hermana mayor Patricia y Pacuén quien aun contando con largos años aún quería montar al caballo que su esposo le había dejado como única herencia, en las cercanías de la zona que llamaban “El cuero”. Aunque todos conocían la existencia del arma de fuego, la pobreza les impedía comprarlas, a no ser que las pudiesen robar en algún malón, método introducido por el huinca y adoptado por ellos, es lo que el huinca llama saqueo. De tal modo que cada indio estaba pobremente armado por una lanza de tacuara, un puñal, muy pocas veces de metal, la más de las veces de piedra o madera dura, y dos juegos de boleadoras. Sólo unos pocos contaban con arcos y flechas porque la madera para construirlas, dura y flexible, sólo se conseguía recién al norte de la ciudad de San Luis.

    Fue durante ese crudo invierno. Tanto que la gramilla más que escarchada estaba congelada que fueron atacados por una partida de 6 soldados capitaneados por un capitán que, debido a la portación de armas de fuego, mataron a Pacuén y 6 de los indios e hicieron prisioneros al resto. El capitanejo que sabía que el capitán sabía de su importancia negoció con éxito. Así logró la libertad de 4 de los sobrevivientes, pero no la de Mailén y la suya propia ya que lo degollaron allí mismo. En realidad, al capitán no le importaba la vida de ningún indio, si los dejó libres fue para que Rosas se enterara de lo cerca que se encontraba. Al capitán le llamó la atención la salvaje belleza de Mailén, con su vincha hermosamente tramada que orgullosa vestía en su cabeza, su hermoso poncho y su pollera multicolor salida de un telar ranquel, así que ordenó que la ataran al poste de castigo. Si la mataba se preguntarían porque no lo hizo en el acto mismo junto al capitanejo y hacerla violar no era castigo suficiente. Decidió un castigo largo, por la mañana hacerla azotar y dejarla colgada del poste de los azotes durante todo el día y, para acentuar el castigo hizo que le arrojaran agua, que en virtud del duro invierno estaba casi congelada, pero como eso haría que muriera al primer día, por la noche la encerraba en un calabozo engrillada. Durante la primera semana sólo la alimentaron con un poco de pan y agua. El frio que sentía era tanto que cuando el intérprete preguntaba algo no se le entendía nada. Su boca, manos, rodillas eran un puro temblar. En la segunda, para humillarla aún más, la sacaban desnuda al poste de castigo, esto era un palo de donde pendían altos grilletes de modo que el reo no pudiera apoyar los talones en el piso, lo cual producía grandes dolores musculares en espalda, brazos y piernas. El capitán sabía mucho de torturas tanto las de alto dolor como las de alta humillación y que nada quebrantaba más el espíritu del reo que ser objeto de esas humillaciones. Fue allí que a causa del frío y la mala alimentación tuvo ataques de diarrea con sangre, que provocaba la risa de todos. Fue esa misma tarde que al capitán lo atrajo un gran bullicio. Al llegar, Pizarro, quien no estaba autorizado a castigarla, estaba, manoseándola. El capitán, seguro que luego de tanto castigo y sangre derramada, moriría esa misma noche, ordenó descolgarla y echarla al calabozo. Mailén, hecha un ovillo a causa del frío, hambre y los dolores que sentía pedía que la despenaran allí mismo. Tenía aftas en la boca y una infección que la atormentaría por meses, una especie de muy pequeño gusano que mucho tiempo después sabría que se llamaba herpes, le había tomado los brazos, piernas, vientre, espalda y la zona más delicada de su bello cuerpo. Esa noche alguien encapuchado, de forma de que no supiera si era hombre, mujer, viejo o joven, entró al calabozo, abrió los grilletes, la tomó de las muñecas y la arrastró unas cinco cuadras fuera del fortín. Si para salvarla o para que muriera por la acción de las alimañas no lo pudo saber. Pero eligió pensar, en lo primero.

    Mailén, allí mismo, cuando aún no se podía poner en pie, meditó su venganza. Pero si primero, pensó que debía matar a todos y cada uno, 30 soldados contando al capitán y 5 mujeres que servían dentro, luego cuando por la mañana sintió que las fuerzas la abandonaban para siempre, sólo tuvo pensamientos de puro odio para con el capitán y ese tal Pizzarro.

    Había algo que ella sabía, que todas las mañanas, sigilosamente se acercaba un grupo de indios esperando alguna oportunidad de rescatarla. Y allí supo que alguien, quizá quien la sacó fuera del fortín, entablaba conversación con el grupo.

    No fue su odio, ni algún plan de sofisticada venganza sino la misma naturaleza quien acudió en su ayuda.

    Mailén tardó seis largos meses para reponerse del hambre, infecciones y los castigos, motivo por el cual tenía prohibida toda acción belicosa, obligándola a realizar tareas de mujer. O sea, juntar leña, cocinar, lavar, habida cuenta que los ranqueles también eran duros con sus mujeres. Por eso es que las más duras, como el caso de Pacuén, cuando enviudó, tomaban la lanza.

    Estando en esa especie de cuarentena, es que se enteró que una nutrida partida, de unos 15 hombres andaban de correrías, matando a quien viera solo. Esto no era un acto de guerra, es decir, no se adaptaba a las costumbres de ataque huinca, sino que sólo salían a cazar mariposas. Así llamaban al indio que se hallaba lejos de la toldería y sólo. La orden de Nehuén, el capitanejo cacique de su toldería, no fue salir a guerrear, sino a rescatar a quien anduviera perdido. Y los únicos cinco que faltaban eran Ayíñleo, y sus cuatro esposos, quienes, con grandes vasijas adosadas a su yegua, salieron a recolectar miel de una clase especial, la cual era producida por grandes y muy peligrosas avispas, la cual se acumulaba en algunos troncos que el grupo había construido al pie de un grupo de árboles de tilo, cuyas flores los insectos preferían para libar. Esta miel era muy apreciada cruzando la cordillera y como la recolección era muy peligrosa, la pagaban bien sin chistar. Así que Mailén, salió junto a dos muchachos de monta rápida. Guiados, no por el instinto sino por el zumbido que se oía y pronto llegaron al lugar. Pero también lo hizo la partida, que con sus afilados fusiles comenzaron a dispararles. Mailén no era de creer en Gualicho ni cosas por el estilo, pero la sucesión de hechos, daban para dudar.

    Mientras el grupo huía rumbo a la toldería, con el paso retrasado de la yegua cargada de tanto, preciado y dulce material, uno de los disparos volteó uno de los altos panales que crecía en lo alto de las ramas de los tilos y como si actuaran motivadas por una clase de inteligencia, la colmena en pleno, se dispersó en todas las direcciones. Como Ayïñleo y sus esposos estaban bien protegidos por una prenda parecida a la arpillera que los cubría desde los pies a la cabeza, no dejando ningún resquicio, ya que la picadura era muy irritante, sólo se dedicaron a caminar despacio para no irritarlas más. No pasó lo mismo con el grupo de soldados, que tuvieron que torcer el rumbo y partir al galope. Al llegar al fortín el resultado era el esperado. Picados en muchos sitios uno de ellos sobre un párpado, tuvo una alergia que le hizo perder, días después, ese ojo.

    El capitán tomo el hecho como una artimaña ranquel y salió con un segundo grupo, ahora con toda la intención de matar a quien se le cruzara y su objetivo era la toldería que se hallaba en esa época del año lejos del grupo de tolderías central. Presa fácil.

    El pequeño grupo de recolectores llegó para alertar al resto. Y cuando la partida se hallaba a tiro de fusil, comenzaron con su habitual furia asesina. Fue una de las tantas chispas la que cayó sobre el seco pajonal, que como si de una repentina erupción volcánica se tratara comenzó a arder con intensidad. Quienes no tuvieron la oportunidad de contemplar este tipo de incendios no sabían cuál era el comportamiento que se debía seguir. Mailén, ya lo había observado varias veces, pero la explicación la tuvo sólo varios años después. Primero, el fuego lleva al viento, muy pronunciado, hacia el centro y luego cuando la temperatura se eleva lo expulsa como si fuera un furioso vendaval de fuego. Así que fue el propio grupo de fusileros fue el que tuvo que huir, alcanzándolo sólo la mitad del grupo. El capitán y 6 de los soldados, según dicen lo que saben, respiraron fuego, de los otros 15, sólo 5 llegaron sin quemaduras, el resto lo estaban en varias partes del cuerpo Y aunque no era nada grave, el aislamiento del fortín, el agua contaminada y la falta de medicamentos, hicieron que 5 de ellos murieran a causa de las infecciones. Con lo cual, una semana después, Pizarro, que no era oficial tomó el mando del fortín. Y su objetivo era claro, salir a buscarla. Pero no logró que lo acompañara nadie. El encuentro no fue como a Mailén le hubiera gustado. Ella a pie y su contrincante montado en un fornido semental. El alto soldado se apeó y, sable en mano, la amenazó.

    Aunque el porte asustaba a cualquiera, Mailén se preparó para enfrentarlo. Sin embargo, el soldado en lugar del esperado ataque, usó un arma más devastadora. Le dijo: “¡Hola, hija!”. Mailén se quedó de piedra. No podía ser que ese huinca que ahora la trataba con cariño, fuera el mismo que la había acariciado íntimamente, estando atada del poste, y sumado a eso, eso de “hija”, así que lo tomó por una cruel broma. Y Pizzarro siguió con su tormento. “Que linda estaba Maitén, claro atada, azotada y engrillada”. Mailén, hubiera preferido la sordera. ¿Podría ser cierto que el único soldado de todo el fortín que se dedicó a manosearla fuera su padre? De modo que sin fuerzas para enfrentarlo montó y huyó de allí.

    Mailén galopó varias horas, tanto que su caballo más que aplastado, más que cansado, quedo totalmente exhausto, teniendo que dejarlo a la vera de un arroyo y terminar su camino a pie. Cuando apareció por la toldería sólo era un fantasma que se arrojó al regazo de su madre sólo para llorar, cosa que nadie le había visto hacer jamás. Su hija, que aún no comprendía lo que le había pasado, no lograba consolarla. Patricia luego de toda una noche, y con mucha paciencia le pudo sacar la verdad. A Maitén no le quedó otra alternativa que confirmársela. Maitén le decía “eso no es un hombre es una bestia, un compañero de Gualicho”

    La dura Mailén tardó dos meses en recuperarse del puñal que Pizarro le había enterrado en lo más doloroso de sus entrañas, Patricia y Maitén fueron las que tuvieron que juntar sus pedazos. Ahora había una triple causa para matar a ese hombre: Patricia para vengar la muerte de su padre, Maitén para vengar su violación infantil y Mailén el hecho que Pizarro, sabiendo que era su hija, la manoseó un largo rato.




    Capítulo 9: Las señales de la naturaleza


    Esa madrugada de 24 de junio no sería jamás olvidada. Para Maitén, respetuosa de los signos de los dioses, lo que se avecinaba no era una simple tormenta. Para Mariano Rosas, algo cristianizado y en suma algo escéptico, la obligación de impartir una orden de resguardo. Para el indio más viejo de la toldería que por simple experiencia sabía de tormentas, sequías y otras yerbas, sólo tenían hasta la caída del sol. Cuando este se ocultase por detrás de la cordillera la brisa, trayendo, junto a las espesas nubes, la oscuridad total, la tormenta se desataría. Mariano ordenó algo que para los ranqueles era extraño, que se clavaran una docena de fierros, traídos alguna vez por un malón, alrededor de la toldería. Por supuesto que los ranqueles jamás habían oído sobre la palabra “pararrayos”. Una segunda orden fue que todos, en ese momento unos 200, se juntaran en el medio de la aldea y se acostaran en el suelo, cubiertos de mantas de cuero crudo.

    Y así, como el viejo indio lo había predicho, al caer la noche profunda, la tormenta se abatió sobre aldea y pueblo. Mariano no recordaba haber soportado jamás tanto granizo, algunos de cuyos cristales pesaban como pájaros e incluso algunos como una liebre. Así, por fin, luego de una hora, según el cálculo del cacique, la piedra cesó dando paso a una feroz lluvia que sólo cesó a la medianoche, cálculo del cacique que pudo, con el escampe, ver la Cruz del Sur.

    Aunque la temperatura había bajado mucho, nadie pudo encender un fuego debido a que absolutamente todo estaba mojado. Mariano entonces ordenó fijarse en la salud de los niños, luego de una rápida inspección le informaron que todos ellos estaban bien. Por lo tanto, ordenó el descanso para todos.

    Por la mañana una noticia les heló el alma a todos. Los 4 hijos varones de Maitén se habían arrogado la misión de cuidar la toldería y los pobres muchachos, en su ignorancia, al ver que un rayo había caído sobre uno de los fierros haciéndolo volar varias varas, corrieron hacia él para volverlo a parar, pero pasando al lado de otro, un rayo cayó sobre él matando a dos de ellos: Miguel y Rafael. Sólo quedaron con vida, pero muy aturdidos Nahuel y Lebián. Pocos sabían que casi nadie escapa de la muerte tan cerca de la caída del rayo que calienta el aire como si fuera una gran llamarada. Para las viejas indias significaba que una gran sangre debía ser limpiada con sangre.

    A casi 25 leguas de allí la tormenta tomó otra característica. Un fuerte tornado dejó sin empalizada al fortín, algunos de cuyos gruesos y largos maderos fueron a parar a varias cuadras de distancia. Para el nuevo comandante, un joven teniente pero no por eso de menor odio hacia los indios, era un inconveniente que haría trabajar extra a sus soldados con la consiguiente paga que, por supuesto, Buenos Aires nunca giraría y para los soldados, quizá más supersticiosos que los ranqueles, un mal presagio.

    Una mañana, convencidos de que los dioses ranqueles exigían un sacrificio, Maitén y sus cuatro hijos sobrevivientes, se encaminaban hacia una batalla por su identidad. En un alto Maitén, reflexionó que quizá los dioses ranqueles estuvieran enojados por ponerles nombres cristianos a sus hijos, a lo cual Patricia le retrucó sobre si esperaba que ella también muriese. Maitén contestó, a medias, que ella no le había puesto el nombre sino su padre. Nahuel y Lebián, usualmente silenciosos como una nube blanca que pasa, se atrevieron a decir que los nombres de sus hermanos habían sido elegidos antes que, por ser cristianos, por sonar como ranqueles. Para Mailén que sabía leer y escribir le sonó razonable y por primera vez en más de dos meses se le vieron los dientes detrás de una sonrisa, pero luego dijo: “¿No habré traído yo la desgracia?”.

    Maitén hizo detener los caballos, ordenó apearse, hizo que Patricia se llevara a Jazmín y a Guillermito hasta una cierta distancia y ordenó a Mailén ponerse en posición de castigo, cosa que jamás ordenó a hijo suyo. La tal posición que todo hijo respetuoso debía asumir consistía en arrodillarse y poner la cara contra el suelo junto a ellas. Por primera vez Maitén, le dio una paliza de chirlos, lo que no hizo cuando la indiecita era pequeña, y sólo paró cuando sus palmas estaban doloridas y enrojecidas, y ordenó que el resto de sus hijos hiciera los mismo, pero en vista de ellos no cumplieron su orden, encontró la solución, busco en su caballo una madera plana de unos 10 palmos de largo por uno de ancho y ahora siguió ella misma, dándole la tunda ritual. Y si nadie jamás le había podido pegar, esta vez su madre lo hizo con creces.

    Viendo que la noche caía, Maitén ordenó prender fuego y asar tres liebres que traía. Luego de la cena y cuando aún a Mailén se le saltaban las lágrimas, no por su cuerpo dolorido sino por su mancillado orgullo. Maitén le dijo: “Que sea la última vez que decís que un hijo mío lleva la desgracia a cuestas”. Aprovechando la noche de confesiones Nahuel y Lebián quisieron saber quiénes eran sus padres. “Sus padres son ranqueles”. “¿Mariano? Preguntó tímidamente Lebián. “No. Quise tener un hijo con él, pero los dioses no lo quisieron, y si los dioses no lo quisieron tendrán sus razones”

    Por la mañana, con el enojo de Mailén, reanudaron la marcha. Durante el camino Maitén ordenó que se cazara algo para que a la noche los bichos estuvieran desangrados y, por lo tanto, menos ácidos. Al cabo de una hora los caballos transportaban toda una serie de animales de La Pampa, debidamente muertos según los ritos ranqueles. Jazmín y Guillermo, que estaban creciendo con un pie huinca y el otro ranquel, miraban todo maravillados.

    Luego de un día más de marcha al despuntar el alba, la vista privilegiada de Patricia avistó una fina columna de humo en el horizonte y la experta de Maitén supo que era del fortín. Había llegado la hora de la verdad las tres mujeres tenían razones para matar a Pizarro y Nahuel expresó su odio.

    Nuevamente Maitén los hizo bajar del caballo. Al muchachito se le heló la sangre al suponer que sería castigado y más aún cuando vio la sonrisa sarcástica de Mailén, que movía las manos con energía. Pero Maitén sólo se limitó a decir: “Nada de odio. No quiero que mis hijos vivan con odio. El odio es una pesada roca que te aplasta la espalda y te impide luchar”. Y, para desilusión de Mailén, terminó su perorata.

    Maitén les habló, aunque no hiciera falta, del poder de fuego del huinca y les hizo saber que ella pensaba que algún día la raza ranquel desaparecería como tal y que quizá fuera esclavizada como ya había visto que pasaba en Chile. El poder de Buenos Aires no es mejor, reflexionó. A lo sumo, llegar a formar parte de la nación Argentina, pero no sabía si ésta así lo quería teniendo en cuenta que éstos argentinos vivían matándose entre si. Y si se mataban entre ellos, ¿Qué les quedaba a los ranqueles?

    Aunque ninguno de sus hijos dijo nada, en sus mentes brilló la idea de que jamás los aplastarían.

    Cuando el sol estaba exactamente sobre sus cabezas, Maitén ordenó prender fuego y cuando la fina columna de humo ascendía favorecida por la falta de viento, le hizo agregar pasto seco y húmedo de tal manera que la columna pasaba de blanco a negro y de negro a blanco. Si alguien vive en el fortín tendría que verla.

    El teniente fue pronto informado del hecho. Así que mandó a un espía. Este era un indio que Coliqueo, ahora un sumiso cacique para vergüenza, no sólo para los ranqueles o los pampas, sino para cualquier tribu americana.

    Maitén, mucho antes que el indio se viese en el horizonte, lo olió cuando una leve brisa les llegó.

    – Coliqueo; dijo.

    – ¿Cómo sabés que es un indio de Coliqueo?; preguntó Patricia.

    – Porque este infeliz, seguramente por ser despreciado por ellos como sucio como a todos nosotros, usa jabón perfumado para bañarse

    – ¿Jabón?.

    – Sí, jabón, estos cristianos, en lugar de bañarse como nosotros, lo hacen sólo cuando apestan y usan jabón perfumado. Así ni las ratas se les acercan; contestó Maitén.

    Y luego de un largo silencio.

    – ¡Ahí viene!

    Maitén hizo que todos se colocaran de espaldas al fortín para darle la oportunidad al indio a acercarse. Al hombre le habían encomendado la tarea de fisgonear quien andaba por allí, cosa que Maitén sin necesidad de ningún esfuerzo adivinó. Por lo tanto ya había hecho que Mailén y Patricia se escondieran con sus hijos en un pequeño pajonal, es decir, altos cardales ahora secos, de modo que el informe del indio a su vuelta era:

    – Una mujer y dos indios muy jóvenes.

    – ¿De cuántos años?; preguntó el teniente.

    – La mujer unos 25 a 30 años, los muchachos de unos 12 a 15

    Aunque “la mujer de 25” no cuadraba con Mailén, el teniente de acuerdo a los informes que había tenido que leer al tomar el cargo, asumió que el indio la vio acompañada, quizá con dos amantes como acostumbraba. Así que teniendo en cuenta lo que había tardado el indio en ir y volver, estimó que estaban a una legua. Así que envió cuatro soldados bien armados.

    Cuando estaban a medio camino se les cruzaron dos jóvenes y bellas mujeres, vestidas con ropas de vivos colores, que arrojándose a las patas de los caballos y usando un lenguaje extraño les pedían por señas que las llevaran con ellos. Los cuatro se miraron y faltando a la orden del teniente, supusieron que sería una buena oportunidad de poder intimar con dos espléndidas mujeres, quiéranlo éstas o no. Y así se lo hicieron saber. Pero las mujeres hicieron gestos de no entender. Eso le hizo suponer a uno de ellos y convenció al resto que eran dos gitanas al juzgar por el pelo rojo y ojos verdes de una de ellas, o quizá irlandesas.

    – ¿Hay gitanos en Irlanda?

    – “Y… los gitanos son como los judíos, están en todas partes”

    Así que apuntándolas con sus fusiles las llevaron a la intimidad de un pajonal. A uno se le ocurrió pensar: ¿por qué necesitarían esconderse en un pajonal lleno de cardos espinosos, si allí en medio del desierto no había nadie? Pero los otros tres ya se estaban bajando los pantalones a fin de concretar el asunto, dejándole fusiles, pantalones, cinturones y puñales a su cuidado. Al rato escuchó: “Falta uno” y sin que la excitación lo deje pensar hacia allí fue, dejando la pirámide de fusiles sola.

    La situación era simple. La pelirroja tenía a uno arriba y otro abajo. La morocha estaba debajo simulando horror por la violación mientras el soldado ya gritaba de placer, así que se sumó a la violación. El fin fue rápido. La falta de mujeres atractivas en el fortín hizo que las ganas acumuladas de muchos meses, estallaran en menos de 5 minutos, provocándoles un sopor tan grande que los hizo desvanecer. Al recuperarse, a los pocos minutos, notaron que las muchachas ya no estaban. Y al salir del pajonal tampoco, sus caballos, fusiles, ropas, ni puñales.

    – Como cobro de servicios prestados un poco caro, ¿no?; ironizó amargamente uno.

    La situación no era en nada halagüeña. Volver al fortín era enfrentarse a la furia del teniente y a una futura corte marcial. Por el lado del desierto no se veía a nadie.

    En realidad, todos estaban a sólo una cuadra de ellos. Los mansos caballos escondidos entre los secos y altos pastos del fin del verano. Los fusiles en manos de Nahuel y Lebián, quienes por su edad todavía no sabían usarlos, o apenas lo suficiente como para disparar sin puntería al montón. Los puñales de filoso acero en manos de las mujeres. De pronto a Lebián se le disparó su fusil al aire. El potente sonido provocó que una nube de pájaros de todo tipo levantara vuelo ensombreciendo el cielo hasta donde alcanzaba la vista.

    El teniente, oteando el horizonte supuso que los soldados habían hecho pasar a mejor vida a algún indio, cuando escuchó una segunda detonación, al minuto una tercera y cuarta, y a los cinco minutos cuatro casi seguidas.

    – Con eso, se terminó esa indiada; pensó.

    La realidad era otra. Los cuatro soldados se hallaban sin sus uniformes, es decir, en paños menores, esa especie de calzón-camiseta, atados y al amparo del calor a la orilla de un arroyo algo crecido por la lluvia. Mailén les hizo saber en un castellano cruzado de consonantes ranqueles que no eran ellos sus enemigos sino el teniente y Pizarro. Lo cual a ninguno se le ocurrió refutar teniendo en cuenta que Mailén los apuntaba con un filoso cuchillo.

    Aunque ninguno aún sabía cómo hacer salir de su madriguera a ninguno de los dos, confiaban que, en algún momento, en cuanto notaran la tardanza desmedida del contingente, tendrían que actuar. Y eso sucedió al atardecer. El teniente, suponiendo que los soldados no volvían por algo, le repreguntó al indio de Coliqueo por alguna característica extra del grupo, en especial por la mujer. El indio le contestó que lo único que le pareció raro de la india eran unas cicatrices que ésta tenía en el tobillo derecho. Pizarro, que escuchó, supo que se trataba de Maitén. Pero pensó:

    – Pero, ¿Qué hace esa mujer por acá?, ¿Quiénes la acompañan?

    El capitán salió él mismo con 10 hombres, 4 de los cuales habían sufrido la furia de Mailén y que no dudarían en matarla. La vista privilegiada de Patricia contó a los diez hombres que llegaban con furia asesina. En pleno galope el grupo divisó la inconfundible figura de Patricia que huía hacia el arroyo, el capitán ordenó que cuatro saliesen a cazarla. Y mitad conducidos por el odio y mitad por su apetecible figura la cercaron a la vera del arroyo, cuando vieron como dos cuerpos eran arrastrados por un caballo que galopaba desesperado. Sin duda eran dos de los soldados. Ese pequeño resquicio de duda fue aprovechado por Nahuel y Lebián que con gran puntería le acertaron a los cuellos de los caballos dos pequeñas flechas. Eso que puede provocar una seria herida a un ser humano apenas es una molestia para un caballo, la suficiente para hacerlo corcovear y arrojar a sus jinetes al suelo. Así los cuatro cayeron al piso rodando varias varas, las suficientes como para que Mailén les quitara los fusiles y como ella no sabía usarlos los arrojó hacia el arroyo.

    Un hecho fue un contratiempo para Mailén. Jazmín y Guillermito que ya habían visto como los soldados tratan a los indios, pensaron que la matarían por lo que comenzaron a llorar a los gritos.


    Uno de los hombres, aunque suponía que estaba en la mira de los fusiles escondidos en la pastura, corrió, puñal en mano, a hacerle frente a Mailén, y ya sabía por experiencia que esa india, algo retacona, no sería fácil de vencer.

    Pues bien. El teniente pensó que, si pudieron engañar el olfato del indio de Coliqueo, probablemente hubiera más indios dispuestos a guerrear, por lo que hizo sonar su silbato para reunir su tropa y planear una estrategia de guerra. Estaba pensando a cuantos soldados podría sacrificar, cuando una certera flecha cayó a los pies de su caballo portando, al parecer, un mensaje. Eso lo turbó aún más, ¿Quién podría haber escrito tal mensaje? ¿O sería una estratagema para que se baje del caballo? Así que, alejándose una cuadra de la flecha, le ordenó a uno de los soldados, que se la trajera. Al desplegarla no podía salir de su sorpresa, escrito con una hermosa caligrafía:

    – Teniente: si quiere seguir viviendo entregue a Pizarro. Mailén”

    Como sabía que lo observaban sólo levantó los brazos con intenciones de ordenar el ataque, pero se contuvo al darse cuenta que no sabía dónde estaban los supuestos blancos. Y esto hizo que Pizarro se arrojará de su caballo para matar a Mailén a los gritos de:

    – Yo pensaba hacerte una hija para poderla violar, pero como alguien se me adelantó lo voy a hacer con esa cosa que grita.

    Al capitán le resultó peligroso que sus soldados se dispersaran sin ningún orden, pero antes de dar ninguna orden cuatro de sus soldados caían a tierra de sus caballos con las certeras boleadoras de Nahuel y Lebián que obligaban a los soldados a abandonar a sus caballos. De modo que, al cabo de un minuto, todos los caballos menos uno, estaban liados y los soldados de a pie.

    La intención era simple, con sus ojos a sólo unos palmos del piso ni él ni sus soldados podían saber dónde estaban sus enemigos. Y mientras tanto, Mailén mostrando una osadía rayana a la locura, esperaba que su padre la atacara.

    De pronto una jugada que el teniente no esperaba. Maitén ordenó soltar a los soldados cautivos con la finalidad de confundirlo por su buena voluntad. Los soldados corrieron campo traviesa, pero en lugar de sumarse siguieron hacia el fortín, mientras Pizarro, por cobardes, les disparaba sin lograr acertarles. Luego de tal acción sólo quedaban en la zona el teniente, Pizarro y un soldado herido.

    Enojado y harto por semejante furia irracional el teniente le dijo.

    – Bueno, infeliz, arreglatelás solo

    La respuesta fue inmediata, Pizarro le disparó un tiro que pasó a sólo un palmo de su frente, siendo algo con lo que nadie contaba.

    De pronto el escenario cambió por completo. Quien sostenía un puñal no eran las diestras Mailén o Maitén, o al menos los varones. Sino la frágil Patricia.

    – Y, vos, ¿Quién sos?; gritó Pizarro.

    – ¡Ya te vas a enterar!; le respondió Patricia.

    Pizarro que, a causa de su propia furia asesina, había hecho que casi todos los soldados huyeran, no por cobardía sino por darse cuenta que esta batalla no era la suya, se encontraba en franca minoría, por lo que meditó que debía huir de allí, al mismo tiempo que Nahuel y Lebián subían a un caballo al soldado herido y dándole una palmada este enfiló hacia el fortín. Pizarro reculó sin dejar de observar como esa esmirriada lo seguía sin correr, pero a paso firme. Diez minutos más tarde el soldado llegó al fortín con una noticia que ya todos sabían.

    En cuanto Pizarro llegó al fortín contó su versión: Una veintena de indios armados con fusiles venían al fortín para atacarlo. Lamentablemente sólo quedaban 4 soldados dispuestos a la lucha, los que habían sido castigados por Mailén, el resto optó por observar el espectáculo. De pronto y a causa del repentino pánico, la pequeña turba del fortín echó a Pizarro al desierto.

    A todo esto, los fusileros, firmes en sus puestos, vieron un espectáculo que los turbaba. Una joven mujer, puñal en mano, amenazaba a Pizarro quien trató y convenció al resto sobre el inminente ataque al fortín.

    – Quedate solo, asesino; gritaba un soldado herido.

    Y sin advertirlo Patricia ya estaba a su par.

    – ¿Quién sos? Le gritaba Pizarro a Patricia.

    – Soy la hija del teniente Guillermo Mc Clusey, a quien vos mataste”

    – ¡Ja, ja, ja! ¡Una asquerosa india con nombre irlandés!. Con razón dicen que los irlandeses son los indios del Reino Unido

    Por primera vez Patricia tuvo miedo de morir, pero la memoria de su padre lo ameritaba. Por lo que siguió haciendo que su puñal dibujara en el aire hasta que se abalanzó sobre Pizarro, pero este se esquivó lanzando un puñal que se clavó en el muslo de la muchacha.

    Mailén intervino rápida como una liebre y, antes que Pizarro le pudiera hundir una segunda puñalada a su hermana, ella se arrojó sobre el fuerte brazo derecho del soldado y tomándoselo con ambas manos logró desviárselo haciendo lo que no se proponía, que el puñal se le clavara en el muslo izquierdo, y antes que el grito de Pizarro se acallara Patricia hizo lo propio en el mismo muslo.

    – Hijas de perra. Gritó el soldado quien, con dos puñaladas, dolorosas pero poco profundas, se incorporó buscando más pelea.

    – ¿Intervenimos?; preguntó un soldado, a lo que el capitán luego de haber visto lo que vio contestó:

    – Creo que si lo matan, no sólo se hacen un bien ellos sino a nosotros”

    Mailén retiró a Patricia fuera del alcance del puñal de Pizarro y sólo lo miró y lo escupió.

    Maitén les ordenó con fuerte voz, no sólo para que la escuchen sus hijas sino el fortín.

    – ¡Pelea justa!

    – ¡Pelea justa!; le respondió una voz femenina desde el fortín

    Así, sin rematarlo, Maitén tirándoles de los pelos se llevó a sus hijas del lugar mientras el fortín se negaba a abrirle las puertas al soldado herido, ante la posibilidad, inexistente, de que otros indios estuviesen esperando esa oportunidad.


    Y allí quedó Pizarro, desangrándose lentamente, mientras las cinco mujeres del fortín, también víctimas de sus atroces golpizas, lo observaron hasta que expiró y se lo comenzaron a comer los cuises del desierto.

    Las venganzas de las tres mujeres: Maitén por haber sido violada a los 11 años, Mailén por haber sido violada y Patricia por la muerte de su padre; fueron consumadas.




    Capítulo 10: De polleras multicolor, cartas, runas y un espantapájaros


    Sin poder hacer nada más, debido a la herida en el muslo de Patricia, el grupo ranquel abandono la zona del fortín en busca de alguien que supiera algo de heridas. Mailén ya había visto como una simple herida hacía que el enfermo comenzara con fiebre, incluso que los músculos se le tensaran tanto que los huesos llegaban a quebrarse y a los pocos días muriera.

    Mailén sabía que su amigo, el maestro, podía ayudarlas, pero se encontraba a tres días de caballo de allí, así que luego de mucho pensar se acordó de la familia gitana. Ella vio como los gitanos se ganaban la vida no sólo vendiendo cosas aquí y allá sino distintos frascos a los que les llamaban elixir de la vida. Por supuesto que Mailén sabía que la verdadera magia no existía, pero hacía ellos fueron.

    Llegaron luego de terribles 12 horas de cabalgar, terribles por los dolores que ya tenía Patricia. Al bajarla su vestido de vivos colores quedaba opacado por el de las gitanas. Patricia llegó más parecida a un espantapájaros que a un ser humano.

    Allí estaban todos. Los padres Pedro y Maira, su hijo Manuel y sus seis hijas Dolores, Paloma, Ángela, Magdalena, Lucía y Rocío.

    Maira hizo que acostaran a Patricia dentro del carromato y la desnudaran. Como notó que tenía mucha fiebre le pidió a Manuel que fuera a buscar abundante agua al arroyo para sumergirla en una vasija grande y larga que ellos llamaban bañera y luego de unos minutos la volvieron a sacar para acostarla en un camastro a la sombra de un ombú, que era donde vivían.

    Lo más difícil venía ahora. Maira pidió que la sujetaran porque eso le dolería mucho y no tenía lo que en Europa llamaban éter u opio para adormecerla. Así mientras Maitén le sostenía la cabeza; Mailén la pierna derecha herida y Manuel la otra, y Nahuel y Lebián un brazo cada uno, Maira comenzó a pasarle un cepillo con energía. El dolor era tan intenso que Patricia primero los mandó a todos con Gualicho y todavía faltaba lo peor, Maira le puso sal y luego volcó esa bebida que ellos tomaban que se llamaba whisky, bebida muy rica, aromática y con mucho alcohol. Nahuel preguntó si estaban emborrachando a algún dios de Europa, pero José le respondió que era para matar, de ser posible a los microbios. De todos los ranqueles las únicas que conocían lo que eran los microbios eran Mailén y Patricia, el resto creyó que eran demonios.

    Finalmente, Maira luego de haber cepillado bien la herida y hecho sangrar varias veces para, según decía, arrastras a los microbios, la vendó con trapos muy blancos y muy limpios.


    Manuel, aunque europeo trashumante y por lo tanto conocedor de muchas mujeres hermosas quedó sorprendido de la increíble belleza de Patricia a quien no había visto nunca. Así que cuando ella dormía, él se acercaba con sus dedos largos y huesudos y le acariciaba suavemente el cabello rojo como una tarde húmeda de primavera, hasta que una tarde no lo soportó más y se acercó a ella para darle un beso. Sin embargo, ese movimiento hizo que el catre se moviera y la pierna enferma de Patricia le doliera, por lo que ella se despertó súbitamente. Manuel nunca había besado a una mujer grande, eso le parecía Patricia, de modo que cuando Patricia abrió sus enormes ojos verdes, él se asustó y salió corriendo hacia el arroyo.

    A todo esto, los silenciosos y tímidos, Nahuel y Lebián, a quienes habían mandado a cuidar a Jazmín y Guillermito, pasaban el día con Lucía y Rocío quienes ya andaban por los 8 y 9 años. Los hermanitos veían a las nenas con simpatía, pero no se animaban a nada, por lo que fueron ellas quienes tomaron la iniciativa. Se alejaron unas varas del carromato y acercándoles los labios en forma de trompita les dieron sendos besos, y esa fue la primera vez que Lebián besó a una chica, y Nahuel lo acompañó. Lo que ellos no contaban era que Jazmín de 6 y su primo Guillermito de 9 por imitarlos hicieron lo mismo. Pero eso nunca se lo contaron a sus hermanas.


    Mailén, que estaba de nuevo visitando a la familia gitana, vio como éstos se sorprendían al ver a un personaje que, si bien sabían de su existencia, pensaron que los relatos se quedaban cortos: un gaucho.

    El hombre, solitario por naturaleza, ya que solían juntarse ya mayores, se apeó del caballo y comenzó con paciencia la construcción de un rancho que le llevaría, según él, unos tres meses de trabajo. Sin embargo, Mailén, que ya había visto otros, se sorprendió de que este rancho tuviera su puerta de entrada apuntando al este, ya que la solían orientar hacia el sur y no era posible que un gaucho estuviera desorientado. Luego de interrogarlo la respuesta fue simple, se venía el Pampero con gran cantidad de lluvias.

    Los gitanos quisieron saber si eso era importante y el gaucho sin esperar la intervención de la indiecita les contó que cuando el Pampero viene con lluvias, ya que también puede venir seco y por ende traer incendio de pastos altos, trae consigo inundaciones. Por supuesto que le preguntaron porque construía su casa hecha de adobe si sabía que venían inundaciones. La respuesta era simple. A pesar de que la llanura parecía igual por todas partes en algunas de ellas la tierra formaba lomas de algunas pocas varas de altura por lo que esperaba que el agua discurriera por otros lados, ya que de no hacerlo se llevaría hombres, casas y animales.


    Aunque Mailén ya había escuchado sobre la resurrección de Mamaquilla, es decir la madre Luna, una antigua costumbre inca durante los eclipses, la cual consistía en hacer mucho ruido con los morteros al macerar el maíz, pues creían que la luna los podía escuchar, y así despertarla de su negro sueño, no estaba preparada para lo que esa noche sucedería.

    Desde varias noches atrás se podía ver nítidamente, gracias a la profunda oscuridad de La Pampa cuando hay luna nueva, como una estrella se iba agrandando hasta que finalmente un jueves por la tarde cayó sobre la inmensidad pampeana.

    Como se pudo ver claramente desde todos lados, el meteoro para unos, o pedazo de cielo para la mayoría, cayó causando gran destrucción incendiando incluso el follaje de 1 ombú, muy extraño ya que ni la madera ni las hojas de estos se pueden prender fuego. El resplandor, luego del impacto, se podía apreciar desde varias leguas y hacia allí fueron un nutrido número de curiosos. Mailén, aún no sabe por qué, se quedó a una legua, distancia que no le permitía saber qué fue lo que cayó, pero sí ver la luminiscencia azul que el objeto desprendía.

    Con el correr de los días se pudo observar como la luz del objeto decrecía hasta que finalmente quedó oscuro. El objeto, que tenía la forma de un huevo de ñandú, estaba enterrado en su mayor parte, su altura era la de un niño. Dado que Mailén era una joven de apenas de 16 años no fue escuchada, algo había en ese objeto que a ella no le gustaba y la razón la asistió cuando un par de indios, que lo tocaron aparecieron con extrañas quemaduras por toda la piel. Incluso alguno quiso levantar un pequeño trozo y no pudo de tan pesado que era.

    Muchos años después Mailén supo que el objeto se componía de Uranio. Esa era la razón de su peso y porque un año después de haber caído se hundió en el blando humus pampeano. También supo que el objeto pudo haber estallado de tal forma que hubiera hecho desaparecer a La Pampa. Pero en esos tiempos muy pocos, incluidos los Huincas, conocían el poder destructivo del Uranio.




    Capítulo 11: Breve historia de un asesino


    Si bien la mayoría de los sujetos de a pie que aparecían por La Pampa eran gente pacífica, a veces asomaba la nariz uno que otro asesino. Este fue el caso de John Hilton. Un norteamericano que huía de su país a causa de su sentencia muerte en la horca. Había asesinado, por pura diversión, a una treintena de hombres, mujeres y niños, todos ellos exclusivamente negros, indios o chinos, a los que no consideraba personas. Así, al apearse con sus dos pistolas en medio de La Pampa, esperaba que la suerte, en un país en que la justicia no tenía patíbulo alguno, le diera la oportunidad de encontrarse con algún integrante de esas razas inferiores para poder seguir divirtiéndose.

    Cabalgando a la deriva, como era su costumbre, divisó un pequeño y miserable rancho que disfrutaba de la sombra de un grupo de álamos. Al llegar a él vio a un negro que junto a una niña estaba asando un par de conejos. El negro, un hombre bonachón, lo invitó a comer, cosa que hizo. Pero al terminar la cena y sin ningún aviso, desenfundó una de sus pistolas y le atravesó la frente de un tiro. La nena intentó huir, pero pronto le dio caza pues con ella haría algo especial, la colgó de uno de los álamos y usando su látigo de cuero trenzado la azotó hasta desollarla viva dejando que su hermosa piel negra mostraba el rosa del descarne, la pequeña no soportó más que unos 10 latigazos y decepcionado de que el espectáculo durara tan poco acribilló su cuerpito a balazos y se retiró sin ningún remordimiento. Después de todo sólo era una negra.

    Cambiando la leña del fuego que despedía muy poco humo, usó otra que lo hacía en forma espesa. Esto hizo que media hora después llegara una partida de indios. En este caso, escondido dentro del ranchito, comenzó a disparar siendo su puntería tan certera que con sólo 6 balas mató a los cuatro indios.

    Envalentonado por la suerte, ya que nunca había podido matar a 6 personas en un mismo día, Hilton, luego de un descanso de dos días, salió a buscar una nueva víctima. En esta ocasión, debido a la enorme extensión del desierto, esta se hizo esperar, sin embargo, no fue cualquiera.

    Machén, como era su costumbre, salía a merodear la zona cercana a su toldería, en busca de alguna pieza que cazar. Debido al calor de enero, no era inusual que los pastos se prendiesen fuego. Aunque muy pocas personas lo habían visto, él por su espíritu observador, sí. Se trataba del rayo de sol. Esto, que para un huinca era incomprensible, se trataba de un extraño efecto atmosférico. Aunque en el cielo no existiera ni una sola nube, de pronto caía un rayo que prendía fuego los pastos ya resecos por el sol y, en consecuencia, debido al gran calor, convertir a los pastos en una enorme bola de fuego. Aunque Machén, como indio analfabeto que era, no supiera nada de electricidad electroestática, sí sabía que cuando los pelos de sus brazos se levantaban de su piel, sea bajo una tormenta o, como ahora, bajo una aparente absoluta sequedad, que el rayo estaba por caer bien cerca de él y por lo tanto se debía arrojar furiosamente al suelo.

    Sin embargo, la primera detonación que escuchó fue la de una de las pistolas de Hilton, quien, al verlo solo en la inmensidad, aprovechó la ocasión para matarlo. Machén sintió como que una flecha le atravesara el muslo derecho y se arrojó al suelo, con la leve esperanza de que la cortina provocada por el calor que difuminaba los objetos, mimetizara su cuerpo con el pasto.

    Maitén, que estaba lavando ropa en el jagüel, también escuchó el disparo, así que montó una yegua y salió hacia donde éste había sonado.

    A pesar de los deseos de Machén, Hilton lo encontró pronto, y sin darle ninguna oportunidad le disparó seis veces, y como si del despegar de su alma se tratase, el demorado rayo cayó en la soledad de La Pampa, convirtiendo el pasto seco en una vorágine de fuego, de tal forma que incluso un asesino como Hilton entró en pánico y, perseguido por las llamas, huyera despavorido.

    Maitén pudo escuchar los disparos perfectamente, y a contrapelo de ser la próxima víctima salió en busca de su padre. Una de las cosas que cualquiera sabe en el desierto, es que el pasto se quema muy rápidamente convirtiendo el amarillo pasto en una superficie negra y cenicienta. Por eso Maitén encontró rápidamente el cuerpo exánime y carbonizado de su padre, y allí mismo se juró que no terminaría ese día sin que el asesino pague su crimen. Lo que ella no sabía, cuando salió a buscarlo, era que Hilton también había sido víctima del fuego.

    La búsqueda no duró mucho, no sólo por la sencilla razón de que ambos se buscaban, sino porque el cuerpo de Hilton emanaba un fuerte olor a carne asada. Así cuando un sol de furioso rojo se estaba poniendo en el horizonte, ambos estuvieron frente a frente. Hilton pensó que con su sola presencia Maitén huiría del lugar por lo que ni siquiera pensó en ubicar a su caballo en busca de más municiones. Aunque quemado en buena parte de su cuerpo, sus quemaduras no eran de gravedad, por lo que, estando Maitén a sólo tres metros, sacó su puñal para terminar con ella, a lo cual ella respondió del mismo modo.

    Ambos sabían que sólo uno vería un nuevo día. Sorpresivamente Maitén con la idea de poder saborear mejor su victoria, se acercó aún más a Hilton que hacía figuras en el aire con su puñal. En un salto, Maitén tomó las muñecas de Hilton, con la finalidad de eliminar el peligro de la filosa hoja. Hilton trastabilló y cayó de espaldas al suelo, lo que lo hizo bramar de dolor, como reacción le tiró una puñalada con la intención de atravesarle los intestinos, pero como Maitén dio un salto hacia atrás sólo le rozó la entrepierna haciéndole un corte transversal en ambas piernas. Maitén sabía el principal punto débil de su oponente, sus quemaduras, así que su primera acción de ataque fue clavarle las uñas en la espalda y rasguñársela. Aunque el primer impulso del yanqui fue el grito, lo reprimió para sacar un furioso golpe de puño que dio de lleno en el pómulo de la india. La respuesta fueron dos violentos rodillazos el primero en los testículos, y cuando el hombre reculó, otro en la boca del estómago. Así Hilton, sin respiración, apretó de nuevo la empuñadura de su puñal para volver a intentar apuñalarla, cuando un nuevo rodillazo le partió la nariz haciéndole saltar varios dientes. Esto lo hizo entrar en una furia asesina que lo determinó a acabar de una vez a la india, entonces se abalanzó sobre ella, pero ésta se esquivó por lo que aquel terminó en el suelo. La aparente desventaja de Maitén de no tener puñal no la amilanó en ningún momento así que cuando Hilton se dio vuelta le pegó una patada que dio de lleno en la laringe destrozándosela. Hilton ya no pudo respirar por lo que sólo pudo asistir a como Maitén con un método feroz le iba quebrando una a una todas las costillas a patadas.

    Allí terminó la aventura de John Hilton. Maitén apenas con un corte en sus piernas.




    Capítulo 12: De rezos, ángeles, duendes y hadas ranqueles


    Juan era un joven seminarista que terminó siendo echado por hereje. Así que, como muchos otros, salió al desierto a predicar.

    Su espíritu evangélico duro mucho menos que un cirio pascual, cuando un amanecer en que tocaba su flauta vio acercarse a dos mujeres que en su delirio místico confundió con ángeles. Una era pelirroja de ojos profundamente verdes, la otra de piel cobriza de pelo y ojos oscuros. Por supuesto que de ninguna manera pudo suponer que eran medio hermanas, una vestida con prendas de vivos colores, la otra con simple vestido de tela de sarga, chaqueta y pollera, que había podido comprarle a un tendero trashumante. Claro que se trataba de Patricia y Mailén a quienes muy pocas veces se las veía juntas.

    Mailén, que odiaba a los huincas, pero que no podía negar su media sangre, se acercó al joven para conocerlo, quien seguía tocando su flauta como si con ello pudiera obtener las gracias del cielo, tanto era el miedo que le inspiraba el, para él, bello y recio cuerpo de la india. Los fuertes perfumes de mujer de las hermanas turbaba al muchacho quien al no vestir hábito no podía evitar que se viera por debajo de su pantalón militar, que le habían obsequiado los soldados del fuerte, su enorme excitación.

    Mailén le preguntó si conocía a un tal Juan Carlos Robles. El joven como era la primera vez que estaba en el desierto no entendió las palabras cruzadas de castellano y ranquel, pero la india, acostumbrada, le volvió a repetir la pregunta en forma pausada.

    El joven, aunque no estaba seguro, le respondió que sí. Que lo había visto ayudando a un maestro a construir una pobre escuela a unas diez leguas al norte de donde estaban. Mailén deseosa de volverse a encontrar con el único hombre que amaba, lo dejó con la palabra en la boca.

    Cuando Mailén llegó, Juan Carlos sólo le preguntó si alguna vez pensaba vestirse. Ya que, aunque Mailén no lo supiera le habían vendido sólo ropa interior. Y por primera vez en su vida Mailén, no sólo sintió pudor, sino que se hizo el propósito de conseguir un vestido algo más cristiano. En realidad, Juan Carlos estaba celoso que Mailén hubiera estado, aunque nadie se lo hubiera dicho, con tantos hombres mientras que él apenas con una media docena de mujeres una mulata, dos indias, dos prostitutas, una polaca y la otra china, y la que su familia deseaba que fuera su esposa, una porteña emparentada con la familia de San Martín. Por ese motivo, con algo de ingenuidad, ideó un castigo para Mailén. A tal fin la invitó a ir a un arroyo algo alejado de la escuela. Donde le haría pagar tantos celos que le había hecho pasar.

    Mailén decidió que por primera vez dejaría que Juan Carlos hiciese con ella lo que quisiera. Así Juan Carlos la tomó con suavidad y cuando Mailén daba síntomas de acercarse a un orgasmo le volcó las rodillas hacia la cara comenzó a libarla como una abeja a una flor. Así Mailén que siempre era tomada con energía tuvo un violento orgasmo sólo a causa de la dulzura de Juan Carlos.

    Mailén no comprendía porque al volver a la sombra de la alameda donde estaba funcionando la escuelita todo le daba vueltas, quizá fuera, pensó, porque por primera vez le habían hecho el amor tal como supo años más tarde lo llamaban los ingleses.

    Era el mediodía y Roberto, el maestro, había hecho unas liebres asadas. Allí éste le mostró a Mailén algo que para ella sería un tesoro de por vida. Mailén debido a su vida salvaje en el desierto, desde aquella oportunidad en que el orgulloso maestro le entregó un papel en el cual decía que había cumplido con el ciclo primario, título que en aquellos tiempos constaba de cosas muy distintas de las que luego, bajo el gobierno de Sarmiento, serían enseñadas, Mailén no había tenido la oportunidad de volver a leer. Por lo cual esa docena de libros no sólo le llamaron la atención, sino que le cambiaron la vida. El pequeño catálogo estaba compuesto por El Quijote de Miguel Cervantes de Saavedra, Frankenstein de Mary Shelley, quizá una de las pocas copias en castellano en el país; El Decamerón de Bocaccio; Las Mil y Una Noches, un anónimo árabe; Romeo y Julieta de William Shakespeare; La Ilíada de Homero, Fausto de Göethe, Las Tragedias de Sófocles, Poemas de Catulo, un extraño libro de letra muy pequeña con la obra completa de Sor Juana Inés de la Cruz, La República de Platón y varias comedias de Plauto.

    Mailén, ansiosa, no terminó de comer y se retiró con la bolsa de libros para sentarse en un tronco a la sombra de un ombú y comenzar a leer. Desde la improvisada mesa Roberto le gritó que comenzara por Antígona y Romeo y Julieta, los cuales sabía que los leería en un par de horas al cabo de las cuales volvería con un montón de preguntas. Además, le recomendó que, entre libro y libro, los que ahora serían extensos, dejara pasar unos días para poder meditarlos

    Mailén que no sólo sabía leer con rapidez, sino que tenía una memoria prodigiosa sólo tardó en leer la Ilíada de Homero en un día, trayéndole el problema a Roberto para que le explicara quienes eran todas personas y donde habitaban esos dioses. Roberto tardó en hacerle entender que todos eran producto de la imaginación de Homero. De allí a la iluminación de Mailén pasaron apenas unos minutos. Ahora estaba segura que, si esos dioses sólo eran pura imaginación de alguien, de la misma forma los dioses cristianos y sus propios dioses también lo eran, incluso los dioses ranqueles a quienes les pedía por mejor vida. Sin embargo, logró admirar a esos personajes.

    Desde aquella vez en que se habían tenido que enfrentar con Pizarro, que Patricia no la veía a Mailén y desde entonces estuvo turbada. ¿No merecía, acaso, la muerte ese hombre? Necesitaba hablar con Mailén. Y luego de mucho cabalgar por los sitios donde se la podría encontrar, por fin, la halló en la escuelita. Mailén se hallaba absorta en la lectura de tal manera que parecía que estuviera del otro lado de las amarillas páginas de los gruesos libros. Tal concentración le llamó la atención a Patricia que le preguntó el motivo. Mailén en lugar de alguna respuesta de palabra la llevó directamente a la fuente, Roberto, para que este le enseñase esa nueva forma de leer.

    – Después de todo, no es posible que una pelirroja de ojos verdes no sepa de sus antepasados europeos; le dijo

    Sin que hubiera pasado una hora, Roberto ya estaba enseñándole los mismos libros a Patricia.


    Al mes siguiente Mailén llegó hasta Roberto para confesarle que se hallaba confundida. No había podido entender cabalmente todo lo que había leído.

    Roberto, sonriendo, le dijo: “No te preocupes, muy pocas personas logran hacerlo. Sin embargo, yo que no soy adivino, creo que con el tiempo lo podrás hacer…” y haciendo una larga pausa para que Mailén se intrigue aún más “…Juanita”

    – ¿Por qué Juanita? Preguntó Mailén.

    – Por Sor Juana una de las mujeres más inteligentes que nació en América, sino la más.

    Mailén estuvo de acuerdo, especialmente por eso “solamente lo que toco veo”.


    Luego del incidente del fortín, éste recibió la visita de un personaje a quien Mailén sólo conocía de oídas, el coronel o capitán, no lo sabía bien, Lucio Victorio Mansilla. Quien se preparaba para irse a una guerra contra los guaraníes o los paraguayos, tampoco lo sabía bien. Pero luego de pensarlo un poco se dijo:” No, si no está en guerra con los ranqueles, ¿Por qué habría de estarlo con los guaraníes?”

    Como joven oficial lo habían enviado a recorrer los fortines de la zona de San Luis de donde llegaban alarmantes noticias de gran desorden. A Mansilla, pero no así a sus superiores, no le preocupaba el comercio con los indios, pero sí los hechos de violencia que ponían en riesgo la frágil paz con ellos, previendo que una excusa siempre es bienvenida para la guerra. No hacía mucho que la debacle había hecho que Don Manuel de Rosas se tuviera que exiliar en Londres, poniendo fin a una larga y productiva paz con todas las naciones indígenas. Paz sostenida, claro con el sable y el cañón, que él no había usado. Así que el hecho más relevante era su salvoconducto para que Charles Darwin pudiera visitar algunas tolderías como parte de su viaje a bordo del Beagle.


    Mansilla envió a un soldado hasta las tolderías de Rosas, pero al no hallarla volvió sin más. Sin embargo, alguien le sugirió que quizá estuviese en una escuela a sólo unas diez leguas, y allí el soldado la encontró. Aunque Mailén tenía una gran desconfianza, con él fue.

    El encuentro fue memorable, al menos para ellos. Es cierto que no figura en ningún libro, pero Mansilla se sorprendió de la belleza de Mailén quien ahora vestía algo así como una camisa y una pollera. Y una nena de unos 3 años que era igual a ella.

    La primer pregunta de Mansilla fue a boca de jarro:

    – ¿A cuántos soldados mataste?

    – Por ahora, sólo a uno, mi padre.

    Mansilla pudo escuchar como desde el fortín alguien gritó

    – Se lo tenía merecido.

    Sin embargo, como no se mata a un padre todos los días, Mansilla pidió detalles los que Mailén hizo en pocas palabras.

    Mansilla la invitó a comer dentro del fortín, pero Mailén, teniendo en cuenta lo que había sufrido dentro de uno de ellos, se negó.

    – Te tengo un trabajito. ¿Querés llevar a todos los chicos de la toldería a vacunar a Córdoba?

    Mailén, que había escuchado algo de eso, aceptó, aunque se preguntaba porque habría de ir tan lejos.

    – ¿Y porque no lo hacés vos? Preguntó Mailén no por negarse sino por saberlo.

    Todos sabían que entre Mansilla y el cacique Rosas había una extraña relación, casi familiar. Mansilla era sobrino de Don Juan Manuel y Mariano, merced al haber sido alguna vez capturado por los soldados de Rosas y haber estado algún tiempo, forzado más bien preso, su ahijado. Así que para los cristianos era Mariano Rosas, pero para los ranqueles Panquitruz Gené. Es decir, Mailén y unos cuantos, los nombraban de acuerdo con quien hablaban.

    – Es que por ahora las cosas no están bien, pero quien te dice que algún día, ¿No?

    Mansilla que le vio la mirada le contó:

    – Porque sólo en las grandes ciudades se dan las condiciones para hacer y conservar las vacunas.


    Mansilla de mente abierta, sabiendo que cuando Mailén estaba en las tolderías era una capitaneja respetada, se preguntó si alguna vez ella sería cacique. Sin embargo, recordando, no tenía memoria de que alguna vez en América alguna mujer hubiera tenido tal honor. Ni los Incas cuyos soberanos eran, como también lo acostumbran los egipcios, hermano y hermana, dejaban descansar en ellas el poder. Así mientras que en los viejos mundos había reinas, princesas o emperatrices, en América sólo consortes o confidentes. Estaba claro que, aunque para él sería una buena cosa, por ahora ninguna mujer sería cacique de tribu alguna, o presidente para el caso de los cristianos. Pero vaya a saber lo que el futuro se traiga. ¿Acaso Isabel no tenía más poder que Fernando?

    Así Mailén salió para recoger unos 50 niños de las tolderías de los 500 para los que estaban previstas las vacunas. Es decir, Mailén tuvo que hacer 10 viajes donde pudo, a contrapelo de la buena voluntad de Mansilla, comprobar el desprecio que los cordobeses sentían por los indios. Pero teniendo en cuenta lo importante de la encomienda cerró su boca.

    Durante uno de sus viajes Mailén se cruzó con un soldado que llevaba un regalo, según éste dijo, para algunos capitanejos de Baigorrita, eso teniendo en cuenta el desprecio que había vivido le llamó la atención, pero siguió viaje.

    El resultado fue que una terrible epidemia de viruela negra mató a 200 indios del cacique Baigorrita y si no lo hizo con él fue debido a él mismo había estado al borde de la muerte y ahora estaba inmunizado, palabra que Mailén a pesar de ser una gran lectora aún no conocía.

    Tanta rabia tenía que fue a increparlo al mismo Mansilla. Éste le tuvo que contar que no era la primera vez que eso se usaba como arma de guerra. Le contó, por ejemplo, como Hernán Cortés pudo conquistar México a causa de una epidemia que mató al mismísimo Moctezuma, como en la edad media arrojaban pedazos de muertos de alguna peste a las ciudades sitiadas.


    Un nuevo personaje vino a aparecerse por el desierto y como si, por compensación a la muerte de Pizarro se tratara, era tan siniestro como éste. El individuo que se llamaba Alfonso Hernández era la cuarta generación de prósperos comerciantes porteños. Su bisabuelo había luchado por los realistas durante toda la guerra de la independencia, sin embargo, debido a la necesidad económica este hecho le fue perdonado. Su abuelo había trabajado con Bernardino Rivadavia y se había beneficiado comprando bonos de la famosa enfiteusis a muy bajo precio. Su padre había entablado relaciones comerciales con Rosas quien no le perdonaba el pasado realista a la familia, pero sin embargo por ser muy hábil para los negocios lo puso en la administración de sus saladeros. Hay quienes dicen, pero nadie lo puede confirmar, que tuvo un papel fundamental en la apropiación inglesa de las Islas Malvinas. Así con semejante prosapia, este hombruno, venía a tomar posesión de lo que, según él decía, le pertenecía, casi toda la Pampa.

    El citado hombre no se vino sólo sino con una buena cantidad de personal, entre los que se contaban unos 50 soldados propios. Número importante si se tiene en cuenta que los fortines casi nunca pasaban de unos 25 hombres.

    Y si lo nombramos en este lugar es porque era un experto en las malas artes guerreras. Y como tal su primera acción fue hacerle llegar una carta a los principales caciques que se encontraban, del fortín que estaba haciendo construir, a unas 150 leguas. La carta era sumamente lacónica. Les decía que se fueran de sus propiedades hacia Chile. En verdad, aquí se abriría un debate político mucho más adelante. Por un lado, él tenía en su poder documentos firmados por Rivadavia que efectivamente lo hacían dueño de lo que decía, pero por el otro ni siquiera el hábil negociador que era Rosas nunca lo refrendó. Por lo que se habría una dicotomía jurídica.

    Por supuesto que las cartas, aunque tenían escritas las palabras que él quería, llevaban como si de Caballos de Troya se tratasen, otra cosa que ya conocemos: el terrible virus de la viruela negra, método que no por repetido seguía siendo practicado con éxito. Por suerte en este caso por el simple hecho de que el único que sabía leer era un tal Pérez, un cristiano amancebado con una india que habiendo sido soldado sabía leer y escribir, y por lo tanto leyó la carta y como buen sabedor de las verdaderas intenciones la quemó de inmediato. Y en cuanto al resto de los destinatarios no la recibieron por la simple razón de que nadie sabía leer. Es decir, el atentado de Hernández quedó en la nada.

    Este hecho lo enfureció tomando decisiones más drásticas. La primera de ellas el secuestro. Lo que pretendía era romper la frágil tregua en que el ejército se encontraba. Le sonaba muy mal la actitud ambigua que hallaba entre los soldados de los fortines, aunque entendía sus razones. Los indios la más de las veces comerciaban vendiendo cueros de toda clase a precio vil a cambio de tabaco, alcohol, especias, café o azúcar. Rara vez se les vendía armas.

    Así que Hernández sacó a patrullar a sus irregulares hasta que encontraron a un grupo de 6 indios que pescaban a la orilla de un río. En virtud de la paz que transitoriamente reinaba los indios fueron con ellos. Al llegar al nuevo fortín Hernández ordenó algo que a sus propios soldados les pareció extraño, los hizo trasladar hasta sólo 10 leguas de la toldería de un cacique menor, y allí los hizo atar a sendas cruces a fin de que eso sirviera de escarmiento. Escarmiento que los soldados tampoco lo sabían. La cuestión era que allí los dejaron al desamparo de las fieras donde tras una agonía de 4 días los pobres murieron de sed.

    Y allí hubieran quedado por mucho tiempo a no ser que desde la toldería del cacique Luminel algo así como un sobrino de Painé y por lo tanto pariente del aún joven Mariano Rosas, se podían ver a los buitres volar alrededor de los cuerpos.


    Esto, que era una provocación, produjo un estado de asamblea entre la confederación ranquel, en la que primó la cordura por el informe de algunos de los espías de Baigorrita: Este individuo no era parte o mandadero del ejército. Por lo tanto, se debía tomar venganza de alguna forma que no repercutiera en las relaciones por demás frágiles con el ejército quien contaba con armas que los ranqueles no tenían.

    Bien era sabido que los ranqueles tenían pavor a casi todas las enfermedades, debido no sólo al viejo dicho de no tener defensas para ellas, sino al hecho de no tener ninguna clase de medicamentos, salvo claro, sus remedios ancestrales a base de yuyos, algunos de los cuales eran realmente efectivos para algunas enfermedades.

    Sin embargo, a causa de haberla sufrido durante miles de años había una enfermedad que hacía menos estragos entre los indios que entre los cristianos: la sífilis. Así que Baigorrita contraatacó.


    En una de sus tantas salidas, los irregulares de Hernández cercaron a un grupo de indias jóvenes y hermosas, que estaban lavando ropa en un jagüel cercano al toldo de Baigorrita y tomados por lujuria en lugar de llevarlas cautivas tuvieron sexo con ellas. Aquí vale la aclaración de la palabra “hermosas” ya que para los huincas no todas las ranqueles eran hermosas y por lo tanto atractivas como lo eran estas 12. Así que, como ya se dijo, el grupo de unos 50 soldados salía a frecuentar a las indias en número de 10. Y así lo siguieron haciendo sin preguntarse porque las indias no desaparecían, hasta que la verdad se presentó con su cara de hereje: las indias enviadas por Baigorrita estaban infectadas de sífilis, y lo que para ellas era una larga y crónica enfermedad que las haría morir jóvenes, para los soldados fue una etapa aguda.

    Al principio éstos trataron de ocultar la realidad a fin de que sus contratos con Hernández no fueran rotos, pero cuando los dolores comenzaron a ser agudos no pudieron esconderse. Para colmo, la enfermedad ya había sido propagada al resto del fortín, salvo a tres jóvenes mulatas que Hernández tenía como esclavas sexuales y que nadie se atrevía a tocar.

    Hernández hizo las cuentas. Despedir y contratar un nuevo contingente le costaría una buena cantidad de libras, única moneda que él reconocía, por lo que, atrincherándose con sus forzadas amantes, sólo esperó el final anunciado. De paso podía descontar de los sueldos a pagar una buena cantidad de paliativos, que sólo eran eso, sin ninguna posibilidad de remisión.

    Si la aventura hubiera constado de un intercambio sexual con las indias, Hernández los hubiera, de haber podido, mandado a fusilar. Pero ahora disfrutaba verlos morir de a poco. Esperaba que la afrenta de haberse unido a esa raza inferior fuese conocida por muchos otros fortines. Lo que no se puede saber es si los mismos soldados, antiguos confidentes de Hernández, sabían del regocijo de éste al verlos morir lenta y miserablemente.

    Los que saben en carne propia lo que esta o cualquier enfermedad venérea hace sufrir al enfermo, saben lo que significa estar obligado a montar un caballo. Los otrora fuertes jóvenes ahora devenidos en escuálidos fantasmas estaban obligados por Hernández a la patrulla diaria, de las cuales alguno, de vez en cuando no volvía. No había sido el enfrentamiento con los salvajes, ni el ataque final de la enfermedad, sino el suicidio, 12 de los soldados habían decidido terminar con sus sufrimientos disparándose un tiro de fusil por la boca.

    Los ranqueles, que sabían lo que en el fortín estaba pasando, tomaron cierta distancia para no verse involucrados. Sabían que Hernández no podía aducir que Baigorrita los había mandado a infectar por dos motivos, uno, que las indias no se aparecieron en el fortín en forma directa y la otra que ese mismo método, es decir, por medio de la viruela, era usada por los huincas. De modo que lo que sucedió fue obra del destino.


    Mailén hacía el recorrido entre la escuela y su toldo por un sendero conocido. Tanto que ella lo había bautizado, a la usanza cristiana, camino de los Ángeles. No porque Mailén creyera en ellos sino por los nombres de sus hermanos muertos en aquella desdichada tormenta, quienes, como ya dijimos, tenían nombres de ángeles cristianos pero sonaban a ranquel.

    Cuando cruzaba por ese sendero fue avistada por una partida de 10 de los irregulares de Hernández quienes, sin siquiera dar la voz de alto, comenzaron a disparar contra ella, quien rápida escondió su cuerpo detrás de Bucéfalo, su malacara, nombre de un caballo que ella, en sus recientes lecturas, sabía que se llamaba el de un tal Alejandro Magno. Por desgracia, Bucéfalo, no murió a causa de flechas o lanzas, sino de los 8 disparos de fusil que recibió en su flanco izquierdo, quedando su jinete indefensa y a pie.

    Mailén, luego de pensar en Jazmín y de quien se haría cargo de la nena si ella moría, sabía que si no actuaba rápido la próxima descarga haría blanco en su cuerpo, así que huyó a esconderse en un pajonal que tenía a menos de una cuadra. Si alguna vez pidió que sus pies tuvieran alas como los de Mercurio o Aquiles, esta fue la ocasión, pero, por supuesto, lo único que sus pies desnudos tuvieron fueron las gruesas espinas de espinal que se le cruzó en el camino antes de poder esconderse entre la paja brava.

    El dolor de sus pies sangrantes la invitaban a gritar y llorar, pero su orgullo ranquel le hizo tragarse las lágrimas. Allí esperó para ver que más pasaría. Al rato sintió como las patas de los caballos, quebrando el espinal, se acercaban, lentamente, a ella. De pronto, y sin saber qué otra cosa hacer, se acordó de las piedras que el maestro le había regalado. Así, comenzó a rasparlas bien cerca de una mata seca hasta que, finalmente, las chispas la prendieron fuego. Sin embargo, Mailén estaba aún muy lejos de la salida del laberinto que implica un pajonal de paja brava y cardos, así que no sabiendo si podría salir de él comenzó a caminar, lo más que le permitían las espesas y altas matas en sentido contrario a la leve brisa y a medida que el fuego aumentaba y avanzaba, no siempre en sentido del viento, sus piernas cansadas y sus pies heridos la llevaban hacia algún lado. Era la primera vez que caminaba sin saber si podría salir con vida de un pajonal.

    Los irregulares, aunque ya habían visto las llamas, se lanzaron hacia donde suponían estaba la ranquel. Primaba en ellos más el odio que el instinto de autoconservación. Así, enajenados, se lanzaron a cazarla, confiando que sus caballos los protegieran del fuego. Y, aunque ya parecía imposible, lograron salir del fuego, sus caballos horriblemente quemados y ellos sólo en sus piernas, debido a su pericia que les permitía cabalgar de pie sobre sus monturas.

    Mailén al ver esto, sin embargo, no se permitió entrar en pánico y siguió corriendo, hasta que su paso se vio interrumpido por una laguna pestilente, y aunque la razón le decía que la evitase, sus desesperados deseos de alejarse de la partida la hicieron entrar en ella.

    Los soldados ahora la podían ver claramente, así que, olvidándose del fuego del pajonal, que seguía avanzando cada vez más lentamente, se internaron en ella, para desesperación de la india que ya casi desfalleciente del olor nauseabundo de la laguna, llegaba a la otra orilla con cada vez menos fuerzas cayendo rendida a unas pocas varas; y, cuando ya llegaban al mismo centro de la laguna, una pirita de fuego entró en la laguna convirtiéndola en un infierno.

    Lo que Mailén ni ellos sabían era que el olor nauseabundo era provocado por los que algunos llamaban el gas de la muerte. Si bien el fuego se consumió mucho más rápido de lo que lo hace el pasto seco, la temperatura es mucho más alta, por lo que los soldados y sus caballos perecieron al momento, no sólo las llamas quemaron sus cuerpos, sino que respiraron fuego.

    Una hora o algo así, pensó Mailén, se despertó sin saber qué era lo que había ocurrido. Ignoraba por qué la partida yacía semisumergida y muerta en medio de la laguna. Sólo pensó en buscar con la vista un árbol donde descansar a su sombra.


    Mailén sin casi poder caminar, pero a causa de enorme determinación y fortaleza, se construyó un improvisado refugio a la vera de un arroyo cristalino, muy raros en el humus pampeano y allí comiendo lo poco que podía cazar a causa de sus pies ahora hinchados. Crecían por allí dos plantas que ella conocía, una de hojas grandes y carnosas, la otra de hojas largas en forma de lanza con las que ya antes se había curado heridas menores. La segunda no sólo era buena para las heridas sino eficaz para evitar que la nube de mosquitos que la acechaban la picaran. Así al cabo de tres lunas, aunque algo famélica emprendió el viaje a pie hasta su toldo que se hallaba a unas 100 leguas, y aunque sus pies aún la torturaban pudo llegar hasta los brazos de Patricia y Maitén. Y luego de tantas lunas pudo abrazar a Jazmín a quien ya le habían dicho que su madre quizá estuviese muerta.

    Unas 10 lunas después, ya repuesta y con su nuevo caballo, al que bautizó con el humilde nombre de Azul por la mancha que tenía en su costado derecho, pudo pasar cerca del fortín de Hernández. Allí el olor a muerto emanaba por todos lados, y vio como las matas emergían de él, por lo que se animó a entrar. La recibió una figura moribunda: Hernández. El ahora esquelético hombre había sido abandonado por sus tres esclavas quienes aprovechando su debilidad salieron del fortín montadas en sendos caballos y otros tres de refresco. El hombre estaba tan cerca de su muerte que Mailén ni se atrevió a rematarlo.

    La única forma viva que se veía era una cuarentena de caballos que iban y venían por los alrededores del fortín con absoluta libertad. Mailén pensó que era una pena que tantas provisiones se perdieran, así que luego de atar los caballos cola con hocico comenzó a cargarlas sobre las monturas.

    De pronto su agudo oído escucha el inconfundible sonido del llanto de 1… 2… 3… 4… y, quizá, más niños, que provenía del establo. Caminando con sigilo hacia allí se dirigió. El llanto, ahora ahogado, provenía desde el interior de una parva de heno; así que con cuidado procedió a retirarlo. Tres niñas y dos niños de entre 6 y 10 años quedaron petrificados al verla; tanto el odio que se les había inculcado. Los cinco estaban, a pesar de la abundancia de alimento seco, desnutridos.

    Mailén que era visiblemente rechazada no quiso dejarlos abandonados, así que actuó el papel que ellos buscaban: una india facinerosa que los mataría sino les hacían caso. La actuación surtió efecto porque los niños se entregaron mansamente. Así que los subió a los caballos y emprendió el viaje hacia la toldería, mientras comenzó a elucubrar la forma de ganarse su confianza. Planeó con pura razón un viaje que, de no mediar contratiempos, los haría llegar a Leubucó en dos días.

    Con ingenio armó algo parecido a camitas para los chicos. Aunque sabía que los chicos tendrían hambre no quiso detenerse tan cerca del fortín que los ubicaba aún como blanco de algún fusil huinca.

    Cuando despuntaba el alba puso a descansar a los caballos, apeó a los niños y comenzó a preparar algo de comer.

    Como veía que aún los niños la miraban con odio y temor, volvió a una actuación. Tomando un puñal se lo puso en la mano a uno de los varones.

    – Si me querés matar, vamos, adelante.

    Le dijo con voz inauditamente dulce. Y para que no quedaran dudas se colocó de tal manera de que el niño, de querer hacerlo, podía degollarla.

    Sea que el chico se dio cuenta que matarla era dejarlos en medio del desierto, sea que el chico por fin cayó en la cuenta que Mailén no les haría ningún daño, el chico arrojó el puñal al piso, de modo que Mailén los acomodó para comer.

    Cuando la carne estuvo lista se las acercó sobre una madera al modo del plato, como lo llamaban los cristianos.

    – ¿Qué es esto?

    Preguntó el mismo chico.

    – “Sólo te voy a decir una cosa, ¡comé!”.

    El chico, como si se tratase de comida envenenada, no se animaba a llevársela a la boca, así que Mailén mordió del mismo pedazo, con lo cual el chico, por fin, luego de muchos días, comió y pronto lo siguieron los demás.

    Con el fin de soltarles la lengua les fue preguntando los nombres, su lugar de origen y edad. Así que uno por uno fueron contestando.

    – Mi nombre es Pablo, soy hijo de la cocinera del fortín. Venimos de Buenos Aires y tengo 10 años.

    – Yo me llamo Luis, mi papá era el herrero, también vengo de Buenos Aires y tengo 9 años

    – Graciela, mi mamá, era la costurera, tengo 12 años

    – Julieta, soy hermana de ella, tengo 11

    – Isabel, también soy la hermana, tengo 10

    – Y yo me llamo Mailén, creo que tengo 17… soy hija de Maitén y un huinca que mejor ni hablar, y una hija de 5 años, Jazmín.

    Como Luis puso ojos de plato, Mailén le tuvo que preguntar a qué se debía.

    Luis le preguntó por su nombre, el de su madre y porque eso de “mejor ni hablar”.

    Mailén para salir del paso le preguntó si él sabía lo que significaba “Luis”

    Como el chico no lo sabía ella le dijo que ella tampoco. En realidad, Mailén sabía que su nombre significaba “Doncella”, así como el de su hermano Nahuel, “Tigre”. Quizá, reflexionó Mailén, mi nombre se deba a que mi madre deseaba que yo fuese doncella por algún tiempo más que la simple niñez, debido a que yo soy el producto de la violación de mi madre, Maitén.

    – ¿Qué es violación? Preguntó Luis quien creía saberlo, pero no estaba seguro.

    – Violación es cuando alguien te obliga a tener sexo por medio de la violencia…

    – ¿Qué es violencia? Interrumpió Isabel.

    – Es cuando alguien te pega o algo parecido… ¿ustedes saben lo que es sexo? ¿no?

    – ¡Pero, claro!; contestaron los cinco a coro.

    – Y ustedes, ya lo hicieron ¿no?

    – Sí, y Pablo siempre lo hace con Isabel. Dijo Julieta lo cual causó la risa de todos.

    – Bueno, me quedo más tranquila. Dijo Mailén.

    – ¿Por qué? Preguntó Graciela.

    – Porque ustedes los cristianos lo hacen recién cuando son grandes…”

    – Y hay que ponerse de novios y esas taradeces. Interrumpió Pablo.

    Allí Mailén tuvo la oportunidad de usar una palabra que habían leído en los libros.

    – Las tres ya menstrúan, ¿no?

    – ¿Y eso qué es? Le preguntó Isabel.

    – ¿Les sale sangre por “abajo” cada mes?

    – A mi hace un tiempo que no. Dijo Graciela.

    Mailén se preocupó y trató de ser clara.

    – ¿Lo “hiciste” hace algún tiempo y ahora no te sentís del todo bien?

    – No, hace mucho que no. Desde que mi mamá supo lo de esa enfermedad me pidió que me alejara de los hombres.

    Mailén entre preocupada y aliviada se atrevió a descartar un embarazo y la famosa sífilis, pero al no estar tan segura de lo segundo, tomó un trapo y le pidió a la nena que se lo pasara por “abajo” lo cual fue hecho por la chica.

    La inspección fue, en principio, exitosa. El trapo no tenía el olor característico de la sífilis, así que Mailén pasó a temas más infantiles, tratando de no hablar de la muerte que se había enseñoreado del fortín.

    A media mañana reanudaron la marcha, para detenerse tan sólo un par de horas después debajo de un poco usual ombú. Algo le decía que los chicos tenían que volver a comer tantas veces como fuera posible. Así que preparó algo que a los chicos en principio les daba asco: un ñandú. Y como les vio las caras se atrevió a preguntarles.

    – Alguno comió una gallina, un pollo o algo parecido.

    – Sí, claro; Respondió Julieta

    – Bueno esto es como una gallina grande y le aseguro que lo misma de rica… que ¿no van a comer?... mejor, más para mí.

    Y Graciela que ya estaba comenzando a confiar en Mailén tomó el primer trozo y Mailén nunca supo si por congraciarse o por qué realmente le gustó dijo:

    – ¡Humm… que buena!

    Mailén les aseguró con una cara que todos creyeron:

    – Les puedo asegurar que la mamá de Luis le habrá hecho comer hasta ratas y ustedes felices de la vida.

    Así que lo que en principio era un viaje previsto para dos días le llevó una luna entera. Y tanto fue así que los chicos llegaron a Leubucó sino rozagantes al menos no tan famélicos como a la partida. Por supuesto que Mailén les tuvo que explicar, mucho antes de llegar, que allí nadie los iba a comer.


    En medio de la caminata y viendo que los chicos se aburrían, Mailén ordenó un alto, se acercó a unos grandes alerces que hacían sombra y encendió fuego, aunque no había nada que asar. Así que les pidió a los varones que cazaran algo.

    – Cazar, yo no sé cazar… me da miedo matar a los animales. Dijo Pablo.

    – Entonces, le comentó Mailén con cara de perro, si no cazan no habrá nada que comer y nos moriremos todos de hambre a la sombra de estos lawal.

    – ¿Qué es “lawal”?; preguntó Isabel

    – Es como llamamos al alerce los ranqueles. Dijo Mailén.

    – ¿Y porque le dicen Waka a la vaca y Kawellu al caballo que son tan parecidos? Retrucó Luis.

    – Mirá, no estoy segura, pero creo que es porque acá no había ni vacas ni caballos hasta que llegaron los españoles y los indios copiamos el nombre.

    – ¿Vos sos india india? Preguntó Luis.

    – Mas o menos, madre india, padre huinca, quizá también mestizo ¿Por qué?

    – Porque mi mamá me dijo que los indios te matan y vos nos estás ayudando”

    – Mirá, hay muchas cosas falsas que enseñan los huincas

    Y lo dijo de tal forma que asustó al niño.

    Finalmente, viendo que Mailén no se movía por lo que lo de cazar era cierto, Graciela tomó las boleadoras de ésta y junto con Luis salieron al campo.

    Volvieron a las dos horas con tres enormes cuises a los que tomaron por conejos.

    Mailén no queriendo desanimarlos no les dijo nada y mató a los animales, los desolló, ante la cara de terror de los chicos, les quitó las vísceras, los ensartó en la misma caña y los puso al fuego. Y como eso iba a demorar un largo rato aprovechó para contarles un cuento que había leído de un escritor de Buenos Aires.


    Existen testimonios que hacen suponer que la historia que vamos a relatar es verídica. Pero debido a que sucedió antes de la llegada de aquella forma de vida que se autodenominó hombre, no hay suficientes elementos registrables. Sin embargo, por razones que ignoramos, algunos pocos hombres, en especial aquellos que trepaban los montes, disfrutaban las sombras, veneraban los ríos, recibieron este mensaje y trataron de plasmarlo en mensaje escrito. Tuvimos que realizar una larga investigación, luego de la cual todos los indicios y registros científicos nos arrojaron la imposibilidad de los acontecimientos. En efecto no hay evidencias históricas, arqueológicas, ni geológicas, pero como no es la primera vez que esto pasa, tratamos de armar una cronología de los acontecimientos.

    Empezaremos por el final. Es sabido que desde que el hombre fue hombre sus llanuras cambiaron numerosamente de dueños y nombres, aunque no es justo sólo nombrar a aquella raza extinta que se llamaban a sí mismos especie dominante, sin embargo, fue durante su despliegue en que las antiguas profecías se cumplieron y condujeron a su ruina. No entendemos porque estos antiguos tenían la costumbre de llamar las mismas cosas por distintos nombres, y porque se negaban unos a otros la existencia de sus respectivos dioses. Nosotros para no entrar en conflicto con los exegetas, nombrando lo innombrable u omitiendo lo necesario de invocación. Daremos nombres técnicos y funcionales, a los dioses que intervinieron en esta escaramuza, creemos con sobradas razones que ellos no se enfadaran con nosotros. Conservaremos los nombres académicos de ciertas cosas luego que ya han sido aceptadas, con gusto o no, por todos.

    En primer lugar. Bien es sabido que los dioses le otorgaron al puma una inteligencia superior y fue por largas generaciones quien guardó el secreto, no necesitó en modo alguno ejercer su soberbia, pues bien sabía que al no estar dotado del habla lo que los dioses le revelaban cesaba en el mismo momento de su muerte. Ni siquiera la imponente raza de los saurios pudo, a pesar de saberlo, transmitir a sus hijos la enseñanza y por lo tanto la advertencia. Vanos fueron sus intentos de registrar la advertencia de los dioses, que estaban convencidos eran destinatarios, por ser especie dominante, esa misma luz, esa precisamente y no otra, fue la causa del primer exterminio, los saurios creyéndose invencibles, de dominar las leyes de la naturaleza y ser los artífices del bien y el mal, fueron exterminados por el dios dispensador de la vida en el cosmos, los convertiré en aceite dijo y les envió una piedra desde el confín de la galaxia. Esta piedra chocó en el pecho pletórico de la tierra madre y borbotones de leche caliza saltaron al cielo, ennegrecieron las nubes y ocultaron el sol. Se secaron las hojas y pereció la raza en masa.

    Así durante tanto tiempo, como decíamos, fue el puma quien guardó el secreto y nunca se atrevió a desafiar el poder del tiempo. También el cóndor lo sabe. Ellos fueron los únicos que pudieron escapar del cataclismo. Pero nunca se lo pudieron contar a sus hijos, en cuanto lo hicieran el anillo que llevan en el cuello se cerraría y perecerían. Pero dejemos a un lado las explicaciones científicas y vayamos a los hechos.

    Sabido es por todos que la tierra alumbró a la luna, que su panza fue Pangeia y el ombligo está oculto por las nieves del polo sur. El dios cielo y la luna, a su vez tuvieron dos hijos una niña y un niño, que vivieron durante un tiempo con su madre, pero la niña era aficionada al canto, y como es sabido que la luna es sorda creía que su hija era tonta, por lo que mandó a ambos a vivir con su abuela. La niña con su canto creó la armonía sobre la tierra, cada vez que el dios de la vida lanzaba un destello por el vacío ella levantaba la mano, lo tomaba y lo convertía en vida. Su hermano en cambio era travieso y sólo gozaba haciéndola renegar, a cada especie que su hermana creaba, él le creaba un enemigo, aunque es muy difícil de determinar quien creó una u otra, dado el escaso sentido estético, moral y práctico del hombre. Tal el caso, por ejemplo, de las serpientes que fueron creadas por la niña y los delfines creados por el muchacho.

    A la niña le gustaba jugar con el agua y las llanuras y al muchacho con la tierra escarpada y los vientos. Así una tarde de enojos y pelea ella creó los lagos Michigan y Ontario, y el otro el Himalaya , ella dibujó el Nilo y el Esculpió el Aconcagua. Ella la bahía de Bengala y el los monzones.

    Una mañana en que ella se regocijaba creando vida en la Amazonia, el muchacho cansado de pergeñar montañas hacia el norte, le orinó la falda dando origen al Marañón (y no otro rio, el Orinoco, que queda más al norte y no tiene nada que ver con esta historia). Enojada ella le tiró con lo que tenía en la mano, pero él se agachó y cayó en el mar en forma de pequeñas rocas, dando origen a la micronesia. Esa tarde él, tan solo por travieso, creó el humo. El humo de los volcanes, de los bosque incendiados, de las llanuras arrasadas por la lava y fue lo último que hizo antes que su hermana clamara a su madre. La luna quiso mediar, pero como siempre pasa con los hijos adolescentes, más se encresparon. El se llevó el volcán que recién había creado bloqueando la desembocadura de un río, protestando y gimiendo, prometiendo que el humo y el veneno volverían con una estirpe descendiente de las hormigas. Ella ufana no le contestó y terminó su río, fabricó deltas y otro río ancho muy ancho donde el volcán estaba, soplando aire puro sobre sus valles.

    La madre cansada de caprichos los convirtió en huracanes y maremotos, de modo que cuando más se enojasen menos la verían. El cielo padre condescendiente conservó la vida, la vida de los cataclismos y la vida autoreplicante.

    Así pasó otro día, al decir del padre cielo, sucumbieron las creaciones y mutaron las especies, hasta que la profecía se cumplió. Una estirpe de mirmidones, no contenta de poseerse a sí misma y su colonia, avanzaría sobre otras colonias. Una estirpe guerrera que no conforme con ser especie dominante, conduciría a la destrucción de las castas inferiores y finalmente sometería la naturaleza en su autodestrucción. Una estirpe que traería fuego a sus propios hormigueros. Revocaría la grasa de los dinosaurios, guardaría en huecos de tierra la energía del padre cielo, y a modo de humo, respiraría veneno y caminaría sobre aceite fósil.

    Esto es, amigos, lo que rescatamos de las piedras, el porqué el hombre amigo de guerras como la hormiga, celebra hecatombes a dioses negros, somete generación tras generación a sus hijos, que nacen cada vez más débiles y más ignorantes. Por eso le otorgaron el habla y la escritura, pues es incapaz de retener al sol de la mañana.

    Pero por suerte eso ya no será más. Todas sus murallas yacen bajo las lluvias muriáticas, desatadas por las almas de los saurios.


    Para desilusión de Mailén, al parecer, nadie entendió el cuento. Pero como compensación todos dijeron que “los conejos” estaban ricos.

    Al día siguiente los despertó muy temprano ya que por estar montados en caballos huincas y el camino sería largo. Así en cada anochecer encendieron fuego y Mailén les contó algunas leyendas ranqueles.

    Primera noche.

    Dicen que Ngüenechén, en pleno tiempo de la invasión huinca, decidió que Turumel el dios de las travesuras y maldades humanas, fuera borrado de la memoria de los ranqueles. Así muchas de sus maldades le fueron atribuídas a Gualicho que si las hacía eran de una mayor crueldad. Pero del enorme panteón de dioses, la mayoría buenos, sólo Turumel se comparaba a Gualicho. De allí que sugiriendo maldades a los oídos humanos, ya que nunca tomaba sus cuerpos, realizó muchos desastres. Algunos que aún son recordados por los viejos lenguaraces.


    Achawal no era un joven como los otros. A la edad en que los otros se dedicaban a perseguir a su hualas, confesarles su amor y conseguir sus primicias, él se soslayaba en la tortura de animales. Lo hacía con animales despreciados como el gato a los que arrojaba al fuego para ver como chillaba y se deshacía entre las llamas. Lo hacía con ratas, cuises, perdices, culebras, escarabajos. Todo lo vivo, para él, era digno de tortura.

    Ya casi no tenía amigos y algunos dicen que a la única persona que amaba era su dulce hermanita Pichidewa, llamada así porque recién había cambiado los dientes y lucía dos incisivos grandes como remos.

    Las torturas de Achawal no pasaban desapercibidas por los mayores. Llegó incluso a matar a una yegua sagrada, tres días antes de su sacrificio ritual, dándole gramilla mezclada con una fina piedra en forma de agujas. La pobre yegua murió en medio de enormes hemorragias y relinchos de dolor.

    Si se acercaba a una huala, en virtud de su gran varonil belleza, era para seducirla llevarla a algún arroyo y hundirla largo tiempo bajo el agua y luego mientras la pobre niña toma aire para escupir agua y sangre, la tomaba fieramente en las formas que al dios padre no le gustaban.

    Pero no fue Ngüenechén sino Turumel quien le daría un merecido castigo, ya que para el dios padre, en su bondad, era imposible imaginar un castigo para él.

    Era otoño y los pajonales estaban de un amarillo furioso. Achawal buscaba algún animal al que poder torturar.

    Acertó a pasar una joven loba de piel tenuemente gris, al verla le gritó Hullá, palabra que nadie conocía salvo él. La lobezna que supo de inmediato su cercano destino, le rogó con un lamento y sus ojos tristes que la dejara ir. Nada de eso lo convenció, la persiguió y la cazó en un bosque cercano. Luego de darle patadas, tomarla de las patas para estallarle la cabeza contra un tronco, ideó su tortura, encendió fuego y allí, la asó en cuatro largas horas de suplicio.

    Pero era Turumel quien, en realidad, estaba disfrutando, cuando la lobezna se acercó a sus minutos finales, recuperó su verdadera forma, resultando ser que no era otra que su hermanita Pichidewa, muerta por las manos de quien decía que la amaba.

    Ya era tarde y aunque quiso no pudo sepultarla. No venía la noche, no le venía el sueño y sus ojos, sin poder desviarse observaban como el hermoso cuerpito infantil de Pichidewa se deshacía ante sus ojos. Si estuvo allí dos días, dos lunas o varios inviernos nadie lo sabe, pero sólo cuando hasta los huesos de la niñita fueron polvo, pudo Achawal, levantarse de allí, siendo que se había sido transformado en perro. Perro flaco, sarnoso y con el ladrido más áspero y agudo que hombre alguno haya conocido.

    Lo atacó un hambre feroz, pero le era imposible cazar, ya que la escurridiza perdiz se le escapaba de las manos y por lo tanto trató de acercarse al lugar de los hombres. Apenas aparecía denunciado por el hedor de su piel, los chicos gritaban Trewa Abtao, que era, entonces, la forma de nombrar a los bichos de Gualicho, ya que se suponían venían de otra tierra. Por su flacura, sarna y hedor.

    Sólo se acercaban a él, con un trozo de carne, ardid usado miles de veces por él mismo, para luego molerlo a patadas y palazos. Estaba entre ellos Nahuel, su amigo de la infancia, ahora un rudo ranquel, que si de niño nunca había ni espantado una mosca, ahora lo hacía a fin de mantener la peste lejos del pueblo.

    A veces, para conjurar la peste, lo arrojaban a la llamas de las fogatas, pero aunque estuviera allí por horas, sólo obtenía sufrimiento pero no la muerte.

    Estuvo así dos años por cada animal que torturó y luego se le concedió el beneficio de la muerte, si en la realidad solo contaba con 20 otoños, su cuerpo decía que había tenido una larga agonía de cientos, quizá miles de otoños.


    Segunda noche

    Millaray había nacido con una belleza superior. Si algunos pensaban que tenían como antepasada a una bella cautiva alemana, por su piel rosada, ojos azules y larga trenza rubia, eso era desmentido por su padre Calfuray, que negaba haber intimado con huinca alguna. Calfuray despreciaba a los indios que teniendo hermosas mujeres en sus toldos salieran en malón a cautivar blancas que siempre venían con viruela y a veces con vicios propios del huinca.

    Pero Millaray no sólo despreciaba a las huincas sino a las indias y a toda mujer que, según ella, no fuera lo suficientemente hermosa.

    Pero fue durante su juventud que logró humillarlas como ella quería. No había india, huala o hualita a las que, en virtud de su enorme belleza, no les arrebatara al indio de sus amores.

    Pero al verla Turumel, ideó una, para él claro, divertida travesura.

    Calfuray había pactado con un buen huinca que alimentaría a sus chanchos. Así el huinca le traía unos 40 o 50 animales que él engordaba y como el precio era a razón del peso de engorde, todos salían ganando.

    Millaray que siempre olía a jazmín y rosas, una tarde sintió que ese aroma a estiércol y orina le gustaba y otra vestida de su mejor vestido rosa pisó el corral en busca de un lechoncito a quien abrazar. Rosa como era, la vio el cerdo macho y la confundió, obra de Turumel, con una hembra, algo flaca claro, pero terminó preñándola.

    Cuando al tiempo tuvo tres chanchitas no fue noticia, sino que la agraciada Millaray ahora era una chancha enorme, rosada y gorda, la elegida de todos los sementales. Su cara, antes ovalado, ahora era redondo, con sus ojos antes azules ahora pequeños y oscuros y si su nariz era pequeña y repingada ahora era redonda enorme y con dos agujeros en el medio.

    Las hualitas que sabían quien en realidad era le arrojaban sus marlos pelados como venganza al robo de sus amados.


    Tercera noche

    Pichirume no siempre fue llamado así, antes de joven era un rudo ranquel de pica y lanza firme que si al principio salía a defender el mapu como todo hombre digno de la tierra, con el tiempo, halló más gozo en clavar lanzas no ya en hombres ofensores sino en mujeres y niños.

    Pero una vez ya viejo y con sus largas crines ya blancas, cuando sus brazos ya cansados no tenían fuerzas para alzar una lanza, Turumel le mostró la núbil belleza de la hija de una cautiva que él quiso tomar de inmediato. Pero como Turumel no sólo es malo, sino muy travieso, hizo que si él avanzaba, la niña se alejaba como tomada por un cóndor, en realidad era Turumel que abusando de su invisibilidad la llevaba y traía hacia donde quisiera.

    Largas noches de pesadillas, sopladas en sus oídos por el malvado dios, tuvo Pichirume hasta que al fin halló, o mejor dicho le soplaron la respuesta, él era viejo y ella una niña, es decir, debía volver a ser joven y como los dioses no toman bienes de la tierra, Turumel le ofreció juventud a cambio de dolor y sufrimiento. Pichirume, con la visión de la niña que Turumel le ofrecía no lo pudo pensar. Y así comenzó su voluntario martirio.

    Si un día Turumel, lo convertía en cuis y era cazado, masticado y devorado, ya fuera por el cóndor o el puma, otro día era sumergido en el gran lago azul donde se le congelaban hasta los huesos. Otro era arrojado al mar donde las orcas lo despedazaban. Otro era arrojado desde las nubes contra las rocas más filosas. Y si los hombres que sobrevivían tardaban meses en curar sus fracturas él sólo lo hacía luego de años. Así sus ayes resonaban en la montaña.

    Pero Turumel le cumpliría el deseo, cuando cada hueso viejo roto era cambiado por uno sano y joven. De modo que con un poncho rojo, una larga lanza de seis varas se acercó a la toldería en busca de la rubia cautiva. Que ella se enamoró de inmediato tanto como lo estaba él fue sólo un detalle. Pichirume la tuvo sólo por tres meses, ya que la huala ya no era joven sino una vieja, enferma y desdentada mujer, de raleados y blancos cabellos.

    Poco antes de morir Turumel le contó la verdad. Que no debe desearse lo que no se debe y que para todo hay un tiempo.


    Unas tres leguas antes de llegar, los recibió una pequeña comisión de bienvenida: los tres hermanos de Mailén, con Jazmín. Quienes generaron los más diversos pensamientos en los chicos.

    Si para Pablo, Patricia era la mujer de sus sueños; para Graciela, Lebián era el chico más feo que jamás haya visto. Si la atrevida Julieta le dio un beso a Nahuel; Luis quería saber si había alguna Patricia de su tamaño e Isabel opinaba todo lo contrario que Graciela.

    Para Maitén era todo un escándalo. ¿Cómo se le pudo haber ocurrido a su hija tal cosa? Traerse las provisiones era una cosa, pero secuestrar niños…

    Pronto los gritos entre Maitén y Mailén se podían escuchar a varias cuadras de distancia. Y tanto era así que los pájaros abandonaron presurosos la toldería. Hasta que un viejo desdentado llegó a imponer sus canas y escuchar como Salomón a las mujeres y como el personaje de los cristianos puso un momento de claridad. Si Mailén quería que los niños, ahora huérfanos, se quedasen en la toldería y Maitén, para evitar una incursión del ejército los quería llevar hasta el fortín más cercano; el viejo preguntó si no habría un punto medio.

    – ¿Medio de qué? Preguntó, airada, Maitén.

    – Digo yo, si no hay algún lugar tan lejos de aquí como de los huincas.

    Aunque, en realidad, el viejo estaba totalmente de acuerdo con Maitén pero no quería el enojo de la joven capitaneja.

    – Y, bueno, ¿Qué tal si los llevo hasta la escuela de Roberto?

    Concluyó Mailén, a quien la garganta le quemaba a causa de la discusión.

    Así que el viejo sabio sugirió que, para que los niños dejaran de temerles de una vez por todas, se organizara una fiesta de bienvenida y despedida. Eso hacía que la idea de que los niños, si así alguna vez lo deseaban, pudieran volver a la toldería. Al menos cuando ella venía a Leubucó y no tan lejos como a los pies de los imponentes Andes.

    La fiesta, ya alegre de por sí para los ranqueles, era una maravilla para los chicos, quienes excitados por todo lo acontecido no querían irse a dormir. De modo que cuando la pequeña caravana compuesta por los niños, Mailén y sus hermanos salió, aquellos lo hicieron dormidos sobre las camas ingeniadas por Mailén, ahora mucho más cómodas.

    La primera parada fue al mediodía y por decisión de Patricia, que era bastante más prudente que Mailén, bien larga. Es decir, era más seguro viajar de noche, no sólo por algún encuentro con el huinca, sino por alguna partida del traidor Coliqueo. Así que se organizó la estadía escondidos en un pajonal al amparo de la vista, ya que para comer ya había previsto, antes de salir, carne adobada al modo ranquel. Que los ranqueles duermen a pata ancha con un ojo abierto lo comprobaron los niños cuando Mailén dejó que Lebián se llevara a un aparte a Isabel y Julieta se diera el gusto de retozar con Nahuel.

    Pablo pensó que era injusto que las chicas hayan tenido lo suyo cuando él no tenía ninguna oportunidad con Patricia con quien soñaba tener una infinidad de hijos y para colmo su “novia” Isabel lo estaba engañando con Lebián.

    Luego de dos días llegaron hasta “El Ombú” con “9” nuevos alumnos como Roberto había bautizado a su escuelita por estar debajo de tal hierba gigante.

    Después de un breve interrogatorio Roberto llegó a la conclusión de que, aunque la escolaridad de los huinquitas había sido interrumpida se la podía reanudar sin problemas. La sorpresa era para los cuatro ranquelitos que no querían ni por asomo aprender nada de nada, así que Roberto tuvo que usar el ingenio, ayudado, por supuesto, por cierta información aportada por Patricia. Así que deslizó un comentario calculadamente despectivo, mientras le guiñaba un ojo.

    – Viste, Mailén, porque los huincas son mejores que los ranqueles.

    – Sí, porque van a la escuela. Contestó, rápida, Mailén

    Los ranquelitos no se querían dar por aludidos, así que Patricia les pegó donde más le dolía.

    – ¡Qué increíble que hasta las cristianitas sepan leer!

    Y como tampoco hubo caso, vino en auxilio alguien inesperado.

    – Papá, ¿siempre son así de burros los ranqueles?

    Dijo Ayelén quien traía un mate dentro de una lata para su padre.

    Y como ni así los hermanos aflojaban, las hermanas mayores dieron el último estirón.

    – Vos vas estudiar porque si no… yo te reviento, y se acabó.

    Les dijeron al unísono Patricia a Nahuel y Mailén a Lebián. Luego de tales gritos Jazmín y Guillermito, no queriendo escuchar lo mismo, corrieron a sentarse en la larga mesa que a falta de pupitre había a la sombra del ombú. De modo que por las buenas o por las malas los ranquelitos tuvieron que ceder. Y para que no hubiera ninguna duda las hermanas mayores también se apuntaron.

    Sin embargo, había un problema. Roberto consideraba que las hermanas ya habían llegado hasta el máximo que él les podía enseñar, por los que se abría un dilema negativo. O bien su preparación quedaba trunca o bien tendrían que asistir en alguna escuela huinca donde ya se descontaba que no las aceptarían.




    Capítulo 13: Una inglesita en La Pampa


    Roberto estuvo varios días cavilando hasta que se le ocurrió pedirle consejo, por carta, al coronel Mansilla quien aún estaba por la zona, principalmente tratando de reciclar el fortín dejado por Hernández y, de paso, ayuda financiera.

    La respuesta, ingeniosa, le llegó dos semanas más tarde.

    Mansilla le enviaría a un profesor, pagado de su propio bolsillo, a cambio de enseñarle el lenguaje y la cultura ranquel.

    Ahora bien, Mansilla solía pensar más rápido que los acontecimientos sucedieran. Mandó publicar un aviso en un diario porteño solicitando al mentado profesor. Alguien le contestó y él contrató a último momento antes de irse al Paraguay. Donde mal que les pese a los muchos, los menos le habían declarado la guerra a Paraguay por la nimia excusa de haber pisado el pasto correntino.

    Así, una tarde de otoño, se aparece en una hermosa calesa blanca, una joven profesora, rosada como la piel de un bebé huinca recién nacido. Y la razón de su color era que la profesora era una inglesa que dominaba, aparte de su idioma nativo y el español, el francés, el ruso, el alemán y el portugués. Sólo tenía 23 años.

    Roberto, antes de caer en una especie de soponcio, le pidió los papeles que la acreditaban por todo lo que decía. Por supuesto que todo en la vida tiene una explicación. ¿Por qué motivo una maestra tan joven y tan culta se avendría a enseñar en una escuela llena de pulgas? La respuesta que satisfizo a Roberto fue una. Esta joven había sido discípula de Charles Darwin, de quien traía un libro, y si no lo seguía siendo es por su ansia de ser ella misma ojo predilecto del científico en tierras ranqueles. Sólo unos pocos aún recordaban la visita del tan mentado científico años atrás.

    Así que, con sólo mediar un vaso de agua, pues otra cosa no quería hasta ganársela, la joven que decía llamarse Lady Helen Margaret Peterson Cushing. El título de Lady alarmó un poco más a Roberto.

    Al contrario de muchas personas, que se preguntaban el porqué de una ranquel pelirroja y de ojos verdes, ella, con una exactitud que exasperó a todos, dijo que ella era un octavo irlandesa, es decir nieta por parte de padre, o madre concedía ese error, de irlandeses. En cuanto a Mailén, hija de ranquel y criollo común. En cuanto a sus hijos estaba claro que Jazmín era hija de un hombre blanco lo mismo que Guillermo de quien Patricia no quiso decir el nombre.

    Las clases, que serían tan intensas para las dos alumnas como para la docente, que estarían estructuradas según la costumbre inglesa, versarían sobre materias y años por cursar:

    Matemáticas: 1, 2, 3, 4 y 5, Química: 1, 2 y 3. Física: 1, 2, 3 y 4. Geografía: 1, 2 y 3. Literatura: 1, 2, 3, 4 y 5: Naturalismo: 1, 2, 3, 4. Música: 1, 2, 3, y 4. Dibujo 1 y 2. Pintura 1, 2 y 3. Moral y buenas costumbres 1, 2. Historia: 1, 2 y 3. Filosofía 1, 2. Latín 1 y 2. Inglés 1 y 2. Francés 1 y 2. Y por supuesto siguiendo el modelo inglés: Gimnasia, esgrima, deportes y… artes marciales.

    Las hermanas, donde algún otro pediría socorro, abriendo los ojos, parecían decir más, más, más…

    Por un arreglo especial las clases de idioma castellano, que no significaba conocer la lengua sino su sintaxis, estarían a cargo de Roberto, quien por falta de libros él mismo estaba algo olvidado, así que de pronto la joven profesora pudo agregar, para su contento, un alumno más.

    Roberto estaba feliz. Sólo una mujer de esas características y además exenta de prejuicios, sería el espejo que las hermanas ranqueles necesitaban. O como gustaban decir los naturalistas, una digna orfebre para esos dos diamantes en bruto.

    Cuando ya llevaban tres meses de clases las hermanas recibieron la misteriosa visita de Maitén. ¿Y por qué misteriosa?. Maitén estaba preocupada porque a pesar de que sus hijas, como ella y como toda ranquel, tuvieron relaciones sexuales desde los 8 años, aproximadamente, aún a sus edades sólo habían tenido un primer hijo, cuando las ranqueles a esa edad ya tienen cuatro o cinco. Ella misma ahora estaba embarazada de su séptimo hijo.

    Roberto trató de tranquilizarla con un argumento huinca. Sus hijas se estaban, por decirlo de una manera, huinquizando. Es decir, de acuerdo a los hechos que cualquier ranquel podía ver, a pesar de no querer hacerlo, se estaban preparando para vivir en un mundo donde los ranqueles no existirían. ¿Cuándo sucedería eso? Roberto no lo sabía con seguridad, pero creía que no llegarían al próximo siglo, que en términos históricos era muy poco tiempo.

    Ese argumento desagradó tanto a Maitén que se fue sin siquiera despedirse.


    Debido a que el ejército estaba ocupado en la guerra contra el Paraguay, los fortines sólo se ocuparon de cuidar las fronteras ya establecidas. Si existía alguna expedición agresiva era al mando de oficiales de menor rango. Así que esos fueron 5 años de relativa calma. Durante ese tiempo se intensificó el comercio entre los indios y los fortines. Los huincas obtenían cueros y otros productos indígenas y los indios conseguían tabaco, alcohol, azúcar y otras cosas

    Ya habíamos dicho que unas de las materias del curso eran gimnasia, esgrima y deportes. Esto posibilitó que las hermanas agregaran a su fibroso cuerpo ranquel la ductilidad y elasticidad que provoca un cuerpo entrenado. Aprendieron a jugar deportes ingleses como el tenis como si lo hubieran hecho siempre. La causa no tenía secretos, todo guerrero tiene el cuerpo preparado para ello. Correr tras una pelota, es lo mismo que correr tras una lanza para volver a arrojarla.

    Esta calma fue bien aprovechada no sólo por Patricia y Mailén, sino por todos. En el mismo tiempo que las hermanas terminaron su ansiado secundario al estilo inglés. Aquellos chicos del fortín, junto con Nahuel, Lebián, Jazmín, Guillermito y la esposa e hija de Roberto, María y Ayelén, hicieron el primario al estilo de Buenos Aires.

    Era gracioso, para los poquísimos entendidos, escuchar hablar en inglés y francés a Patricia y Mailén, y viceversa, a Helen en ranquel.

    Por su parte ésta ya había hecho acopio de innumerables notas sobre la fauna, flora, minerales, fósiles que se hallaban en extraordinaria cantidad y fundamentalmente el idioma y la cultura ranqueles. Era la única que sabía hablar las lenguas que se hablaban en el extenso territorio pampeano con sus variantes araucanas, ranquel, tehuelche, comechingón y si no sabía guaraní no era debido a la guerra sino debido a esa línea imaginaria que une a Buenos Aires con Tucumán que hace que el país de los argentinos esté dividido en dos mitades.




    Capítulo 14: La campaña de Juan Carlos en Paraguay.


    1863


    Cuando ya hacía tres años que la Guerra había estallado, es decir, cuando la Triple Alianza, había decidido, por imposición de Inglaterra, que la industria textil paraguaya por ser una competencia muy eficiente que ganaba cada vez más mercados, debía ser anulada y Solano López debía ser aniquilado, sólo faltaba un Catón diciendo Paraguay delenda est, le llegó una carta al teniente Juan Carlos Robles..

    En él simplemente decía que debía presentarse, cuanto antes, en la zona de servicios de Corrientes. Juan Carlos sabía que la guerra no había llegado hasta allí, por lo que tuvo que esperar a llegar a la zona para saber cuáles serían sus tareas en el destino.

    Éste era simple. Aunque Juan Carlos estaba orgulloso de su uniforme, algunos de sus superiores sabían que por sus ancestros filosanmartinianos, él no estaría a gusto en una guerra fratricida, mejor dicho, en el mismo frente. Por eso durante esos tres años lo tuvieron confinado a la zona de fortines. Sin embargo, no descartaron sus servicios en la zona de servicio de combate.

    Allí Juan Carlos debía controlar no sólo la calidad de los alimentos que llegaban al frente, sino sus ropas y los medicamentos. Allí, algo alejado del frente, funcionaba un pequeño hospital, el mismo del pueblo, pero ahora remodelado a causa del conflicto. Desde médicos hasta cocineros e incluso agricultores estaban bajo su mando. Juan Carlos no era un hombre de fría oficina, le gustaba salir a controlar por sí mismo, para luego poder dormir tranquilo.

    Y por supuesto, por orden de la comandancia, debía vigilar que sus soldados fueran hasta el pueblo en grupos para oír misa.

    Pronto supo que las costumbres en ese lugar se hallaban bastante relajadas. La guerra ya era un desastre para los paraguayos, por lo que la cantidad de viudas crecía en forma alarmante. En Paraguay no se permitía que los soldados intimaran con más de una mujer para mantener sus energías y su mente altas y activas. Así que muchas prefirieron, hasta que la guerra terminase, emigrar en busca de varones. Muchas lo hicieron hacia zonas donde o bien la guerra no había llegado o directamente hacia los países no beligerantes como Bolivia y Perú, otras hicieron algo más arriesgado aún a cuenta de ser tomadas por espías y por lo tanto fusiladas se acercaron a los campamentos argentinos donde se arrojaban en llanto a los pies de los soldados. Su intención no era rendirse ni mucho menos, sino sólo obtener lo que la naturaleza les pedía. Incluso algunas trabajaban gratis con tal de tener un soldado por las noches. Tal inversión de las cosas desagradaban a Juan Carlos, quiso ordenar una mujer por hombre pero estas los seguían superando por cinco a uno, y si esa era una estrategia de guerra de Solano López, merecía un aplauso, porque sus soldados de tanto sexo ya ni podía tenerse en pie. En suma, al contrario de cualquier guerra, en esta, mujeres no faltaban.

    Durante unos meses un tema lo tuvo bien ocupado. Se había desatado una virtual epidemia de sífilis, así que hizo revisar a todas las mujeres, pero el dictamen médico indicó que sólo unas pocas estaban enfermas y desde hacía poco tiempo. Solano López que no era ningún ignorante, tenía a toda su población bien vacunada pues no quería sumar un desastre al que ya tenía. De modo que el origen de tal flagelo tenía origen en sus propios soldados, y tuvo que licenciar a unos cuantos, incluso mandó a varios a sus casas para que murieran en la paz de sus familias. Las mujeres, aunque estaban muy necesitadas de hombres se comenzaron a retirar pero no hacia el Paraguay, donde ya eran consideradas traidoras, sino hacia el sur de Corrientes.

    Una mañana un grupo de soldados le trajeron, engrillada, a una joven, de quien decían se dedicaba al pillaje, lo cual dadas las circunstancias estaba penado, sin atenerse a sexo ni edad con el fusilamiento. La chica era una indiecita guaraní de 11 años. Esto motivó a que decidiera que la dejaran libre, pero a su cargo.

    La chica apenas hablaba castellano, por lo que la mayoría de las veces se hacía entender por señas. Pero por necesidad pronto tuvo que aprenderlo. A pesar de su edad la niña se desempeñaba muy bien en las tareas de la casa. Pues bien, ahora Juan Carlos tenía dos posibilidades, o bien dejaba que su destinado guardia hiciera las tareas, y como hombre de armas, dejara las cosas peor que como las encontraba, o bien dejar que la niña las hiciera. Para ella, acostumbrada a las duras tareas del monte, donde a los indios se los trataba peor que a los perros, este trabajo era un paraíso. Sin embargo, los suyos no se sentían ni paraguayos ni argentinos, en este conflicto estaban a favor del Paraguay a quien consideraban el bando agredido más allá de las circunstancias que lo hicieron estallar. Este hecho, confirmado por su media lengua, la ubicaba en el rango de sospechosa. Sin embargo, los días de sus servicios pasaban sin mayores problemas, salvo las travesuras propias de su edad.

    Aquel julio, aunque la zona está ubicada en zona tropical, fue de un invierno riguroso. Cierta noche se abatió una tormenta eléctrica, con viento y granizo que hizo que la barraca donde pernoctaba la guardia y el personal de servicio; enfermeros, cocineros, etc., se viniera abajo. Juan Carlos, en medio de la tormenta, les ordenó que fueran al pueblo en busca de un lugar para dormir, y que por la mañana reconstruirían el lugar.

    Así lo hicieron todos, excepto la chica que, por su condición de india y nacida del otro lado de la frontera, temía ser objeto de alguna agresión. Juan Carlos le arregló un lugar en un catre y por fin, pasada la medianoche, se fue a dormir. Pero un rato después alguien le tiró de las mantas. Luego de desperezarse vio como la indiecita le pedía dormir con él porque tenía miedo. Eso le pareció natural teniendo en cuenta su edad, por lo que abriendo las mantas la invitó al calor del abrigo. Anahí, en realidad ese no era su nombre, pero como nadie entendía lo que decía salvo Juan Carlos un poco, se acurrucó junto al pecho de Juan Carlos y así se quedó dormida.

    Apenas rayó el alba, la indiecita se volvió a mudar a su camastro, de modo que cuando los primeros guardias entraron a la barraca del oficial la encontraron durmiendo allí. Sin embargo, no evitaron los pensamientos suspicaces. Los que aumentaron cuando arregladas las barracas de la suboficialidad y servicio, la chica siguió durmiendo en la del oficial. Para algunos eso ameritaba un sumario por conducta indigna, pero luego de ver las atrocidades que venían del frente eso era una insignificancia.

    Una de esas atrocidades llegó por el mediodía. Un soldado había sido herido no por las armas del enemigo sino por el ataque de una jauría de perros famélicos. Le faltaban tres dedos de la mano izquierda, con la que intentó defenderse, le colgaba el labio inferior, pero lo peor uno de los perros se había comido uno de sus testículos. Si bien, las armas de los hombres solían hacer cosas peores, por ese lado de Corrientes era de lo peor que se podía encontrar. Al menos eso esperaba Juan Carlos, quien por saber las verdaderas causas del conflicto no tenía ningún odio hacia los paraguayos y esperaba que la guerra terminara pronto con la menor cantidad de bajas posibles para ambos bandos. Nunca esperó que la guerra durase tanto y con el resultado atroz que tuvo.

    Pero con lo que no contaba nadie no era producida por el enemigo paraguayo, ni por los uruguayos, ni por los brasileños, sino por una parte del ejército argentino. Los brasileños a esa altura ya tenían el 25 por ciento del territorio del Paraguay y aspiraban a la mitad. Los uruguayos al no tener frontera común, nada. No sólo para provocar pánico entre los paraguayos, muy especialmente en las mujeres estos nefastos personajes, se dedicaban no ya a violar niñas, lo cual ya habían hecho con nula respuesta, sino a algo impensado en cualquier persona que se llame humana. Primero les cortaban la vulva y desligaban la vagina de manera que jamás volvieran a tener sexo, pero como esto les podía llevar hasta 5 minutos terminaron por hundirles los puñales en sus pequeñas vaginas lo cual producía el mismo resultado. Cuando ya llevaban unas 500 de estas operaciones. Intervinieron varios oficiales de rango medio y la detuvieron, pues éstos no pensaban ganar esa guerra por medio del terror. Los carniceros aunque dijeron que respondían a una orden superior no querían revelar de quien, y los otros no tenían rango para obligarlos a confesar. Sin embargo, tal felonía se paró en seco.

    Así las cosas, una mañana de agosto, la guerra se hizo presente en ese mismísimo campamento. Un pelotón paraguayo que había perdido contacto con los suyos, quería escapar a donde fuere con tal de salir con vida, y allí a Juan Carlos le vino a la mente los que puede hacer un ejército o un ínfimo grupo de soldados acorralados como perros hambrientos. Los soldados, sin parque, seguían sosteniendo sus fusiles a causa de poder calar sus bayonetas. El grupo, actuando por sorpresa, pudo copar una de las barracas, donde venderían caras sus vidas. Pero, aún sin saber que se encontraban sin balas, se acercó a una media cuadra del lugar y les gritó que se entreguen, que serían tratados con sentido de humanidad. Los paraguayos que ya habían visto como brasileños y argentinos trataban a los vencidos, es decir, no sólo con la muerte, sino con muerte por tortura, se negaron. Juan Carlos ordenó el ataque. Sus soldados, la mayoría inexpertos, hicieron una cerrada carga de fusiles, que atravesaron las paredes de madera de la barraca, sin obtener ni réplica ni escuchar gritos ni gemidos, por lo cual supusieron que por un lado no hubo heridos y por el otro que estaban guardando el poder de fuego para un enfrentamiento más cercano. Juan Carlos preocupado por lo que eso implicaba en la moral de sus hombres, pero sin poder decidir sobre su propia vida, ya que su vida le pertenecía al ejército y era una orden no escrita que se mantuviera con vida, hizo algo sorprendente. Para que los paraguayos confiaran, arrojó su arma, su sable y se quitó su uniforme, quedando con las prendas interiores y caminó confiado hacia la barraca. Los paraguayos sabían que salvo huir no podían hacer otra cosa, por lo que se entregaron mansamente. Juan Carlos ordenó alimentarlos y ponerlos en una celda caliente, y al día siguiente los envió hacia el sur de Corrientes, donde quedarían prisioneros hasta el final de la contienda.

    Sin embargo, la opinión de los oficiales mitristas fue otra, apenas supieron de la presencia de los 8 soldados, se apersonaron y ordenaron su fusilamiento. Cuando Juan Carlos se enteró, tuvo un gran pesar, pero como los ajusticiadores eran de rango superior, no podía hacer nada.

    No todo era preparativos para la guerra en Corrientes. Por las noches algunos aldeanos se acercaban a confortar a los soldados con unas buenas comidas como carne de jabalí, e incluso el impensado en cualquier otro lugar, carne de cocodrilo que a Juan Carlos no le gustó.


    Así una mañana cayó un grupo de actores trashumantes, que habían venido desde las lejanas tierras de Ucrania de donde tuvieron que huir por gitanos. Primero recorrieron fortines, se internaron en tierra de indios, y al enterarse de la lamentable guerra, creyeron apropiado acercarse, sino al frente mismo al cual no consideraban de su incumbencia, sí a las zonas de abastecimiento. Como no esperaban recibir paga alguna, al menos creían merecer algo de comer. Así luego de dos días para armar su carpa y ensayar algunos números se prepararon. Juan Carlos fue informado por ellos mismos que no debían esperar números espectaculares sino algo más íntimo. Los chistes se anticipaban malos y viejos pero como la vida allí era aburrida serían recibidos como nuevos y muy buenos.


    Acto número uno: Un solo de violín donde el ejecutante, don Igor, recorrió temas desde las populares danzas gitanas hasta algunos opus clásicos de Mozart. Ni el más ignorante de los soldados pudo dejar de lagrimear con el Réquiem. Ninguno sabía que se trataba de una misa para un funeral, pero el violín les tocaba el pecho.

    Acto número dos: Una agraciada jovencita comenzó con las danzas típicas mezcladas con piruetas extraordinarias, si alguno hubiera dicho que estaba atada a un aparejo o que en realidad era un ángel, todos lo hubieran creído.

    Acto número tres: El hermano de Igor, Estevanich, relató pequeñas obras de teatro tan viejas como el mundo, así obras de Plauto como El soldado fanfarrón y La comedia de la olla, se sucedieron por pares, noche a noche.

    Acto número cuatro: Un payaso y una payasa contaron chistes malos pero efectivos.


    – ¡Señor!, su hija le sacó la lengua a mi hijo

    – No le haga caso son cosas de chicos

    – ¡Sí!, pero la lengua no aparece


    – Por favor, ¿me da una mano?

    Y el otro, desenroscando aparatosamente una, se la da.


    – Sepa señor que yo vengo de una familia sagrada: mis padres fueron un cura y una monja.

    – Ah, dejaron los hábitos.

    – No señor, los acomodaron por un rato en una silla.”


    – El entierro de mi suegra fue terrible

    – Eh, no debe de haber sido para tanto.

    – Debiera ver usted el escándalo que hacía esa mujer, dentro del ataúd.


    – Ayer fui a la casa de mi primo Eustaquio que sirvió un guiso exquisito.

    – Ah, dígale que la próxima vez me invite.

    – Imposible, madre hay una sola.


    Llega un murciélago con la boca llena de sangre, y el otro le pregunta:

    – ¿Dónde conseguiste tanta hermosa sangre?

    – ¿Ves ese muro de 5 varas de alto?

    – Sí, claro.

    – Pues yo no lo vi.


    – Querida, acabo de conocer a tu padre.

    – ¿A cuál de ellos?


    – Al comandante le chuparon la caña… no le dejaron ni una gota.

    – ¿Qué? ¿Cómo dice?

    – Lo que oye.

    – No me diga.

    – Sí, sí, sí señor… la tenía guardada en una botella de vino y se la reemplazaron por te.


    – El comandante no puede encontrar su pito.

    – ¡Eh!.. ¡no diga eso!…

    – Lo tenía en la mesa y alguien se lo llevó…


    – El Sr. Mitre se comió a una renga con varios dados…

    – ¡No…, ¿pero que dice…?

    – Ah, no…, perdón…, el señor Mitre encomió en una arenga el valor de sus soldados.


    Y otros perfectamente olvidables.


    Pero lo que fascinaba a los soldados era la representación donde dos personas un hombre y una mujer usaban para relatar los hechos palabras o bien inexistentes o bien desconocidas para el auditorio. Mientras que la tercera los observaba admirado.


    – ¡Ah!… estoy más que consternada estoy encayolada…

    – Pues, mujer, cuente que le pasa por Júpiter Quinto.

    – Me acaban de adronelar el prolo…

    – ¡Eh!, no me diga…

    – Sí, le digo…

    – Le dije que no me dijera… pero bueno cuente…

    – Estaba yo tranquila adocenándome el sismio, cuando aparece un sísmimo con un pelosio, así de grande…

    – Pero, ¡que bárbaro!…

    – Allí mismo me dijo que me entrosería el occipucio.

    – Y, usted, ¿Qué le dijo?

    – Y que quiere que le diga que el occipucio sólo me lo entroserilaba mi marido.

    – Bien dicho.

    – Pero el cínico del sísmimo me dijo que él sabía que mi munca ya había sido no sólo entroserilada sino también cogronbinatada por un mamunsio. Pero, fíjese usted, que desfachatez.

    – Estoy de acuerdo con Usted, eso no se puede aceptar como si tal cosa.

    – Pero al fin lo pude despedir, pero a costa de que mi billfold quedara así de chata.

    – Querrá decir engrosada.

    – No que va, qué más quisiera una…






    Así una de esas noches Igor contó, con el método de la sábana blanca iluminada por detrás por un farol, la inolvidable novela Franskenstein de Mary Shelley. La cual no era ni de terror ni mucho menos cómica, que hizo que todos hasta el más simple de los soldados reflexionaran sobre la condición humana y por supuesto, sobre la guerra sin sentido en la que estaban obligados a participar.

    La compañía en pleno, es decir, Igor, su hermano, Estevanich, la esposa de Igor, Tatiana, la de Estevanich, Ursula, la hija de Igor, Estela y el hijo de Estevanich, Ivan, se presentaron con unos títeres bastante particulares. Igor con una escoba, Tatiana, con una guitarra, Estevanich, con un farol de aceite, Ursula, con una sábana que colgaba de sus brazos, Estela con un fusil descargado e Ivan, con un zapallo de calabaza. Así desarrollaron la obra de Shakespeare, Hamlet. Lo curioso era que lo que Igor tenía en su mano no era una simple escoba, era el propio padre de Hamlet, y los que Ivan tenía no era un zapallo sino la calavera de Yorik. Así con total desparpajo la compañía, hizo que todos pidieran justicia por la muerte del rey.

    Dado el tremendo éxito, el aplauso de una multitud de 25 personas, para el día siguiente, para no seguir con tantas tragedias representaron “Romeo y Julieta” pero en la versión procaz, donde Julieta, siempre cubierta por una sábana (los soldados estaban desesperados por ver el cuerpo desnudo o semidesnudo o al menos sugerente de Úrsula), pasaba de mano en mano mientras Romeo le recitaba amorosos sonetos, mientras que una mano que parecía surgir de la nada, se agitaba delante de la pelvis del joven enamorado. Si para los soldados, que no conocían la obra, fue un enorme reidero para Juan Carlos que sí la conocía un signo de admiración para los artistas. El conocía los teatros de Buenos Aires y en ninguno vio tanto talento.


    Así salieron a escena Igor e Ursula que en dicho caso eran Juan y María. María, aparentemente le dice:


    – No, no con su pito, no, que todavía me duele.

    – Sí, claro, no es para menos

    Dijo Juan, a lo que el público ovacionó con un largo “eehhh”

    Juan mira al público, mira a María y vuelve a mirar al público, vuelve a mirar a María y vuelve a mirar al público con esa señal supina e italiana, de juntar los cinco dedos de una mano en punta, para preguntarles:

    – ¿Qué pasa?

    Uno, desde el fondo, ensaya una respuesta.

    – Ah, no, me temo que han entendido mal. Hablábamos de Conzupito Watabe, un samurái japonés que hemos conocido, que es recordado por María con mucho dolor… ¿quieren saber por qué?

    – Siiiii….

    – Esto ocurrió en Okinawa. Conzupito, era un samurái subordinado del Shogún Ekeyi Sawamoto, y este le encomendó una tarea delicada, espiar detrás de las líneas enemigas, la cantidad de flechas con que éste contaba. Hacia allí salió el joven samurái. Pero al subir a una colina para poder contemplar el paisaje de guerra, fue sorprendido por otro soldado, también samurái como él.

    A partir de aquí los presentes pudieron ver sobre una sábana blanca como dos sombras se movían enarbolando largas armas blancas ágilmente.

    – Ambos desenvainaron sus sables samurái y se trenzaron en una lucha que sabían de antemano que era a muerte. Sus sables en sus hábiles manos, cortaban el viento con su afilado acero. Sus respiraciones les robaban viento a los pájaros. Sus sudores creaban curiosos arco iris de luna. Ambos enemigos, estuvieron así luchando sin descanso por espacio de una media hora, hasta que ambos se cruzaron de tal forma que uno y otro pudieron escucharse hasta los latidos del corazón. Sin embargo, el otro, con un extremo movimiento de ataque, avanzó con su katana furiosamente, pero Conzupito lo esquivó y dando un giro completo con la suya, le cortó la cabeza. Tras lo cual se tiró al pasto a reponer fuerzas y retomar aire. A los 5 minutos, como corresponde a un soldado de su estirpe se dispuso a enterrar el cuerpo de su enemigo, que como ustedes deben saber, primero se debe desnudar y luego rodear de una sábana blanca, símbolo de la paz que el guerrero muerto disfrutará en el cielo. Pero, fue aquí donde el horror lo invadió, al quitarle la máscara ritual a su contendiente pudo ver con sus pobres ojos que era su hermano menor. Conzupito cayó de rodillas y estalló en llanto, él había matado a su propio hermano, o su hermano lo mataría a él.

    – El samurái, entonces, se aprestó a consumar su suicidio ritual, es decir el Harakiri. Y si alguno aquí presume de valiente, lo invitó a que sólo lo piense. El suicidio ritual se realiza así: Luego de tomar el té, arrodillado en posición de loto, sobre una esterilla virgen, esto quiere decir que tal alfombra se lleva únicamente para estos casos, se debe llegar a tal concentración que el samurái sólo ve el cielo que le espera, pues de no hacer las paces con el cielo será rechazado por él. Allí se toma una taza de Sake, única bebida alcohólica permitida antes del ritual. Luego se toma, con ambas manos el puñal, que es enterrado en el costado de la mano más hábil hasta que la mano siente que ha atravesado los intestinos y luego, muy lentamente, pues rápido es considerado cobardía, se lo lleva hacia el otro costado, dando por finalizado el rito cuando los intestinos salen despedidos sobre la esterilla, y allí el samurái sin ningún quejido espera a la muerte que a veces viene rápidamente, pero otras la agonía puede tardar horas. Conzupito se despidió de la vida cuando el sol apareció con un magnífico rayo verde.

    – Esto, mis amigos, es lo que sucede cuando los pueblos hermanos se entablan en una guerra, uno puede llegar a matar a su propio hermano de sangre.

    Los presentes, habitualmente animosos, quedaron absortos y alguno lloroso, y no fue hasta que el capitán Juan Carlos, rompió en aplausos que todos dieron rienda suelta a los suyos, sin escucharse una sola voz de rechazo.


    Las fabulas actuadas no estuvieron ausentes. Pero quizá la más comentada fue aquella en que un viejo padre cansado de las peleas de sus hijos un día se aparece con un haz de varillas y les pide a uno por uno que la quiebre, lo cual ninguno pudo lograr. Pero luego él desatando el haz tomó a una por una las varillas y las quebró con suma facilidad.

    Para algunos sólo fue una enseñanza para la vida, pero para Juan Carlos una reflexión, se preguntaba ¿No será esta guerra un artilugio de Inglaterra para separarnos y luego agarrarnos de a uno?

    La siguiente noche imitando a los voceadores de los grandes periódicos europeos los mismos payasos comunicaron las novedades, y entre los favoritos del grupo de actores era criticar a los personajes políticos mundiales o locales.


    – La reina Victoria es amante de un negro que se la encaja…

    – ¿Cómo?

    – No, perdón, digo que la joven reina Victoria es amante del encaje negro.

    – Ah..

    – No, que Ahhh, está bastante gordita la mujer, y lo usa para que se le note menos…


    – Cuando termine la guerra Sarmiento se va a mudar al Paraguay para reconstruirlo.

    – Pero si está abogando por el absoluto exterminio.

    – Sí, pero ya tiene pensado juntarse con unas treinta pararaguayititas y tener unos 50 hijos


    – Un primo de Mitre comió un chancho en lo de mi tío.

    – Pero, ¿Qué dice?. Lea bien por favor.

    – Un primo Mitre dimitió por un chanchullo



    Igor, declara ante toda la audiencia:

    – Mi prima Anastasia, siempre se enoja cuando le tocan las maracas.

    Y Úrsula le responde:

    – Es lo que corresponde… (y luego de un largo silencio) como si ella no pudiera tocar otros instrumentos que el director le designe, es más, él dice que ella es muy buena tocando la flauta.



    – ¿Saben lo que le pasó a Rigoberto?

    – ¡No!

    Rigoberto, que como ustedes deben suponer no es más que un nombre ficticio para no recordar la vergüenza que pasó: lo matraquearon.

    – ‘¡Uy, no, pobre! Dijo uno.

    Rigoberto que era súbdito de un reino que no nombraremos, fue designado como agregado cultural en otro reino, que tampoco nombraremos.

    Al tercer día de complacientes paseos por la ciudad capital, rodeada de fuentes de aguas danzantes, puentes levadizos y una hermosa vista hacia el castillo, un transeúnte que lo identificó por sus vestimentas le preguntó a boca de jarro:

    – A Usted, ¿ya lo matraquearon?

    Y sin darle más respuestas el transeúnte se alejó.

    Que decir que Rigoberto esa noche no pudo dormír.

    – ¿Matraquearme a mí, héroe de 20 batallas, habrase visto tanta felonía?

    Pero luego reflexionó:

    – ¿Por qué el ministro me eligió si sabe que yo no estoy para esas cosas… habiendo varios que lo harían con sumo gusto?

    Por la mañana le arrojaron un sobre donde lo invitaban “cordialmente” a la ceremonia de encopetado, o sea, matraquearlo… pero, además, nada de cosa privada, sería cosa pública, en medio de la plaza central.

    Dos días sin poder dormir. Pensó en huir, pero, ¿Qué pensarían en su patria?

    Finalmente llegó la hora.

    El anfitrión, (el verdugo, pensaba para sí) le pregunto de como quería ser matraqueado.

    – Con los ojos vendados

    Como si lo fueran a fusilar.

    Pues bien sonó una trompeta y sintió como cuatro huevos se estrellaban sobre su cuerpo, luego algo que olía a harina y por fin, un ensordecedor sonido provocado por cuatro gigantescas matracas de metal que giraban sobre él para felicitarlo por la confirmación de la firma de sus diplomas de embajador.

    Rigoberto sólo se arrodilló para reírse de sí mismo un largo rato.

    Igor volvió a mirar a la multitud, esta vez eran 32, para decirles, algo que sirvió de moraleja:

    – Nunca den por sentado lo que creen conocer de las culturas ajenas”


    Un soldado preguntó

    – Y eso, lo otro, lo que suponíamos, ¿podía llegar a pasar?

    – Pues claro, le respondió Igor, si algo pasaba y el delito era grave, era la muerte: la horca, la decapitación, el empalamiento público. Si el delito era aún más grave, se lo arrojaba al aceite caliente, no hirviendo para que la muerte fuera una larga agonía de dolor. Y no hablemos de la tortura.


    Les voy a contar la historia de Leonardo, no el pintor sino un simple campesino que medía casi tres varas… o al menos dos y media, al que acusado de haber abusado de una muchacha lo condenaron a morir en la horca. Demás está decir que para que la historia fuera interesante el muchacho, que tenía unos 25 años, no había abusado de nadie. Ya que, por su hermosura, todas las damiselas suspiraban, y soñaban con casarse con él.

    En algunos lugares donde yo he estado la muerte no es tomada con el horror de otros tiempos. El campesino estaba acostumbrado a ella, ya fuera por una peste, una guerra o una masacre injustificada. No era que no doliera, sino que ya estaban acostumbrados, mejor dicho, resignados.

    Ahora bien, como al inquisidor la horca le pareció poco, ordenó quemarlo en la hoguera, de modo que se ordenó al pueblo entero presenciar el cadalso.

    Llegó la hora, el reo fue atado al palo, y ramas y leña fueron puestas a sus pies, y luego de leída la sentencia por el vocero, el verdugo encendió la pira, la que, debido a su enorme tamaño, era abundante.

    Pero cuando la pira tomó fuego y sus primeros gritos se comenzaron a oír, ocho jóvenes damiselas, entre ellas la causa de su holocausto, primero intentaron liberarlo y mientras luchaban por hacerlo, el fuego y humo las venció cayendo de bruces sobre la llama viva, y todas, se pudo comprobar luego de retirados sus cuerpos parcialmente calcinados eran doncellas.

    Aunque el inquisidor, quien obtuvo la confesión del joven mediante tortura, quiso hacer un pacto de silencio, con el alcalde ya que la opinión de la chusma no contaba, éste se negó y pidió que se llegara al fondo de la cuestión, la cual fue rápida y expedita. Esa misma tarde el padre de la doncella, que había usado el ardid para quedarse con las magras tierras del joven, al ver el sacrificio de su propia hija a quien él había mancillado en su honor con tal mentira, se ahorcó y fue enterrado fuera del mismo como correspondía a los criminales y suicidas.

    O bien, mis amigos, como dicen en Europa, no escupir al cielo que el escupitajo puede caerte en la cara.


    Durante casi un mes se representaron diferentes escenas la Ilíada y la Odisea, lo cual motivó que la compañía tuviera que explicar quienes eran esos héroes y dioses.


    Así que una tarde Tatiana, Igor y Úrsula contaran que habían estado con algunos de esos personajes.


    – Ayer dormí en los dulces brazos de Afrodita. Contó Igor.

    – Y yo estuve en los brazos del bello Apolo. Agregó Tatiana

    Y Úrsula en estado deplorable, con la ropa ajada y totalmente despeinada, declara:

    – ¡Bah!, eso no es nada, a mí me pasó por encima, Asterión, el minotauro que tiene… Frase censurada por Igor


    Luego del chiste, un soldado, ignorante de la cultura griega, ya que las clases que les habían dado sólo lo sacaba de la oscura noche de la total ignorancia, preguntó:

    – ¿Cómo era posible que Hera, que era madre de Atenea y Afrodita, no sólo compitiera con ellas por ser elegida por Paris como la más bella, sino que luego se enojara con él y de allí con todos los troyanos?


    La respuesta de que los dioses no envejecen no lo satisfizo.


    Como el muchacho seguía absorto, volvió a preguntar:


    – ¿Por qué Apolo luego de darle el poder de la profecía a Casandra, luego hizo que nadie le creyera, sólo porque se negó a yacer con él? ¿Acaso los dioses no son buenos?


    Igor con mucha indulgencia le respondió que los dioses del Olimpo, al ser mucho más humanos, a veces eran tanto buenos como vengativos, y Apolo era el dios más bello y por lo tanto no aceptaba la negativa de una simple mortal.


    Una cerrada noche de primavera cuando los azahares de los naranjales perfumaban el ambiente, cayó en medio de una representación de Antígona de Sófocles, una comisión de oficiales a causa de una la investigación de un hecho grave. Juan Carlos ignoraba que pudiera ser, ya que no había tenido crímenes ni delitos graves en los últimos dos meses, y estos ya habían sido cursados a un juzgado del fuero militar. El saberlo hizo que a Juan Carlos casi se le cayera la quijada.


    – ¿Aquí se ha mancillado la honra de la Santa Madre Iglesia?

    Dijo el capitán encargado de la investigación.

    – No, que yo sepa.

    Respondió Juan Carlos.

    – Pues nosotros tenemos a un malandra, encarcelado como corresponde, que dice haber escuchado un supuesto chiste de pésimo gusto en este lugar.

    – ¿Cómo dijo?

    Respondió Juan Carlos que había visto todas y cada una de las representaciones de los gitanos.

    – Vamos, confiese teniente, que usted está a salvo por ser el jefe de este destacamento, lo cual no implica que una nota figure en su foja de servicios.

    Juan Carlos, por más que se devanaba los sesos no podía recordar cual pudiese ser dicha ofensa. De pronto recordó la representación de Romeo y Julieta y así se lo refirió al capitán investigador.

    – ¿Usted cree que una representación ideada por un ridículo inglés puede mansillar a nuestra Santa Iglesia?

    – Bueno, dijo Juan Carlos, después de todo el drama se desarrolla en una Italia católica y el cura que los casa es obviamente católico.

    – No me diga, no lo sabía, yo pensé que se desarrollaba en Dinamarca.

    – Esa es Hamlet

    Y para sus adentros agregaba, “pedazo de ignorante”.

    – Pues sí, pero no es de eso de lo que estoy hablando. Y dado que usted se niega a reconocerlo, yo delante a todos estos estúpidos testigos (se oyó un ooohhh de desaprobación) le leeré tal pieza sólo digna de alguien poseído por Belcebú.”

    A Juan Carlos semejante declaración le desató la hilaridad y tuvo que hacer un esfuerzo desmedido para no reírse a carcajadas del oficial.

    – Bien, prosigo.

    Dijo el oficial quien antes de leer se persignó.


    – Sepa señor que yo vengo de una familia sagrada: mis padres fueron un cura y una monja.

    – Ah, dejaron los hábitos.

    – No señor, los acomodaron por un rato en una silla.


    Los soldados de Juan Carlos ya no los soportaron más y se rieron, no del inocente chiste, que ya conocían sino de que alguien hubiera viajado más de cien leguas a caballo y en medio de una guerra para semejante ridiculez. Y lo hicieron ostentosamente como para que el oficial supiera lo ridículo que era.

    Pero al montar su caballo el oficial dijo:

    – Yo he cumplido con mi deber. Por ahora esto es sólo una advertencia. La próxima vez será un juicio marcial con posible fusilamiento.

    – Vea, le dijo Juan Carlos tan airado que las venas del cuellos parecían que le iban a explotar, lo que realmente ofende a la Santa Iglesia y a la sangre de Nuestro Señor Jesucristo es esta guerra entre hermanos y Usted interrumpe la paz de este destacamento a causa de una humorada que no le hace nada a nadie.

    Terminando la frase tan desaforado que se quedó sin voz.

    Juan Carlos creyó ver que el oficial llevó la mano derecha hacia su pistola pero se arrepintió y espoleando a su caballo desapareció en la oscuridad de la noche

    El resto del fogón consistió en que los soldados, mientras Igor tomaba furiosa nota, contaron innumerables chistes de muertos, borrachos, locos, curas, monjas y soldados que se duermen en su guardia, algunos no por ingeniosos dejaban de ser reales. Juan Carlos, aunque formalmente profesaba la fe católica, en su interior tenía un gran desprecio por todo lo que significase religión de todo tipo. Y luego recordó haber leído que durante los primeros años de la revolución y hasta que Don Juan Manuel produjo la Restauración, la Iglesia fue una enemiga más.


    Tres semanas después, a causa de haber oído tal acto ridículo por parte de un viejo camarada suyo, quien pidió licencia por tres días en su puesto paraguayo fue el capitán Mansilla, el cual al reencontrase con Juan Carlos lo molió a abrazos.

    Como su tiempo era poco no sólo quiso saber del caso sino interiorizarse de las tareas de Juan Carlos. También disfrutó de una velada de buen teatro en su honor y luego para no perder la costumbre pidió que aumentaran la fogata y contó varios de sus memorables cuentos, algunos cómicos y otros muy tristes, que curiosamente eran los que más querían los soldados quizá para paliar la verdadera tristeza de ser parte obligada en una guerra que ellos no deseaban.

    Mansilla por haber dormido en la primera cama blanda en muchos meses sólo se despertó al mediodía, cuando una indiecita le acercó un mate. El primero fue amargo, pero la nena le preguntó si lo quería dulce o mejor si quería tereré. Mansilla que amaba a los niños, no sólo aceptó el mate, sino que luego de un breve aseo personal salió al patio para escuchar sus cosas, sin dejar de pedirle que cuente sus travesuras. Una de ellas fue esta.


    Un soldado que despreciaba a los paraguayos a quien acusaba por la guerra, sabiéndola protegida de Juan Carlos, cada vez que ella pasaba delante suyo, o bien le ponía el pie para que tropezara, especialmente si llevaba varias cosas, o bien le levantaba la falda, no por lujuria sino para decir que ahí ninguna paraguaya tenía nada. Anahí en lugar de pedir ayuda sólo le llevó un mate. El soldado se ufanó de qué así había que tratar a todas las mujeres para que hagan lo que los hombres les mandan. Pero por la noche, sus tripas pidieron desesperadamente que se acercara a las letrinas, allí luego de despedir hasta el minúsculo cerebro que llevaba puesto y planear la venganza contra la indiecita, se pegó el susto de su vida cuando un yaguareté mostró su cuero y su afónico grito. Tal fue su susto que cayó dentro de la pestilencia mientras se persignaba y prometía a “diosito” no hacerlo más. Las carcajadas de sus compañeros no fueron por verlo llegar lleno de tal pestilencia, sino porque el mentado yaguareté no era otra cosa que la menuda Anahí que se había puesto un cuero del animal por encima de la espalda e imitaba a la perfección sus sonidos.

    Mansilla se rio mucho y le pidió que no le dijera el nombre del soldado porque si no lo encarcelaría por muchos días por deshonrar el uniforme al deshonrar al género femenino.

    Juan Carlos observó con que paciencia Lucio escuchaba a la indiecita, algo poco común en hombres de su importancia.

    Así mientras la charla se desarrollaba a escasas varas de él. Comenzó a reflexionar sobre temas menores pero que a él le intrigaban. Uno de ellos era el color de piel de Anahí.

    Anahí no tenía el color café con leche habitual en los indios americanos sino que sin ser de estirpe europea ella era blanca y así lo eran los guaraníes quienes, incluso, podía ser calvos, mientras esa falencia no existía entre los indios americanos. Así recordando algunas de sus lecturas trajo a su mente esa que indicaba varias de las teorías científicas sobre el origen del indio americano. Todas concuerdan en que el hombre no es originario de América sino del África pero no tan de acuerdo de cómo el hombre llegó a América. Mientras unos decían que habían entrado por Alaska hacía muchos miles de años, otros que habían llegado en endebles balsas desde la polinesia. Estos serían los actuales habitantes andinos, que luego o bien subieron hasta México o cruzaron los Andes. De los otros algunos fueron los esquimales, y bajando los indios del norte de América. Así quedaban por responder dos cuestiones. Una, ¿Por qué lo pieles rojas tienen ese color de piel? La respuesta más aceptada era que los Vikingos llegaron mucho antes que Colón hacia el año 800 y al mezclar su piel rosada con las del indio americano surgió ese curioso color de piel. Y la otra que no tenía registros, pero vendría a ser lo mismo con los guaraníes. Pero mientras los pieles rojas a, veces eran rubios, no así los guaraníes por lo que la teoría de que los Vikingos habían bajado hasta el sur no se sostenía. Otra era que grupos de rebeldes españoles sin querer responder a la corona se había mezclado con los aborígenes del Paraguay. Pero ninguna satisfacía por completo a nadie.

    Ya rayaba el alba cuando Mansilla le entrega a la indiecita para que duerma un rato, y le pidió si fuera posible que el día de mañana comieran carne vacuna. Juan Carlos le dijo que sin ninguna duda.

    A Mansilla le gustaba el buen comer y aunque nadie lo podía creer sacó a relucir para todos. una caja de vinos chilenos de primera categoría la que fue acompañada por un buen asado de ternera. Para esa noche los gitanos tenían preparada “Sueño de una noche de Verano” y para que no los acusasen de anglófilos, “La vida es sueño”.

    Para terminar, Úrsula recitó una gran cantidad de sonetos de Sor Juana, para muchos la más grande poeta americana.

    Por la mañana Lucio volvió al frente, pero dejó a un camarada de ramas y correrías para que lo reemplace por un breve tiempo en sus tareas administrativas, y, claro, como contador de cuentos de fogón. También le entregó una carta que había llegado durante la guardia nocturna desde Buenos Aires y que había sido dirigida por error al frente, Juan Carlos la abrió con gran incógnita.

    En ella se enteró de una de las más amargas noticias: Su abuelo Ismael había muerto. Ya hacía cinco años que Alcira también lo había hecho luego de un furioso cáncer de intestinos, y ahora Ismael a causa de su diabetes. Según la carta enviada por su padre Alberto, Ismael se encontraba bien, pero durante una de sus caminatas nocturnas, rozó su pie derecho con un hierro que sobresalía de una de las pocas calles empedradas de Buenos Aires, produciéndole una herida a la que no le dio importancia por lo pequeña. ¿Qué importancia podría tener una herida de poca monta en un cuerpo que sangró en Maipú y salió con vida de Cancha Rayada? Sin embargo, a los dos días el pie comenzó a necrotizarse y engangrenarse y en tan solo tres días el corazón de Ismael, tan grande en lo físico como lo había sido en lo moral, dejó de latir.

    Juan Carlos se retiró a su barraca para llorar un largo rato.


    Tres cuentos de fogón


    Como decíamos, en esos días que Mansilla estuvo con Juan Carlos no pudieron faltar sus famosos relatos algunos que publicaría en varios de sus libros. Se sabe que muchos son leyendas populares pero algunos son producto de su propia experiencia personal. Que ya tenía fama de buen cuentero ya en esos días lo dice el hecho que apenas él se acercaba al fogón, aunque sólo fuera para calentarse las manos, todos hacían silencio y de pronto le brotaban las palabras como agua de manantial.

    Pero no sólo fueron sus palabras las que se escucharon durante varios días. Si Juan Carlos era su amigo de la infancia, el Capitán Alfonso Toribio Pelayo era su compañero de juergas. Cuando a Mansilla su padre lo subió de una oreja a un barco para que su tío no le pusiera una bota de supositorio de una patada; Pelayo, casi un año después, se subía en la misma embarcación, con el fin de encontrar mercados para los cueros del saladero de su padre quien competía a veces poco amablemente con los de Don Juan Manuel y su destino fue Bangkok. Y fue en esa ciudad que, luego de escuchar que en medio de una batahola alguien pronunciara insultos en el claro dialecto rioplatense, se acercó para a ver qué pasaba. Al parecer se tomaron a golpes de puño entre un grupo de ingleses y uno de hindúes por la consabida libertad de esa tierra y, como a mi juego me llamaron, un centenar de jóvenes de diversas ciudades y naciones se sumaron a la gresca. Pelayo veía como el entonces mozalbete Lucio que había tomado parte por los hindúes, mejor dicho indios, y cuya estatura no lo favorecía, se trenzaba entre los más robustos contendientes, viendo lo bebido que estaba y que la estaba pasando muy mal entró, lo durmió de un derechazo y lo cargó al hombro ya que Pelayo era un tipo no sólo muy fibroso sino enorme. Como al día siguiente, resaca mediante Lucio no se acordaba de nada, se lo tuvo que explicar. Pero dos días más tarde alguien le contó que de no ser por Pelayo lo hubieran apuñalado en ese tumulto y de allí nació una larga amistad. Pelayo siguió con su viaje de negocios y Lucio con su viaje de aprendizaje. Ya que su viaje no era sólo placer, aprendía de culturas, lenguas y comercio, no por el consabido y aconsejable poder de los libros sino en el lugar de los hechos. En lo que ambos coincidían además de su gusto por la política era el sabor que le encontraban a los libros y cuanto más exóticos estos fueran mejor. De ese conocimiento de historias y muy viejas leyendas ambos solían alimentar las tertulias y seducir a muchas muchachas. Que, aunque no fuera cierto, como lo era, que lo había sacado de tal gresca por la forma en que lo contaban, parecía el esforzado Héctor contra todos los griegos juntos, y eso gana perfumes de azahares y caídas de peinetones en todos lados.

    De modo que una tarde noche, el capitán Pelayo, tomando la palabra dijo:

    Ustedes saben que con mi amigo Lucio nos hemos cruzado en diversos puntos del globo. Pero estuviera donde estuviera, si el conocimiento de la lengua me lo permitía ya que por entonces sólo hablaba castellano, obvio, inglés, francés y algo de ruso, de modo que paraba la oreja en cada lugar que podía para poder escuchar historias de tierras tan exóticas como China, India, Australia, Arabia, Islandia o Tailandia que si ahora varios son parte, por obra y gracia del sable, la libra y el cañon, del Imperio Británico durante muchos siglos disfrutaron de una honrosa libertad; y como todos sabemos donde mejor se las escucha es donde una persona decente no debiera estar es que les voy a contar lo siguiente que muchos dicen que es sólo una leyenda y otros la pura verdad.


    Hace muchos años, cuando aún no existía la gran Muralla China, ni las Grandes Pirámides de Egipto, ni mucho menos, Grecia o Roma, pero sí ciertos señores que construían su poder y riqueza con el simple recurso de controlar un curso de agua, existió un pequeño reino enclavado entre China e India que hoy sólo es polvo de la historia.

    Luego de varias generaciones en que una dinastía lo gobernó con cierto éxito llegó al trono un tal Subrahmanyan, a quien para abreviar ya que no sé el significado de tal nombre, llamaremos Subra, porque esa lengua que es madre de lenguas incluso del griego y latín y por lo tanto nuestro castellano, ya no existe salvo en lo sutras que inundan los templos más antiguos.

    Pues bien, cuando el oro aún no se usaba ni como moneda ni como intercambio este muchachito que aún no lucía la barba que enorgullecería a muchos, se hizo cargo de un reino que por lejos era dominado por ricos y poderosos, y por dicha causa, el egoísmo y la ambición, su prosperidad había comenzado a mermar, forma eufemística para decir que los ricos eran más ricos y los pobres cada vez más pobres. El casi infante le había escuchado con amargura a su padre, que amaba a su pueblo que las finanzas del reino dependían de las cosechas y ellas del agua que ellos administraban.

    Cuando el rey murió y el muchacho, se sentó en el trono, que por entonces no era más que un simple lugar, una gran cabaña que apenas se diferenciaba en lujo de las demás, se rodeó de gente totalmente nueva, y si sólo los nobles sabían leer y escribir, él, por el poder que le confería su título, en lugar de estos se rodeó de sus amigos de la infancia, sin importar si sabían o no leer, porque de ellos sólo necesitaba la palabra y estos fueron sus fieles ministros. Así fue que a uno, se le ocurrió una original forma de celebrar los matrimonios de los jóvenes, algo que los nobles nunca habían hecho, regalarles una cría de buey de dos años y una reja de arado que, deben saber, aún eran de madera ya que el metal era muy caro de fundir y trabajar hasta que llegaron los expertos herreros muchas generaciones después, lo cual para jóvenes tan pobres era una fortuna. Semejante idea, si primero causó espanto, por lo costoso a las arcas del reino, a los pocos años, demostró ser lo contrario, porque al haber un buey por familia y no uno cada 10 o 20, hizo que se necesitara más alfalfa, que algunos de esos mismos jóvenes se apuraron a sembrar, pero además como todos pudieron arar a mayor profundidad y no lo que sus brazos pudieran herir a la tierra, las cosechas fueron mucho más abundantes. Y allí, otros dos de sus ministros, uno que era criador de caballos y otro fabricante de carruajes en un acto de suma esperanza le dieron crédito al reino, 10000 caballos y 5000 carros, si el plan tenía éxito ellos sólo cobrarían por los caballos y carros que era mucho dinero, y digo dinero, cuando aún eso no existía, pero si fracasaban quedarían en la total ruina ellos y el reino. Pues bien, si los bueyes que seguían ganando en tamaño y fuerza eran usados en el campo, carros y caballo para transportar el excedente de las cosechas hasta los reinos vecinos, pero decir vecinos era estar a cientos de leguas de distancia. Fuera lo que fuera lo que parecía sobrar en cualquier parte fue muy bien comprado. Lo que en realidad estaba pasando era que dos de esos reinos se hallaban embarcados en una cruel guerra y necesitaban no sólo al alimento para sus ejércitos sino tener más hombres listos para la batalla pero de esa manera lo debían quitar del campo, encontraron en el ofrecimiento de Subra, esto es, alimento barato, ya que Subra que simpatizaba con ambos pero que no podía hacer nada para cesar la guerra, no se abusó de la situación. La guerra duró mucho más de lo previsto y si cesó no fue por el triunfo de ningún bando sino porque el pueblo lentamente fue emigrando hacia donde pensaba, y no se equivocaba, había paz y abundancia, de modo que luego de 20 años sin haberlo pretendido Subra aceptó a los viejos rivales como parte de su reino con los mismos derechos que los antiguos habitantes.

    Pero no crean que esto era un cuento de hadas, porque en su corte había, de parte de los antiguos cortesanos que veían con malos ojos tanta prosperidad del pueblo ya que pensaban que sólo un pueblo pobre era un pueblo dócil, y que los funcionarios que ganaban según esa prosperidad, mientras ellos en esos 20 años sólo habían podido mantener sus bienes. La razón era simple, quien podríamos llamar ahora, su ministro de tesoro había creado impuestos diferenciados que podemos explicar así. Ustedes deben de conocer el relato de la viuda pobre, pues bien si un tanto por ciento, según la matemática es lo mismo, para todos, no lo es lo mismo para el rico que para el pobre, porque uno da, o le cobran, de lo que le sobra y el otro debe dar de lo que le quita a su estómago, de modo que el cobro fue inverso, no se le cobró a nadie por las riquezas nuevas, esto en el caso de los campesinos era no se le cobraba por lo que la tierra diera sino por lo que estuviera sin arar, y cómo los únicos que conocían a los metales nobles eran unos pocos y muy ricos pronto cayeron en la cuenta que la única forma de escapar de tal impuesto era poner a esa riqueza a producir, lo cual no querían. De modo, que los atentados a la vida de Subra eran moneda corriente, que una flecha que le roza su larga cabellera, que unos higos envenenados, que un barcaza que se hunde en medio del lago, que un asesino puñal en mano, pero lo que no tuvo Calígula sí lo tuvo Subra una guardia fiel, que si el reino no tenía guerras, sí tenía ejército, pero más dedicado a cuidar a los campesinos de bestias y ladrones que las lejanísimas fronteras. Y allí, Subra que ya para esto tenía sus cuarenta años tenía a sus dos hijos mellizos, y si no tuvo más fue porque su joven y amadísima esposa murió en el parto y el como acto de eterno recuerdo no volvió a casarse, lo cual no quiere decir que no tuviera amantes, porque por aquellos años sólo se casaba quien quería y muchos muchachos y muchachas elegían la soltería pero jamás la castidad que era muy mal vista por todos.

    Estos muchachos, al contrario de otros nobles, se peleaban porque el futuro soberano fuera el otro, pero por otra parte, por un acuerdo al momento del parto nunca se supo quién tendría la supremacía del primogénito, lo cual sería una sentencia de elección por parte de su padre. Que si se peleaban y lo hacían a menudo no era por las riquezas sino por lo favores de alguna damisela. Ocurrió un hecho que pudo ser grave, cierta vez uno cayó a un frío río de montaña en pleno deshielo y estuvo sumergido durante varios minutos y a causa del agua fría y la falta de aire se puso azul, en cambio su hermano que se arrojó a salvarlo, cuando emergió y llevó hasta la playa estaba rojo del esfuerzo, por eso el pueblo los empezó a llamar Azul y Rojo. La cuestión es que a partir de entonces hacían teñir sus sencillas ropas de rojo o azul, según quien fuera. Sin embargo, el pueblo que sabía de su carácter jocoso nunca sabía, como siempre había sido, quien era quien.

    Sucedió durante el festejo del 30 aniversario de su reinado. Pero, parece que me olvidé de decirle como en aquel reino se medía el tiempo. Lo meses eran 13 de acuerdo al tránsito de la luna, o sea 13 meses de 28 días, siendo el día o dos sobrante pura fiesta. El día comenzaba cuando el sol pasaba por dos ranuras planas horizontales, lo que para nosotros sería el amanecer de modo que aunque nadie lo notara la hora variaba con las estaciones que no eran consideradas como ahora, sino que un 21 de marzo como el de ahora no era el comienzo de una estación sino el cenit de ella.

    Pero, decíamos, cada año en que el reino lograba que la cantidad de niños muertos durante la infancia no superara de cierta cantidad, ya que por entonces eliminarla más que por acciones del reino se debía a cuestiones naturales, es decir, que no haya inundaciones, sequías, olas de frío o plagas, con lo cual quiero decir que ese trabajo por entonces era titánico, de modo que más que festejar logros se alababa a la suerte. Entonces se sumaba una nueva piedra caliza al monumento a la vida, y debo decir que la piedra caliza significaba la pureza de un niño que no muere. De modo que no nos es posible decir a que cantidad de años reales correspondía tal cantidad de piedras, quizá eso mismo, pero quizá el doble, no más porque la gente se moría mucho más joven que ahora, ya que un simple corte de una mano que se infectaba te mandaba al otro mundo.

    Y Subra contento de tal acontecimiento, ordenó que ese año, en lugar de un buey, las jóvenes parejas recibieran dos, lo cual quedó sin efecto no porque no hubiera suficientes bueyes sino porque aquellos matrimonios, ahora viejos matrimonio que habían recibido el suyo una y dos generaciones antes, los rechazaron gentilmente en aras del crecimiento del reino. Pero como el rey algo les quería regalar mandó a sus hijos hasta el lugar donde vivía aquel primer matrimonio a fin de ordenar la construcción de un monumento al trabajo que por entonces no era otra cosa que una escultura hecha en madera de roble, en tamaño natural, de un buey seguido por un hombre tomado de un arado y su amada mujer alcanzándole una bebida fresca. Y con el sello y lo que hoy llamaríamos dinero, Azul y Rojo, para allá fueron.

    Les decía, estaba Subra alegre y bastante, mejor dicho muy bebido cuando alguien se le acerca con el rostro cubierto de ceniza, lo cual no podía significar otra cosa que una noticia terrible y lo fue. Su dos queridos hijos que ya pintaban canas habían sido asesinados en un perdido camino. Y no murieron por la lanza de algún enemigo o su espada de bronce, sino que luego de espantar a sus mansos caballos que los arrojaron de sus lomos, lo golpearon con palos y les destrozaron la cabeza con pesadas rocas.

    ¿Quién podría haber causado semejante felonía siendo que era bien sabido lo mucho que el pueblo quería a los hijos del rey?

    Subra se montó al primer caballo que encontró y su guardia personal, ahora también de duelo por la muerte de sus jefes, lo siguió. Hallaron a los muchachos como el mensajero les había dicho. Sucedió lo que nunca en el largo reinado de Subra, un funeral que duró toda una luna. Hay que decir que era costumbre en ese reino que al comenzar el funeral se colocara al cuerpo desnudo del occiso sobre cuatro maderos a la altura de la copa de un ciprés, y permaneciera allí, mientras los deudos permanecían en vela, hasta que la carne del muerto se desprendiera y cayera hacia la hoguera ya lista desde la segunda semana, y recién entonces se encendía la pira. La costumbre de colocarle dos monedas sobre los ojos para el barquero vino mucho, cientos de años después, lo que sí como los maderos eran de roble o quizá quebracho ardían hasta mucho después que los cuerpos fueran ceniza y sólo cuando estos se apagaban y el viento soplara las cenizas se daba por concluido el funeral. En su caso las cinco provincias pidieron parte de las mismas para dotar de reliquias a los monumentos que harían de ellos.

    Subra se sumergió en la tristeza pero eso no le impidió ordenar una investigación que cinco años después no tenía culpables. Pero sus fieles ministros le recordaron algo que o bien él no quería decir o por negarlo en su interior se había olvidado, nombrar a un nuevo sucesor. El favorecido fue Tarbanesh, un muchacho, nieto de su hermana menor ya que la costumbre sólo permitía soberanos varones y sus otros hermanos sólo tenían mujeres, 50 mujeres. Se hizo el nombramiento mediante un bando que se difundió en la plaza de las principales ciudades que sólo eran 5, las capitales de provincia.

    Al año de esto, luego de una cena con la presencia de los 5 gobernadores de su reino, Subra se sintió indispuesto pero antes de poder levantarse y dirigirse a su habitación cayó muerto con el color violeta propio de quien había sido envenenado. Por expresa orden suya luego del funeral de sus hijos, dejó expresado que su funeral fuera lacónico, de modo que al día siguiente de su cremación el nuevo rey hizo toma de su lugar.

    Ese mismo día ocurrió un hecho que a todos les permitiría saber que los buenos tiempos habían terminado. Un campesino que le había traído un toro blanco, muy raro de encontrar, lo saludó con alegría y simpatía con el nombre de Tarba habida cuenta de que el rey anterior se dejaba acortar el nombre por sus súbditos, la respuesta de Tarbanesh fue inmediata, hacerlo azotar hasta la muerte y como el jefe de su guardia sería el encargado de tal ejecución, cuadrándose con respeto le pidió piedad para el campesino y como resultado los condenados a muerte fueron dos.

    La noticia corrió rápido por todo el reino. El resultado fue que ese año, sorpresivamente, las cosechas en lugar de rendir 100 rindieron 70, no por falta de trabajo pero sí del entusiasmo propio de todos por el trabajo.

    Tarbanesh mandó bandos a todos para comunicarles que él en persona iría a saludar a las nuevas parejas casaderas. Cuando se apersonó ante la primera de ellas y como no había llevado el acostumbrado buey todos se preguntaban que habría llevado. Pero el rey les preguntó cuántas generaciones hace que esa familia había recibido regalos de Subra. Tres le respondieron. Pues bien, les dijo, quiero que me devuelvan los tres bueyes que son míos por derecho real. El atribulado padre de la novia le contestó que eso no era posible ya que dos de ellos ya habían muerto a causa de la edad. El rey entonces decretó que o bien le entregaran la virtud de la muchacha o las manos del ladrón que usurpaba sus bienes. El muchacho no lo pensó y estirando sus manos le dijo con los ojos inyectados de odio, “Mi rey ha muerto pero aquí las tiene” y fue el propio Tarbanesh quien se las cortó de un solo vuelo de espada. Ese mes, temporada de casamientos en todo el reino, el rey cortó 50 pares de manos y sólo tuvo derecho, si así se puede llamar, a una doncella cuyo esposo no pudo ofrecer sus manos, no por cobarde sino por no poderlas alzar ya que por haberse caído del caballo y partido la espina dorsal, era lisiado de la cintura para arriba y cuando le dijo: “Aquí tiene, mi cabeza o mis pies”. El rey lo ignoró y se preparó para cometer su felonía, que por una orden suya se llevaría a cabo delante de todo el mundo reunido en la plaza. Y luego de tan heroica hazaña declararía que, como se podía ver el rey no era nada de lo que se venía diciendo, ya que al parecer algunos ponían en duda su hombría. Lo cual, en realidad no ocurría ya que para ese pueblo lo que cada uno hiciera con su cuerpo era del ámbito personal. Pero cuando tuvo a la doncella delante suyo al quitarle el manto vio como sus muñecas sangraban a borbotones. Muerta antes que suya.

    No llegó a pasar de un año que las cosechas empeoraron ya que el rey le había cortado las manos a uno de cada diez jóvenes y aunque sus amadas esposas no tuvieron reparos en tomar los arados su fuerza, como mujeres que eran, no era la misma.

    En ese mar de situaciones a Tarbanesh se le ocurrió que se debía erigir una estatua en su honor. Cuando uno de sus ministros le preguntó de que madera lo quería, él lo insulto diciéndole que la madera era para las mesas, las camas y los pobres, que él la quería de piedra, como se acostumbraba en ciertos lugares, y tan alta como los cipreses que presenciaron el funeral de sus odiados tíos, algo que recién entonces tomaron en cuenta.

    Estaban los ingenieros planificando la obra para lo cual deberían transportar roca desde las montañas a lomo de 10 mulas cada una, cuando vieron llegar a la base de la obra a un conocido sólo por algunos que pudieron conocer cortes de reinos que si bien no eran enemigos, porque Subra no los tuvo, tampoco eran amigos. Se trataba de dos asesinos a sueldo que algunos gobernantes usaban para deshacerse de sus enemigos políticos que, según podían decir ahora, cinco años después de acaecido, se vanagloriaban sin sonrojarse en lo más mínimo, ser los autores del asesinato de los jóvenes Azul y Rojo y luego, disfrazados de mendigos extranjeros ya que en el reino no los había, con la excusa de pedir algo de comer, se infiltraron en la cocina real, que no era más que una simple barraca, para envenenar la comida de Subra.

    Por la mañana cuando Tarbanesh se levantó, tomó su caballo y llegó a la plaza donde estarían construyendo su monumento, los albañiles le comunican que todos los arquitectos se habían ido sin poderle decir a dónde pero que según les habían dicho no volverían mientras Tarbanesh, a quien consideraban un rey ilícito por haber llegado al trono por medio del asesinado, viviera.

    Tarbanesh se alzó de hombros diciendo que arquitectos como ellos se podían encontrar en cualquier lado, pero luego de tres meses de enviar emisarios, algunos de los cuales llegaron a lugares imposibles de describir volvían con las manos vacías, y de los reinos vecinos sin nada porque la noticia de que era un falso rey se había desperdigado como la mala hierba al viento.

    Llegó la primavera y cuando Tarbanesh pensaba que visitaría a nuevas parejas para saludarlas, ya que luego del castigo ejemplar que les había infligido ahora sí le devolverían los bueyes, unos 2500 según su propio cálculo, pero de sólo 600 según sus ministros. De modo que le comunican que no había ningún matrimonio que celebrar ya que ningún joven quería perder sus manos por el hecho de querer casarse ya que el campo ahora necesitaba sus manos más que tener hijos que nacerían en un reino de injusticia. Sin embargo, luego de ordenar una investigación logró juntar a 100 muchachos que aunque no tuvieran o declararan tener ni bueyes ni novias con quien casarse ordenó la misma sentencia. Pero resultó que los que él llamaba jóvenes casaderos no eran más que imberbes.

    No había llegado el verano cuando supo que las antiguas provincias del norte, aquellas que habían estado en larga guerra y que gracias a Subra encontraron la paz y la prosperidad anunciaron la formación de un nuevo reino donde colocarían a un soberano legítimo.

    Tarbanesh se rio a carcajada limpia, ¿de dónde sacarían un soberano legítimo ellos que hacía 40 años que habían renunciado a ello y entregado el poder y linaje a Subra?. Pero el mensajero, que aún no se atrevía a levantar la cabeza por miedo a que el rey se la cortara, tomó aire como quien se despide de la vida para decirle, “Su prima Safira, mi señor”

    Eso ni le hizo mella pero dos semanas después hicieron lo mismo la provincia del este y del sur, tal como él las denominaba para no otorgar a nadie el crédito de su fundación y existencia. En el del este nombraron a Nair, y en el del sur Lakme. Por lo que él sólo quedaba a cargo del reino del oeste. Disimuló la ira de haber recibido tal noticia burlándose de sus tres primas a quienes menos buenas y bellas las trató con todos los epítetos, lo cual quería decir, y así lo interpretaron sus lacayos, que se los debían repetir en persona a las tres nuevas soberanas. Sin embargo, cuando ellas los recibieron se enojaron con él pero trataron con indulgencia a los emisarios a quienes invitaron a quedarse en sus reinos.

    Cuando tal falta de temor por su persona llegó a sus oídos, Tarbanesh no tardó nada en declararles la guerra y fue tal su decisión que sus consejeros le preguntaron con qué hacerla dado que sus soldados sólo tenían una lanza y una espada, sólo lo necesario para controlar a las fieras y los bandidos. “Pues con lo que sea y mucho más”.

    Era sabido que Subra había acumulado una enorme fortuna en el reino que se medía en ganado, granos y hortalizas pero poco en metales nobles que por entonces nadie valoraba más que para adornar sus cuerpos. Sin embargo, envió emisarios para contratar mercenarios que se conformaran con la paga futura; pero sólo un reino lo suficientemente lejano como para que Tarbanesh le declare la guerra pero no como para reclamar su paga le envió 3 legiones de sus mejores soldados que eran en comparación lobos comparados con polluelos frente a los jóvenes, varones y mujeres, que juraron lealtad a las nuevas reinas.

    La guerra sería, un reino con ejércitos aguerridos y los otros con jóvenes bien dispuestos pero sin ninguna experiencia, entre ellos, 2000 de esos jóvenes a quien Tarbasnesh les había cortado las manos, que si eran inútiles para empuñar lanza o espada, al menos podían proteger a la tropa , cruzando sus muñones sobre los cueros que sostenían sus escudos de madera. La guerra parecía acabada antes de empezar, pero Tarbanesh ignoraba, no por no saberlo sino por despreciarlo, que esos jóvenes le harían frente. Las cuentas era simples un soldado por cada 10 campesinos. Y cuando la guerra parecía que empezaría las tres reinas como actuando con una sola mente decidieron enviarle un mensaje donde decían dejarle todo el reino para él. Mejor dicho su tierra ya que montando los sacos de cereal sobre el ganado, mulas, vacas, caballos, cabras, bueyes y porcinos, cruzaron lo que hoy llamaríamos fronteras para llegar a un lugar inhóspito y selvático donde las tres sentaron sus trono unificado en uno solo que regirían como una sola.

    Cuando Tarbanesh gritó su triunfo, el ejército extranjero, habiendo logrado su objetivo pidió su paga y el rey se las otorgó, que recorrieran el reino para recoger los frutos de la tierra, resultando ser que fueran donde fueran sólo había quemazón y ríos envenenados ya que ni los bosques que antiguo hermoseaban el paisaje se habían salvado del provocado y dolido fuego, de modo que sin pensarlo dos veces, tomaron prisionero a Tarbanesh que encerrado en un carromato de madera recibía los escupitajos y estiercolazos de su sufrido pueblo. Y si hubo un reino total y verdaramente saqueado por las hordas que mandó llamar Tarbanesh fue el palacio del el ilegitimo rey

    Las reinas recién se enteraron del hecho luego de unas 30 lunas y fue por pura casualidad cuando un antiguo rico mercader avenido en pobre comerciante, al cruzar por una inhóspita y selvática región creyó oír su amado y melodioso idioma, por lo que luego de averiguar pidió ser llevado ante las reinas o alguno de sus allegados. Tuvo la suerte de que Nair lo recibiera pero al reconocer en el empobrecido hombre a uno de los ricos y continuos complotados contra su tío Subra, ordenó su desalojo, pero antes de irse, el hombre le dijo: “¿Acaso, mi reina, usted ha visto a un hombre rico con estas encallecidas manos?” y como era evidente que esas manos no se podían disfrazar no siendo con el trabajo honesto, le dio crédito y luego de consultarlo con sus primas ordenaron que aquel que quisiera volver al antiguo reino lo pudiera hacer lo que una parte hizo con gusto pero otra se quedó agregando una sexta provincia al reino.

    Y fue este, aunque igual de digno no tan exitoso como el de su tío Subra que dio origen a una larguísima dinastía de reinas mujeres que luego se convirtió en parejas de hermanos cuyo estilo luego gobernó al, para nosotros, antiguo Egipto.

    Si el reino logró recuperar su antigua gloria sólo fue luego de varias generaciones, ya que los bosques que sustentan en mucha medida la riqueza de un reino tardan varias generaciones en crecer.


    La noche siguiente, Pelayo tocó un tema que a los soldados los inquietó bastante ya que como analfabetos que eran, la mayoría le tenía miedo a cosas inexistentes como la luz mala, la cual asignaban a los espíritus. Pero Pelayo, lejos de hablar de la Pampa les contaría sobre unos duendes que hay en el cráter del Katla, uno de los varios volcanes de Islandia.


    Hace muchísimos años cuando los vikingos pasaron por allí conocieron a una tribu de jóvenes muy vitales, y como el alimento en esa zona escasea a causa del intenso frío, lo asignaron al hecho de que los nativos almacenaban sus provisiones durante el verano. Por entonces la población, apenas una familia, era esquimal debido a que habiendo salido de pesca una tormenta los depositó allí y al no tener mayores conocimientos de navegación que sólo lanzarse a la mar, allí se quedaron. Eso fue algunas generaciones atrás, y como muchos saben, los esquimales son hábiles pescadores. Pero un vikingo se enamoró de una bella esquimal que vivía en esa pequeña aldea al norte de la isla. Cuando, luego de los presentes el padre le ofreció su bien más preciado: el cuerpo de su hija, el vikingo alucinado de tanta suerte y belleza creyó que el padre saldría del diminuto habitáculo para que él consumara dicho amor lo cual no ocurre entre ellos tan acostumbrados que estaban al abrigo del intenso frío, pero de todos modos lo hicieron. Aunque los vikingos acostumbraban mezclarse con las nativas vayan donde vayan no fe el caso de Jelmer, que se quedó tan prendado de la joven que se negó a seguir viaje. Pero a causa de la diferencia de idiomas, la que él creyó era hija era en realidad esposa y por lo tanto salvo durante la presentación no volverían a intimar y eso lo hizo enfurecer porque había dejado partir las naves por nada y fue cuando aprovechándose de su enorme tamaño en comparación con el menudo esquimal lo mató para quedarse con su bella esposa quien al ver lo que pasaba huyó del lugar a través del viento y la nieve. Desesperado, Jelmer la salió a buscar perdiéndose en el laberinto inconmensurable que implica ver blanco sobre blanco hacia todos lados en medio de la penumbra y luego de tres días de andar sin descanso, de modo que bajó su morral y armó un pequeño cobertizo. Y sucedió lo que era poco habitual. El valle sin viento que había elegido no era otra cosa que el lago formado dentro del cráter que comenzó a derretirse a causa de una pronta erupción y antes de que pudiera ponerse a salvo el agua no sólo se licuó sino que comenzó a hervir y con ella su propio cuerpo. Una simple metáfora de lo que el amor de la hermosa nativa ya había hecho con su corazón.



    Tercera noche


    Como ustedes saben son muchos los papanatas habladores que nos dicen que en algún lado, en el Himalaya, en la densa selva del Orinoco, o el candente desierto del Sahara existe una fuente de agua viva. Esa que bebida, según unos, cuando la nieve congela los mantos de piel, otros, en el zénit de un rojo eclipse de luna y por fin, los últimos, cuando el viento trae nubes de inconmensurables arenas, sólo cuando un rosado maná cae suave sobre la copa. Dejémoslos a ellos con sus estúpidas razones, pero debo contarles algo que sino cierto al menos nos deja alguna enseñanza.


    Fue en una zona de la noble tierra creadora del ladrillo de arcilla, en la confluencia misma de los ríos Éufrates y Tigris, a muy pocas leguas de la majestuosa Babilonia, que según esta historia aún no contaba con sus increíbles jardines colgantes.

    Vivía allí un maduro y viril artesano de la madera enamorado de una hermosa doncella que iba a buscar agua con su ánfora de barro a la misma fuente al alba, al mediodía y al atardecer. Tan prendado estaba de su núbil belleza pero tan acongojado de sus primeras canas que dejando su martillo y su cincel salió en busca de esa misma leyenda que según los ancianos del lugar quedaba muy allá, muy lejos, muy inaccesible en las primeras cumbres nevadas que quedaban mucho más allá del horizonte. Y para allá montado en su burro partió.

    Llegó cuando su barba le tocaba el pecho y mucho antes de que lo pensaba encontró una pequeña y muy pobre aldea donde los niños jugaban despreocupados en un gran espacio llano. Y junto a un pozo que juntaba el agua de los deshielos, un anciano de ropas del color de las zanahorias recién cosechadas, que se entretenía mirando a los niños jugar y las niñas bailar. Inseguro, al intuir que el anciano no entendería su idioma, trató de hacerse entender por señas, lo cual no fue necesario porque el hombre más sabio que anciano sabía su idioma aunque lo hablara con un extraño acento, quien, en lugar de conducirlo a los hielos eternos del Himalaya, lanzó un cubo al pozo y al recoger el cordel y antes de darle un poco en un tazón, le hizo varias preguntas, que en realidad era una sola, pero hecha en formas muy diversas. Si sabía lo que era la eternidad. Dijo que sí, a lo cual el anciano le dijo que era curioso ya que él, que se lo había preguntado toda su vida, sólo tenía alguna y muy lejana idea. Pero luego le preguntó 31 veces, al parecer un número mágico para él, si estaba seguro de quererla. Y a todas le respondió que por supuesto, quien no la querría. Y luego otras 31, si sabía lo que significaba no morir, pero luego, ante la cara de extrañeza del hombre, se la reformulo para decirle si sabía lo que significaba no poder morir. De manera que luego de sostener el cuenco de madera durante casi todo el mediodía, el tiempo que duró la extraña conversación le dio de beber, advirtiéndole que ahora no sentiría nada sino sólo con el transcurrir de los días, los meses y los años.

    Darío volvió contento pensando que vida eterna es también eterna juventud, aunque en los meses que duró su regreso, su cabello seguía tan gris como antes. Y ya había pasado un año de su regreso que nada de su cuerpo había regresado en el tiempo. En cambio Adalia ya había cambiado su corona de jazmines por el de cobre trenzado, señal de que ya había sido comprometida por sus padres, algo que lo inquietó pero no lo alarmó, porque seguro de su triunfo, les ofreció llevarlos consigo y así escapar de la pobreza que, en un tiempo de tanta pobreza comer todos los días era considerado riqueza. El padre de la doncella, difícil decir su edad debido a la gran variedad de costumbres como que para algunos lo eran a los 12 y en otros a los 25, le respondió que lo haría cuando su hija le llegase a la altura de los hombros y como Darío era bastante alto supo que debería esperar quizá 5 años, pero a pesar de su ansiedad al saberse dueño de la eternidad respondió estar de acuerdo.

    Por fin luego de casi 10 años de aquella vez en que la vio por primera vez, la espera llegó a su fin y se realizó la boda. Adalia y su familia nunca volvieron a pasar hambre.

    Si, según se dice, y hay dos versiones distintas o dos formas de verlo. Darío tenía 50 años y su amada 20 cuando fue la boda, y como para él el tiempo no pasaba, no pudo notar que en realidad Adalia envejecía con suma rapidez de modo que a los 25 ella que parecía una vieja murió por ello, o bien, según el otro punto de vista, que vivió muchísimos años. Y para los que se preguntan como esto es posible hay que decirles que cuando el tiempo no pasa suceden cosas contradictorias como estas. Allí fue cuando notó que estando tan enamorado de Adalia, sin embargo nunca fue feliz, y Adalia que no sólo no había tomado del mismo agua sino que se negaba a viajar para hacerlo, como vimos se hizo vieja y murió pero sin dejarle descendencia, y aun que se sentía joven, nunca se pudo volver a enamorar, volviendo a su gris vida de artesano. Pasaron los tiempos de la gloria de Babilonia, la tierra conoció tanto nuevas glorias como la devastación y llegó el inexorable día en que Darío notó lo que en su lejana madurez no había pensado: que se aburriría de vivir y decidió algo que contradecía su seguridad delante de aquel pozo, darle fin a su larga vida arrojándose de un altísimo acantilado sobre puntiagudas rocas. Cayó y mientras algunos filos lo atravesaron de lado a lado, también se rompió cuanto hueso tenía sin poder gritar por tener el pecho tan hundido. Pero no murió, pero tampoco con su cuerpo confundido con los huecos y cadáveres de gaviotas no su pudo levantar. Como el lugar era inhóspito quedó allí tirado sufriendo el inasible dolor de un cuerpo que no se sana, la tortura de no poder morir que era lo que el anciano lo había dicho hacia casi mil años atrás. Sólo luego de varios años de estar allí, tiempo en que las mareas lo cubrían y los peces, insectos y alimañas lo mordieran, picaran e intentaran comérselo, pudo levantarse y con el cuerpo deforme por los huesos mal soldados se apareció en la aldea donde nadie lo reconoció no sólo porque los que había visto ya no vivían sino a causa de su piel pegada a los huesos y horadada por los mordiscos y picaduras y lacerada por el sol, de modo que, confundido por una especie de monstruo y sin poder correr lo sacaron del mismo a los palazos, patadas y arrastrado por un caballo.

    Con el cuerpo deforme y pudiendo apenas caminar, buscó una solución tardando mucho más que la primera, volvió a aquella aldea donde volvió a ver al mismo viejo, quien luego de las 31 veces le volvió a decir lo mismo que su viejo antepasado. Y cuando Darío, por fin supo que no era el mismo anciano, le preguntó porque teniendo la fuente de la juventud eterna no la había probado llegando a morir, a lo que el anciano le respondió que había que ser muy tonto como para pedir la vida eterna en un mundo lleno de tanta violencia.

    Darío, resignado a no poder morir, se retiró a vivir a una cueva donde lo visitan lo que desean saber lo que él les decía, que la verdadera vida eterna no reside en la longevidad del cuerpo sino en quedar en la memoria, al menos por un momento, de los que alguna vez lo amaron.




    Dos meses después, agotado todo su repertorio y con varias libras de más, de peso claro, la familia desarmó la carpa, se subió a su carromato y se dirigió con rumbo oeste.

    Durante año y medio el campamento casi no tuvo novedad apreciable, salvo las propias de la guerra. Los heridos del frente iban disminuyendo en la medida que el desastre aumentaba para los paraguayos. No sólo Juan Carlos sino muchos oficiales se preguntaban si eso seguía siendo una guerra o ya era una deleznable masacre. Los informes declaraban que ya no había hombres para combatir y que por la simple causa de una supervivencia desesperada se habían sumado las mujeres y los niños.

    Así tres meses después, apareció con una improvisada bandera blanca un grupo de soldados que no superaban los 14 años, armados y con parque. Los chicos, que venían huyendo de la masacre que las tropas argentinas estaban realizando en el Chaco paraguayo, se entregaron directamente a Juan Carlos, quien, en vistas de lo sucedido anteriormente, los puso en una barraca a su cargo.

    Días después se enteró que Anahí, ahora de 13 años, visitaba al grupo y no sólo alternaba con ellos, sino que mantenía relaciones con ellos. A los suboficiales tal buen trato les pareció excesivo, así que Juan Carlos le preguntó a la piba porque lo hacía, ¿Acaso porque se sentía más paraguaya?. La chica simplemente contestó que lo hacía porque eran los únicos jóvenes a los que se les podía acercar sin que un arma la obligara a hacer cosas que ella no quería. Así que Juan Carlos la destinó al servicio de los prisioneros.

    Pero, por una infidencia anónima, llegó un tal Ibáñez, un coronel rabiosamente mitrista, quien no sólo ordenó el fusilamiento de los imberbes sino de la indiecita. A unos por ser parte del enemigo y a la gurisita por ser una asquerosa india.

    La protesta airada que no sólo implicó, gritos sino golpes de puño de Juan Carlos sobre una mesa, implicó que Ibáñez protegido por la mayoría a su favor lo retara a duelo, lo cual Juan Carlos aceptó, con la condición de perdonarle la vida a los pibes y a Anahí.

    El duelo sería con sable y a tres cortes. El combate se desarrolló de forma despareja, el coronel mostraba su estilo depurado aprendido en finos salones y Juan Carlos su tosquedad y su ágil cintura. El combate terminó pronto, Juan Calos lo gano por tres cortes a uno. Pero, cuando se dirigía a su barraca vio una sombra abalanzarse sobre él y sin tiempo para las preguntas la esquivó cayendo ésta al piso. Juan Carlos, aunque lo consideraba una mala persona, nunca pensó que fuera capaz de semejante ataque por la espalda. Las fuerzas visitantes, aunque mayoría en grado, eran minoría frente a la pequeña compañía, más bien un simple pelotón, de Juan Carlos. Pero éste tomó una decisión inaudita: Al saber que la guerra se hallaba ya en sus últimos días, un mes a más tardar, quebró su sable y sin siquiera tomar un vaso de agua, se alejó del lugar con rumbo incierto. No sospechaba que un grupo de gurises agradecidos lo seguirían a donde fueran.

    Juan Carlos sabía que lo buscarían, no por haberse batido en duelo con un superior, sino por deserción. Y los primeros tres lugares fueron Buenos Aires, San Luis y algunos de los fortines de La Pampa. Pero él no quería comprometer a nadie, mucho menos a Mailén que lo esperaba con angustia en Leubucó. Sin embargo, la ayuda vino con un correo que lo ubicó en la ciudad de Catamarca. Eso primero lo intranquilizó ya que no era un soldado tan anónimo como pensaba y por lo tanto cualquiera lo podía pasar a degüello para cobrar una recompensa, pero luego al ver el remitente respiró algo más aliviado. El autor de la carta, la cual venía desde el frente paraguayo, primero lo trató de todas las cosas que se le pueden decir a un camarada en desgracia, es decir, primero lo insultó y luego lo confortó. Además, le comunicaba que luego de investigar personalmente el asunto, su caso no ameritaba, ni destitución ni degradación, sino una licencia sin paga por tiempo indeterminado. Obviamente la carta estaba firmada por su amigo de toda la vida el capitán Lucio Victorio Mansilla.

    Así, ahora tranquilo de que ninguna partida del ejército lo pasaría a degüello, se dirigió hacia Leubucó para el reencuentro con Mailén.


    1865 Fin de la guerra del Paraguay


    Pero la guerra terminó siendo un desastre para los paraguayos y llenando de miedo y preocupación a las naciones indígenas del lado oeste de esa misma línea imaginaria que hablábamos más arriba. Porque los indios se preguntaban: si los huincas habían hecho lo que hicieron con el Paraguay que también era huinca, ¿Qué no harían con ellos?


    Mansilla había vuelto de la nefasta Guerra del Paraguay, para él y algunos otros más genocidio, palabra nueva agregada al diccionario por los pensadores europeos, que guerra que duró 5 largos años con el resultado de que el 90 por ciento de sus hombres y el 50 de sus mujeres habían muerto. Es por eso que se preveía o bien que la nación devastada se uniera a Brasil o Argentina, o peor se dividiera, o bien sus pocos hombres se dedicaran exclusivamente a procrear, y así, pensaban los oficiales argentinos, cada hombre se debía conchabar con 10 o más mujeres, con la estricta orden de no trabajar para embarazar a la mayor cantidad de mujeres.


    Mailén que había pasado más tiempo en “El Ombú” que en Leubucó, se enteró que ya no era más capitaneja y su lugar era ahora ocupado por Nahuel y Lebián. Mailén sabía que detrás de esa decisión estaba Maitén quien ya no consideraba a sus hijas como ranqueles y ahora tenía una nueva hija de 4 años, Belén, con quien desafiaría a los dioses ranqueles que tantos hijos le había quitado. En realidad, el nombre lo había sugerido uno de los habituales misioneros que visitaban las tolderías, el motivo era que la nena había nacido un 25 de diciembre.

    El hecho de que no sólo Maitén sino el propio Rosas ya no la considerara una ranquel entristeció tanto a Mailén que le propuso a Patricia algo por demás extraño, o quizá no tanto: viajar a la tierra de Helen. El problema era que como las ranqueles que sí eran no tenían dinero para el pasaje. Sin embargo, Mailén de acordó de aquellas inglesitas, las que ahora tendrían, si no se equivocaba, un par de años más que ella. Pero luego de tanto tiempo ¿Dónde andarían?

    Aunque el desierto era grande y por lo tanto, pocos sus habitantes, Mailén no tenían idea por dónde empezar a buscarlas. ¿Córdoba, San Luis, Buenos Aires?.

    Un ranquel que iba y venía por todos esos lugares le contó que en una estancia inglesa del sur de San Luis había tres hermanas inglesas de unos 30 años, y para allí fue.

    Al llegar, debido a los años transcurridos, ni las inglesas se acordaban de ella, ni ellas las reconocía. ¿Éstas serían otras? Pero, ¿Cuántas inglesas podían haber? Así que antes de retirarse dijo ¿Hilary, Emma, Victoria? A lo cual una de ellas, que se identificó como Emma, respondió, ¿Mailén?

    Las tres amigas saltaron de alegría al reconocer a aquella vieja amiga que las había protegido cuando eran niñas.

    Las “aquellas niñas” eran ahora dueñas de una estancia. Victoria, a los 20 años, se había casado con un rico comerciante inglés, a quien le había ocultado su pasado de prostituta infantil, pero el hombre con sólo 40 años murió de un infarto. Por eso, de inmediato llamó a vivir con ella a sus viejas amigas.

    Fue entonces cuando Mailén les hizo un pedido, como acostumbraban entre los ranqueles, sin vuelta. Los ranqueles tenían la costumbre de pedir prestado sin vuelta, salvo que el beneficiado por algún golpe de suerte pudiese devolver el préstamo, lo cual raramente sucedía.

    Victoria, quien no pensaba negarse, sin embargo, preguntó el motivo. Cuando Mailén les dijo que querían, con Patricia, viajar a Inglaterra, ellas se preocuparon. Sin embargo, Victoria le dio una bolsa llena de monedas de oro la mejor forma para hacerlo. Sin embargo, le recomendó que guardara para el pasaje de regreso, ya que aunque Mailén pensaba irse para siempre, ellas pensaban que con toda seguridad volvería.




    Capítulo 15: Dos ranqueles en Londres


    Una calurosa mañana de enero, las hermanas, tomando a sus hijos de la mano, estaban vistiendo ropa al estilo inglés, es decir, una cogolla blanca, un corset, un alambrado que ocultaba sus glúteos formando una especie de medio globo, el vestido arrastrándose por el barro y unos zapatos de unos tacos de medio palmo y por supuesto dos sombrillas blancas. Sólo quien viera sus ojos marrones y su nariz levemente ganchuda podría saber que Mailén era ranquel. Así que, con las protestas de Guillermito, no por el viaje, sino por la ridícula vestimenta que le habían puesto, subieron al “Tiburón”, un barco inglés que viajaba con bandera alemana.

    Los primeros días fueron de vómito puro. Nadie podía comer sin que al rato su cabeza se asomara a la baranda del barco para expulsar lo que había comido. Pero a los 10 días ya todos estaban acostumbrados al bamboleo natural del barco. Todo iba como estaba planeado.

    Una mañana, Patricia escuchó como dos chicos cuchicheaban en ranquel y no podían ser otros que Guillermito y Jazmín. Al abrir la puerta los encontró en plena faena. Si bien eso no era grave para ningún ranquel, merecía una explicación. Mailén les habló y la cosa fue entendida.

    Dos días después y en el mismo lugar, Patricia volvió a escuchar ruidos. Al abrir la puerta el panorama era bien distinto. Un hombre muy corpulento estaba sometiendo a una chica de unos 14 años. Y allí no cabía explicación alguna, así que Patricia, aprovechando que el hombre sorprendido seguía inmóvil, dando por concluido el diálogo salió al pasillo y llamó a un guardiamarina. En ese momento sí, el hombre reaccionó y tomándola de las axilas, y por ser la única testigo, quiso arrojarla al mar. Pero no contaba con la fuerza ranquel de ésta, quien con una llave de yudo lo inmovilizó.

    – Bueno, las clases de artes marciales de Helen sí que sirvieron ¿No? Dijo.

    Lo que Patricia no sabía eran dos cosas, la nena era sordomuda y el hombre un sirviente de sus padres, y segundo que, al viajar bajo bandera alemana, el mero intento de violación de una menor era castigado con pena de muerte, por lo que el hombre fue encarcelado hasta llegar a puerto y ser extraditado a Alemania.

    Al mes la nave cruzó la línea del ecuador y por ser un barco de turistas se realizó una gran fiesta de máscaras donde todos incluso los pasajeros de tercera clase serían invitados. Mailén y familia tenían uno de segunda.

    Durante la fiesta muy pocos de los pasajeros podían saber que esas dos damas que bailaban tan bien danzas europeas habían pasado su infancia en una toldería pampeana. Mailén y Patricia no tenían cabal conciencia de que eran quizá las primeras ranqueles con un provisorio título secundario al estilo inglés y, además, tampoco muchas huincas tenían ese honor.

    A las 10 de la noche, como lo marca el protocolo de fiestas y buenas costumbres, aparecieron los pasajeros de primera clase de los cuales aún detrás de la máscara se podía saber su origen o profesión. Ese cincuentón gordo un gran comerciante, ese joven estilizado, un militar, esa agraciada señorita una dama de compañía pagada para alegrarle el viaje a algún señor adinerado.

    El joven militar con un simple ademán invitó a Mailén a bailar el vals, que ésta aceptó. Al estar cerca de él y a pesar del perfume francés masculino supo de quien se trataba, el padre de su hija. Mailén repasó cuentas: Patricia ya tenía 24 años, ella 23, Guillermito 11 y Jazmín 9, y ese elegante caballero 36. El baile era totalmente propicio, Juan Carlos dijo las palabras mágicas:

    – ¿Te querés casar conmigo?

    Mailén se turbo. Ese hombre, el hombre de su vida, a quien tanto amaba y que tanto la amaba, no era para ella. Él estaba destinado a alguna dama porteña de las muchas que, seguramente, suspiraban a su paso. Ellos eran de mundos distintos. ¿Acaso él pensaría que ella se olvidaría del aroma a cardo que a ella tanto le gustaba?

    Mailén volvió en sí de sus pensamientos sólo para decirle:

    – Juan Carlos… no bromees.

    Y tomándolo de la mano lo llevó para presentarle a alguien que él sabía que existía pero que nunca había visto.

    – Juan Carlos, te presento a Jazmín, tu hija… hija te presento a Juan Carlos Robles, tu padre

    Juan Carlos no pudo evitar su llanto de emoción, pero Jazmín propinándole un puntapié en la canilla le espetó:

    – ¿Dónde estuviste durante estos 9 años?

    Sin embargo, padre e hija, como queriendo recuperar cierto tiempo perdido se fueron a cubierta a contarse innumerables anécdotas.

    Mailén se preguntó, de acuerdo a lo aprendido con Helen, si ahora no era una vulgar burguesa, pero luego reflexionó:

    – ¿Una ranquel burguesa?, ¡bah!

    El resto del viaje fue simple. Roberto se la pasó hablando con su hija. Mailén lo visitaba todas las noches. Patricia, quizá por soledad, intimó con uno de los contramaestres.

    En sólo un mes habían tenido que cambiar su vestimenta. Por primera vez muchos de los pasajeros conocerían la capital del Imperio Británico.

    En principio, y gracias al préstamo de Victoria, las hermanas se alojaron en un pobre hotel donde los empleados se sorprendían del manejo del idioma inglés por parte de ellas.


    Si hubo algo que sorprendió a las hermanas fue el enorme espejo que había en su habitación. Ellas ya conocían lo que era un espejo, pero por lo enormemente caro sólo unos pocos tenían uno. Los ranqueles sólo se veían reflejados en el agua de los estanques, o una chapa de cobre pulida. Así que no hubo un momento en que, a pesar de las bajas temperaturas de Londres, las hermanas estuvieran vestidas por el mero hecho de contemplarse desnudas en el espejo. Allí comprendieron algunas leyendas mágicas de Europa y Arabia, tanto que a veces, a pesar de su clara inteligencia, temían apoyar las manos para no ser absorbidas por las otras ranqueles que bailaban dentro. Así que hasta que Patricia no estornudó estrepitosamente por el frío no se vistieron, cuando le estaba comentando a su hermana que bueno estaría hacer “eso”, mirándose en el cristal.

    – Si estás pensando hacerlo conmigo, no me cuentes.

    – No, boba, con tu Juan Carlos.

    – Más te vale.


    Al cuarto día, las hermanas, con un certificado firmado por Lady Helen Margaret Cushing Peterson, subían las escalinatas de la Universidad de Oxford con la finalidad de certificar oficialmente sus estudios secundarios.

    Allí se enteraron que Helen, su primera y hasta ahora única profesora, era una prestigiosa docente versada en diversos temas, pero doctorada, gracias a las intensas investigaciones realizadas en la Pampa y norte de la Patagonia, en paleontología. Y que, por añadidura, era descendiente directa del legendario Guillermo el conquistador.

    Así que, aunque no eran tiempos de exámenes, las autoridades de la universidad, a un examen por día, fueron corroborando los conocimientos de las hermanas quienes los pasaron airosas. Muchos de los examinadores se sorprendieron al saber todo lo que habían aprendido bajo la sombra de un añoso ombú, en una mísera escuela que en su momento más glorioso contó con apenas 10 alumnos, iniciadas por un maestro que prefirió la dureza y soledad de La Pampa a la tranquilidad de Buenos Aires, simplemente por amor.


    Una cosa que tenían que hacer, de acuerdo al plan de Juan Carlos, era visitar uno de los famosos pubs londinenses. Así una noche se aparecieron en uno de ellos vestidas con ropas sencillas. Lo que no sabían era que las únicas mujeres que entraban a tales lugares eran las prostitutas, así que fueron tomadas por dos de ellas, por lo que Mailén se sorprendió cuando uno de los parroquianos le puso una mano firme entre las piernas y ella un puñetazo en la mandíbula. De allí a la batahola sólo un minuto. Trompadas, patadas, botellazos, sillazos se sucedieron sin interrupción durante 10 minutos al cabo de los cuales la policía se llevó presos a todos menos al cantinero quien acostumbrado hacía cuentas para cobrar el seguro.

    El juez quiso saber la causa de tamaña gresca, pero cuando se le explicó, se preguntó que hacían dos damas argentinas en semejante tugurio. La respuesta los satisfizo: turismo. El pub, sólo era la primera parada de una serie de lugares que Juan Carlos les había recomendado.

    Esa misma noche, por primera vez en sus vidas, fueron a una función de ópera. Aída de Giussepe Verdi. Luego siguieron conciertos como el Réquiem de Mozart, la novena sinfonía de Beethoven, tocata en fuga de Johan Sebastian Bach, Las cuatro estaciones de Vivaldi, etc. Sin embargo, les gustaba más el violín de Helen que sonaba solitario en el desierto, de modo que cada nota se percibía como ejecutado por algún ángel, aunque ninguna creyera en ellos. De hecho, en las noches pampeanas, podían llorar de emoción a gusto, lo que no les permitía la rígida etiqueta londinense.

    Un martes conocieron el Real Jardín Botánico. Aunque sabían que era imposible, se suponía que allí encontrarían todas las especies vegetales del mundo. Allí estaba el sauce, pero no el ombú. Era más propio decir que allí se encontraban todas las especies del Imperio.

    Al día siguiente conocieron el Real Jardín Zoológico. Por primera vez supieron lo que era un mono, un león, una jirafa, un elefante, un hipopótamo, y otras cosas que nunca habían visto.

    Conocieron un observatorio astronómico particular donde pudieron observar lo que habían ya leído en los libros. Allí estaba Saturno con sus anillos y Júpiter con su gran mancha central. El dueño, un aficionado no sólo a la astronomía sino a la óptica, no sólo construía aparatos ópticos para distintos usos: lentes, binoculares, catalejos, telescopios, microscopios, sino que los vendía y alquilaba. Allí pudieron ver, por primera vez, una serie de anteojos, que, si bien ellas aún no necesitaban, suponían que sí muchos en Argentina. Porque mientras en Londres dos de cada cinco personas los debían usar, ella recordaba que muy pocas personas lo hacían allá y mucho menos en su tierra. En su amplia mansión, el hombre tenía un cuarto especial donde el público podía ver a través de un microscopio de gran tamaño, la realidad sobre los microbios, había muestras vivas de amebas y paramecios. Hacía sólo un siglo que Pasteur había demostrado al mundo de su existencia. Lamentablemente, las hermanas no pudieron ver al maldito virus que hacía estragos en las tolderías. El hombre, sin embargo, sabía que en algún momento del futuro eso se podría hacer.

    Al ver el vivo interés de las hermanas, el hombre un tal Richard Glassman, las invitó a que volvieran al día siguiente, y eso fue lo que hicieron.

    El viejo concepto de telescopio ya había sido estudiado por Galileo, gracias a uno construido por Cristian Huygens. El nuevo tenía una base distinta, el espejo reflector. Un tal espejo ya había sido usado por Arquímedes para proteger a Siracusa del ataque de los romanos. Pero este estaba hecho de metal pulido y por el que no se podría ver nada. Es decir, bueno para concentrar los rayos solares sobre las velas del enemigo, pero no tanto como para crear imágenes.

    Estas eran algunas de las cosas que les decía, mientras caminaban hacia el fondo del laboratorio. Allí les esperaba una serie de aparatos que las hermanas nunca habían visto, y quizá nadie en América.

    En el medio había algo así como un gran frasco de vidrio, es decir, un gran cilindro que terminaba en forma esférica. El vidrio era tal grueso que se podía notar el ámbar del cristal de que estaba hecho. Este vidrio era rebatible por lo que el hombre pudo colocar sobre un bastidor un gran trozo de vidrio de unas 10 pulgadas de diámetro trabajado para que tuviera forma cóncava, con un agujero de dos pulgadas en el centro. Lo de forma cóncava requirió una explicación ya que a simple vista sólo parecía un espejo corriente. Por encima de él un trozo de plata atornillado a sendos bornes. Luego de haberlo cerrado, ajustando con fuerza la base del vidrio a un gran anillo de goma, se comenzó a usar la bomba de vacío. Era un émbolo excéntrico que giraba accionado por una máquina de vapor. Que a pesar de parecer sencillo demoró en vaciar el frasco unas 5 horas. Eso les dio tiempo para tomar el té y ver las lunas de Júpiter.

    Aunque, según Richard, el paso siguiente se podría hacer con facilidad, por el momento la única forma era por medio de baterías de cadmio y ácido sulfúrico. Al accionar una palanca, pronto la corriente puso al metal naranja, luego rojo, luego blanco, desapareciendo a la vista en un destello. Aunque la mayor parte del metal se perdía dentro del aparato, lo importante era que una fina capa se había depositado en el vidrio, terminando el proceso, conformando un gran y hermoso espejo no esférico, que tiene grandes aberraciones, sino parabólico.

    Richard toma el espejo con cuidado y lo coloca en el fondo de un gran cilindro de madera. A pesar de que la mayoría usa cilindros o simples estructuras de metal, él prefiere la madera. Ésta permite que el espejo y la lente se mantengan a temperatura uniforme evitando que, como ya había pasado, el delicado cristal se raje por diferencia de temperatura.

    Luego de dos días de trabajo el telescopio “casero” ya estaba listo para ser usado. Y lo primero fue observar a “Selene”. Sin embargo, la vista no era perfecta, a Mailén le parecía como si viera un pajonal en verano, como si el pajonal bailara. En efecto, la explicación de Richard era la misma que le había dado su padre años atrás, debido a las fluctuaciones del aire y el vapor atmosféricos que se interponían entre la tierra y la luna, no era posible observarla con toda precisión. Convencidas de ser una de las pocas personas en ver tal espectáculo quedaron satisfechas. Para el día siguiente Richard les prometió una nueva observación.

    A las 9 en punto de la mañana, las hermanas observaron como, dentro del frasco de vidrio, había una rana muerta, atada al bastidor. Esta vez el frasco estaba unido a otro al cual Richard había vaciado durante la noche. La vista fue impactante, al abrir la válvula comunicante, además de un potente silbido, pudieron ver como la rana primero se inflaba para luego reventar. Aunque tenían una leve idea prefirieron la explicación. La rana reventó por efecto de las presiones internas que todo cuerpo tiene. Un cuerpo, habituado al peso de la atmósfera, estalla al ser privado de ella.

    – ¿Iremos, alguna vez, a la luna? Preguntó Mailén

    – Sí, sin ninguna duda. No sé cuándo, pero no pueden pasar más que unos pocos siglos. Respondió Richard.

    – ¿Así de fácil?

    – Bueno primero tendremos que construir algo que nos lleve, que no puede ser un globo, quizá, creo, algo parecido a los fuegos de artificio, que arrastre un tanque o algo parecido. Luego tendremos que construir algo con que vestirnos para no terminar como la rana. Y finalmente, que eso nos sirva para regresar.

    – ¿Qué es un autómata? Eso, ¿existe? Preguntó Patricia.

    – Primero la segunda. En cierta manera sí. Un dispositivo que funcione solo y que cambie su comportamiento ante un acontecimiento no humano. Aquí, por ejemplo, los grandes telares textiles. En cuanto a algo más específico, tal como lo imaginó Carlo Collodi en Pinocho, es mucho más difícil. De hecho, Collodi, hizo que interviniera un hada.

    – ¿Y Franskenstein?

    – Resucitar, resucitar, por el momento creo que no. Pero mantener con vida por un tiempo discreto creo que lo verán nuestros nietos. Una cosa es clara el cerebro, sede de nuestros pensamientos es intransferible. Observen que Viktor Franskenstein, es decir Mary Shelley, no usó el cerebro del asesino sino el del sabio.


    La noche del viernes fueron a algo que tampoco conocían y que sabían que no encontrarían en Buenos Aires, una Kermesse. Allí probaron suerte en todo tipo de juegos. Con la rueda de la fortuna no tuvieron suerte. En la vuelta al mundo una especie de rueda gigante vertical de casi una cuadra de altura, por primera vez tuvieron vértigo y miedo de caerse. Cuando los asientos llegaban hasta la parte más alta se podía ver el Palacio Buckingham, el Big Ben y la desembocadura del Támesis. Donde sí tuvieron suerte fue en un juego que consistía en arrojar un puñal a un blanco, por supuesto su habilidad les hizo llevarse algunos muñequitos. Lo mismo sucedió con el tiro al blanco con dardos. Y la prueba final era un juego al que muy pocos ganaban. El tiro al blanco con arco y flechas. Cuando el hombre que atendía el puesto les entregó el arco observó como Mailén corregía la tensión de la cuerda de piano con la que estaba hecho. Luego ambas fanfarronearon un rato, arrojando certeras flechas desde distintos ángulos y posiciones, incluso una prueba que atrajo a cientos de concurrentes. Mientras Patricia se colocaba delante del blanco, Mailén le dispararía. Esto hizo que el puestero se negara debido a la posibilidad de que Patricia saliese herida o peor, muerta. Sin embargo, abucheado por la gente, aceptó. Nadie sabía, en realidad, en qué consistía la prueba, así que se dedicaron a ver. Mailén disparó, la flecha viajó y Patricia la atrapó antes que ésta tocara su cara.

    Alguien dijo que lo hicieran con un arma de fuego. Mailén les explicó que lo que habían hecho no era magia y que con las armas de fuego no hay magia posible. Por eso era que su pueblo estaba siendo acorralado contra la cordillera de los Andes. Recién entonces el público se enteró que esas dos hermosas jóvenes eran auténticas indias de las Pampas.

    El común de la gente sabía que algunas regiones y países se habían libertado de España y ahora luchaban por establecer, en la mayoría de los casos, repúblicas; pero también creían que de la misma manera que el Imperio Británico, varias colonias que eran gobernadas por su tutela por reyes y príncipes, que estas dos jóvenes indias eran princesas de alguna nación extraña. Incluso algunos creían que algunas naciones indias formaban países diferentes de Argentina.


    Aunque Juan Carlos les recomendó que no fueran, Patricia y Mailén fueron al famoso Casino Royal a jugar póker, que ya él les había enseñado. Aunque el lugar era legal, el ambiente era sórdido. La corona inglesa sabía desde hacía siglos que la forma más fácil de quedarse con el dinero de sus súbditos era a través del juego.

    Mailén y Patricia, se presentaron así: Mientras Patricia era una dama Porteña de familia patricia, Mailén era su doméstica, pero en vistas del viaje su dama de compañía. Para aumentar la incógnita, sabiendo que podría haber alguien que supiera español, Mailén lo hablaba interponiendo muchas consonantes araucanas.

    Al contrario de un torneo donde sólo los ganadores siguen jugando. Aquí los perdedores lo seguían haciendo hasta que sus bolsillos dijeran basta y algunos aún más. La zona se distinguía por los locales de prestamistas usureros que engordaban sus arcas con el dinero y las hipotecas de los jugadores compulsivos. No pocos de estos viles comerciantes habían comenzado prestando modestas sumas y ahora gozaban de inmensas fortunas. Tal era el gusto por el juego en las apiñadas ciudades inglesas.

    De modo que Mailén y Patricia, arriesgando las monedas de oro que Victoria les había dado, las que equivalían a unas 15.000 libras, fueron perdiendo repetidamente toda la noche. Incluso un jeque árabe cuya barriga desbordaba de cerveza, aunque “El Corán” lo prohibiese, no sólo le propuso matrimonio a Patricia, sino que seguiría apostando a su favor pasase lo que pasase.

    Al contrario de los jugadores profesionales que basaban su juego en las matemáticas, las hermanas sólo respondían a su intuición. Eso les permitía obviar el juego de los oponentes y centrar sus ojos en la fauna que las rodeaba.

    Allá, subiendo las escaleras dos pisos, “The Shields”, tres guardias armados que no escondían sus escopetas, rifles y fusiles, lo cual indicaba la escalada en que estos debían operar en caso de emergencia.

    Bajando los ojos y a unos 15 metros “The barman”, un empleado de mostrador encargado de preparar mezclas alcohólicas o “cocktails” propias o bajo pedido. Mailén que había aprendido el inglés de doble forma, la inicial con Helen, la segunda escarbando en el diccionario, se preguntaba que tendría que ver el alcohol con una “cola de gallo”. Alguien le sugirió, sin certeza, que en la edad media se servían los tragos con un palillo hueco hecho con las plumas de un gallo u otra ave y de allí el nombre. Aunque Mailén no lo creyó, le pareció una explicación simpática. Estos brebajes alcohólicos eran servidos por “The Waitress”, camareras cuya principal función, al parecer de Mailén, era dejar que las manos masculinas se deslizaran por debajo de sus vestidos y de sus encajes a cambio de dejar algún billete en sus ligas.

    En cambio, las comidas, que circulaban con gran intensidad, eran servidas por “The Servants”, hombres que usaban unos guantes blancos cuyos dedos pulgar e índice de la mano hábil estaban sucios y gastados por la costumbre de frotarlos para indicar el pedido de propina. Con lo cual quedaban en claro dos cosas, una, que nadie hurgaba sus partes y, dos que, por lo tanto, debían urgir al cliente por un dinero extra, el cual siempre era mucho menos que el de sus compañeras. Sin embargo, mientras que la vida útil de éstas estaba ligada a sus encantos femeninos y difícilmente pasaban de los 30 años, ellos, en cambio llegaban a jubilarse sin problemas.

    “The Inspectors”, los inspectores eran los encargados de vigilar a jugadores y talladores. No sólo velaban por la seguridad física de éstos, aunque no portaban armas, sino que, en algunos juegos en que se apostaba contra una banca las cifras no superaran a aquellas que el casino estaba dispuesto a pagar, las que figuraban claramente en una vitrina.

    Y por supuesto “The whore”, las prostitutas o también llamadas “bitchs”, perras, que hacían su negocio, prohibido en las calles, pero admitido en los salones. La mayoría habían sido camareras. Pero una se destacaba por su belleza, con sólo 15 años no sólo era la más solicitada sino la más cara. Esto también marcaba una diferencia de estilo. Mientras que, a las maduras, algunos las llamaban “The Surviving”, las sobrevivientes, eran hábiles en evitar todo tipo de enfermedades. Las jóvenes inexpertas caían enfermas no sólo de alguna enfermedad venérea, sino que el opio, el láudano y el hachís hacían estragos no permitiendo que muchas llegaran a los 20 años, cuando no en manos de algún cliente despechado.

    “The Glueys” eran los pegajosos, considerada una plaga por los inspectores, se dedicaban al descuido de los jugadores o concurrentes. Su lugar favorito era la ruleta. Así simulando apostar con cara de ingenuos, en realidad, se quedaban con fichas ajenas. Los métodos eran diversos. El más simple, pero fácilmente detectable, era una banda blanca alrededor de los puños de sus camisas impregnada de algún pegamento, de allí su nombre, siendo el más común, grasa de carro debido a la casi falta de olor. Al apoyar su muñeca la ficha, simplemente, quedaba adherida y rápidamente pasaba al bolsillo del ladrón. Un segundo método de “The Magicians”, menos detectable, era apoyar el dedo mayor sobre la ficha y dispararla hacia interior de la manga del saco del traje, que contaba con un bolsillo donde con un suave movimiento del brazo la ficha entraba. Y finalmente, para este recuento, pero no para el ingenio, “The biters”, los mordedores, simulando apostar, pero arrepintiéndose, simplemente atrapaban la ficha ajena entre dos o más propias del mismo valor y color.

    Una segunda variante de “Los Magos”, “The Stinger” o picadores, no eran más que simples ladrones. En América, y eso le demostraba a Mailén que el idioma es uno solo, se los conoce como punguista o el que punga, de pungir es decir picar. Mailén los veía con total desparpajo meter sus dedos en cuanto bolsillo tenían a mano. Si no los denunciaba era debido a que según su cultura estos eran trabajadores como cualquier otro. Y allí recordó aquella anécdota que Helen les enseñó sobre el niño espartano quien habiendo robado un gato montés dejó que este le abriera la piel y mordiera las tripas, antes que admitir su robo. Para los espartanos la vergüenza no era robar sino ser descubierto. Las lecciones de urbanidad y respeto por la propiedad ajena no tenían aplicación, según Mailén, en un lugar donde todos se robaban a todos. ¿Qué sino eran los juegos por dinero que allí se practicaban?

    Detrás de los ventanales, bajo la pertinaz y fría neblina, se podían ver una enorme cantidad de indigentes, la mayoría niños huérfanos que peleaban por un penique, si es que alguno de los señores burgueses se atrevía a desprenderse de alguno.


    Siendo las cinco de la mañana, se daría el juego final de los grandes perdedores. El público quería ver como esa dama argentina perdía todo su dinero.

    Patricia se sentó frente a Mailén, entre ellas un inglés y un francés.

    Primera mano. El tallador repartió las cartas. Las cartas de Patricia no eran buenas y las de Mailén malas, el inglés no decía nada y el francés, aunque tampoco, parecía tener cartas buenas. Todos pidieron dos cartas. El inglés abrió con 50, Patricia y Mailén subieron a cien y el francés apostó 500, haciendo que el salón pronunciara todo tipo de interjecciones. Al bajar las cartas, se confirmó lo previsto, el francés se quedó con las fichas de sus oponentes. En eso una falsa camarera pretendió servirle un trago al inglés, y éste le comunicó con un inglés que podían entender hasta los chinos que si no dejaba la ficha que tenía pegada debajo del vaso el apretaría el gatillo del arma que apuntaba directamente a su bella anatomía trasera; eso no la mataría, pero los siguientes dos meses tendría que evacuar por medio de un tubo. Ante las risotadas generales la joven dejó el vaso donde estaba para irse con la clara vergüenza en la cara que en los seres humanos de piel tan blanca como la británica es un tono de intenso rosado. Tanto que al final el inglés se apiadó de su compatriota y le arrojó la ficha que esta pretendía robarle. No era demasiado. El whisky gastado por ella valía lo mismo.

    Segunda mano. Por un acto de gracia, y en vista de lo visto y oído recientemente, Mailén y Patricia se arrancaron las mangas de sus camisas, para dejar totalmente en claro que ellas no escondían cartas. Sus oponentes sólo las miraron. Una camarera, esta vez de verdad, le sirvió otra medida whisky al jugador inglés mientras le ofrecía el incomparable panorama de sus pechos al francés. Mailén sólo recordaba haber visto beber así a Caiupán, un capitanejo de Rosas quien podía gritar “Yapaí”, una y otra vez, sin inmutarse, hasta que las leyes biológicas lo declaraban desmayado. Aunque calculaba que el aguardiente de maíz tendría más alcohol, todavía le gustaría probar el famoso Vodka de los rusos.

    Por alguna razón, que sólo los jugadores podrían explicar, el inglés le leyó el pensamiento y la invitó a una copa. Mailén aceptó. Ciertos epítetos poco decentes bajaban de las escaleras pronunciadas en castellano por Juan Carlos que preveía lo que podría pasar. El francés sólo aceptó un “Sherry”, francés por supuesto.

    – ¡Health! Dijo el inglés.

    – ¡Yapaí! Dijo Mailén.

    – ¡C´est la vie! El francés.

    Patricia se quedó como lo que en medicina llamaban grupo de control. No bebió, aunque de las comisuras le brotaba la baba.

    El tallador repartió. Ahora las cartas de Mailén mejoraron y por eso puso, de primera mano, una ficha de 1000 sobre la mesa. La pregunta lógica era, ¿De dónde podrían sacar tanto dinero, esas pobres mujeres? Y aunque Patricia tenía cartas inmejorables, ambas se fueron al mazo, perdiendo sus apuestas. Simultáneamente, Juan Carlos, pese a su gusto, ya había apostado en contra en el circuito de apuestas ilegales que se daban fuera del casino, el resultado les permitió nivelar pérdidas con ganancias.

    – ¡Yapaí!. Dijo Mailén

    En las siguientes 10 manos. Vuelta a lo mismo. Los ojos del inglés habían cambiado de un celeste profundo a azul vidrioso por los blancos inyectados en sangre. Los de Mailén quedaban disimulados por sus iris profundamente caobas.

    Mano decimotercera. Mailén se levantó, dio una vuelta a su silla y se sentó. Los concurrentes, pensando que eso era alguna clase de rito o maleficio, hicieron lo propio, pero girando en sentido inverso. En realidad, lo hizo para evitar que la náusea que la había atacado terminara en un vómito o un desmayo.

    El tallador repartió. Las cartas de las hermanas eran mediocres. Las de sus oponentes, que ya llevaban ganados 2000 libras cada uno, buenas. Mailén quien dijo no tener más dinero en efectivo para fichas puso 50 monedas de oro mejicano cuyo valor de respaldo eran unas 10.000 libras, las suficientes como para que dos familias vivieran cómodas durante el resto de sus vidas. El circuito exterior entro en crisis permitiendo que sólo los apostadores ricos pudieran quedar en pie. Pero los pobres rápidamente armaron un circuito paralelo con sus pobres chelines. Afuera las apuestas eran 20 a 1 en contra de Mailén y 50 a 1 en contra de Patricia. El francés, aunque tenía buenas cartas, se retiró de la mano. El inglés presionado por el bullicio que llegaba de la calle, siguió por un simple motivo: Las argentinas eran demasiado ingenuas para este juego y delataban su juego con las expresiones de sus rostros. Aceptó la apuesta.

    – “¡Yapaí”, dijo Mailén.

    El inglés le contestó alzando su copa y bajándola de forma tan torpe que el vaso rodó por la mesa y cayó al piso haciéndose añicos.

    Los tres pidieron dos cartas. Mailén acomodó y rotó. Patricia tomó una y descartó la otra. El inglés rechazó las suyas. Otras dos, igual resultado. El inglés pidió bajar. Mailén aceptó, sólo tenía seis cartas sin ningún orden. El inglés un full y Patricia póker de ases.

    La calle estalló, algunos pobres podrían, esa dura noche de invierno, pagar sus alojamientos. De los ricos sólo uno había apostado por Patricia, es decir, un supuesto rico, Juan Carlos. Y las hermanas entre la mesa y el exterior se llevaron la impensada cifra de 10.000 libras esterlinas. El francés se retiró con sus 2000 libras.

    El inglés perdió su flema y las acusó a viva vos de estafa. Mientras uno lo emborrachaba, la otra lo timaba. Sin embargo, para el inspector de la mesa, estaba claro quien había estado invitando las copas.

    Ambas pensaron, ¿Cómo era posible que en Inglaterra gracias a un simple juego de cartas alguien se hiciera rico de la noche a la mañana? Es decir, aunque habían previsto ganar, no supusieron que recibirían tanto dinero. Y mucho menos en su primera experiencia de juego apostando algo más que los simples porotos con los que Juan Carlos les enseñó las mañas del juego.

    La realidad era otra. Sólo jugadores profesionales con décadas de experiencia lograban ganar sus partidas, y nunca se arriesgaban a tanto.

    En el casino no sólo se le cobra a quien gana, cada ficha lleva de por sí un impuesto. De modo que la tercera parte de lo ganado quedó para la Corona. Cosa que no incomodó a las hermanas.

    La noche de Mailén la tuvo que soportar Patricia. Dado que no es cierto que cualquier ranquel, hombre o mujer, soporta la resaca sin inmutarse, Mailén se la pasó toda la noche quejándose de la terrible jaqueca.

    Sin embargo, debido a la cultura machista, toda ranquel sabe que nunca una mujer debe beber en público. Esto tiene una explicación, existe una leyenda sin ninguna base en lo real, que es usada para desalentar la bebida entre las mujeres. Se trata de una india que, ufanándose de poder beber como los hombres, fue la primera en caer desmayada y la última en despertarse. Por varios días, al ver las sonrisas de toda la aldea, supuso que era debido al percance del desmayo, pero al cabo de tres semanas vino a darse cuenta de su embarazo. Fue al encuentro de sus circunstanciales contendientes para saber quién era el padre. La respuesta fue una carcajada, durante su desmayo de casi 15 horas la habían usado hasta los chicos de 10 años por lo que era difícil de saber qué hombre de los que estuvieron con ella, todos los de la aldea, era el padre. Cumplido el tiempo nació Choyin Kawíñ, es decir, hijo de una borrachera.


    Al día siguiente, alguien golpeó la puerta de la pobre habitación que ocupaban en “The Stable”. Éste era un pequeño hotel que hasta hacía poco tiempo había sido una serie de pobres establos, pero debido al vertiginoso crecimiento de la ciudad, los caballos debieron buscar otros “cowshed”, palabra que las chicas no conocían, y así los súbditos pobres se fueron apiñando en estos barrios pobres pero dignos.

    Al abrir la puerta se les aparecieron un oficial y un agente de policía, quienes de forma brusca pero forzadamente amable les pidieron que por favor los acompañaran. Mailén y Patricia era la primera vez en su vida que veían a un policía, y si bien sabían de su existencia, no se los imaginaban vestidos con un uniforme tan elegante.

    Al llegar al precinto les hicieron saber el motivo. El francés que había sido uno de los pocos ganadores, junto con ellas, de la noche, había aparecido muerto en la lujosa mansión de su propiedad, por un puntazo en el corazón.

    La incógnita era, ¿Por qué matar a un hombre por el dinero ganado, si el mismo ganaba por día mucho más que eso en sus negocios?

    Para Mailén ese no podía ser el móvil. De modo que con Patricia debieron reconstruir toda la noche antes de presentarse como testigos y, obviamente, sospechosas.

    Patricia recordaba sólo dos incidentes, y en ambos el protagonista fue el inglés, el primero con la falsa camarera y el segundo con ellas. En el primero estaba sobrio y en el segundo completamente ebrio. Por el lado del francés, éste no había bebido más que unas cuantas copas de jerez y abundante café; desbordó de simpatía contando chistes en francés que sólo las hermanas entendían.

    Los investigadores les pidieron a ambas hermanas que empuñaran una daga y apuñalaran a una serie de muñecos rellenos de paja húmeda y revestidos de una gruesa lona. La finalidad era reproducir la contextura del occiso. Por tratarse de extranjeras no usaron el método habitual, reses de cerdos. Era obvio que Mailén y Patricia, de acuerdo al papel que estaban interpretando, podían haber excusado no saber nada de armas blancas, pero como el francés les cayó simpático, colaboraron ampliamente.

    Mailén lo atacó de seis formas posibles. Con el puño derecho con la daga hacia arriba, entrándola por debajo de las costillas, tal como haría un ranquel que quiere evitar que su puñal quede clavado en una costilla. Con el mismo puño y posición clavando desde el costado. Con el puño derecho con la daga hacia abajo entrando por encima de la clavícula y finalmente, cosa que sorprendió a los inspectores, desde atrás, pero cayendo en forma oblicua sobre la tetilla izquierda. Con la mano izquierda, mucho menos hábil, atacando de forma horizontal, tanto con la daga hacia arriba como hacia abajo.

    Patricia repitió como un calco, con la diferencia que ella era casi 4 pulgadas más alta que Mailén y bastante menos fuerte de brazos. De hecho, las puñaladas con su mano izquierda apenas atravesaron la lona.

    Luego de debatir entre sí, los investigadores, concluyeron, aunque en forma provisoria, que ninguna pudo haber sido. El puñal había entrado en forma horizontal, tal como correspondería a la altura de Patricia, pero tan profundamente que el cadáver tenía la marca de la empuñadura.

    Por la tarde el procedimiento se repitió con el inglés que, recuperando la sobriedad y por lo tanto la cordura, colaboró, con los mismos resultados.

    Desde ese momento y por el espacio de dos días desfilaron más de 20 personas entre personal del casino, prostitutas y pillos de distintas categorías.

    Como nadie sabía las características del apuñalamiento nadie podía ocultarla ni imitarla. Y el asesino se cuidaría en no repetirla.

    Al tercer día, cansadas de tanto trajín que les hacía perder las bondades de una ciudad casi dos veces milenaria; al menos eso creían, de acuerdo a las enseñanzas de Helen, quien se las había citado en latín; pidieron visitar el lugar del crimen.

    Usualmente eso no se le permite a alguien que aún figura entre los sospechosos. Pero, ya sea por curiosidad o por hacerles “pisar el palito” o “to hunt the bird” como decían ellos, las citaron para el día siguiente.

    El caso tomó tal estado público que Lady Helen Peterson, ahora a cargo de una cátedra de la carrera de paleontología en la Universidad de Oxford, se enteró por lo diarios, no sólo del crimen sino, gracias a tres diarios amarillistas, que “The jackal”, era una asquerosa india americana. Esto la alarmó tanto que corrió en su búsqueda.

    Helen estaba segura del inglés que manejaban las hermanas, pero no el inglés de los bajos fondos tan comunes a la policía y ciertos periodistas. Y para que no fuera a ocurrir un malentendido idiomático las asesoró. En primer lugar, las instruyó con el latiguillo, “con el mayor de los respetos” que de ahora en más sería pronunciado en castellano y traducido por ella misma. Y por supuesto haría valer su título nobiliario de Lady.

    En la inspección ocular, Mailén notó una cosa menor. Si, salvo que el cadáver ya había sido removido, el resto de la escena estaba tan igual que los propios investigadores se calzaban de unas especies de galochas de tela para no dañar el cuadro; ¿Por qué había una enorme y pestilente mancha de sangre, y no, por ejemplo, pisadas con estiércol de caballo?

    Eso que al oficial tampoco se le pasó por alto, le permitió reinquirirla con un ingenuo ¿Por qué?

    – Si algo ameritaba perfume, era el salón de juego. Dijo Mailén.

    – ¿Acaso los franceses no dicen “Merde” para festejar el triunfo de un espectáculo? Aquí el frío, la neblina y la bosta de caballo enmarcaban “este” espectáculo

    – Pero - preguntó el oficial - ¿Acaso la misma víctima no habría llegado con los pies…?

    – Sí - lo interrumpió Mailén- pero a esa hora la docena de sirvientes ya le tenían el agua caliente para el baño, su habano cubano y su periódico francés; o al menos yo me lo imagino así.

    – ¿Cómo sabe Ud. que el occiso fumaba habanos?

    – Y… según creo… porque sus dientes estaban manchados y no fumó los simples cigarrillos que se repartían gratuitamente en el salón.

    Con estos dichos, el cuidadoso oficial Harrison, cerró, pero como siempre, no definitivamente, una pista para ir en busca de otra. La suspicacia de Mailén le había permitido confirmar su más lejana sospecha: El asesino no era de afuera sino de adentro. Pero, ¿Quién?

    Era fama, entre los hombres de negocios, que Jaques Dupont tenía especial estima por su personal en Inglaterra. Sin embargo, estaban obligados a interrogarlos.

    El mayordomo fue tajante. Si el asesino estaba entre los empleados, él mismo era el asesino. Tal era el celo y el control que se ejercían unos a otros en responsabilidad y hermandad. El empleado más nuevo hacía ya cinco años que trabajaba con ellos.

    – ¿Cuál era la forma de trabajar? Preguntó el oficial.

    El mayordomo la dividió en dos. En ausencia y en presencia. En ausencia se realizaban las compras, se aseaba la mansión, se cocinaba, es decir, todas las tareas propias de servidumbre, quedando incluso tiempo para solazarse, debido a que el personal era mayor que el necesario. Tal era, según la cocinera, la magnanimidad del occiso a quien seguirían llorando por el resto de sus vidas. ¿Dónde, sino, encontrarían a un patrón así?

    Aunque su oficio se lo impedía, el oficial concluyó que el relato era convincente. Un dato más vino a colaborar con el descarte de sus empleados. Ellos ya disfrutaban de una cláusula especial por el uso de la mansión en ausencia. Es decir, vivo o muerto, Jaques les permitía disfrutar de su propia fortuna. ¿Para qué, entonces, asesinarlo?

    A Mailén, que seguía estando presente, se le ocurrió una especie de inversión del razonamiento. ¿Y si la causa del homicidio fue justamente la buena relación entre patrón y empleados?

    La revisión del testamento no arrojaba ninguna luz. Dupont si bien estaba tanto en Francia como en Inglaterra tenía con sus empleados en Francia el mismo trato. Además, no se le conocía familia.

    Mailén le preguntó al Oficial Harrison:

    – ¿Por qué los europeos usan tantos relojes? ¿Acaso no les alcanzan uno o dos?

    El oficial, tomando uno de los varios relojes que descansaban sobre la chimenea, le respondió:

    – No es un simple, saber la hora, el reloj es un símbolo de la revolución industrial.

    Aún no había terminado de hablar cuando el mayordomo le hizo saber que ese reloj no era de Dupont.

    – ¿De quién entonces?, preguntó el oficial.

    – No lo sé. Sólo sé que no es del patrón

    Para el oficial el caso se complicaba más a cada momento. Y ahora un reloj. Pero no cualquier reloj. Un reloj no enchapado en oro, sino todo de oro, con pequeños rubís que los orfebres le agregan para aumentar el precio y en el reverso de la tapa una inscripción que él no podía interpretar.

    Acudió al mayordomo. Este, como siempre en buen francés, le dijo que la frase era muy antigua, de la época de Juana de Arco. Que algún día los ingleses y los franceses dejarían de luchar entre sí para unirse contra un enemigo en común.

    ¿Cuál podría ser ese enemigo? Y, ante todo, ¿tendría algo que ver con la muerte de Dupont?

    Mailén le comentó que entre los ranqueles las palabras siempre se afirmaban sobre algún símbolo. Así, aunque los ranqueles no tienen escritura propia, si no han sufrido las heridas del huinca, los caciques marcan en su propio cuerpo su primacía. Pero claro eso es porque los ranqueles aunque aman profundamente la tierra no tienen un símbolo físico más grande que una lanza o una toldería.

    Harrison de pronto tuvo una idea que lo tomó con fuerza, Invitó al grupo de testigos y sospechosos a escalar los peldaños del Big Ben, la mayor altura de todo el Reino Unido.

    Si bien Mailén y Patricia por su juventud ascendían con vigor, al llegar al cuarto del reloj tuvieron un temor particular. El temor propio de quien nunca subió más allá de las ramas de un álamo. Desde las ventanas podían ver como los barcos del estuario del Támesis se volvían cáscaras de nuez. Mailén tuvo un mareo, y aunque ya estaba lejos de la ventana sentía como si esta la estuviera tomando para arrojarla por los aires.

    Y si eso no fuera suficiente el Big Ben dio las 11 de la mañana. Mailén sintió como el bronce le hacía reverberar las tripas, las orejas, le volaba el pelo y la dejaba sorda. Era como si miles de relojes llamaran a un incierto futuro.

    Y Patricia que tanto amaba el silencio como su padre el ruido del cañón, pensó si desde esas extrañas tierras, alguna vez, no fueran los hombres armados, sino los artistas los que saludaran a la niebla londinense. Acaso ¿Ya no lo había hecho Shakespeare?

    Harrison sólo era una carcajada al ver a las dos indias revolcarse por el piso no repuestas aún del potente sonido del reloj.

    Mailén tuvo que apoyarse para poder levantarse, pero su intento quedó interrumpido por la rotura de un viejo cofre de madera que, según decía en una placa de bronce, guardaba los restos de uno de los primeros guardianes del reloj, el cual no era inglés sino francés.

    Ese accidente contrarió al Oficial que corrió presuroso para ver si Mailén se hallaba bien y poder observar el contenido del cofre.

    Lo que vio fue en una primera ojeada normal, un esqueleto enmohecido por el tiempo y la humedad, pero luego algo que lo sorprendió. El cadáver, entre sus manos, sostenía un objeto de hierro. Al retirarlo Harrison comprobó que se trataba de una réplica de las agujas del Big Ben, pero aún peor entre las canaladuras se podían ver restos de sangre seca pero no añosa.

    Harrison sin haberlo buscado había encontrado el arma usada por el asesino.

    Pero, ¿Por qué usar como arma esa réplica? Eso era una complicación extra para el asesino. Pero de todos modos logró su objetivo.

    Volviendo al lugar del crimen, Harrison tuvo una interesante charla con el mayordomo quien conocía la historia del francés que custodiaba la torre. Eran los extraños tiempos de paz entre ingleses y franceses. El hombre de la torre venía de una familia que había guerreado por Francia, es decir por el catolicismo desde los tiempos de Juana de Arco y fue ésta quien, personalmente, le entregó un puñal con una cruz marcada a su antepasado, en ese momento sólo un jovencito enamorado de la guerrera, quien en sus alucinaciones paranoides creía que el mismo Cristo le había encomendado liberar Francia.

    Pues bien, resultó ser que esa cruz marcada en aquel puñal es la misma que se puede ver en la réplica de las agujas del reloj.

    ¿Tendría algún significado? Al parecer sí.

    Bastaba con recordar las aventuras imaginadas por diversos autores franceses en torno a los Tres Mosqueteros, donde los mismos franceses se hallaban divididos en cuanto a la actitud a tomar con Inglaterra. Esa división continúa en los finales de este siglo. De allí la pregunta final. ¿Sería posible que la muerte de Dupont se debiera a una disputa entre estos franceses? La limpieza e impunidad del asesino parecían dar crédito a tal teoría.

    En este punto, Harrison tuvo, por primera vez en muchos días una pista firme. Sin embargo, no podía resolver el caso sin la ayuda del propio gobierno de Francia, o al menos, dejar sentado ante éste que el crimen, al parecer, fue obra de franceses.

    Así que, Harrison, habiendo entregado todos los informes policiales al gobierno de Francia, dio por concluida su misión en el caso y liberando definitivamente de sospecha a la veintena de sospechosos. Salvo que Francia ahora a cargo de la investigación los requiriera.

    Patricia y Mailén, por fin, luego de tres semanas de vigilia y hostigamiento, pudieron salir a las calles de Londres para continuar su visita.

    El caso Dupont estuvo largos años oscurecido por la niebla, hasta que, por necesidades estrictamente políticas, debido a una guerra que parecía avecinarse y que los tendría de aliados, Francia declaró formalmente ante Inglaterra que el asesino había sido el coronel Le Clerk, entonces sólo un teniente, actuando por órdenes del ministerio de guerra.

    Pero, ¿y la causa?. Dupont, dueño de una inmensa fortuna, amasada por la fabricación de armas, se negaba por un rotundo cambio de la opinión familiar a la fabricación de armas de cualquier tipo y de cualquier país, pues él creía que eso arrasaría a Europa. De modo que su muerte fue una disputa entre guerreros y pacifistas. El hecho de haber sido ejecutado por un connacional sólo implicaba un evitar males mayores.




    Capítulo 16: Londres desde el aire


    Con el objeto de hacerles olvidar el trago amargo, Juan Carlos les tramitó un viaje particular. A decir verdad, se enteró de lo acontecido en la torre del reloj, no en cuanto a sus tripas reverberantes sino en cuanto a su visceral miedo por las alturas. En efecto, una visita a Londres no era visita sin un viaje turístico en globo. Pero teniendo en cuenta ese dato, Juan Carlos las tenía que llevar engañadas al amarradero de globos. La excusa era banal, pasar una tarde en un auténtico picnic inglés. Las diferencias con el francés, les decía mientras las conducía al cadalso, es que mientras que los franceses hacen gala de sus quesos y vinos, los ingleses, en cambio, más ásperos, lo hacen de sus pasteles dulces y semiamargos que acompañan con whisky. Y así, sin que las incautas se dieran cuenta ya habían llegado a destino. No fue poca su sorpresa cuando sus intuiciones femeninas y ranqueles se sumaron. Es decir, las palabras recibidas por Juan Carlos no pueden ser reproducidas aquí.

    Patricia quiso dar media vuelta cuando Juan Carlos la amenazó con contarle a todo Leubucó que era una “Llükanten”.

    A un ranquel se le puede decir cualquier cosa: ignorante, borracho, asesino tonto, feo, deforme… menos que se es cobarde, así que Patricia, arrojando la canasta se trepó a la canastilla del primer globo que encontró.

    Y Mailén, luego de que las piernas le dejaron de temblar, hizo lo mismo; igual Juan Carlos, de un salto.

    Como ninguno de los tres tenía idea de cómo se conducen estos globos aerostáticos era necesario que subiera un cuarto tripulante, el navegante, quien, impasible, les comunicó que la capacidad era sólo para tres personas. Al unísono las hermanas se excusaron para bajarse, lo cual fue invalidado por Juan Carlos quien rápidamente alquiló un segundo globo, de mayor capacidad, para todos.

    El globo despegó con su lentitud característica. Juan Carlos se acodó en la barandilla. Patricia y Mailén se agacharon para no ver el suelo. Hasta que el navegante, un tal Charles, con un guiño de Juan Carlos comenzó a emitir “Tuak tuak, corococó, tuak

    Lo primero que sintieron era como la canastilla se balanceaba, y algo en el cuerpo les decía que estaban en movimiento. Como ninguna de las dos jamás había estado allí no sabía que eso que sentían era la reacción del cuerpo al movimiento ascendente. A los 10 minutos cuando del globo se hallaba a unos 1500 pies, según Charles, unas 5 cuadras según dijo Juan Carlos, comenzaron a escuchar el silbido del viento. Allí Juan Carlos le preguntó si pensaban estar allí acurrucadas y temerosas o se atreverían a ver la belleza de la campiña que se desplegaba al norte de Londres.

    El movimiento fue así. Primero apoyaron los dedos de las manos sobre el mimbre de la canastilla, luego asomaron los ojos al mismo nivel del borde, luego apoyaron la nariz, viendo hacia abajo con el rabillo de los ojos y aquí una pequeña hecatombe: a ambas les vino un irrefrenable deseo de vomitar y así lo hicieron, pero para suerte de Charles hacia el exterior, lo que las obligó a ponerse de pie agarrarse firmemente de las cuerdas y así luego de una media hora, ambas estaban como si nada hubiera pasado.

    Mientras observaban los dibujos agrícolas del paisaje que se extendía allá abajo, a Mailén se le ocurrió preguntar hasta que altura llegaban estos ingenios, a lo que el Capitán del globo respondió que, hasta unos 5000 pies, y los que allí llegaron sintieron malestares a causa del aire enrarecido, pues a más altura menos oxígeno. Todo eso que Charles decía por libreto de la guía turística, era bien comprendido por las hermanas.

    De pronto algo inquietó a Charles, observó cómo rápidamente se formaban nubes de lluvia y eso para ellos era muy peligroso. Sin embargo, no pudo apagar el fuego que mantenía al globo estable, pues el viento pronto provocaría un descenso de la temperatura y un brusco descenso. Eso mismo ocurrió a los 5 minutos, de modo que, si habían tenido miedo, ahora mientras el globo caía, para ellas, como una piedra, se convirtió en pánico, y esa era la primera vez que lo sentían. Pero a medida que se acercaban al nivel del piso, el globo comenzó a estabilizarse y si bien no fue nada suave, aterrizaron sin problemas.

    No pasaron 10 minutos para que las hermanas se pavonearan de la aventura.

    La tormenta tan rápido como amenazó se disipó y todos tuvieron el placer de observar algo nuevo para todos. Aprovechando la disipación de la tormenta un grupo de temerarios se subieron a varios globos se tomaron su tiempo para ascender a 15.000 pies y desde allí, de a uno en tiempo, se arrojaron. Al ver al primero, Mailén preguntó porque subir hasta allí para matarse, pero Juan Carlos le dijo que esperase unos instantes y allí se vio como se desplegaba algo así como un paraguas que lo sostenía, cayendo a tierra suavemente.

    Pero el segundo, fue mucho más interesante- Este sin necesidad, de ascender tantos pies, se arrojó con un aparato extraño que le permitía planear como las aves. Así mientras que, con un paracaídas, que así se llamaba, se tocaba tierra a los pocos minutos, con este, que aún no tenía nombre, pero algunos ensayaban “alas de gavilán” o la extraña palabra “parapente”, se podía demorarla a varias horas.

    Las hermanas se la hicieron la promesa de vencer el miedo para ser, algún día, las primeras ranqueles en volar con esos ingenios.


    El teatro no estuvo ausente en la agenda de las hermanas, según el itinerario que les preparó Juan Carlos. Pudieron asistir a obras de Shakespeare en “The Globe” el mismísimo teatro fundado por el dramaturgo, y varias veces reformado; Al día siguiente a una función de Fausto de Goethe el mismo que ya habían leído, pero ahora con toda la parafernalia propia de un teatro inglés.

    Las hermanas se sintieron felices, por fin los huincas les devolvían algo de lo que tanto les habían robado, por la módica suma de media libra.

    Jazmín las sorprendió una mañana, con un mapa en la mano, indicándoles donde quedaban las Islas Malvinas. La razón era que su padre se hallara en Londres era, justamente, para una ronda de negociaciones para que los ingleses las devolviesen, al cumplirse en esos días los 33 años de ocupación. Jazmín no tenía dudas que eso sería antes de que ellas volviesen.

    Llegado el momento de partir, Patricia los sorprendió con una novedad: ella no volvería. Había aceptado la invitación de un joven industrial y comerciante irlandés para trabajar con él como traductora. No sabía si también por amor, el que por el momento no sentía, pero quizá en el ambiente de Irlanda era posible que eso sucediera. El conocimiento de las costumbres inglesas por parte de Patricia le jugaría a favor. El muchacho la paseaba orgulloso como una posesión invaluable, no todos los días se podía mostrar a una princesa americana de pelo rojo y ojos verdes. Sin embargo, Patricia le impuso una cláusula: Ella se mostraría todo lo que él quisiera, pero ella tendría el derecho de alternar con el hombre que ella quisiese.

    La partida, entonces, estuvo cargada de lágrimas. Mailén no sabía si la volvería a ver.


    Así tan sólo tres meses después de haber desembarcado Mailén emprendió el regreso, con la promesa de responder a la invitación de la Universidad de continuar sus estudios en un futuro no lejano.

    El regreso fue algo más simple. Los boletos fueron mucho más baratos por tratarse de un barco carguero que habiendo llegado a Londres cargados de fardos de lana, volvía a la Patagonia cargado de hermosas telas inglesas. El negocio textil inglés se había vuelto a poner en su lugar luego de la orden inglesa de aniquilar al Paraguay, orden que fue muy bien ejecutada por la Triple Alianza.

    El hecho de ser un barco carguero le daba la oportunidad de hablar con la tripulación de temas que eran imposible en el elegante “Tiburón”. Mailén que volvía con Jazmín fue el centro de las miradas de la tripulación unos 12 hombres. Una noche, un marinero al preguntarle la edad y la de Jazmín, se sorprendió que con sólo 23 años tuviera una nena de 9. Mailén, primero incómoda con la pregunta, le respondió con el contenido de un libro que había leído, para ella extraño, pero que le abrió el entendimiento para comprender la mentalidad huinca.


    – ¿Decime - le dijo forzando el acento y forma de hablar porteñas-, a qué edad las familias patricias romanas casaban a sus hijas?

    – ¡Ah! No sé, no sé nada de historia y mucho menos de Roma.

    – Yo tampoco, pero leí un libro de un tal Plinio y unos cuantos poemas de Catulo. Mientras que los muchachos se convertían en hombres al recibir la Toga Viril entre los 16 y 19 años y por lo tanto habilitados para poder casarse, mejor dicho, hacerlos casar ya que su opinión si bien era escuchada la decisión era del Pater Familiae; la niñas ya eran mujeres luego de la menarca, la primera menstruación, lo cual podía suceder según lo dictaba la naturaleza a los 14, a los 18 o a los 10.

    – ¿Quién puede hacer casar a una nena de 10 años?

    – Es que en Roma la esperanza de vida era de menos de 25 años y más de la mitad de las chicas morían durante el parto. De modo que era urgente para la sociedad que las chicas tuvieran hijos pronto, de los cuales la mitad morían antes de los tres años.

    – Si ahora, se embaraza a una nena de 12 años, se va preso. Comentó uno de los hombres.

    – ¿Y por qué? Preguntó Mailén.

    – Y porque hay que esperar a que madure, hay que esperar a los 20.

    – ¿Y eso donde está escrito? Volvió a preguntar Mailén con sarcasmo.

    – Este…

    – Yo creo que si la madre naturaleza permite que una nena se embarace a los 10 años no es obra de Gualicho, por lo que no debe verse al hombre como abusador y a la nena como prostituta.

    – ¿Y ustedes a qué edad…?

    – Nosotros, en general a los 12, pero bien puede suceder a los 9 como a los 15, a los 20 e incluso a los 30.

    Habiendo aclarado el tema de la edad y como el auditorio al parecer quería saber más, Mailén pasó al tema del parentesco y otros temas de pareja.


    – Nosotros hasta la llegada del huinca teníamos un “matrimonio”, y hago comillas porque eso no existía en la forma que el huinca entiende, diferente. Un indio podía tener las esposas que quisiera…

    – Como los árabes. La interrumpió otro muchacho.

    – Sí, pero nosotros no tenemos títulos de nobleza. El indio que puede, las tiene.

    – O sea, hay que tener dinero…

    – No, nosotros casi no lo conocemos, en realidad se trata de aguante.

    – ¿Qué aguante?

    – Digo, si el indio podía satisfacer a más de una mujer, bien; sino las propias mujeres, si podían, se mudaban de toldo.

    – ¿cómo si podían?

    – En el toldo como en todas partes, si sos pobre, es decir, si no tenés una familia que te aguante, estás perdido.

    – Nosotros tampoco tenemos problemas si la pareja es pariente, puede ser tío y sobrina, primo y prima, hermano y hermana…

    – Pero, eso ¿no es pecado?

    – Que palabra rara la que tienen ustedes. No, no es pecado, simplemente que no es lo corriente… aparte ¿no eran hermanos los reyes egipcios, o más cerca los consortes incas? Y la civilización egipcia no se volvió tarada por eso. Por el contrario, eso les permitía mantener la estirpe pura.

    – ¿Cómo hacen el sexo? (En realidad la frase del joven, acompañada por gestos, era algo más prosaica).

    – Eso no se los voy a decir. Pero no distinto a como lo hacen ustedes


    Esta vez sin demorarse más que para los trámites de migración con las reglamentarias vacunas, Mailén viajó inmediatamente a San Luis para agradecerle a Victoria por el préstamo concedido. Victoria se sorprendió al ver que no sólo no habían gastado lo que les había prestado, sino que le dejaron la tercera parte de lo ganado en el casino. Esta vez sí que hubo vuelta. Victoria se entristeció al saber que nunca más vería a Patricia.




    Capítulo 17: Primera incursión de Patricia en Oxford.


    Finalmente, Patricia se terminó juntando con Robert O´Connors su jefe, y este, debido a que estaba sorprendido por la inteligencia de su pareja, la envió a Londres para que ella elija una carrera universitaria. Patricia, debido al alto costo de matrícula y cuotas, intentó disuadirlo, pero Robert, por el amor que sentía, le insistió.

    El problema es que, a Patricia, ya desde aquellas primeras clases a la sombra de aquel ombú, no se podía decidir por ninguna en especial, pero Robert, como industrial que era le recomendó las que ella menos tenía pensadas, física, matemática o, quizá, antropología. Sin estar segura, Patricia, eligió física, por cuestiones más románticas que prácticas: las imágenes ya sepias de hombres como Leonardo Da Vinci, Galileo Galilei, Copérnico, Kepler o Newton, que Helen les había obsequiado, actuaron en la decisión.

    Así un primero de setiembre de 1866, una bella pelirroja, estaba sentada en su pupitre. Al verla, los odiosos alumnos ingleses, que la confundían con una irlandesa, comenzaron a rumorear sobre sus posibilidades y lo hacían con gestos obscenos. Pero Patricia acostumbrada, como ranquel que era, al desprecio, los ignoró.

    Pero el rumor se incrementó cuando al pasar lista su acento no correspondía exactamente al de una irlandesa, fundamentalmente en esa forma extraña de pronunciar las “ye” inglesas como “ch” españolas, más bien “sh”. En realidad, Patricia sabía la fonética correcta, pero estaba decidida a enfrentarlos y eso era mucho, era la única mujer en un curso de 150 hombres.

    El escándalo se desató cuando algunos se enteraron que esa mujer no era irlandesa sino una auténtica india americana. El imaginario inglés decía que estos indios eran analfabetos y se adornaban con las cabezas reducidas de sus enemigos muertos, pero otros opinaban que no duraría ni una semana, y que vaya a saber cómo había conseguido su título secundario, en un “Indian Raid”, dijo uno con sarcasmo. Lo cual no es otra cosa que un malón, pero dicho en inglés El hecho era que no sólo era mujer y ya por eso despreciable, sino, además, india. A decir verdad, en Oxford no se vieron mujeres de la plebe hasta que la reina Victoria las animó a inscribirse, anteriormente sólo lo habían hecho las nobles.

    La primera semana pasó sin novedad. El sábado Patricia comenzó a tener nostalgia por Robert y de allí de todo su pasado. No supo cómo, pero estaba llorando por su madre Maitén. Para consolarse comenzó a acercarse a alguna de las pocas mujeres que había en la universidad, cada una tenía una historia.

    Si era escándalo que una india estudiase en Oxford, lo era más que lo hiciera la hija de una conocida prostituta londinense. Marlene ya había tenido problemas antes de inscribirse. Una noche sacó a patadas de su casa a su pareja a quien acusaba de quererla tomarla “por atrás”, y eso en la Inglaterra Victoriana, no sólo era pecado nefando, era delito. Pero una cosa es decirlo y otra verlo, el hombre que medía unas 10 pulgadas más que ella, sólo veía que los puñetazos en la cara y las patadas en sus partes sin poder atinar a defenderse, caían como la neblina londinense para colmo la batalla se estaba desarrollando en medio de la calle, con sus adoquines congelados y lo peor sus cuerpos totalmente desnudos. Es decir, desnudos para un inglés, ropa de abrigo de lana, medias de lana, una gruesa enagua de satén para la dama, y lo mismo para el hombre que sólo se diferenciaba por el corte masculino. De modo que no tuvo más remedio que huir.

    Patricia le preguntó a Marlene porque tanto escándalo, siendo que era prostituta, por ser tomada de esa manera. Y Marlene, luego de sosegarse, le dijo tratando de controlar las carcajadas, que ella no era una prostituta, aunque sí su madre. Eso bastó para que las ventanas indiscretas se cerraran de un violento portazo.

    Otra compañera era Ingrid, que decía estar allí por ser muy fea. Patricia, que objetivamente no veía tal fealdad, no le dijo nada, pero se acercó a ella. ¿Cómo era eso de estar en una universidad por ser fea?

    Otro extraño personaje, era Alan. Alan no entendía el lenguaje metafórico, mucho menos la ironía y el sarcasmo. No era una posición filosófica, sino una falencia innata. Así si alguien decía “el arco iris de tus ojos” él buscaba en ellos el reflejo del arco iris del cielo para demostrar su inexistencia, o que alguien dijera, “te regalo mi corazón”, él contestaba que era imposible regalar un corazón sin antes morirse, los que al principio lo tomaban como una humorada, luego se anonadaban al saber que lo decía de verdad.

    En contrapartida, Robin, era un poeta consumado, o al menos así quería que lo consideraran. Para él, todo era poesía. No sólo lo que habitualmente una persona común entiende, sino todo. No sólo, las flores, las mariposas, sino también, la muerte, la guerra, es estado de agregación de la materia. Así que nadie se sorprendería de uno de sus actos: Conquistar a Ingrid.

    Algunos al verlos juntos, se preguntaban: “¿Qué hace ese joven tan apuesto con una joven tan fea?”, pues a contrapelo de la opinión de Patricia, la joven sí que lo era.

    No era opinión de los elitistas. Aunque para Patricia que había superado a las bellas londinenses y acaparado todas las miradas de los varones, Ingrid era una hermosa mujer la realidad indicaba lo contrario. Se pelo no crecía normalmente, sino que le salían penachos aquí y allá, como si hubiera padecido una quemadura. Sus ojos, aunque intensamente azules, eran pequeños, no tenía cejas ni pestañas, sus dientes afloraban hacia adelante lo cual le dificultaba pronunciar las “t” y las “d”, su cuerpo era pequeño, su espalda algo corva, sus piernas chuecas. Es decir, eso que ningún hombre en el campus miraba era la pasión de Robin, y no sólo una pasión amorosa sino profundamente física. Y eso a Ingrid le traería problemas.

    En realidad, esos era lo que algunos opinaban, lo que Robin buscaba era sexo rápido y gratis, apostando sobre cuantos días duraría el fraguado romance, por supuesto, como siempre, quien apostaba en contra de esta opinión era Patricia. Así tan sólo una semana después, invitando a todos a un pub a beber café y cerveza, Robin le pidió casamiento a Ingrid. Ingrid, se quedó de piedra, pues, aunque su familia le estaba costeando el estudio, no tenían dinero, sino a costa de grandes sacrificios. Por eso, porqué un noble y acaudalado joven, dueño de su propia fortuna, querría casarse con ella.

    Como todos miraban, como él, arrodillado a sus pies, como la etiqueta galante lo impone, la miraba sin que ella se atreviese a contestar. Él se abalanzó sobre ella, y le dijo cosas al oído, de las cuales todos adivinaron su tenor cuando Ingrid, cubrió su blanca piel de rojos brillantes, o como dicen los españoles, se pudo colorada como un tomate. Pero seguía sin responder.

    Patricia salió al ruedo con una doble invectiva, a Robin, que no se atreviese a estar mintiendo pues ella se encargaría, aunque la deportasen, de romperle todos y cada uno de los huesos, no sin antes cortarle sus partes para arrojárselas a los perros y a ella, que se diera prisa que un hombre la esperaba. Y otra vez, nadando contra la corriente, y él nunca tendrá a una mujer como vos.

    Sea lo que fuera la joven dijo que sí y la boda se realizaría en dos templos, ya que él era anglicano y la joven católica, ninguno le pidió al otro la conversión, en dos semanas. Patricia se preguntaba como hacían los ingleses para casarse sin haber pasado al menos tres meses de convivencia. Como ranquel, consideraba que el sexo no era algo importante, sino lo más importante.

    Patricia se hallaba inscripta en cuatro cursos para ese cuatrimestre. Análisis matemático, álgebra, geometría y física del punto. Aunque quiso anotarse en más, no se le era permitido a nadie, al menos durante los dos primeros años. La carga horaria era en total de 40 horas semanales, el trajín intenso, los exámenes semanales.

    Pero si el curso iba, para Patricia, viento en popa, no eran sus relaciones personales con el resto de sus compañeros en cada curso, que estalló cuando ella, la mujer, la india americana, fue la única que aprobó el cuatrimestre con buenas notas. Allí supo que el resto de su carrera la tendría que cursar sola, pues, incluso, su compañera de cuarto, una escocesa, que estudiaba leyes, tuvo que volver a su patria por cuestiones de inestabilidad política.

    Con las vacaciones de verano, antes de volver a estar con su amado Robert y Guillermito, se fue a despedir de Ingrid y Robin. Allí descubrió dos cosas, una era que ambos, sin saberlo antes, ni aún en ese largo pedido de mano, eran el uno para el otro. Y esto es delicado decirlo, sus relaciones maritales fueron denunciada por los otros integrantes del campus no como ruidosas, sino escandalosas. Al decir, de esos vecinos, ellos no se amaban, se gastaban uno al otro. Incluso alguien se preguntaba, con jocosa sorna, si la matricula contemplaba la rotura de muebles de dormitorio.

    Patricia, volvió a los brazos de Robert y su hijo con una novedad, hacía ya cuatro meses que sabía que estaba embarazada, lo más probable producto de la ardiente despedida anterior y tenía la intención de llamarlos con su primer nombre ranquel. Ailén (Brasas) si era nena y Waikilef (lanza veloz) si era varón. Robert, aunque sonara cacofónico le agregaría los suyos: Ailén Marian, como la heroína que la cultura inglesa, prima o novia de Robin Hood. Para Patricia sería Ailén Mariana en honor al cacique Mariano, y Waikilef Isaac, Waikilef como un antiguo cacique ranquel e Isaac como Newton.

    Patricia le contó sobre las anécdotas y vicisitudes que vivió. Robert le dijo que eso era ser extranjero en Inglaterra y ella le respondió que ella ya era extranjera en su propia tierra, por lo que sabría serlo en tierra extraña.

    Las vacaciones pasaron rápido. Guillermito como ranquel se despidió de su madre, revoleando un poncho sobre un acantilado desde donde se veía alejarse la calesa. Robert se hallaba preocupado con el embarazo a tanta distancia.


    Patricia se reencontró con Robin e Ingrid cuyo matrimonio pese a la opinión general marchaba viento en popa. Más aún, Robin, el poeta del campus, la había convertido en su musa.

    Uno de los pubs internos del campus se había convertido, de acuerdo al día de la semana, en un foro donde los estudiantes podían debatir sus distintas aficiones, ya fueran las relacionadas con sus respectivas carreras o con sus hobbies. Así los lunes, ciencias duras donde se discutía bien y fuerte sobre los nuevos paradigmas y donde no faltaban los nóveles autores de esa literatura siempre presente de ciencia ficción. Las madrinas del foro eran Mary Shelley y Ada Lovelace, una por ser la autora de Franskenstein y la otra por ser no sólo la esposa de Charles Babbage sino por ser ella misma una renombrada matemática que incursionaba en un nuevo tipo de ésta que permitía a la máquina inventada por su marido realizar engorrosos cálculos en pocos minutos. Los martes entre las ciencias elegidas estaba la meteorología que tenía por padrino al dios Eolo, que se destacaba por su caprichosa presencia. Los miércoles, se discutía de leyes y otros temas jurídicos bajo la atenta mirada de espías enviados por el parlamento y la corte victoriana, su madrina era una alegoría de la balanza de la justicia. Los Jueves, era el turno de los estudiantes de medicina quienes siempre seguían debatiendo la posibilidad de la vida después de la muerte y lo que para algunos era lo mismo, la posibilidad de realizar, en el futuro, trasplantes de órganos. No faltaba el gracioso que decía que Harry Lepton, presidente de una de las cofradías más encumbradas, encumbradas por pertenecer a la nobleza, tendría el honor de recibir el primer trasplante de cerebro. El padrino, como hacía tantos años era Edward Jenner descubridor de la vacuna antivariólica. Los viernes le tocaba a los elegantes arquitectos y los serios ingenieros, quienes se vanagloriaban de haber construido la primera cloaca mecánica del mundo lo cual le permitía al Támesis dejar de apestar como lo hacía desde hacía siglos. Y los sábados era el turno de los escritores y poetas quienes se dividían, de acuerdo a su origen, ya algo forzadamente, en europeos y americanos, los primeros tenían por padrino a Lord Byron y los segundos a Sor Juana Inés de la Cruz.

    Era a este foro que asistían Ingrid y Robin, donde él pretendía inmortalizarla a través de sus poemas y donde para no sentirse sola Patricia presentó aquí dos cosas. Algunas traducciones al castellano, francés y ranquel de poemas de Robin, uno suyo y otro de Mailén. Los de Robin casi siempre eran poemas de amor y los de las hermanas sobre el genocidio ranquel en particular, de otras naciones argentinas y de los indios americanos en general.


    Llegó noviembre y con él las contracciones de Patricia, quien tenía que rendir sus cuatro finales durante esa misma semana, los dos primeros el mismo martes, es decir, en cuatro días, pero estaba decidida a no demorarlos.

    Así fue que durante el final de Análisis Matemático tuvo una contracción tan fuerte que la mesa examinadora le ofreció cambiar el examen para otro día, pero ella se negó. Así estuvo toda la semana, como pidiéndole a su bebé que esperara un poco más.

    Pasaron los exámenes que provocaron cólera y envidia en sus compañeros varones. Cómo era posible que esa india que aprendió a leer bajo un ombú, árbol desconocido para ellos y seguramente desnuda, pudiera obtener tan buenas notas y, encima, que ella dijera que sólo cursaba por placer, para aumentar sus conocimientos. Mientras que la mayoría de ellos, pasaban largas noches sin dormir para comprender lo que ese compatriota suyo, ese maldito de Isaac Newton, había puesto por escrito. Alguno llegó a maldecirla porque era la única que entendía que era eso de gravitación universal, lo cual era mucho más que un árbol y una manzana.

    Así el 26 de noviembre de 1867, ese mismo viernes, Patricia con la complicidad de los pocos amigos que tenía se preparó para parir. Había roto aguas. Y lo haría de la forma más particular. Había luna llena, y en medio de uno de los parques, su amigo Robin clavó un poste que tenía dos correas de cuero, al costado de este una alfombra tejida por alguna vieja ranquel en Leubucó. Ella vestida con una enagua que a los ojos de los hombres sonaba a una triste arpillera, lo apropiado para una india; y para no quedar totalmente expuesta a las miradas unas cuatro sábanas que partiendo de la cúspide del poste se clavaban en la tierra. Claro, una carpa indígena, opinaron algunos, cuando en realidad eso sería una carpa de indios de Norteamérica, no sabían que los toldos ranqueles, en general, tenía forma de domo.

    Para colmo algunos estudiantes habían hecho un círculo de sal de un palmo de ancho que media una cuadra de diámetro.

    Las apuestas estaban hechas. La apuesta era que Patricia a mitad de la puja, comenzaría a gritar y a pedir auxilio para que la llevasen a un hospital, es decir, Robin y compañía estaban 1 a 90.

    Patricia se hallaba de pie, sus muñecas enredadas por los cueros, eso haría que aunque sus rodillas se aflojasen, el bebé no sufriría las consecuencias. Patricia pujó y apareció un bracito que sólo pudo ver Ingrid, única testigo. La cosa venía mal, el bebé venía de hombro, Patricia que había participado de varios nacimientos sabía lo que eso significaba. Volvió a pujar, el hombro asomó, pero volvió a entrar, Patricia que sabía que si el bebé no salía pronto se asfixiaría volvió a pujar y el bebé salió cayendo en la alfombra. La bebé lloró inmediatamente, mostrando la potencia de sus pulmones. Patricia se desprendió de los cueros, se agachó tomó el largo cordón umbilical y mordiéndolo lo cortó. Tomó a la bebe, es decir a Ailén Mariana, volvió a pujar y se deshizo del resto de la bolsa. Viktor Frankenstein hubiera pagado por ese líquido.

    Ahora ensangrentada, con su beba apenas cubierta, salió de la carpa, y elevando sus ojos a la luna le ofreció a su hija.

    Y allí se oyó, primero el grito de alegría de sus pocos amigos, pero luego de varios de los que habían apostado en su contra. Patricia comenzó a caminar en patas, hacia el dispensario de la universidad, pues ella, según decía era loca pero no comía vidrio, frase de la cual ignoraba el origen. Al traspasar el circulo de sal, un rencoroso le puso el pié para hacerla caer, pero otro, no sólo la atajó, sino que le propinó un certero puñetazo en la mandíbula, iniciando una de esas bataholas que tanto les gusta a los jóvenes ingleses, mientras Patricia que ya se hallaba en condiciones de sumarse a las trompadas, sólo pensó en su beba y llegó al dispensario a fin de que un médico inglés revisara a su hijita.




    Capítulo 18: Una capitaneja universitaria


    1867


    En esos años Mailén observó cómo, luego de acabada la guerra con Paraguay, las líneas de fortines huincas avanzaban, implacables, hacia la cordillera hallándose a sólo 50 leguas de Leubucó. También como a pesar de haber hecho vacunar a los niños contra la viruela, está seguía matando indios adultos. Y lo peor, como Maitén que seguía enojada con sus hijas, hizo que Mariano, para evitar males mayores, les negara la entrada en sus tolderías, pues ahora tenía a un tal Jorge Macías para que le lea los diarios de Buenos Aires.

    Fue entonces como reflexionó y pensando en su mecenas, Victoria, le volvió a pedir prestado para un nuevo viaje a Inglaterra. Estaba, ahora sí, decidida a aceptar aquella invitación de Helen de ingresar a la universidad de Oxford.

    Tuvo algunos enfrentamientos con Juan Carlos quien no estaba de acuerdo que se alejara durante tanto tiempo, así al cabo de muchas y agrias discusiones arreglaron que Jazmín se quedaría con él.

    El viaje de ida fue algo amargo, no sólo por viajar en un barco de bandera alemana donde nadie hablaba castellano, sino porque allí Mailén se percató que estaba embarazada. Un contratiempo inesperado para alguien que viaja con el firme y único propósito de estudiar. Pero a su edad eso era lo más normal que le pudiese ocurrir. Le preocupaba la edad que Jazmín le llevaría. Claro, luego reflexionó, ella no era una ranquel normal, sus congéneres a su edad ya tenían hasta una docena de hijos y ella sólo una.

    Había algo que ninguno de los dos sabía. Jazmín como cualquier hija de vecino noviaba con un muchacho de 16 años y quedó embarazada. Al saberlo, Juan Carlos tomó las medidas necesarias, por un lado, le negó la entrada a su casa al muchacho. Quizá estuviera actuando como un Capuleto, pero no quería que el padre de su nieto fuera un pariente de Bartolomé Mitre por más dinero y futuro que tuviera, además, pensó, cuando esa familia lo supiera lo desheredaría. Fuera como fuera Jazmín, alejada de su madre tuvo, un 12 de mayo de 1867, una hija a quien, sólo para contrariar a su padre le puso Julieta Mercedes, el primer nombre, claro, por la heroína de Shakespeare, y el segundo por el nombre por dos mujeres que su padre le había presentado ya fuera viajando a Southhampton como cruzando el Canal de la Mancha, en Boulogne Sur Mer, ésta la hija de San Martín, entonces sólo recordado por algunos, y la otra hija de don Juan Manuel de Rosas.


    Llegada nuevamente a Londres, que le parecía conocerla de siempre, y de hecho la conocía mejor que a Buenos Aires, fue directamente al despacho de Helen quien ya le tenía todo arreglado para su ingreso.

    Había algo que Mailén no sabía y que Helen se encargó de ocultarle, la Universidad de Oxford, no sólo era paga sino la más cara del mundo. Lo que Helen no le había dicho era que su hermana Patricia luego de dos años de súplicas había aceptado casarse con su enamorado, el dueño de una importante industria y exportadora irlandesa y por lo tanto gozaba de un gran desahogo económico. Y además era madre de una nena a la que le puso Ailén Mariana en honor al cacique Rosas.

    Por alguna causa, que Helen ignoraba, Mailén tendría que dar una serie de exámenes. A alguien entre perverso y buena gente, se le ocurrió que si Mailén podía pasar el exigente examen que tenía en mente, el dinero que se invertiría en ella estaría bien gastado. Sucedió que los incidentes que acaecieron en el nacimiento de Ailén llamaron la atención de varios funcionarios del rectorado. Así que catalogaron a este examen de la siguiente manera: Si Mailén llegaba a los 7 puntos, se le admitiría. Si llegaba a 7 u 8, se le otorgaría media beca; y si llegaba a 9 o 10, beca completa. Helen le dio a Mailén una semana. La razón era que si se demoraba no podría cursar ese mismo cuatrimestre.

    Los exámenes pasaron sin contratiempo. Logrando una beca completa. Es decir, en la forma que los ingleses la entienden: La universidad le facilitaría todo para que ella pueda estudiar, a condición de devolver el préstamo con el ejercicio de la profesión. Con eso pretendían que el alumno se esforzara un poco más, pues devolver dinero sin haberse diplomado se estaba convirtiendo en una norma. Y era la excusa de ciertos nobles para impedir el ingreso a las clases más bajas. En Inglaterra ningún hijo de obrero concurría a los claustros. Y una semana después Mailén estaba sentada en un pupitre, el primero si se descarta la mesa de sauce que había usado en “El ombú”. Como ya le había sucedido a su hermana todas las miradas fueron para ella. Aunque ahora en lugar de ser la única mujer, el curso se hallaba más repartido, 30 mujeres y 120 varones; y la currícula no era tan exigente como la que le tocaba a Patricia.

    Como Mailén había optado por estudios literarios, ese cuatrimestre pudo elegir 4 materias del plan de estudios, gramática, latín I, literatura inglesa y literatura del siglo de oro español. Su curso se redondeaba como su panza. Mailén estimaba que el parto sería a mediados del siguiente cuatrimestre, por lo cual tendría tiempo no sólo de estudiar sino de divertirse. Su compañera de cuarto sería Patricia, quien además se haría cargo de los gastos privados pues Londres no era lo mismo que La Pampa.

    Así, una noche se atrevieron a concurrir al mismo pub que hacía algo más de dos años había quedado destrozado a causa de su presencia, motivo por el cual ya antes de entrar advirtieron al cantinero y a los parroquianos presentes que ellas no eran prostitutas. La aclaración fue acompañada por un “¡buuuhhh!”

    Lo que anteriormente, debido a la trifulca, no pudieron apreciar es que el bar era concurrido por muchos marineros extranjeros de modo que, a lo largo de los sábados, ellas pudieron observar sus fisonomías. Así pudieron ver que los islandeses, cuyo país era llamado Iceland, o sea algo así como Hielolandia y no Islandia como le decían los españoles, eran muy parecidos a los esquimales, que no notaban diferencia entre los distintos habitantes de la Conchichina como vietnamitas, camboyanos y laosianos. De hecho, notaban más diferencias entre los guaraníes y los ranqueles.

    Finalizado el primer semestre sin novedades. Patricia se llevó a Mailén para que conociera a su esposo.

    Allí Mailén pudo comprobar que Irlanda no era tan parecida a la Pampa como su nombre lo hacía suponer. En Irlanda existían montañas superpobladas de bosques, en La Pampa sería imposible observar el verde que se extendía y se perdía en la neblina. Los arroyos caían rápidos, existían numerosas cascadas que en La Pampa no había.


    Por su parte Guillermito, ahora de 13 años, como buen hijo de ranquel e irlandés, ya había embarazado a una nívea huinca irlandesa. Y cuando se lo reprocharon, él sin tener conciencia que era una amarga conclusión, dijo que cuando los ranqueles ya no existieran habría mucha gente con su estirpe. Esa niña fue llamada Jennifer Hypatia. Clara señal que ya leía a los clásicos que su padrastro tenía en su biblioteca. Y como prueba de ello estaban los segundos nombres de las siguientes diez hijas que pensaba tener: Claudia Mnemosyne, Drusila Clío, Julia Thalia, Alexandra Erato, Augusta Euterpe, Elizabeth Polymia, Victoria Calliope, Gloria Terpsichore, Casandra Urania y Helen Melponeme. Y aunque sólo despertó sonrisas, él lo decía seguro de sí mismo.


    Un lunes algo los llenó de preocupación. Mailén amaneció con inusuales vómitos. Como ya cursaba el 5º mes era posible que su cuerpo se estuviera preparando para abortar. Esa fue la primera vez que Mailén visitó un hospital inglés. En su mente, hubiera preferido escaparse a una cueva. Las enfermeras usaban una vestimenta tan larga y blanca que le lastimaban los ojos. Vio por primera vez, lo que era el acero quirúrgico. Sin embargo, no hizo falta usar acero ninguno. Lo que le sucedía si bien no era común era previsible. Un cólico renal, que no era producto del embarazo sino por la ingesta del agua potable en América que contiene un alto contenido de sedimentos. Sólo era cuestión que el cálculo bajara, muy doloroso por cierto, pero para lo cual no había nada para minimizarlo, pues lo usual era el opio, el láudano o una máscara de éter muy peligrosos para su estado.

    El viernes el cálculo maldito finalmente cayó. Mailén pedía a gritos que alguien la azotase en lugar de eso.

    Las cortas vacaciones llegaron a su fin y cada una se preparó para enfrentar el nuevo semestre. Patricia siguió con la currícula obligatoria: Análisis Matemático II, Física II y Latín II. Mailén eligió Literatura Inglesa, sintaxis inglesa y Latín I. Ambas en un aparte, como autodidáctas, seguían perfeccionando su inglés ya que, aunque Helen se lo haya enseñado muy bien, para el caso no era suficiente. A veces confundían True con Through, y otras que para ellas eran iguales, pero no para el oído inglés.

    Las clases, para Mailén al principio se tornaron aburridas, hasta que un pájaro cayó en la lanza. Para cursar historia se podía optar entre antigua, medieval o americana la cual comprendía sólo la parte de América del Norte. Allí se enteró que casi un siglo después los ingleses aún guardaban encono con sus antiguas colonias. Con latín no tenía problemas. Un catedrático opinaba que al tener que aprender desde tan chica a hablar castellano conservando el ranquel su cabeza tenía algo así como un diccionario especial que hacía que pudiese aprender idiomas rápidamente.


    1868


    El problema se suscitó durante el curso de Literatura Americana. Allí pudo saber de la existencia de un tal Hernán Cortez, conquistador de México, de sus Cartas de Relación y los relatos de uno de sus lugartenientes un tal Bernal del Castillo. La palabra conquistador le sonaba muy mal, ella prefería la de arrasador o algo por el estilo, pero como estaba en tierra ajena la dejó pasar. Con Sor Juana no tuvo problemas, pues adoraba sus poemas. Mailén opinaba que la religiosidad de Juana estaba motivada a fin de poder seguir escribiendo en su celda. Pero con quien se halló en conflicto fue con un huinca que si bien no conocía personalmente, sabía que luchaba por exterminarlos y justamente el libro que tenía adelante lo atestiguaba: “Facundo”. Ya eso hizo que se tuviera que morder la lengua.

    Sin embargo, a un inglés se le ocurrió atar cabos para relacionar las actitudes de Moctezuma, Huáscar. Los enconos entre Aztecas y Toltecas que inconscientemente o no colaboraron con la caída de América. Cuando Mailén escuchó que un inglés se reía y los llamó “Dumbs” y por extensión a ella misma, se levantó de su pupitre y le gritó “Trewa” (perro), pero como para los oídos ingleses pareció que dijera la palabra castellana “Tregua”, es decir, nada de nada, Mailén volvió a gritar “Faraku” (cerdo). Mister Alfred Duncan, no entendiendo la palabra, pero sí la expresión, le pidió calma. Mailén volvió a sentarse, cuando Duncan reconvino al estudiante quien, aunque, según él, sólo quiso opinar. Mailén no le creyó, pero al sentarse hizo una seña usual entre los ingleses, señaló el cielo con sus índices, mirando al profesor. De modo que cuando el mismo estudiante opinó, pero ahora en perfecto castellano: “Eso demuestra que son una raza inferior”. Mailén al darse cuenta que el agresor verbal era español y por tanto tan extranjero como ella, le gritó sin ningún tapujo, en perfecto castellano: “cerdo de mierda”.

    La situación se hubiera tornado cómica pues la mayoría de los ingleses, aunque sí bien consideraban a los indios una raza inferior, simpatizaban con Mailén. Sin embargo, Duncan tuvo que tomar medidas y los citó a ambos al rectorado. Situación en la que Mailén esperaba no tener que pasar nunca. Allí un funcionario se encargó de propinarles los famosos palmetazos ingleses, por causar disturbios en clase. Mailén pensó retrucar, pero luego sólo se inclinó. Sin embargo, como vestía a la inglesa, es decir, con ropa interior abultada, el funcionario le pidió que se levantara la pollera la cual le llegaba hasta los pies. Mailén optó por quitársela completamente y allí se evidenció su avanzado estado de embarazo. Por lo que el funcionario trató de desistir. Mailén en lugar de agradecerlo, insistió en recibir el castigo siempre y cuando su compañero recibiera lo mismo, que a una ranquel una simple madera no le hacía entrar en pánico. Lo cual no era cierto si se tiene en cuenta aquella tunda ritual que le propinó su madre. El funcionario luego de pensarlo y viendo las caras de odio entre los estudiantes, es decir, ni en ese lugar deponían sus actitudes. Llamó a un subalterno para que ambos recibieran el castigo de rigor en las mismas condiciones. Allí los palmetazos comenzaron y ante cada uno que era recibido con mayor humillación por el español, ella la aumentaba con frases como “Que suerte que no te pegan del otro lado porque allí no debe haber nada” Pero de tal forma que el otro no sabía si se refería a sus partes o a su cabeza. Al cabo de los 24 palmetazos, ambos recibieron orden de enderezarse. Y el español se fue caminando con dificultad. Mailén luego de vestirse se fue caminando con gallardía. Pero a medio camino el funcionario le dijo, con un dejo de paternalismo, “Si te veo otra vez por acá, lo haré a la antigua, es decir, sin prenda alguna que amortigüe el dolor” Mailén aceptó el reto.


    1869


    Al año siguiente volvió a suceder algo parecido en una clase de Literatura Francesa ya que de Voltaire pasaron a Juana de Arco, tema histórico y poco literario y de allí a la Juana Americana que si no murió en la hoguera sí durante una epidemia socorriendo a sus hermanas de vocación. El docente era un francés Claude Lefóng. El aula se hallaba claramente dividida en hombre y mujeres. Y aunque eso era lo usual, los hombres a la derecha y las mujeres a la izquierda. Ellas se hallaban abroqueladas a favor de Mailén, olvidando sus prejuicios iniciales. La causa fue que el mismo grupo de estudiantes que habían expresado sus despectivas opiniones respecto de los indios americanos, también lo hicieron con Sor Juana a quien consideraban el sumun de todas las calamidades, por ser mestiza española, mujer, bastarda y católica. Como Lefóng no podía tomar más medidas que las ya descritas, Mailén desafió al líder del grupo un inglés de prosapia, el conde Albert Stich, demasiado joven para tal título, a un duelo público y civilizado, una batalla de sexos, y como esa mezcla no se entendía, la tuvo que explicitar. Así ese mismo sábado, la taberna se decoró de forma especial. Mientras todo el alrededor funcionó de platea, el centro fue ocupado por una mesa desnuda. Los invitados estaban restringidos a los alumnos del citado curso. Mailén conocía los deportes ingleses del boxeo y el tenis y así quiso presentar el desafío.

    Las reglas no fueron elaboradas ni por ella ni por su contrincante sino por el grupo que se presentaba como neutral. Estos estaban decididos a que las cosas no pasasen a mayores, por lo que elaboraron una especie de decatlón, algunos claramente masculinos y otros no tanto. El primer encuentro fue una pulseada. Mailén tuvo que ser asesorada pues no la conocía. Se sentaron, en una mesa diseñada para eso. Ambos cruzaron las palmas, comenzaron a forzar, pero algo de orden natural jugó en contra de Mailén, durante la puja sintió una contracción tan fuerte que le hizo aflojar el brazo permitiendo que el conde triunfara. Hombres 1, Mujeres 0. Para el segundo tanto, en cuanto que ella había perdido, se le permitió elegir. Ella pidió una pulseada al estilo ranquel, una loncoteada. Todos tuvieron que ser asesorados. Patricia, que se encontraba allí sólo en virtud de ser su hermana, pidió reemplazarla, pero Mailén se negó. Como el condesito no tenía el pelo demasiado largo, Mailén le dijo si prefería ofrecer sus orejas, el joven, espantado, pues interpretó que ella se las quería cortar, acomodó su pelo lo mejor que pudo. A contrapelo, y ninguna palabra mejor que esta, Mailén le ofreció sus “crines” sin intentar tomar la de él. De modo que se la vio volar desde las manos del muchacho. Algunos que pensaban que el joven se quedaría con los pelos en las manos vieron que la abundante, larga y gruesa cabellera de Mailén soportó el vuelo. Ahora le tocaba a él, Mailén lo tomó, buscó el impulso de su cintura y lo hizo volar, los cuatro segundos que duró la vuelta fue un grito de Albert, quien al saber que se debía seguir hasta que hubiera un vencedor, usó el método corriente en boxeo, tiró la toalla.

    Como premio a los presentes Mailén y Patricia demostraron que eso que hacían los ranqueles no era para enfrentarse sino un acto de amistad. Se tomaron de los pelos y comenzaron a volar, al estilo fideo fino según dicen los españoles, en medio de los sorprendidos presentes. “Hijas de Absalón”, gritó uno, en voz de victoria. Uno a uno.


    Para la tercera contienda Albert, muy temerario, teniendo en cuenta que el deporte que elegía era sólo exclusivo de varones, y por lo tanto pensó que Mailén desistiría, eligió boxeo. Mailén sólo lo había visto practicar en ruedas callejeras, donde hombres muy corpulentos se vendaban las manos y la pelea sólo terminaba cuando o bien el otro desistía o caía dormido sobre los duros y mojados adoquines. Pero aceptó, aun pensando que perdería. De todos modos, la negativa sería un punto para el adversario. Un juez neutral decidió que serían tres asaltos de dos minutos y otros dos de descanso en virtud de su embarazo. Cuando Albert protestó le dijeron que así se compensaba la elección de un deporte masculino.

    Mientras que Albert peleaba al estilo inglés con la guardia bien alta y los puños siempre revoloteándose, Mailén por su parte usaba las defensas que Helen les había enseñado, de artes marciales, por lo que debía reprimir sus impulsos de pegarle con el empeine en la nuca. De modo que entre una cosa y otra al promediar el tercer asalto casi no se habían tocado. Pero Albert decidido a terminar el pleito, le tiró un gancho de izquierda que Mailén pudo esquivar y cuando le quiso bajar un puñetazo derecho con todo el peso de su cuerpo, ella también se esquivó, haciendo que el mentón de Albert chocara con su frente. Ambos cayeron al piso, pero mientras que Mailén solo se tocaba el lugar del impacto, por su cara, muy doloroso, Albert quedó dormido por tres minutos. Mujeres 2, Hombres 1.


    Volvió a elegir Albert. Carrera. Se pactó sobre una recta de 500 yardas, iluminada por múltiples antorchas. Se oyó el disparo. A las 100 yardas Albert le llevaba casi 8 de distancia, a las 200 seguían ganando por 6, a las 300 por 3, a las 400 estaban a la par y sobre la meta, Mailén lo superó por sólo 2 yardas. Para muchos, ya antes del disparo, era claro que Albert se había equivocado, su cuerpo robusto, pero de baja estatura, era más apropiado para una carrera corta, pero su deseo de humillarla pudo mucho más. 3 a 1.


    Albert eligió cestería, porque, aunque pensó que esta india debe conocer de arco y flecha, él la aventajaría por su práctica como noble que era. Los círculos se ubicarían a 50 yardas y en caso de empates sucesivos se irían alejando 10 yardas por turno. Se consideraba empate el no superar al contrincante por más de 10 puntos. El círculo constaba de un centro negro de una pulgada de diámetro, 100 puntos. Una corona circular roja de 7 pulgadas de diámetro, 50 puntos. Otra de 14 azul, 40 puntos. Otra de 28 amarilla, 20 y por fin otra de 56 verde, 10 puntos. Las tandas eran de 5 tiros en forma alternada.

    La primera tanda resultó de 140 puntos cada uno, La segunda, aventajó Albert en 10 puntos, la tercera nuevo empate, la cuarta fue para Mailén y en la quinta Albert con dos tiros errados sumó 100 puntos mientras que Mailén sin haber errado sólo sumó 70 puntos. Triunfo de Albert. Varones 2. Mujeres 3.


    Cuando ya se veían las luces de un nuevo y neblinoso día londinense. Llegó una misiva del rector donde los conminaba a retirarse por no haber pedido la autorización correspondiente. Así todos volvieron al único lugar autorizado, la taberna, con lo cual las mujeres quedarían como ganadoras.

    Pero Albert la desafió a un último juego donde no primarían las habilidades sino la suerte. Un tiro de dados. Por doble puntaje, si él ganaba, ganaban los varones, en caso contrario ellas. Como Mailén sólo sabía que se debían tirar los dados pidió asesoramiento. Para este caso sólo se sumarían los puntos que marcan los dados, sin contar lo puntos por juegos mayores, tal como Póker o Escalera. Albert protestó, pero se impuso el criterio de los jueces neutrales. Por caballero le cedió el tiro. Pero los jugadores avezados sabían que el segundo siempre juega sabiendo el resultado del adversario. Mailén tomó el cubilete, lo batió y arrojó los dados, la suma daba 26. Cuando los arrojó Albert resultó un póker servido de 5+5+5+5+4. Volvió a protestar porque en caso de sumar el valor del póker él ganaba. Le volvieron a negar la protesta, pero le otorgaron un nuevo tiro. Al arrojar obtuvo 5+5+4+3+2. Cuando le tocó a Mailén, suerte de principiante, dijeron, durmió un 5+5+5+5+5. Con lo cual quedó zanjada la competencia. Y cuando todos pensaban que Albert volvería a apelar, sólo estiró su mano de caballero y se la estrechó sinceramente, diciendo en un tono nada irónico “con Doña suerte no se puede competir”


    Luego de este conato de enfrentamiento, las partes hicieron las paces y al promediar el semestre Mailén entró en contracciones y como ya había sucedido con Patricia, para ellos la más europea, esperaban que pariera bajo el mismo árbol del campus. Pero no fue lo que ocurrió, porque Mailén ya había tenido varios episodios de aborto espontáneo, de modo que como ya lo había hecho meses atrás con su cálculo renal, se internó en un hospital y al cabo de cuatro días, el 23 de septiembre de 1869, nació una beba a la que llamó Mary Jane para los ingleses o María Juana para los americanos. Un nombre tan extraño ya que no tenía componentes ranqueles, no era sólo a causa de la hospitalidad inglesa sino debido a dos de sus heroínas literarias, Mary Shelley y Juana Inés de la Cruz, porque si bien no esperaba que la beba siguiera sus pasos, más bien que la superara, que es lo que todo padre sueña, ellas que tuvieron que luchar contra un mundo de hombres, debían ser su guía.

    Al día siguiente, con Mary Jane en brazos, y luego de cursar una carta expreso hacia Buenos Aires que con suerte llegaría en cinco semanas con la nueva noticia. Mailén ya estaba sentada en su pupitre con la intención de tomar la clase del uso del verbo auxiliar en la sintaxis inglesa y así continuar con su curricula.

    En medio de la clase, donde Mailén tuvo que pedir un permiso especial ya que no era lo corriente, Mary Jane mostró toda la potencia de sus pulmones y un tal Garrido, estudiante argentino que sólo cursaba esa materia, dijo “¡Que buen sapucai!” Y Mailén, teniendo en cuenta los episodios anteriores, sólo le dijo: “Eso sería si fuera guaraní, pero tu halago lo vale”. Una inglesa, Elisabeth Portman, le prometió tomar nota por ella, mientras saliera a darle a la beba lo que reclamaba.

    Recién entonces Mailén notó que en esa clase las únicas mujeres que no la saludaban eran dos argentinas Mercedes Ángeles Lòpez Auzaga y su hermana Camila Soledad. La causa era obvia, eran hijas del capitán Ramiro Ángel López Auzaga, oficial de intendencia de un fortín ignoto en la zona de San Luis, empecinado en su lucha asesina contra el indio, al que llamaba bárbaro o salvaje. Claro que don Lucio también lo hacía, pero con un tono totalmente diferente. “A ver, vos, salvajón – le decía a Nahuel – tráeme un vaso de agua”. O a ella “Che, bárbara, ponete algo más decente”. Pero el odio de las López, llegó a su apogeo cuando se aparecieron en la taberna, cosa que nunca hacían, donde se realizaba, una exposición sobre Catón, el mismo que pronunció la famosa frase “Cártago debe ser destruida” a propósito del armamentismo que se estaba realizando en todo el viejo continente y que para algunos traería muchísima sangre. Así que cuando el orador dijo la frase, las hermanas a dúo, replicaron “y cada indio de américa lo mismo”. La sala hizo silencio, por una razón muy simple, no sólo los ingleses estaban masacrando a pueblos de la India o China, sino que los americanos avanzaban a sangre y fuego hacia el oeste, y los derrotados rebeldes se empleaban como mano de obra para asesinar negros a los que aun luego de haber perdido la guerra se negaban a aceptar su igualdad jurídica. No se dijo más nada y todos los que no deseaban una nueva guerra en Europa o cualquier otro sitio del mundo, se retiraron de la taberna, lamentablemente sólo eran un pequeño grupo.


    1872


    Una mañana dos personas, tres en realidad, les golpearon la puerta. Al abrirla era el flamante Capitán Juan Carlos Robles, a quien enviaban como agregado militar, en realidad una forma de sacarse de encima a los militares que no aprobaban el exterminio en su propia tierra, en las nuevas negociaciones por la recuperación de las Islas Malvinas. Traía a una Jazmín casi 4 pulgadas más alta que cuando la había dejado y con una beba de 2 años en sus brazos. Sucedió lo que Juan Carlos había previsto. La familia del padre de su nieta, al enterarse de Jazmín era una cuarterona, le impusieron al muchacho una condición o su nueva familia aún no afianzada, según sus creencias, por el sagrado lazo del matrimonio o un futuro venturoso con una herencia como todos sus hermanos. El muchacho de quien ni se merece decir su nombre optó por lo segundo y Jazmín no tuvo problemas en quedarse con Julieta que para vergüenza de la familia del muchacho tenía sangre ranquel.

    Mientras Juan Carlos se aburría en las infructuosas negociaciones con los tercos de la Foreing Office, que llevaban a cabo tres nada vehementes negociadores argentinos, más preocupados por conseguir nuevos Royalties para sus propios negocios que la soberanía nacional, Mailén seguía más despierta que nunca sus clases.

    Durante este semestre estaba cursando un tercer nivel de latín, un primer nivel de crítica literaria y dado que ya dominaba el castellano, mal llamado por los ingleses Spanish, porque el catalán también lo sería, sumó a su colección de idiomas el francés ya que la currícula le exigía 4 idiomas extranjeros. Preocupada por Mary Jane nadie la vio más que en las clases. Y así mientras que un 16 de julio de 1872, a los 29 años, rendía su último final, tres meses después le entregaban el deseado rollo de su diploma de Licenciada en Letras. Un año antes Patricia tuvo el suyo en Fisicomatemáticas con una orientación en astronomía.

    Así mientras que Patricia volvió con su esposo, Guillermito y Ailén a Irlanda, tierra de la mitad de sus antepasados, luego de grandes abrazos y largos llantos Mailén volvería a su tierra natal, donde su título poca cabida tenía ya que sabía de antemano que, como ranquel que era, nadie le daría trabajo en escuela alguna. Pero el saber ya no se lo quitaría nadie.


    Pero antes de partir de Londres, con Juan Carlos acordaron hacer una nueva visita al casino, sólo para despedirse rápidamente, y eso era porque ella gastaría muy poco, comparado con el dinero que tenía guardado y no gastado que Victoria le había prestado. Así que cambió una de esas monedas de oro por una ficha de 50 libras; y luego de vagabundear entre las concurridas mesas observó que en una había un número donde nadie apostaba, el 19, y allí depositó lo que sería su despedida de Londres, pero Gualicho le tenía una sorpresa, mejor dicho, su superstición, porque a él se le asigna la suerte en el juego. “19 negro” gritó el jefe de mesa y Mailén se alzó con 1750 libras. Y cuando ya los estaba guardando en su pequeño bolso, ya que nunca había tenido tanto dinero junto, es decir, suyo, no prestado; Juan Carlos le susurró al oído “suerte de principiante” y como ella seguía acomodando las fichas, le volvió a decir: “Amarreta, llegamos sin nada sólo para despedirnos”. Mailén turbada lo miró a los ojos y tragando saliva seca, volvió a recorrer las mesas hasta que encontró una donde estaba libre el 11 negro, pero luego pensó que no volvería a salir negro, y movió sus fichas hacia el 2 rojo. El croupier dijo la famosa frase y ella para no mirar la enorme cantidad de dinero en fichas que había apostado, se dio vuelta para no mirar e irse con la cola entre las patas, y fue cuando se escuchó un “¡Hoooo…!” generalizado. Ella no escuchó lo que el croupier dijo, pero se lo imaginó, alguien había ganado mucho dinero, pero cuando observo que la bola giraba lentamente descansando sobre su número, se le enfriaron las tripas, le bajó la presión, se orinó encima y se desmayó. Cuando 10 minutos después se despertó, Juan Carlos sólo le dijo con mucho cariño: “Aparte de india y algo tacaña, sos rica”. Palabra extraña para una ranquel. La cuenta era sencilla: 61250 libras ya que por costumbre lo apostado se dona a los crupieres, y contando con el 30 por ciento que la corona cobra por las ganancias en juegos de azar cuando superan las 1000 libras, le quedaron 42875 libras. De modo que no sólo le devolvería todo lo adeudado a su amiga, sino que pensaba darle mucho más. En esos tiempos era para vivir sin trabajar durante toda la vida.

    Por primera vez viajarían en primera clase. Y fue durante el viaje que acusó los característicos síntomas de un nuevo embarazo. El médico de a bordo dictaminó 5 meses. Y allí Juan Carlos cayó en la cuenta de que su desmayo en el casino, no había sido tanto a causa de la emoción como de su nuevo estado.


    Juan Carlos creyó que ya había visto todas las clases de hombres ambiciosos y sin escrúpulos, pero se equivocaba.

    Al llegar a puerto, la Oficina de Migración, como parte de sus atributos exigía que Mary Jane fuese anotada en los registros pertinentes, pero eso no podría suceder por su calidad de bastarda. Juan Carlos se exasperó con dicho mote ya que él era el padre. Pero el empleado, sin dejar de mirar el tono oscuro de la piel de Mailén le dijo:

    – Usted podrá ser el padre, e incluso haberse casado, pero un hijo de tales salvajes siempre será un bastardo.

    De allí a la trompada sólo pasó un segundo. Corrieron los agentes policiales que custodiaban el lugar y lo apresaron. Y ya se lo llevaban detenido cuando Mailén dijo que era un capitán del ejército. La respuesta fue instantánea. Aunque no era su gusto, Juan Carlos mostró las credenciales que así lo demostraban y lo dejaron libre. No pudo refrenar su ira y les dijo:

    – ¡Cerdos!, si yo hubiera sido un civil de a pie me hubieran apaleado y encerrado, ¿No?

    Y con eso cerro el incidente, le sellaron los papeles y se fueron del lugar.

    De allí fueron directamente a un registro civil donde poder anotar a Mary Jane, ahora de tres años, como marca la ley y allí nuevamente tuvieron problemas. Al responder a las preguntas del empleado, lo primero que éste preguntó fue:

    – ¿Nombre del padre?

    – Juan Carlos Robles.

    – ¿Fecha de nacimiento?

    – 14 de mayo de 1830.

    – ¿Lugar?

    – Buenos Aires

    – ¿Estudios?

    – Egresado del Colegio San Carlos.

    – ¿Profesión?

    – Capitán del ejército.

    – ¿Nombre de la madre?

    – Mailén Piñemco Wangülenche

    Respondió con naturalidad Mailén.

    El empleado la miró por sobre el marco de los anteojos y le volvió a preguntar:

    – ¿Nombre de la madre?, en castellano por favor.

    Y eso hizo Mailén con todas las letras.

    – Doncella hija del agua del pueblo de las estrellas.

    El empleado la miró y le dijo:

    – ¿Usted pretende tomarme el pelo? Cuando digo en castellano, quiero decir en cristiano, ¿Qué nombre cristiano tiene? ¿O no es cristiana Usted?

    Y a todo esto Juan Carlos ya estaba furioso por lo que mirándolo fijo le dijo:

    – Ni es cristiana ni su nombre lo es. Su nombre, tal como quedó asentado en la Universidad de Oxford donde obtuvo un título es como ella dijo, ¿acaso necesita que se lo deletreen?

    Y como los ánimos ya estaban notoriamente exaltadas, se aproximó un superior que antes sólo los observaba y le preguntó al empleado que era lo que pasaba.

    La señora quien dice no ser cristiana, pero tiene un título universitario de una universidad extranjera, pretende anotar a su hija usando un nombre indígena.

    Su jefe le dice:

    – Anótela como ella dice.

    De modo que Mailén se lo tuvo que volver a decir letra por letra.

    – ¿Fecha de nacimiento?

    – Julio de 1843.

    – Sí, pero ¿qué día?, ¡Señora!

    – Y no sé, ponga 16 de julio

    – ¿Qué? ¿Acaso no sabe en qué día nació?

    – No señor en donde yo nací no se marcan los días, sólo las estaciones y apenas los meses.

    – ¿Lugar de nacimiento?

    – Leubucó

    – ¿Y eso dónde queda?

    – En las tolderías de Mariano Rosas, territorio de la nación ranquel.

    – Señora, aquí hay una sola nación, la nación Argentina o acaso Ud. es chilena.

    Tuvo que volver a mediar Juan Carlos:

    – Según el tratado de paz firmado por el Coronel Lucio Victorio Mansilla y el Cacique Mariano Rosas, es como Ud. dice. Pero según se deja leer en las apostillas que él publicó, él habla de Acuerdo Internacional y como con los únicos que estaba hablando era con los indios ranqueles y desde allí con todos los indios argentinos, se desprende que él piensa que este es un país plurinacional, aunque la constitución así no lo exprese.

    – Bueno, ya que me habla de alguien quien nadie conoce, ¿que ponemos?

    – Ponga Provincia de Buenos Aires o San Luis, la que a Ud. más le guste, porque todavía no sabemos si se les reconocerá a los ranqueles ser parte de nación o provincia alguna. Estuve unos meses en el extranjero y quizá no me haya enterado que ahora formamos parte del Imperio Británico o de los Estados Unidos de Norteamérica. ¿A Ud. que le parece, firmamos la inmediata anexión o nos resistimos como el general Santa Ana?

    – Mire si con eso vamos a estar mejor, para mí no habría problemas que fuéramos parte del Imperio de la China o del Principado de Mónaco.

    – Eso mismo es lo que pensaron los terratenientes mexicanos que traicionaron a su nación y lucharon con los agresores en El Álamo.

    – La verdad, no tengo ni la más mínima idea de lo que me habla. ¿Estudios?

    – Licenciada en Letras, por ahora sin trabajo.

    – O sea, que pongo, ama de casa.

    Mailén lo mira a Juan Carlos y le pregunta:

    – Y con eso, ¿qué quiso decir?

    Pero Juan Carlos en lugar de responderle a ella le dijo al empleado:

    – Licenciada, ¿Me escuchó?

    – ¿Nombre de la niña?

    – Mary Jane Robles.

    – ¿Cómo Mary Jane? ¿Primero me dice un nombre impronunciable para usted, ya ahora pretende nombras a su hija con un nombre extranjero?

    Y Juan Carlos le responde que es extranjera, de hecho, nació en Londres, el 23 de septiembre de 1869. Y cuando el empleado le dijo que no se aceptaban nombres extranjeros a menos que sean castellanizados, Juan Carlos casi lo aprueba, pero luego le dijo:

    – No, no, no… mi hija se llama Mary Jane, pese a quien le pese.

    Y fue cuando el gordo jefe del empleado le sugirió con un gesto elocuente que eso se podía dejar pasar si a cambio se deslizaban, como al pasar, algunos billetitos. Juan Carlos estaba entre la espada y la pared, si pagaba se mancillaba el uniforme que usualmente vestía y si no lo hacía su hija no sería anotada y por lo tanto debería abandonar sino el país al menos la zona como una indocumentada. Eligió pagar e irse de ese lugar infesto con el papel sellado.

    Un mes después cuando Mailén ya cursaba su 7º mes de embarazo se hizo necesario volver a mover algunos papeles, debido a que el bebé se hallaba incrustado contra el hueso pelviano, lo cual sólo era posible palpar, siendo que además el hospital no contaba con los medios para solucionarlo por lo que debieron concurrir a un hospital privado, muy caro, por cierto. Juan Carlos notó que mientras que en otro lado miraban a Mailén con desprecio, allí gracias al Dios Dinero no. Allí, ella pasó los 6 días que pasaron hasta el parto. El 13 de marzo de 1872, nació una beba sietemesina, a la que llamaron Rocío Pichi Mawün Robles, porque había nacido tan pequeña como una gota de lluvia. Eso fue lo que motivaba atenciones especiales. Al salir, 15 días después, Juan Carlos pagó la abultada cuenta.

    No se quejaba por ellos, sino por el resto de la gente que en casos similares no podían pagar esas cuentas y así les esperaba el dolor, sufrimiento o la muerte. ¿Acaso alguna vez eso se acabaría?

    No era frecuente que Mailén y Juan Carlos pasaran tanto tiempo juntos, pero como a Juan Carlos le habían dado una larga licencia por negarse a pelear en los fortines y sólo por la intervención del entonces coronel Mansilla no fue dado de baja, decidieron viajar hasta Leubucó para juntarse con la familia. Sea como fuera el viaje que usualmente era de 15 días en carreta tirada por bueyes o 6 a caballo de trote corto. Ellos lo hicieron en tres meses parando varios días en cada lugar que les parecía hermoso. El resultado fue evidente cuando llegaron y Mailén abrazó a su madre su panza evidenciaba un notorio embarazo. Maitén en lugar de alegrarse le recriminó que no hubiera tenido más hijos y mirando con un cierto desprecio a Juan Carlos opinó que allí había muchos otros hombres para ser padres de sus hijos y culminó su diatriba diciendo “Tres hijas, que miseria”

    Se quedaron y según Juan Carlos no se irían hasta ablandar al duro corazón de Maitén. Así fue que, durante un caluroso día de enero, el 5 de enero de 1973, nació un varón al que llamaron Lucio Mariano Llufken Robles, Lucio por Mansilla, Mariano por Panquitruz y Moreno, Llufken, relámpago porque cuando nació, aunque no hubiera ninguna nube se desató una lluvia de relámpagos. Mailén apenas cortado el cordón, lo elevó al cielo, ya fuera a Inti, Apolo o Febo. Pero cuando Maitén lo vio, gordo y rosado, esperó que no fuera vago y borracho como Epümer, quien la miraba con sorna.




    Capítulo 19: De locos y molinos

    1873


    Allí, nuevamente a la sombra de unos álamos, Mailén comenzó a reflexionar sobre algunos temas que había leído y aprendido durante el curso de su Licenciatura en Oxford. Ya por entonces algunos autores y poetas estaban causando cierta revolución, revulsión para los conservadores. Si desde Estados Unidos los eran el ya fallecido Edgar Allan Poe, principalmente con su larga lista de cuentos, o el aún joven y poco conocido Walt Whitman que ya había publicado su primer “Hojas de Hierba”. Y que, desde Francia, Julio Verne cultivaba un nuevo tipo de literatura que a ella le pareció ya leer en los antiguos, llamados por algunos visión del futuro y por otros ciencia ficción; o bien Charles Boudelaire con sus “Flores del Mal”, o Gustav Flaubert con su “Madame Bovary”, que se sumaban a sus ya conocidos Mary Shelley con Frankenstein, Sor Juana con “Primero Sueño” o don Cervantes de Saavedra con su genial, para Mailén, Don Quijote de la Mancha.

    Su pregunta fundamental era frente a tantos próceres de la pluma, ¿Valía la pena seguir escribiendo? ¿No sería que por su causa muchos de sus viejos compañeros al inicio vehementes poetas, se redujeron a críticos y muchos lo hacían muy bien?

    Como fuere, Mailén, que, desde aquellos años juveniles, los cuales no se hallaban muy lejos, en que leyó allí debajo de un ombú en la escuelita de Roberto, cuando apenas sabía leer y escribir, ya quería ser escritora.

    Pero de donde le venía eso. No del asesino de su padre, huinca analfabeto, sin duda. Tampoco Maitén se destacaba por eso, aunque sí sabía leer los signos de la naturaleza, de hecho, si Maitén hubiera elegido una carrera en Oxford sería algo relacionado con lo que ellos llamaban meteorología.

    Pero sí había alguien que sin saber leer ni escribir, sabía inventar historias. El Indio Weke Mawida, quien por supuesto, no se llamaba así, Tío de la Montaña. Mailén no sabía su verdadero nombre, pero le decían así por ser el hermano de una chamán y estar recluido en la montaña. Weke, estaba loco, pero como en la toldería no le hacía daño a nadie, pero por otro lado era incapaz de encarar tarea alguna, ya fuera portar una lanza o juntar leña, se lo tenía entre cuidado y exiliado en esa pequeña loma por donde discurría un arroyo, donde los niños acudían para escuchar sus curiosas y disparatadas historias, donde aparecían los aparecidos y morían los mandados por Gualicho

    Su locura estaba originada en el terror y pánico que le produjo la incursión de una partida del ejército en su toldería, un grupo de 6 toldos donde vivía con su familia, cuando tenía 6 años. Al alba cuando todos dormían un grupo de 12 soldados los atacó sable en mano. Los primeros en caer fueron los hombres, 18 en total, luego las mujeres que podían empuñar lanza, 26. Después los ancianos 6 mujeres y 5 hombres. Cuando Weke vio que degollaban a los niños se escondió adentro de una cesta de mimbre, el objetivo era claro, mientras que 10 se encargaban de las indias jóvenes, 12 en total, esto es mujeres de 12 a 18 años, violándolas y degollándolas, 2 de ellos la emprendieron con una de 8 años, Luna de Oriente, hermana de Weke, con ella se demoraron durante largas 4 horas y luego le tocó lo mismo que a todos, el degüello.

    Sólo luego de tres días atraídos por el olor de la muerte, acudió un grupo de guerreros y aún así Weke, que si comer ni beber seguía en la cesta, se negaba a salir de ella. Su otra hermana, mayor de edad se hizo cargo de él, pero Weke ya había perdido la cordura.

    Con el tiempo, sin recuperar la alegría, a Weke, sin embargo se lo veía contento y fue cuando se comenzó a refugiar en el arroyo donde acudían otros niños a escucharlo.

    Sólo muchos años después, Mailén, cuando leyó las obras maestras de occidente, se pudo sorprender de las similitudes de sus historias con aquellas que leía.

    Si Weke no sabía leer ni escribir, ¿de donde provenían sus historias tan parecidas, a veces idénticas a las de esos libros?

    Pero una de ellas la protagonizó él mismo.

    Una mañana de primavera luego de una gran tormenta, montó la yegua del capitanejo menor, Manké, ya que los únicos que tenían yeguas era ellos y salió disparado con una lanza de tacuara de 9 yardas decidido a acabar con la partida. El capitanejo más preocupado por Manké que por su yegua Quitralieu, Fuego Blanco, ordenó que lo siguieran. Lo que él llamaba partida era un grupo de grandes y añosos álamos de casi media cuadra de alto que él atacaba con su lanza, pero ya fuera por su impericia en el manejo de la lanza o por no saber montar a la yegua acabó varias veces en el suelo. En una de ellas aprovechando la gran velocidad de Quitralieu, encaró hacia uno de ellos y como la lanza, comparada con su raquítico cuerpo era muy pesada se le clavó en el blando humus y él, sin poder soltarla, viajó en una desastrosa parábola unas 50 yardas y cayó, para su suerte, de espaldas en la crecida gramilla y aunque el golpe fue muy doloroso y como no se rompió ningún hueso volvió a montar y lo volvió a intentar una docena de veces. En otro de sus ataques se internó con su espada de madera y una rama lateral le dio en medio del cuello y lo volvió a derribar. Los cuatro indios enviados para cuidarlo, estaban impedidos de hacerlo a causa de las hilarantes carcajadas. Pero notaron algo asombroso, al menos para ellos. Weke, creyendo su deber cumplido, pegó la vuelta en el mismo momento que el viento dejó de soplar y por ende el bosque dejó de silbar.




    Capítulo 20: Tertulias universitarias


    Cuando Patricia llegó al foro de Matemáticas todavía se escuchaban los apasionados debates del foro anterior.

    Los habían provocado una serie de noticias periodísticas. En la misma semana habían ocurrido cuatro accidentes uno habitual pero muy distanciado en el tiempo: el naufragio de un barco mercante rumbo a América, como los ingleses llamaban a los Estados Unidos de América, provocado por una carga peligrosa. El segundo un choque de los puntillosos trenes ingleses al sur de Glasgow. Y los dos restantes no sólo poco habituales sino la primera vez. En uno de ellos dos carruajes accionados por sendas máquinas de vapor que peleaban por ver cuál de los diseños de transmisión era mejor, si el sistema a rotor o el sistema a cadena, se hallaba a punto de encontrar un ganador cuando al volver uno, y así le sacaba unas 100 yardas de ventaja, chocó de frente con el otro, ocasionando no sólo que ambos vuelquen, sino que estallaran sus respectivas calderas, arrojando a sus tripulantes a varias yardas de distancia y con algunas quemaduras de vapor, pero dejándolos con vida. Y el último y más extraño, en una feria de atracciones dos globos aerostáticos uno impulsado por aire caliente y el segundo por hidrógeno fueron alcanzados por un rayo, el mismo rayo, pero con ramas distintas. Mientras que al primero le causó una rajadura en su polo superior debiendo su tripulante accionar su tobera de llamas, para evitar que la caída no fuera tan estrepitosa, al segundo le provocó una violenta explosión y en la caída murieron su tripulante y los dos pasajeros no ya por la caída sino por el fuego a una altísima temperatura, de hecho, los cuerpos fueron calcinados, según los testigos, en apenas 5 segundos. Si hubo dolor debió ser de muy escasa duración.

    Las consecuencias de tales noticias se dispararon en varias direcciones. Para algunos su incidencia en algo vital para los ingleses: el comercio mundial, del que eran la parte dominante. Para otros la influencia sobre futuros desarrollos e inventos. Y para unos pocos una efervescente nueva motivación para novelas de aventuras.

    Ya en los 50 Stevenson había sorprendido al mundo con sus aventuras en mundos exóticos, llenos de islas paradisíacas y piratas, algunos de sus seguidores habían logrado vender novelas donde una que otra prostituta dejaba la segura, pero aburrida, tierra firme para encaramarse a las velas de un palo mayor y convertirse en capitana, ya fuera para defender la bandera inglesa o bien, las más de las veces para abordar sus barcos y hacer correr por la plancha a sus capitanes y contramaestres. Pero el que por entonces más interés suscitaba era, Julio Verne, un francés que ya llevaba varios libros escritos con historias inverosímiles y al parecer lo seguiría haciendo. Sus personajes, atentos al gusto de la época, podía viajar a lugares profundos y encontrarse con animales que según Darwin se habían extinguido hacía varias decenas de millones de años, o luchar con monstruos marinos en los lechos abisales, dar la vuelta al mundo en todos los medios conocidos entonces: globo, ferrocarril, barco, caballo o mula, y según algunos, aunque aún no la hubiera publicado un extraño viaje sin retorno a la mismísima luna.

    La semana siguiente algunos dejaron de considerar a Stevenson y Verne como simples novelistas para considerarlos adelantados en el tiempo. Otros recordaban que ya Homero y Hesíodo contaban que Hefestos, en su fragua, fabricaba objetos que tenían movimiento propio o que Mary Shelley había dado vida a un muerto. Pero eso era lo mismo que la invulnerabilidad de Aquiles o las visiones de Casandra, sólo literatura. Faltaba saber cuándo esos sueños se convertirían en realidad. Los más optimistas opinaban que antes de terminar el siglo, otros le sumaban otros 100 años y los menos optimistas opinaban que no bastaba con tocar un objeto celeste, había que habitarlo por lo que estimaban que eso llevaría varios cientos o miles de años. Y por fin estaba la opinión de Patricia que terciando dijo que, si la humanidad dejaba de gastar tanto dinero en guerras, la mayor parte sólo para el exterminio, muy pronto no sólo habitaríamos otros mundos, sino que derrotaríamos todas las enfermedades, salvo, según ella, la vejez y posterior muerte.

    Fue un tal Albert Rosekind, un estudiante de matemáticas especializado en geometría quien, basándose en Euclides y los suyos, propuso una idea tan delirante como interesante. El hecho de que eso mismo había sido estudiado por los antiguos no le quitaba mérito a sus investigaciones.

    Su preocupación no era teórica sino práctica: ¿Cómo evitar accidentes? O mejor expresado: ¿Cómo evitar que dos móviles, llámese barco, globo, tren o carruaje choquen, sin tener en cuenta la impericia de sus navegantes?

    Lo primero que expuso fue su extraña teoría de las rectas y para ello se valió del dibujo de un cubo, al que llamó cubo orientado, en el que marcó sus 6 vértices como parte de dos cuadrados, en sentido dextrógiro 1, 2, 3, 4, luego en el cuadrado opuesto 5, 6, 7, 8. Primero marcó todos los segmentos posibles, a partir del vértice 1, 1-2, horizontal, 1-3, vertical y 1-4 en diagonal descendente. Luego 1-5 horizontal pero perpendicular al 1-2, 1-6 en diagonal por sobre el cubo, 1-7 diagonal por la cara izquierda y 1-8 a través del cubo. Cuando le tocó al vértice opuesto, lo mismo pero tachando el 2-1 siendo 6 segmentos en lugar de 7, de la misma forma eran 5 desde el vértice 3, 4 desde el 4, 3 desde el 5, 2 desde el 6. 1 desde el 7 y ninguno nuevo desde el 8. Sumándolos 7+6+5+4+3+2+1, 28 segmentos posibles. Luego si se tomaba al segmento 1-2, este tenía a 5-6, 7-8 y 3-4 como paralelos, a 1-3, 1-5 perpendiculares por el vértice 1 y 2-6 y 2-4 perpendiculares por el vértice 2; 1-7, 1-4, 1-6 y 1-8 diagonales por el vértice 1. Otros 4 por el vértice 2 y recién allí llegó al punto que quería, cuando expuso que, de los 28 segmentos, el 5-7, 6-8, 8-4, 7-3, 5-8, 6-7, 8-3, 5-4, 8-3, 7.4, 5.3; 11 eran segmentos alabeados. Lo cual traducido a rutas en el plano y el espacio significaba que eran más las rutas sin posibilidades de choque que las contrarias y cuando quiso hacer lo mismo con un cubo con 27 puntos le pidieron que por favor no los aburriera más. Pero dijo que conforme los puntos aumentaban la cantidad de segmentos alabeados lo hacían en forma geométrica, mientras el resto sólo lo hacía en forma aritmética. Aunque lo abuchearon su teoría fue aplicada cuando una empresa la registró como patente para sus viajes en globo y posibles futuros viajes en cualquier otro mecanismo más liviano que el aire. Albert tuvo que esperar a graduarse para poder cobrar sus derechos.

    Animado por el éxito de Albert, John Clark, otro estudiante, esta vez de ingeniería, expuso su loca teoría de un Parque de Viento, Eolos Park, según sus planos. Según él había calculado, usando una máquina, el viento del oeste que azota las costas de Irlanda y el sur de Gales e Inglaterra por el hecho de transportar esas pequeñas gotas de neblina que pronto se transforman en garúa, la fuerza de empuje lateral pasa de 0.01 Btu a 0.02 Btu por yarda cuadrada. Con eso se puede impulsar a un molino de viento que, en lugar de moler trigo, impulse a una gran bobina, que ya habían llamado turbina, para que transforme esa energía mecánica en electricidad, para su uso en la industria. Le preguntaron quien querría usar un molino de viento cuando el carbón venía de Escocia cargado en trenes de hasta 50 vagones. Y John le dijo que carbón algún día se acabaría y si se lo reemplazaba por madera eso provocaría un desastre natural, eso ya desató una larga carcajada general la cual aumentó cuando el mismo estudiante le propuso obtener energía del sol como hacen las hojas en la fotosíntesis y John, imperturbable, le respondió que eso ya se podrá hacer en un futuro no muy lejano para bien de la humanidad.

    Años después John se dedicó a construir un proyecto para llevar agua hasta el centro mismo del desierto del Sahara apoyado por un magnate inglés, el proyecto era muy simple, usando la gran energía del sol se convertía su calor en vapor y así una máquina tomaba agua del mar y la transportaba casi 1000 millas, usando 100 subestaciones. Así se podría regar y obtener enormes cantidades de vegetales. Lamentablemente durante su construcción estallo la Gran Guerra y como los hombres estaban más dedicados a matarse entre sí que a proyectos de vida, todo quedó en la nada y John murió de tristeza en medio de la pobreza.

    Los fines de semana Patricia volvía a su casa donde su amado esposo le había instalado un potente telescopio, claro no cómo los que un gobierno podía pagar, donde por las noches, mientras él tomaba el té a deshora, realizaba bosquejos en su libreta.

    Aunque potente el telescopio no le permitía distinguir algunas cosas. Entre ellas, porque esa estrella a quien habían bautizado con el nombre de su descubridor, un astrónomo austríaco, Lp1, parecía girar alrededor de la nada. Eso ya lo había observado LePetit, curioso, según Patricia que lo conocía por dibujos de una revista científica, Jean Claude Le Petit, era un oso de más de dos yardas de altura y además la tal estrella era, se suponía, mucho mayor que nuestro sol. Según Kepler, que lo formuló para los planetas, un planeta se traslada en una trayectoria elíptica con el sol en uno de sus focos. Y eso le ocurre a todo objeto celeste, y el por qué fue formulado por Isaac Newton en su teoría de la gravitación universal. Entonces, ¿Por qué esa estrella se empecinaba en girar de esa manera? Al principio ella abonó la idea de muchos, gira alrededor de una estrella mayor que se encuentra apagada. Pero, luego, durante el mes de diciembre cuando Júpiter, en apariencia se retira de la visión, varios astrónomos, entre ellos Patricia, observaron que no sucedía lo que debía, que se oculte detrás de la supuesta estrella apagada. Su período de traslación, además, era vertiginoso, ya que, aunque estuviera apenas fuera de nuestro sistema solar o miles de millones de millas más alejada, la distancia al centro era mayor que la distancia que media entre Neptuno y el sol, sin embargo lo hacía en sólo una semana- ¿Cómo era que no salía despedida como le pasa a un niño que jugando a la calesita con otro se suelta de manos? Los cálculos de su velocidad orbital eran muy diferentes, según quien los hiciera, mejor dicho, bajo que hipótesis de distancia, desde el acá nomás detrás de Neptuno al más allá en una constelación vecina, pero nadie le asignaba menos de 190 millones de millas por hora y eso, según decían otros, dedicados a medir la velocidad de la luz, era imposible.

    Muchos, como se solía decir, rompieron el tintero. Se necesitaban otros medios de medición y observación que aún la técnica no había inventado. Otros, menos rígidos y más espirituales, decían que quizá no en todas partes, la naturaleza de comporte de la misma manera. Y, por último, los unicistas, una variante del pensamiento positivista en las ramas de las ciencias duras, opinaban que las leyes eran las mismas, “acá, en marte y en la china”.

    Esa discusión, llenaba un apartado especial de algunas publicaciones y duró años, sin inclinarse hacia ninguno de los platillos de la balanza, que por cierto no tenía sólo dos bandejas.

    De pronto, entre tanta discusión, Patricia, mientras leía una de estas revistas, comenzó a reírse a carcajadas. Robert la miró con expectación y ella le respondió en perfecto inglés, claro, “que esa estrella estaba loncoteando con un grandote”. Él conocía el término no sólo porque estaba casado con una mitad irlandesa, mitad ranquel, sino porque ella le había enseñado el idioma y él, como industrial, y gran comerciante que era, los asimiló rápidamente como a los 35 idiomas que hablaba, incluso los incomprensibles para Patricia, chino y árabe. Lo cual lamentaba ya que ambos pueblos tenían una larga tradición como astrónomos. Pero para eso estaban las revistas.

    Esa semana, al volver a su aceptado puesto de la universidad, menor por ser mujer y extranjera, aunque otros opinaban que sólo por ser irlandesa era suficiente, tuvo el honor y la dicha de conocer a una de sus heroínas intelectuales: Ada Lovelace. Otra ya había fallecido Mary Shelley y a la tercera aún no la había conocido porque en ese momento era una niña de 6 años la futura Madame Curie.

    Ada, según algunos, hija bastarda de Lord Byron y por eso no llevaba su apellido, había heredado su prodigiosa inteligencia, cosa que esos algunos dicen que se salta una generación, según el reverendo Mendel, era una brillante matemática que entre otras cosas se dedicaba a dar conferencias a la que concurrían unos pocos hombres, pero plagada de mujeres. Lo cual si se tiene en cuenta que eran una a diez y sólo podían estudiar las que se costeaban la matrícula, o sea, nobles o hijas de prósperos industriales o comerciantes, burgueses de clase alta, era mucho, ya que su auditorio no bajaba de 200 personas. Sus exposiciones abarcaban todo tipo de temas. Desde cómo calculó Erastóstenes el diámetro de la tierra hace unos 2500 años, a porque mataron y de la forma en que lo hicieron a Hypatia, la mente más brillante de la antigüedad si se incluye a Aristóteles, lo cual le traía graves problemas con los varones y llegando hasta los últimos teoremas sobre matemática analítica vectorial, entre ellos el teorema del rotor, probado por un hombre que ni siquiera conocía las escalinatas de una universidad, que había desvelado a miles de ingenieros durante décadas. Fácil de decirlo, pero difícil probarlo.

    Pero muchos estaban allí debido a una nueva clase de teoría del cálculo, al menos así lo llamaban algunos. La revolución industrial había planteado nuevos desafíos a la matemática en especial, la matemática aplicada. Y ya se hablaba de nuevas geometrías No euclidianas, afín, geometría lineal y no lineal. Un extrañísimo método simplex que permitía encontrar el menor costo a un determinado producto que insumía muchos insumos, y asimismo el menor costo para un viaje. Etc. Eso era fácil decirlo y plantearlo con tres, cuatro y hasta, si alguno se atrevía a hacerlo sobre un pizarrón, 10 variables. Pero, ¿Cómo hacerlo para 15, 30 o 100 variables? ¿Cómo pronosticar si llovería en Glasgow si había neblina en Dublín? Eso que hizo reír a muchos era los que los meteorólogos de entonces lanzando globos y estudiando su trayectoria a causa del viento hacían. Pero, ¿Qué hay de la humedad y electricidad del ambiente, que sólo se podía medir en tierra? Eso, Ada, se lo dejaba a los ingenieros y fisicomatemáticos.

    De pronto, durante una de tales conferencias, que muchas de sus alumnas tomaban como verdaderas clases o lecciones. surgió el tema de la máquina, largamente soñada pero llevada a cabo por su esposo Charles Babbage, la máquina diferencial e integral, la cual lo llevó hasta el mismísimo presidente de los Estados Unidos de América para que construyera una que permitiera calcular el engorroso censo que se estaba planeando llevar a cabo. No era cosa sencilla. Porque no se trataba sólo de procesar una serie de datos, sino que se le debía preguntar a la gente en temas tan diversos como salud, industria, educación o guerra, sin tener a cada censista horas y horas con cada encuestado. Ada, luego de hablarlo le propuso una encuesta de 100 preguntas de sí o no.

    Eso provocó una gruesa y descortés risotada de un grupo de alumnos y no pocas de sus más fieles acólitas. De modo que se propuso hacer una demostración. Invitó a uno de sus detractores a que, bajando al estrado, no sólo pensara algo sino que la escribiera en un papel sin mostrárselo y ella le propuso que no sólo ella sino cualquiera podría saber, no usó la palabra adivinar o vaticinar en su lugar una más matemática o científica, predecir. ¿Podemos, preguntó, predecir que le ocurrirá a este vaso si lo suelto de mi mano? La respuesta fue general por lo obvia. ¿De la misma manera todo lo conocido? Si conocemos lo suficiente podemos llegar lejos. Es lo que Descartes llamaba conocimiento “claro y distinto”. Por lo mismo, no se puede avanzar si no podemos dar ese paso. No puedo predecir lo que hay dentro de una caja oscura, o en el fondo del Mar del Norte, si no puedo realizar una prospección, un acercamiento. Arquímedes decía denme una palanca y moveré el mundo. Yo, mucho menos inteligente, les digo. Hagan la pregunta adecuada y obtendrá el mayor de los conocimientos.

    Eso no era una frase al azar. El ambiente académico estaba agitado como abejas de un panal al que le acertaron una piedra a causa de la teoría de Darwin, expresada en su libro. Muchos se negaban a ser considerados hijos de un mono, pero ella fue más precisa, no hijos de los monos, de rata, de los trilobites, de una forma de vida inicial, hace muchos millones de años. Esta vez no fueron los mismos muchachones sino un hombre mayor que sin vestir su habitual traje no podía ocultar su oficio. ¿Es que acaso, señora Babbage, usted está de acuerdo con esa herejía que postula que no fuimos creados por la amorosa mano de Dios? Ada, supo salir del atolladero hacia donde querían llevarla, más que atolladero, atropelladero, cuando dijo el hecho de provenir de una especie “inferior”, y realizó una marca con sus dedos, no invalida que seamos una creación, porque, digo, ¿quién creó al hombre no pudo haber creado en su lugar a esa primera forma de vida y luego dejar qué la naturaleza, siguiendo sus leyes, se exprese? La respuesta no conformó a nadie, pero la dejaron continuar.

    Ya estaba el muchacho sentado en una banqueta. Ya había escrito algo en un papel y para que no haya trampa de ninguno de los lados, la pusieron en un cuenco de cristal para que estuviera siempre a la vista de todos sin posibilidad de ser cambiado.

    Como Ada no quería que la consideraran que tomaba ventaja a causa de su probada inteligencia por encima de la media, dejó que las preguntas vinieran del auditorio. La pregunta debía ser respondida sólo por un sí o un no. La primera muy obvia para unos pero oscura para otros:

    – ¿Es real?

    El muchacho no comenzó con un ¿qué es lo real? Sino que dijo que sí. La segunda fue:

    – ¿Vive?

    – No.

    Pero, Patricia, repreguntó:

    – ¿Vivió?

    – Sí.

    – ¿Es vegetal?

    – No.

    – ¿Es un hombre?

    – No.

    – ¿Una mujer?

    Preguntó, gritando, alguien del fondo.

    – No.

    – Bueno, ¿Es de sexo masculino?

    Dijo, aclarando la voz, un amigo del preguntado:

    Pero la respuesta fue un extraño Si con algo de dudas y lo mismo con la pregunta de si era de sexo femenino. Alguien protestó, porque Hermafrodito era un personaje imaginario. Otro aclaró que la mayoría de las flores lo son. Pero el muchacho dijo que no había mentido.

    – ¿Hay uno acá adentro?

    – Noooooo.

    Pero, Patricia, volvió a preguntar en forma de afirmación.

    – Pero sí en la universidad.

    – Sí.

    – ¿En el zoológico?

    Dudó, pero dijo:

    – No.

    – ¿En el real jardín botánico?

    Pregunta invalidada, porque eso quedaba fuera de esa universidad, que ni tenía zoológico ni jardín botánico. Pero alguien volvió a realizar la misma pregunta, pero de otra forma.

    – ¿Allí, en el jardín?

    La pregunta fue un claro sí que despejó toda duda entre los que tenían una mínima cultura biológica.

    – ¿Es un caracol muerto?

    – Síii.


    Risotada general. Sacaron el papel para confirmar la respuesta. Ada que no conocía a Patricia, más que de esas conferencias le preguntó si quería ser la siguiente.

    – La mía como esta será fácil. Así que además de escribir hizo un dibujo.

    Volvieron las primeras mismas preguntas. Es real, vive, pero no es animal. Lo cual trajo algunas preguntas algo más finas.

    – ¿Es un microbio?

    – No.

    – ¿Es vegetal?

    – Sí.

    – ¿Es una flor?

    Invalidada por la preguntada. Lo cual trajo una polémica. Si es flor se debe hablar de rosal y no de rosa, o de rosa en un rosal, pero no de una rosa suelta porque ya se dijo que vive y como todos saben una rosa como una mano, muere fuera del cuerpo. Todos la abuchearon por tanta precisión y ella lo aceptó.

    – ¿Es un árbol?

    – No.

    – ¿Una gramínea?

    – No.

    – ¿Es un arbusto?

    – Sí.

    – ¿Es una enredadera?

    Planta muy popular entre los ingleses que adornan con ella sus grandes muros.

    – No.

    – ¿Es pasto?

    – No.

    – ¿Es musgo?

    – No.

    – ¿Hay en Europa?

    – Creo que no, digo, no.

    – ¿En América?

    – Sí.

    – ¿En américa del norte?

    – No.

    – ¿O sea en América del Sur?

    Preguntó alguien que parecía olvidarse de la existencia de una américa central.

    – Sí.

    – ¿De selva?

    – No.

    – ¿De montaña?

    – No.

    – ¿Se reproduce por rizoma?

    – No.

    – ¿Es una caña?

    Pregunta invalidada ya que se había dicho que no tenía rizoma.

    – ¿Tiene flores?

    – Sí.

    – ¿Es pequeña?

    Dijo alguien como lo más obvio. Pero Patricia dijo:

    – No.

    Desconcierto general. Desde el fondo alguien no se decantó sólo, por lo contrario

    – ¿Es muy grande?

    – Sí.

    – Pero, no es árbol.

    – Nop.

    – ¿Hace sombra?

    – Sí, mucha.

    – ¿Una glisina?

    – No.

    – ¿Más grande?

    – Sí.

    – ¿Un tilo?

    – No, no es árbol, insistió Patricia.

    – ¿Sólo crece en Argentina?

    Preguntó un muchacho que sabía de donde venía Patricia.

    – No.

    – ¿Es de llanura?

    – Sí.

    – Entonces, también hay en la Banda Oriental.

    Primero aclaró, ahora se llama República Oriental del Uruguay:

    – Sí.

    – ¿En Colombia?

    Y allí el sí o no tuvo un problema, de modo que se le aceptó;

    – Creo que no.

    – ¿En Chile?

    – Sí.

    – ¿En la Patagonia?

    – No, la Patagonia es meseta no llanura

    – ¿Es propio de la Pampa?

    – Siiii, y otros lugares.

    Allí, un tal Richard, estudiante de botánica, se comenzó a reír.

    – ¿Es un “omú”?

    Patricia lo dio por un sí, aclarando que se llamaba Ombú.

    Pero alguien protestó diciendo que eso era un árbol.

    Entonces Patricia dijo:

    – En líneas generales, así es, pero algunos botánicos lo ubican en el rango de arbusto debido a que su madera ni es dura, ni se prende fuego fácilmente y sólo sirve para que aniden los pájaros y por su enorme y magnífica sombra. Además, no forma bosques, salvo que así se considere el estar a varias cuadras uno del otro.

    Pero le sugirieron:

    – Para eso, ¿No es mejor un tilo, un álamo, un pino?

    Pero Patricia le contestó

    – Cuando alguien y 20 amigos más puedan dormir a su sombra en una tarde de verano sabrá que es mejor su tupida sombra que la de un álamo, siendo que la de este es grande.

    El juego siguió durante la siguiente hora, sólo una cosa requirió hacer más de 20 preguntas. Era el moño rojo del vestido que usaba una de las meninas, es decir, un adorno del retrato de alguien real, y cuyo pintor, como todos ya hacía tiempo estaban muertos.

    Eso sería el pretexto para la próxima conferencia, que sería recién en un mes.

    Fuera que algunos iban para burlarse de Ada o que les interesaban sus extraños experimentos. El auditorio usual del foro quedó chico y tuvieron que pedir prestado un aula más grande conde cupieran los 400 alumnos que se dieron cita ese día.

    Ada, pensó que era mucha gente para el tema que trataría ese día que para la mayoría de los lugares donde lo había presentado era el epítome del aburrimiento.

    Contó como tuvieron que confeccionar la encuesta del censo y como usando un cartón con perforaciones. Donde una perforación era un sí y la no perforación un no. No era suya la idea original un industrial del tejido usaba algo similar para generar los dibujos de sus sweaters, y este a su vez, lo había sacado de los viejos telares aldeanos. Lo que la aldeana hacía pasando el ovillo entre el tramado del duro lino, era lo que hacía su máquina. Un cartón un dibujo.

    Ada, en cambio, de un cartón con 80 perforaciones, en fila de 8, obtenía entre 5 y 6 respuestas de censo. Y puso un ejemplo. Con una ristra de preguntas que sólo tenían una única respuesta. En lugar de preguntar si el encuestado era soltero, casado, viudo, o divorciado, lo cual era posible en USA, eso lo respondía un número. 0 para soltero, 1 para casado, 2 para viudo, 3 para divorciado. Lo cual insumía los dos primeros agujeros. Cerrado cerrado para el cero, cerrado abierto para 1. Abierto cerrado para dos y abierto abierto para 3.

    Segundo ejemplo, independientemente de su estado civil, como el encuestado debía ser adulto, ya fuera cabeza de familia o un soltero empedernido. No se le preguntaba ¿tiene hijos?, Sino cuantos. Y aquí surgía el primer problema. 7 Hijos por ejemplo, se debía responder como 7 hijos o como muchos hijos. Y como el estado necesitaba saber el promedio exacto, ya fueran 2, 7 o 34 la respuesta tenía que ser exacta. Ada, supuso que ninguna familia en USA tenía más de 63 hijos y ese fue su límite, 000000 para 0 hijos y 111111 para 63. Siguiente pregunta renta anual, siendo la respuesta un exponente de 2, aunque fuera irreal ya que algunas comunidades se consideraban fuera del estado y nación. 0 menos de 1 dólar, 1 hasta 2, 3 hasta 4, 3 hasta 8 y 63 hasta 9 quintillones de dólares según la forma de puntuar de los anglosajones, ni todo el oro del mundo se rieron. Pero Ada no se exponía a sorpresas, mejor una respuesta vacía que una respuesta no contemplada en la encuesta. De modo que con cuatro cartones con 10 preguntas cada uno respondían a la encuesta socio económica que el gobierno buscaba.

    Pero alguien preguntó, si realmente había sido así y Ada dijo que no exactamente, ya que la realidad era mucho más compleja, pero que esa era la idea básica. Que una cosa era medir la cantidad de dólares que iban de oeste a este y de este a oeste, y otra era el grado de alfabetización, salud, religión, o grado de satisfacción personal del pueblo y eso el censo lo pudo responder con perforaciones, no sólo en cuatro cartones que le caía a la mayoría de la gente, sino con otros tantos, con otras preguntas, a gente elegida al azar.

    Pero Patricia, que no salía de su asombro, le preguntó cómo era posible que una máquina accionada, según creía, a tracción a sangre, o sea moviendo una manivela que movía rueditas, pudo hacer lo que hizo. ¿Qué tiene de particular?

    Y allí, fue recién cuando Ada se acercó, tiza en mano, hasta el pizarrón y les dijo que no sólo eran cartones y rueditas sino “algo más” y volvió al primer ejemplo.

    – Llamemos, dijo, a un lugar de la máquina “memoria”, un lugar donde se irán almacenando los resultados por acumulación. Llamemos a un lugar de esos A, o Estado Civil o como ustedes quieran, ya que sólo es un lugar donde se almacena un número que al principio está en cero, porque no se le preguntó nada a nadie. Al lado de él, como las cuentas de un ábaco, porque no es más que eso, un ábaco gigante y sofisticado, otro al que podemos llamar Hijos y paremos aquí. Pasemos la tarjeta que la máquina engulle. Casado así donde estaba un cero ahora hay un 1, No tan fácil, primero debemos traer lo que ya había, cero, a un lugar, otra memoria, sumarlo con lo que había y reemplazar el cero que había con el casado. Luego pasamos a hijos y hacemos lo mismo, sumamos en un lugar, que puede ser la misma memoria, lo que había antes con lo que tenemos ahora, digamos 8. Así ese casado tiene 8 hijos.

    – Pero ahora viene el siguiente problema. Viene el segundo encuestado, soltero. Y lo que en la tarjeta son sólo dos hileras de 8 agujeros en la memoria es diferente. Porque debo tener una memoria para soltero, otra para casado, otra para viudo y otra para divorciado porque no podemos sumar un casado a un viudo. Como tampoco los hijos de un casado a los de un soltero. De modo que debe haber una memoria de cuenta para sumar los hijos de un casado, otra para el soltero, y así. Sólo para no hacerlo más engorroso. Podemos decir que 103 casados, recuerden que el censo es anónimo y no le importa de quienes son los hijos, tienen 1024 hijos, 14 solteros, 19 hijos. Es decir, con cuatro pares de memorias…

    Ada, se tuvo que callar porque a medida que hablaba el auditorio se retiraba por no entender nada de lo que decía, salvo un grupo que la seguía con los ojos encandilados.

    – ¿Cuántas de estas máquinas hay? Bueno, respondió, esta es única, porque hay que programarla y así con las que vengan que espero así será en un futuro no muy lejano. Que alguien, con mejores luces, tome esto que hicimos Charles y yo y lo use para otros propósitos. No quiero ser Julio Verne, pero creo que a alguien se le va a ocurrir construir una con la energía del vapor o mucho mejor con la nueva forma de energía eléctrica. Porque soy positiva y pienso como Verne, algún día viajaremos hasta la Luna, Marte o Júpiter.

    El sarcasmo vino desde el anonimato.

    – Sí, para llegar a Mercurio debemos llevar bebida fresca.

    Y Ada, le respondió:

    – Sí, guardándola en algo que ya está inventado, el refrigerador, y mejor frescos bajo el aire de un ventilador. Usos del vapor que le dicen.

    El mismo insistió.

    – Pero, ¿a quién se le puede ocurrir usar la energía del vapor para enfriar una bebida?

    Y Ada, le dijo.

    – Son varios los alguienes que se pelean por patentar esos ingenios que harán la vida de los hogares más confortables.

    Y como la risa era general.

    – Llegará el día que no sólo el amo y señor estará fresco y contento”

    Y le retrucan.

    – ¿Para qué querría ese amo y señor algo que puede tener cualquiera? ¿Dónde estaría asentada su superioridad social?

    Ada le respondió que esa era una concepción de rancia nobleza que hará que Europa caiga en la decadencia.

    – Señora, con el mayor de los respetos, si como usted dice, todos tienes esas cosas de que vivirán las sirvientas, las cocineras, las lavanderas, las planchadoras.

    – Seguirán trabajando, pero menos oprimidas.

    – Entonces las tendrán menos tiempo, por menos paga, porque no le darán a una mujer por el esfuerzo que ya hizo una máquina. Al menos yo no lo haría Y, además, persona con tiempo, es persona que puede meditar latrocinios contra sus patrones.

    – Usted, aunque joven, es muy decadente.

    – Ya veo, señora, porque su padre murió por un país que no lo merecía. Olvidándose de su propia patria que lo necesitaba para poder dominar, como el derecho de raza superior le compete, al mundo salvaje.

    Patricia, aunque la señora se bastaba sola, no quiso dejarla sola y opinó.

    – Fue por eso, ¿no?

    – ¿Por eso qué?

    – Digo, fue por eso que ordenaron y financiaron el exterminio de toda la patria de los guaraníes, como lo están haciendo con nosotros.

    El joven, ensoberbecido de creer ganada la partida, le dijo.

    – ¿Ustedes, los irlandeses? Nunca fueron nada, por eso nos vimos en el deber de invadirlos y convertirlos en personas.

    – No hablo sólo de los irlandeses, sino de los ranqueles, que caen muertos, por los fusiles que ustedes le venden a esa horda de asesinos.

    – Ah, ya me doy cuenta de lo que sos, una de esas bastardas nacidas del cautiverio de alguna pobre mujer blanca, lo delata tu piel mestiza.

    – Es cierto, mi piel es mestiza, pero al revés de lo que estás contando, mi madre ranquel se enamoró de un rojo y glorioso oficial irlandés de esos que al mando de un tal Guillermo Brown, le dieron la victoria en el Río de la Plata a la naciente nación que luego, no sólo nos dio la espalda sino que ahora nos da puro fuego y muerte con los sables ingleses y los Remington yanquis.

    – Es que no lo escuchaste al hereje de Darwin, las razas inferiores deben desaparecer y las superiores prevalecer. No ves como el orden ingles se impone en la vasta India y en la inculta Europa, por allá con el mudo sable, por acá con la imponente libra.

    – Niña, interrumpió Ada, no todos los ingleses pensamos así.

    – ¿Será por eso - reflexionó patricia - que Mary, discípula de tu padre, creo a La Criatura, como adelanto de lo que está haciendo Inglaterra con Europa y el mundo, o con sus pedazos muertos?

    – Quizá, niña, quizá.




    Capítulo 21: Los cuentos de Patricia.


    Para Patricia, el hecho de haber conocido a tan grande mujer la impulsó a escribir y dedicarle un pequeño cuento, y aunque no se sentía escritora como Mailén, con el tiempo, fueron otros más. Aunque no podía con su espíritu de astrónoma, el recuerdo de su mapu, de prolongada nostalgia le hacía escribir de cosas no sabía si alguna vez sucederían como eso que se debatía en los foros, para algunos lejano en el tiempo, pero a otros, como lo afirmaba Julio Verne, a la vuelta de la esquina. La conquista de la luna, la prolongación de la vida o el surgimiento de la máquina perfecta. Patricia, la dulce Patricia, de apariencia tan frágil es una voraz lectora que mitiga su carácter hipercinético. En la tranquilidad de su observatorio, pero con la intensidad de trabajo que la caracteriza se dedica a leer. Algunos de los títulos ya los conoce desde hace mucho, cuando Helen se los presentó allá, en la inmensidad pampeana: El Quijote que ya leyó cinco veces y siempre le encuentra algo nuevo. Frankenstein casi su libro de cabecera, a los que fue agregando los de Julio Verne, Stevenson de quien no puede creer que sea el mismo autor de Dr. Jekill y Mr. Hyde y La Isla del Tesoro. A lo que para ella es el mejor de todos Edgar Allan Poe, pero ahora al joven Conan Doyle, quien en su Sherlock Holmes mezcla deducción, ciencia y misterio. De hecho, que si por un lado sabe que no tiene la vena poética de Mailén sí les puede agregar un pequeño toque de ciencia.


    Gwener y Tommy


    Tommy subió hasta el monte Swan, más bien un promontorio boreal de tierra firme, muy cerca de las ruinas de Barnakeil Church que miraba hacia el círculo polar ártico. En realidad, no tiene nombre oficial, pero la gente lo llama así, donde se hallaba el observatorio astronómico Galileo, con la esperanza de conseguir un empleo. Apenas había terminado sus estudios en la escuela elemental del maestro Marshall, y sus padres no disponían de dinero como para enviarlo a ninguna escuela superior. Así que decidió que comenzaría a trabajar, en el único lugar posible, el observatorio astronómico que patrocinaba lord John Laurie, dirigía el Dr. Carl Linkshaw y donde su lugarteniente el ingeniero Albert Blacksmith, trabajaba sin descanso. Más bien, sin que nadie lo haya visto dormir, nunca, ya que ni cama tiene.

    La madre de Tommy confiaba en que tres hombres solos necesitarían de alguien que les hiciera los recados. No se equivocó en lo de los recados ya que ese mismo día le pusieron unas cuantas libras en el bolsillo, y le entregaron las riendas de la burra Clotilde para que bajara y caminara la legua y media hasta el pueblito con una larguísima lista de compras. Pero se equivocó al pensar que eran tres y que estaban solos. Lord Laurie sólo se aparecía una vez cada tres meses, el Dr. Linkshaw sólo los primeros lunes de cada mes, de modo que quien se ocupaba de todo era Albert, quien no sólo disfrutaba de esa libertad, sino que lo hacía en compañía de Björk, una núbil doncella con quien ya tenía una hija, Margaret y con quien cuando su padre lo autorizara, se casaría.

    Desde la invención de la máquina a vapor, como bien sabemos, Inglaterra fue invadida por todo tipo de ingenios mecánicos. Y si los grandes barcos y locomotoras eran proyectados y fabricados por las nuevas y enormes empresas, otras empresas no menos ingeniosas, como la relojería, ahora tan de moda y precisa desde el mismo inicio de la revolución industrial, estaban a cargo de personas que más que mecánicos eran orfebres. Esa fiebre aún no había llegado tan al norte de las islas.

    Tommy no creyó quedar tan fascinado como cuando entró a la sala de máquinas del observatorio. El mecanismo se movía por una serie de precisos engranajes movidos en su etapa inicial por una clepsidra, un preciso reloj de agua que con sus gotas esféricas y regulares movía por gravedad un diminuto cuenco que al inclinarse por su peso le daba lugar al siguiente, detrás de una gran pecera de vidrio que lo protegía del congelamiento. Allí aún no había llegado ni el vapor ni el alumbrado a gas, de modo que se mezclaban el pasado y el futuro en una misma medida. Esa noche la gran lente refractaria de 40 pulgadas de diámetro apuntaría a un lejano punto de la nebulosa de Andrómeda. Y Albert, borrador y carbonillas de 24 colores en mano, dibujaría con su pulso firme y elástico, propio de un gran pintor del renacimiento todo lo que vería. La noche se presentaba larga y muy fría. Allí, fuera de la sala de máquinas no había posibilidades de calefacción alguna, unos pocos grados de cambio de la temperatura podría rajar la gran lente que había costado muchos miles de libras, adquirida en la única fábrica de lentes que había en toda Inglaterra. Albert, en las noches de tertulia en la posada, luego de algunas, mejor dicho, muchas copas, decía que Andrómeda era el producto de una de las iras de su padre y la Vía Láctea de una noche de amor de su madre. Como nadie sabía de qué hablaba sólo quedaba reírse de su alcoholizada imaginación.

    Las mejores noches para la observación eran las invernales que comenzaban muy temprano en la tarde y acababan a media mañana. Es que al estar el pequeño monte Swan tan al norte de Escocia, no muy lejos del Círculo Polar Ártico, la noche invernal comenzaba en la primera semana de octubre y terminaba en la primera semana de marzo. Es decir, meses completos para la observación que, si el clima ayudaba, o sea que no tuvieran esas nevadas que duraban semanas, el registro, para alguien que estuviera dispuesto a congelarse era cuantioso. Pero en verano cuando los días eran más largos y la neblina llegaba hasta el mismo monte, o bien cuando el calor producía el característico titilar de las estrellas, lo cual significa una mala observación, Albert se dedicaba a sus otros menesteres.

    Albert no era un oscuro ingeniero como pretendía decir su suegro. Ya que nadie sabe si alguna vez estudió o lo sabe por su propia sabiduría. Toda la parafernalia, viejos trastos de bronce heredados de 6 generaciones de astrónomos, fue modificada y mejorada por él. Tenía un don para la mecánica y su biblioteca ajustada como su salario, rebozaba de libros de física, matemática, pero sobre todo mecánica. Y como siempre hacía, hablar sin que nadie lo entienda, llamaba a Newton un buen hijo y a Kepler un gran entenado Eso le hacía decir a la chusma que ese hombre no sólo no era de este país, quizá fuera de un continente lejano y como la ignorancia geográfica que confundía a Brasil con la India, digamos por la densidad de sus selvas, cualquier lugar era adecuado para su nacimiento.

    Tenía publicada una mejora para las locomotoras que implicaba un ahorro de combustible. Pero quien la haya leído la repatentó con una nimia mejora y se quedó con la autoría. Tuvo mejor suerte con el velocípedo cuando argumentó que si las ruedas eran algo más pesadas mejoraría la estabilidad, por eso de la conservación del momento angular. Incluso jugó un papel clave cuando otro ingeniero patentó el uso de la tracción a cadena. Que luego fue usada en grandes barcos en reemplazo de los grandes engranajes.

    Así que, como no paraba de inventar sin que le preocupara quien cobraba las patentes, volvía a hacer que la gente se preguntara quien era ese hombre.

    Sin embargo, su más preciado proyecto se activaba lejos de la vista de sus patrones.

    Cuando apenas era un niño, si es que, según los borrachines de la posada, alguna vez lo fue, porque algunos bromeaban que era eterno, había descubierto en sus paseos por los pedregosos montes de su país natal, una roca azul que no sólo brillaba en la oscuridad, sino que era tibia al tacto y luego de estudiarla mucho tiempo logró descubrir que emitía una especie de energía, algo por entonces poco estudiado, claro. No era algo como para mover a un barco, ni siquiera a una locomotora, pero quizá algo más pequeño. Ahora, había logrado, trabajando en secreto, que ese ingenio le diera vida al más esperado de sus sueños.

    No se trataba de lograr que la materia orgánica resucitara, sino que tal cual lo hace el músculo de una rana al ser pinchado o pasándole electricidad, él había inventado, hacía muchos años, un material que tenía las mismas propiedades. Nadie sabe cuántos años tardó, pero un asiduo y muy bebedor concurrente a la taberna dice que fue hace miles de años. Estudiando los elementos que le eran tan afines como le era la propia metalurgia, para lograr un material que tenía el aspecto de músculo y piel. No creyó que fuera una maravilla que un esqueleto de la altura de un muchacho de 12 años pudiera ser recubierto por esa masa moldeable. De modo que moldeó el esqueleto metálico, con materiales nunca logrados por nadie, le agregó esa clase de piel y obviamente un cerebro de un material que, si alguien le preguntaba, decía era cuerpo de medusa. Un enjambre de diminutas fibras que, según él, en las noches de taberna de puro vino, poseía los atributos de la memoria y la razón, algo que él consideraba obvios, pero, más aún, sentimientos. Un viejo borracho le decía que ya era difícil creerle la invención de memoria e inteligencia artificiales, ¿cómo pretendía ufanarse de una máquina con sentimientos? Su invento, su hijo, tenía, como todos, pulmones, corazón, estómago, etc., incluso sexo. Pero no quería arrogarse el atributo de crear bellezas inauditas como un tío, según decía, suyo.

    Así que su máquina tenía todos los sentidos del ser humano, no sólo los regulares que existen en cualquier libro de escuela, sino otros como el equilibrio, la sensación del transcurso del tiempo, por ejemplo. Pero además uno que le sería propio, la capacidad de crear atracción y rechazo, ya que necesitaba que su máquina no fuera estudiada en demasía y para eso, la propia máquina elegiría con quien intimar. Ahora bien, ¿cómo presentaría a su máquina sin causar la repulsa general, habida cuenta que no hace mucho a Galileo la Inquisición por poco lo mandan a la hoguera por decir que la tierra no es el centro del universo?, ¿Cómo decirles que su máquina podía ver, oír y pensar? No, eso había que dejárselo a los dioses. Lo que hizo debía ser pensado como algo que tuvo y si bien la palabra engendrar no estaba mal dicha, eligió llamarla hija, o mejor Gwener, un nombre como cualquier otro. Pero a veces, cuando de tanto beber caía en la angustia la llamaba hija de la nacida de la espuma, buena para la marca de un jabón, opinaban sus compañeros de taberna.

    El viejo borracho, siempre alegre, mordaz y curiosamente sano, aunque sabía que a los borrachos y a los locos nunca les creen, pero luego terminan haciéndolo, dejó planteada la duda de cuantos años tenía. Sólo cuando pagaba alguien le preguntaba de qué vivía, de dónde sacaba sus siempre presentes monedas de oro y plata. Y él le decía que donde él estuviera el vino y el dinero para pagarlo nunca faltarían. Hombre extraño.

    Así que una tarde, antes que la taberna se llenara de mentes embotadas por el alcohol. Alguien postuló que Albert no tenía la edad que decía tener, sino algo más, y se atrevió a decir, muchos más, porque, que el recuerde, cuando llegó alegó tener la misma edad que dice tener ahora y eso fue, según decía, hace más de 40 años. Pero otro le dijo que estaba chiflado porque no hacía más que dos años que había llegado, el tiempo suficiente para seducir a la niña y traer a alguien más a este mundo. Otro, desde el piso, arrastrándose sobre su propio vómito, dedujo que bien podía ser el dueño del tiempo. Lo cual encrespó al único ebrio con título, el reverendo Mc Cloud, que respondió que sólo a Dios le corresponde el control del tiempo. Y como el whisky, el vodka, el gin y la cerveza habían comenzado a circular haciendo que las inferencias lógicas se apagasen, todos se callaron la boca y nadie volvió a hablar del asunto, ni eso ni en las noches, meses, años siguientes.

    Cuando Albert, con un chasquido de sus dedos, puso en funcionamiento a Gwener, ella ya tenía, sin haberlos vivido, 12 años, con sus travesuras, recuerdos, cambios de dientes, cortes de cabello y lastimaduras de rodilla incluidas. Si alguien le preguntaba “He, tú, ¿quién eres?” Ella sabría decirles que se llamaba Gwener y era la sobrina, hija de la hermana de su padre, otras veces su antigua esposa una tal Marcela que vivía del otro lado del continente, o algo así. No solían, cuando así lo deseaban, ser claros padre e hija.

    Por eso, una mañana, todo el pueblo vio llegar una carreta, tirada por dos bueyes, de donde, con dos pesadas valijas en la mano, bajó Gwener, que decía venir desde muy lejos, y si alguien quería saber más, les decía, de Grecia, y como su aspecto cuajaba, las preguntas acababan.

    Así que pronto, se hizo amiga de Björk y mimaba a su hija natural, Margaret. Y su aparición trajo nuevas tertulias en la taberna del viejo Mark, que lo agradecía ya que cuanta más polémica hubiera, él más alcohol vendía.

    Cuando Tommy la vio, sin que ella lo registre, le pasaron dos cosas por la mente, que, si la sobrina de Albert había llegado, él que se tendría que ir sería él, y la otra, obviamente, que hermosa que era Gwener. Porque Albert la hizo según recordaba que era, otros dicen, el borracho dice, que es, su más larga y amada esposa y amante, es decir, la única más bella que la propia Elena de Troya.

    Albert no se ahorraba riesgos y si Tommy se quedó suspendido en el aire, todos y cada uno en la taberna lo mismo, lo cual incluía a la mujer de Mark y sus tres jóvenes hijas. Gwener, se podía ver, no era ni islandesa, escocesa, noruega, sueca, danesa, inglesa o alemana, pero tenía algo de todos esos pueblos. Su cuerpo parecía torneado por Fidias, su cabello largo y muy trenzado, de un rubio extraño y espeso, le llegaba hasta los tobillos. Su cara recordaba los cuadros de zurcidoras, costureras holandesas, redonda, llena de pecas, con unos ojos enormes y profundamente azules. La forma de sus manos, pies, caderas, torso y pechos se correspondían a alguien de su edad, aunque Victoria, la mujer de Mark, opinaba que nunca había visto a una niña de 12 años tan bella y a la vez tan mujer. Y si cuando habló su voz era melodiosa, cuando la hicieron cantar y ella no se negó, lloraron hasta las palomas. Pero quien más lo hizo fue ese rollizo borracho, cuando ella cantó en un idioma que nadie conocía, salvo, al parecer, él y Albert. Dijo “maldito algo” y ese algo parecía consonar con el canto de la ninfa. Quedó en el misterio a quien había maldecido porque cuando se lo preguntaron se excusó diciendo que en su pueblo se dice así cuando algo los supera. No todos le creyeron.

    Estaba claro que muchos rompieron sus alcancías para hacerle llegar sus regalos, así fueran muchachos de su edad, jóvenes, adultos, hombres maduros y viejos a los que parecía no importarles el mote de baboso. El viejo borracho, muy jocoso, decía que sólo faltaban Ulises, Ajax y Aquiles. Así que, ante tanta competencia, Tommy, que no tenía alcancía ni ahorro alguno se sintió menoscabado. ¿Cómo haría él para competir con tantos caballeros?

    Lo que Tommy no se había preguntado era lo que Gwener sentía, ya fuera por él o por quien fuera. Y estando una tarde de julio, uno de los pocos días templados, mirando romper las olas, al norte de la isla, Gwener pasó a su lado, ya sin su habitual vestido rosa y cinturón de trenzas de oro, regalo, según decía de su madre. No, Lucía se metió al mar, desnuda. Tommy miró a todos lados y le gritó “que te pueden ver”. Pero ella ignorando sus palabras lo invitó a internarse con ella. Por un impulso Tommy así lo hizo, pero apenas puso un pie en el agua notó lo fría que estaba, lo cual parecía no importarle a Gwener. De modo que se quedó mordiéndose el labio inferior de deseos y frustración. Cuando la vio venir al no tener con que secarla se quitó la campera que ella rechazó diciendo no tener frío. Cuando pasó a su lado reprimió sus ganas de tocarla, tocarla y tocarla. Y cuando ella estuvo distante se dio vuelta para gritarle “pacato, cobarde”.

    Como eso ocurría a diario, primero uno, luego dos y por fin una docena de muchachos escondidos entre las rocas fueron para expiarla y aunque a ella más que molestarle le gustaba, para evitarle más problemas a Albert dejó de hacerlo. Y cuando al pasar comentó que este año el agua estaba un poco más cálida que los anteriores, no hubo uno solo que no comentara que no solo ella apareció de golpe en el pueblo, sino que nadie recordaba haberla visto nunca antes de esa tarde de la taberna.

    Ya por entonces, Tommy no estaba enamorado, estaba ardiente, irremisible y locamente enamorado. Tanto que, si le dijeran estar con ella, por tan sólo cinco minutos y luego ser arrojado a la hoguera lo haría. Sí, por cinco minutos. Y cuando, al fin, le preguntó porque hacía lo que hacía. Ella le contestó con una frase incomprensible: “Soy como mi madre, fui hecha para enloquecer de pasión a los hombres”

    Tommy pensó, si Gwener era así y su madre era tan bella como para enloquecer como ella a los hombres, como se pudo enamorar de un hombre como Albert que era tan feo, algo jorobado y encima rengo.

    Pero llegó octubre y con él el tiempo de observación telescópica, nadie volvió a ver a Gwener y cuando le preguntaron, Albert respondió que se había vuelto con su madre en Escocia, pero a otro le dijo que, a Alemania, y a otro a la India, Italia, España, Brasil e Incluso China. Nadie entendió que Gwener era hija de todas y de cada una de las mujeres del mundo. Albert sólo la desactivó por los 9 meses del largo invierno.

    Para entonces Tommy ya había cumplido sus 14 años, de modo que pasaba largas horas llorando y añorándola.

    Cuando el verano volvió, Gwener reapareció y con ella la pasión de Tommy, quien por sentirse hombre se sintió con derecho a reclamarla para sí. Ella le dijo si creía estar a su altura. Tommy algo molesto le preguntó si ella creía ser la hija de una diosa como para rechazarlo como lo hacía y ella le respondió que ninguna y ambas cosas. Que sí era hija de una diosa, porque así la había hecho su padre, pero por otro que no era humana. Tommy, ya fuera de sí, le pregunta cómo podía ser que no fuera humana, ¿Acaso era una autentica diosa? Y Gwener con la calma que le correspondía le dijo, en forma indirecta: “¿Estás dispuesto a ser el hombre de una máquina?” “Maquina, ¿Qué Máquina?” Respondió él. Y ella en un idioma que él no conocía, castellano, le dice con tono irónico: “Hombres necios” Y cómo Tommy seguía sin entender o no quería hacerlo, Gwener volvió a decírselo nuevamente. “Tommy soy lo más sincera que alguien puede ser, yo soy una máquina creada por mi padre, si estás dispuesto a vivir con alguien o algo que nunca envejecerá y, a lo sumo, se gastará, pues bien, aquí estoy, toda tuya”

    Tommy volvió a preguntarle, ¿Cómo que nunca envejecerás? Y ella le responde: “Que dentro de varias décadas cuando seas viejo y senil yo seguiré teniendo la edad que mi padre me asignó, 12 años, pero mi cerebro artificial no cesará de aprender cosas nuevas. Pero, por otro lado, ¿no esperó 20 años Penélope a Ulises, conservándose casta y tan joven como cuando él partió? Pues bien, yo nunca partiré mientras vivas y cuando te entierre, quizá le pida a mi padre que me desactive para dormir el sueño de la nada contigo.”

    Tommy, sin poder entenderlo cabalmente, aceptó lo que sería parte pasión y aventura, pero también rechazo, riesgo y persecución. Porque al paso del tiempo se hizo evidente que mientras él crecía en altura y pelo en pecho, ella seguía siendo una ninfa de 12 años y así comenzó su largo peregrinaje por tierras remotas donde no podían recalar más que una docena de años sin ser nuevamente perseguidos.

    Dicen que cuando, llegado su tiempo, muy anciano, Tommy murió, Alberto cumplió el deseo de Gwener, y hombre y máquina descansan en un promontorio de una tierra y nunca declarada por él.

    Que Tommy un chico, luego hombre, fuera un simple mortal que gozó de la más bella de las mujeres, aunque fuera una máquina, era su revancha por haber amado tanto a Afrodita y ella nunca le correspondió.

    En una nueva taberna aún conversan y discuten, Dionisos, ese viejo borracho con el gran metalúrgico y orfebre de inventos humanos, Hefestos, el oscuro patizambo.



    Desde la luna.


    Que aburrido atardecer de tierra menguante. Sin vientos, ni nubes. Sólo cristales y silencio. El sol comenzó a ponerse hace apenas 6 horas. El Mar de la Tranquilidad, esta llanura imperturbable, sin novedad.

    Antes era más previsible. La luna era siempre la misma y siempre distinta. La misma luna llena, no era igual una cruda noche de invierno que una cálida tarde de verano. No eran los mismos los aullidos de los lobos que los versos del poeta. A veces me olvidaba de ella, la buscaba y no la encontraba. Porque no había levantado o era nueva de mediodía o llovía.

    En cambio, ahora, en ella misma, ver a la madre tierra, siempre en el mismo lugar, siempre azul sin sorpresas.

    Hoy hay nubes sobre China.

    Y te recuerdo.

    Mi abuelo me contaba que, siendo casi un niño, un día vinieron aquí por primera vez. Sería un tiempo nuevo. No lo fue, siguieron el hambre, las guerras, el despojo. Siguieron los soñadores, los mártires, los luchadores y los suicidas.

    Papá conoció el nuevo milenio y el exilio, y lo soportó.

    Yo conocí otra patria y no la soporté, a este extierro nunca lo soportaré.

    Pero quiero recordar esa tarde de trashumante en tu Pekín cuando vi tus atrevidos ojos de sol naciente. Algo andaba mal. Los mapas y los libros, decían que eran educados y tímidos. Pero me acribillaste de ojos y me robaste la absurda perorata occidental. Eras educada, cierto, manejabas, como digna cortesana del emperador todos los lenguajes occidentales y todos los dialectos de tu madre patria y usabas ese vestido morado, a mis ojos occidentales mitad kimono mitad traje femenino inglés. Pero no eras tímida, pronto me llevaste de la mano a conocer, no solo la ceremoniosa Ciudad Celeste, sino la alegría y simplicidad de tu sangre. Y no pude esperar. No quise esperar el permiso de tus padres, del cantón, ni del emperador, tenía que tenerte para siempre, un siempre como el de la Gran Muralla, la gran pirámide de Keops o los Jardines Colgantes de Babilonia. Que antigüedad la mía, sólo propio de un caballero negro medieval, tomarte de la mano para escaparnos. Que idiotez volver a la tierra de mis abuelos. Esa Europa revenida que se desangra en guerras fratricidas desde los Urales a Irlanda, desde Sicilia a Finlandia.

    Quiero recordarte cuando me diste un beso insolente y desprevenido detrás del trono del Emperador. No quiero recordarte agonizante de la furia bárbara de la envidia.

    Nadie me creyó. La impotencia potenció mi furia. La venganza fue impiadosa.

    Y aquí estoy. Preso dentro de este cristal en la misma Luna que nos apadrinó orgasmos.

    Hubiera preferido la muerte, pero tuve dudas, la muerte significaba el olvido, la vida mi recuerdo, es decir tu vida, prefiero retenerte aquí en el lunar que me mordías.

    Amanece en Arizona. Está despejado en el Mar del Norte. Es la tercera vez que se esconde el Sahara en esta tarde.

    Que aburridas y largas son las tardes sin tenerte, Li.




    Informe 517


    Una vez más, estimados lectores, estamos aquí desgranando los conocimientos de esa especie biológica que se desapareció a sí misma.

    Trataremos de ejemplificar, como venimos haciendo a lo largo de las entregas, lo mejor que podamos, las similitudes y diferencias de esa curiosa civilización con nosotros mismos.

    Descartamos de plano la hipótesis, escuchada en algunos foros, de que ellos nos precedieron. La razón es muy simple, su estructura biológica dependía del equilibrio molecular de cadenas de carbono y agua, totalmente diferente a la nuestra girada hacia el litio, el plomo y el ácido sulfúrico. Es curioso el sólo pensar la incompatibilidad de ambas formas de vida, tal es así, que si nos pusiéramos en contacto nos disolveríamos mutuamente.

    Ya hemos hablado, en entregas anteriores, de las diferentes estructuras que, según nuestros hallazgos, según ellos creían, y nosotros no tenemos aún elementos suficientes para rebatirlo o confirmarlo, todo lo vivo evolucionó a partir de una única forma primigenia.

    Y como decíamos, nos siguen pareciendo asombrosas las similitudes de sus vegetaciones con nuestras deslemiciores y sus animales con nuestros rexpancactores. Aunque la diferencia fundamental por lo antedicho es que ellos se consideraban a sí mismos animales y de hecho compartían patrones genéticos, nuestros clasmitones. Lo que no aclara, elípticamente, nuestro origen ya que nosotros no compartimos nada con los rexpancactores, ni los deslemiciores.

    Para poder desarrollar el tema final de estas entregas, la lluvia ácida que devastó a dicha civilización y paradójicamente el convertir a su planeta en una posibilidad habitable para nosotros, debemos hablar de tres tópicos que ellos denominaban dominio, trabajo y religión, los cuales, a pesar de la negación permanente de nexo, nosotros afirmamos alguna de las opiniones de sus tribus en el sentido de la unicidad simbiótica de tales términos.

    Vamos a hacer un recuento muy breve de su dependencia biológica y cósmica. A diferencia de nosotros que podemos sintetizar la energía de los lagos de ácido en forma autónoma, ellos dependían de los vegetales para dicha función, luego ciertos animales incorporaban a su contorno partes de los vegetales para liberar la energía que estos almacenaban de diversas formas, pero esto no era suficiente para otros animales cuya disipación de energía ya sea en forma de calor, pero fundamentalmente a causa de su libertad de movimiento. Por tanto, debían romper los contornos además de otros animales para, como ellos lo llamaban, alimentarse. Con lo cual se producía algo que nosotros desconocemos, el fin de tales individuos, es decir su muerte. Cuando la forma de vida que nos ocupa, se erigió en especie dominante, extendió dicho comportamiento incluso hacia la propia especie, en forma directa e indirecta.

    La necesidad cada vez más acuciante de energía, fundamentalmente ocasionada por una de las partes en que dividía su contorno, al que llamaban cerebro. Lo cual en un esfuerzo de comprensión podemos asemejar a nuestro exenio, con la diferencia que en ellos la mayor parte de dicha parte se hallaba localizada en un lugar topológicamente cerrado, cuando nosotros, como sabemos, lo tenemos distribuido sobre nuestra superficie.

    Entonces, decíamos, se produce la necesidad de obtener la energía del congénere. Y esto se dio en un principio en forma directa, comiéndose los unos a los otros, como ellos lo llamaban, durante los tiempos en que ellos llamaron sin ley y sin cosechas. Pero esto contradecía una ley biológica interna de conservación que ellos mismos no pudieron nunca explicar, salvo que también les sucedía mayoritariamente a sus antecesores lo animales, ya fueran vegetarianos o carnívoros. Entonces sucede un primer desplazamiento que coincidió con los primeros asentamientos, su idea de pueblo, la agricultura y la religión.

    Ahora en lugar de luchar en forma individual para la apropiación de energía, lo fueron haciendo en la misma medida que su complejidad social, en grupos, en familias, clanes, tribus, pueblos y naciones, con un invento algo extraño que les hacía consumir más energía que la que obtenían: la guerra.

    Mediante ese método establecían las pautas de dominación.

    Pero no era la única forma de apropiación de energía existía una segunda instancia que subyacía en la cultura y se subsumía en la anterior. Mientras que el hombre primitivo sólo salía a apropiarse de energía cuando él y su clan estaban bajos de sus reservas, en un paso posterior, comenzó a realizar tareas específicas algunas que suplían y otras que complementaban la rotura de contornos biológicos. Entre las primeras esta la antedicha agricultura (véase al respecto de esta curiosa forma, el informe 123) y entre las segundas un derivado de esta, la animalcultura (véase el informe 402 sobre sus distintas formas) y una forma derivada de estas, llamada esclavitud, la cual a su vez adoptaba distintas formas (informes 301 al 357).

    La tercera vía era la religión. Antes volvamos a plantear una diferencia fundamental con nosotros. Cuando un ente biológico animal perdía una parte sustancial de su contorno dejaba de ser, no sucedían como en nuestro caso las asociaciones y disociaciones, un ente partido en dos, no era, como en nuestro caso dos entes. Otra diferencia, aún en el caso de salir indemnes de dichos ataques tarde o temprano, ya sea a causa de fallas internas en sus contornos, que llamaban enfermedad, hecho fortuitos con el entorno y la naturaleza, o una clase muy particular de enfermedad que todos, desde los tiempos inmemoriales de la primera célula, tenían, el envejecimiento y la muerte natural. Por tanto, el hombre primitivo a merced de las otras fuerzas biológicas y que también podían destruir sus contornos, se comenzó a plantear, en diferentes formas, sobre lo efímero de su existencia. Algunos depositaron su confianza en un ente superior a ellos mismos, a los que denominaron a lo largo del tiempo (eso que, recordamos, ellos creían esencial, debido, pensamos nosotros, a la volatilidad de sus contornos) de distintas formas, pero resumiremos en una sola palabra cuya pronunciación cambiaba de pueblo en pueblo: Dios.

    Cuando un ser humano hombre, macho o hembra (ver informe 124), moría antes de los ritos iniciales, es decir a quienes llamaban niños. Se le gritaba a Dios. Cuando la hembra se subdividía trayendo a otro ser a vida, se agradecía a Dios, o cuando la peste, la guerra, la esclavitud, la cosechas fracasadas o exitosas. En general, para el hombre sencillo era una entidad invisible y amigable. Pero pronto fue usado por los esquemas de estructuras superiores como un arma de dominación, ya no de los pueblos y naciones extrañas, sino con los propios contornos. Esto conducía al quietismo confiado, que facilitaba la expoliación y la entrega de la propia energía mediante, fundamentalmente, el trabajo sin retribución. Aunque, paradójicamente, a tiempos aproximadamente regulares, surgía algún hombre que según decía, había tenido contacto con esta forma de inteligencia. Y así debía de haber sido, porque era rápidamente sacrificado. Y pronto las mismas estructuras del poder que habían perpetrado tal discontinuidad biológica reconvertían su crimen en nuevos mensajes.

    Sin embargo, no crea el lector que incluimos a este tópico como un elemento negativo. De hecho, hubo muchos dialogadores que afirmaban haber tenido contactos con el ente superior. Estos dialogadores han ido configurando a veces con error otras con acierto, a través de sí mismos o como mensajes, ciertas verdades parciales que extraían de sus reflexiones, algunas llamadas iluminaciones, otros planteos filosóficos. Pero algo andaba por la senda correcta, cuando en sentido figurado le otorgaban al ente, al que a veces denominaban universo, la capacidad de crear otros entes biológicos o entes inteligentes aún sin contornos. Quizá nosotros mismos que no somos, según esta concepción, ni una cosa ni la otra, llegásemos a ser preconcebidos en estas reflexiones elevadas, quizá como otros dioses, u seres extraterrestres (este término denominaba lo exógeno al planeta del que hablamos) y hasta ángeles un concepto bastante peculiar e interesante para describir los habitantes de las otras dimensiones, a los que ellos, los terrestres ni nosotros podemos acceder.


    Cataclismo


    Pasemos al tópico que nos convoca.

    El hombre, en el sentido social, no se conformó a la postre con la simple consecución de energía o implementos para evitar perder la propia, llamados por ellos alimento, vestimenta y vivienda. Curiosamente sucedió que quienes tenían estas necesidades básicas cubiertas, dejaban de pensar en el hambre, la ropa y vivienda y se lanzaban a la consecución sin causa ni pausa de mayores cantidades de energía, que como no podían consumir, la almacenaban. Hubo a lo largo de su historia varias formas.

    Por lo general dichos despropósitos sólo afectaban a los involucrados. Cuando el hombre primitivo hacía la guerra, presentándose en batalla, los pueblos aledaños no se enteraban, salvo ser, a su vez, invadidos y esclavizados. Pero en los últimos tiempos hubo hechos contundentes que afectaron en forma grave incluso el equilibrio del propio planeta.

    A falta aún de datos propios desarrollaremos las dos teorías, para nosotros más aceptadas que, sin embargo, para los hombres son mutuamente excluyentes.

    Como la primera es ampliamente conocida (ver al respecto, informe 297, sobre polución y elevación de la temperatura del planeta) que concentraba la opinión de la autodenominada comunidad científica.

    Pasaremos a desarrollar una teoría de una tribu que se extinguió desde el punto social 1000 años antes de la lluvia ácida, que sin embargo vaticinó casi con lujo de detalles lo que le sucedería al planeta. Esa comunidad, autodenominada espiritual, tuvo su última expresión registrada, en un hombre religioso de la zona que al momento del diluvio llamaban Europa, y tuvo su última morada en una cueva, otra vez con la misma referencia, excavada en la piedra por un impacto de artillería, en el monte Fuyi, en un cierto lugar de Asia. Este hombre realizó una descripción geotopográfica de una zona que hasta ese momento era desconocida para los hombres de su cultura, que ya hemos mencionado (ver informe 322) como América del Sur.

    Cada vez que un ser biológico moría una parte inmanente de él, su ente abstracto que ellos llamaban espíritu (de allí el término espiritual con el que se autoaludían), volvía a formar parte del Universo para unos o Dios según otros, dejaba, de alguna forma no detallada en los escritos, el planeta atravesando áreas magnéticas que conformaban un escudo. Ese escudo protegía los entes biológicos gracias a la actividad fotoenergética de la estrella del sistema creando una molécula de ozono que se asociaban entre sí, llamada por ellos capa de ozono nombre que fue dado mucho después por los hombres de la autodenominada comunidad científica. Cuando un espíritu atravesaba dicha zona arrastraba tras de sí una porción discreta de dicha capa. Ya había sucedido mucho antes que el hombre hiciera su aparición evolutiva con otra especie dominante, que desapareció abruptamente, no hubo acuerdo entre los hombres que estudiaron este fenómeno de su propio planeta, pero lo cierto es que este pueblo primitivo sabía que junto con la especie desapareció, transitoriamente, la misma capa.

    Paradójicamente los hombres no le asignaron al espíritu ninguna propiedad tangible, y ellos se consideraban los únicos en poseerlo. Pero, según este pueblo, era esencial una buena muerte, es decir una muerte en paz, sólo producida por las razones de la naturaleza. Cuanto más espíritu tuviera el ente biológico sacrificado más daño se producía en ella. Causalmente los últimos tiempos antes del diluvio ácido fueron tiempos de indiscriminada violencia entre los hombres: guerras, hambrunas y enfermedades creadas en los laboratorios, y los tiempos en que el daño en la capa de ozono comenzó a ser detectable y cuantificable.

    Esta tribu sin usar ningún método predictivo pudo vaticinar la razón del fin del hombre. Muerte indiscriminada, por tanto, un aumento de la temperatura del planeta, disminución de la capa de ozono, hasta el punto límite del disparo del efecto invernadero (palabra que no hemos podido precisar en este contexto, aunque sí en sus prácticas de agriculturas). Con el aumento de la temperatura ciertos elementos nocivos para los entes biológicos tales como el ácido sulfúrico (si, estimado lector, eso que conforma el 80% de nuestro contorno) se incorporaron a su atmósfera y sus mares, asfixiando y quemando muy especialmente a los entes de estructura más complejas y en definitiva convirtiendo al planeta en un desierto.

    Por suerte para el planeta, aunque no para las especies animales para las que todo terminó, algunas formas de vegetales pudieron resistir enquistados los 400 años que duró la etapa más cruda del fenómeno y fueron los que permitieron una lenta recuperación del perdido equilibrio. Quedando en el estadío que nos ha permitido abordarlo.


    Ritos de purificación


    Pero la razón que motiva este informe, es que no todos los hombres fueron culpables de este cataclismo. Desde los mismos comienzos de la conciencia colectiva hubo grupos, tribus e incluso pueblos y naciones que tuvieron la certeza de la fragilidad no ya de la vida sino del propio ecosistema en segunda instancia y del propio universo en última.

    Tan sólo tomaremos como ejemplo una de las tantas prácticas defensivas del equilibrio practicadas por distintos pueblos llamados, por las culturas dominantes de los últimos tiempos, como primitivos o atrasados.

    Estas tribus coincidían, aún separadas por las distancias e incluso por épocas inconexas en una práctica aparentemente superflua, muy importante en el tópico arriba mencionado llamado por algunos, religión, la oración, por otros, filosofía, pensamiento del ser o la ciencia del razonamiento puro.

    Aunque estos hombres no se ponían de acuerdo entre sí, sobre la existencia real o no de un ente superior, y aunque algunos negaran su existencia todos coincidían en el valor de estas prácticas.

    Pasemos a detallar algunos puntos curiosos de este comportamiento.

    El hombre sencillo, tal como el hombre de las primeras culturas, tendía a corporizar a este ente. Algunos incluso tenían la certeza de un sinnúmero de tales entes. Una de las corporaciones más llamativas eran el sol y la luna.

    Denominaban sol a la estrella de tercera magnitud del sistema. El planeta poseía, en aquel entonces, a diferencia de nuestro planeta madre que tiene 12, un solo satélite natural al que denominaban luna. Este pequeño satélite de tamaño similar a nuestro Kepsitos, el menor de nuestro sistema, tenía un lugar destacado no sólo por la interacción gravitatoria que regulaba una cantidad de fenómenos físicos y biológicos, sino y es lo que motiva su mención en esta parte del informe, un lugar en los hombres que, usando sus propias palabras, elevaban los ojos al cielo. Así como el sol era el responsable de toda actividad energética, y según podemos inferir no estaban errados, la luna era quien regulaba la vida.

    Distintas tribus la declararon deidad e incluso conceptos religiosos más elaborados no dejaron, a pesar de negar su diedificación, en darle un lugar destacado. La práctica de la oración que describiremos brevemente tiene a la luna como protagonista.

    El lugar podía cambiar, se podía elegir un valle, un desierto, las playas de sus mares, una montaña o incluso lo que ellos llamaban desde vivienda hasta templos.

    Antes de seguir trataremos de explicar en pocas palabras el fenómeno de luna llena. Es similar al que percibimos de Mastilla. Recordar que ellos vivían en el planeta, a diferencia nuestra que antes de colonizar lo que ellos llamaban tierra, lo hacíamos en un satélite de tamaño similar a su planeta. Cuando la luna se halla en oposición al sol desde la perspectiva del planeta, refleja su luz desde toda su superficie, nosotros en cambio vemos a Mastilla en lo que ellos denominarían desde luna nueva hasta casi cuarto creciente o menguante.

    El grupo se reunía muy especialmente las noches de luna llena. La disposición podía variar teniendo en cuenta la topología y el número de participantes. En el mar dependía si la luna amaneciese en las costas hacia el este o se sumergiría en él, en el oeste, lo cual también hacía variar el comienzo del rito. La disposición era generalmente en una semielipse cuyo eje menor apuntaba al punto desde donde o hacia donde emergería o se sumergiría la luna.

    En los valles, desiertos y montañas lo hacían en círculo alrededor del fuego esperando que la luna estuviera en la mejor posición cenital posible.

    La oración variaba desde el silencio absoluto, para quedarse sólo consigo mismo y desde allí expandir la conciencia, pasando por oraciones monocordes imitando a los sonidos de la naturaleza tales como el murmullo de las olas del mar, hasta llegar a las danzas y gritos frenéticos con el objetivo que la luna los escuchase.

    El objetivo fundamental era lograr una unidad con el eje tierra luna, para obtener el máximo beneficio espiritual que, según creían estas tribus, lograse un punto de energía lumínico desde la tierra hacia la luna. Se suponía que entre los muchos beneficios que eso acarreaba se lograba un instante de paz universal, que permitía al ozono, aun siendo la noche, una rápida regeneración o desde el punto de vista de los teístas, una caricia del creador.

    Hemos podido establecer un paralelo entre esta práctica primitiva y nuestro propio comportamiento frente a las fluctuaciones magnéticas provocadas cada vez que nuestro planeta central, Andimio, nuestro satélite hábitat y Sisione el gigante exterior, se hallan en conjunción. Si bien la estructura corporal del hombre era mucho menos permeable a las variaciones electromagnéticas que la nuestra, por poseer cuerpos opacos, creemos que de todas formas tenían una pequeña percepción de las mismas.

    A lo largo de las siguientes entregas seguiremos exponiendo otras prácticas en beneficio del ente global que como ellos pensaban y nosotros tenemos la certeza era un ser tan vivo como ellos mismos.

    Hasta la próxima entrega.





    Fiesta


    Me tiraron el sobre por debajo de la puerta. No tenía remitente y el destinatario estaba borroneado. Pensé que se habían equivocado, pero no pude evitar abrirlo. Un rayo de sol entró justo por la ventana, iluminó la esquela, y me encandiló, pero poco a poco, la vista se me acomodo y fue como si mi nombre se estuviera escribiendo en ese momento. Me refregué los ojos y pude leer perfectamente, una invitación a la fiesta. Preferentemente de disfraz. Me llamó la atención la letra bastardilla de Preferentemente. Aunque nunca me habían invitado a una fiesta, salvo las revenidas, protocolares, obligadas y aburridas fiestas y entierros familiares.

    – ¡Qué bautizamos a Mary Ann!... ¡que se murió el tío Harold!... ¡se casa George con esa meretriz de puerto !...

    En fin, no me importó no conocer a los remitentes. Sentí alegría que, por primera vez alguien, aunque no lo conociese, se acordara de mí y me invitara a una fiesta. Pasé por el espejo. Ahí caí en la cuenta de unas cuantas cosas. La primera, que ni me había lavado la cara. El pelo revuelto, unas cuantas e indeseables canas. Una panza de escritorio, las piernas flácidas, barba de sábado a la mañana.

    Preferentemente. El preferentemente lo tendría que dejar para otra ocasión. No me ponía un disfraz desde que me obligaban a vestirme de telas brillantes, lentejuelas, un arco, una fecha y una manzana, que no tenía idea que significaba. No quiero despotricar ahora porque la abuela Elizabeth, que en paz descanse, se mataba dándole al pedal y todavía no sé para qué. No definitivamente el disfraz, no es lo mío. ¿Sabría esta gente que le tengo aversión a los disfraces, los uniformes, las poses y las banderas? ¡Seguro que no!

    Al mediodía, sin embargo, cuando salí al patio y sentí el sol tan intenso, no sé por qué razón, empecé a meditar si fuese conveniente aceptar una invitación de desconocidos. Quienes eran estos personajes que sin conocerme me ponen en la tarjeta: “Ven a la fiesta, que va a estar Divina”. ¿No será gente rara? No, no los rechazaría.

    La dirección me hizo dudar. No recordaba ningún lugar de fiestas, en esa zona de las afueras de Londres, Paris esquina Escamandro. Para ir no habría problemas, pero para un simple caminante como yo, volver se podría convertir en una odisea. En fin, me puse la mejor ropa que tenía, que no es mucha y salí a la calle a buscar algún carruaje que llevase.

    Gracias a la pericia del cochero, llegué un poco más temprano de lo que decía la invitación. Entre mi desconfianza y desconocimiento, quería llegar con las últimas luces de las nubes rojas de atardecer. Tuve que caminar varias cuadras entre calles sin veredas. Por un momento pensé en una broma cruel, una zona de viejos y derruidos castillos, enormes mansiones y grandes propiedades privadas con guardias armados, otros más en su interior. Pregunté a un lugareño por las calles, y sí, efectivamente existían. ¿Qué más podría hacer?, llegar, darme cuenta del engaño y volverme. Luego de casi dos millas de caminar, llegué a la citada dirección y un portero que me exigía la tarjeta de invitación. En lugar de irritarme, como es lo habitual en mí, me alegró, me apresuré a llevar la mano al bolsillo interior del saco, saqué el arrugado sobre y mi tarjeta personal. El hombre cambió su expresión adusta por una sonrisa comercial, pero cordial. Me franquea el paso y cruzo la línea de entrada.

    Miro el cielo, el lucero ya no estaba solo. Un camino de lajas entre un gran parque. Unas antorchas. Columnas con figuras alegóricas, a todas las cuales le habían puesto un caldero con una buena llama. Me llamó la atención. Me acerco a observar. Sin que me diese cuenta, una joven me dice: “Haga una ofrenda y pídale un deseo”. Yo, al estilo de fuente de los deseos, quiero tirar una moneda. Mientras busco una en los bolsillos, me vuelve a tocar suavemente el hombro y me señala el bolsillo derecho. Pero en el bolsillo derecho no tenía monedas.

    “No monedas no, - me dice – Emma”

    La miro perplejo. Meto la mano la mano en el bolsillo, y saco un viejo sobre que ni recordaba haber guardado, mientras y ella hacía muecas a medida que lo hacía, como adivinando o digitando mis movimientos. Hasta que saco el retrato que mi prima Emma había hecho de mí. Mejor dicho, un dibujo juvenil, de aquella vez que fuimos a los acantilados de Longshire, 3 años antes de la gran peste que se la llevó. Como quería a Emma, ambos éramos hijos únicos, yo era su hermano y ella era mi hermana. Miro el dibujo en que me hizo con esa nariz más propia de un italiano que de un inglés, para darme a entender que estaba enamorada de un mediterráneo. Miro a la chica y me asiente silenciosamente con la cabeza, entiendo, pero me resisto. Me guiña un ojo entre reto y simpatía. No sé cómo lo hice, pero arrojé el viejo dibujo al fuego, no pude evitar un profundo sollozo, mientras un perfume a limón, ese mismo que siempre tenía cuando me venía a contar de sus amores, y yo me reía de su ingenuidad, me invadía. Sin darme explicaciones, la joven desapareció, sin que lo notara.

    Seguí el largo camino de lajas. Algunos ya estaban, o todavía estaban, no lo podía precisar, en la piscina. Me saludaban como si me conocieran de toda la vida.

    – - ¡Hola, Héctor!

    ¿Cómo saben estos que me llamo Héctor? Me seguía preguntando si no se habrían equivocado de Héctor, carruajes de seis caballos, una calesa de oro y marfil, una piscina monumental, un parque espectacular, y al fin, detrás del olmo, pude ver la casa. Una hermosa mansión, alta de tres plantas, totalmente vidriada, con unas imponentes columnas a la entrada. Mi vista no me dejaba divisar bien el friso del frontispicio, pero eran figuras humanas en distintas actitudes. Sólo pude distinguir a medias a una figura femenina que me hacía recordar a la Palas Atenea del Partenón, con su casco y su escudo.

    Antes de pisar el umbral un mozo me acerca una copa de piedra con vino.

    – Muy temprano para vino, ¿no tiene un refresco? Le digo.

    – Lo siento, Héctor, sólo servimos vino. Puede elegir del tipo que usted quiera, pero sólo vino. Me dijo.

    Al rechazarlo, me impidió, sin perder la simpatía, el paso. Volví a comprender, otra vez sin saber porque, que debía tomar esa copa y beber ese vino antes de cruzar el umbral. Para disipar mis dudas el muchacho, elevó su copa al cielo, dijo algo que no entendí, bebió un sorbo y volcó suave y lentamente el resto del buen vino, sobre el blanco mármol de la entrada. Hice lo mismo.

    Estos se equivocaron de Héctor. Seguro que el Héctor que ellos conocen, usa carruajes de varios caballos, casimires de tela hindú y vuelca vino caro sobre el piso de mármol. Ese vino, ahora estaba seguro, significaba por lo menos dos meses de mi trabajo la botella y ahora estaba secándose o corriendo hasta el pasto para que las hormigas también entren a la fiesta.

    El salón era amplio, la música agradable, pude ver como ellos sí habían venido disfrazados, la mayoría de las mujeres con tules transparentes, en telas sin costura que sólo se ataban de la cintura, los tobillos y las muñecas por cuerdas y anillos que vaya a saber si porque mi vista estaba cansada, o quizá más seguro por efecto de las luces, brillaban como si fueran suavemente incandescentes.

    No pude dejar de impresionarme por la belleza de esas mujeres. Era evidente que allí nadie sabía lo que era trabajar. Me llamó la atención una, que yo diría era la más hermosa, de unos ojos enormes, en compañía de un hombre feo, corpulento y para colmo rengo. Oculté mi vista para no incomodar al hombre que jugaba con la miga de pan y fabricaba muñequitos con una facilidad pasmosa. La joven sin decirme nada, comenzó a caminar hacia el parque. Sentí el impulso irrefrenable de seguirla y así lo hice, su pareja me vio, pero no se inmutó. Al acercarme a ella, algo me hacía impulsarme hacía ella, un fuerte perfume a estrógeno, como para retorcer a cualquiera desde la planta de los pies a la coronilla, pasando por pecho y ombligo, y recordarme mi condición animal. Casi me abalanzo sobre ella, cuando suave y cadenciosamente, me dice:

    – ¿No te parezco hermosa como la espuma del mar?

    Mientras se mordía una extraña y fresca cicatriz que tenía en la mano izquierda.

    ¡Qué pregunta más tonta! A mí el mundo se me había borrado y ella preguntándome si era hermosa. Agrediéndome con sus tules transparentes y su perfume de mujer. Estuve a punto de volver a abalanzarme sobre ella, cuando desde las sombras aparece otra joven, rubia, llamativamente blanca, de unos ojos azules que denotaban una inteligencia superior, esos que, a los hombres comunes, en general, nos asustan. Se para ante mí respirándome en la nariz, rozándome la camisa con sus hermosos y erguidos pechos. Me inquiere, esperando mi reacción:

    – ¿Cuáles te gustan más, las florcitas delicadas o las hembras completas?

    Era del tipo de mujer a las que les gusta ir al frente. Era evidente que alguien me estaba jugando una broma, dos de las mujeres más hermosas que jamás había visto, delante de mí, casi peleándose por mí. No pude responder nada. No quise pasar la vergüenza que mi pantalón de sarga, me delatara. Di media vuelta y volví a entrar al salón. Le robé una copa de vino a un mozo que pasaba. La bebí con desesperación. El vino estaba helado, pero no podía detener mis palpitaciones.

    Adentro la fiesta estaba animada. El mozo sin darme nombres. Me soplaba quien era cada uno en la fiesta. Le volví a preguntar por sus nombres y me responde que si empezara a decir los nombres no le alcanzaría toda la noche. Yo hubiera preferido eso antes que los apodos: el feroz, el arquero, la ojizarca, el que se deleita con el rayo, nacida de la espuma, sandalias de oro. Al fin y al cabo, eran casi todos familiares, la mayoría hermanos y medio hermanos.

    Pasó por al lado mío otra joven, de mirada torva y sonrisa cínica, con un perfume ácido. No le di importancia, pero me invadió un sentimiento de discordia, me sentí contrariado, y ya me había decidido a irme, cuando alguien me toma de la mano. Era la dueña de casa, una mujer plena, que decía ser madrastra de la dos anteriores, de mirada intensa. Me extraño el parecido con el dueño de casa, que, a pesar de su barba cana, parecía ser su hermano antes que su marido. Me llevó la mano a sus pechos, demasiado firmes y lozanos como para ser madrastra de alguien, luego a su entrepierna. Sentí un choque en la cabeza, como si el universo se me hubiera abierto en esos segundos, sentí como que las yemas de los dedos se me quemaran, no supe a quién temer más, si a su mirada imperiosa o al dueño que balanceaba las muñecas con los codos apoyados en la baranda del primer piso, la observaba tirándole rayos con la mirada. Cuando percibió mi temor me dijo:

    – ¿Y, no te parece Divina la fiesta?

    – Sí. Sí... Le balbucee.

    Me volví a preguntar si no había hecho mal en aceptar una invitación de desconocidos. El mozo me vuelve a invitar vino, pero ahora con un trozo de carne asada, me invita a acercarme a la pira. ¿Pira?, ¿Que pira? Me preguntaba yo.

    ¡Qué manera bruta de cocinar! Tiraron la carne, la grasa y los mismos huesos sobre el fuego, una montaña de leña, es decir, varios carros grandes. El tufo y las espiras blancas se esparcían por el parque de la hermosa mansión, de manera que formaban espesas nubes blancas que por momentos ocultaban la luna. ¿Dónde aprendieron a asar así? Se notaba que no eran de la vieja Inglaterra, ni menos de la nueva. Encima la carne era dura y sólo algunos de los invitados la comían que, a decir verdad, bebían de forma portentosa.

    Tres veces se me acercó la chica que me hizo quemar el retrato de Emma. Cada vez que quería decirle algo, se me aparecía la primera mujer, la de los ojos grandes, y me hacía señas que la avanzara.

    – No, yo puedo solo. Le contesté enojado.

    ¿Qué le pasa a esta mujer? Encima con ese perfume que descontrola. Se alejó. Volví a tratar de ver el hermoso rostro de la joven. Le pregunté el nombre. Y me dijo que no era conveniente que me lo dijera. Otra vez me interrumpen. Esta vez, la guerrera de ojos glaucos, quien me sugiere que la joven está comprometida. Y que ya una vez por ella ardió Troya.

    – Si no, pregúntale a tu hermano Alejandro. Me dice.

    – ¿Qué Alejandro?, Yo no tengo ningún hermano. Le contesté.

    Era claro que entre las dos jóvenes misteriosas la cosa no andaba nada bien. Estaba distraído es esos pensamientos, cuando dos de los invitados, hacían señas ostentosas de estar apostando por algo. Clavaron un papel con una vara en el césped y ambos lo escupieron. Entonces, uno de ellos, sin mediar palabra, toma del pelo a la joven, la hace arrodillar, y la suelta. Me enfurezco. A pesar de que el agresor tenía un físico increíblemente enorme, me pongo ante él protegiendo a la chica.

    – ¿Quieres pelear? Me dice.

    – ¡No! - le contesto - pero si tengo que hacerlo, lo haré. Primero tendrás que romperme los huesos antes de tocar a la chica.

    Estaba seguro que, si el oso se movía, no me quedaría hueso sano, pero no le pestañee. En lugar de eso, le dice al otro:

    – ¡Viste que es él! Este, por honor, es capaz de hacerse arrastrar por los caballos.

    Me pidió disculpas.

    – ¿Cómo anda tu hermana Cassandra? ¿Loca como siempre? Me dice

    Como era evidente que estaba confundido de Héctor no le dije nada.

    Llamó al mozo. Brindó:

    – Por no tener que volver a matarte. Dijo.

    Y se apartó un poco. Me sopla al oído:

    – Esta mujer es mortal, no te conviene. ¿Porque no vas adentro, que hay otras divinas?

    Se alejó. El otro le hizo ademanes de que le pagaría, pero tiró su mano derecha por detrás de la nuca, estiró el brazo izquierdo firme a la altura del hombro, llevó la mano derecha primero hacia delante y luego hacia el pecho, lo miró fijo y abrió los dedos. El primero hizo payasadas. Se sacó la zapatilla y se revolcaba tomándose el talón.

    De pronto la hermosa fiesta del parque se interrumpió. Se desató una sorpresiva tormenta. Las chicas de la piscina seguían, como si nada, cantando canciones bucólicas. Nos refugiamos rápidamente. Dentro una situación inesperada. Una mujer de ojos algo rasgados y hermosa, un pelo intensamente azul que le llegaba por detrás hasta los tobillos, con una tenue blusa y una pollera de un intenso gris plateado, ajustada, que le remarcaba, a pesar de no ser joven, su espléndida cintura de sirena. El joven que me había provocado, trataba de calmarla, llamándola mamá. Todo porque la dueña de casa no la había invitado a la fiesta. El viejo se regocijaba apoyado en la baranda. Caramba, pensé, el viejito, que éxito con las mujeres.

    Las dos mujeres se hallaban frente a frente, mientras el agua inundaba el parque, y yo me preguntaba cómo me iría de allí. Una joven morocha con un doberman impresionante y su hermano mellizo de pelo rubio, brillante como el sol. Tratan de calmarla diciéndole que tampoco su madre había sido invitada, que después de todo, estaban con papá y que la esposa legal era la de sandalias doradas. Entonces desistió, salió corriendo con pasitos cortos hacia el parque y se zambulló en la piscina. Dejó de llover y se despejó de repente.

    Dio comienzo a la peña. Yo le llamaba peña. Ellos se me reían en la cara.

    – ¡Héctor! ¡Qué Héctor este!

    El dueño de casa quería escuchar a las chicas sentadas en 9 taburetes con su vos melodiosa e incansable. Pero pronto cambió de parecer e invitó a los otros invitados, que parecían ser como yo, es decir, unos zaparrastrosos de primera. Y empezaron a recitar sus poesías, algunas las conocía, algunas antiguas, otras no. Pude escuchar a Homero, Hesíodo, Catulo, Virgilio, Dante, y unos cuantos más que lamentaba no haber leído, todos hablaban del amor intenso, de la naturaleza, la injusticia humana, el sol, la luna y el mar. Lástima, no ser poeta, pensé.

    En cada poema, a cada uno de los anfitriones se le iluminaba el rostro como si fueran dedicados especialmente para ellos. A cada uno de los recitadores les hicieron un regalo, a los poetas originales el regalo era más grande, no pude saber que se trataba, pero las lágrimas se les saltaban de emoción.

    La joven de grandes ojos volvió a pasar ante mí, otra vez su intenso perfume de mujer. Detrás de ella, nuevamente la joven hermosa. Me mira a los ojos:

    – ¿Morirías de amor por mi culpa nuevamente?

    Le dije que, si estaba allí, era porque precisamente no estaba muerto de amor por nadie.

    – Tu hermano, fue un gran amor, pero algo cobarde. Insistió.

    Le volví a decir que no tenía hermano.

    – ¿Sabés de tu padre? Me dice.

    – Sí, ahora está en su casa, pero no le conozco otros hijos. Le contesté.

    – Yo siempre te admiré, tu entereza, tu cabeza siempre erguida. Me vuelve a decir.

    Mientras me hablaba, recordaba, mi panza, mis piernas flácidas, mis años de oficina, mis lágrimas por Emma. ¿De qué me hablaba esta chica? Pero, en fin, ¡era tan hermosa!

    Detuve su perorata. La tomé de la mano. Me la llevé de la fiesta, corriendo, pisando charcos, llenándonos de barro.

    Todavía pude escuchar a la de ojos azules, gritar, colérica, a la de ojos grandes:

    – ¡Lo hiciste de nuevo!

    Esta gente, se ve, se confunde de Héctor.




    Invierno de soles rojos


    Invierno de soles rojos. Invierno de manchas solares. El otro día perdí el azimut entre esos astros. Algún amanecer de sextante entre mis espejos. Yo floté de arneses sobre la bóveda del observatorio. Rajé a patadas a los cormoranes que me defecaban la lente. Y siguieron cantando a la vida, ¿Qué será eso?

    Invierno de teleobjetivos. Invierno de trayectorias erráticas, gravitatoriamente inexplicable. Quisiera con razón, que K12787 no se esconda cuando pase M4555 como loco. Quisiera que permanezca, como lo tengo calculado, entre la boca de la Hydra. Como yo, que permanezco con el cuello duro y las escleróticas hinchadas, sin imaginar que quizá en toda esa belleza del universo, se halla jugando a las escondidas con los quasares, robándole ceremonias al Cosmos.

    Por eso, cuando vienen los días exactos del perihelio, al equinoccio le cuesta abandonar su eclíptica. Intenta vibrar en todas las cuerdas de los espacios tubulares. Pero en el afelio cuando acometen las Pléyades, temblando la Falla de San Andrés, suspiro por su estela azul. Ya me acostumbré a esperarlo cada 24 de junio a las 2: 45hs desde aquel entonces.

    Es inaudito que yo, ser racional, cientificista, crea que aquellos muchachos que dormían al otro lado del domo, se divertían loncoteando o pescando con lanza, estén prendidos de la roca de K12787, lanzados por el ímpetu del rayo.

    Si todavía recuerdo cuando jugábamos a cazar ñandúes, sus corazones palpitando, su sonrisa, su canto a la vida no transitada, desafiando a la luz Ciro que se presentaba entre Júpiter y Vega, exactamente a las 7 de la tarde. Creo que se escaparon en un cometa, dejando dos espacios vacíos, buscando el alma en los rincones para volverla a poner en su sitio.

    Invierno de despedidas, de eclipses y auroras de cien mil luces.

    Invierno de saltos largos y lentos sobre los ápsides de la luna. Sin poder conocer sus alas, se quedaron dormidos, y andarán navegando, vaya uno a saber entre que campos gravitatorios.

    K12787 no te vayas...

    Universo no te precipites sobre tu centro inasible, que tengo una magia de espejos y refractarias. Y; si realmente, quedamos sin tiempo, porque es fin de este eón, no tritures los meteoros y los lances en picada al centro de las estrellas fijas. Déjalos que vaguen entre los cinturones opacados, esos que despiertan cuando los planetas estallan de iniquidades, dando la espalda a los milagros. Deja que las traslaciones sean calculables y no difumines sobre el manto oscuro de la noche, esas constelaciones nuestras. Cuentas de certezas de dados que siempre dan resultados distintos.

    No te inmiscuyas en mis momentos, mientras evalúo el tensor de inercia de la Espada de Orión, para poder rebautizar los guijarros con nombres más humanos.

    Nuestro último consuelo.



    El Misterio del Minotauro

    Mark estaba huyendo de la guerra que se avecinaba con Francia y pensó que un buen lugar lo suficientemente lejano era la Isla de Creta. Estaba mirando, desde la pequeña ventana de la pobre pensión en la que estaba alojado, las azules aguas del mar Egeo. Alguien golpea la puerta, al abrir es un chico que le acerca un frugal y escaso desayuno con un sobre. Al abrirlo, ve con sorpresa que alguien a quien no veía desde hacía dos años, sabía no solo de su huida sino donde estaba exactamente. Su antiguo jefe de compañía, el mayor Tumberland y actual oficial de la policía londinense en el nuevo cuerpo de policía internacional quien le pide, con no poco de chantaje, que lo ayude en la búsqueda de una reliquia robada del museo británico que los británicos les robaron a los franceses que los franceses a los egipcios, el cetro de Osiris. Mark sabe que Tumberland sabe que el cetro es una falsificación de un orfebre florentino. Pero como él conoce que el mayor puede ser capaz de la mayor de las crueldades como el mejor de los premios, hace que su día pase de ser una huida a una nueva misión. Desayuna y con lo poco que tiene de información sale a las empinadas calles del perdido pueblito donde pensaba que nadie lo encontraría y no había caminado ni dos calles cuando nota que un niño se le pone a la par.

    Le da una moneda al niño, pensando que eso es lo que quiere, pero a cambio, este le entrega una pelotita de papel y Mark se queda mirándolo mientras se pierde por una esquina. Baja los ojos para saber que le ha dado. Lo despliega y aparece un mensaje en perfecto inglés:

    – “Salga cuanto antes del país su vida corre peligro. Un amigo.”

    Intenta correr en busca del niño, pero cada vez que camina dos sombras lo hacen detrás de él. Pronto dejan de ser sombras, son dos hombres vestidos con las ropas de la gente sencilla del lugar. A pesar de no hablar, uno se comunica de forma elocuente: Te señala el sol, luego el reloj del campanario de la plaza, gira su muñeca dos veces, le dice adiós y luego se pasa el canto de la mano por su cuello.

    No hacía falta ser especialista en lenguas, si no abandona el lugar en 24hs algo muy malo le pasaría.

    Vuelve agitado a la pensión, donde encuentra una nota clavada en la mesa por un puñal:

    – “Recuérdelo... para recordar nada mejor que tener la cabeza puesta.”

    Si lo acaban de descubrir ni sabía que los estaban buscando. Junta sus cosas que apenas caben en un pequeño bagallo con la intención de salir de Creta lo antes posible cuando se detiene a pensar que ese niño algo debe saber de porque a un pobre inglés que solo quiere huir de la guerra lo busquen para matarlo, con paso apurado y respiración agitada. Lo encuentra en el mismo lugar que antes junto a una fuente de aguas danzantes.

    Lo mira con ternura, y se deja llevar por él. Antes de llegar casi al fin de la callejuela, de improviso, casi violentamente, él abre una puerta y lo toma de la mano para introducirte en una casa, cierra la puerta, lo hace agachar y mira por la rendija de la ventana. Dos sombras pesadas pasan corriendo. Se deshicieron de dos perseguidores. Eso, al menos, es lo que piensa. El niño no intenta comunicarse por palabras, sabe que es inútil, pero le entrega un mensaje que Mark traduce sin dificultad alguna.

    – “Si has podido leer este mensaje vamos por buen camino. Sólo te diré que el gran arqueólogo, Dr. Arquímedes Paudópulos, luego de largos años de trabajo ha encontrado la verdadera entrada al laberinto del Minotauro y descubierto el secreto del Ovillo Ariadna. Sin embargo, sería peligroso para la misión que te indique algo más, debes seguir tu instinto”. Inspector Piaf.”

    Mark se preocupa porque no conoce a nadie con ese nombre, pero mientras descifraba el mensaje, el niño se ocupaba de dibujar unos garabatos en un papel. Se lo entrega, le hace señales de que se siente un rato antes de salir rápidamente, como él, por la misma puerta.

    Con calma despliega el papel sobre la mesa, una sucesión de signos que no puedes entender.

    Espera con prudencia, a la caída del sol. Sabe que no es casual que esas ropas estén listas para ser vestidas por alguien de tu talla. Se mira en el viejo espejo. Parece un pescador de la zona. Algo que no puede engañar a muchos bajo la luz del sol, pero, quizá sí en la oscuridad de la noche.

    Comienza a caminar por las calles del pequeño pueblito, sin rumbo preciso, hasta que algo le llama la atención: a ambos lados de un tranquilo y modesto parque dos templos, más precisamente, una sinagoga y una mezquita. Cosa que no le había llamado la atención antes, teniendo en cuenta que está en un lugar que es cruce de culturas, pero, ¿Tendrá algo que ver con los dibujos de niño?

    Alguien se acerca, un pescador. Sabe que este sí es un verdadero pescador, por su piel curtida, sus manos callosas, su rostro sufrido y ... su olor a pescado.

    Se para delante suyo con una botella en la mano, invitándote a beber. Mark rechaza hacerlo amablemente, pero igual lo mira con extrañeza. Entonces le hace un gesto de dolor mientras gira en círculo su mano sobre el vientre. El hombre comprende, pero lo invita cruzando su brazo por su hombro, pegándole, sin intención, con la botella en la nuca, por lo que te pide disculpas, a la vez que eructa y.… otras cosas.

    Cree que su compañía es amable, pero muy inconveniente habida cuenta de tu importantísima misión. Pero, por otro lado, no podrá seguir simulando no poder hablar con un lugareño ... vestido de lugareño. Entonces decide, por el momento, seguir sus tambaleantes pasos.

    Pronto llegan a una taberna llena de turistas. La que muestra su nombre y menú, en cuatro idiomas, acorde con su función: “El Laberinto del Minotauro”. Debe retener tu maxilar inferior en su sitio.

    La ambientación del lugar, sencilla y original, no lo sorprende. Su objetivo no es otro que hacer sentir al turista como parte de la leyenda que, según cuentan, tuvo lugar a pocos kilómetros de allí, en lo que hoy son las ruinas de Cnossos, pero en otro tiempo un majestuoso palacio.

    Un hombre de traje sencillo parece esperarlo, pues, apenas cruza la viejísima cortina de cañas, le hace señas de sentarte, señalándole con su palma una silla vacía.

    Sin siquiera presentarse, comienza a hablar en un idioma desconocido para las múltiples lenguas de los parroquianos, pero conocido por Mark, lo aprendió de los esquimales en Islandia.

    – “Aunque tu trabajo es desconfiar, me presento, soy el Dr. Arquímedes Paudópulos”, le dice, y continúa:

    “He nacido en estas tierras. Desde pequeño he escuchado las asombrosas aventuras de aquellos supuestos dioses y héroes de nuestros antepasados. Pero en lugar de seguir la pista de los exegetas y eruditos, me he inclinado a escuchar, el mismo relato, de parte de los pastores, campesinos y pescadores. ¿Por qué? Muy sencillo. La cultura Cretense fue sucesivamente arrasada con la invasión Doria, luego vino la Griega Clásica, hasta que Alejandro, le dio fin, este a su vez por Roma, el Imperio Musulmán, los Cruzados, etc. etc.

    Sin embargo, cada uno de ellos, ha dejado sus propias ruinas. Quiero decir, mientras que, durante casi cuatro mil años, lo único que les ha interesado fue arrasar para conquistar. La nueva civilización, que ha descubierto la historia y su cultura, se ha dedicado al saqueo cultural. Ya sea como ahora los tesoros egipcios o el oro azteca. En síntesis. Entre la barbarie y la “civilización”. No quedó piedra sobre piedra.... ¿O sí?

    Quedaron los esclavos. Los esclavos de los señores que cambiaron de dueño una, y otra, y otra vez durante casi dos mil años. Eso es lo que es la mayor parte del pueblo actual de Grecia. Entonces, ¿por qué no escuchar los relatos de los hijos de los hijos de los hijos de aquellos Micenos, Dorios, Hititas, Aqueos, Argivos y cuanto pueblo cruzó esta playa?

    Ha sucedido, joven mío, que he descubierto el secreto del secreto. A pesar de haber transcurrido tantos siglos y caído tantas civilizaciones, aún no es el tiempo de que estos secretos se conozcan, yo ya estoy al final de mi vida y existe una sola persona en el mundo digna de conocerlo y, disculpa, no eres tú. Pero sí serás tú el emisario de mi mensaje.”

    El hombre mete la mano en el bolsillo exterior derecho de su saco y saca cinco medias monedas muy antiguas. Le vuelve a decir.

    – “Si tú eres capaz de descifrar, como lo he hecho yo, el misterio de estos cinco Symbolon, serás digno mensajero. Si así no es, el secreto será perdido hasta mi próxima vida.”

    Dicho esto, le da un fuerte apretón de manos, inclina su cabeza y cierra los ojos para siempre.

    Las cinco medias monedas quedan sobre la mesa. Las observa con detenimiento, se coloca los lentes, las estudia, pero duda si guardarlas.

    Pero luego de un largo intervalo decide hacerlo. Supone que deberá hacer en principio: Buscar sus otras mitades. Parece respuesta sencilla, pero ¿Dónde?

    El pescador borracho, con un ojo ya totalmente cerrado, lo mira a través de sus manos mientras intenta, cree Mark, hacer una paloma. Le devuelve el gesto.

    Aún sin entenderle, se da cuenta que, en realidad, había cruzado sus pulgares pues sus brazos, pesados por el licor, no se sostienen. Pero, al mirar de nuevo sus manos, se percata de algo. Mientras que a una le faltaba el dedo medio, a lo largo de la otra una terrible cicatriz. El hombre en su simpleza le había entregado una pista: Las monedas antiguas, al ser hechas a mano, pueden ser apenas parecidas, pero nunca iguales.

    Lo sigue observando y coloca sus dedos como peines que se enfrentan y entrecruzan. Sabe muy bien lo que te quiere decir.

    De pronto, sin que lo pudiera siquiera pensar, el pacífico pescador, rompe su botella de licor contra la mesa y gritando, vaya uno a saber qué cosas en su idioma. Alguien, que supone al doctor dormido, lo deposita sobre un sillón al fondo y acepta el reto. El tumulto se acrecienta. Algunos turistas, sólo por diversión, se suman a la gresca y otros, como Mark, desaparecen por los fondos de la taberna.

    Salta una pared sin saber qué es lo que le pueda esperar, pero alguien sí lo sabía.

    El niño lo espera con un libro en la mano que le entrega. Al abrirlo una nota misteriosa que termina con una frase enigmática:

    – “Si es cierto que hay flechas que apuntan a una casa cuyas ventanas se abren hacia el sur, debes buscar donde todos buscan, en caso contrario vuelve a contar las pulsaciones”

    La respuesta es tan obvia que cree que es un engaño: La supuesta casa está ubicada en el polo norte y la flecha no es más que la aguja de una brújula.

    Lo que aún no sabe es el propósito de la pista. Pero algo lee parece evidente, ese niño es mensajero de alguien que lo quiere ayudar. Lo mira tratando de adivinar algo que no sabe si él lo sabe, pero es él quien parece tener mejores respuestas.

    Se lleva sus palmas juntas sobre el costado de su cara. En la mayoría del mundo que Mark conoce eso significa irse a dormir. Luego lo señala a él. Y le entrega sus ropas de turista. Quizá tenga razón, el día ha sido largo.

    Pero esta vez, en lugar de desaparecer lo sigue hasta las puertas de la pensión. Lo despide. Cuando, bostezando como un león africano, busca la cama, una sombra se descuelga por la ventana. Se preocupa al recordar que la pobre pensión llena de pulgas y cucarachas debido a estar hecha de ladrillos de adobe recubiertas de estuco, tiene tres pisos y es fácil que el alféizar de una ventana se desprenda y sea quien sea caiga al vacío.

    “Caramba” piensa, mientras se limpia las manos y los pies descalzos del óxido del cable del pararrayos.

    Antes de que pueda recordar que él mismo, a su edad, hacía las mismas cosas, él pone su dedo índice sobre algo que Mark se estaba olvidando. El mapa marcado.

    Por supuesto, le dice. ¿Cuál otro lugar donde todos buscan? Intenta buscar lápiz y papel en su bolso, pero la cara del niño lo hace desistir. Entiende que la nota puede ser descubierta. Luego le indica la ventana.

    Mark intentas preguntarle por señas, porque te ha hecho venir para luego volver a salir. Es entonces que ensaya su primera cara de fastidio.

    Mark se viste con ropa más acorde con el trayecto. Es claro que no pueden confiar en un transporte, por lo que emprenden el camino a pie.

    Según sabe son apenas 3 millas en línea recta, lo que no, es porque por algún motivo, que ya no interroga, hacen un rodeo que extiende el trayecto al triple de esa distancia.

    Finalmente, las ruinas, unas pocas rocas, de lo que en otro tiempo fue el palacio del rey Minos, se extienden ante sus ojos.

    El niño, con el rostro distendido, lo lleva a una pequeña colina donde hay una roca de granito donde alguien trazó una línea de arriba abajo con una piedra caliza que todavía está en el piso. Te indica agacharte sobre un pozo que se abre en la roca. De donde salen sonidos. Su razón esgrime explicaciones, quizá un río subterráneo o corrientes de aire debajo de la colina. A unos centenares de metros todo lo que ve es un par de añosos pilotes de piedra. Un poco más allá las ruinas del palacio.

    El niño le recuerda, dibujando con el dedo índice sobre su palma, el dibujo que había garabateado.

    Es cuando lo lleva a una losa muy antigua, detrás de unas vallas, que todo turista se precia de fotografiar. Son los mismos símbolos del papel.

    Se sonríe. Y más aún más cuando el niño lo observa con cara pícara. Ambos saben que la losa es falsa. Varios de los dibujos no coinciden con la supuesta antigüedad de la piedra.

    Debe entonces saber cuál es el verdadero sentido y porque está allí cuidada como una joya, ya que, sin ninguna duda, cualquier ciudadano de cultura media se hubiera percatado lo mismo que él.

    Se acerca un turista, quien le dice:

    “Es una broma de los lugareños, para los turistas desaprensivos, que creen que el dinero es sinónimo de cultura. Cuando Pigmalión descubrió el código de la piedra de Roseta, se desató una búsqueda frenética de símbolos ocultos por todos lados. Entonces un día un bromista desconocido colocó la piedra allí, para que todo el mundo la “descubriera”. Sin embargo, para muchos contiene un misterio no menor. ¿Quién fue el bromista? ¿Qué significado tiene esa broma? ¿Tan sólo burlarse de los turistas?”

    Entonces lo deja y sigue su camino, mientras toma su cerveza.

    Se queda, sin embargo, pensando en el significado, hasta que el niño le tira de la manga, mientras con la palma de la otra se pega en la frente.

    Algo sabe y trata de decírselo. Le dibuja sobre el piso una estrella de David y a cierta distancia una media luna. Comienza a caminar desde una hacia otra contando los pasos, pero cuando llega al otro extremo levanta su índice hacia él. Ahora Mark sabes lo mismo. Eso no es más que un patrón de distancias en la cual la distancia entre la sinagoga y la mezquita en el pueblo significan diez unidades, y la mano dibujada una dirección obligatoria.

    Puede por simple memoria ocular, calcular aproximadamente la medida patrón, unos 100 pasos suyos. Pero no puede interpretar los signos extremos.

    Se queda pensando ensimismado, hasta que el niño, otra vez, lo saca de sus pensamientos elaborados. Lo lleva nuevamente a la colina donde estuvieron un momento antes y le señala el oráculo, se pone la palma en la frente a modo de visera mirando el horizonte e imita una marcha. Evidentemente, este niño sabe mucho más de lo que Mark supone.

    Aún a costa de no poder medir exactamente las distancias, se pones en camino.

    53 unidades hacia la izquierda, 31 unidades hacia la derecha, 42 hacia la izquierda, (¿es que acaso aquí no conocen la línea diagonal?), deja sus pensamientos irreverentes antes de que un griego antiguo le enseñe verdadera matemática y algún matemático moderno, geometría taximétrica. 74 hacia la derecha, 17 hacia la izquierda, 65... 65... ¿hacia dónde? ¿Hacia las cinco?...

    Camina esas 65 hermosas unidades, debajo de ese hermoso sol calcinante del mediodía. En ese momento se encuentra en medio de un campo de melones sin saber dónde más ir, hasta que baja la cabeza.

    Su consejero le sugiere que mire al horizonte en dirección de las dos. Se puede ver en esa dirección, allá en la distancia, el lugar exacto donde quisieras estar: el mar Egeo. Es decir, este es el “lugar”.

    Mira entre las hojas de los melones para encontrar algún signo, algún indicio, alguna cosa.

    Su compañero hace algo mejor, captura uno que crece a la sombra de una roca, se sienta debajo de un frondoso olivo, lo parte al medio contra su rodilla y con escaso protocolo, comienza a recuperarse.

    Como no se le ocurre algo mejor, aceptas su jugosa invitación. Un campo de melones, un olivar, técnicas de agricultura algo añejas, para un lugar que fue, posiblemente, una de las ciudades más prósperas de aquellos tiempos. A los halcones que se abalanzan sobre los roedores, que cuchichean entre las hojas, se le suman las moscas, atraídas por el azúcar de la fruta.

    Lo mira casi implorándole una pista. Se pone de pie, se limpia la boca con la manga y las manos en sus pantalones y le señala una araña que sin inmutarse por tu cara de vinagre teje su tela. Luego lo vuelve a llevar hasta dónde estaba, se agacha y tira de un hilo de metal que mueve a un espantapájaros a unos veinte metros de allí. ¿Cómo es posible que sus pies entre las hojas no hayan tropezado con él?

    Fue el “caprichoso” recorrido lo que hizo que lo evitara. Es cuando entiende. Ha llegado a un lugar que no es la Muralla China, ni Troya al que difícilmente hubiera llegado solo sin tropezarse con los hilos de un espantapájaros, una araña, las moiras o Ariadna.

    El niño comienza a dibujar en el piso. Como si de pronto recordara aprender a contar: 1, 2,3, 4, 5, 6, 7, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 20...

    ¡Eh!, ¡un momento!, quiere decirle, ¿dónde están los números que faltan?

    Sólo le responde con otra mímica. Se pone ambas manos a los costados de la cabeza, simulando cuernos con sus índices.

    Algo lo sorprende. No hace falta que le pida que le vuelva a acompañar hasta el punto de inicio.

    Por algún motivo cree que el niño repite o sabe secretos que alguien le enseñó. O quizá él mismo, piensa a esta altura, los haya descubierto.

    Pero si así fuera, ¿Por qué no pudo ser el emisario elegido? Un niño tan inteligente muy bien puede pasar desapercibido hasta llegar a adulto y, mucho más importante, tardará mucho más tiempo en traicionar su cometido.

    Pero, de ser así, seguramente no lo habrían convocado. De todos modos, sospecha que el niño, es guiado por alguien que no quiere o no puede mostrarse a la luz del día.

    Nuevamente se dispones a calcular los pasos. Ahora sabe que esa numeración arábiga no es decimal, sino octal, por lo que primero debe traducirla a decimal, la única que su cabeza ha podido aprender luego de largos años de insistencia.

    53 = 43, 31 = 25, 42 = 34, 74 = 60, 17 = 15 y, pufff, 65 = 53...

    Así que comienza otra vez y terminas de nuevo, una hora después, en el campo de melones, frente a ese hermoso y bien vestido espantapájaros, que parece mirarlo con burla. ¿Cuántos años de condena son por estrangular un espantapájaros?, piensa, mientras mira la base del muñeco.

    Despeja de hojas, tierra y maleza algo que le llama la atención. Una pesada tarima de madera. La levanta con gran esfuerzo. Debajo de ella, a un metro, una especie de piedra rectangular sólida, la cual no parece tener nada de especial que pueda ser identificada como una cerradura o una bisagra.

    Mira al niño que lo mira abrazado al espantapájaros. Le hace señas. El sólo le parpadea y ensaya una disculpa con las manos. Tira del espantapájaros hacia atrás y la piedra cede.

    Cae en una especie de tobogán que parece no tener fin. Sólo siente el viento en la cara. Hasta que choca contra una montaña de arena.

    En medio de la oscuridad trata de mirar a su espalda y arriba, apenas una pequeña luz es lo que distingue del punto de entrada y un grito divertido de algo que desciende. Él también se incrusta en la arena.

    Pero a diferencia tuyo parece conocer muy bien el lugar, pues a tientas busca algo y lo encuentra. Un par de lámparas de kerosene, típicas de los exploradores y arqueólogos de principios de siglo. Clara señal de que no era el único que ha estado allí.

    Ya comienza a temer con encontrarte sus esqueletos, hasta que su razón lo distrae. El kerosene es volátil, por lo que es evidente que la carga de las lámparas fue muy reciente.

    Pero, recuerda, la tapa de madera tenía hojarasca pútrida, lo que indica que ha estado allí al menos varios meses. Entonces, alguien entra y sale de ese lugar de una forma más elegante que la suya.

    El niño le hace sostener las lámparas mientras él trata de quitar el arena de un objeto de piedra, clavado al frente del tobogán. Una especie de estatua con un personaje alegóricamente siniestro del que sale una aguda y filosa punta de su pecho.

    Eso refuerza tu suposición anterior. La arena es reciente. Quizá de los propios exploradores para aligerar el descenso sin terminar atravesados por la lanza de piedra.

    El niño, carraspea, le quita una de las lámparas y se pone en camino.

    Ahora sabe que él conoce el lugar, por lo que lo sigue con cautela, pero con confianza.

    La primera estación es una pintura muy bien conservada que parece mostrar una escena familiar de palacio. Lamentablemente, no puedes leer las inscripciones. Son distintas, quizá mucho más antiguas al griego antiguo que aprendió.

    Cerca de allí, un pequeño caballo de piedra cuyos detalles en madera ya han sido pasto del tiempo. Luego varios objetos que no puedes identificar. Pero, volviendo al cuadro, parecen ser los mismos que portan los personajes infantiles de la pintura. De alguna forma están en un lugar de juegos infantiles.

    Lo que ve en ese momento no es de piedra ni madera, sino totalmente de bronce. Bronce que alguien se ha encargado de cuidar. Parece ser un juguete muy complicado. El niño tira de una palanca y toma vida ejecutando una desconocida, canción de varias flautas.

    Más allá otro “aparato”. No puede reconocerlo, nunca había visto nada parecido. El niño, entonces lleva tus dedos a unos orificios. Sólo mete sus dedos allí por la confianza que le merece. Le hace unas señas extrañas con sus propios dedos invitándolo a que lo imite. Mueve sus dedos hacia cualquier dirección paralela a la superficie del aparato. Al hacerlo el aparato comienza a emitir sonidos. Claro si supiera como se manipula... y supiera algo de música de faunos.

    Finalmente, el niño se para delante de otro cuadro. Esta vez no te cuesta identificar a los personajes: Dédalo y su hijo Ícaro.

    ¿Habrá existido? Es decir, piensas, ¿pudo haber existido en el viejo reino cretense un personaje tan habilidoso que haya inspirado la leyenda, así como la edad media los tuvo a Leonardo y Galileo?

    Pero el cuadro no es sólo una pintura, tiene detalles que le hacen llevar tu mano derecha al bolsillo.

    En cinco de las puntas de las alas de Ícaro y de las de Dédalo existen pequeños cuencos semicirculares que parecen de la misma forma que las medias monedas que ahora tiene en la mano.

    Ensayas en las alas de Ícaro y en las alas de Dédalo. Eureka, son de allí, pero sólo tiene cinco y los huecos son 10.

    Introduce las monedas en las alas de Dédalo. Una puerta se abre a su derecha.

    No puede con su sorpresa. Allí, a los pies de una larga escalera, una enorme e intrincada construcción en varios niveles, ni siquiera puede saber cuántos; no puede interpretar, desde donde está ubicado, si las escaleras bajan o suben, si las puertas son reales o dibujadas. Si los caminos que se pierden en el horizonte, verdaderamente son caminos que se pierden en algún horizonte. Es imposible saber dónde queda la derecha o la izquierda, el arriba o abajo, el adelante o el atrás. Si son líneas curvas o rectas, pues en cuanto se mueves, como si mirara a través de un vidrio deformante, la perspectiva y las formas cambian totalmente.

    Algo es seguro. No le servirá el viejo método árabe de estudiar la forma externa para interpretar la interna. No existe punto o línea alguna de simetría. ¿Cómo estar seguro, entonces, que ese diáfano cielo abierto que se despliega sobre su cabeza es lo que cree?

    No le caben dudas. Esa imponente construcción que se pierde a la vista ante tus pies, no es otra cosa que el famoso laberinto del Minotauro.

    Homero tenía razón cuando hablaba de los grandes hombres de la edad de oro. Pero esto es mucho más viejo aún.

    No tiene opción. O huye o desciende la escalera.

    Sabés que no ha tomado, pues nunca lo has hecho, pero las inscripciones, que se multiplican por todos lados, dejan de parecerle extrañas.

    No, no es que de pronto entienda ese viejísimo idioma, ahora están escritas en su propio idioma, o quizá lo veas en su idioma. No puede comprenderlo. Lo que sí comprende, es la primera frase:

    – “Sólo Tiresias pudo salir de aquí”

    No puede evitar socarronear y pronunciar en vos alta.

    – ¿Cómo, acaso no lo hizo Teseo?

    La respuesta no se hace esperar. Todo tiembla a sus pies por una voz absolutamente grave que parece reírse.

    Él también se reiría sino supiera que ninguna persona se ha reído, que es el laberinto quien lo ha hecho.

    Esa “cosa” inanimada tiene vida. Por lo cual sabe que debe tratarla con respeto. Sin miedo, pero con respeto.

    Si es como él sabe que las ideas del bien y el mal, no existían en la antigüedad, no debe esperar de “él” ni bondad ni perversidad.

    A medida que baja los escalones que lo llevan a la puerta de entrada, su corazón aumenta sus pulsaciones. Duda si seguir descendiendo.

    “Él” no opina lo mismo, pues la escalera se convierte en un empinado plano inclinado. A Mark le viene un ataque de ironía y grita.

    – ¡No conoce otro juego que el tobogán!

    Mejor no lo hubieras dicho. Pues se convierte en una serpentina helicoidal.

    – ¿Qué tal un carrousel?

    Escuchas con toda claridad.

    ¿Cómo carrousel? ¿Acaso ya existían los carrouseles en esos tiempos?

    – No. Tú lo has traído

    – ¡No entiendo! – Grita Mark.

    – Que tal esto – Te vuelve a decir.

    Ahora está descendiendo suavemente en un ala delta.

    – Bien, bien, ya entendí. Grita, no muy convencido.

    Mientras sus pies se detienen frente a un gran pórtico, amplio como para que por el pase un gigante... o un tropel de elefantes... o el Ave Fénix ... o un Caballo de Troya.

    Mark no sabe que le espera, pero “él” conoce tus pensamientos. ¿Qué hacer frente a “algo” que conoce tus pensamientos, astucias, temores?

    Es cuando recuerda una vieja enseñanza de los zulúes: “El tamaño de las garras de un león la otorga el tamaño de nuestros temores”.

    Entonces, ante su certeza de que estás frente a una fuerza superior a la suya, decide actuar como Diógenes. “Quitate que me tapas el sol” le dices con total despreocupación.

    Por un momento siente que está solo. La gran puerta abierta y una línea trazada en las piedras del piso. La cruza sin dudar. Aunque no haya traído ningún ovillo de hilo.

    Todo lo que ve son infinitas puertas, infinitos pasillos, infinitas escaleras. Sólo hace lo que un simple deportista ante un gran atleta, disfrutar de la oportunidad que le brinda de competir con él.

    Cada puerta tiene una pregunta. Sabe que no le preguntará sobre los misterios del universo que Mark ignora, ni de cuantos dedos tiene una mano. Sino que lo pondrá en competencia consigo mismo. Sabe que no le pedirá nada de lo que no tiene.

    Es decir, el ovillo de Ariadna era él mismo. El mismo la ventaja o la desventaja.

    Se puede parar ante cualquiera de las puertas. Por tanto, sin caminar demasiado, se para delante de una y levanta la vista para leer su pregunta.

    – “¿Hacia dónde caen las manzanas en el centro de la tierra?”

    – Hacia ningún lado.

    Contesta con voz firme mientras empuja la puerta que se abre suavemente.

    Un viento fresco le da en el rostro. Aunque sabe que su respuesta no es exacta, sabe que es correcta.

    Camina por el nuevo pasillo, elije otra puerta.

    – ¿Cuántos hermanos festejan la llegada de un primogénito?

    – Ninguno.

    Avanza la segunda puerta.

    – ¿Quién dejo ciego a Polifemo?

    – Nadie.

    – ¿Cuánta tierra hay en un pozo cúbico de una yarda de lado?

    – Nada.

    – ¿Cuántos hombres eran necesarios para matar a un Tiranosaurio?

    – Cero.

    – ¿Quién inventó la rueda?

    Se queda perplejo y baja la cabeza. Toma aire y con timidez confiesa:

    – No lo sé.

    La puerta se abre.

    – ¿Quién le robó la bufanda a tu prima Susan?

    – No lo sé.

    Todas las puertas detrás de él se cierran, la oscuridad invade el lugar. Comienza a caminar a tientas contra las paredes tratando de encontrar un pasillo. Pierde la noción de cuánto tiempo y cuántos pasos has caminado. Finalmente puede ver una luz y alguien escapando. Es él mismo, de niño, en medio de una travesura, dando explicaciones a tu madre. Es cuando “recuerda” que ha mentido. Ese hecho infantil protegido por esa mentira le ha hecho creerla a él mismo. Pero ahora es tarde. Está atrapado, esperando que algo pase. Quizá el final.

    El piso comienza a temblar. Siente una grave carcajada que le llega como un viento frío. Cierra los ojos con fuerza. Se hace el silencio. Abre los ojos. Está en el mismo pasillo y frente a la misma puerta, ahora sellada. O quizá sea otro pasillo pues puede sentir que es algo más angosto. ¿O Mark ha crecido?

    Camina hacia la puerta siguiente.

    Vuelve a estar delante de él el cuadro de antes, aunque aparentemente es el mismo, descubre que ahora las alas de Dédalo sólo tienen una hendidura. Aunque sabe que sus bolsillos están vacíos lleva su mano a él. Las cinco monedas siguen allí.

    Paga con una su “error”. También descubres que la pregunta siguiente es más difícil.

    – ¿Hacia dónde viaja el tiempo?

    Tienes dos respuestas que crees correctas. Guiado por el Principio de Simplicidad, te decides por la más ingenua.

    – -Hacia la derecha.

    Si la respuesta fue correcta o no, es decir, según el laberinto no queda claro porque como si no hubiera caminado nada vuelve a estar frente al mismo cuadro. Mark lo toma como dos respuestas distintas si fue correcta continuará su camino sino volverá a empezar algo que no esperaba que sucediese. Por lo tanto, fue correcta, aunque no del todo exacta. Al parecer, piensa Mark, el laberinto se mueve con la premisa lo perfecto es enemigo de lo bueno.

    Mark encastra las cinco medias monedas en las alas de Ícaro. Una puerta se abre a su izquierda. El lugar es un gran salón cavado en la piedra o quizá una cueva natural acomodada No puede entender porque tiene tanta iluminación, estando a tantos metros debajo de la tierra. Hasta que se acercas a un gran cristal que parece ser la pared de un gran acuario con extrañas criaturas marinas fosforescentes que se mueven animosamente.

    Aunque, lógicamente, Mark sabe que se encuentra a unas tres millas de la costa y a más de 100 yardas de profundidad; el mar está aquí a su lado.

    Se pone a investigar las maravillas del lugar. El supuesto Dédalo de la vieja antigüedad, (se permite la redundancia pues sabe que es anterior a la Grecia clásica), conoció la electricidad. A pesar de que las formas no se corresponden con lo que sus ojos están acostumbrados, puede reconocer diversos ingenios. Le llama la atención la ausencia de lámparas eléctricas. ¡Bah, ¡los Mayas conocieron el cero antes que los europeos, pero no la rueda!

    De todo, lo que más le atrae es un aparato más diminuto que una moneda de un céntimo, tiene dos trozos de bronce que sobresalen como antenas de cucaracha. No te quedan dudas, es una pila eléctrica, pero voluminosa como las de Volta, sino de tamaño casi insignificante.

    No duda en conectarla a otro ingenio que también tiene dos “bornes”. Y es cuando recuerda que la electricidad tal como allí se muestra sólo existe en las grandes urbes

    Tras el fuerte chispazo inicial algo que no es una máquina de motor pero que funciona como tal, pone en movimiento una tarima que levanta y vuelve a bajar una pesada roca. Era evidente, estaba en el laboratorio de Dédalo.

    Más allá, contra el muro, unos huecos horadados en la roca parecen subir y bajar como chimeneas. Aunque apunta con la lámpara no puedes distinguir la salida, pero supones que hacia arriba llega a la superficie y hacia abajo percibe un leve vapor de agua. Piensa que de alguna manera debe existir un “algo” que haga llegar el aire a un lugar tan profundamente clavado en la tierra, quizá este sea un respiradero.

    En un momento sin que sepa cómo, pero comprenda el porqué, se escucha un grave chillido. De las bocas de los huecos sale un profuso vapor que inunda todo el ambiente. Pronto se disipa y siente que respira mucho mejor.

    Ignora si es un fenómeno natural o lo haya provocado su presencia, pero sabe que eso permite que todo el lugar mantenga una humedad permanente y estable evitando que el tiempo lo destruya todo.

    Al cabo de un largo rato le llama la atención que la roca siga subiendo y bajando sin parar. Aunque no puede saber si existe otra fuerza, que no llegas a ver, supone que la supuesta pila sigue entregando energía. Se pregunta cuanto pagarían por ella.

    Sin embargo, sabe que nada de esto se sabe y, además, sabe, que otros, antes que él, estuvieron allí. Sabe que no has entrado a una nave extraterrestre sino a un saber del pasado terrestre que se ha perdido vaya a saber por qué.

    En tu recorrida tropiezas con un grupo de hojas de papel, quizá un borrador. Reconoces la escritura de un idioma contemporáneo, aunque tu ruso no es muy bueno, puedes interpretar un intento de traducción de los caracteres que leías en el cuadro: “Qué es la eternidad sino vivir sin tiempo”. Sí, claro, una pregunta difícil para alguien como Mark que nunca se ha preocupado por el mañana.

    ¿Porque motivo la persona que comenzó a escribirla, cree que no hace mucho, haya interrumpido su trabajo a mitad de la hoja? Quizá sin saberlo Mark, en otro lado otros científicos estén descifrando el resto del código. Pero, ¿qué es eso...?

    Lo que aparenta ser una puerta de cristal semitransparente vuelve a tener alguno de los caracteres que no identificas. Pero que según el papel que tienes en tu mano es “Puerta a la eternidad”. ¿Qué significará?

    El niño a quien, entre tanta excitación mental, casi había olvidado le vuelve a tirar de la manga como la primera vez. Mark está tan nervioso y emocionado por todo lo que está viendo que ni cuando estuvo frente al pelotón de fusilamiento, esperando el indulto del coronel Thompson, ni cuando cayó por la boca del volcán Masaya sudaba de esa manera.

    Le presta atención. Levanta su mano derecha a modo de saludo. Mark sabe que él sabe que cruzará esa puerta. Mark también levanta su mano. Empujas la puerta y para su sorpresa existen otras dos, esta vez de piedra con nuevos caracteres. Vuelve desesperadamente a los apuntes. A tu derecha Leteo, el eclipse, a tu izquierda Mnemosine, vuelo hacia el sol.

    Por algo que le dice que Leteo era el río del olvido hacia donde los muertos descendían para olvidar descarta la puerta de la derecha y empuja la izquierda.

    El lugar tiene un aspecto fantasmagórico. Una larga hilera de sarcófagos de cristal. Algunos ocupados por personas que, sin embargo, parecen estar con vida, y con una expresión de bienestar. Otros, la gran mayoría vacíos, cada uno con lo que parece un nombre. Su sorpresa es mayúscula cuando uno de ellos lleva su Nombre, que no es su nombre sino su nombre ancestral el que tiene reservado desde antes de los Trilobites, cifrado en signos anteriores al inglés, celta, latín, griego o sánscrito.

    El niño que entró detrás de él y lo mira a cierta distancia. Le hace señas de que se acuestes, y lo Mark lo hace. Toma una corona cóncava de bronce. No sabe cómo funciona, pero se la lleva a la cabeza.

    En forma vertiginosa Mark comienza a recordar cosas que creía olvidadas para siempre, algunas malas, otras buenas y algunas que ya no registraba, pero sabe que le han sucedido a él.

    Mientras comienza a conocer cosas que nunca había aprendido le invade un bienestar inexplicable. Apoya la cabeza sobre la losa de piedra. Un mecanismo cierra la tapa de cristal. El sarcófago se llena de un líquido que cree recordar... de antes de nacer.

    Y comprende cual es el sentido del cetro de Osiris, el que reina de día y muere de noche, de quien su esposa y hermana Isis recoge sus pedazos en el fondo del Nilo para recomenzar, como el ciclo lunar, las inundaciones de limo, medidas y cuantificadas por los geómetras, un nuevo día.

    De modo que no tiene temor alguno. Sabe que vivir no es vivir para siempre sino hacerlo intensamente. Ha alcanzado la eternidad.




    Capítulo 22: La muerte de Panquitruz Guor


    1877


    Mariano Rosas era, quizá, y gracias a las apostillas del coronel Mansilla que contaba de su excursión en sus tierras, el único cacique ranquel conocido en el mundo.

    Pero como algunos dicen, muerto el perro se acabó la rabia, con la salida de don Lucio, la toldería volvió a su vida diaria, con sus cosas buenas y malas. Entre las primeras figuraba el proyecto de Mariano de pedirle a Mansilla la construcción de una escuela para el alrededor de 500 indiecitos que tenía desparramados por sus dominios. Esperaba que al cacique surgido de ellos no le tuvieran que leer para enterarse de las noticias. El otro, difícil de concretar, era la vacunación contra la viruela. De estas cosas ya había hablado cinco años atrás con Mansilla, pero hasta el momento no se había podido concretar, según decían los huincas, porque hacía algo que ellos llamaban cadena de frío pues la vacuna se echaba a perder en pocos días y su traslado ya fuera desde de Córdoba o Buenos Aires, tardaba casi una semana, de allí que años atrás la había enviado a Mailén con grupos de a 50. Sin embargo, tenía esperanzas, pues Macías le había comentado que en Estados Unidos habían inventado un aparato que permitía enfriar las cosas, y aunque en Leubucó no había ningún tipo de aparato mecánico, esperaba a ese como uno de los primeros.

    Mientras tanto ya había importado, por usar una palabra comercial, a varios de los agricultores de Ramón, el Platero, para que les enseñaran a los suyos a cultivar la tierra, por el momento con poco éxito.

    En cuanto a su propio toldo seguía teniendo los problemas de siempre, algunas de sus mujeres se quejaban que no las atendía con el vigor de antaño. Está, claro que no es fácil atender a cinco mujeres siempre con la misma prontitud. Mariano seguía teniendo el impulso juvenil de siempre, pero sus mujeres no comprendían que él era un cacique y debía, además, atender otros asuntos.

    Mariano como jefe absoluto de su territorio, alentaba a los suyos a tener más hijos, ya que entre las guerras con el huinca y las epidemias la nación ranquel estaba al borde del colapso. Así que a nadie le llamaba la atención que alguna pareja tuviera sus asuntos a la vista de todos. En general, los indios tenían sus propias mujeres a las que les eran fieles, pero ahora al ser imperiosa la procreación no se prohibía que tuvieran sexo con otras mujeres. La única cláusula de Mariano, y esto fue después de Mansilla, que no lo tuvieran, en lo posible, con niñas menores de 11 años, y si lo hacían debían convertirla en su esposa principal. De esta forma, en sus tierras, si ya antes el coronel, había contado que no existía, por dicha causa, la prostitución, tampoco ninguna mujer quedaba sin hombre, salvo el caso de aquellas que prefirieran la soledad o a otra mujer.

    Una tarde la fogosa Mailén pudo enterarse, por fin, de cómo era Mariano. La cosa se dio por casualidad. Unos cuantos indios e indias se fueron al jagüel a su segundo baño diario, entre ellas Mailén con Jazmín. Cuando apareció el cacique. Todos se admiraban del estado físico de ese hombre de 50 años. 50 años para los ranqueles ya era ser viejo. Ya sea por la guerra o las enfermedades de todo tipo, los ranqueles tenían una expectativa de vida promedio menor a los 30 años. Así que ver a un hombre de su edad luciendo un cuerpo admirable los llamaba a admiración. Pero, Mailén, aunque bastante fiel a Juan Carlos, no quería irse de este mundo sin conocer a Mariano en la intimidad… o donde fuera. Y eso ocurrió esa misma tarde, con el pequeño inconveniente de que como Mariano no quería agregar leña al fuego con sus mujeres lo hicieron lejos de ahí.

    Al volver, sin haber escuchado nada, vieron que 3 de los 15 indios que estaban en el jagüel se hallaban flotando en él y contaminándolo con su sangre. Un ataque furtivo de unos huincas desconocidos había dado cuenta de ellos, aprovechando la ocasión de que estos se habían quedado solos.

    Mariano, envió de inmediato un flete para saber si esto era el fin de la paz firmada o sólo un hecho aislado, producido por un grupo de forajidos. La respuesta fue. “Nosotros no fuimos y por el momento no tenemos planes de guerra”. Aunque podían estar mintiendo como siempre, Mariano lo tomó como verdad, por lo que se sintió autorizado a organizar la caza de los asesinos. Por supuesto, Mailén se apuntó.

    Lo primero que le llamó la atención al grupo fue el sentido errático de las huellas, las que no significaban que los estaban evadiendo, sino que estaban perdidos. Si alguno propuso dejarlos para que se muriesen solos principalmente de hambre, ya que alguien que no sabe dónde está difícilmente pueda cazar algo decente, la mayoría no quería volver con las manos vacías.

    Pero Mariano, teniendo en cuenta la frágil situación en que se encontraba la nación ranquel, no quería venganza, sino cazarlos para llevarlos al fortín para que fueran juzgados. Esto, enfureció a más de uno, pero acataron la orden del cacique, a quien no se lo respetaba sólo por jefe sino por sabio.

    Sin embargo, lo que para los indios fue un castigo de Ngünechen, para Mariano sólo consecuencia de la ignorancia.

    El grupo de asesinos estaba compuesto por 5 hombres que habían sido echados del ejército por mala conducta. Y eso era mucho decir, ya que del ejército no se echaba a nadie. ¿Quién, sino, se atrevería a afrontar las crudezas del desierto por unos pocos mendrugos, siendo que la mayoría estaban allí por levas forzosas?

    Pero una cosa era dispararles a indios indefensos y otra vivir en el desierto.

    El grupo se enteró que Mariano los buscaba así que se prepararon para una larga estadía en un espeso bosque de alerces. Allí a casi 2 cuadras del límite armaron su vivac con suficientes provisiones como para un mes, para el sustento de carne contaban con sus fusiles. Una semana después durante una luna llena estaban disfrutando una borrachera cuando uno, obnubilado por ésta acercó la manga de su camisa al fuego y ésta se encendió. El hombre sólo por instinto buscó apagarla con el pasto, lo cual logró, pero una pirita cayó a casi dos varas sobre pasto seco y este comenzó a incendiarse. El fuego era de poca importancia, pero debido a que todos estaban demasiado borrachos no lograban ponerse de pie para apagarlo. De esa manera en sólo 5 minutos el centro del bosque era una hoguera que luego de 10 horas se apagó quedando de ellos sus cuerpos cocinados ya que murieron por el intenso calor y no por el fuego directo. Éstos, si hubieran armado su campamento hacia el borde del bosque donde los árboles jóvenes contienen más humedad, éstos no se hubieran incendiado, por el contrario, los añosos del centro son resecos. Por eso sólo se incendió el centro, pues a medida que el fuego intentaba avanzar era detenido por la humedad de la periferia. Mariano expresó su felicidad de que los dioses hubieran hecho justicia por él.

    Entre los ranqueles sólo había dos cosas que merecían la muerte, la traición como en cualquier conflicto de guerra y la violación.

    ¿Cómo entender esta palabra en un pueblo que no tenía conflictos sexuales? Pues bien, como en todo pueblo, a causa del uso de la fuerza. Los ranqueles como ya se dijo, festejan la menarca de sus niñas como una bendición y ésta, tenga la edad que tenga, ya puede disponer de su cuerpo. Así lo hizo Pilmayken una nena de 10 años que solía compartir sus momentos gratos con otros indiecitos de su edad, aunque prefería a los algo mayores como Nekulmanke. Esta situación era observada por un tal Mariluan que la deseaba, lo cual no era mal visto entre los ranqueles.

    Mariluan invitó a Pilmayken al campo. La niña aunque sabía las intenciones del indio aceptó, por una razón simple, los adultos sólo solían jugar con las nenas, limitándose a desnudarlas y tocarlas y otras cosas, pero nunca penetrarlas que fue lo que Mariluan pronto planteó. Ante esto la niña dio media vuelta y se retiró. Pero a los pocos pasos, el indio se abalanzó sobre ella y dominándola con facilidad la sometió, sin siquiera tener en cuenta las diferencias físicas. De modo tal que Pilmayken murió desangrada allí mismo y su cuerpito abandonado.

    Por la noche, al no volver a su toldo y temerosos de que haya sido víctima de una bestia salvaje, lo cual en cierto sentido era cierto, salieron a buscarla y no tardaron mucho. Curiosamente Mariluan comandaba un grupo de búsqueda en la zona contraria pues confiaba en que algún puma atraído por el olor a sangre fresca se llevara el cuerpo de la niña, y así poder nombrar el hecho como el final trágico a una travesura infantil. Sin embargo, el cuerpito fue hallado sin otras marcas que las evidentes en un caso de violación.

    En un pueblo donde los jóvenes tienen tal libertad es difícil de saber quién pudiera haber hecho tal atrocidad. Sin embargo, Wechumanke, un indiecito de 12 años dijo haber visto cuando Mariluan se alejaba con la niña, pero los amigos de éste dijeron lo mismo de otros jóvenes.

    Mariano tuvo que llamar a Wangulen una vieja india experta en estas cuestiones. Así los 12 sospechosos, en realidad sólo uno, pero el impartir justicia era algo delicado, fueron puestos en fila, y una vez desnudos se les ordenó una breve masturbación, mientras 7 de los jóvenes la tenían como piedra de acuerdo a su edad, otros cinco mostraban signos de haber tenido relaciones hacía muy pocos instantes. Aunque de los otros cuatro sus parejas circunstanciales dieron testimonio de haber estado con ellos, Wangulen optó por su finísimo olfato. Wangulen no sólo presenciaba los ritos de iniciación de la nenas sino que guardaba en su memoria sus perfumes corporales, de modo que con sólo recorrer con su nariz el cuerpo de cada uno de los jóvenes y el indio adulto, pudo comprobar que sólo éste tenía el aroma a Pilmayken, pero para sacarse todas las dudas también olió los miembros, de los cuales cuatro olían a las vaginas de sus parejitas y sólo uno a la de la niña.

    Mariano lo hizo apresar de inmediato e hizo prepararlo para la ejecución que se haría al amanecer.

    La ejecución por violación era particularmente cruel. Si casi cuatro siglos atrás los españoles habían introducido el empalamiento, este sólo se usaba por causas políticas, como lo fue el ajusticiamiento de Caupolicán. La víctima era atravesada hasta que la punta aguda del palo saliese por la parte superior al costado del cuello, moría a los pocos minutos. Luego para aumentar el castigo los españoles comenzaron a usar una punta roma de modo que la muerte no se producía por atravesamiento, así el reo duraba hasta cuatro horas, el tiempo necesario para que todos lo vieran y no se atrevieran a ninguna rebelión. Ninguna de estas formas era aplicada por Mariano.

    Al alba, luego de varios intentos de los amigos por liberarlo, Mariluan fue llevado al lugar de la ejecución. Allí, fue atado en cruz entre dos árboles, a todos les era permitido arrojarle cosas pero que ninguna lo lastimara, lo preferido era excremento humano, con lo cual significaban la opinión que tenían de él. Pero, luego Mariano ordenaba que todos se pusieran a cierta distancia, casi una cuadra, para observar camuflados con el entorno, con el viento de frente. Luego de una hora se acercó el primer jabalí que lo olisqueó y decidió que su parte serían los glúteos, y estando en eso fue alejado por el grito del feroz puma. Este dio repetidas vueltas alrededor del condenado, que ya gritaba de dolor a causa de las laceraciones. Pero el puma es mucho menos gentil, tomándose todo su tiempo comenzó por atacar las pantorrillas arrancándole la carne a una de ellas. El olor atrajo a otros tres pumas que hicieron lo propio con la otra. Dejando a la hembra lo que todos estaban esperando que hiciera, pues ésta de una sola mordida se quedó con sus partes, estando aún con vida. Pero, estando así mutilado de piernas y sexo, los pumas fueron alejados y todos fueron testigos de las últimas horas del violador y homicida, cuyo cuerpo quedó colgado por varios meses como advertencia hacia cualquiera que intentara algo semejante. De hecho, esa fue la única condena por tal delito que tuvo que aplicar Mariano.

    La vez anterior fue durante el cacicazgo de Painé y como la víctima era adulta y no hubo muerte, se le dio a ésta la oportunidad de la venganza y está fue que ella le cortó el miembro viril, pero no los testículos. El agresor contento de salvar su vida, pronto supo de la cara cruel de la realidad. Al no tener pene, no podía concretar unión sexual alguna, ni siquiera podía autosatisfacerse, por lo que pronto entró en desesperación, y si al principio optó por unirse con otros hombres, única forma en que llegaba al orgasmo y eyaculaba por el orificio que le había quedado, pronto entró en un estado de desesperación y subiéndose a un gran árbol se arrojó de allí fracturándose el cráneo y varias costillas, muriendo a las pocas horas.

    La viruela se sabe fue la peor plaga traída por los españoles a América. Ya Cortés pudo dar cuenta de sus terribles consecuencias a su regreso de una excursión de guerra por el sur del Imperio Azteca, cuando sin haberlo querido, toda la realeza de Technotitlan estaba muerta, incluido el poderoso Moctezuma. Ya al principio del siglo XVIII las estimaciones eran terribles. Si se podía calcular que los indios en América al momento de la primera invasión española, eran unos 90 millones, sólo un siglo después había descendido a 50 millones, lo cual implicaba que la mitad de la población había muerto por su causa, y aunque una pequeña parte sobrevivía y por ello quedaba inmune, ese espantoso descenso de la población indígena les permitía a los blancos, que ahora sí la usaban como arma de guerra, avanzar sobre los territorios que no le pertenecían.

    De modo que a falta de vacunas los caciques debían tomar medidas extremas. Una de ellas, no por necesaria dejaba de ser cruel, y no era otra cosa que lo mismo que los huincas aplicaron a lo largo de los milenios, el exilio de los enfermos, a quienes acompañaban unos pocos inmunes, y allí lejos de los suyos sucumbían a la fiebre.

    Por supuesto que la vacuna ya existía desde hacía más de un siglo, y espantaba por lo simple, pero no era accesible para los ranqueles. El amor que sentían por yeguas y caballos, les impedía acercarse a las vacas a quienes miraban casi con desprecio. ¿Cómo podían saber ellos que la solución estaba en las ubres de ellas, como había descubierto Eduardo Jenner? Pero si los huincas tardaron milenios en tal descubrimiento, mientras practicaban la medicina. A los ranqueles poco les quedaba.

    Los métodos de contaminación habituales eran muy vigilados por Mariano. La ropa de los que volvían del contacto con los huincas era metida en agua hirviendo durante dos horas, y el emisario era puesto en cuarentena preventiva durante dos semanas, pues ese era el tiempo, según ya había escuchado Mariano de incubación del virus. Sin embargo, el ingenio huinca pudo más y esta vez envió azúcar contaminada. Como se sabía que los hombres no la consumían la enviaron para consumo de los niños. De hecho, nadie podía sospechar del agente del contagio.

    Los agresores sabían que Mariano era muy afectuoso con los niños y solía hacer recorridas por las distintas tolderías para visar los asuntos. De modo que no era nada extraño que alzara alguno de ellos e incluso lo besara.

    Cuando dos semanas después tres chicos murieron a causa de la fiebre, el pánico cundió en todo El Cuero. Mariano pudo, como ya otros lo habían hecho, evacuar a los sanos y dejar a los enfermos, pero esta vez se trataba de niños así que él en persona comenzó a visitar los toldos, para ver de qué forma se podía mitigar el flagelo.

    Así por pura lógica, una mañana, él mismo, amaneció con fiebre. Y quizá, fuera a causa de su habitual buena salud que no le dio importancia. De hecho, también podía ser una simple gripe. Sin embargo, dos días después la fiebre continuaba, alarmando a todos de tal modo que el mismísimo Baigorrita se apersonó en la toldería para ver qué pasaba.

    Y a causa de su buena salud previa, Mariano Rosas expiró la mañana del 18 de agosto de 1877, sembrando el pánico entre los ranqueles. Mariano era el principal firmante de la paz pactada con el coronel Mansilla. De modo que al morir dejaba las manos libres a la parte dura del ejército que quería el exterminio liso y llano de todos los ranqueles.

    Como solía suceder en estos casos, el cuerpo envuelto en unas mantas fue enterrado a unas pocas leguas del toldo principal por un exiguo grupo de indios inmunizados, pero con las marcas horribles de las picaduras que la viruela deja en todo sobreviviente.

    En Leubucó el llanto ritual duró toda una luna, al cabo de la cual su hermano Epumer fue declarado nuevo cacique.

    Durante los funerales los viejos conocidos, incluidos tres enviados de Mansilla, comentaron algunas de las más memorables anécdotas del cacique muerto.

    Una de las primeras era esa extraña relación que tuvo cuando siendo casi un niño, él y un grupo de amigos fue capturado por una partida de don Juan Manuel de Rosas. Al indiecito que entonces todavía no se llamaba Mariano Rosas, sino Panquitruz Guor, hijo de Painé, lo había enviado éste para vender una partida de yeguas, las cual se componía de un padrillo y 50 yeguas, muy apreciada por los huincas debido a la particular doma de los ranqueles. Las yeguas eran sumamente dóciles para el trabajo y la gran mayoría era destinada para la monta de las damas. Pues bien, con la falsa acusación de que las yeguas eran robadas, Panquitruz y sus amigos fueron engrillados y conducidos a Santos Lugares.

    Durante el año que estuvieron presos allí un tal sargento Hernández las tuvo con él. No había cosa que el capitanejo dijera que aquel no lo castigase con un talerazo. Incluso muchas veces arrojando el rebenque los invitaba a la pelea, y Panquitruz cuyo peso era menos de la mitad y su edad la tercera parte se trenzaba en la certeza de ser derrotado y luego de ser pateado en el suelo y mojado, para ser arrojado a la intemperie en un invierno particularmente duro.

    El indiecito no lo sabía, pero Hernández no actuaba por propia iniciativa sino siguiendo estrictas órdenes de don Juan Manuel, pues éste quería saber hasta dónde llegaba el carácter indómito del muchacho. Hernández le relataba que nunca, ni aun cuando era pateado en el piso, el indiecito lloraba o pedía piedad pues eso no estaba en su espíritu. Y eso era todo lo que don Juan Manuel quería de él. Pues le tenía grandes planes y por eso lo hizo bautizar dándole nombre y su propio apellido, de tal manera que para los ranqueles seguiría siendo Panquitruz Guor y para los cristianos Mariano Rosas.

    De tal modo que a nadie sorprendió que el futuro cacique una mañana se evadiera de El Pino llevándose una buena caballada, equivalente a la que a él le habían robado. Tanto estaba al tanto don Juan Manuel que no sólo impidió que fuera perseguido, sino que al tiempo le envió más caballada acompañada por una carta afectuosa, que le fue entregada en mano por el sargento Hernández quien al presentarse con poca cuadrilla demostraba que todo lo que le había hecho sufrir era parte de la dura formación de un buen cacique.

    Pero aparte de esta que bien ya había contado don Mansilla en sus apostillas Mariano tuvo otras que por no ser de interés político no solían ser contadas.

    Era muy bien sabido que los ranqueles no tenían ningún sentido del humor, o mejor dicho tenía amor por las bromas pesadas. Ya en ellos no cabían bromas con la de la bombilla caliente, el mate con purgas y otras inocentadas. Pero en otras la cosa tomaba tal cariz que el propio Mariano debía tomar cartas en el asunto.

    No se sabía quién había empezado, pero de no detenerlos alguno dejaría este mundo, si no ambos. Las dos últimas bromas, agresiones serias en realidad, atrajeron la atención de toda la toldería, pues no actuaban solos sino cada cual con el apoyo de algunos amigos. Si a uno le habían metido hormigas coloradas dentro del culo, al otro le había frotado el pene con una sustancia picante que lo tuvo en un grito durante tres días.

    Mariano quiso saber el motivo y ese fue por una mujer. No era habitual que los hombres se pelearan por una mujer sino, más bien, todo lo contrario. A causa de las bajas el número de mujeres era muy superior a la de los hombres y eran ellas las que estaban obligadas a luchar por un hombre.

    Los indios podían tener la cantidad de mujeres que sus condiciones económicas les permitieran, pues si la mayoría tenía una, algunos varias y los principales hasta 6. Mariano de joven tuvo tres, pero después tuvo 5. Para que las mujeres convivieran como hermanas el indio tenía que actuar con cuidado. Salvo excepciones se juntaba con una, la principal, y luego iba agregando otra, la que si luego de algunas lunas no tenía conflictos con la primera se quedaba y así con todas.

    Pero el caso contrario era muy distinto. Mariano al conocer Llinfko una india de 17 años no notó nada en particular. Era de una belleza normal, ni fea ni particularmente linda, por lo que no podía sacar conclusiones sobre la causa de que Karvlemu y Chodiman se hallaban enfrentados por ella, de modo que interrogó a la joven para que decidiera con cual quedarse. La respuesta fue simple, ella quería a los dos. Mariano le volvió a preguntar si estaba enamorada de los dos, pero ella dijo que, de ninguno, que sólo quería juntarse con ambos. Aunque poco usual, los hombres, pues ya pasaban los 30 años hicieron las paces y formaron un solo toldo.

    Al tiempo se veía como los hombres que eran al tiempo de juntarse de una gran contextura física comenzaron a dar síntomas de fatiga y desgano por las cosas habituales de la tribu. La causa era simple, la indiecita los buscaba varias veces al día y no por separado, sino que prefería hacerlo con ambos a la vez, y cuando estos no respondían que solía ocurrir a menudo, ella los amenazaba con salir al campo en búsqueda de otros hombres.

    Hallar indias fogosas era lo habitual, pero de tal magnitud mucho menos corriente. Por eso Mariano tuvo que permitir que fuera visitada, además por otros hombres. Si a los 17 Llinfko tuvo este arreglo, llegando a los 30 algunas indias vecinas se alarmaban porque la india les robaba sus parejas, pues ninguno la satisfacía individualmente si no que necesitaba de varios.

    Aunque algunos creían que la india moriría joven a causa de tal abuso de su cuerpo su salud rebosaba en los tiempos de la muerte de Mariano.

    Y, para terminar, pues el alba se acercaba, algunos, los pocos que conocían la intimidad de Mariano, contaron sobre su vida en su toldo. Ya que mientras en otras regiones las mujeres eran atendidas ocasionalmente, en su toldo todas, salvo durante algunas épocas en que se ocupaba de la defensa del territorio y por tanto salía de su toldería sólo con su principal, se hallaban conformes. No obstante Mariano no perdía ninguna oportunidad de estar con otras mujeres, especialmente algunas cautivas, donde fuere.




    Capítulo 23: Llanto de Huenchuleo ante la sepultura de Panquitruz Guor (Cacique Mariano Rosas)



    Pocos sabían de donde Huenchuleo López sacaba tanta sabiduría habida cuenta de que nunca había ido a la escuela, algo vedado para cualquier ranquel en particular e indio en general. Es que aparte de ser uno de los pocos en saber leer tenía esa rara virtud, rara incluso entre los huincas más cultos, de saber leer entrelíneas y eso era porque sabía escuchar.

    Muchas veces, siendo aún un joven muchacho, vestido con las ya muy gastadas ropas de su padre, se ubicaba en las puertas de los teatros de San Luis, Córdoba o San Juan, allí donde su trashumancia lo llevara, con la intención de convencer a quienes cuidaran el lugar de dejarlo pasar, ya fuera para presenciar una obra de teatro, o una ópera o un recital de poesía. Lo cual sólo sucedía una de 10 veces y en ese caso lo ubicaban bien en lo alto del gallinero donde la mayoría no escuchaba nada, pero su finísimo oído sí. Así conoció a Mozart y Beethoven, a Shakespeare y Cervantes, a Homero y Virgilio, a Mary Shelley y Laura Ingalls, Tchaikovski y Wagner, a Bocaccio y Plauto, La Biblia y el Corán, Las mil y una noches y el código de Hammurabi. Porque luego de presenciar las obras se mezclaba con los espectadores que solían seguirlas en largas vigilias, ya fuera para leer, recitar o discutir de letras, religión o política. Incluso llegó a escuchar de boca de unas 20 muchachas que recitaban un canto por noche La Eneida, que luego repetía delante de ellas sin equivocarse ni en un punto ni una coma. Si eso era un prodigio no era lo que el sentía porque luego de llenar su mente de tanto saber volvía a los toldos a vivir la vida como todos. Como con su vestimenta parecía contradecir lo que su rostro decía, es decir, ser mestizo, lograba que no pocos huincas le regalaran libros que aún en esas ciudades era carísimos. Quizá, algunos reflexionaban, tendría la gran simpatía de su padre porque de su gordura nada de nada.

    Aunque la costumbre de tener lenguaraces tanto para hablar en los tratados de paz como para instruir oralmente a la juventud se dejaba para los que ya tuvieran canas, él lo comenzó a hacer muy temprano cuando su vigor viril le permitía convivir con cuatro mujeres, poco común para alguien tan pobre como él.

    Tenía aproximadamente la misma edad de Mariano cuando se presentó al rito del entierro para recitar el canto de dolor que tenía en su mente. Que cantó delante de unos 200 ranqueles, sus esposas e hijos.


    Lo que sigue es la Versión que Mailén tradujo del llanto que Huenchuleo ofreció a la madre tierra por la muerte del cacique, para los huincas, Mariano Rosas, a sus huesos y al pueblo ranquel. No podremos aquí que disfrutar del bello encanto del melodioso lenguaje de los ranqueles, pero sin entenderlo ya que pocos blancos lo hablan y no precisamente para rescatarlo. De modo que tomaremos la traducción con acento rioplatense y no el mapuche actual más propio de los herederos sobrevivientes, por estar dirigido en primera instancia, mal que nos pese, a los mismos que provocaron el genocidio: los huincas.


    Llanto de Huenchuleo ante la sepultura de Paguitruz Guor (Mariano Rosas)



    ¡Ay, corazón no te partas! Seguí latiendo, hinchando nuestras venas, hoy tan verdes como esta pingue gramilla. Que el sufrimiento de este pueblo no tiene horizonte donde descansar, ni donde hincar las rodillas para poder llorar.

    ¡Ay, Gualicho! hacedor de todos los males, que de tus manos sólo crecen viles traiciones, largos llantos y crueles demonios, que arrasan los bosques, matan las bestias, queman los pastos y laceran las pieles, ¿no tenés aún las fauces ahítas de tanta carne, piel y sangre del pobre indio americano?

    Que no te ha sido suficiente la fiebre de Moctezuma, el suplicio de Atahualpa, el desmembramiento de Túpac Amaru, que ahora te llevás el aún vital corazón de Mariano que parece seguir latiendo debajo del humus feraz.

    Que ni aún, golpeando nuestros rudos corazones con las rocas del Tralcapulli, ni quemando nuestras pieles con las líquidas rocas que deja la caída del rayo, ni entregando las tipas al voraz buitre, en el mismo tiempo que ilumina el relámpago y retumba el trueno, se compara este dolor

    ¡Ay dolor de las entrañas! De imbatible fiereza, que roe con garra feroz los huesos de los antepasados que quieren sumarse a este llanto sin fin para volver a morir de horror al ver a su mapu arrasada, vencida y vendida al precio vil del oro que ayer fue del Inca y hoy embrutece de ambición y codicia al huinca atroz.

    Caigan las cenizas del duelo sobre las yermas heridas de la leprosa llanura, de las pústulas del monte reseco, del hálito hediondo de la laguna de niebla. Que encienda ella el fuego alto como el vómito del volcán, para que las piedras rojas del magma mapu nos cubran y nos lleven a pacer en los altos y verdes pastos de Ngüenechen, que vivir en el dolor y la deshonra no es para hombres viriles ni mujeres fértiles. Que nos consuman ya los sabios gusanos de la negra tierra para volvernos parte de ella antes de ver como nuestras doncellas vacían con sus dulces manos las letrinas del blanco y sucumben al talerazo que las somete al trato nefando.

    Que nos arrancará el huinca las venas con hierro candente pero nunca jamás en las warangka warangka yallel por venir nuestro nombre se cubrirá de la cobarde súplica de piedad, que enfurecerá nuestra espalda tanto que la tierra bailará de furia alrededor de nuestros sepulcros.

    Que traiga el vil soldado el látigo trenzado, que vuelque el plomo fundido que Torquemada les ha legado, que hunda nuestra cerviz en toneles de pestilente excremento, que parta nuestro cuerpo con el suplicio de Caupolicán, que jamás la lengua de nuestra boca pronunciará agravio a Ngüenechen ni alabanza a Gualicho, que esta mapu fértil y tenaz no se hará cloaca de su moneda por el poder de su fusil.

    Si sé que mi cuerpo ya está vencido, no verás inclinar mi testuz, porque altivo entregaré el gaznate a la voracidad de tu filo, que no cerraré los ojos cuando el brillo de tu sable como rayo alumbre el oscuro fondo del bosque, que no entraré en la boca de tu infierno, que no tiene el ranquel más que el amor por su tierra y a ella vuelve sin prisa, pero sin miedo.

    Porque como la sutil caña que muere aquí, pero surge allá en infinito rizoma como epítome y metáfora de este pueblo que ayer, libre, domaba al viento y trasponía horizontes y hoy, derrotado, camina descalzo sobre el hielo, la roca y el espinos y, sin embargo, la vincha expone al nutricio sol que todo lo ve, todo lo puede y todo lo revoca.

    Que si la hoja, hoy verde, alimenta al ágil venado, mañana dormirá entre sus huesos convertida en vapor que emerge del vital círculo de la vida. El ranquel que hoy disperso y vencido nutre con su sangre la gramínea llanura, mañana volverá con el placer de las estrellas a poblar lo que Ngüenechen le dio por suyo, que llegará el tiempo que joven ranquel y huala huinca, altivo hijo de español y doncella hija de esta mapu juntarán su saliva, sangre y simiente para que todas estas naciones sean una sola, sin supremacía ni sojuzgamiento para gloria de los dioses y esperanza de los hombres mansos en el corazón y firmes puños en el arado.

    Que caerán mil tormentas, la luna saldrá de viaje o el sol se apague, que este hoy de llanto y desesperación se convertirá en ventura, abundancia y reír para todos sin faltar a ninguno.


    Pero, ¡ay!, ese día no es hoy.

    Como mordida por la astuta serpiente que cuidando su nido clava su veneno al desprevenido, nuestros miembros mórbidos de hambre, sed y frío, sufren el escarnio de la derrota y el castigo de la muerte que como barca al garete busca a quien herir primero si atenerse a oportunidad ni justicia que la suya es la suprema verdad, como el rayo que teniendo al verde mar de hierba cayó sobre la inocente vaquillona único sustento de la madre viuda y sus huérfanos de padre.

    Que no hay carne por dura que sea que no caiga abatida por la garra del tigre, cuando la manada hambrienta por las nieves del invierno lo olisquee a la distancia que no por malicia sino por instinto y supervivencia clava sus fauces sin atenerse a raza ni especie.

    Pero, ¿no tiene ya el huinca su estómago lleno, su casa caliente, su ropa abundante, sus hijos seguros que sale a rapiñar lo poco que el ranquel quien luchando con los elementos, sus pobres arados de madera, cuando los tiene, o adentrándose al bosque en busca de frutos y semillas se expone al rabioso lobo, la insidiosa avispa o la rata rabiosa? Que el ranquel si no se viste de lujo inglés no es por desidia ni abandono, sino porque a falta de máquinas de vapor solo tiene las muñecas de las hacendosas mujeres que en el telar sólo tejen para el huinca para poder llevar un poco de azúcar, café y sal, que si el huinca compra al huinca por cien a la tejedora paga con cinco que si al huinca vende por dos a la india vende por diez.

    ¡Cuánto devora tu insaciable codicia, tu loca perfidia, tu fría avaricia!

    Que consume a la fecunda tierra como al potro que ya agotado le hacés correr otra legua, como si de arcilla fuera el corcel y de arena la sumisa madre tierra. Que llegará el tiempo que su vientre sólo entregue males como olas del mar que nunca cesan de golpear los riscos. Y no habrá frutos que recoger, yeguas que sacrificar ni peces que pescar. Porque la máquina que el vapor mueve produce finos trajes, largas estolas y mullidos tules, pero ni una manzana, una vaca o un mísero mosquito. Para que el hombre arrojado a la pocilga donde robarle la pútrida bellota al famélico cerdo sólo encuentre hambre, fiebre y disentería.

    Y gritará, golpeándose el pecho como larva de gusano, su culpa añeja, cuando la naturaleza, que memoria no tiene, sólo le entregue el fruto de su siembra, nada para el sonido de sus tripas, nada para cubrir su cuerpo, nada para escapar de la fría lluvia. Porque nada habrá que cosechar, que criar; ni manada que alimentar ni trigo que segar. Porque ya lo dijo la mestiza Juana, el engaño colorido es cadáver, es polvo, es sombra es nada. Risa del viento, alimento de gusanos


    En qué luna nacidas estas gentes lloran desgracia, brama dolores, grita injusticia.

    ¿Qué culpa tiene la manzana que perfuma los bosques, para ser comida por el trémulo huemul? ¿Cuál la del pez que al río da vida con sus plata y aleteos, para morir en las fauces del lobo? ¿Cuál la de este pueblo que admira al puma y acaricia al cardo, para ser arrasado por el acre acero y el rugiente fusil?

    Negada su hambre, que ayer procuraba de la lluvia del cielo. Callada su boca, en la mentira de papeles firmados. Mutilada su tierra, cruzada de hierro, madera y humo. Que donde crecía gentil el trébol, serpentea hoy el quemado aceite.


    Ngüenechen, inefable, justo y fuerte, que culminaste con el rostro de la calavera los vastos reinos de la mala hierba, desde que el hombre, fruto de la tierra que vos sembraste convirtió en noche tu luz, veneno tu miel infinita, hielo y fuego tu eterna primavera, dando la inexorable señal de su imperio de iniquidad; no eleves tus tormentas de ira que duermen apacibles en el vientre de los volcanes, sino, más bien, ablanda los pétreos corazones de los que dándole la espalda a su natural esencia, provocan, hambre, frío, enfermedad y muerte. Que donde haya gota de ponzoña crezcan las dulces flores del manzano, las abrigadas lanas de la oveja, la espaciosa sombra del ombú, el alegre relincho de la yegua. Que donde hoy hay dolor haya la imperturbable paz de la gramilla, la perenne abundancia de los zapallos, la cálida protección de los toldos, la necesaria preñez de las doncellas, el suave viento de la tarde, la clara serenidad de una noche estrellada. Que donde impere el desierto del odio, nos inunden los corrientosos ríos de los abrazos, el estridente canto de las calandrias, el vuelo de la pícara gaviota, el franco estrechar de la mano de un hermano. Que tu rayo de luz abrace al que hoy es nuestro enemigo para que sea un alegre compañero, un pródigo consejero, un cálido amigo.

    Que olvide la delirante ambición que trae incontables suplicios, frío al infante, dolores a la parturienta, congoja a la viuda, temblor al anciano, mortandad al ganado, esterilidad a los campos. Que traiga el añoso saber de los libros, el astuto ingenio de los telares, la fuerza feraz del arado, la inocultable felicidad de la justicia.

    Porque aquí, Ngüenechen, está la juventud en toda su flor, negras sus crines, blancos sus dientes, lozanas sus pieles, fuertes sus espaldas, curtidos sus rostros; que aún queda la esperanza de no verlos arrastrados de sus crines, pateados en sus dientes, quemados en sus pieles, quebrados en sus espaldas, pisados en sus rostros. Que si donde vimos gloria veremos dolor mejor quedar ciegos y no ver nada más.

    Que sean los páramos jardines, lo negro de color, la soledad abrazo, el sufrimiento alegría, que no veamos más tormentas que los amores juveniles, los domados corceles, los cantos seniles.


    Y aquí, ante estos gloriosos despojos, de cuyo cuerpo aún resuenan sus alaridos a la hora de la ebriedad, su voz en las horas del canto, su pasión en la hora de la viril cópula, su consejo en la paternal conversación, su pensamiento en la crucial decisión, sus ojos sobre el amenazado horizonte; decimos, que otros males, a los ya acaecidos no podrán sobrevenir que este pétreo y sufrido pueblo no haya sufrido ya. Que padecimientos que no haya padecido. Que lloros que no haya llorado. Que pesadillas que no haya soñado. Cuando algunos dementes de codicia, insanos de poder, locos de ira, creen que es un saber pensar en el oro, un placer la muerte del otro, arrancando lo que es flor para clavar la pala de la sepultura, que niegan al ranquel su estar en armonía con su mapu, su cielo y sus montañas. Su boca sólo habla de vendavales de fuego, arroyos de sangre, vientos de sables, lluvias de congojas para que este pueblo le diga adiós a la herencia, adiós a la vida, adiós al amor.

    Este es el tiempo de la imprudencia, donde gobierna el asesino y se somete el honesto, goza el perverso y sufre el manso, donde el grueso se atraganta y el famélico al fin se muere de hambre, donde el avaro se viste de varias pieles y el indigente se muere de frío, donde el rollizo derrocha agua, carne y licor y el pobre toma agua infecta y come carne podrida, donde el juez compra carne de doncella con los dineros de las arcas y la doncella muere de achaques infectos, en su casa, en el campo, en la calle. Que, si eso ya ocurre en sus ricas, coloridas y barridas ciudades quieren que pase en los pobres, pero dignos y aseados toldos

    Que no hay que ser viejo ni sabio para saber que un espejo se nubla ante el aliento, que las estrellas no se ven detrás del sol, que quien nace muere, que quien corre se detiene, que la esplendorosa niña será añosa mujer, el brioso corcel vapor de pantano, que lo que hoy brilla mañana quedará oscuro. Menos el pensamiento, la verdad, la historia y el recuerdo. Que, aunque nadie sepa sus nombres Alejandro gloriaba a las princesas de los reinos conquistados pero más a las prostitutas que agasajaban a sus guerreros, Atila al dorado del oro pero más al sudor de sus camaradas, Julio César la sapiencia de sus generales pero más el valor de sus soldados. Que los ángeles que el medieval imaginó pálida figura de la Afrodita del Olimpo, que sus demonios simples imberbes ante el verdugo del Inca, que quien exige obediencia carece de libre albedrío, que quien escribe tomos para el emperador donde habla de castas y genuflexiones padece de ingenio como el lacayo que sin entender copia lo que ve, el genuflexo que sí sabe leer escribe para iniquidad, mentira y muerte. Que al pobre le toca cepo, látigo y tortura, y al servil escritor el aura de santo. Mejor Hesíodo que habló del trabajo que Homero de la guerra, porque uno dignifica y la otra avasalla.

    Que gloria sólo hay en el vuelo del águila, el correteo de la codorniz, el galope del alce, la garra del tigre, la embestida del toro. Que aventura no es matar, someter, arrasar, más bien, trabajar la tierra, horadar la montaña, corretear con una huala, cantarles a las tormentas, ponerles el pecho a los chubascos, respetar a la indomable hormiga, la temible serpiente, el majestuoso ñandú. Que es pálida la imagen de mil césares de monedas ante la magnificencia de la tímida estrellita que titila, que mil reyes han pasado y otros mil de miles pasarán y la estrellita aún titilará. Que aquellos que ayer los palacios con oro moldeaban hoy de sus huesos no queda ni polvo que soplar, que de su antigua gloria y poder ahora no sirve ni de calavera de Yorik para un hablar con el paterno fantasma.

    ¿Acaso alguien podrá robarse el agua del mar? ¿Comerse de un trago todas sus especies? ¿Esconder el aire de los vientos, para burlar el vuelo de los cóndores? ¿Soplar el polvo de todos los caminos para confundir el rastro baqueano? ¿Conocer cada punto, cada letra, sentencia, enseñanza, moraleja, metáfora y corolario de todos los libros de todos los poetas, dramaturgos y cómicos, de todos los pensadores, oradores y sabios? ¿O será que cada uno que conoce una letra, un punto, un número, un oficio, un arte, un saber curar, un saber cocinar, un saber coser, un saber arar, tiene un pedacito, un grano de esa arena que se llama saber, justicia y verdad?


    En que quedan pues las divisiones entre sabios y sencillos, entre poderosos y súbditos, entre naciones cultas y pueblos atrasados, entre quienes conocen la lengua de Homero, Virgilio, Shakespeare y Cervantes y entre los que conocen que se viene el granizo por el color del cielo, que caerá el rayo y abra incendio de pajonales por la erección del vello de su antebrazo, que ya ha llovido detrás de los montes por el olor de la tierra, que el agua está infecta por el sabor de una sola gota, que aquí es pantano, allá lago de arsénico, que aquí hay pasto y allí sólo arena. Y mientras algunos escriben sobre pajonales, jetas sobre la yugular de la yegua asesinada, desprecio por la virtud femenina perdida, para establecer la supremacía de una raza y la inferioridad de otra, creyéndose un Aquino o un Voltaire, cuando no es más que un gusano que chupa la sangre podrida de la mano de su patrón; otros se soslayan en la visión del verde horizonte, saludan el necesario fuego de los ya secos y altos cardos, cantan a la vitalidad suprema de la yegua y se pierden en el vientre de una mujer a quien no le preguntan sobre virtud ni hombres pasados ni hijos por venir.


    ¿Qué fue del sueño de tantos poetas, tantos profetas, tantos sabios? ¿Qué hay de tantas naciones unidas por la fraternidad, comunicadas por los mares, ligadas por el conocimiento, afianzadas por el amor? ¿Qué son esas banderas? ¿Orgullo de pasión o soberbia de sus sanguinarios guerreros? ¿Qué son esas líneas en los mapas? ¿Planes para futuras ciudades o estrategias para una guerra de exterminios? ¿Para qué tantos fortines de Troya, si Leubucó no tiene murallas? ¿Para qué los Remington si a los ranqueles sólo les quedan niños, hualas y viejos? ¿De que Casandras se quieren vengar? ¿De La Malinche, la Juana, la Encarnación o la Mercedes? ¿Por pensar en un futuro de unión, una tierra de libros, una Pampa de trabajo o una América independiente?

    Que tanto alto castillo no es más que hojarasca al viento. ¿Cuándo el hombre americano ya no pise la belleza de los Grandes Lagos, la floresta de los Mayas, los Andes de los Incas, la intrepidez del Amazonas, la vastedad de la Pampa; ¿a qué otro negro esclavo traerán para el trabajo, arrancándolo de su querida y tupida selva para dejarlo morir en el vientre de una mina, la inclemencia de un campo de algodón o el frente de una guerra que nunca será la suya? ¿A quién, si el que hace miles de lunas cruzó océanos y bajó montañas para besar las patas del carpincho, trepar por la última manzana y domar al último potrillo con el arte de la palabra ya no estará? ¿Al chino, al oceánico, al lapón, al gitano, al judío, al italiano, al irlandés, al noruego? ¿No es mejor el cantón para el chino, el canguro para el oceánico, el frío para el lapón, las danzas húngaras para el gitano, un muro de los lamentos para el judío, un sol del mediodía para el italiano, mil millones de verdes para el irlandés, una lanza vikinga para el noruego?

    ¿Para qué arrancar al africano de su negra y hermosa novia, al noruego de su los ojos cielo y trenzas de oro de su amada valquiria, al irlandés de su roja y ojiesmeralda damisela? Prometiéndoles la leche y la miel que esta tierra tiene, pero que quedará en los cacharros y silos del terrateniente y para ellos sólo hambre y desesperación, a menos que sumándose a sus fortines maten al indio perverso, al indio sucio, al indio cruel, al indio ladrón, al indio malonero, al indio traidor.

    Que cuando quieran venir el ranquel, el pehuenche, el pampa, el manzanero, el tehuelche les abrirá los brazos como siempre ha hecho y siempre defraudado, por el español, por el criollo, por el gringo inglés.


    Pero miren, aves del cielo, bestias del campo, verduras del campo, dioses de cielo, mar y tierra, lo que ven aquí fue sólo una gran y noble pasión. Sueños de un sublime porvenir, proyecciones de una majestad de dichas para su pueblo amado, hoy lacerado moribundo que en los cepos de la historia.

    Porque, ¿quién hablará mañana del glorioso pueblo ranquel? ¿Quién describirá las bellas trenzas de sus hualas, los tensos lomos de sus muchachos, el melodioso canto de sus chamanes, el sabio consejo de sus ancianos, el potente grito de sus recién nacidos?

    ¿Quién que recuerde la amarga noche en que el huinca aplastó con ya ensangrentada mano, que chorreaba sangre guaraní, cayó con sus Remington, sus caballos y sus sables?

    ¿Quién que diga que el ranquel quería sus locomotoras, sus granos y sus arados? ¿Quién que diga que no hace falta gringo que doble la espalda que el ranquel no le escapa al trabajo?

    Pero, no, ese no estará, porque habrá muerto bajo el filo inglés, el frío de la montaña, el hambre de la huida y la fiebre de la viruela negra. Que tampoco allá, cruzando esas cumbres, lo quieren ya. Que por eso le niegan, trigo, carne y libros. Para que el que quede sólo tenga un oscuro vivir, en el ostracismo del olvido.


    ¡Ay, ay, ay, ay! Que inasible, infinito, insondable dolor.

    Que lágrimas más estériles mojan esta mapu cuando el vapor de su cuerpo joven se pudre bajo un manto del más tierno y feraz humus.

    Que caballo de Atila pisó este pasto ayer verde y hoy seco de esperanzas, que sólo esparce látigos, balas y dolor. Que ha convertido el agua del jaguel en lágrimas de todo este pueblo que aquí bajo la lluvia lo llora.

    Pero, vean, ¿que más nos puede robar que no sea la piel a lonjazos, la vida a escopetazos, el estómago con hambruna, peste y diarrea? ¿Qué aflicción, desventura e injusticia, nos parecerán duras luego de tanta ignominia, burla y traición?

    ¿Acaso ahora, con las mejillas rojas del salitre de las lágrimas, no nos hace sonreír el canto indiferente de la torcaza que ajena a las afrentas de los hombres sigue creando canto, vuelo y vida?

    Pero vengan esos dolores que los dioses los permitan, para que como el fuego, agua y mazazo ennoblece al acero, haga de estas futuras generaciones duras para afrontar el tiempo, pero blandas para perpetrar la venganza, que aunque justa, ya estas miles de pupilas han visto demasiada sangre que aún parecen sobrenadar sobre el Curileo, el Bermejo, el Matanza y el Paraná. Cuanto mejor sería beber las aguas del Leteo, para no sentir todo este dolor, de tránsito agrio, lento y amargo.

    Pero así como los dioses prueban nuestra templanza, con el golpe del látigo, el mazazo que toman los cráneos por yunques, sea la gloria de este pueblo que como el Ave Fénix, renacerá dentro de algunas lunas, para gloria de los dioses, altivez de nuestras frentes, que el tiempo que todo lo olvida, no deje a este pueblo sin la dicha del recuerdo.




    Capítulo 24: Canto de Huenchuleo por el nuevo cacicazgo de Epumer



    Terminado el funeral de Mariano y en vista que la junta de ancianos confirmó la herencia de Epumer como jefe de las tribus ranquelinas volvió Huenchuleo, esta vez al borde crepitante del fogón para cantar por el futuro de los ranqueles y su nuevo cacique que a causa del reciente deceso de su hermano estaba cubierto de ceniza como era la costumbre. Antes y como búsqueda de los buenos augurios de los dioses, diez pequeñas doncellas fueron investidas con el agujerear de sus orejas, que como buenas ranqueles soportaron sin un gemido.



    Y estamos aquí en esta mañana de invierno cuando del cuerpo de nuestro magnánimo Panquitruz, jefe de estas tribus ranquelinas, aún suben los vapores que perfuman las manos de Ngüenechén, que de él nacieron sus huesos y a él vuelven sus crines, para dejar ya los debidos llantos y comenzar los cantos, que fueron los mismos dientes de comadrona que cortaron el cordón que los unía a su madre.


    Levántate sol resplandeciente, sol incandescente, eterno padre amigo, para calentar la tierra, enervar la simiente de los campos, el vuelo de las aves, la sangre de las yeguas que dan transporte y sustento, que de tu calor nazcan nuevos brotes, águilas y potrillos, niños que porten la lanza, niñas que dobleguen al viento, instrumento de los dioses que creas especies y multiplicas estirpes

    Ilumina con faz bienhechora los pastos del campo, las aguas de los mares, las nieves de las montañas y para beneplácito de nuestros ojos, llenas de luz, flores y perfume las negras trenzas de las niñas que acaban de ofrecer sus orejas.

    Eleva de orgullo nuestras entrañas que de tan felices e inquietas dejan correr las lágrimas que no son de tristeza sino de verlas a un paso del himeneo, que como el diente agudo que se hinca en la dura carne de yegua portarán el estandarte de esta estirpe, donde trotarán como pumas rebeldes cada fruto de su vientre sobre esta grama feraz.


    Y a vos, Epumer, cacique feroz que cuando la defensa lo requiere portás firme la lanza que roe los pechos del enemigo, palmeas la espalda de nuestros niños, besás la frente de las niñas que logran abatir tu arrogancia con la majestuosidad de la fuerza de los unos y la belleza de las otras. Que tu reino tenga más días de sol que de furor.

    Elevá tu cerviz ante el frio viento que hoy nos regalan los dioses para que tus crines en amparo de este ya lacerado pueblo flameen durante del recio galope que conduce a la no buscada batalla, dejando a un lado, mujer, dicha y placer, que es dicha la sangre perdida cuando permite que los felices vientres compitan en contorno con la luna

    Incliná tu cabeza, dejá correr esas lágrimas que en tus duros pómulos son el fruto de tu furia ente el fusil de la partida y tu magnanimidad ente el enemigo a quien siempre le tendés la mano en el momento de la victoria, que tu brazo conoce de furia, pero nunca del veneno de la venganza. Que esta lengua que hoy canta luchará para la dicha del triunfo como soportará en la amargura de la derrota.

    Sí, que haya temor en tu alma, que el puño haga temblar la caña, que haga ondear tu roja insignia, ya que sólo quien teme cuida bien su vida, sus ojos, su espalda, para que tu pecho crecido de valor y justicia, derrote al negro de tu propia sombra que se agiganta cuando el sol se va comiendo horizontes hacia los Andes, porque si el hombre se puede quebrar como espiga de trigo por el dolor de la ignominia que no sea tu crueldad más que la justicia reclama que si se desborda como la sal entre los dedos esa viene de Gualicho y sólo será veneno. Pues entonces que sea el tiempo de tu potestad cacicazgo de paz, crecimiento y soberanía.

    Es este, tu espíritu, indómito como yegua que vence horizontes mientras su vaporosa figura difumina los colores de la mañana, duro como las rocas de los Andes que testigos de los tiempos hablan de la heredad ranquel que por derecho natural le pertenece, pero es tu mano suave como piel de conejo donde duermen los nuevos vástagos de la larga estirpe, hábil como la araña que teje su tela en la certeza de lograr su alimento. Y aquí lo vemos altivo como el vuelo del cóndor, que con corona el cielo toca y las barbas de Ngüenechen peina de viento y pluma. Que ya con las tempestades del cielo y el fuego del fusil asesino se ha batido, para traer la esperanza de nuevas mañanas como las que hoy son.

    Cuidá tu sabia lengua de la serpiente que empapada del alcohol que en justa medida el carácter alegra, pero en exceso envenena, trae amargas palabras que como flechas los corazones hiere. Porque sólo el fragor de la justa batalla contra el artero invasor que teniendo pastos frescos quiere la sangre de nuestras caballadas, el agua de nuestros zapallos, el zumo de nuestras manzanas, el cabello de nuestros hijos y el vientre de nuestras mujeres. Sólo allí, sea que tu garganta grite la trompeta de la batalla, para librarnos del infame que con el relámpago velos de su maldita pólvora, desde la cobarde distancia que no reconoce el sudor de la lucha cuerpo a cuerpo, abate al nutrido en la lucha feroz y al imberbe que aún no ha conocido mujer. Que ni el valiente tigre puede conservar su piel, ni se le rinde oración por ceder su carne y abrigo.

    Mejor que tus dientes la muerdan cuando de tu bravo ardor que te arroja a los vientos de esta heredad, al suave abrazo de tu única mujer, a la pétrea enseñanza de las artes de la pelea, surjan articulados sonidos de hiriente cariz para con tu compañero de monta, la bella mujer que limpia tu toldo, el manso refugiado que te lee e incluso tu montaraz yegua que lleva a la visita del enfermo, al jolgorio de la fiesta, o a la ardiente batalla. Que todo sonido que hiere los oídos del hermano de Gualicho es y hacia él vuelve, pero con un pedazo ensangrentado de la piel de tu compañero, mujer, refugiado y yegua. Que el látigo lacera, pero el dolor se cura, pero el oído que conserva la memoria trae rencor, resentimiento y odio. Que no sea este el que te acompañe en la gramilla, te lea en los fogones y duerma a tu lado. Que las dulces palabras se derraman como leche de mujer, licor de caña, canto de niña, que acarician los ojos y descansan el cuerpo, pero las duras como arcilla cocida antes de romperse puede hervir al corazón como a víscera de alimaña la traicionera quemazón.

    No sea que nuestro amado cacique de hombre con brazos de acero, tendones de alerce, piel de duro zorro, boca de exquisito paladar y vientre devorador de dulces manjares, sea corroído por el vil gusano de la miseria que trae la mala lengua, el infame pensamiento. Pero peor, mi hermano mayor, que el gusano come a la muerte y no pocas veces salva al moribundo, y el mal verbo sólo le agrega, hediondez, putrefacción y muerte. No sean nuestras acciones como la picadura del insignificante mosquito que trae fiebre, la carne mal cocida que trae triquinosis, el agua insana que transporta la cruel viruela. No seamos esclavos de la envidia, la vanidad y la mentira. Más bien como la chispa que conduce al rayo, puro sonido, luz y potencia, que nuestras buenas acciones sean un incendio de los secos pajonales que traen la virtud de la ceniza que nutre los campos, florece a los girasoles y multiplica los conejos.

    Nacidos, hemos, en una era de llanto, hambre, miseria y exterminio. Pero, con todo, seamos como la flor de la alta montaña que nacida entre el viento y la nieve, regala sus colores al cóndor que sabio no la desgaja. Seamos pues la rebeldía de la hora aciaga que da su mano firme al huinca que no porta sable que nos traer la ciencia de la tierra, el nombre de las constelaciones, las razones de la fiebre, los cantos de los antiguos, la sabiduría de los libros. Pero lanza al que fusil al hombro tiene nuestras crines en la ávida mira. No callar de ningún modo, no callar en el canto de las niñas, en el cuento del fogón. No cerrar nuestros labios, ni el fragor de nuestras gargantas cuando el agravio gratuito, innoble y mortal, sólo quiere cegar nuestras vidas para quedarse con nuestra pampa, alimento de nuestros huesos.

    A vos, mi bue cacique, te convoco que Pampa, nieve, montaña y piedra sos, que sea tu puño terrible con la alimaña que roba el harina, y suaves las palmadas que al ritmo de tus palabras doman los potrillos, yeguas y baguales. Que sea tu ley dura con el asesino en la hora de su búsqueda, pero blanda con el ladrón que busca tu perdón, que la sangre es de cada uno pero la tierra de todos. Que la firmeza de tu brazo dé alimento al hambriento, agua al sedientos, paz al guerrero, aliento al afligido, para bien del necesitado, alegría de su familia, prosperidad de la tribu y esperanza de tu pueblo. Que no sea tu mano, avara como la del huinca que niega lo que le sobra y roba lo que ya tiene, trayendo extenuación a su tropa, hambre al hambriento, sed al sediento y más guerra al guerrero que harto de sangre maldice la tierra que lo sostiene, como la oveja que sangrando en la garra del puma maldice el sabor de la nutricia gramilla que Ngüenechen le entrega.

    Así que, Epumer, cacique inefable, magnánimo y fuerte que puede tu mano, pétrea y acérrima, llevar muerte al inicuo invasor como caricias suaves y ardientes en el lecho marital, sepa tu mente blanca y despierta diferenciar al mal del bien como la noche del día, que yo un simple y miserable indio también sé, sino también al tonto que comete torpezas por falta de razón del ladino que las hace con la inteligencia que el universo le dio; para poder calibrar la pena que no abata al débil ni permita tregua al marrullero. Que no nace el hombre perverso, sino que adversidad lo hace, como el indio que de disfrutar los bienes de la madre tierra en paz y bonhomía tuvo que acerar su puño y endurecer su espíritu para preservar la inocencia de sus weñis y el canto de sus hualas.

    Yo, dueño del atributo de la lengua que la tribu me otorga, te auguro vastedades de bienes, que tus súbditos prueben multitud de manjares que fortalecen el cuerpo y confortan el alma, ropas que lo abriguen y protejan, máquinas que alivien el trabajo de las manos, libros que aclaren la mente, música que reconforte los oídos. Que tengas aquí, los bienes de la industria de tus propias manos, las enseñanzas de claros maestros, el canto de los coros de aquí y de más allá, y el teatro que sabrás apreciar como este simple tejedor da palabras lo ha hecho, en las ciudades del huinca, en los pueblos del quechua y en la soledad de una pradera, para que estos cuatro horizontes se llenen colore, abrigo y sustento, poniendo fin a la tristeza, las lágrimas y el tormento que trae el soberbio fusil del voraz huinca.

    Que no sean tus delirios producto del pérfido alcohol, que te trae vómito, jaqueca y vergüenza que no debe un conductor de pueblo dormir sobre el agua infecta que lo tira donde lo sorprenda el desmayo, sino por la blanca felicidad que trae el sentir a tu pueblo, ahíto, abrigado y contento que con la rapidez de la llama voraz de la quemazón lleguen los merecidos bienes que trae la paz, el trabajo y la alegría que llena los pechos de orgullo, el estómago de alimento y la espalda de cobijo.


    Porque, ¿cuántos llantos, cuántas lágrimas, quebrantos y tristezas ha traído la iniquidad de más allá de las grandes aguas? ¿Es que no somos todos, hijos de la tierra, el mar y los vientos? ¿qué acaso no alimenta a sus cachorros el puma, la gaviota y la vicuña, como el vapor a las nubes, el magma al volcán, los ríos a los mares? ¿No han visto los ancestros de nuestros ancestros ver brillar a la luna, a las estrellas del cielo, aquí la cruz del sur, allá la sosa mayor que brillan sobre los Alpes, la Mancha y la tundra? ¿Qué los hace soberanos de la noche, dueños de la muerte, brazo de la amargura? ¿Acaso sus dioses de rubios cabellos y cinturones de oro, son mejores que los alados halcones, las altivas águilas, los alegres cóndores que patrullan estas montañas?

    Yo digo que no, que el pampa, quechua o guaraní, de altanera figura y soberbia sonrisa, que cree, como un niño, en el agua, en el habla de los cocodrilos y la sabiduría de las tortugas, tiene por derecho a poseer al borbollón de la tierra. Alimentar a su estómago con su quinua, calentar sus pies con el férreo quebracho, pescar el rojo Bermejo, que traen felicidad, sosiego y contento.

    Más bien, vos, Epumer, amante del orden, la limpia trenza de tu india, el humor de las fogatas, que traes en tus puños las semillas del girasol, vaticinio de una prospera paz futura, que la paz trae alimento y el alimento aumenta los sueños. Que dará pasó a tu inclemencia en el fragor de la batalla, lanza en mano, a la flecha que se clava certera en el verbo del diccionario, la suma del ábaco, la clave de sol. Que debieran resonar más fuerte que el fusil, el alarido de ataque y al graznido de los buitres.

    Yo, Huenchuleo, dueño de la verborrea que por mandato de los ancianos expongo estas palabras a la que trenza canas, alza su yapaí, vigila el horizonte y se pega a la teta, y digo que es el fin de los tormentos, que no caigan sobre el fuego vil los papeles firmados, los intercambios de ponchos, el palmeo de ancas de bueyes, yeguas y toros. Para que el ranquel pueda dejar la lanza y empuñar el arado. Dejar de tragar el acero de los sables forjados en Inglaterra para que fundidos sólo hieran a la tierra, para enojo de la hormiga y protesta del gusano de tierra que la hacen, lo dice el ojo del desdentado anciano y el huinca de los libros, más negra, más profunda, más feraz. Que donde cayó sangre de guerrero, se desgarro la ropa de la núbil y aplasto el cráneo de un niño, crezcan el vigilante girasol, la nutricia papa, el sabroso maíz, la tierna lechuga y el delicioso tomate, que acompañan a la carne de yegua que hace horas ya yace sobre las brasas luego de haber entregado su aliento vital que bañó, cérvix, lomo y tobillos de nuestro cacique de la sangre que nos comunica con los montes, las fieras y el mismo pasto. Que ya está muerta la letra de la traición y los rojos pañuelos de estas lanzas volverán a vestir los cuellos de estos indios que entregarán al sol y no a la muerte que trae el Winchester, el sudor de su espalda, la sangre de sus venas, el ímpetu de su simiente.

    Y clavo mi cayado que no tiene la fuerza creadora de Ngüenechen ni la magia del engaño de Gualicho, sólo el desgaste que me ha acompañado en tantos caminos, que vio que no todo es engaño de los ojos, cuando se ve crecer la vid a los pies del Tupungato, surgir la trucha de los lagos a los pies del Tronador, la tierna alpaca, cazada con el cuero de las vacas, pero carneada sin las debidas oraciones a la madre tierra que sólo traen tristeza para que los vientos que castigan con dureza sin usar látigo, horaden la tierra con su furia y la dulce hierba se haga paramo, la uva hiel, el limón hongo verde. Que sé, como lo sabían los viejos incas, los ancestrales egipcios los sabios griegos y el audaz Aníbal que quien niega los auspicios de las constelaciones se le negará el beneficio del agua, la rotura del terrón, la belleza del rojo eclipse de luna. Que no hay bicho que no muera como que no hay estrella que no se apague.

    Pero vos, amado cacique, velarás por el tierno conejo, la pequeña perdiz, que sus ínfimos cuerpos traen la historia de los hielos, la furia de los volcanes, cuando comen la hierba que fue nutrida por el agua de las montañas y cubiertas por las cenizas de las erupciones, de modo que no honrar su muerte que nutres nuestra sangre es negar la blancura de las altas nieves, la potencia del rayo y el la plenitud de las mareas, por eso el mar mata al médico de la goleta que trae la cura de la peste, y le terremoto aplasta la fábrica del obrero, cuando al zorro se lo mata sin aprovechar su piel, sólo para probar la vanidad que da el pulsar del fácil gatillo, a no ser que el ojo amoroso de los dioses lo entreguen a la piedad en el vientre de los caranchos.

    Que este cayado y estos huesos que han caminado por los serpenteantes senderos de los montes colorados, cruzando esplendidas ciudades, alegres villorrios y miserables aldeas, para que estos ojos que han leído a Cervantes, Shakespeare, Homero y al joven patrón huinca, que se llenaron de locos y molinos, bellas palabras en balcones, las rosadas muñecas de Afrodita heridas por la furia de Aquiles y al sabio gaucho devenido por quien sabe que veneno en nuestro adversario, sólo para darse cuenta que la viruela mata como el puma al encumbrado Moctezuma, al desclasado sargento o nuestro amado Mariano para que llore el azteca, hiera con el rayo a Fierro y llene de cenizas a nuestro cacique. Que aquel perseguido por la partida, abatido por la injusticia y acorralado por el alambrado, con sabios pensamientos dijo que la palabra y el saber, la historia y el dolor, el amanecer y la alegría no son mal para ninguno. Que si el huinca también es acosado por el hambre y de cruel muerte muere, sin el auxilio de la blanca partida como aquel sable guaraní baleado cobardemente en un pantano.

    Pero que hasta aquí luego de tantas leguas alejados de la tierra que nos alumbró, no lleguen. Para que nuestras niñas canten, nuestros niños bailen y nosotros fecundemos a nuestras mujeres, para que como la semilla que vuela al viento esta estirpe se afirme y como el ave Fénix vuelva a renacer para dicha del ranquel y bien de todos.

    Para volver a los tiempos livianos en que la ninfa su trenza de azares, jazmín y limón llenaba, la ronda de muchachos niños era sorprendida ofreciendo a la naturaleza lo que ella les pide. Que unas de perfume y yute se visten para que los otros las rodeen, y seduzcan para bien de la madre tierra. Que la sonrisa es interrumpida por el beso, la carcajada es honrada por el aroma a grama, mezcla de savia, humus y semen que con que la huala vuelve que repercute en titilar de las estrellas que estas muchachas cuando deshojan margaritas siempre terminan en te amo y como Julieta del balcón recitan cantos a la vida. Que los dioses aman la torpeza que viene de la inocencia y odian la presteza que viene del odio y la maldad que en lugar de niños alzados al cielo trae tumbas esparcidas por toda la Pampa.

    Y estos corazones, negras hormigas del vital humus, que ayer apenas de pie y sus tiernos dientes filosos, ayer trotaban sobre al pálido pasto tratando de alcanzar al veloz avestruz, la liebre o el astuto zorro; hoy, vincha al frente y lanza en mano están obligados a empuñar el atroz hierro y tensar el arco que guía la mordaz saeta, no para el vital sustento que a menor tierra donde pastar más exiguo se torna, sino para atravesar al ávido enemigo aguda, endureciendo el pómulo de viento, polvo, sudor y lágrimas, que hasta el más duro músculo y el más bravo guerrero se cansa de matar.

    Que, si lejos parece la aurora, volverán las tardes de consejos para el weñi, de trenzas para la huala, cuando ofrecida a los dioses una núbil yegua entregue su sangre que mojará sus manos para el trabajo, sus molleras para el pensamiento y sus ombligos para la necesaria descendencia. En un espacio de rojas nubes, ocre gramilla y fría brisa, que traerán tantas caras de luna como hormigas que marchan sin descanso, para alegría, placer y alimento de este noble pueblo.

    He, bravo, Epumer ¿Qué imagen te devuelve el fresco jagüel, la lánguida sombra, el transitado camino? ¿El de aquel travieso weñi que tiraba de las trenzas a hualas y cautiva, que lograba la primicia de tu fiel compañera, que domaba al chúcaro potro?, ¿o más bien las tranquilas aguas que ahora se tiñen de rojo para lavar tus duras manos que interrumpen la pacífica tanquedad, impidiendo ver tus exorbitados ojos, hartos de violencia y batalla y saber que ya no harán sombra cubiertos por tierra y hojarasca aquellos que cazaban, corrían y reían a tu lado en los felices tiempos de la niñez?

    Cierto es que acogidos en el cálido seno de la madre tierra, replican el titilar de las estrellas, pero, hermano, ¿cuántas bromas que ya no harán, hualas que no poseerán, borracheras que no cursarán, antes del tiempo en que la desdentada quijada y la arrugada frente llamen al calmo sosiego, y que la batalla sea ganada por la agusanada muerte tierra antes que la virilidad sea aplacada por las incontables caras de la luna?

    Qué alegría, honor, canto, gloria, virtud, broma, saber y aventura sean las palabras que bajo este cielo azul, esta verde pampa, copiosos ríos y magnánimos mares nos sean propicios para que las figuras de nuestros nietos acaricien nuestros ojos, el canto de nuestras niñas arrullen nuestros oídos y sus tiernos dedos se enreden en nuestro añosas cabelleras.

    Que sean nuestros orgullosos y henchidos pechos los que hagan temblar los bosques del genuino llanto que sólo trae la felicidad, que hace saltar las lágrimas de tanta alegría, que arruga nuestra frente de tanta risa, que hasta a la luna quite de su quicio y el sol padre de todos los beneficios nos salude con una sonrisa.

    Pues, digo, Epumer, digno cacique, que tu orgullo no es vanidad, cuando infundes miedo al agresor, sonrisas a las hualitas y placer a tu compañera, que tu mano ponga fin al temprano gusano, al aciago dolor, para entregar a esta tierra soberana la paz que da la abundancia para que estas manos se encallezcan no ya de la lanza que deberá enmohecerse en algún rincón, sino del arado, el telar y la rienda que traen alimento, abrigo y sustento.

    Venga entonces tu alma indómita, tus nobles sentimientos, para que aplacado el merecido llanto por tu hermano, no sea ya la adversidad sino la cordura, la paz y la ventura quienes nos llenen de hijos como peces tiene el mar y que la muerte nos llegue cuando nuestros ojos sean cerrados por los párpados añosos y el futuro de inexorable justicia.




    Capítulo 25: La muerte de Baigorrita


    16 de julio de 1879


    La suerte estaba echada.

    Mariano hacía seis años que había muerto, no en el campo de batalla sino por una cruel y humillante viruela negra, y Epumer, su hermano, tomó su lugar. Ramón juntó a los suyos y cruzó la cordillera con la esperanza de que Roca no invadiera Chile y los siguiera persiguiendo. La nación ranquel ya era cosa del pasado.

    Sólo quedaba Baigorrita y un ínfimo grupo de sobrevivientes que lejos de rendirse, aun sabiendo su destino final, presentarían batalla. Cuántos eran, fácil era contarlos. Esa madrugada cuando el alba apenas permitía ver los contornos dibujados de sus lanceros, Baigorrita, con una fiebre feroz, montó su caballo. Seis más estaban también contagiados, sólo cinco indemnes y Mailén que se sumó segura de no contagiarse debido a su vacunación en Inglaterra.

    Ellos eran unos 50. Una cuadrilla, ya había invadido la toldería. Se había dedicado por la mañana de lancear a los enfermos que no podían levantarse, degollar a todo aquel que no fuera mujer menor de 12 años y a estas llevarlas para sus fiestas, como empleada doméstica esclava en distintas ciudades. Serían unas 50.

    Otra tenía orden, usando los servicios de un baqueano de Coliqueo, de rastrear alguna tropilla de yeguas que pudieran estar escondiendo.

    Y la restante, de 16 hombres, estaba justo ahí, al frente. Armada con Remington de 8 disparos, pistolas de un disparo de carga manual; sable y puñal. Los oficiales con los nuevos revólveres Colt de 6 tiros. No hacía falta multiplicar con demasiada justeza para establecer la diferencia. De este lado sólo se podían contar una lanza y un puñal por hombre, o un sable y dos puñales para las mujeres. Las armas habían sido robadas durante un malón hacía casi 20 años, y por lo tanto algo enmohecidas, mientras los puñales ya estaban gastados de tanto afilarse ya que los usaban para cortar la carne cuando carneaban alguna yegua, el único sable estaba oxidado porque en lugar de ser de acero como los del ejército era de los viejos de poca ley. El hecho de que unos pelearan por la paga y otros por lo último que quedaba de esa orgullosa nación caía herido ante la enorme diferencia; fuego por un lado, corazón por el otro.

    Allá a unas 2 cuadras de la cuadrilla se perfila la figura del Capitán Racedo, estratega de lo que vendría.

    Baigorrita decide no esperar más y expone su última arenga. Si alguno quiere dejarlo, pues esta sería la última corajeada, que lo haga, que vaya en paz que los corazones restantes no gritarán traición. Sin embargo, sus lanceros deciden morir con su cacique.

    ¿Quiénes lo acompañaban? Guelé, Quillán, Guenchullanca, Nahuel y Lebián; Naupayá, Relmo, Hueral, y Nicán (que eran sobrinos de los capitanejos del cacique Mariano, con igual nombre), Ayelén, hija de Wachulcó, y un hijo de Epumer, Epumür. Y por supuesto Mailén, la otra mujer del grupo. De estos Guelé, Quillán, Lebián, Relmo, Hueral y Epumür, eran los que estaban con la fiebre.

    Baigorrita taconea su caballo y salen de las sombras de la alameda hacia campo abierto.

    Baigorrita eleva sus brazos al cielo y se encomienda por partida doble, a los Dioses ranqueles de su madre y al Dios de su padre huinca. No hay odio en su plegaria. El guerrero sabe que cada segundo que odia es un segundo perdido. Debe concentrarse en los movimientos de la batalla.

    Pero, ¿Por qué?

    No hacían muchas generaciones que los ranqueles vivían en paz, sólo comiendo lo que Ngüenechén les pusiera o los que Gualicho no les robara. Es decir, la caza, la pesca, la recolección de frutos y hortalizas que crecían de la mano de los dioses. Es cierto, el ranquel no era agricultor, no los hubo hasta los tiempos en que Ramón, el Platero, gracias a algunos cristianos refugiados en su toldos le enseñaron, como trabajar la tierra, para obtener bastante más y a tratar a los animales para obtener algo más que leche y unos pocos quesos.

    Pero, al volver a pestañear y despertarse de la fiebre, el cacique vio una docena de fogonazos y escuchó un desparejo estampido que no lograron el objetivo de atravesarlo, sólo una bala le arrancó y chamuscó algo de sus crines. Espoleó y avanzó hacia el fuego, abriendo los brazos en cruz, porque si iba a morir no sería rogando clemencia. Era claro que Ngüenechén estaba desviando las balas o quizá, que al estar los soldados tan sorprendidos por la primera chingada se pusieron nerviosos y los fusiles apuntaran para cualquier lado. Sin embargo, lo pudo ver con justeza. El sargento puso la mano sobre el hombro de su mejor fusilero y este, volviendo a su frialdad habitual, disparó y le acertó en el pecho. La sangre brotó. Por un momento Baigorrita, sintió que en su cuerpo ya no quemaba la fiebre, unos segundos después sintió frio y no pudiendo hacer más, se acurrucó en sí mismo, cayendo del caballo.

    Lo que el manual huinca dice, desde los tiempos de Cortés, es que al perder al cacique el indio se dispersa, lo cual permite cazarlos de a uno. Y eso se confirmaba cuando los lanceros se abrieron en un abanico que los separaba una media cuadra uno de otro. Seis, los enfermos que ya no podían ni levantar sus lanzas, se pegaron al cogote de sus caballos y los taconearon, avanzando a ciegas hasta la cuadrilla abroquelada detrás de sus fusiles. Los fogonazos siguieron, hasta agotar el parque cargado y cuando el humo se disipó, los seis jinetes y sus caballos se desangraban en la gramilla. Mailén pegó un grito ranquel al ver que Lebián ya no se movía.

    Si había una oportunidad de pelear cuerpo a cuerpo era ahora, antes que los soldados volvieran a cargar sus pistolas y fusiles. La indiada cargó con sus lanzas y atravesó, primero a cuatro y luego a otros dos. La corajeada había tenido su éxito, ahora estaban algo más parejos. Pero duró poco, el sargento disparó su pistola y le dio en la cara a Naupayá que entregó su vida con un juramento.

    Las cuentas seguían desfavorables, sólo quedaban dos mujeres y tres varones. Guenchullanca se armó de dos lanzas y se arrojó contra el grupo de milicos que por una orden en lugar de dispersarse se abroquelaban. El indio la vio venir, al no poder sujetarse de las crines con sus manos, pues las tenía ocupadas con las lanzas, cruzó sus tobillos por delante del cogote del animal, bajó su cabeza por debajo de su jeta, cerró los ojos y topeteó. Una lanza cruzó de lado a lado el cogote del caballo del sargento Méndez, la otra la gran fortuna de atravesar a dos soldados, ocasión que aprovechó Ayelén, hija de una cristiana y por tanto hábil con el sable, para cortarles el gaznate. Sin embargo, la cerrada descarga de pistolas se llevó a Guenchullanca. Esto enfureció aún más a la medio huinca y antes de caer ante las bayonetas pudo distraer a dos para que Mailén sin apearse de su malacara los atravesara con su puñal.

    La ocasión les decía a los soldados que huyeran para recargar sus fusiles y al resto que se lo impidieran, el único que puede salir de escena es el sargento. Mailén se encaró con uno y Nahuel con los otros dos. Cuando el suyo encaró para el lado del sargento, Mailén hizo uso de un arma ancestral y le pialó las patas delanteras al caballo haciendo que el jinete cayera de boca contra el pasto, dando tres corcoveos y quedando inmóvil. Nahuel usando sus destrezas pudo lancear a uno y apuñalar al otro, pero cayó con un tiro que vino desde la distancia. Ayelén cayó por un sablazo de Méndez que le abrió el pecho, y aunque ya no respirara, el único soldado que quedaba se dedicó a desnudar y violar su cuerpo. El sargento Méndez ya había recargado su fusil y lo vació ante cada indio que le pareció que no estaba debidamente muerto. Sólo le quedaba Mailén a quien prefería matarla con sus propias manos para poder sepultar a india y a la incipiente leyenda que se alzaba tras ella.

    Cuando Mailén notó que le quedaba el soldado más hábil de la partida y que el capitán Racedo descansaba con otros 10 soldados y observaba todo con un catalejo, a unas 6 cuadras, lo cual era una pelea perdida, optó por taconear a Bavieca y huyó del lugar. Sabía lo que el brazo en alto de Racedo significaba, que Méndez no vuelva sin su cabeza, lo cual no era un eufemismo. Cuando ya llevaba unas tres cuadras de distancia Méndez montó al único caballo que había quedado indemne y comenzó la persecución. Mailén, tratando de perderlo vadeó varios arroyos y lagunas, atravesó varios bosques, poco densos como son en esa parte de la Pampa, llevando a Bavieca al tranco corto para que no se aplaste, lo cual no hacía Méndez que luego de perder su pista por un rato, espoleaba al suyo para recuperar la distancia perdida. La persecución duró casi 9 horas y cuando ya estaban a unas 30 leguas del lugar del primer encontronazo, Mailén, sabiendo que no se podría librar de Méndez bajó de su caballo y se preparó para el duelo.

    – ¡Hola, perra! ¿Serás tan valiente como dicen por ahí? ¿O serán cuentos chinos, o mejor, digamos, cuentos de indios?

    No había elegido cualquier palabra, si perra ya era un insulto entre huincas lo era mucho más entre ranqueles donde los pobres cánidos no la pasaban nada bien. Méndez portaba una pistola de la cual, según creía Mailén, solo tendría, una o dos balas. No podía saber que ya no tenía parque porque ya le había disparado apenas comenzaron la huida.

    – Y yo, no puedo decir eso de un hombre que enfrenta a una mujer con una pistola en la cintura, ¿Será que la propia ya no dispara?

    El sargento acusó la afrenta y al sentir que el duelo sería rápido, lo pensaba disfrutar, de modo que engañándola con un falso acto de valentía amagó arrojarla a cierta distancia, pero luego le disparó. Cosa que Mailén había intuido y tirándose al piso esquivó la bala. Méndez volvió a gatillar, pero ya no tenía balas, ni el arma ni en ninguna parte.

    – A esa la voy a dejar descansar, la mía la voy a gastar post mortem.

    Mientras hacía girar su puñal alrededor de su muñeca y emponchaba su brazo izquierdo.

    – Yo creo que no.

    – ¿No crees que te pueda matar?

    – Lo que sí creo es que no sabés usar tu propio idioma “Cruor tuus, Julie, ad vespera, pampam rigobit”

    – Eso ¿Qué es?, italiano, perra.

    – ¿Y vos, que creés que la vas a poder usar después de muerto?

    Julio Méndez dejó de parlotear, abalanzó su cuerpo y estiró su brazo, hacia el pecho de la india. Pero ésta ágil de cintura lo esquivó haciendo lo propio, pero el filo fue desviado por el puñal del hombre. Los sables giraban amenazantes y en defensa. Méndez si algo había aprendido de sables era degollando indios, Mailén desde aquellas primeras clases de artes marciales de Helen, nunca dejó de practicar, prefiriendo el momento en que el sol de la tarde pampeana hacía alargar su sombra sobre la gramilla.

    Méndez que observó los ojos en meditación de la india, estiró su sable y le hizo un corte por encima del hombro. Mailén acusó la herida, se replegó y Méndez le tiró un sablazo que de no ser que la india tirara su cuerpo hacia atrás la hubiera decapitado, le hizo un corte algo profundo sobre el pecho izquierdo. Dos cortes ella, él ninguno, calculaba con amargura Mailén.

    El lucero ya brillaba por encima de unos cirros rojos que pronto pasaron a violenta y luego se hicieron grises. Un grupo de pinos hacía que el viento silbara con fuerza, los secos pajonales de cardo se mecían a su ritmo, no se veían pájaros y un ñandú corría perseguido por un perro salvaje

    Méndez tomando el sable con las dos manos intenta por cuatro veces cortarla en dos, por cada sablazo Mailén le respondió cruzando el propio haciendo que el atardecer se iluminara con las chispas de los aceros. La india casi trastabilla, pero recuperándose hace volar su sable que el sargento detiene a poco de su cara y, rápido, baja el sable y le hace un largo corte en el muslo derecho. Mailén reacciona bajando su sable con las dos manos y le hace un corte insignificante sobre el antebrazo izquierdo traspasando la tela del poncho.

    Méndez gira en sí mismo para tomar impulso, Mailén hace lo propio. Sin embargo, el sargento lo hace más rápido pudiendo acertarle en el omóplato derecho. Esta herida no sólo fue dolorosa, sino que se llevó piel y algo de carne. Mailén estiró su brazo para interesarle la cara, pero él, la esquivo y estiró su sable y lo alzó por entre las piernas de la india, cortando justo entre ellas. Esto provocó una carcajada del sargento y lo hizo decir:

    – ¡Ja, ja!… ¡volvés a sangrar como una nena!… te voy a matar, pero antes tenés que sufrir, ¿Qué es eso de que una mujer monte en pelo y use sable?

    Mailén no podía disimular que ese corte en zona tan sensible no le doliese y molestase para la lucha. Con más furia que fuerza, como si de una estocada de esgrima se tratase, estiró su sable y le hizo un corte en el brazo derecho a la altura de su pecho.

    Méndez usando su larga experiencia, adelantó su sable y se lo enterró tan profundamente en el muslo izquierdo que Mailén sintió como el acero chocaba contra el hueso. Aprovechando el momentáneo y lacerante grito de dolor de la india, Méndez, bajando el sable le hizo otra herida en el brazo izquierdo.

    Mailén se batió, momentáneamente en retirada, para pensar que sería ella la que regaría con su sangre la Pampa. Y comenzó a girar su sable sólo para defenderse, cuando éste se partió en dos por el golpe del sargento. Sólo le quedaban dos cosas o huir o usarlo como puñal lo cual sería inútil debido a la destreza de Méndez.

    Mailén comenzó a observar algo en su oponente. Si bien sus cortes eran menores, al igual que su profundidad, estos no dejaban de sangrar y cuando pensaba clavarle su sable mocho, el hombre, sin más, cayó de cara al piso mostrando la pálida cara de la muerte.

    En otro caso Mailén pudo pensar que Nguenechén la estaba ayudando, pero ella sabía que, simplemente, el hombre perdía sangre sin que ésta parase. Pero, ¿Por qué se trenzaría en una pelea…? Pero luego le quedó claro que era porque pensaba en acabar con ella pronto y sin ninguna herida, o quizá porque nunca le había tocado ser herido.

    Esto no lo pensó Mailén mirando al hombre desangrarse, sino montada en su malacara. Y calculando que los baqueanos, fuera por la mañana u otro día hallarían el cuerpo de Méndez. Se alejó del lugar rumbo a una zona de bosques algo más espesos que ella conocía. Así calculando que llevaba unas 6 horas de ventaja que en términos de búsqueda se traducen en unos dos días, sacó de una pequeña bolsa un cuerno con agua ardiente ranquel que guardaba ex profeso para el caso en que saliera viva de la batalla.

    – ¡Yapaí, Baigorrita!… ¡Yapaí, Nahuel!… ¡Yapaí, Lebián!… ¡Yapaí… bueno, yo!

    Hubiera seguido brindando por el resto de los lanceros, pero la caña fuerte como para voltear a un ranquel, se le había terminado.

    Racedo, cuando notó que Méndez siendo ya noche cerrada no volvía, le ordenó a un nuevo grupo de soldados, lo mismo que a Méndez, que no volvieran sin la cabeza de la india. Así que éstos, cuando el lucero volvió a salir por el este, aún la seguían persiguiendo. En ese momento el guía de Coliqueo, luego de encaminarlos sobre huella fresca, pegó una excusa sabiendo que allí su figura traidora no era bienvenida. Pues, aunque quedase un solo ranquel, éste intentaría matarlo. Los soldados se rieron de su cobardía y más que dejarlo ir, lo echaron.

    Mailén, no se confió en la distancia que supuestamente había ganado y usando el olfato como su abuelo Machén le había enseñado, pretendió olerlos a la distancia, pero sospechaba que quizá ellos también. Al no poder saber que ellos se hallaban a casi 20 leguas, pero acercándose, usó una estrategia simple, ingenua pero efectiva.

    En primera instancia, observó que ese 16 de julio ni había luna, ni se veía ninguna estrella por motivo de una suave neblina invernal, por lo que se arriesgó y se propuso ser seguida. Sólo entonces se acordó que como lo hacían los huincas era su cumpleaños, al menos esa era la fecha que había informado en el registro civil al anotar a Mary Jane, número 36. Si tenía algún significado no lo sabía, sólo valía que seguía con vida y sus 4 hijos la esperaban.

    El bagre cayó en la lanza, unas 18 horas después, porque los soldados vieron un trozo de sus prendas blancas, rasgado por un montón de espinos altos y duros, de modo que montaron y se internaron para perseguirla. Luego de media hora vuelven a observar otro pedazo, esta vez sobre el suelo de un pequeño bosque. De modo que estuvieron por varias horas circulando a ciegas por el vasto desierto cortado por pequeños bosques ya sea álamos, ya sea alerces, algunos pinos, tilos y otras especies abigarradas en el espacio que ocuparía una plaza de pueblo.

    Aunque los soldados ignoraban que Mailén estaba malherida, suponían que necesariamente debía de estar cansada. Incluso uno comentó lo evidente.

    – En algún momento tiene que comer, tomar agua, mear o cagar, es decir, tiene que bajarse de ese maldito caballo.

    Otro dijo algo más pensado.

    – ¿Saben cómo se llama el caballo de esa yegua? Bavieca.

    – ¿Y con eso qué?

    – ¿Cómo qué? ¿No saben que así se llamaba el caballo de un español que lo condujo muerto a la batalla?

    – ¿Y porque tengo que saber semejante estupidez?

    Uno más, uniendo cabos:

    – ¿No será que esta perra se murió y estamos persiguiendo a un fantasma?

    – Pero, ¡qué pedazo…!

    Y no pudo terminar la frase cuando notó que el miedo se apoderó de la mayoría.


    Mientras tanto Mailén, quien por primera vez en la noche pudo apearse de Bavieca que ya daba signos de aplaste, comenzó a prestarle atención a sus heridas y creyó llegado el momento de cruzar los conocimientos ranqueles con los recibidos en la vieja Inglaterra. Su abuela materna Taiyelen, como chaman de la aldea, le enseño cuando pequeña a reconocer ciertas yerbas y plantas. Algunas buenas para la panza, otras para hacerte cagar, otras para parar la cagadera. Unas para parar la sangre de los meses, otras para limpiarse de una noche de amor. Unas para bajar la fiebre o parar los dolores de cabeza y unas pocas para curar las heridas que no fueran demasiado profundas, ya que las otras siempre son discusión entre Ngüenechén y Gualicho, quienes se la juegan a la taba.

    Fue allí cuando se permitió un descanso, pues lo que se le venía sería arduo. Volver al campo de batalla para recoger los cuerpos de sus hermanos y si cuadraba del resto, ni siquiera quería pensar en lo que los soldados harían con el cuerpo de Baigorrita.

    Mailén meditó que ella no había tenido que soportar los reglazos en las celdas inglesas para obtener sus licenciaturas, para que unos absurdos gusanos se la coman en plena juventud, siendo que la esperaban cuatro hijos y esas cosas que alguien que está solo en la inmensidad de algo y al borde de la muerte se dice para darse ánimo.

    Encontró esa hierba que al parecer sólo crece entre las faldas de los Andes y la llanura de la pampa árida y que no encontró en los libros de los botánicos y boticarios londinenses. Era una planta de hojas carnosas en las que parecían crecer unos hongos finos como pelusa. A eso había que macerarlo y dividirlo en dos partes. Una era para extraer el jugo y tomárselo y la otra para mezclarlo con esa otra planta que los indios llamaban Mukür o Amargura, pero que según los botánicos era Aloe Vera, también llamada de antiguo, Acibar; para untar sobre las heridas.

    Aunque allí no había ningún boticario que le hiciera ninguna contraindicación, Mailén confiaba en las de su abuela. Si lograba pasar una noche de fiebre, ésta producida más por el remedio que por sus heridas, sanaría. Así que luego de tomar y untarse, Mailén, se construyó un lecho y un manto de hojas de alerce que la escondieran de la vista de los soldados. Por el frío y la pérdida de sangre estaba tan aterida que temblaba como las hojas que son acariciadas suavemente por el viento, se acomodó para dormir por largo rato.


    Entro en el bosque de azul perlado, el reflejo sólo le dejaba ver los contornos. Bavieca parecía más grande...

    – ¡Pero claro! No era Bavieca era Bucéfalo… pero, ¿no habías muerto caballito mío? ¿Es que acaso estoy muerta, y me venís a buscar? ¿Dónde están esas hadas ranqueles que contaba la abuela? ¿Adónde vas? Llevame con vos. Pero, ¿Qué es esto? ¿Porque mis pies están enterrados en esta tierra, mi tierra? ¿Acaso son estos gusanos que veo quienes me convertirán en parte de ella? Pero, ¿Dónde está el dolor de estar muerta? ¿Dónde están todos? ¿Dónde estás abuelo? ¿Dónde estás Lebián? ¿Dónde estás Nahuel? ¿Por qué no viene nadie? ¿Alguien vio a Baigorrita? ¡Ay, no! No puedo morir. Tengo que ir abrazarlos. Abrazar a Jazmín y Julieta. Abrazar a Mary Jane. Abrazar a Rocío. Abrazar a Lucio. Abrazar y amar una vez más, muchas veces más a Juan Carlos. No puedo estar muerta, son los hongos de la abuela Taiyelén

    Se golpeó la cara y comenzó a caminar sobre esa calle de oscuros y mojados adoquines, alumbrados por esos amarillos faroles a gas, y allí estaban las tres Emma, Hilary y Victoria vestidas para engañar a los hombres, quizá tengan 10 años, o menos.

    – Las voy a saludar. ¡Ay, no! ¿Qué es eso?, han crecido y las marcas de la sífilis y el escorbuto han dejado sin un ojo a Emma, lisiada a Hilary y loca a Victoria, y por eso no me saludan como si no me conocieran. ¿Es, acaso, que no se atrevieron a matar a aquel hombre y nunca viajaron a América y nunca me conocieron? ¡No, amigas de mi alma, no! ¿Y quién es ese fantasma que llora sin ropas y sin cadenas? ¿Mi hija? No puede ser ellos están con Juan Carlos. Jazmín con Julieta. Mary Jane con su noviecito hijo de un inglés como ella. Lucio ya maneja su espada de madera, como un D’Artagnan… “todos para uno.. y uno para todos los indios muertos sobre la gramilla amarilla… carne para los buitres… ¡Si al menos hubiera una Antígona para realizar las libaciones, la mirra, la tierra… pero no, aquel Laertes de uniforme azul, rostro enjuto y sangre asesina lo impide dejando que sus huesos alimenten la “luz mala”… Pero, ¡No!. Mailén Piñemco Wangülenche, acólita de Oxford!, la luz mala no existe sólo es el fósforo de los huesos… que ahora, como Nahuel y Lebián se vuelven polvo, líquido negro, vapor de fantasmas…¿Cómo puedo tener una hija fantasma? ¿Serás, hija, que te tendré en el futuro, cuando deje de estar muerta? ¿Qué ojos tendrás? ¿Cielo como los de tu padre o tierra como los de tu madre? ¿Qué patria te dará nombre, el jagüel de Leubucó o el cuidado césped de la Oxford? ¿A qué duendes recordará tu sonrisa? ¿A los que son piedra de águila que cuidan la nieve de los Andes o los celtas que cuentan historias en los círculos de sal de los dólmenes?

    Un río de sangre fresca le interrumpió un atardecer al norte de London, por qué. allí estaba Méndez con su sable y queriendo más pelea mientras de su brazo sigue cayendo sangre, sangre fría, sangre negra, sangre de un muerto que no se resigna a estarlo. Y la sangre que moja su sable, moja su camisa, sus espuelas, se hace arroyo y el arroyo pantano y éste ciénaga hedionda cruzada de caballos y hombres muertos, sangre violeta que los sumerge…

    – “¡Salí, dejame!. Ya te maté, como maté a mi padre mi violador. ¡Salí Pizarro, no lo hagas que soy tu hija! No puedo con los dos. No puedo sentir a mi padre, no puedo sentir tu sable volviendo a abrirme. ¡Mirá Machén!, vos que sí me quisiste, que realizaste el rito, que me presentaste como mujer. ¡Mirá como mi pecho fue atravesado, mi espalda escalpada, mi pierna herida y mi hueso clavado, por el huinca con filo inglés! ¡Machén! Que cruzaste las nieves eternas, para liberar al huinca de acá de los huincas de allá, que luchaste por los araucanos, ranqueles, quechuas. Que caminaste por las calles del Inca, sólo para caer bajo las balas Colt del huinca rubio”

    Sintió el frío de un viento helado que retorcía los alerces y los hacía gemir. Alerces testigos de tiempos felices de cuando el huinca no había llegado con su acero y sus caballos, cuando un agudo mareo le hizo voltear la cabeza.

    ¡No va más! Gritó el crupier la bola cayó en el 19 y una montaña, una alta montaña de fichas negras la sepultan y la persiguen. Allí está el francés, con su sonrisa queriendo penetrar la tela que cubre los pechos de Patricia y ella jugando con sus pies y de pronto cinco niñas famélicas plagadas de bubas de escorbuto y las claras laceraciones que produce la blenorragia que vienen a ofrecer sus infantiles y diminutos cuerpos a cambio de un pan. Sólo el francés se apiada de ellas, cubriéndoles el cuerpo con su manta escocesa, pero al salir con su moneda de medio chelín son abordadas y despedazadas por una jauría de niños más hambrientos que ellas.

    El sol vuelve a acariciarle el rostro dormido y siente el sonido del acero que se vuelca para formar las placas de un crucero, diez cañones y 20 tubos para las nuevas cañerías de agua de Londres. Pero más allá el impetuoso pistón que eleva los residuos de las cloacas para impulsarlas varias millas donde el Támesis se hace mar. Nada de eso es para Leubucó, para ellos sólo el sable, el fusil, la muerte, la violación.


    Luego de infinitas pesadillas donde sus hijos murieron una y otra vez. Despertó siendo de noche, pero no sabía de qué día. Quizá había dormido unas horas, las suficientes como para que el amanecer en que se durmió se volviera noche, o bien más de una. Los ranqueles tienen una forma práctica para calcular la medianoche a falta de relojes, y es de acuerdo a la posición en el cielo de la Cruz del Sur, según las estaciones. Al no poder calcular grosso modo cuanto hacía que había anochecido, tuvo que observar la posición de la Cruz del Sur, como la llaman los huincas. Sin embargo, ya era casi luna nueva, el día de la batalla, por lo que, salvo que hubiera dormido más de una semana, no tenía la luna para ayudarla. Por lo que se tuvo que conformar con la posición de la Cruz del Sur y suponer que estuvo durmiendo por dos días y medio. Otro sería el momento para exactitudes.

    Y fue hasta ese momento de lucidez que su estómago no protestó y su olfato no se percató que durante el delirio febril el cuerpo hizo lo que tenía que hacer sin pedirle permiso a su dueña. Por suerte eso ya lo tenía previsto por lo que había puesto su ropa de “viaje” a salvo. Si bien sabía que ese no era el momento de asar ni prender ningún fuego para calentarse, pues podría ser descubierta, sí lo era para cazar alguna pieza pequeña. Su destreza sólo le hizo perder unos minutos para cazar dos conejos. Al cual, luego del ritual de mojarse el cuerpo con su sangre, los evisceró, los cuereó a la espera del momento propicio. Este momento es cuando luego de una hora de alba la neblina invernal se levanta, de modo que todo brillo pueda ser confundido con un sol que ilumina cualquier cosa. Pero también implica que el fuego debe ser rápido, y luego del primer humo, el resto debe ser suprimido. Una columna de humo en el desierto pampeano es vista desde varias leguas. Así, antes de que la niebla se hubiera disipado. Ella ya había comido todo lo que el día, en plena batalla, le permitiría.

    Era el momento de decidir dónde ir. En su caso, escapar ¿hacia dónde?

    En algo le tenía que ayudar la luna nueva, huir de noche y esconderse de día. Ya tenía decidido que iría hacia el sudoeste, lejos de los fortines para llegar al mar y encontrar algún puerto para huir al único país que conocía bien, es decir, volver a Inglaterra. De modo que aplicando una rigurosidad de monasterio, cumplió su cometido. Así luego de una semana pudo llegar al mar a un lugar que no conocía, pero que, por el orden y pulcritud, que se veía desde lo alto del acantilado, no era un fortín huinca.


    Esa mañana, sólo por casualidad ya que no sabían leer las huellas del camino, la partida que había seguido en su infructuosa búsqueda, encontró el cuerpo exánime de Méndez y al ver que tenía unas heridas apenas superficiales concluyeron que había sido cosa de un embrujo. Y volvieron a pensar en el peligro que significaba cazarla.

    Uno que se fue para Chile, otro que sólo era un fantasma. Todo era para no reconocer que estaban perdidos. Y más perdidos porque sabían que si volvían al fortín sin la cabeza de la india, Racedo los fusilaría por incompetentes. Así que luego de tres días de discutirlo, decidieron, confiando en no encontrarse ya con ningún indio, rumbear hacia el norte, quizá Catamarca, donde algún caudillejo local les diera trabajo como grupo armado, si regular y pago, mejor.


    Mailén bajó al pueblo con sus inconfundibles, pero ahora muy sucias a causa de los días, ropas indias, caminando al lado de Bavieca que como de costumbre no llevaba montura sino un simple cuero de oveja. El verla causó alboroto en el pueblo, pues, aunque estaban acostumbrados a ver indios, incluso varios trabajaban en el pueblo, nunca venían solos. Dando señales de entregarse, Mailén levantó los brazos en V, esperando que alguien se acercara a ella… con fines pacíficos.

    La situación fue intermedia. Se acercó un hombre cuya vestimenta ella ya conocía, era un sacerdote católico, rosado de piel y pelirrojo a quien secundaban dos aldeanos con escopetas.

    – ¿Cuál es tu nombre?

    Preguntó el cura, con un inconfundible acento, para Mailén que lo conocía, Galés.

    – My name is Mailén. I speak in english

    Aunque muy sorprendidos de escuchar a una india hablar inglés, luego del primer murmullo de asombro, la conversación se convirtió en fluida.

    – ¿Quiénes vienen con Ud.?

    – Vengo sola, soy la única sobreviviente de un ataque de los crist… del ejer…

    Un aldeano la sacó del apuro.

    – Tranquila señora, nosotros también fuimos extranjeros en nuestro propio país, y sabemos lo que está pasando en el suyo.

    Mailén llegó a uno de esos puntos en que su férreo espíritu zozobraba y comenzó a llorar desconsolada. Lloró por su aldea, lloró por Baigorrita, lloro mucho más por sus hermanos Nahuel y Lebián, pero mucho, muchísimo por sus hijos a quienes no sabía si volvería a ver. Así sin siquiera aceptar algo de comer, siguió llorando hasta que como una niña se quedó dormida.

    En lo que hacía las veces de hospital, Mailén se repuso de sus heridas.

    – Las cicatrices no suturadas le dejarán feas marcas.

    Le dijo, George Merrick, el médico galés llegado casi con los primeros colonos en 1865, para fundar un pueblito al que denominaron Gaiman.

    De pronto, con calculada angustia, Mailén le preguntó:

    – ¿Qué posibilidades tengo de embarcarme hacia Gales, o Inglaterra o algún lugar no muy lejano? Aunque no lo parezca tengo, aunque obvio no aquí, con que pagar en un futuro no muy lejano mi pasaje

    – Humm… las hay, pero deberá esperar unas 6 semanas, cuando ya no haya peligro de témpanos para nuestros pequeños barcos laneros que vuelven a Glasgow…

    – Glasgow… ¿Escocia?...

    – Sí, es la única manera de que los ingleses no nos quiten el esfuerzo… hoy por hoy están en paces con los escoceses… como verá sus “huincas” han tenido largo tiempo para aprender de donde esquilmar… y los ingleses son los mejores maestros.

    Una vez recuperada, y a la espera del zarpar del barco, el carguero de lanas “Shadow Moon”, según le dijeron. Mailén, tuvo tiempo para comprar, al fiado claro, un vestido de estilo inglés. El Shadow Moon no era nada pequeño, incluso mucho más grande que el Tiburón, por ejemplo, pero al parecer el mar tiene todo tipo de embarcaciones. Allí comenzó a pensar si la partida del ejército la pudiera encontrar. Pensar en la forma de volverse a encontrar con sus hijos Jazmín, Mary Jane, Rocío y Lucio, y por supuesto Juan Carlos.

    Así supo que su fama era algo más que para consumo familiar. Sabían que era una guerrera ranquel, que por eso era notorio que fuera académica, lo cual los diarios del lugar ya habían publicado hacía tiempo, pero sobre todo sabía de su… gran suerte, mejor decirlo así para no ser groseros, en el casino. Por lo que luego del vestido le llovieron, zapatos, sombreros y otras cosas. El único problema era que ella estaba allí y el dinero en Buenos Aires a cargo de Juan Carlos, que seguramente como buen huinca lo habría guardado en un banco. Pero tanto para el sacerdote y el médico del hospitalito, sus frescas cicatrices oficiaban de garantía. Si los ranqueles prestaban con o sin vuelta, esta no sería la excepción.

    Mailén no quiso comprar más allá de lo necesario, cinco mudas de ropa para el viaje. En cambio, luego de cuatro meses de obligado ayuno junto a Baigorrita y los suyos, se despachó con varias patas de cordero. Durante las seis semanas de espera no sólo se ganó el mote de hocico voraz, sino que como nunca engordaba, ya que su figura retacona le venía por herencia bilógica, sí ganó en tonicidad muscular, ya que por las tardes como lo venía haciendo desde sus 16 años con las clases de Helen esperaba la puesta del sol a puro ejercicio marcial.

    Cuando ya cargaban el barco, le entregó una carta a Merrick para que este la envíe una vez que el barco zarpara. Era una misiva para Juan Carlos, ella sabía que siempre eran interceptadas por el ejército de modo que, ya hacía mucho tiempo, tuvieron que inventar un código para comunicarse entre si. En él el norte era el este, el este el, sur, el sur el oeste. El negro el rojo, el rojo el amarillo, el amarillo el blanco y el blanco el verde y así una larga secuencia de sustantivos y adjetivos. Para no declarar donde se había refugiado y que esa buena gente no fuera punida, estaba el problema de nombrar al pueblo sin nombrarlo. Primero pensó llamarlo Whalesland un simple corrimiento de Wales, usando el hecho de que sus playas eran muy visitadas por los cetáceos, pero luego notó que un oficial de inteligencia lo hubiera identificado con facilidad de modo que usó un extraño circunloquio “el acantilado azul de los hombres alegres”. En ella le pedía que pagara unas cuentas en Gaiman. Era obvio que no necesitaba aclararle que había sobrevivido a la matanza, pero tampoco le dijo que había recibido algunas feas heridas. Le encargó que cuidara a sus hijos nombrándolos como los huincas llamaban a los patricios de la independencia. Jazmín era Mariquita, Mary Jane era Remedios, Rocío era Mercedes y Lucio como, para ella el más bravo de todos los huincas, el que nunca, pensaba ella, los hubiera mandado a exterminar, Mariano. Y para aumentar el misterio lo hizo en un cerrado galés antiguo, sin usar palabra castellana o vocablo ranquel alguno.

    Como ranquel que era le habló a Bavieca pidiéndole que la entendiera, pidiéndole paciencia y valor hasta su vuelta, que esperaba no fuera para siempre. Dejándoselo como regalo a Merrick. El noble animal, corcel de ataque en la batalla, la vio alejarse sin moverse un palmo de su sitio, sintiendo la palma del médico en su lomo.




    Capítulo 26: Comeñé (Ojos Hermosos)


    Mientras algunas cuadrillas se empecinaban en perseguir a la gente de Ramón que resignado y manso cruzaba la cordillera, una de ellas, al mando de un tal Capitán Alfredo Fernández, capturó a una veintena de indias jóvenes que habían quedado al cuidado de los niños. La cuadrilla fue expeditiva, siguiendo las directivas de su capitán, pasaron a degüello a los más chicos, la mayoría niños de pecho, pero reservando a las más grandes. Su destino estaba claro, de noche serían carne de catre para los oficiales y de día trabajo esclavo en donde no había mano de obra de mujer. Así comenzando por preparar el desayuno, seguían limpiando el fortín, incluso lugares que hacía años no se limpiaban, luego la ropa, salir a buscar leña, para el frío invierno, no para ellas claro; preparar la cena de la cual sólo recibían unas lentejas. Nada de carne y mucho menos aguardiente. Por la noche se escuchaban los gritos y el sonido del látigo para las que no se avinieran a los bajos instintos de los oficiales.

    Ya llevaban 2 lunas de sometimiento cuando una cuadrilla traía engrillada y arrastrando a una que por lo hermosa y bien alimentada parecía hija de cacique o, al menos de capitanejo. El soldado a cargo esperaba que por lo osada de su empresa se la dejaran a él. Cuando le preguntaban el nombre no respondía y así se la dejaron a Fernández, quien miró con sorna a todo el fortín diciendo que él la haría hablar.

    La india que no era idiota, sabía del peligro que implicaba enfrentarse con el capitán.

    – ¿Cómo te llamás?, preguntó el capitán.

    Pero la india no respondió. Primer fustazo sobre el rostro. El soldado estiró el brazo suponiendo que su intervención detuviera el castigo, pero los fustazos se repitieron una docena de veces.

    Vaya a saber por qué su captor contestó por ella.

    – Comeñé, se llama Comeñé

    El capitán, sorprendido, se da vuelta para mirarlo

    – ¿Cómo Comeñé?

    – Sí eso nos dijo antes de poder cazarla.

    – ¿Usted sabe quién es Comeñé?

    – Sí Claro, mi capitán, una de las hijas de Ramón, pero, ¿Qué importancia tiene eso?

    – Es que por eso Ud. es soldado y yo capitán. Si yo tengo a la hija, y como hasta las bestias aman a sus hijos, lo tendré a él.

    – Pero él, la dejó, ya cruzó la cordillera.

    – Eso, mi flojo de sesos, es lo que quiere que pensemos. El Platero no la va a dejar así nomás. Así que o vuelve para negociar o la matamos.

    Lo que Fernández no sabía y esta Comeñé no le diría, era que ella no era la Comeñé hija de Ramón. Sino, otra Comeñé de nombre cristiano Francisca Campos, hija del capitán Campos, un bravo para unos, cruel para sus enemigos, que había peleado con el chacho Peñaloza y, caído en desgracia tras la muerte del caudillo, se refugió en los toldos de Baigorrita, pronto se amancebó con Ayekan, una indiecita siempre sonriente, tuvieron varios hijos y esta llamada Francisca, a los 10 años la comenzaron a llamar Comeñé (lindos ojos), un apodo común entre ranqueles y araucanos, que gustaban apodar cariñosamente a sus hijos a partir de alguna característica. Así era frecuente que hubiera indiecitos llamados con nombres que al cristiano le causaba risa. Cabello de caballo, blanca como la luna, sombra de ombú, boca lista para besar, etc.

    Cuando las cuadrillas invadieron el cuero, mientras los varones salieron a defender la tierra, las mujeres quedaban, lanza en mano, para cuidar a los más chicos y fue así como encontraron al primer grupo.

    Como pasaba por todos lados, los sobrevivientes sólo contaban horrores. De su última batalla del capitán Campos se dice que no lo hacía sólo por la aldea y su mujer e hijos, sino porque consideraba a los agresores escoria de la patria, llegando a matar, luego de que un sablazo le amputara un brazo, a dos soldados de a caballos. Lo que se dice hombre bravo. Francisca, muertos sus padres a sablazos, no teniendo a quien cuidar, emprendió la huida hacia el oeste, pero al no tener un caballo, fue alcanzada al tercer día de puro trote. Cuando le ofrecieron un lugar en la monta, sólo dijo que no. Si huía le esperaba una bala en la espalda, así que sin poder hacer otra cosa se dejó engrillar. Acto seguido, como ya era una costumbre con las indias núbiles, fue violada por los cuatro de la partida, como pequeño botín de guerra y aunque las piernas se le agarrotaban luego de un trote de tres días en los que apenas se detenía para dormir un poco y beber el agua que caía de las piedras, y con los cardenales de los palazos por no dejarse violar, comenzó la larga travesía de 50 leguas hasta el fortín.

    Fernández sabía lo que hacía, y si con su verga de álamo no lograba lo que quería lo hacía por otros métodos. Así que cuando supo que tenía a la que él creía que tenía comenzó por hacerla desnudar y atarla por los tobillos a un poste y mientras le arrojaban agua con un cubo, para que se bañe “la roñosa”. Francisca sólo se cubría. Lo cual lo enfurecía. El resultado fue que el barro quedó mezclado con su sangre. Sangre que cayó de su espalda, de su boca, de su vagina, de sus tripas.

    Francisca, sólo se recuperó luego de tres días de fiebre, donde en lugar de taba se jugaba a que se moría o no. Pero Fernández tenía otra idea: Domarla. No como los ranqueles doman a sus potros, mediante la palabra, sino a la forma del huinca, con el látigo hasta quebrantarlos.

    Así cuando el capitán se volvió a Buenos Aires para tomar un puesto en la zona de El Tigre, Comeñé, pasó de ser vista por dos ojos de furia, a ser observada por ojos de desprecio. No la despreciaban tanto por ser india, como por ser hermosa. Así cuando el capitán se iba a su guardia luego de haberla violado durante toda una noche, entraban sus 4 hijas que fusta en mano, la castigaban hasta agotarse.

    Dos años después, la belleza de Comeñé, a fuerza de fustazos, con la espalda cruzada de latigazos y quemaduras de hierros candentes en varias partes del cuerpo, los huesos salidos a causa del hambre, había desaparecido, y era una india sumisa que sin hablar una sola palabra en castellano, cocinaba, limpiaba y atendía al señor de la casa. En la zona nadie sabía de su presencia, debido a que la habían engrillado para que no se escape. La cadena era simple, una corta que le unía los tobillos de modo que no pudiera correr y cuando necesitaban que hiciera algo en los patios y jardines, la enganchaban a una más larga unida ya fuera a un poste o un gancho de la pared, lo suficientemente larga como para que ella cumpliera con su trabajo y ni una pulgada más.

    Fue durante el tercer año de su cautiverio que Comeñé logra algo que mantuvo en secreto. Primero su pie izquierdo y luego el derecho deformados por el grillete se habían zafado. Y Comeñé, a voluntad, los volvía a poner en su lugar durante las horas en que era vista.


    Una noche de invierno, alguien que ella conocía bien, el soldado que la capturó y había deseado quedarse con ella, la vio subir a una barcaza rumbo a un puerto de la Banda Oriental, pero como dudó, ya que esa no podía ser la Comeñé que él conocía, ya que la que él conocía era una india hermosa, en la que se destacaba su negra y larga cabellera, y esa era un espectro sin cabello alguno producto del agua hirviendo que le arrojaban las hijas del capitán, le permitió a la barcaza tomar impulso y desaparecer en lo negro de la noche.

    Días después, el joven soldado que aun así soñaba con que el capitán se la conceda, se quiso asegurar y fue a visitarlo. Llamó, ya con palmas, ya a los gritos y nadie salía; primero pensó volver en otro momento, pero a causa de una rara intuición, caminó las cuatro cuadras que lo separaban de una posta de la policía.

    No hizo falta llegar hasta el interior de la casona para que el olor nauseabundo a muerto los hiciera vomitar. En la sala comedor, todos estaban atados a unas pesadas sillas de hierro forjado que tuvieron que ser arrastradas desde el patio central. Mientras que, al capitán, le habían cortado las manos, y en el plato tenía los restos de lo último que le habían obligado a comer. A sus cuatro hijas, las habían quemado, poniéndoles debajo del cuerpo sendos braceros, de forma que las asaron a fuego lento, al parecer para que toda su gran gordura cayera sobre las brasas. Todo lo cual, duró desde las 6 de la tarde hasta el amanecer. Y si lo sabían era porque había una sobreviviente, la esposa del capitán, que, sin haberlo pedido, le habían dado clemencia y pudo contar, luego de tres años de internación y silencio. Y lo más extraño, frente a lo que supusieron al principio fue que todo lo hizo sin ayuda. Entonces la pregunta era ¿Cómo una persona que sufrió con estoicismo durante tres años, de pronto es capaz de algo de tal crueldad? ¿Acaso, el capitán no se solazaba en contar como la hija de Ramón sufría todos los tormentos que a él y a sus hijas se le ocurrían?

    La verdad sólo se supo tres años después cuando la esposa del capitán pudo recuperar el habla. Comeñé, sin ningún cambio aparente, una tarde luego de la cena, cuando todos bebían su café, pronunció sus primeras dos palabras en ranquel, las primeras que se le escuchaban, salvo sus gritos, en ranquel: “Añümka Pun”, lo cual, si para Fernández sólo significaban “Planta Nocturna”, era común que en la región de donde venía llamaban a un hongo que brillaba en la noche. Como no lo entendió sólo se alarmó cuando comenzaron a sentir unos deseos desesperados de reír, y lo hacían a las carcajadas mientras Comeñé los ataba a sus sillas sin poder rebelarse a causa de la flojedad de sus músculos, seguidos por una tensión que les hacía quebrar los huesos, como si estuvieran rabiosos, cuando el efecto del narcótico pasaba a hacerlos sensibles hasta el mínimo toque. Si hubo gritos de dolor y pedidos de piedad, que los tuvo que haber, nadie los escuchó, quizá porque los vecinos estaban habituados, pensaban en las brutales palizas que, sólo por diversión, el capitán le daba a su esposa desde hacía 20 años. De modo que, aunque quisieran revolverse en sus sillas les fue imposible a causa de las quebraduras. Fue cuando, según Alfonsa, comenzó a cortarle las manos y abrirle la boca de un tajo de oreja a oreja, al capitán, chuzarle con una tijera de esquilar el pelo a las hijas, en respuesta a que días antes ellas la habían dejado sin su hermosa cabellera, lo único bello que le quedaba, arrojándole agua hirviendo. Y mientras el capitán se cocinaba, ellas sufrían el cadalso de ser asadas. Y ya les era imposible grito alguno. Aun así, a causa del efecto del narcótico, la agonía duró hasta las 10 de la mañana. Alfonsa vio como Comeñé se iba con el cofre donde el capitán guardaba mucho oro, producto no sólo de la rapiña en zona de frontera sino a sus propios vecinos ricos. Al salir por la puerta, rengueando a causa de sus tobillos deformes, le dijo en un castellano fluido que había aprendido de su padre: “Esto es por mi pelo”.

    Martín Sosa, el soldado, luego de enterarse de la sangre fría de Comeñé con la familia Fernández, ya no durmió. Aunque él y los otros 3 sólo la golpearon para poder violarla, ahora sabía que, si eso es motivo de venganza en una mujer blanca, mucho más en una ranquel, que, a causa del apresamiento por su parte, habrá juntado odio durante esos largos 6 años. Pensaba que si Comeñé tenía unos 14 años cuando la capturaron ahora a los 20 estaba en toda la fuerza de su odio. ¿Se atrevería, pensaba Sosa, a ir a buscarlos para cumplir su venganza?

    Cuando buscó ayuda le respondieron ¿cómo era posible que un soldado le tuviera miedo a un fantasma de mujer que sólo medía algo más que una yarda y media, y pesaba 80 libras? Pero Sosa cada vez que una sombra aparecía en la oscura noche, no solo sufría episodios casi epilépticos, torciéndosele el rostro y perdiendo control de sus esfínteres, sino que comenzaba a correr buscando ayuda. Y si alguien le preguntaba que le pasaba, él gritaba que Comeñé venía a matarlo. Allí estaban los enormes ojos de Comeñé, antes llenos de luz y ahora oscuros por el odio.

    Sus miedos eclosionaron cuando una tarde, una sombra de la hermosa joven que había sido, ahora con el rostro cruzado de cicatrices, el cuerpo extremadamente flaco y su cabello cortado al estilo de los presidiarios, se plantó delante suyo. Sosa ya no lo pudo soportar y cayó muerto como por un rayo. Quienes acudieron en su ayuda vieron que nada lo amenazaba y sus ojos paranoicos casi salían de sus cuencos.

    Algunos piensan que Comeñé, ahora tranquila confundida entre la gente, vive en alguna parte del Norte de Tucumán, pero nadie lo puede asegurar.




    Capítulo 27: El exilio de Mailén en Londres



    Desde el “Shadow Moon” aún se veía la costa cuando Mailén, la dura Mailén, comenzó a llorar con desconsuelo, su cuerpo lloraba el desconsuelo de la ausencia y su espíritu era lacerado por la noche de la soledad. Se sentía como esa luna, roja a causa del eclipse, sola pero tironeada por su tierra y los suyos. Y la embargaban las preguntas.

    ¿Qué habrá sido de los cuerpos de Lebián y Nahuel? ¿Con quién estarían Mary Jane, Rocío y el pequeñito Lucio? ¿Por qué se embarcó en esa batalla, viajando, casi 300 leguas a caballo, sabiendo que ya estaba perdida de antemano? ¿Acaso esperando que una tormenta matase al ejército agresor, como una tormenta a la gloriosa Armada Invencible? Cosa que no pensó cuando las partidas avanzaban hacia ellos y vio rodar los cuerpos de sus hermanos sobre la gramilla, pero ahora, al pensar que pudo haber dejado sin madre a sus cuatro hijos, le producía una angustia que le cerraba la garganta. Y su llanto convulso, aunque lo quisiera ocultar, era percibido por todos los pasajeros del carguero.

    Al tercer día se acercó a la proveeduría para comprar lápiz y papel. Sólo tenían unos pocos lápices ya usados y papel rústico de ese que usaban para envolver la mercancía. Igual los aceptó.

    No sabía si eso la consolaría, pero sintió muchas ganas de escribir. Ella sólo había escritos ensayos que nada tenían que ver con su vida. Temas literarios como ¿Por qué Hamlet desarrolla su discurso frente a la calavera de Yorik, un simple bufón? ¿Por qué “La criatura” de Viktor Frankenstein clama venganza contra su creador? ¿A quién iban dirigidas, en realidad, las diatribas de Cicerón? Pero nada de ¿Por qué el coronel Mansilla, que tanto había hecho en favor de los ranqueles, a la hora de la votación, bajó su pulgar? Eso lo dejaría, si la vida se lo permitía, para preguntárselo ella misma. Por el momento calmó su angustia, escribiendo cosas leves para el afuera, pero intensas para sus adentros.

    De modo que ya fuera en su camarote, una forma eufemística de decirle a eso que ella misma construyó con fardos de lana alejadas de toda lámpara, ya fuera de aceite o kerosene. Era un cubículo donde aparte de su cama, hecha con dos fardos donde echó unos cueros de ovejas, una silla y una tabla que oficiaba de atril para su escritura. O bien sobre cubierta, al sol, que rumbo al ecuador era abundante. Así, si de noche se ponía sombría, de día salía su lado blanco y alegre, que no duraba mucho si se acordaba de sus hijos.

    Durante las ocho semanas que el carguero a vela utilizó para cruzar desde Gaimán hasta Glasgow, su improvisado cuaderno se engrosó con sus recuerdos y algunas cosas con pretendido curso poético, el cual estuvo perdido por casi 30 años. Mejor dicho, perdido entre el desorden propio de una Mailén siempre desordenada. En el mismo, en forma caótica surgían reflexiones, anécdotas, sueños, pesadilla y observaciones de su entorno.

    Entre éstas últimas fue su conocimiento en vivo de una joven a la que el viento parecía llevársela. Una galesa de unos 20 años, bellísima de no ser que su piel estaba pegada a sus huesos. Mailén que podía ocultar su estirpe ranquel, algo no bien visto por la tripulación alemana del carguero galés, gracias a su fluido inglés, pronto hizo amistad con ella, pero pronto se sorprendería y decir muchísimo es poco. Como Mailén viajaba con una recomendación de cura y médico, que sin decir quién era ni cuanto tenía, simulando ser una pasajera de favor gracias a una visa escrita del médico de Gaiman que le proporcionaba abrigo y alimento durante el viaje, no tuvo mejor idea que invitarla a comer, dado que, según pensaba, le hacía muchísima falta. En la ocasión el cocinero congoleño había preparado dos ovejas a la gacela, como le decía él. A los cuerpos eviscerados los había trinchado a todo lo largo y con gran paciencia las giraba en torno a dicho eje, así que como en su tierra natal cocinaba las ásperas pero sabrosas gacelas, en el carguero dos suaves ovejas, suficientes para los 12 tripulantes y 8 pasajeros.

    Así que, acomodándose con dos pasajeros y sus padres, pronto les trajeron su ración que era abundante. Como a Mailén no le gustaba el vino, le sirvieron jugo de naranjas algo novedoso para ella, ya que si la conocía de su estadía en Londres nunca la había probado. Los dos pasajeros hincaron el diente, Mailén hizo lo mismo, los padres lo hicieron con mucha moderación y fue cuando vio que Elizabeth, solo tomaba jugo de naranjas mirando a la presa de su plato con avidez, pero sin tocarla. Mailén la miró y eso motivó que los padres dejaran de comer para decirle que “eso” que había en el plato “engordaba” y era lo que Elizabeth no quería. Mailén habrá puesto ojos de plato porque los otros dos no pudieron contener la risa. La persona que más necesitaba comer no lo hacía porque engordaba. La cara de la joven se crispó al sentir que se reían de ella, pero alcanzó a decir con aire señorial: “Una señorita de Gales debe mantenerse en forma”. Pero Mailén le respondió: “Sí, como una mujer que yo conocí en Londres, que llegó a pesar 100 libras”. Elizabeth le dijo: “Eso no es peso bajo”. Y Mailén sin perder su flema le agregó: “Claro si se le descuentan las 40 libras que pesaba su ataúd”. Elizabeth, sin probar bocado se retiró a su cuarto. Ocasión para que sus padres le contaran de la tortura familiar con su rara enfermedad, Anorexia, se llamaba. Sus portadores rara vez llegaban a los 30 años, al menos en Europa. Mailén no les prometió éxito, pero sí intento. “Eso ya lo intentaron varios, sin resultado”, le dijo el padre.

    Al día siguiente sin decirle que era ranquel, ya que los pasajeros la creían galesa, o hija criolla de galeses a juzgar por su piel algo más oscura, le contó algunas de sus aventuras con su esposo. Elizabeth se horrorizaba que una niña de sólo 16 años, ya que Mailén también en eso aumentó su edad, tuviera sexo o peor ser madre. Pero luego Mailén pasó a relatos más procaces, lo cuales sólo pueden realizar dos personas bien alimentadas y con algo de carne sobre las costillas. Nada de eso resultó el efecto que ella buscaba.

    Mailén organizó una confabulación en la que participaron todos los pasajeros y tripulantes del barco. Ya fuera por diversión o para mitigar el aburrimiento que implica viajar en un carguero, nunca antes había visto tal unión por un fin noble. Al día siguiente les pidió a 8 de los tripulantes que contaran cosas que no eran en ese caso ciertas, según ella pensaba, pero posibles. Estando Elizabeth al sol en cubierta dos de ellos, simulando no ser escuchados, contaban de lo importante que era una mujer bien alimentada, para hacer esas cosas que todo el mundo hace. De pronto uno dice:

    – ¿Qué te parecería hacerlo con la galesita?

    Y el otro le responde:

    – ¿Pero es que acaso comiste pescado en mal estado? Eso sería como hacerlo con una niñita de 4 años, horrible y de pésimo gusto…”

    Y luego de un largo silencio.

    – Creo que esa chica se está preparando para un conde… no mejor no te lo digo… bueno, sí, que sólo lo hace con niñitas pequeñas que como bien sabés en Inglaterra como en cualquier zona de extrema pobreza sobran.

    Cuando por la tarde Mailén se sentó a su lado, Elizabeth le dijo:

    – Yo no soy una niñita, no me espera ningún conde, sino un joven acaudalado que gusta de mujeres bellas.

    Mailén hizo un largo silencio pensando lo que le iba a decir ya que la chica no habló de sexo en ningún momento y no quería ser ella la que lo hiciera, así que cambió de tema. Le habló de la figura de algunas de las mujeres más famosas de la historia, en particular del arte.

    – ¿Conocés el cuadro de Rubens “Las tres gracias”?”

    – Sí, claro, horrible

    – Bueno, como sabrás, la modelo es sólo una, la esposa adolescente del Pintor a la que le llevaba 37 años de edad

    – Pobre chica, pero bueno, eran los gustos de la época.

    Mailén prosiguió

    – ¿Y “La maja” desnuda o vestida? O la reina Victoria.

    Elizabeth le dijo:

    – Es que una reina no necesita cuidar su cuerpo

    Por último, le comentó que el mejor cuadro, para ella era, “El nacimiento de Venus” donde Boticelli expone su ideal de belleza. Elizabeth le responde que eran otros tiempos. Mailén sin expresar su rotundo fracaso se retiró a su cuarto a pensar.

    Por la mañana despertó a causa de unos gritos y lamentos. Elizabeth amaneció muerta por causas naturales, al parecer, su débil corazón azotado por tanto ayuno dejó de funcionar. Durante la ceremonia de arrojar su cuerpo al mar, los marineros encargados contaron que con su altura de dos yardas sólo pesaba 50 libras.

    Mailén lloró por su amargo fracaso y a partir de ese día se encerró en su habitáculo, imbuida en sus escritos y sólo se la veía a la hora de la cena.

    Allí meditó sobre el papel de la mujer en Europa donde se dirigía con la clara intención de publicar algunas de sus poesías, pero mucho para más denunciar la masacre que su pueblo había sufrido. Triste decepción se llevó cuando en Inglaterra a nadie le interesaba lo que les pasara a un grupo de indios y, además, no era bien visto que una mujer sea escritora, a no ser de temas familiares y bucólicos como hacían las norteamericanas Luisa Alcott, con su serie “Mujercitas” y Laura Ingalls, con su serie “La casita en la pradera”, de modo que tampoco publicó su obra. Sin embargo, como veremos, con aquella pequeña fortuna ganada en el casino, compró y reformó un lugar para que los juglares, como se los llamaba allí, y otros poetas pudieran, una vez a la semana recitar sus trabajos.

    Fue recién entonces que notó que muchos aún recitaban en rima, algo que a partir de Wittman y otros, se estaba dejando de hacer para poner toda su fuerza en el mensaje. Allí conoció la larga batalla entre forma y contenido que el siglo siguiente se daría en todos los terrenos.


    No la pasó nada bien Mailén esos primeros meses en Londres, pues si bien disponía de un pasar le faltaba lo fundamental: sus cuatro hijos y nieta. Se levantaba por las noches transpirada a causa de las pesadillas y tomó la mala decisión de dedicarse a la bebida.

    Ya había enviado, cuando aún estaba en tierras americanas, cartas a Buenos Aires con un remitente falso, para comunicarle a Juan Carlos que estaba con vida, para que le envíe dinero y para que él le lleve el dinero a la gente de Gaiman. Ahora le volvía a pedir para la compra y reforma de un lugar donde pensaba dar clases de castellano, ya que, a pesar de los muchos españoles que había en Londres, muy pocos se dedicaban a enseñar. Luego supo de las estrictas reglas laborales inglesas, no era suficiente conocer tal o cual tema, se debía tener un título habilitante y ella, por suerte los tenía. Así los alumnos se fueron acercando y, al estar ocupada, las pesadillas se fueron espaciando.

    Pero hay que contar lo que le sucedió una noche mientras bebía a rajatabla. Quizá haya sido la luz amarilla de las velas, o que ya había tomado demasiado, que, al verse en el gran espejo de su habitación, creyó ver en ella a Epumer, con su orgullosa espalda encorvada por el alcohol, y si ella admiraba a Epumer no era precisamente a causa de sus famosas borracheras que lo ponían violento. Allí mismo arrojó la botella, casi vacía, al bote de la basura y para hacerlo con todas las letras, juró por sus hijos, no volver a hacerlo, y allí surgió la extraña situación de una ranquel abstemia.

    Con el paso de los días comenzaron a caerle más alumnos. Algunos porque querían aprender castellano para poder leer al Quijote en su propia lengua, otros por motivos meramente comerciales y otros que se iban tan rápido como habían llegado para saber cómo era una india americana.

    Dos de sus alumnas, Margaret y Carol, que tenían, como ella, aficiones de escritoras le propusieron formar una cofradía de escritores y poetas y aunque el lugar era escaso así lo hicieron. Al poco tiempo se les sumaron Alice, Marian, George, Sean y Alfred.

    Y lo que comenzó como algo informal de sólo una hora, al poco tiempo ya fueron 4, las dos primeras se usaban para que cada uno leyera sus trabajos, pero más sus experiencias, quedando sorprendidos con las historias recientes de Mailén. Sus frescas cicatrices no dejaban lugar a dudas. Esa mujer de talla diminuta y voz algo áspera se había batido a duelo con un experimentado guerrero y si bien no era propio decir que lo había vencido, sí que había salido indemne.

    Habría que decir que sólo Margaret estaba a la altura de las circunstancias, pero aunque nadie pasó de escribir sobre cuadernos llenos de manchas de tinta todos los guardaron con aprecio.

    A George, gran lector de Shakespeare y Poe, le gustaba escribir ficciones policiales que, situadas en la neblinosa Londres, bien podía serlo en cualquier ciudad moderna. Del inglés le fascinaba su sentido trágico y del yanqui sus sesudas historias con finales nunca previsibles.

    Mailén tuvo problemas para traducirla al castellano, de tan lleno de expresiones de la jerga policial y de los bajos fondos londinenses. Pero más porque los ingleses no usan el tú, y mucho menos el vos rioplatense. Por eso, al parecer, su versión, por momentos parece un híbrido de lenguajes escrito en castellano. Tuvo que escribir y reescribir varias versiones. Ya fuera cambiando los originales nombres ingleses por castellanos o bien en lugar del castellano más castizo un lenguaje más rioplatense. Esta es sólo una de esas variantes. Que por haber sido escritas por un hombre y además inglés halló rápida acogida en las editoriales. El siguiente es un híbrido con nombres y lugares ingleses pero el modo de hablar rioplatense.

    A todo esto, Mailén pudo observar cuanto había cambiado la ciudad en esos 10 años. Había más calles adoquinadas, alumbrado público a gas, un policía en cada esquina en su garita, algunos edificios ya contaban con energía eléctrica y por eso, algunos, los más elevados cambiaron las máquinas de sus ascensores de máquinas de vapor a motores eléctricos. Los quirófanos de las clínicas privadas y hospitales contaban con luz eléctrica. Allí, luego de una epidemia de polio, aparecieron los primeros pulmotores y como novedad los primeros respiradores artificiales. Muchos edificios cambiaron su gris fachada de cemento por grandes paredes vidriadas y los edificios de la clase alta vistosos vitrós. Y para una ciudad baja cerca de la desembocadura del Támesis, sorprendía las fuentes de aguas danzantes con sus chorros que se elevaban a más de 50 yardas. En el transporte público descollaban los tranvías tirados por 4 o 6 caballos. Que inundaban de bosta todas las calles y para Mailén una gran novedad, los primeros automóviles a explosión, dejando atrás a los de vapor, mucho más pesados y poco maniobrables. Aún se debatían entre hacerlos a alcohol, algo que Mailén pensaba más lógico ya que el alcohol se conseguía por todos lados, y al combustible derivado del petróleo que cuando pasaban llenaban la calle de humo el cual, y no hacía falta tener una buena vista, se depositaba hasta en las altas gárgolas de la catedral. Estaba claro que por lo económico y limpio prevalecería el alcohol.




    Capítulo 28: La nueva generación


    Desde aquella batalla de Mailén por su mapu, aquel aciago 16 de julio, Juan Carlos tuvo cada vez mayores problemas para mantenerse dentro de su uniforme. Ese que tanto había honrado su abuelo y que algunos de sus camaradas estaban empeñados en mancillar. Aunque, a decir verdad, ellos estaban convencidos de lo que hacían.

    Casi nadie sabía que sus cuatro hijos eran hijos de una mestiza y por eso no tenían dificultades en la escuela pública a la que iban.

    Pero su verdadero problema fue otro, cuando se negó con otros pocos a participar de la masacre de tierra adentro y de allí la negativa de su nuevo ascenso quedando congelado en el grado de capitán cuando los camaradas de su camada que continuaban en sus cargos ya eran coroneles con la diferencia de paga que eso significaba.

    A pesar de sus más de 20 años de carrera nunca tuvo la necesidad de matar a nadie. No lo hizo en la frontera con Paraguay, ni en su largo periplo por los peores fortines de la línea de frontera, entonces, ¿cómo podría tomar las armas contra la mismísima toldería donde había nacido Mailén, pudiendo matar en el hipotético caso, a alguno de sus cuñados o a Maitén que aún se montaba en su yegua y blandía su lanza, cuando para él y los suyos, les bastaba disparar con los precisos Remington desde la distancia?

    Sabía que Mailén estaba bien, pero extrañando angustiada en la distancia, cuando ya hacía 9 meses que no veía sus hijos. Juan Carlos tomó una decisión que le llevó varias noches de meditación. Pidió la baja del servicio activo, lo cual, por otra parte, estaba limitado a funciones de oficina.

    Así que activó sus planes para poder vender la pequeña casa donde vivía con sus cuatro hijos y su nieta, comprar los pasajes sin retorno y subastar el sable corvo de su abuelo Ismael que tuvo el honor de ser usado por el mismísimo general San Martín, y como todos lo sabían logró una buena paga.

    Pero cuando se apersonó en la escuela de Mary Jane y Rocío, para tramitar el pase, se llevó una sorpresa. Quizá por no ser conocido, escuchó como una mujer llena de espanto contaba que planeaban matar a dos nenas. Él estuvo a punto de intervenir, pero se contuvo y escuchó. Alguien con total impunidad les había dicho que no se aceraran mucho a la puerta de la escuela sino es que querían ver la sangre chorrear hacia la tierra. Y ya Juan Carlos sin saber que se trataba de sus hijas afinó más el oído.

    – ¿Qué culpa tienen las chicas de ser hijas de una india asquerosa? Que la vayan a buscar a ella para matarla, no hacerlo con ellas.

    Juan Carlos, al caer en la cuenta de que se trataba de sus dos hijas, entró en alarma, pero ensayó una cara de no comprender y otra de las mujeres agregó:

    – Parece que dos de los hijos de un tal Julio Méndez la buscaban para matarla como ella había hecho cobardemente junto a otros 50 indios. Imagínese, un solo hombre contra 50 salvajes.

    Hasta entonces Juan Carlos ignoraba lo que había ocurrido en aquel día, pero salvo la cantidad de indios, le daba cierto crédito a lo que la mujer decía. Y por parte del ejército era costumbre exagerar los partes de guerra para confortar a las familias.

    Pero supo algunas cosas más. Que los asesinos montaban guardia frente a la escuela y le prestaban especial atención a Rocío, quizá por ser de cuerpo más pequeño y por lo tanto, pensó Juan Carlos, secuestrable. Que usarían el mismo sable que había usado su padre para degollarlas y cuando la asesina de su padre se presentara, si es que la cobarde lo hacía, harían lo mismo. Si era una simple patraña para atraer a Mailén no surtiría efecto ya que ella estaba a miles de millas de distancia, de modo que él mismo montó guardia para descubrir a los criminales y detenerlos y, de ser necesario, eliminarlos.

    Le tomó sólo dos días. Cuando Mary Jane, como siempre, se abalanzó, a sus brazos, alguien se le interpuso en su camino blandiendo un puñal al grito de “ojo por ojo”. Pero Juan Carlos le trabó el brazo y frustró el ataque. Sin embargo, como él ya suponía, el hombre no estaba solo y el otro se le arrojó encima. Al verse en clara desventaja al verlas presas de pánico, les gritó que corrieran a la casa. Las niñas así lo hicieron. Pero el otro, más joven alcanzó a Rocío y sin darle más tiempo le cortó el cuello, Rocío cayó en medio de convulsiones sobre su propia sangre y Mary Jane al darse cuenta que nada podía hacer por su hermana, siguió corriendo hasta ponerse a salvo arrojándose adentro de una cesta de cebollas. Mientras esto pasaba Juan Carlos dio cuenta del principal agresor derribándolo de un puñetazo y salió en busca de sus hijas, pero al ver el cuerpo ya exánime de Rocío se paró en seco, dándole tiempo al mismo hombre para recuperarse y traspasarlo de lado a lado. Sin embargo, aún tuvo fuerzas para hacerle lo mismo, partiéndole el corazón con su puñal. Juan Carlos murió abrazado al cuerpito de su hijita. Y el asesino de su hija, sin poder ver donde se hallaba Mary Jane, dejó el lugar corriendo.

    Jazmín tuvo la amarga misión de enterrar a su padre y hermana. Fue el tiempo que tardaría ella en embarcarse. De su padre conservó, su puñal que lo acompaño en la guerra del Paraguay, y sólo lo usó para cortar la carne, por lo que sólo lo usó para matar en defensa propia aquel día, y el pañuelo cosido por Anahí con su propio y oscuro cabello. De Rocío su hermoso vestidito de seda rosa.

    Ya estaban acomodados en su camarote cuando un guardiamarina le avisa que ese día el barco no zarparía por la gran bajante del Rio de la Plata, ocasionada por el viento Pampero, ironía que era fácil de comprobar con sólo asomarse al barandal de cubierta. Y, estando allí, Mary Jane dio gala de su increíble vista al decirle a su hermana mayor:

    – Ves, allá, en el muelle queriendo subirse a un bote. Bueno, ese es el que mató a Rocío y ahora, me parece, quiere escapar de la justicia.

    Jazmín se guardó el comentario de que para un hijo de ranquel no fue hecha la justicia del huinca. Y luego se percató que lo que ese tipo buscaba era subir al barco para terminar con Mary Jane o, de serle posible toda la familia. La sangre que Mailén le había dado, entonces, entró en ebullición.

    Entró como una tromba al camarote, tomó el puñal y quitándose el pesado vestido, quedando en ropas livianas, para poder nadar mejor, se arrojó al río que sólo le llegaba hasta el pecho y nadó, en medio de la oscuridad que sólo le dejaba distinguir los contornos hasta ubicarse frente al bote que, a pesar de usar un farol, quizá por no esperarlo, no la veían. Estando a unas pocas yardas se volvió a sumergir para volver a surgir, se tomó del borde y desestabilizó al bote de modo que el orgulloso joven que viajaba parado para no ensuciar su gran capa de casimir inglés, perdió el equilibrio y cayó al agua. Jazmín sin darle tiempo a subir de nuevo, le hundió el puñal en el vientre, tantas veces como segundos había tardado Rocío en morir, ya que la brava se negaba a entregar la vida. Veinte profundas puñaladas en el mismo tiempo. El botero, sabiendo la calaña de quien transportaba, sólo gritaba:

    – “Yo no tengo nada que ver, no tengo nada que ver”

    Pero Jazmín ya lo había ignorado y con rápidas brazadas ya estaba en la cubierta del barco.

    Curiosamente, lo que no se había hecho a raíz de la muerte de su padre y hermana en esos 10 días, se hizo a la hora de la muerte del muchacho, quien con las tripas fuera de su cuerpo, aún flotaba sobre las turbias aguas del río, cuando una comisión abordó el barco buscando a la asesina.

    Nadie sabe si el capitán sabía lo que había ocurrido, pero usando sus atribuciones le dijo a la comisión:

    – Según mis marineros la persona que ustedes buscan descansa en su camarote a la espera de la partida y allí estuvo con su hija y hermanos toda la tarde. De modo que les pido que, por favor abandonen la nave.

    Jazmín nunca supo si el capitán mentía o realmente lo creía así. Pero eso le ahorro el arresto lo cual, en virtud de su sangre y su padre ahora muerto, sería al menos una larga pena de cárcel cuando no el fusilamiento. El cargo, matar a un soldado de la patria.

    Al alba, el viento y la marea cambiaron y el barco pudo zarpar. Todos lloraron al no poder saber si alguna vez podrían volver a su querida mapu.

    Jazmín pasó todo el viaje malhumorada y taciturna pensando como haría para decirle a su madre lo que había ocurrido cuando el propio Juan Carlos le había enviado, sólo 2 semanas antes, una carta para que lo recibiera en tal día y hora. ¿Qué pasaría cuando al bajar de la explanada, Mailén buscase a Rocío para besarla o a Juan Carlos para abrazarlo? Nada tenía su respuesta.

    Y así fue. Mailén, vestida con todas las galas de una dama inglesa, estaba allí al pie de las escalinatas, mirando con atención a cada uno de los pasajeros y cuando abrazó a la tristísima Jazmín, a su nieta Julieta, y a sus hijos Lucio y Mary Jane, notando la tardanza de Juan Carlos y Rocío, gritó hacia los barandales de la nave:

    – Vamos, remolones, ¡bajen de una buena vez!

    Y Jazmín, tan seria que su pálido rostro blanqueaba su natural piel mestiza, luego de lograr componerse dice:

    – No van a bajar, no van venir.

    – ¿Cómo que no van a venir? Si tu padre me dijo que había sacado pasaje para todos.

    Y Jazmín entró en llanto desconsolado, sin poder decir más nada.

    – Jazmín, hija, amor mío, ¿qué te pasa?

    Y sólo luego de varios minutos, mientras el resto de los pasajeros se arremolinaban a causa de su llanto, Lo dijo rápido con la ingenua ilusión de que doliera lo menos posible.

    – Papá y Rocío están muertos. Los mataron dos hijos de un tal Julio Méndez.

    Quien no haya visto nunca a una madre ranquel, o indígena en general, llorar por un hijo muerto, no podrá nunca entender su llanto desgarrador. Cayó de rodillas, aspiró todo el aire del puerto y emitió un largo y poderoso grito de llanto, donde al dolor por su Juan Carlos y Rocío, se unió el grito contenido por Nahuel y Lebián, caídos en la gramilla pampeana. Y fue tal que luego de 10 minutos con las fuerzas totalmente agotadas, tuvieron que alzarla para subirla a un carruaje.

    Y para aumentar aún más la tristeza, la casa estaba adornada al estilo que los ingleses solían usar para recibir a los visitantes, con hermosas guirnaldas y farolas de papel iluminada por dentro con diminutas velas. Un gran cartel, comprado, que decía “Welcome home” y otro hecho por ella misma, aún más grande que decía: “Bienvenidos Juan Carlos, Jazmín, Julieta, Mary Jane, Rocío y Lucio” que Mailén arrancó con tal furia que dos de sus uñas saltaron de sus dedos, con la intención de comérselo para acabar con su existencia, lo cual fue impedido por Patricia, que, habiendo llegado para tal ocasión, tuvo que sopapearla varias veces para que entrara en razones. Y por su consejo hicieron un funeral de cuerpos ausentes al estilo anglosajón, de esos que duran toda una semana. Mailén, sólo lo hizo para conformar a su hermana, pero pudo ver cuanta gente, incluso mucha que ella no conocía, se acercaba a darles las condolencias. No era un simple saludo de vecinos, Mailén se había hecho querer por muchos.

    Cuando el funeral acabó y las semanas comenzaron a transcurrir, Mailén entro en una extraña serenidad parecida a la resignación. Durante ese tiempo no recibió a ninguno de sus alumnos.

    Mailén no era nada creyente ni en la fe de los cristianos ni en la ranquel, pero durante esos días maldecía a Gualicho, autor de la muerte de niños y fue Patricia quien la sacó de semejante despropósito.


    Los europeos que poseen esa vieja cultura romana aunque muy edulcorada luego de los oscuros tiempos de medievales y la no menos oscura revolución industrial que trae riqueza para unos pocos y hambre para los muchos, tienen una explicación nada racional para un amor que parece imposible, un flechazo de cupido.

    Porque, ¿De qué otra manera se podría explicar que Jazmín estuviera noviando con un muchacho inglés perteneciente a una de las clases bajas de Londres? Y cuando Mailén se opuso, ella le respondió que quizá ella buscara en ese muchacho pobre a esa excepción tal como lo había sido su padre. Y al parecer, debido al paso de las semanas el carácter afable y, al menos en la apariencias, la honradez y decencia del muchacho ganó, incluso, sino el corazón al menos la aceptación de Mailén. Y como la cultura inglesa lo mandaba terminaron casándose a los pocos meses.

    Y al parecer fue esa costumbre de los ranqueles desde siglos, milenios quizá, de reemplazar un hijo muerto por el nacimiento de otro; Jazmín pronto quedó embarazada.

    Eso hizo que momentáneamente todos pusieran los ojos en Mary Jane, para que no hiciera lo mismo. Lucio, rojo de celos, dijo que él también lo haría.

    Mailén que siempre lo tomaba en serio le dijo, esa vez bromeó:

    – Bien, mientras vos no seas la señorita.

    Aunque fuera muy chico, Lucio, entendió el sarcasmo y para no dejar ningún lugar a dudas, le propinó una patada con su borceguí inglés hecho de cuero pampeano.

    Mailén, luego de reflexionar se percató que su broma había estado fuera de lugar.

    – Quiero que todos sepan que, si alguno tuviera esas inclinaciones, yo no los rechazaré como veo que se hace, en la mayoría de los casos, violentamente, en todo el Reino Unido.

    Luego de dos meses de estadía Patricia anunció su partida y generando gran incógnita agregó:

    – Porque Guillermito tiene que atender a sus hijas.

    Luego de esos años de separación Guillermito estaba cumpliendo su promesa y ya tenía 4 de las 10 hijas que había prometido hacía ya mucho tiempo tener. Es que ya tenía 25 años y era todo un gallardo irlandés que cumpliendo su promesa en todos sus términos ya había tenido a Jennifer Hypatia, Claudia Mnemosyne, Drusila Clío y Julia Thalia, y confiaba que a su tiempo llagarían Alexandra Erato, Augusta Euterpe, Elizabeth Polymia, Victoria Calliope, Gloria Terpsichore, Casandra Urania y Helen Melponeme. Pero además tenía dos hijos varones. Sea porque era el heredero de la fortuna de su padre adoptivo o por su belleza varonil, no sólo las pobrísimas aldeanas se dejaban arrobar por él, lo hicieron incluso cuatro damiselas de la clase alta. Guillermo se ufanaba. Si Mariano Rosas podía tener varias esposas, él, ¿Por qué no? De modo que a veces hablaba como un noble irlandés y otras como un lancero ranquel. Nunca tenía dificultades en identificar a ninguno de sus hijos, no sólo por ser de madres diferentes sino por su desarrollado sentido de la percepción. Aquí, estaban Jennifer, Claudia, Drusila y Julia, allá Aquiles y Héctor, quienes como adivinando el origen de sus nombres, siempre vivían peleándose, pero, en su caso, sin olvidar que eran hermanos.


    Llegó el momento y Jazmín tuvo, un 6 de julio de 1881, una niña a la que llamó Segunda Rocío, en honor a su hermana.

    Mary Jane, mestiza por herencia, pero inglesa por lugar de nacimiento, donde había vivido los primeros años de su infancia, comenzó un noviazgo formal, con un muchachito de un barrio inglés que, acostumbrado a sus propias formas culturales, se escandalizó al saber que ella sólo tenía 12 años y el muchacho 22. Fue la propia Mailén buena conocedora de la cultura inglesa quien le pidió que actuara con la dignidad que el nuevo lugar imponía. Pero el joven, Martin Duncan, hijo de un pequeño pero próspero comerciante fue quien, luego de 6 meses de visitas de living, a la lumbre del hogar que dejaba oír, de tanto silencio, el crepitar de sus leños, algo que Mailén sólo había visto en Inglaterra, los martes y jueves, sabiendo que era viuda reciente pero suponiendo que había estado casada por civil e iglesia, y por lo tanto dueña de la patria potestad de Mary Jane, menor de edad para las leyes inglesas, le pidió formalmente la mano de la joven quien no sabía de la decisión tomada por su novio y Mailén se la otorgó de inmediato. Ya le comenzaba a pesar vivir en una sociedad tan reglada. ¿Qué pensaría el muchacho, pensó para sí, si supiera como ella había engendrado a Jazmín?

    El casamiento fue sobrio y sencillo y cuando el muchacho quiso llevarla a vivir con él, Mailén le dio sus razones para posponerlo, había estado más tiempo separada que junto a la niña y quería disfrutarla un poco más. De modo que se arregló una habitación para la joven pareja.




    Capítulo 29: Investigación y literatura. La sombra


    Cuando, el joven esposo de Jazmín salía todas las mañanas rumbo a su trabajo, ella pensaba si así se sentiría su madre cuando Juan Carlos se iba ya fuera a un fortín o las líneas de la guerra con el Paraguay. Claro que Londres no era la convulsionada república donde su raza, que la habitaba desde milenios, nunca fue aceptada por el nuevo orden impuesto a sangre y fuego primero por el invasor español y luego por sus sucesores criollos, y donde no sólo indios y paraguayos habían sido masacrados en aras del tan cacareado progreso del mundo, de boca de autores y filósofos positivistas que predominaron en siglo XIX, sino, como se dejaban ver en algunos periódicos anarquistas que circulaban clandestinamente por los suburbios de la capital del imperio, también los propios hijos de europeos que viajaban hacia allá en busca de un pedazo de tierra donde arrojar unas cuantas semillas y hacer que, como ellas, sus pies se arraigasen. No era ese el caso. Todos los días esos mismos pasquines llamados así con orgullo por sus editores en cuanto que eran producto de sus desvelos y que salían de los pocos chelines que habitaban en sus bolsillos, informaban que ya fuera en USA, México, Brasil, Chile o Argentina, el lugar ya poco importaba, la horca, la tortura, el fusilamiento ya no eran sólo para los antiguos esclavos a manos del Ku Kux Klan o los ejércitos privados de los mamelucos, también para aquellos gringos que no se amoldaran al nuevo patrón de sociedad capitalista.

    Uno de esos llamados pasquines publicó en forma de una supuesta novela en forma de entregas semanales, basada en un caso que conmocionó por algún tiempo a la sociedad londinense. Sólo meses después los lectores supieron al cotejar los resúmenes de las negras crónicas policiales que eran algo más que basadas en la realidad.

    Sólo se dijo quién era su autor algún tiempo después, ya que quería ser mantenido en el anonimato, por dos causas, la primera era que no se consideraba escritor sino sólo un escribiente, es decir aquellos que sólo transcriben los hechos y por ser uno de sus casi involuntarios protagonistas. Las entregas se hicieron bajo el misterioso título de “La Sombra” que era lo que el género requería.


    La sombra


    Viernes a Sábado


    Desde una rendija de la ventana, una luz intensa le iluminó los párpados, debajo se revuelan caótica las corneas del último sueño. El izquierdo se abre, sin voluntad, la luz corre desesperada al encuentro de la retina y le provoca una intensa jaqueca. Con esfuerzo, pesadas, las manos se movilizan, recorren la textura de las sábanas y el acolchado, que trae información cercana. Si así fuera, girando el cuello hacia la derecha, debería estar el reloj de gallinita. Con un poco de temor, entreabriendo con voluntad los párpados, se repite el ciclo fisiológico. Estallan prismas desde un tragaluz, se hace la sombra, luego se dibujan los oscuros y blandos contornos de lo cotidiano. Allí estaba. Un poco más a la sombra, comiendo su eterno maíz.

    Primera respuesta satisfecha: Estaba en su casa.

    La conciencia en pelea feroz con la cefalea, un calambre intenso y fugaz en la cintura. Se restituía lentamente. Era de día, sin duda;

    – ¿Pero qué día?, ¿Qué hice ayer?, ¿Qué debo hacer hoy?... ¿Trabajo hoy?

    No pudiendo responderse. En un acto de audacia, casi en un todo, hecha a volar a las colchas y arranca del letargo las piernas, que vuelan como un muñeco de feria al costado de la cama y se apoyan en las pantuflas, que no deberían de estar allí, pero que efectivamente lo estaban. Levanta las palmas del borde del colchón, y se recorre, reconociéndose como siempre, instintivamente, cada despertar. Se toma los hombros, hace crujir el cuello. Desliza, indolentes, las yemas por su remera, se va a parar cuando descubre que está desnuda.

    Cierra los ojos, se muerde los labios y menea la cabeza, de no saber el porqué. Una puntada sobre el lado derecho del cráneo, le impide aumentar el recuerdo. Lleva sus dedos por su himeneo, suavemente abre sus labios y le sube un vaho íntimo, que reconoce, no es sólo su propio perfume. Nerviosa, descubre los rastros de una noche de amor ya seca sobre sus muslos y las sábanas.

    Lo injurió, lo insultó, lo despellejó, lo... lo... lo perdonó, lo glorió, lo volvió a amar.

    Pero que... ¿tarada ella? ¿Idiota él?... se calmó, recordó que era sábado y que hacía sólo cinco días que le había bajado, ¡lástima de no acordarse!, ¡Que Charles extraño este!

    La tibia mañana de mayo no disimulaba la jaqueca, cada movimiento debía ser meditado, los desbalances de presión interna, provocaban relámpagos, de nuca, de ojos, frente, derecha, izquierda. Se puso de pie, caminó despacio. Se rio de su acre aroma a hombre, hizo que sus pies, pesados como toda ella misma, la llevaran y se llegó al baño, estiró la mano al grifo de la ducha, corrió la cortina y observó el terror en sus ojos.

    Ninguna jaqueca pudo evitar el grito de horror, náuseas, pánico. Se tomó la cabeza y el estómago. El cuerpo se le desgobernó, se le aflojaron las rodillas y los esfínteres, le vino un violento vómito. Se golpeó la cara y las rodillas, contra la pileta y el bidet. Trató de respirar, evitar el hedor de sus propias inmundicias.

    Se recompuso, trató tres veces de pararse, pero las muñecas y las piernas no le obedecían, el corazón se le reventaba, los oídos oían sirenas, los ojos centellaban estallidos multicolores, no alucinaba, no había diversión, sólo pánico y un hombre desnudo, que la miraba con sus ojos desesperados desde debajo del agua.

    No sabía que sucedía, no supo cómo, pero se arrastró por el piso hasta la ventana para pedir auxilio a los gritos. El agente que estaba de guardia en su garita y jugaba con el perro de un vecino que pasaba, la escuchó y corrió, llegó a la puerta y subió la escalera hasta el quinto piso. Ella temblando como un lirio, también pedía por Ernest, que vivía a sólo dos calles.

    Cinco... cinco... cinco largos minutos tardó en llegar Ernest, su hermano mayor, que agitado por la corrida, le hizo notar que no se puede recibir a un hermano desnuda. Le tiró una segunda manta sobre la espalda. Antes de ir a ver qué pasaba en el baño, y volvió.

    – Ese, ese no es Charles. ¿Quién es? Preguntó Ernest.

    – No sé, no sé, ni siquiera sé...

    – ¿Ni siquiera sabes qué?..

    – No nada... . Contesta tomándose la frente y mordiéndose los labios.

    – ¡No nada, un rábano!, ¡hay un muerto desnudo en tu baño, que no es tu novio y quieres hacerte la misteriosa con tu hermano, vamos desenrolla la lengua que el papiro se oscurece!

    – ¡Que no sé... no sé con quién me acosté anoche!

    – ¿Cómo?..

    Y, Ernest, usando una vieja costumbre familiar masculina, se aprieta el testículo derecho en señal de perpleja disconformidad, mirándola a su hermana que conocía el código.

    – ¡Que no me acuerdo, tonto, no me acuerdo que rayos hice anoche!

    – ¡No te puedo creer!

    – Ves, para que te llamo, si después, siempre, terminas regañándome.

    Ernest, disimulando el hedor de su usualmente pulcra y perfumada hermana, la abraza y le repregunta:

    – ¡No, nena!. Quiero saber, nada más, si a ese lo mataron, o se murió solo, si vos lo mataste, si andas acostándote con desconocidos. Si me voy a tener que pelear en la calle por ti, quiero que sea por algo.

    Se hizo el silencio, Ernesto detuvo su humor y templanza a prueba de cañonazos. De pronto, Caroline, volviendo a una realidad parcial, comienza a llorar.

    – ¿Estás segura de que no sabes nada?

    Caroline, con más lágrimas que bronca, le vuelve a contestar entre llanto convulso:

    – ¡Ernest!, No sé, ¡me escuchaste!, no sé.

    Ernest toma a su hermana de la mano, como hacía muchísimos años no hacía, la lleva a la cocina y como si fuera aquella bebita que él ayudo a criar, la comienza a lavar y a cambiar.

    La batalla aún no había comenzado.

    Se escuchan los cascos de los caballos de un carruaje, y dos portazos. Ernest abre y franquea el paso al grupo, un oficial, un suboficial muy entrado en libras y un joven agente. Ernest se queda un poco desorientado de la composición de la comitiva, se imaginaba hombres rudos y de mirada sobradora.

    – Bien -dice el jefe del grupo- soy el oficial inspector Johnson, Leonard Johnson, el suboficial Michael Harley y el agente David Carlson.

    Ernest se preguntaba si el día le depararía alguna otra novedad. Escuchaba al oficial que lo miraba desde el fondo de unos enormes, fríos y escrutadores ojos negros, de piel rojiza y un lejano acento del norte inglés casi escocés, un ayudante tan joven que casi no puede con la cámara de flash a fósforo más grande que él y un gordo suboficial de sarcástica pero aun así respetuosa mirada, al que luego de varios relámpagos en su memoria, había visto algunas veces, tomándose a golpes de puño limpio con la más baja realeza de los neblinosos suburbios, y así ganarse el derecho a una cerveza y un sándwich de anchoas. De pronto recobra el habla y los pone en situación, lo más rápida y concisamente, que su propio desconocimiento le permiten.

    El oficial medita y le indica al suboficial Harley que vuelva a la estación en busca de un médico para examinar al muerto, una enfermera para revisar a la, hasta el momento, única sospechosa.


    – Bueno, ¡a trabajar!

    Dentro de la estrecha geografía, los policías tratan de levantar toda la información posible. Con dificultad, entre flashes que por su costo se acaban a la sexta placa, iluminación a espejos que introducen la luz del sol, el agente Carlson, saca 12 placas, llamando la atención del oficial al poner, al costado de cada escena el billete de una libra, para, según sus palabras, poder determinar los tamaños de los objetos una vez reveladas, ya que se había olvidado la regla graduada al salir del laboratorio. La labor es trabajosa, poner una placa, llenar la cubeta de la mezcla con fósforo, girar el obturador para calcular la iluminación, ya que unos pocos luxes de más o de menos, o bien quemaban la película sensible o dejaba la escena a oscuras, luego encender la mezcla o bien colocar en ángulos extraños esos enormes y muy caros espejos. Para esas sólo 12 placas, 50 minutos de su tiempo y un tufo a fósforo más espeso que la pólvora.

    El minucioso oficial anota en una libreta, rápidamente, usando caracteres estenográficos: Baño estilo antiguo, de unos 10x12 pies cuadrados, una bañera de hierro forjado enlozada, cortinas de baño de tela de reciente hechura casera, bidet, inodoro, pileta con espejo a un costado, otro espejo, tipo tocador. Se observa la bañera de agua limpia, sin impurezas, el agua quieta. El cadáver tiene el tronco y la cabeza totalmente sumergidos, los miembros inferiores emergen y cuelgan por las rodillas hacia el exterior. No se observan a simple vista señales de violencia, ni en el baño, ni en el cuerpo. Los brazos del occiso se encuentran hacia la espalda, las manos están ocultas. El rostro está con la boca y los ojos abiertos. El agua está fría. Se procede a retirar el cuerpo de la bañera y se lo apoya, sin golpearlo, sobre el piso. El cuerpo está afectado del Rigor Mortis, no es posible Prima Facie calcular tiempo de deceso. Se vuelca lateralmente el cuerpo, se observan las manos atadas, firmemente, con sogas de sisal del tipo usado para atar los bagayos de lana y algodón en el puerto. No se observan laceraciones, edemas, ni contusiones, se deja reposar el cuerpo a la espera del médico forense. Fin del reconocimiento.

    El oficial se dirige a Caroline que se halla inmersa en un sueño de vigilia casi hipnótico.

    – Bueno señorita, míreme, si de verdad está segura que no tiene nada que ver, no tendrá problemas en someterse a análisis In Situ u hospitalario.

    La tibia mañana se le había convertido en un infierno de hielo. Caroline estaba aterida de miedo, de duda, de frío.

    El equipo del forense llegó y fue expeditivo. Camilla, bajar las escaleras, cargarlo al carruaje y a la morgue. La enfermera, más pausada, buscó en cada pulgada cuadrada de Caroline, un vestigio de lucha, tomó muestras de todo cuanto la ciencia pudiera escrutar sangre, orina, semen que guardaba meticulosamente en gruesos y ya percudidos por los reiteradas esterilizaciones a vapor recalentado, potes de cerámica. Le pasó diversos hisopos que guardaba metódicamente en distintas soluciones y cajuelas; y finalmente le apoyaba una especie de cinta adhesiva con suave pegamento para retirar de su piel posibles pruebas de lo acontecido.


    Luego, las preguntas de rigor que la enfermera ya tenía apuntadas en un cuestionario impreso, lo cual demostraba lo estándar del método.

    – ¿Toma alcohol?

    – Sí.

    – ¿Anoche?

    – Sí, sin dudas.

    – ¿Qué toma?

    – Whisky, cerveza,... brandy...

    – ¿Drogas?

    – A veces...

    – ¿Anoche?

    – No recuerdo.

    – ¿No recuerda?

    – No, no recuerdo.

    – ¿Sexo?

    – Sí, con mi novio.

    – ¿Y el occiso?

    – ¡Otra vez!, No recuerdo, no sé.

    – ¿Qué tipo de sexo practicas?

    – ¿Cómo de que tipo?, común, como todo el mundo.

    – Vamos de nuevo... ¿Con un solo hombre?

    – Sí, ya le dije que con mi novio...

    – No, yo le pregunto, si practicó o alguna vez lo hizo sexo con más de un hombre simultáneamente...

    – ¡No!, Nunca... ¿Cómo voy a?..., ¿Qué?

    – No se altere, tranquila, esto es un cuestionario técnico, cuanto más y más sinceramente me conteste, más rápido vamos a llegar a la verdad... ¿mujeres?

    – ¿Que si me acosté con una mujer? No, no, jamás

    – Sexo contra natura.

    – No, no, nunca.

    – ¿Anoche?

    – No sé. Se lo vuelvo a repetir, no me a-cu-er-do.

    – Bien señorita, por ahora, nada más, debemos esperar a que se recomponga para una segunda ronda de preguntas.

    Ernest se mantuvo atento a toda inspección e interrogatorio. Solícito, le aportó al oficial todos los datos filiatorios que su memoria y la agenda de Caroline pudieron proveer. Sabía que, a falta de datos concretos, había una larga lista de sospechosos, él inclusive.

    El oficial fue práctico y concreto. Le informó que Caroline, según la costumbre del fiscal Owen, quedaría detenida preventivamente como sospechosa y/o testigo, y le pidió colaboración para que a las 12 del mediodía se presentara con, o contacto de, las personas de las cuales había tomado nota.

    La enfermera, ayudó a terminar de vestirse a Caroline, que mareada, confusa, no atinaba, ni reconocía su cuerpo, ni su ropa. No opuso resistencia. Johnson desistió de esposarla.

    El carruaje policial, partió, por la exigua luneta, Caroline mira a su hermano que no comprendía nada. Mientras, las vecinas se aglomeraban cada vez más.


    Sábado 12hs

    Una calurosa mañana de sábado. Agradable para estar en cualquier parte menos en un precinto policial, contestando por la muerte de alguien que al parecer nadie conocía.

    La primera ronda de interrogatorios le había dejado al fiscal la impresión de que la sospechosa era algo así como un personaje infantil de Charles Dickens, o era inocente o una muy astuta mentirosa. Tuvo una charla extensa con el juez de turno, que autorizó a usar la técnica concurrente.

    El oficial Johnson había ingresado a la policía en su condado, como única alternativa al progreso. Su familia no tenía dinero para solventarle la universidad. No lo pensó mucho, pasó los 3 años más duros de su ya dura vida, y contra historia y contra la burla de sus camaradas londinenses, que lo despreciaban por su acento escocés y de hecho sus padres lo eran, obtuvo su graduación, algo poco frecuente para un pueblerino, casi un campesino.

    Y al cabo de otros 5 años de duro estudio y entrenamiento, era de los pocos con la formación técnico - profesional capaz de poder aplicar la Técnica Concurrente. Y si bien lo habían convocado varias veces en sus 15 años de servicio, era la primera vez que se le presentaba de oficio, en su propia zona de servicio.

    Las condiciones estaban dadas, era un caso bastante paranoico, todos colaboraban, todos respondían, todos eran para sí y para los demás, buenas personas. Pero había un muerto, desconocidos para ellos.

    La técnica era conceptualmente sencilla, pero instrumentalmente compleja, en lugar de trabajar con una sola hipótesis o pista, o una por vez, se trabajaba con células independientes entre sí, que sólo él coordinaba. Cada una trabajaba con una hipótesis distinta como si fuese la única y tenían los equipos, la prohibición de conectarse entre sí, para evitar presunciones falsas tempranas o falsos positivos, que influyeran sobre el conjunto, ningún equipo tampoco tenía idea de los tiempos de los otros. Implicaba un alto costo mental de coordinación, mantenerse objetivo y frío no era la condición natural del oficial.

    La técnica variaba de costo según la cantidad de células a utilizar, arrancaba con un mínimo de tres células de 2 hombres cada una. Johnson aspiraba a contar con por lo menos 5 por 3, nunca había fallado en el pasado, pero necesitaba la firma del juez.

    A las cinco de la tarde le llegó la comunicación, vía sobre lacrado, del juez, que autorizaba 3 por 2, con los pro y contra del fundamento, tal como si estuviera dictando sentencia. 3 por 2 incluidos él y sus ayudantes.

    Según el primer informe del forense, que todavía no tenía dictamen definitivo, el muchacho tenía nivel medio de alcoholemia, menor que la de una borrachera juvenil común, algo de láudano y una droga en los músculos, desconocida, que inhibe la contracción. Según la primera impresión del forense, lo llevaron con calma a la bañera y abrieron la canilla, se tuvo que haber despertado, pero no pudo reaccionar físicamente, la inmersión fue lenta con el objetivo claro de que sufriera física y psicológicamente su muerte.

    Johnson armó los equipos, rápidamente con 4 hipótesis:

    El muerto era amante de la víctima. Caso a) antiguo, b) nuevo y c) ocasional. Lo mató ella por desavenencias.

    Un viejo amante que fue descubierto por el novio de la víctima. A) ¿Por qué allí? b) ¿Cuándo?

    Un intruso. Violador. La víctima reacciona. A) ¿Cómo?, B) ¿Porque no huye?

    Un crimen no circunstancial, meditado con más tiempo que pasión.

    En todos los casos había algo que saltaba a la vista, el criminal había actuado con crueldad y alevosía.

    Cada célula debía actuar de un modo tajante, probar cada hipótesis lo más rápidamente posible y si no tenía forma, abortar para cambiar la consigna o sus condiciones. Menor tiempo, mayor eficiencia.


    Domingo

    El domingo a las 10 de la mañana, le llega un segundo informe, que confirmaba la inicial. Pero tenía un punto oscuro. ¿Qué droga se había usado? Pensaba el forense que quien la haya usado conocía perfectamente los efectos, tiempo de acción y tiempo de disolución. Y aunque el laboratorio policial contaba con la colaboración de la universidad que contaba con el microscopio de contraste de fase más sofisticado del Reino Unido, para examinar las fibras musculares y nerviosas, este no podía entregarle resultado en menos de una semana, con lo cual el asesino se ponía muy fuera de alcance y la investigación pasaba de ser una intensiva a una de largo alcance, y Johnson conocía casos en curso de más de cinco años. Además, el forense, de oficio, había enviado paralelar los análisis bioquímicos con los obtenidos de la sospechosa. Y fue cuando surgió la primera sorpresa para el oficial, tiempo estimado de deceso, 16 horas del viernes. A las 11 horas le llega un segundo informe, esta vez de laboratorio, con algunas conclusiones que complicaban sus premisas. Los análisis de Caroline.

    Nivel de alcoholemia en sangre, casi nulo, o sea no había ingerido alcohol en por lo menos 36 horas previas a la toma de la muestra.

    Drogas: Opio, en una dosis fuerte. Pero la sospechosa declara, que solo lo había hecho una vez hacía ya 6 años y no lo volvió a hacer por los desastrosos efectos secundarios, ya que, al parecer, padece de una leve falla renal congénita. La paciente y sospechosa, como ya lo había manifestado antes, vuelve a reafirmar que no lo recuerda, pero cree que, de haber sido incitada por alguien, por lo dicho anteriormente, se hubiera negado. El examen confirma la citada falla renal leve. Y el viejo y conocido, éter. Que ya no usan ni los criminales de las historias policiales que los sábados traen los diarios populares. La muestra de semen no corresponde, según un examen microscópico no sólo no parece corresponder ni al muerto, ni al novio, sino que probablemente pertenezca a un animal.


    Cuarta persona, tercer hombre. Johnson ya había sacado a la calle a sus hombres, los había elegido entre los candidatos aportados por el Staff policial. Por una característica muy especial, y no demasiado corriente, entre los policías que conocía, discreción. 3 de ellos ya habían trabajado con él en diversos casos, uno de ellos incluso se dejó quebrar un brazo, para ocultar su condición de policía, la única opción que le quedaba para no tener que ejecutar a un informante.

    A las 5 de la tarde recibe el primer informe de equipo, varias vecinas que paseaban sus perros temprano a causa del calor, afirman haberse cruzado con la acusada cuando volvía del trabajo, a las 20 hs., aproximadamente. Llegó caminando, saludó a chiquilín, vendedor callejero de periódicos. Y entró a la casa. Afirman que no hubo ningún ingreso, ni egreso de la vivienda, al menos hasta las 23, ya que una de ellas estuvo hasta esa hora estuvo cuidando a su nieta adolescente que conversaba en una banca con su novio. Y una posdata, el informe aclara que la acusada no es bien vista por dichas vecinas por ver que su novio, repetidamente ingresa en su casa por las noches y se retira casi de madrugada, y además por parecerles una indecencia que se le agrega a ella, el hecho de que viva sola y trabaje. Johnson, sometiéndose él mismo a la técnica, no concluyó en nada. Esperaría al lunes, armaría un cuestionario para cada equipo y agotaría a preguntas a todos los testigos y/o sospechosos.


    Lunes, 9 horas

    A más de dos días del crimen, aun no se sabía quién era la víctima. Nadie que lo buscara ni reclamara en ninguno de los hospitales de Londres y ciudades cercanas Su retrato dibujado no concordaba, con ninguno de los almacenados en los gruesos y numerosos libracos del Scotland Yard. No habían encontrado sus ropas.

    Usando la aparente buena predisposición de los sospechosos, Johnson les avisó que los interrogatorios serían extensos, intensos y agotadores. Incluso las horas de citación de los que se encontraban libres, correspondían a la estrategia propia de la técnica. Las repreguntas hechas por cada equipo, tenían entre otros objetivos, detectar contradicciones, olvidos y complot. Al cabo del primer día, tuvo una sólida sensación: nadie conocía a la víctima, nadie sabía qué hacía allí y nadie sabía porque Caroline no sabía.

    Para no dejarse influenciar mandó el primer cuestionario al psiquiatra que actuando como perito lo había diseñado.


    Martes

    A las dos de la tarde, mucho más temprano que lo que pensaba. Recibió el primer cronograma, que coincidía con lo expuesto por la sospechosa, amigos, familiares y vecinos, incluso el conductor del tranvía que la transportaba y del que ella bajaba a sólo dos calles de su casa, declaró haberla visto animada esa tarde. Un informe, no basado en sus declaraciones, sino en algunos de sus allegados, trata de describir su semana desde el punto de vista de su casa y zona de residencia:

    “Se levanta a las 8 hs. Coloca su planta de interior en la ventana sur. Desayuna según el día de la semana. Los lunes, miércoles y viernes, solo leche y cereales. No consume manteca o fritos. Los martes, jueves y sábado, sólo ensaladas muy variadas con aceite de oliva. Luego, limpia la casa, que no le lleva mucho tiempo, ya que vive sola. Vuelve a guardar su planta y a las 10 hs. en punto, sale hacia el trabajo. Camina las dos calles a la espera del tranvía, que luego de un trayecto de 40 minutos la acerca al trabajo, trabaja hasta las 19:30, confirmado por jefe, compañeros y gerente. Sale y llega las 20 hs a su casa. Por lo general, trae comida hecha, que compra en un pequeño restaurante chino con una gran base de pescado azul (el informante que tomó los datos dice no saber a qué se refiere tal cosa) y sólo una vez a base de pollo, que compra en otro restaurante, pero esta vez italiano. No consume carnes rojas por, según dicen sus allegados, tener un raro problema renal que se lo impide. Al llegar, antes de hacer nada lo cual incluye no quitarse el abrigo, se tira 10 minutos sobre el sofá. Luego, se levanta, se dirige a la cocina y pone la tetera. A las 22hs se acuesta a dormir, salvo los sábados en que lee algún libro a veces hasta el alba. Los domingos suele salir a navegar con su novio.

    El hermano hacía tres días que no hablaba con ella. Los vecinos la vieron salir, la vieron entrar. No se detectan incoherencias, ni respuestas preparadas, no se registran animosidades, salvo las antedichas, ni hacia la sospechosa, ni hacia la aún desconocida víctima, ni entre los implicados, no se registran problemas de pareja, familiares, ni de trabajo. Sugerencia paso B”


    Paso B. Muy temprano para el paso B. El juez no lo va a autorizar tan temprano.

    El paso B, eran las técnicas no convencionales, que Johnson sabía, tenía oposición dentro de la policía local. Técnicas no policiales, hipnosis regresiva, una nueva bioquímica experimental que algunos llamaban de Mendel, por estar relacionada con algo que él conocía muy poco, los caracteres de la herencia biológica o algo así. El estudio de los estilos de vida de víctimas y sospechosos.


    Entre el lunes y el martes, los peritos estudiaron tanto el lugar del hecho que algunos pensaban que hacía años que vivían allí. Revisaron cada cosa, cada prenda, hasta, sin eufemismos, la pintura de las paredes. Sin embargo, algo faltaba, ¿Dónde estaban la planta del informe y la basura del viernes? Según el relato de Caroline, en ningún momento sacó la basura, y a su querida planta sólo la movía para que tomara un poco sol por la mañana. La basura, la planta, la ropa del muerto, su identidad, la memoria de Caroline.


    Miércoles

    El miércoles tuvo la primera respuesta de toda su investigación. Dentro de las denuncias de desaparición de personas, una mujer joven reconoció el cadáver. Según su relato, el occiso se dedicaba a vender baratijas puerta a puerta. Que siempre volvía temprano, que nunca insistía en un barrio donde le hubiera ido mal y por una creencia familiar, dejaba pasar mucho tiempo para volver a visitar a una zona donde le hubiera ido bien. De modo que los barrios comunes eran sus preferidos. Y, según ella, tenían una muy buena relación, no estaban casados, pero convivían desde hacía 9 años, y tenían 2 hijos, por último, que salió el viernes por la mañana y no volvió.

    Otra vez a confirmar versiones. El tedioso, pero acostumbrado trabajo policial. ¿Cómo confirmar el trajín de un trabajador informal? Ordenó una investigación.

    Fue a ver a la detenida que seguía llorando, pero con confianza en la justicia. ¡Justicia! ¿Sabrá esta chica que la justicia no existe? Si existiera, Carlson no sería policía, quizá abogado o médico, pintor, pero para los provincianos, la única salida que les queda es ser medalla de honor, la calle, o, para ellas ser mucamas u obreras mal pagas, el hambre o la prostitución. Si no, ¿porque entonces los hospitales desbordan de prostitutas sifilíticas, algunas que ni siquiera han abandonado la infancia?

    Se sentó del mismo lado de la mesa que Caroline y la escuchó larga y detenidamente. Observaba sus modos educados pero ciudadanos, no era afectada. Era una chica de barrio trabajadora, con su novio futuro arquitecto, tenía una vida sexual muy activa, pero normal conforme a su edad y siempre era fiel a su pareja.

    Este era su cuarto novio. El primero fue entre los 12 y los 14, y no hablaban de “esas cosas”. Las historias tan comunes de las chicas de su edad. Luego la dejó por una chica mayor, una de 23. Luego quiso volver pero ella no lo perdonó. El segundo fue entre los 17 y 18. Fue bueno pero aburrido. Era muy tímido, pero un día después de un café y amigablemente se despidieron hasta siempre. El tercero a los 19, fue intenso y loco. Tuvieron sexo el mismo día que se conocieron. La llevaba de las narices, tenía apenas 4 años más, era ambicioso y muy activo. Pero un día, en medio de una discusión la golpeó. Ella se fue a su casa, pensando que sería de su vida, con él o sin él, y lloraba por ambas cosas, y por primera vez en su vida supo lo que era sufrir de duda y confusión. No hizo falta nada. Él golpeó a su puerta y le pidió perdón, le dijo que nunca más la volvería a ver porque la amaba, pero que la violencia era parte de su naturaleza oscura, que no podría con ella, como no quería repetir la historia de su padre y volver a la escena el suicidio de su madre, una y otra vez, le dijo adiós. Nunca volvió a saber de él. Finalmente Charles, desde los 22, 6 años bonitos, algo monótonos, pero muy bonitos. Charles era, es, simple, divertido, responsable, empeñoso. Nunca discute, pero siempre se hace lo que él dice. Es dos años menor. A fin de año, de no mediar algún imponderable, se recibe de arquitecto.


    Jueves

    En la sala de espera del precinto, espera un hombre elegante de unos 40 años, tranquilo, que recibe las miradas desconfiadas de la guardia y una lejana, pero indisimulada mordida de labios de una joven que espera con la vianda la hora de las visitas.

    – ¿Señor? Pregunta el agente de guardia.

    – Soy el licenciado Laurent, tengo una cita con el oficial Johnson.

    Cinco minutos después el oficial y el licenciado se encuentran con la detenida.

    – ¡Qué raro! ¿No hubo Habeas Corpus? Comenta el licenciado.

    – No. Nadie lo pidió.

    – ¡Bien! Tengo el informe de mi colega perito. Quiero confirmar con él o con Ud., antes de empezar tres datos. 1) ¿Cuándo suponen que es sacada por última vez la basura? 2) Si no fue ella. ¿Cuándo y por donde ingresó y salió el asesino? 3) ¿Por qué se tardó tanto en ubicar la identidad del muerto?

    – ¡Sí! Le respondo mis... nuestras suposiciones. 1) Se encontraron rastros menores de suciedad, suponen los peritos, generada por la detenida desde el momento de su ingreso a la vivienda hasta el momento de la inspección. 2) No encontramos rastro alguno de un tercer hombre, por lo tanto, todo el círculo de vecinos, amistad y familiaridad es sospechoso, de oficio. Y 3) El chico era un casi indigente, de esos que el rápido crecimiento industrial atrae y luego rechaza, no teníamos forma de recorrer cada barrio, cada villorrio, puerta a puerta para encontrar de donde faltaba, salvo poner su retrato desesperado de la bañera en cada poste de la calle. Hasta que se presentó su pareja. Estamos investigando antecedentes, no tenemos fecha de su viaje desde Irlanda, ni datos familiares.

    – ¡Bien, bien! ¿Qué tal si llevamos la chica a mi consultorio?

    – De acuerdo. Atención, Agente. Comuníquele al fiscal, que tal como lo teníamos convenido, voy a sacar a la detenida por unas 4 horas... me acompaña Carlson.


    El consultorio del licenciado, es uno de tantos. Un enorme desorden de escritorio, millones de colillas de cigarrillos apagados en tres gigantescos ceniceros de cristal, aquí, acá y allá. Donde, se podía intuir, algunos se apagaban solos, olvidados por su usuario, que ya había encendido otro en su lugar. Decenas de diplomas sobre una pared, un gran retrato de Freud, a quien dice conocer personalmente. Vuelve a entrar el licenciado y el oficial deja de leer lomos y endereza el cuello.

    – ¡Qué biblioteca extraña! Comenta Johnson, mientras el licenciado les sirve café.

    Johnson se pone tenso, el licenciado seguro, casi histéricamente seguro, lo mira...

    – Tenemos casi la misma edad,... ¿no es así?...

    Johnson, rápido de reflejos, dudó la respuesta, ¿A qué responder?:

    – ¿Cómo?

    – Digo, Ud. yo andamos por los cuarenta, y sabemos de las cosas que han sucedido, ¿No es así?

    – Sí, sí, tiene razón.

    El oficial lo miró a los ojos.

    – ¡Ud. es un don Juan, ¿No? Digo, me pareció verle querer cortejar con la mirada a esa joven en la sala de espera.

    – En un sentido si, como a todo hombre, me gustan las mujeres y por una deformación profesional, si se quiere, el sexo se eleva al altar de un dios.

    El licenciado, que no lo era en medicina ni, por lo mismo en psiquiatría, sino química. Pero por ser admirador del Dr. Freud, se consideraba un seguidor suyo, como aquellos que siguen a un líder, un político, una escuela filosófica, o un autoproclamado profeta, desde las cómodas sombras del anonimato. Que si estaban allí cuando ninguno de sus diplomas lo atestiguaba como especialista del tema, era por haber tenido algún éxito que los que sí los tenían, sí los tenían, por fin dijo:

    – ¡Bien!, ¿Qué tal si nos quitamos algunos caparazones? ¡Comencemos!

    – Sí, por supuesto. Respondió Johnson, que no entendió a que venía eso.

    Caroline, estaba como muerta, catatónica. Su carita juvenil se había adelantado al tiempo, en sólo días, varias décadas. Ojeras, arrugas impensadas, había perdido peso. El licenciado la hizo acostar en un sofá. Los policías intentaron salir, pero el licenciado los detuvo.

    – ¡No!, ¡no salgan! Uds. van a ser personajes de los sueños que le voy a inducir ¿Me entiende Caroline?, voy a hacerla regresar y recordar la noche del viernes, Ud., Joven, siéntese aquí al frente, será su visión del futuro, sus novios, amistades juveniles. Ud., oficial, de atrás que no lo vea. Será todo lo parental, sus padres, su jefe, sus viejas vecinas. Ella sabe quiénes estamos y somos, pero jugaremos a las escondidas. Si alguno de Uds. tiene algún reparo pueden, ahora que lo saben, salir... ¿No?, bien, continuemos.

    – ¡Caroline!, ¡cierre los ojos!...

    – Cuéntenos, a partir de que dejó de trabajar ¿qué pasó?... suave, lentamente... los relojes esperan... el tiempo se estira.

    Caroline con mucha dificultad se va relajando pero finalmente lo logra. Cierra los ojos y aunque le dijeron que el tiempo espera, el sonido del metrónomo la adormece hasta que comienza a hablar.

    – ¡Bay, Cristine!,... no, no ficho, espera que voy al baño... ¿me acompañas?... hoy no lo veo a Charles... Pero mañana... mañana lo voy a gastar. Sí que lo quiero, es bueno, es dulce, nos llevamos bien. ¿qué?... ¡Ah, no dinero no! Pero, nena, no sabes que el príncipe azul no existe... si... si el lunes tenemos que entregar el balance, sino el gerente nos cuelga del Big Ben. ¿Qué?... si para mí que está metiendo la mano en la lata.

    – ¡Hola, Tom!, ¡Que tránsito hoy!, ¿no? El lunes me va ver dos horas antes que entregamos el balance. ¿Quién canta desde aquel balcón? ¡Qué voz tan melodiosa! ¡Uy! Ya llegamos, que rápido, ¡Bay! Alimente a esos caballos. El lunes a las 8, no se olvide. Sí, sé que Ud. pasará por allí como lo hace siempre, es que temo quedarme dormida y desearía que Ud. demore su viaje un par de minutos si me ve corriendo desde lo bajo de la calle. ´

    – ¿Dónde puse las llaves? ¡Qué lío tengo en este portafolios, tendré que ordenarlo!.. ¡Acá están! ¡Hola, Jimmy, no vuelvas tarde que tu madre se preocupa!.

    – ¡Bufffff!. ¡Sólo 10 minutos!

    – ¡Te con limón, ven a mí! ¡Hum! No, hace calor... a ver, ¡Ops, caramba!, ¿Cuándo compre este refresco?… y además ¿frío?... ¡Ah, seguro que fue Charles! ¿Cómo frío, si ya, a esta hora no debe de quedar nada de hielo en la hielera? Pero… ¡Charles!, estás por allí. ¡Ah, con cartel y todo... pero que tonto que es, primero me dice que no viene, pero después viene... ¡Charles, vamos ya jugaste a las escondidas! ¡Bah! ¡A tu salud!, ¡hummm... que fresquita!... ¡Charles, tendríamos que comprar uno de esos refrigeradores a kerosene… y cuando la calle tenga energía eléctrica uno eléctrico…. Podemos pagarlo ahora que me han dado esa bonificación de verano. ¡Charles! ¡Que he trabajado todo el día y estoy cansada para buscarte!

    – ¡Uff! ¡Cuánto cansancio me vino de repente! ¡Charles…!

    – U... u... ¿Ud., quién es? ¿Qué hace aquí? ¿Es amigo de Charles? ¡Charles!, ¿quién es este amigo tuyo?

    – ¿Qué te importa?

    – Co.. mo... que... me... imp...

    – No chiquita, cálmate, quietita... eso así..

    – Sss sso...orrro... no pu... pued... chhhasssess, nn… nnn…

    – Como te puse en el cartelito, la vamos a pasar bien... lástima tu novio... lástima que no sabe nadar... no digas no... no digas nunca más no... estoy cansado de mujeres que dicen no... y después se acuestan con cualquier estúpido… que no me saben apreciar… que no saben lo que se pierden conmigo... tendrían que rogarme de rodillas por el sólo hecho de tenerme a su lado... ven vamos a ver a tu novio… soy un poco celoso sabes… y no soporto la idea de que vivan los hombres que tocan a las mujeres que amo o que no que ame pero me gusten…

    – Nnn… nn… nnn…sss Chssss…. nnsss chsss….

    – ¿Cómo que no es Charles? ¿No es tu novio este?, pero caramba, hay que ver lo insegura que está Londres desde que nos gobierna esa mujer... Mira, como decía mi abuela, no hay que entrar a las casas sin permiso que te puede agarrar el hombre da la bolsa... con razón me pedía tanto por sus hijos… y bueno, ya está, que le vamos a hacer.

    – ¿Qnn sss usss?

    – ¿Quién soy? Fácil. Un señor al que le gustan las chicas lindas, no lindas, muy lindas, como tu... bueno, quizá no tanto, no hay que ser tan exigente… Elizabeth no lo era, estaba muy entrada en carnes y su esposo le llevaba 30 años, muerte merecida por casarse con quien podría ser su hija… Laura, tampoco, había sido atacada de polio… a su novio le fue muy mal… por depravado… hacerle creer a una mujer así que se la puede amar, ¡qué asco!

    – Nnnnssss ssss

    – ¿Quién soy? De donde te conozco querrás decir... no importa de dónde me conoces, lo único que importa es que yo si te conozco. Porque el hombre aquí soy yo. Las mujeres deben dejar de incomodarse, con el slogan ese de igualdad de los sexos, que les inculca esa gorda ridícula… pureza, fidelidad, castidad… para que hombres como yo no pueda tenerlas. Si un hombre les pide algo, hacerlo de inmediato y punto... vamos al living... a quitarte el vestido.

    – Nnn ¡nnnn...!

    – Hay, pero ¿será posible?.

    – ¡Aaayyyy, msstdd!

    – Eso es sólo un cachetazo... de los que parece tu padre... no te dio o no se los dio lo suficiente a tu madre…!

    – Nnn... nnnn.. pfvsrss... bor fabs... nnn….

    – ¡Bah!, cálmate... no te voy a pegar más. Voy a dejar... que el jugo te haga efecto. Mañana te habrás olvidado de todo... y yo estaré lejos... Sabés... yo tenía una novia de esas... que siempre te dicen que no... siempre las mujeres te dicen que no... hasta que un día me entero... por su propia boca... que estaba embarazada... ¿De quién? De mí no, claro... ¡Embarazada!... o sea que mientras a mí me decía que no, a otro... le dijo que sí... y porque a mí me decía que no... ¡Eh!... respóndeme... ¡perra!... ¿por qué?. ... Así que la maté... así de sencillo... la maté... la apuñale en la panza con el primer palo que encontré…. para matar a ese fruto de amor indigno ¿sabés una cosa?... es más fácil matar... que hacerse amar... fragüe su suicidio. Era tan... obvio, “una dulce campesina sola en el mundo que luego de traicionar al hombre de su vida es abandonada por quien la sedujo” suena lindo, ¿No? Nadie preguntó nada. Ves, para esconder... hay que hacer las cosas obvias. Como los políticos... que cuanto más gritan... más roban. Y a él le hice cosas que una chica no debiera escuchar hasta que el mismo se arrojó, sin piernas porque ya se las había serruchado, sin láudano claro, sino con este invento mío que no calma sino que intensifica los dolores, desde un acantilado. Así que ando... de viaje, por todo Londres buscando chicas a quienes... amar y amantes a quienes castigar... bueno a veces me equivoco... que podía saber yo... que él, que ese, no era... tu novio.. ¡bue!..., dejo de sufrir. Pobre...

    – Bien, ya te hizo efecto... te salen chispitas de los ojos... yo ni voy a decir, ni siquiera voy a pedir... ni ordenar... sólo voy a actuar… y vos así, así, así de quietita, como debe ser… vas satisfacer todos mis deseos. No luches con tu... conciencia... que es de balde, no se puede... que tu maldito novio no va venir, porque si lo hace va a perder cada uno de sus pedacitos uno por uno bien despacito...

    – La verdad... que no entiendo... porque usan medias y vestido largo con este calor, y blusa con remera, bahhh a ver que de tu boca salga perdón...

    – nnnn, fss, fss...

    – ¡No!, fss, fss, no. Concéntrate... y dime: “Perdón... mi amor, no lo... voy a hacer más”.

    – Sss, sss...

    – ¡Qué cosa... seria!, no voy a sacarme... el cinto como debiera, porque tendría... que sacármelo y... enseñarte lo que... tu papá no te enseño. Pero después... me ando ensuciando con... sangre, y en una de esas... quién sabe. Ves... esta pastillita... te la pongo en... la boca, y a los... 15 minutos te produce... tantos calambres... y tan intensos... que hasta se te... cortan los tendones y se te quiebran los huesos... rabia artificial la llamo... vas a sufrir... te vas a morir... y yo no voy... a poder poseerte.

    Caroline vomita, convulsiona.

    – Contra la... pared... así paradita... eso...

    – Ayaaayyyggg….

    – Has visto que lindo mi segundo Joni, porque claro que sé que mi primer Joni decepciona un poco… puro ébano africano…

    – Aaasssyyyyasss…

    – Y ahora mi tercer Joni… que para eso nacen con varios cuencos…

    – ¡Epa que te pasa!, tanto quieres rasguñar las paredes… te salen alas... alas contra las paredes... vas a estropear... la madera de tus paredes… vas a volar dentro de la pared...

    – Muerde la madera de los listones...que para eso... lo hago... no es para otra... cosa que hacerte... sufrir como a todas.

    – ¡ggsssaaayyyasss!

    – Has visto que hermoso como duele…

    – Bueno... ahora te ordeno... que te duermas... la verdad... que me gustó... pero otras... se portaron mejor... sin tanta... resistencia, me pusiste tenso... lo podríamos hacer de varias, de muchas otras maneras, una,, dos, cien veces más... pero no, me pusiste... de mal humor... llamando al idiota... ese de Charles, que no recibió su merecido...

    – ¡Ahhh!. Qué cosa, no te puedes... tapar sola, para que veas... que no soy... malo te voy a tapar yo... ¡adiós, rata de puerto!...

    Caroline se revolcaba en la alfombra en medio, nuevamente, de sus inmundicias...

    – Caroline, ¡despierta! Le dice el licenciado Laurent

    El oficial observaba, firme pero impresionado.

    – Va a pasar por un estado de epilepsia pasajero... cuando despierte no se va a acordar de nada porque acordarse de esto luego de haberlo sufrido es sufrirlo dos veces, y supongo va a dormir muchas horas...

    Johnson pregunta, entre unas muecas superpuestas de incredulidad, espanto y excitación.

    – ¿Qué fue eso?

    – Es eso, tal cual lo tenemos registrado. Es la reproducción textual, traumática y gestual de lo que pasó el viernes, salvo algún desplazamiento temporal, quizá también algún deseo o represión inconsciente, pero fundamentalmente la verdad. Todo hasta lo que yo sé, coincide con los testimonios de terceros. Tenemos: una violación premeditada, no producto de la ocasión; un evidente seguimiento previo de la víctima, un crimen alevoso, aunque no premeditado en esa víctima, sí, si hubiera sido el novio, aunque es algo extraño, que, siendo tan metódico, no hubiera confirmado la identidad del occiso, lo cual me da la sospecha, que aún no terminó su trabajo. Según me parece, como una hipótesis tirada de los pelos, el muchacho vio abierto, pasó, creyó aprovechar una ocasión extraña, el criminal lo confunde con Charles y vamos a la historia. Mi conclusión, tenemos un asesino serial, al menos del relato, hay cuatro muertos y ni siquiera lo sabíamos. Se mueve con una inteligencia e impunidad pasmosa. Elige a las víctimas como quien elige un libro del escaparate. Pero, veo algo, Caroline reproduce textual, gestual y hasta sincrónicamente, como ustedes acaban de escuchar, su lenguaje, a pesar de que diga que sólo recorre Londres el tipo no es londinense, confía ciegamente en su método, y por ende, no debe ni imaginar que Caroline lo pudo traer desde el fondo de su mente, de hecho cuando despierte, otra vez no se va a acordar de nada. No se va a acordar por tres motivos básicos: 1) fue traumático, fue violada y obligada a ver el resultado de un crimen, 2) hay culpa, aunque no pudo evitarlo sentiría que traicionó a Charles y 3) salió con vida, cuando cualquier otra mujer en su lugar hubiera muerto desangrada, gracias a su previa vida sexual. Sin embargo, el tipo no quedó conforme, y tengo la impresión, no muy fundada por cierto, que necesita volver a atacar, antes de cambiar de ciudad. No sé cómo, los policías son Uds., pero hay que anticipársele.

    – Pero, tenemos cientos de violaciones no denunciadas, otros cientos de crímenes sin denunciar ni aclarar... Agrega Carlson

    – Sí, es cierto. ¿Pero cuantas violaciones y asesinatos de sus parejas tenemos? El tipo, a tomar como verdad lo que vimos, primero asesina, y usa el morbo y el pánico y así tiene una herramienta más para someterla, primero psicológicamente y luego físicamente. En este caso el pánico estuvo limitado, a que no era Charles, sino un desconocido. Plantéeselo así, cuantos crímenes de este tipo, hubo en Londres. Ah, y en una semana, Johnson, no soy policía, ni siquiera un psicólogo titulado, pero contamos sólo con una semana, antes de que este pajarito levante vuelo...

    Johnson, comunica la novedad al juez, quien, a pesar de su incredulidad por la metodología del licenciado, libera a Caroline por falta de méritos. Le pone custodia, con un especial interés por el caso. No escapaba a nadie, que si resolviera este caso, Johnson mediante, tenía un puesto en la cámara.

    Una semana, quizá Laurent tuviera razón. Una semana para encontrarlo. Se le acababa de abrir otro frente, no sólo debía buscar al asesino, de no se sabe cuántos hombres y las violaciones de otras tantas mujeres, sino proteger a más de una de las posibles víctimas. Ernest y Charles coincidieron en llevarla a una cabaña propiedad de la familia, pero Lauren, al enterarse le sugirió que lo hicieran en un lugar distinto que no fuera objeto de una investigación catastral y que además tuviera guardia, doble o triple, permanente.

    Johnson estaba agotado, pero convocó a Carlson, que como su sombra lo seguía a todos lados. Johnson sentía que Carlson era su Alter Ego.

    – Carlson- le dijo en la antesala de la guardia, frente a la puerta del comisario - vamos a tomar un café.

    – ¿A dónde vamos?

    – A una biblioteca.

    – ¡Ah!, ya veo...

    Johnson, sospechaba que se estaba empezando a quedar solo, si triunfaba todos lo hacían pero si fracasaba la rueda de molino era sólo para él. Ya que más allá del discurso grandilocuente y moral de la institución, tenía puntos en contra, que el ancestral machismo policial recalcaba del caso, una mujer joven, que vivía sola, en lugar de con sus padres, o un marido. Violada, ¿y qué?, acaso el novio no era su amante. Un buscavidas muerto. Una mujer liberal y un lumpen, ¿a quién le importa? A él sí, y eso era suficiente.

    Su abuela le contaba historias antiguas, historias que los libros no guardan, que tienen prohibido guardar, historias de otros tiempos en aldeas lejanas.

    “Hubo una aldea que fue rodeada por los caballos blancos, los hombres dormían la paz del aguardiente, nadie pudo evitar el degüello, los arrastraron a todos al pozo, el único pozo de agua, en muchas tiradas de flecha. Primero degollaron a los guerreros dormidos, después a los ancianos. A los jóvenes, primero los castraron y luego uno a uno les molieron la cabeza a palazos, y cada gota de sangre era volcada al pozo. Sólo quedaron 20 niños y 12 jóvenes aterradas. 40 hombres, respetables hombres blancos, eso decían sus grebas doradas, hicieron su fiesta, hombres de cuyos nombres habían sido grabados con fuego en las puertas de entrada de los grandes castillos y ciudadelas, hicieron su gran fiesta no con mujeres, sino con niñas que aún no habían cambiado sus dientes. Y cuando el hedor y las moscas invadieron el valle, se retiraron, abandonando a los 6 sobrevivientes, a las fieras.”

    Esa era la realidad que él escuchaba y sabía cierta, pero a la abuela le gustaba alargar el cuento.

    “Sin embargo, ese terror fraguó en esos 6 pequeños sobreviviente, 3 niños y 3 niñas, no la sed de venganza sino de justicia que siempre tarda pero siempre llega. Así crecieron con la gallardía y vital hermosura de su raza, y en una ocasión, montando sus hermosos caballos blancos que realzaban su propia hermosura, se acercaron a una fiesta que se divisaba viva aun luego del alba, y llegando, ellos con sus cabellos al viento y sus músculos aceitados, ellas con sus prendas albas y sus largas trenzas al centro de la misma lograron, sin pronunciar palabra alguna, a seguir la fiesta dentro del bosque cercano, lejos de la canícula que el día de estío ya proponía. Y hacia allí fueron los unos, jóvenes doblegados por el vino y doncellas que deseaban dejar de serlo, y los otros, frescos, gallardos en sus blancos corceles y allí alguien propuso, con palabras arrastradas por el alcohol, que la sombra de los álamos era fresca y muy adecuada para matar un gran jabalí, encender nuevo fuego y asarlo. Y todos con gritos que salían de sus henchidos pechos, aprobaron la idea. Y cuando las carnes de 10 jabalíes ya se doraban, alguien sugirió que ya era hora de probar la mejor de las carnes, la de las 20 doncellas. Pero como los mozos no sólo las doblaban en número sino que todas eran hermanas de alguien, luego del empujón, que nadie vio quien lo había iniciado, sobrevino la batahola, las espadas cortaron el viento y uno a uno que era herido caía y reemplazaba la ya doradas pieles de los jabalíes y cuando ya no quedaba mozo que no se estuviera con sus finas ropas de lino y seda encendidas y arrojados al fuego, le siguieron las doncellas que no corrieron el destino de ser abusadas pero que hicieron que sus grasas ascendieran en hecatombe al cielo. Cuando por la tarde los mozuelos no volvieron desde el castillo una comitiva se dirigió hacia allá, donde el humo indicaba que había fiesta. Y al llegar vieron la dantesca escena. Y una gran guirnalda que cruzaba el sitio que con letras de molde les indicaba una remozada letanía de la vieja maldición de los tiempos de Hamurabi. “Ojo por ojo, diente por diente, niño por mozo, niña por doncella, vida por vida y sangre por grasa” No era venganza sino que de justicia se trataba”


    Carlson, lo llama..

    – Oficial..., oficial..., - le da un codazo- oficial... Johnson

    – Sí... este, sí... diga, Carlson.

    – Armé un bosquejo para buscar entre los anaqueles, con las siguientes premisas, crímenes dentro de las policías europeas, nacionales, estaduales y regionales, que no hayan sido resueltos.

    Johnson lo aprobó y Carlson, comenzando por el segundo piso de la biblioteca policial, comenzó con la búsqueda.

    Al cuarto café, Johnson no pudo prohibirle, luego de tanto ajetreo que fume. Ambos tenían los ojos inyectados en sangre, contracturas de todo tipo y desánimo.

    Una persona de la biblioteca se les acerca y les entrega una esquela.

    La cara de Johnson le decía todo. Carlson lo interrumpe.

    – ¿Qué pasa?

    – Encontraron muerto, al parecer de un paro cardíaco al licenciado Laurent, ¿será posible tanta mala suerte!

    Johnson empieza a guardar sus cosas. Carlson le informa.

    – Hay 1500 casos, asociados a violación en toda el área de búsqueda.

    – ¡A qué bien! Contesta Johnson, como quien le dice a una vecina que “lindo peinado”.

    – Espere, oficial...dígame tres palabras que le vengan a la mente con este caso...

    – Mire Carlson, para jugar al psicólogo es tarde, al psicólogo o a eso que se la parecía bastante, se le dio por morirse... está bien, perdóneme... está bien... a ver droga... sexo… dinero… alcohol… desconocida

    – -¡Oh, oh!, ¡qué curioso!.

    – No, qué se yo, que dice si no tenemos nada...

    – Desconocida... eso reduce la búsqueda a... 160 casos.

    – ¡Carlson!

    – Disculpe...

    – No, sí... tiene razón...

    Johnson llegó a su casa con más desazón que certezas. Se le mezclaban entre el sueño y la vigilia, el trabajo, la alacena ya vacía y los sentimientos. Se acordaba de aquel libro estúpido, cree que de autora americana, en que la chica tímida, era invitada al baile por un chico tan tímido como ella, y cuando llega al baile están todos convulsionados, porque el chico patinó en el hielo y fue a parar al fondo del lago. Y eso, ¿a qué viene? Se preguntó. Y tengo 40, y estoy solo y...zzzz...zzzz.


    Viernes

    Siete de la mañana.

    Llega un nuevo sobre tamaño oficio lacrado.

    “Analizadas las vísceras, no se encuentra evidencia de droga de patrón conocido”.

    Sin embargo, en una postdata el investigador subraya, por mis 45 años de experiencia: volver al cuerpo y buscar evidencias de punción.

    Cuando Johnson ya se levantaba y, quizá por haberlo pensado mejor, el autor del envío se presenta.

    – Hola, soy el Dr. Roland.

    – Ud. firma y dice algo de punción...

    – Sí. Me mandan unas muestras para verificar rastros de alguna sustancia. Pero resulta que yo comparo la muestra, en varias pruebas, y queda un espectro firme, definido y repetido de algo desconocido...

    – ¿Cómo es eso que está, pero es desconocido?

    – En el sentido de aparecer, mediante el color de la llama del Bunsen, siempre en la misma secuencia, lo cual es un espectro pero no podemos identificarlo.

    – ¿Y no puede ser parecido a algo?

    – Espere, vayamos por partes. Acá no tenemos el “algo parecido”. Puedo decir tanto por ciento de A, otro de B, un corrimiento al rojo de C... y puedo obtener 1000 compuestos con la misma composición centesimal, de los cuales 80 son inocuos, 900 otra cosa, otros indigestos... y uno, quizá uno solo, inexorablemente letal. Como todo joven de secundaria sabe, el agua es inocua, pero sus componentes gases explosivos. Pero... pero... yo hace 45 años que estoy en este sucio laboratorio, A su víctima, lo envenenaron con una sustancia natural, no farmacopea, digo, yo tengo todos los patrones de las sustancias conocidas, catalogadas y mapeadas. Pero todavía hay otro tanto y mucho más, que ni siquiera aún descubiertas por el hombre “occidental”.

    – ¿Qué me quiere decir? ¿Qué es oriental?

    – No, hombre, occidente, es una expresión, pagada de sí misma, una cultura estanca, llena de ismos, de lo que no se sabe o no se toca, no existe. Por fuera, hay regiones, países, continentes y universos desconocidos... Vea, hombre, busque en el muerto un punto de punción, mi impresión es que le inyectaron un veneno desconocido, usando su frase, algo parecido al Curare, el que usaban y siguen usando los Jíbaros. Pero a ese y a una amplia familia, ya lo tenemos mapeado ... Porque, insisto él podrá decir todas las veces que quiera que es invento suyo pero yo digo que es tan natural como la leche de vaca, solo que vacas hay por todos lados y a esta vaquita hay que encontrarla

    A Johnson se le caían los ojos. Tomó conciencia de que no había dormido ni dos horas, y no más de cuatro por día, desde hacía una semana. Demasiada información para su pobre cerebro cansado, demasiadas palabras y pocas conclusiones... “mucho ruido y pocas nueces” digna obra de Shakespeare.

    A las 9, con una carpeta en la mano, llega a la oficina del comisionado, quien lo recibe con una sonrisa burlona. ¡Bah! El comisionado siempre tiene la burla a flor de labios, si la burla fuese mérito, ya sería el jefe de policía.

    – ¿Y? ¿Qué tiene Johnson? ¿Quién es el asesino?... Iván el Terrible o Torquemada.

    Johnson no tenía ganas de soportar sus ironías. Lo ignoró.

    – ¿Y... Johnson?. ¿No vino Carlson?

    – Yo lo autorice...

    – ¿Y desde cuando Ud. autoriza?

    – Acá tengo, Sr., el pedido de descanso, esta noche lo necesito, para seguir buscando información en los legajos viejos de casos no resueltos. Y, nada, lo pago yo. Lo hago afuera para que no me molesten. Necesito tranquilidad y que no me soplen en la nuca, para saber cuándo termino. Sólo le pido, que por favor, me ceda, a Carlson, que sabe leer las entrelineas de los peritos. ¿Dígame Ud. ahora? ¿Novedades de Laurent?

    – Ninguna. Un hombre sano, pero Ud. sabe, después de los 40, el corazón nos puede abandonar, cuando menos lo esperamos. Además Ud. mismo pudo ver lo que fumaba.

    A Johnson le salían las chispas por los ojos. El sueño le hacía ver no a un superior irrespetuoso, sino a una babosa con una corneta...

    – Con respeto Sr., ¿le puedo pedir algo?

    – Diga, Leonard.

    – Perdón, oficial Johnson, ese mi nombre en la institución... Necesito una nueva inspección del cadáver...

    – No va a poder ser.

    – ¿Cómo que no va a poder ser?

    – Hace una semana que lo teníamos en la morgue, hinchado y maloliente porque a alguien se le ocurrió que un refrigerador no era apropiado para mantener el cuerpo de un lumpen; y la mujer nos volvía locos. Así que, ahora en este momento, lo deben estar enterrando, con alcanfor en las narices.

    Claro que lo que no le dijo era que ese tal que no quería gastar en refrigeración era él mismo.

    – ¡Maldición! ¿Y con el patólogo no se puede hablar?

    – Sí. Cálmese, dese tiempo... “con paciencia y con saliva”.

    – ¡No!. ¡Saliva un rábano!, éste va a volver a matar, o sino, se nos va a volar para siempre.

    – Bueno, no sería la primera vez.

    – A Ud. nunca le arrasaron la aldea..

    – ¿Qué dice?

    – No. Nada. Olvídese


    Un violento portazo. Esa fue la manera en que, el zanguango del comisionado, lo despertó. Se había quedado dormido sobre el escritorio. Se recompuso y lo miró con cara de férrea disciplina.

    – Sáquese, Oo-fisss- ci- alll, Johnson, ese clip de la frente. Le dijo.

    Johnson trató, con bronca e incoordinación, de reconocer su cara. Pero su mano dormida e inconexa en lugar de un roce le dio un golpe.

    El comisionado dijo algo que Johnson no entendió.

    – ¿Cómo? Contestó azorado.

    – Dije, que vaya a lavarse la cara.

    Se vio en el espejo. No solo tenía la marca de clip, sino un borde de cuaderno espiralado cruzándole la cara hasta el cuello. Sintió la furia del que sabe que el otro tiene razón. Reconstruyó sus palabras y pensó: “A este lo tengo que curar”.

    – ¡Bueno, Johnson!. Aquí tengo una orden para hablar con el patólogo.

    Una hora después, entró a la morgue de la institución. El patólogo se estaba tomando un descanso, tomando café y comiendo una ensalada. En medio de un potente olor a muerte y formol.

    – Hola, ¿Doctor...?

    – Dr. Russio. ¿En que lo puedo servir?

    – Hoy hablé, con el Dr. Roland, y me dijo que buscara evidencias de punción... ¿Ud. vio algo, aparte del informe?

    – No. Sí. Este, digamos... tenemos un individuo joven, fuerte, bien formado. No tenemos signos de violencia propia. Es decir, sus manos, sus puños, sus piernas, rodillas, pies... y todo aquello que una persona que pelea y se defiende... sin marcas, sin edemas. Ni el habitual golpe en la nuca. Los pulmones tienen lesiones internas, que indican que estaba consciente, en el momento de la inmersión. O sea, lo llevaron, con toda tranquilidad, casi sin esfuerzo, arrastrándolo, a la bañera. La pregunta es: el antes de eso. Acá tenemos que manejarnos con 3 suposiciones: La chica cómplice, la chica víctima y la chica asesina. Si fue la chica sola, no tenía el cuerpo, evidencia de manejo de, por ejemplo, uñas. La chica tenía, supongo debe seguir teniendo, uñas medianamente largas y es, sino imposible, muy poco probable, ni aun usando guantes, que no rasguñara a un cuerpo de 160 libras. Si la chica ayudó. ¿Para qué lo arrastraron? Personalmente pienso, y no soy perito en reconstrucciones, sólo un patólogo al que le dejan un cuerpo en una camilla o en la mesa de mármol, la chica fue víctima. Entonces, para mí, lo interesante que contrasto con el informe. La chica tomo, le dieron o inyectaron algo, no sé cuándo, ni cómo. Le tomaron muestras en sangre y orina. En el cadáver, había sí, puntos de punción, el chico se inyectaba, de vez en cuando, con algo. Pero al chico, no lo mataron en 10 minutos, se tomaron, según creo, más de 2 horas. ¿Pero cómo puede ser? Bien, le digo: lo que él siente como un suave toque en el hombro, es una jeringa que atraviesa su pulcra pero delgada prenda de vestir una remera tipo marinero al estilo francés, según lo que su esposa dijo, llevaba puesto al salir de su casa. Justo en la articulación que une al manguito rotador del húmero y la clavícula derechos. El tipo, no es un experto en farmacopea, ya que de serlo sabría usar con mayor destreza una jeringa, más aun, luego de lo que al parecer fueron sus repetidas inyecciones, porque la punción, luego de entrar, como bien sabemos, se estira en forma oblonga, que se formó luego de que la gruesa aguja chocara contra la clavícula. De ser un experto la habría hundido en la articulación que un tejido blando. Por lo que me hace suponer que lo que él dice haber inventado lo tuvo que haber hallado en algún lado, digamos, en un viaje, así, fuera a alguna de las selvas Amazónicas, Africana o India, o en por entrar en contacto con alguna clase de secta, incluso las que se usan como un método para apurar una muerte ya declara por la enfermedad natural, o, para que no se nos acuse de eurocentristas con alguno de los tantos grupos de asesinos a sueldo con paga fija por parte de industriales y políticos de todos los niveles. Pero como veo que su cara ya entró en pánico, vuelvo al informe que Ud. y Laurent elaboraron sobre el extraño acento del sujeto. Y basándome en sus propias palabras, Johnson, con un sujeto de pasado campesino quizá del centro de Inglaterra, pero con un claro intento de ocultarlo con la forma de hablar londinense, ergo, nuestro sujeto lejos de ser extranjero es compatriota pero con contacto, incluso quizá, por casualidad.

    – Pero, ¿qué valor tiene que se ponga en contacto “de casualidad” con tal droga con la alevosía con que actúa? Sí, yo he visto tal alevosía en numerosos casos, pero era algo distinto. Por venganza, por ejemplo.

    – Pero suponga, que usted crece en el resentimiento por años y años, o bien, porque simplemente es un sádico de nacimiento y de pronto, como el meteorito que golpea al único animal que un ganadero había rescatado de la inundación.

    – Imagen interesante.

    – Veo que lo dejé un poco anonadado. Pero, una Usted, todas esas piezas, lo que Ud. informó ayer, lo que el Dr. Roland opina y lo que le acabo de decir. Aunque lo que más me importa, no es la forma de muerte, encontré mucho peores, más crueles y más sádicas. Lo que impacta es la impunidad y la baja violencia previa, la comodidad en la que trabajó. Creo que comenzó su faena, tipo a las 12 del mediodía, lo drogó, lo desnudó, lo ató, lo llevó al baño, no lo violó, no tuvo relaciones ni activas ni pasivas con él. Algo común entre los sádicos. Sino que lo torturó lentamente y sólo con agua y a juzgar por la expresión de horror del muerto, disfrutó de cada mirada de súplica. Bueno, no lo quiero, molestar más, los patólogos tenemos, necesitamos tener, una dosis de morbosidad para realizar bien este trabajo.

    – Sí. Ahora voy a soñar con los angelitos.

    – Y bueno. Ud. y yo, elegimos o caímos en trabajos en que a veces la muerte nos hace sorna. Apriete los dientes, y siga, sino “la baja” en su caso o el retiro anticipado, en mi caso. Y como se ve en mis canas, acá sigo.

    – Tiene razón.

    – Lamentablemente, la tengo.


    Johnson se despide con esa sensación de mala noticia. Cuando llega, el comisionado lo hace llamar.

    – Sí. Dígame, Sr.

    – No encontramos ningún informe en lo de Laurent.

    – ¡Cómo que no! Un segundo libro de lo que anotamos ayer...

    – No hay nada... ¿quiere ir Ud. mismo?

    – ¡Sí... sí... sí!


    Johnson no fue reiterativo. No desconfío de la pericia de la comisión. Saltó de su silla. Tomó su arma, se abrochó la chaqueta. Salió al hall. Entró a la oficina del comisionado.

    – ¡Epa! Espere.

    – Deje de molestar, ¿dispongo de un carruaje policial?...

    – No. No lo hay.

    – Un caballo.

    – Tampoco. Súbase a un carruaje de alquiler.


    Johnson entró al consultorio. ¿Todo estaba en su lugar? No, no, no todo estaba en su lugar. La biblioteca, estaba pulcra y rígidamente ordenada. No el tenue desorden de quien lee y consulta periódicamente. Sobre el escritorio un limpio y lustrado cenicero de vidrio. No repleto de colillas malolientes, como había observado hacía unas pocas horas. En la agenda figuraba, como última consulta, la visita suya con Caroline. Johnson pensó que nadie tiene tiempo de ordenar y limpiar lo que nunca hace, justo antes de sufrir un ataque cardiaco. Cuando volvió, le comenta al comisionado:

    – Acá no hubo ningún ataque cardíaco, acá hubo crimen... y se llevaron las anotaciones. Están jugando con nosotros.

    Por primera en 16 años, tuvo un poco de miedo. Antes de salir sopló la llama de la lámpara.


    22 hs.

    Carlson fue puntual. Venía de civil.

    Entraron a la biblioteca. Para volver sobre la investigación. Pero al rato ve acercarse a un prolijo, bien peinado, de elegante traje y vistosa corbata, cigarrillo con persona.

    – Permítame presentarme. Soy Alejander Long, alguna vez policía, alguna otra periodista, y unas cuantas cosas más. Pero lo que ahora soy, un simple aficionado a la investigación policial. Y a pesar de mi edad estoy tratando de lograr mi justificación final.

    – Discúlpeme, pero no lo entiendo. Contesto, franco, Johnson.

    – ¿Qué tal que si le dijera, que lo que ahora le está quitando el sueño, me lo hace a mí desde hace 15 años? Claro, Ud. dirá como se filtró una información así. Y a quién va a colgar en una plaza pública. No. No se pregunte más, que yo sé lo voy a decir, en la menor cantidad de palabras posibles. Hace 15 años, cuando ya me estaba retirando de mi profesión de periodista, me surge un trabajo. Como sabían que había sido policía siempre me asignaban las notas negras, pero hubo tres noticias sociales de esas que se cubren con mucho glamour, que me llamaron la atención y todas referidas a la misma familia: un señor, voy a decir señor, porque le aseguro que nombres, apellidos y lugares no vienen al caso, es acusado de corrupción de menores en una de las casas de campo de su propiedad. Su joven esposa, a quien le llevaba 20 años, se suicida misteriosamente, un mes después que el hijo de ella con su primer marido, desapareciera trágicamente en un accidente de navegación con su novia. Cada año, a partir de entonces, con precisión matemática, aunque no cronológica, suceden en Reino Unido, 6 crímenes de muchachos y la consiguiente violación de sus novias.

    – Los cuadernos. ¡Ud. tiene los cuadernos! Casi grita Johnson, abriendo grande los ojos.

    – Lamento informarle que yo no tengo idea de que me habla, aunque sí me gustaría saberlo.

    El hombre, ya casi octogenario, abre un portafolio, donde ordenados por fechas tenía distintos recortes de diarios y revistas.

    – No. No tengo cuadernos. Lo que tengo son revistas, diarios, reportes policiales, cartas documentos, sellados. Notas, artículos, informes… y sospecho que Ud. tiene secretos, que yo sé antes de que los diga. Pero para convencerlo voy a decir sólo una frase suelta: “Alas contra las paredes”.

    – ¿De dónde sacó esa información?

    – ¡Qué ajado tengo este portafolio! Pero acá, por ejemplo, tengo algo, 14 de noviembre de 1870: “La joven, caminando desnuda por las calles de Dublín, repetía sin cesar “Alas contra las paredes”… su novio fue encontrado cuatro días más tarde, enterrado vivo en el jardín de su propia casa. La joven, acusada del crimen, reside actualmente en neurosiquiátrico estatal...” Otro. 12 de octubre de 1872, Glasgow: “la joven, modelo de pintores y escultores, está acusada de matar a su novio, corredor de bolsa de origen finlandés, atándolo al casco de un pequeño barco hundido, a la espera de la pleamar... sólo repetía, Alas, Alas, Alas...”

    Carlson, miraba con una mezcla de admiración y profunda desconfianza, todas y cada una de las páginas amarillas que el extraño presentaba y las confirmaba, casi mecánicamente. Pero este sigue su discurso sin importar las caras desorientadas de ambos.

    – Dígame, Ud. La víctima ¿recordó?

    – ¿En qué sentido? Pregunta Johnson.

    – En cualquiera. Cada vez que una víctima recuerda, algo por mínimo que sea. Es porque él se lo permitió. E indica que antes de 8 días. O sea exactamente. A los 15 días de producido el primer ataque, produce el segundo. Las víctimas, no se conocen entre sí, pero tienen conexión para él, aunque impredecible para nosotros, pues como si se tratara de la frase del año, las elige, de acuerdo a una idea fuerza. Vea por ejemplo en el caso de la escocesa, y la víctima siguiente. Ambas eran modelos, lo que no nos dice nada, porque todas las mujeres que atacó eran irremisiblemente bonitas, salvo unos casos muy extraños, pero ambas eran pelirrojas y se llamaban Johana. En el caso de las irlandesas, ambas habían tenido la misma profesora de dibujo. En el caso de las Galesas, ambas eran bibliotecarias, etc. ¿Cómo podemos saber cuál es la consigna de este año? A sí, un detalle, repite digamos así, 2 crímenes simples, y uno doble. O sea, esta semana, y acá en Londres. Esta semana, si no hacemos nada, un joven va a morir y su novia será violada. Hace 15 años que llego a todos lados siempre tarde. Pero es la primera vez que un policía está sin dormir antes del segundo ataque.

    – Le agradezco mucho. Pero eso viene a sumar más y más información, carpetas llenas de datos, y ni una sola pista física, conjeturas, opiniones, conclusiones y nada.

    – ¿Sabe cuál es el promedio de tiempo de casos resueltos, luego de que un criminal logra zafar de la primera redada?

    – Sí, sí. Lo sé.

    – Bien fácil entonces. Soplen la llama de esa lámpara e invíteme a su casa, tomemos un café. Que lo único que quiere es irse al descanso eterno, sino después de atraparlo, al menos con la convicción de que alguien me crea, cuando digo que esto es obra de asesino serial. Porque hasta ahora sólo escuché burla, que son cosas de un viejo loco, con la sensación de injusticia de saber que hay víctimas que aún no saben que lo serán y que ya son vigiladas y estudiadas.

    – Sí. Pero, ¿Cómo vamos a poder tomar un café, sabiendo que está preparando un ataque?

    – Ud. me dirá, ¿Cómo puedo dormir sabiendo esto?

    – Sí. Claro...

    – Bien. Ud. es policía. Tendría que saberlo. En este mismo momento, a minutos de aquí, quizá en esta misma cuadra, se está llevando a cabo, un crimen grave. Ud. sabe que, estadísticamente, ocurrirá. Pero no puede hacer nada, porque no sabe dónde, cuándo, ni cómo. Mañana alguien se lamentará por no haberlo sabido antes. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro caso? Saber o no saber. Bien hagamos algo bien productivo. Váyase a dormir, duerma 15 horas, mañana a las 4 de la tarde, donde Ud. lo disponga, estoy dispuesto a compartir con Ud. todo lo que pude juntar a lo largo de estos 15 años.


    Sábado, 16hs-

    Con puntualidad inglesa, Alexander Long, se presenta con su viejo portafolio en el lugar convenido. La pequeña casa del oficial Johnson.

    El oficial por primera vez en una semana, se dejaba ver sin forzar sus ojos a permanecer abiertos. Su ayudante, preguntaba a cada segundo, donde guardaba el café, el azúcar, las cucharitas y los platitos. Finalmente el oficial tomo la tarea a su cargo.

    – ¿Alguna vez estuvieron en un incendio de un depósito de combustible? Pregunta Long, causando que a Carlson la risa le haga salir café por la nariz.

    – No. Tengo una idea, pero no, en vivo no. Contestó más cauto Johnson, mientras pateaba por debajo de la mesa a su subordinado.

    – Ud. ve el fuego, como que de pronto se extingue y siente la necesidad de apagar los focos. Eso no debe hacerse. Hay que mantenerse con todo el equipo y a la distancia, porque en cualquier momento estalla un tanque y las llamas lo invaden todo, y el ansioso desprevenido es consumido como un simple papel.

    – ¡Ah...!

    – Desde hace 15 años vengo siguiendo a un tipo, que en el momento menos esperado, cuando distraído y preocupado por alguna víctima evidente, explota y se toma otra y otra...

    – Dígame...

    Johnson cambia de expresión. Ya no estaba escuchando un desvarío de un octogenario, sino información vital que desconocía.

    – Se lo voy a ejemplificar con un caso. En Oxford, la policía detuvo a la chica y encontró al muchacho con una bolsa de plástico en la cabeza. De ese caso, oficialmente, él es el único muerto. Pero yo cuento, además, los siguientes: el salvavidas que lo encontró, en un bote de construcción casera más propia de un náufrago o un personaje de Stevenson, que un yate de los varios que el occiso poseía. Causa, ahogado a causa de un violento calambre, siendo que la costa estaba a sólo 200 yardas y él era un excelente nadador. Y antes de que me pregunte, ¿Cómo entonces apareció muerto sobre el citado bote? Nadie lo sabe. Lo que sí se sabe es que el agua que había en sus pulmones no era agua de mar. Un agente de policía que custodiaba preventivamente a la chica en su domicilio, causa, se disparó accidentalmente el arma, cuyo disparo le atravesó la tráquea. Una de las forenses que practicó la autopsia, se colgó de un puente y quizá alguno más que se me escape. Todos tenían un punto en común, sabían, yo diría, decían saber, quien era el asesino, o tenían elementos que podrían llegar a descubrir su identidad.

    – Cómo un psicólogo....

    – ¿Cómo dice?

    – Después le explico, síganos contando.

    – Lo que tenemos, es muy peculiar. Como siempre elige un lugar distinto, y camufla crímenes, es tomado como un crimen al pasar, y con el tiempo se cierra el caso. Yo le digo que jamás se le podrá probar más que un crimen, pero a esta altura, solo me conformo con detener su seguidilla. Yo sé que me podrá tomar como un viejo loco, pero es así. Que no se esconda más en la amnesia y el ahogo de las víctimas... Bueno, voy a parar, que ya parezco un personaje de una comedia de Plauto.

    – No siga, me interesa... nos interesa… lo que está contando...

    – No estamos ante un asesino serial, de esos que están buscando ser atrapados, para poder estar en todas las tapas de los diarios. Si no del otro tipo, cuida al máximo su perfil bajo, porque su objetivo no es la notoriedad, sino seguir matando. Pero dígame Ud. ¿Por qué estoy yo aquí? Que fue lo que lo impulsó a tenerme confianza o al menos a escucharme. No me conteste. Yo lo sé. Una frase. Una simple frase: “Alas contra las paredes”.

    – Sí, así es...

    – Y dónde piensa, o como cree, que yo sabía que esa frase lo habría de conmover...

    – Supongo que porque fue lo que Caroline dijo. Dijo Carlson...

    – ¿Y dónde se publicó que Caroline dijo tal o cual cosa...?

    – En ningún lugar... Afirmó Johnson

    – O sea que tenemos dos alternativas. O yo sé más del asesino que lo que se puede suponer o soy cómplice de él. Sea cual fuese el caso. Soy una llave para llegar a él, créame. Pero déjeme que le exprese una idea que tengo. Acá, como le dije existen dos tipos de víctimas, las secundarias, o sea, aquellas que pueden llegar a descubrirlo o comprometerlo, por la vía que sea, estas víctimas son circunstanciales, y por así decirlo, tuvieron la mala suerte de estar en el lugar y en el momento equivocado. Las primarias, tienen otra historia, son víctimas no sólo de su sadismo, sino de su conocimiento previo. Las sigue, las contacta, las estudia, durante, al menos, dos meses antes del ataque. Con lo cual, le digo que el ataque no se da en un momento cualquiera, producto del azar. Con lo cual antes de atacar a Caroline ya tiene planeado el próximo ataque. Él las estudia, las vigila, hasta sabe cuáles son sus costumbres y ritos sexuales. Por eso es que ataca con tranquilidad e impunidad. Hasta diría sabe cuáles son sus deseos ocultos.

    – Pero, hay algo que no cierra. Si es cierto que las estudia, las sigue, ¿Cómo es posible que se haya equivocado de novio?

    – No se equivocó de novio... Digámoslo en otros términos, para él no se equivocó.

    – ¿Cómo qué no? El que apareció en la bañera, ¡no era el novio! Le dice Carlson

    – ¿Ud. lo sabe?

    – ¡Sí, lo sé!

    – Mire, joven. Se lo voy a decir, porque a mi edad ya no quedan más alternativas que decir la verdad, salvo cuando por efecto del deterioro físico, uno tenga que mentir para obtener pan o protección. Pero, por suerte no es mi caso. Todos dicen saber y nadie sabe nada. Los jóvenes confiados en su fuerza y su futuro, creen saberlo todo, y enrostran a sus mayores, sus mentiras y sus errores. Los adultos dueños de los resortes, creen saberlo todo, y se quejan de la idiotez de los jóvenes y la persistente tozudez de los más viejos. Los viejos que porque juntaron larga experiencia, que se les debería respeto por todo su pasado, creen saberlo todo. Pero nadie sabe nada. El médico que le aconseja al desahuciado como obtener sobrevida, mientras que el otro sólo quiere dejar de sufrir. El abogado que le dice al acusado que se declare culpable, para bajarle la pena, cuando el acusado necesita creer él mismo que no hizo lo que hizo. El psicólogo que le dice a su paciente que abandone a su esposo y reinicie su vida con su amante, cuando en realidad lo que ella quiere, es que ambos la quieran, que ambos la protejan, que se peleen por ella y acostarse con ambos, porque los quiere por igual. No. Nadie sabe nada... Ud. no sabe y el joven, al que le sale café por las narices, no sabe y yo que paso la vida perorando no sé nada. Sabe en lo único que confío.

    – Ah bueno, - interviene Johnson, tratando de poner algo de humor a lo que de ninguna manera lo tiene - creí que nos iba a citar a Sócrates. No sé en lo que confía.

    – En que se equivoque. Porque tiene siempre las de ganar. La policía no es consciente de lo que tiene. Las víctimas están siendo continuamente observadas. Tiene los medios económicos como para elegir donde, cuando y a quien atacar. Él ya lo conoce a Ud. Pero por eso mismo es tan vanidoso.

    – ¿Qué me quiere decir? ¿Qué acaso yo o Carlson seremos sus próxima víctimas?

    – No. Ud. no es el próximo de la misma manera que no se equivocó de novio.

    – A ver, explíqueme que no entiendo...

    – ¿Ud. vio a la chica y a su novio?

    – Sí.

    – ¿Qué les pareció?

    – Bien. Nada. ¡Qué sé yo!

    – ¡No tiene nada de maldad Ud.! ¡Vamos, critique, saque un poco el cuero, sea un poco menos profesional, y un poco más vecina de barrio!

    – No, no sé, no tengo idea que me quiere decir.

    – Que le parece la chica, como la describiría... físicamente.

    – Linda chica, muy bien proporcionada...

    – Y al novio...

    – Lindo, bah, un poco gordito, un tanto feúcho con esos lentes, ¿no? Carlson.

    – ¿Y el muerto?

    – ¿El muerto?

    – Sí, el muerto...

    – Un muchacho... no, y sí. Para ser un muchacho que supuestamente pasaba necesidades, buena musculatura, buena dentadura, si al rostro le quitamos su expresión de horror, muy atractivo, siendo que a ninguno de nosotros se nos dobla la margarita.

    – Bueno.- continúa diciendo Long - Varios puntos a saber: ¿Porque este muchacho entró a la casa? ¿Porque la casa estaba abierta? Y finalmente, ¿porque lo declaró pareja?

    – ¿Y nosotros?

    – ¿Uds.?

    – Sí y Ud. también...

    – Bueno supongamos lo siguiente, cataloguemos las víctimas según su edad, condición y nivel de conocimiento. No ataca víctimas mayores a los 45, pues los considera fuera del ciclo vital, no ataca por dinero y no ataca a nadie que no lo comprometa. Sume y siga. Las víctimas con mayor puntaje son, mujeres bonitas, con novio bien plantado física o/y económicamente, por lo que llama mucho, pero mucho la atención el caso de Laurita, no sólo porque ella fuera lisiada sino que su novio no era nada lindo y encima muy pobre. Uds. ¿Qué puntaje se pondrían?

    – Ya me dio miedo... Dijo Carlson mitad en serio, mitad en broma

    – No. No mienta, joven. A Ud. no le da miedo. Como a Ud. tampoco. A lo sumo puede ser una oportunidad de atraparlo, puede ser que no pueda dormir bien por las noches, pero su autoestima profesional no deja entrar al miedo. Y si en verdad, tuviera miedo, yo me equivoqué de persona. Yo sí tengo algo de miedo, porque que podría hacer un hombre de mi edad, para contrarrestar su fuerza y sus drogas... Pero ahora, dígame, de que cuadernos me hablaba ayer.

    – Bueno...

    – ¿Qué más debo hacer para que confíe en mí?

    – Sí. Está bien. Hace dos días en el consultorio del Licenciado Laurent, anotamos una regresión de Caroline hasta el momento del ataque, ayer no sólo desaparecieron los cuadernos sino que el licenciado murió, mejor dicho, lo asesinaron. Y salvo apelar a nuestra memoria ya que el especialista en hipnosis acaba de dejar este mundo, no tenemos ninguna otra evidencia de lo sucedido. Es la única convicción de que ella no fue la asesina. Y ahora no tenemos ni siquiera un apunte...

    – A ver. No hace falta que me diga nada. Yo le voy a indicar tres lugares comunes, que estoy seguro surgieron en la regresión. 1) Como ya le dije Alas en las paredes. 2) imposibilidad de resistirlo, y 3) un relato de dolor amoroso...

    – Sí...

    – Bueno. La información que rescataron, es la información que él permitió que ella pudiera recordar. Hay cosas ciertas y cosas falsas.

    – ¿Cómo cuales porque la violación con tales objetos fue constatada?

    – Su propia historia de amor, por ejemplo. Porque yo creo, aunque no soy psiquiatra, que quien se negó a tener sexo con él, no fue una mujer, ni siquiera un hombre cualquiera, sino su propio padre. Quien para reprimir esos deseos homosexuales e incestuosos cometió la torpeza de golpearlo. Lo cual hizo que el trasladase esa violencia a su competencia más firme. Por eso mata a los hombre con tal ensañamiento para reprimir sus deseos homosexuales y castigar a en ellos a sus propio padre. A quien ninguna de las víctimas pudo recordar o nombrar. Pero incluso esto puede ser una historia robada. Déjenme explicarles como llegué a tal conclusión.

    – ...Como le conté anoche. Estaba yo investigando las cosas extrañas que pasaban en una cierta familia. Pues bien. Un señor muy respetable. Ejercía la pedofilia en una de sus casas de campo. Su esposa lo sabía pero por conveniencia social, se lo callaba. Esta tenía un hijo de un primer matrimonio al que mantenía al margen de todo esto. Pero el hombre se las arregló para mezclar al chico con su historia. No está claro. Pero parece ser que el chico de apenas unos 10 años fue intensa y durante mucho tiempo abusado por el hombre, del que nunca se pudo reponer y así fue que apenas entrado en la adolescencia, por desear a una chica pero confundido en su identidad sexual, terminó suicidándose. No sé, con certeza, donde, pero en algún lugar, el asesino entabla algún tipo de relación con el muchacho y le roba parte de su pasado y su identidad. Porque es mucho más fácil decir que fue abusado que decir que su padre se haya negado a hacerlo.

    – Pero, ¿Por qué desear a su propio padre cuando pudo hacerlo con otro muchacho? ¿No sucede a la inversa, que es abusado por él?

    – En este caso creo que no. Pero permítame decirle una verdad de Perogrullo que quizá contradiga sus creencias: Homosexual nadie se hace sino que se nace. A lo que se suma esa experiencia que muchos niños tienen, cuando presencian una o más relaciones de sus padres. Para muchos ya es lo suficientemente traumática saberlo. Se dice, mejor dicho, el profesor Freud dice, que todos los niños o niñas pasan por el complejo de Edipo, o Electra u otras cosas más que yo no llego a entender, que luego, la mayoría supera, pero otros no. Otros que al presenciarlas se identifican con el padre de su mismo sexo, creo. Pero otros, los homosexuales, que como yo digo, ya los son de nacimiento, lo hacen con el padre del sexo contrario. Pues bien, en este caso, este sujeto lo hizo con su madre. Lo cual, tal sucesión de acontecimientos, les sucede a muchos de estos chicos, sin que ello los impulse a la violación y el homicidio. Algo que, al parecer, según las estadísticas policiales les pasa a muy pocos. La mayoría viven sus vidas, ya difíciles de por sí a causa de la repulsa general, lo mejor que pueden.

    – Pero entonces, -opina Johnson- según Ud. no tenemos nada.

    – Bueno. Voy a dejar de decir lo que no tenemos, para decir lo que sí tenemos. Otra cosa cierta, es que cambia de lugar. Si es cierto que recorre Inglaterra, buscando víctimas...

    – ¿Y porque no Europa, U.S.A, o qué sé yo, África.?..

    – Otro punto a nuestro favor o en contra según se vea. No sé porque no lo hace. De modo que sigue con nosotros, para asesinar y violar, pero también para que lo atrapemos. Sabemos también que volverá a atacar en apenas días y aquí, y ya tiene seleccionada la víctima y es asmático.

    – ¿Cómo? Dice Carlson.

    – ¿Porque mata a los novios, porque viola a las chicas y porque elige los métodos? Pregunta Johnson

    – Sufre, cree sufrir, una gran envidia de los hombres que pueden llegar a seducir. Odia a los hombres, supuestamente atractivos, que pueden seducir mujeres por demás bonitas, pero según yo creo, los mata porque los desea, y quizá por eso, hizo un cambio de estampas con el gordito y el buscavidas. Todos los muchachos fueron asesinados por un método distinto pero con un factor común, a este en una bañera, a otro con una bolsa plástica en la cabeza, a otro lo enterró vivo, a otro lo ató y dejó que la marea haga lo suyo, a otro le comprimió el pecho con una viga, a otro le llenó la boca con un gel... en fin, todos murieron por algún tipo de asfixia, porque les envidiaba su calidad de “buenos respiradores”. Y, quizá, además de homosexual sea impotente. Necesita el auxilio de medios mecánicos para poder violar a sus víctimas a las que por falta de semen propio les inyecta semen de animales. Por eso el semen es tan abundante, no se ha encontrado nada que haga suponer que sea de su novio o el lumpen, porque no es suyo. Y así, abrazadas a ellas, se siente parte de ellas, ser una de ellas, quizá aumentando tal fantasía autopenetrándose con otro objeto, aunque esto sólo es una suposición ya que no se encontró ninguna pista al respecto.

    – Ud. parece no conmoverse con lo que dice.

    – No, hijo. Es cierto que ya no siento físicamente como alguna vez pude hacerlo, pero me quedaron muy buenos recuerdos de mi Adele y creo saber de qué estoy hablando, aunque también tuve que hurgar en los libros, para saber con qué estaba tratando, estudiar a las personas, sus motivaciones y.. y mi Adele, por ser de otro tiempo no me decía, “te deseo”, o “qué tal si lo hacemos”, sino “estoy mimosa”. ¡Oficial! Que estoy viejo, pero todavía no senil.

    Long, apaga su cigarrillo número veinte. Eso al menos es lo que piensa Carlson, porque instintivamente, apenas apagado, fue a su bolsillo interior del saco y abrió una cajetilla nueva, de origen importado de lata dorada y lacrada, cuyos signos inscritos él no podía identificar. Johnson, a su vez, lo mira expectante. Y se intriga en saber. Como un hombre de su edad, se puede mantener, mentalmente tan activo, incluso a pesar de su cigarrillo 20 en el lapso de apenas dos horas. Tiene, como buen policía, un nivel de aprensión, pero por algo confiaba en ese anciano, que en definitiva le trajo nuevas ideas para encarar la investigación. Long continuó hablando.

    – ¡A Ud. no le venden ni agua en el desierto!, ¡eh!

    – No espere, espere, su historia es muy bonita, muy armada pero de dónde saca el dinero para sus investigaciones, de que vive, ya que trabajar le impediría hacerlo…

    – Simple, le roba a sus víctimas. En algunos casos, como en el caso de Vivian, hija de un duque, no les diré cual por respeto a la dignidad de la nobleza, a quien le robó todo su dinero y una cantidad importante de joyas. Que reducidas en el mercado negro su padre tuvo que recomprar a un alto precio.

    – Pero entonces debe tener su cuenta bancaria. Opina Carlson.

    – Sí, por supuesto. Pero, ¿cuál de las miles de cuentas de los miles de adinerados británicos o extranjeros que hacen desbordar de liquidez a nuestros bancos… a los radicados en el extranjero? Aquí es fácil seguir una cuenta declarada lícita o ilícitamente. Pero no en el extranjero. Nosotros, ni nadie tiene que probar que lo que les acabo de contar es cierto, lo que les pido es que me den algo de crédito. No tengo pruebas concretas de nada de lo que les dije. Pero como columnista de diarios y revistas, la imaginación llena las vocales que se fugan. Jóvenes, solo les pido, que lo atrapen. Si es mañana mejor, así le podré verle la cara...

    – ¿Y si no es mañana?

    – Lástima, no lo veré.

    – ¿Por qué?

    – Porque el tiempo se acaba. Debo juntarme con mi Adele.

    – ¿Cómo no era que no era senil?

    – No es eso, tengo cáncer de pulmón, no me quedan más que seis meses de vida. En fin, si no los llego a ver, es justo castigo a la locura de mi soberbia.

    – ¿Por qué?

    – Cuando empecé a investigar fui avanzando paso a paso, fui descubriendo cosas hilando hechos, hasta podría decir que tengo escrito todo un libro de bitácora con cada descubrimiento y cada dato. Pero me tomó la soberbia, creí que podría descubrirlo y quedarme con la gloria. Pero los años fueron pasando, yo seguí juntando testimonios, murió mi Adele. Entré en un profundo pozo depresivo y de pronto llega el punto en que él está otra vez acá, que golpeó casi en la puerta de mi casa, que ignoro si sabe o no que existo, que sé lo que sé o no, y que en definitiva si él quiere, puede hacer de este viejo, lo que un niño con un papel arrugado. ¡Así que muchachos! Soy el loco soberbio que tuvo que ser arrastrado durante 7 años entre los animales para darse cuenta que no era nadie. Yo confío en que ustedes, día más, día menos lo hagan, aunque este cuerpo ya no esté. Más si lo puedo llegar a ver, ¡Bingo!, ¡Alegría!, ¡Aleluya!

    Golpean la puerta y le dejan, a pesar de lo avanzada de la tarde, otro sobre. Y Johnson, luego de leerlo dice:

    – Bien tengo novedades. La más importante es que Ud., Long está en lo cierto en muchas cosas. La segunda es que estoy seguro que Laurent fue víctima del mismo asesino y también porque.

    Long un tanto contrariado pregunta:

    – ¿Quién es Laurent?

    – Bueno, ahora se lo puedo decir. El licenciado Laurent le hizo una regresión a Caroline, en la cual coinciden todos los datos que Ud. nos trae. Pero dígame. Ud. sabía que este sabandija es homosexual, que es asmático, ¿Qué más supone?

    Long, al parecer olvidando parte de lo que ya les había expuesto, retoma su hilo

    – Cierta vez tuve un amigo, homosexual él, muy buena persona. Quiero decir, no estoy diciendo que este sea un asesino porque es homosexual, quiero decir que es asesino y además de todo esto es homosexual. Con quien charlando pude entender algunas cosas. Este tipo no tiene ningún tipo de contacto homosexual con sus víctimas varones, sólo los mata. Entonces, ¿en qué momento las tiene, si es que las tiene? Bueno, obviando los que ya les dije y lo que ya sabemos de Caroline. Veamos, lo que me parece, sucede con algunas de las muchachas, que son sometidas a algo tan penoso como el ser violadas, si algo lo fuera. Y no son penetradas porque el penetrado es él.

    – Pero si no tiene relaciones con los muchachos, que quiere decir ¿qué hay alguien más?

    – No simplemente las obliga a penetrarlo con los objetos que él trae de la forma más dolorosamente posible. Como ocurre en sus fantasías de ser poseído por su padre.

    – Pero, ¿No, es un poco loco?, bueno claro estamos hablando de uno con todos los pelos. Comentó y se corrigió Carlson.

    – Es verdad. Pero entonces, ¿qué hacemos, que me sugiere que hagamos?, porque no vamos a andar por la ciudad arrestando a todos los individuos para saber si son impotentes y homosexuales. Dice Johnson

    – Ud. no me escucha... Si Ud. se parase ante él, y le dijese quiero poseerte, o lo que se use en estos casos, él sería otra persona, hasta quizá tendrían, al menos para él, aunque yo preferiría decir ella, una relación majestuosa. Todavía si él lo invitase y Ud. accediese. Pero si él se acercara, y Ud. lo rechazara, Ud. podría ser la próxima víctima, de no ser, claro está, que Ud. no tiene pareja.

    – La próxima vez que me lo recuerde, en vez de café, le voy a servir tinta china. Comentó Johnson

    – Voy a intentar no hacerlo.

    – Lo que me parece que me está diciendo es que no tenemos un tipo de personalidad a seguir.

    – Más o menos, digamos, imaginemos, recorrer la ciudad interrogando a todos los rechazados sexualmente. Pero dos personas solas no pueden en un plazo menor de una semana hacerlo.

    – No. En realidad tengo más gente en la calle, trabajando desde hace una semana.

    – ¿Y?

    – Y hasta ahora, nada, creo que me equivoqué en las premisas, es decir, hasta anoche creí que eran las correctas. Esta noche me reúno con los otros dos equipos.

    – ¿Dos escuadrones?

    – No dos grupos de 2 personas cada uno.

    – ¡Impresionante!

    – Bueno, no hay presupuesto.

    – ¿Cuánta gente habrían sacado a la calle, si la víctima fuera la hija de un funcionario?

    – Long, no nos traiga la realidad.


    La charla es interrumpida, nuevamente, por el mismo empleado civil que ya parecía cansado de tanto ir y venir. Era una orden para que fuera a investigar, esta vez de incognito, un caso muy similar, a Bridgestone, una ciudad muy al noreste de Inglaterra casi en los límites con Escocia, es decir su tierra natal, que en las afueras tiene una antiquísima construcción anterior a la llegada de los romanos, y es una vieja muestra de la ingeniería prerromana de los primitivos habitantes, que como el nombre lo indica era un gran puente hecho de pura piedra, pero que parece estar en la nada ya que el supuesto arroyo o río que debe cruzar ya no existe.

    Ya le habían comprado los pasajes del tren que saldría a las 6 en punto de la mañana siguiente. Lo acompañaría Carlson.

    Johnson no se molestó porque la misión fuera en un domingo. Por dos razones, la primera quería acabar de una buena vez con el caso y segunda, aprovecharía las dos horas de viaje para llenarse los ojos de verde.

    La mañana amaneció neblinosa, lo usual para Londres durante la mayor parte del año pero no para esa época. Entre la niebla vio una figura conocida pero acompañada. Era Carlson. Tomó la palabra para decirle:

    – Oficial, ¿supongo que no se enojará si nos acompaña alguien? ¿No?

    Johnson sabía que Carlson tenía novia desde hacía un tiempo desde que aún era un novato, lo que no sabía era que no sólo se había casado con ella, sino que ya tenía una hija. La muchacha tenía una extraña belleza que él no podía llegar a precisar. Sí, claro, pensaba para sí, un joven apuesto con una esposa hermosa, extraña, pero hermosa. Tanto que él se quedó colgado mirándola, hasta que Carlson le volvió a insistir.

    – ¿No es así?

    – Sí, claro, claro, sí, sí, claro, claro.

    Contesto Johnson sin dejar de tratar de descifrar esa belleza. Al notar que esa joven mujer le recordaba a alguien o algo y lo primero que le vino a la mente fue Botticelli. Sí Botticelli con esas muchachas altas cuya belleza desbordante brotaba por todos sus poros. Pero, ella ni era así de blanca ni menos aún tan alta. Pasó a pensar en las doncellas y campesinas de Breemer, tampoco. Pero, ¿porque le parecía conocida?

    Mientras caminaban y hablaban del tiempo, de lo inusual de una niebla en esa época del año. Johnson volvió a observarla. Llevaba una chaqueta liviana azul y un chal violeta de apariencia artesanal, cuyos flecos de lana natural le llegaban a la cintura, donde le llegaría el negro y grueso cabello que atado en un rígido rodete hacía que pareciera algo más alta. Debajo de la chaqueta notó que no usaba corsé como el resto de las muchachas elegantes del Reino Unido ya que ni su cintura ni sus pechos necesitaban ser resaltados. Sus caderas no eran tan anchas como las de las chicas italianas, ni tan enjutas como las americanas, y sus piernas ocultas por su largo vestido azul celeste que terminaban en un orillo artesanal cuyo bordado él no podía identificar, serían más robustas que largas. Su rostro no era blanco como el de las chicas londinenses ni cetrino como las del sur del continente, su rostro levemente ovalado, sus mejillas redondas, sus ojos añgo pequeños y rasgados.


    Los boletos ni eran de segunda ni tampoco camarote, eran tres separados por una pequeña mesa donde ya habían servido el desayuno. Pero antes de que el silbato de la potente locomotora, con extrema puntualidad, diera su primer pitada, a su lado se sentó un señor de notable apariencia burocrática. El tren arrancó y pronto la triste y maloliente estación quedó atrás.

    El afable señor resultó ser un parlanchín y al parecer exigía lo mismo del resto. Se llamaba Alfred Pitton y era un jubilado empleado bancario de la dura época de las huelgas sindicales lo cual quedaba demostrado por tener un hundimiento al costado y adelante del parietal derecho, producto, según decía, de un palazo durante la dura represión policial. Contó que la jornada era dura. Contar por horas peniques y más peniques sin más descanso que los 15 minutos del refrigerio del mediodía. Fue la muerte de una compañera quien, al no ser autorizada a ir al baño, cuando ya su vestido daba evidencias de estar perdiendo líquido, lo cual dos horas después se convirtió en una horrible cistitis y que al día siguiente fue una nefritis aguda de la cual no se pudo recuperar y murió luego de una fiebre que duró una semana. El funeral fue un miércoles por la mañana y allí, sin contar con la autorización debida, estaban sus 15 compañeros, 9 hombres y 6 mujeres, para despedirla entre sollozos. Pero al volver, dos horas después, una rígida pared policial compuesta por más de 20 hombres les impidió el paso argumentando que, según la nómina que el oficial de policía tenía en su mano y exhibía, ya no eran parte del banco ya que habían sido despedidos y, como es sabido, sin compensación alguna. El forcejeo llamó la atención de los empleados de los 8 bancos vecinos que había en misma cuadra y quizá por comunicarse entre sí por telégrafo o el novedoso teléfono, al rato en no más de 15 minutos, se habían sumado unos 500 empleados distinguibles de cualquier otra persona por sus viseras de baquelita y mangas blancas, de modo que el tumulto fue en aumento y por eso vino la caballería policial que en número de 50 comenzó a repartir palos por aquí y allá. El saldo fue de 25 hombres y dos mujeres internados con distinto tipo de lesiones ya que si la policía sólo pegaba, por una orden superior que limitaba la violencia, palazos, algunos accionistas, rápidos como el rayo, contrataron matones que acuchillaban a todo lo que se moviera. Pitton recibió un bastonazo que le hundió el cráneo y por eso, dice que, como secuela, le quedó la manía irrefrenable de hablar hasta por los codos. Aquel día es recordado por los tumultuosos como el Día de la Margarita, por dos motivos, la empleada se llamaba Margaret y porque en su honor los empleados ya habían comprado todas las margaritas del mercado de flores, pero quien le preguntara a banqueros o funcionarios públicos sólo fue una revuelta sangrienta provocada por anarquistas italianos. Pitton hace 5 años que está jubilado, merced a los ahorros de su larga vida laboral que comenzó a sus 12 años como cadete y terminó a los 65 como subjefe de sección, y hubiera seguido trabajando de no ser por el palazo que lo inhabilitó para el trabajo.

    Decir que todo este cuento sólo le llevó 10 minutos es necesario de decir, porque acto seguido comenzó a preguntar cosas tales como:

    – ¿Qué le pasó en la mano, joven?

    – Johnson, Leonard Johnson. Ah, sí, una herida de caza.

    Lo cual no era cierto ya que fue una herida de bala que le provocó un delincuente de poca monta.

    – ¿Y, usted, jovencito, como la lleva con esta escultura de Fidias humana?

    Carlson le dijo que bien sin darse cuenta, como Johnson, que le preguntaba por su vida sexual.

    – ¿Y, usted, señorita, veo que es una gran trabajadora?

    – Sí. ¿Cómo lo sabe?

    – Digamos que porque durante 40 años estuve detrás de una ventanilla y vi manos de todo tipo. Y puedo conjeturar que Ud. fue o es costurera o algo relacionado, por las marcas de agujas en los nudillos de la mano izquierda lo cual indica que tuvo que coser cuero o tela dura, y porque su dedo índice tiene la punción de una aguja de la máquina de coser que le atravesó el hueso. Pero ahora se dedica a algo diferente, algo que tiene que ver con el engomado, su piel parece estar en carne viva, sus uñas son extremadamente cortas y nunca se las pinta como la mayoría. Pero, ¿Qué tal París?

    – ¿Cómo puede saber que voy a París?

    – Sencillo. Ese engomado es el característico de la fábrica de embalajes para exportación de Marlin & Marlin que como todo el mundo sabe cierra durante los meses de julio y agosto, sólo porque los dueños no quieren dejar la fábrica en manos de sus empleados, o bien, para ahorrarse dos meses de paga de sus operarios. Por lo que intuyo que todos ellos, proletarios todos, deben buscarse un trabajo de verano. Y que mejor trabajo para una joven tan hermosa que viajar a París para ser modelo de artistas

    Pitton hace una larga pausa que los llena de suspenso.

    – Pero, Ud. no es de las chicas que se desnudan, a menos que tenga una buena causa, sino de la que no sólo sirve de modelo a escultores que la deben imaginar sin ropas, sino, mejor pago, para los figurines de moda. Pero, ¡qué mala que es Ud.!

    – ¿Por qué lo dice? ¿Por no querer desnudarme?

    – No por prestar su escultural figura para aparecer en figurines que compran jovencitas que saben que nunca serán tan hermosas como Ud.

    – En realidad me dedico a tres cosas. Tengo un telar donde tejo diseños nuevos que las jóvenes compran bien, y como por cada prenda tardo entre una semana y 10 días, ellas deben tenerme paciencia. La segunda no es como Ud. supone, no me dedico a nada que tenga que ver con la cola o el engomado, sino con la pintura ya que concurro al taller de un pintor francés de segunda línea que vive en Londres y que dice ser discípulo de Toulouse Lautrec, y es muy exigente porque según dice él fracaso por falta de verdadera dedicación y como, para él, ya soy algo mayor para iniciarme debo redoblar mis esfuerzos. En tercer lugar para no ser una carga para mi familia, y aquí también, porque lo induje a ello, se equivoca, no tengo problemas en desnudarme, ya que mi figura, sea hermosa u horrible, es muy buscada por los pintores ingleses que luego de pintar escenas de mi muy lejana e imaginada aldea sobrepintan mi figura.

    – ¿Y porque alguien necesita estar desnudo en su aldea?

    – Desliz poético de los pintores

    A Carlson, tanta melosidad, lo estaba incomodando y sólo por decir algo, cuando el tren pasa un puente de ruidoso hierro dulce tendido sobre un caudaloso río, dice:

    – Miren que forma extraña de pescar.

    Cuando lo que se veía era un simple grupo de niños cazando ranas.


    – Ah, y hablando de ranas y pesca.

    Carlson recibió una patada por debajo de la mesa por darle otro hilo de conversación.


    – Yo, una vez, me quise dar alas de buen pescador. Lo cual nunca pudo ser. Porque pescar a granel con grandes redes pesca cualquiera, pero pescar con caña exige, paciencia y mucha sabiduría. Estuve en Estados Unidos, en la zona del Río Mississippi donde se pueden ver esos grandes barcos de escaso calado pero gran superficie que transportan el algodón desde río arriba hasta el puerto, un río manso y tranquilo, salvo en la época de inundaciones, que además de esos enormes barcos se deja transitar por barcazas de carbón, madera, hierro dulce y, además, muchos barcos llenos de turistas que salen a pescar lo que hay en él. Especies que no les puedo contar porque no las conozco, pero parecidas a pejerreyes y dorados. Pues bien, yo hice que la pequeña barcaza que alquilaba fuera fondeada para observar dos espectáculos que, para mí, poco conocedor de la zona, eran curiosos. En medio del rio un moderno barco tipo yate que tenía 8 líneas de pesca portadas por otros tantos hombres. Pero a mis espaldas, a 120 yardas de ellos, un niño de esos que parecen sacados de las historias de cuentos sureños. Un niño, en ese caso blanco, ya que bien pudo ser negro, con unos zapatones que notoriamente, se podía ver, no eran suyos ya que no era necesario acercarse para ver lo grandes que eran, un pantalón corto con más remiendos que tela que su madre debería coser una y otra vez. Una pobre camisa llena de mugre y un gorro con visera. Así que allá había ocho hombres con modernas y sofisticadas cañas de pescar quizá de bambú chino o tacuara sudamericana, y allá un niño que a falta de caña usaba un largo y rugoso palo donde ataba un hilo de sisal en lugar de las caras líneas hechas con tripa de caballo. Los hombres usaban almejas, cangrejos y trozos de pulpo en sus anzuelos, el niño simples gusanos de tierra que la fértil y limosa tierra le daba y guardaba en un cuenco de arcilla cocida. Estuve allí dos horas. Entre los 8 hombres lograron pescar tres dorados o eso que se le parece de entre una y tres libras. Y a ojo de buen cubero, el niño llenó sus dos baldes de madera con aproximadamente cuarenta ranas, otros tantos abadejos y un enorme pejerrey que luchaba por el agua poco profunda y que tuvo que matar pegándole con un palo ya que no lo esperaba. Pues bien, ya dije pues bien ¿no? Esa noche esos hombres cenaron, supongo, pavo asado, con vino fino, whisky o champagne, la familia del niño lo de casi siempre, rana, abadejo y sólo por ese día un pejerrey. Y como ese hay miles de niños y niñas pescando para poder llevar algo a sus mesas a lo largo de todo el río.

    Johnson, que había comenzado a escucharlo con desgano quedó atrapado. Por eso le dijo:

    – ¿Y la moraleja?

    – ¿Moraleja? No hay moraleja, es algo que sólo se deja observar. Pero si la quiere, esta: A veces lo que a los especialistas se les escapa es atrapado por la mente de un niño o mejor dicho de un no iniciado.

    El tren detuvo su marcha sin que nadie haya notado el paso del tiempo. Johnson lo despidió con un franco apretón de manos y una sonrisa.


    Tuvieron que tomar una estrecha calesa para llegar a la casa que quedaba en medio de la campiña. Allí los recibió el padre de la chica, un hombre tan bonachón como tosco quien, sin embargo, les dijo que cuando atrape al violador de su hija él no lo mataría, claro que no, lo torturaría al modo medieval durante tres meses, o mejor tres años, uno por cada hora que duró el suplicio de su hija.

    Johnson no tenía mucha información sobre el caso, “caso similar” decía la orden. De modo que cuando la madre trajo a la víctima todos se quedaron de una pieza. El Señor Hamilton y su señora rondaban los 45 años, por lo que Johnson suponía que la muchacha tendría unos 20 o 25 años, pero lo que ellos vieron fue a una niña de sólo 14 años, según sus padres, pero que aparentaba sólo 11.

    Johnson tuvo que pedir muchos vasos de agua cuando la niñita les contaba lo que ese señor malo le había hecho. El ya acostumbrado a recibir las quejas de las prostitutas del puerto, y nunca les escuchó, a ellas que por una paga hacían cualquier cosa, lo que la niña le contaba. Y como Laurent le había sugerido anotó a Myriam, que así se llamaba, junto a los nombres de Laura e Elizabeth. Johnson no pudo anotar en su ajada agenda tanta felonía. Si ya era horroroso lo que le había pasado a Caroline, mucho peor a Alicia a quien… no no no no eso no lo podía anotar. Sólo alcanza con decir que para intimidarla el sujeto, un hombre extremadamente robusto, mató sólo con sus puños a sus cuatro perros y 6 gatos.

    Johnson se despidió de los Hamilton con un apretón de manos prometiéndole lo de siempre, pero con pocas esperanzas de resolver el caso.

    Durante las dos horas de regreso nadie dijo una sola palabra. A Carlson se le caían las lágrimas y a su novia a quien su madre le había ocurrido algo de eso le venían escalofríos.

    Pasó el lunes, sin novedades y el martes recibieron un nuevo telegrama. El señor Hamilton había desaparecido de modo que Johnson, preocupado, telegrafió al pueblo. Cinco horas después la señora Hamilton respondió diciendo que su esposo volvería a la casa en unos tres años.

    Johnson claro que sabía a lo que se refería y lo confirmó cuando tres días más tarde recibió una carta de la Sra. Hamilton quien, como continuando el telegrama, decía:

    – “Cuando lo haya podido torturar durante 8 horas diarias, porque los gritos traen jaqueca al torturador, al robusto individuo que ya a la media hora de sólo verle los ojos a Hamilton confesó, sin golpe previo alguno, su felonía y pedía ser llevado a la horca. Ni yo sé dónde lo tiene escondido. Pero no se preocupe, mi esposo es muy humano, lo alimentará muy bien, lo protegerá del frío, de modo que esos tres años sean más dolorosos que la llama eterna del infierno.”

    Johnson, poco frecuente en él, detestó su uniforme que lo obligaba a denunciar esa tortura y tener piedad por alguien que no la tuvo con una niña. Dos meses después encontraron la cabaña donde Hamilton tenía al violador de su hijita, quien al ver los limpios uniformes se les arrojó a los pies pidiendo ser ejecutado de inmediato. Lo cual la comitiva no hizo. Lo que sí hizo fue encerrarlo y en un pronto juicio, merced a su pronta confesión, condenado a la horca. Lo cual se llevaría a cabo en dos meses. Los necesarios para que se curara de tajos, golpes, quebraduras, quemaduras, un increíble empalamiento del que sin embargo resultó con vida y ver que sus orejas, dedos de los pies y pene fueran arrojados a los perros.

    Tal fecha nunca llegó porque una turba asaltó la pequeña prisión para liberar a Hamiltón con la intención de que éste siga con su trabajo, pero cuando llegaron a la celda del otro acusado, éste ya estaba muerto. Se había arrancado las venas de los brazos a puras mordidas, ya que al estar engrillado no podía llegar a sus muñecas.

    Que la justicia tiene sus extrañas formas de ser a Johnson no le quedaba ninguna duda.


    Miércoles.

    Carlson y su novia llegan con una idea muy peligrosa que ella puso en estos términos.

    – Quiero ser Tom Sawyier.

    – ¿Cómo? Preguntó Johnson sorprendido.

    – Quiero pescar ranas.

    – ¿Qué? Más que sorprendido, alarmado.

    Carlson aclara:

    – Ella ya sabe los detalles del caso y con lo de la niñita, aunque no sea el mismo asunto, quiere intervenir.

    – Bueno, para eso hay dos inconvenientes, como es obvio, ella no pertenece a la fuerza policial y segundo ningún fiscal aprobará que ninguna mujer con pollera lo haga.

    – Ah, bueno, -dijo ella- con ironía, entonces le puedo presentar a dos personas, o bien mi amigo Peter, quien suele usar faldas para trabajar en la zona portuaria o bien Bárbara, quien es mujer pero usa ropa de varón.

    – ¿Esos son tus amigos?

    – Algo así.

    – No, no. Es muy peligroso para alguien que no tiene experiencia de lucha. ¿Qué harías si te ataca?

    – Le aseguro que sé defenderme mejor de lo Ud. pueda llegar a pensar. Y que de no hacerlo vamos a perder otra chica.

    Johnson reflexiona:

    – ¿De verdad que estás dispuesta? ¿Y cómo…?

    – Eso déjelo por nuestra cuenta oficial. Respondió Carlson

    Johnson pensó que de los cientos de policías que había en Londres él le pondría a un astuto asesino una carnada civil.

    Si Johnson ya pensaba que lo que se pensaba hacer era peligroso cuando ella le expuso su plan era mucho peor y sin garantía de éxito.

    Sobre un mapa de toda Gran Bretaña, clavados con alfileres de colores, se mostraba donde había actuado el criminal. Pero Carlson tenía razones para pensar que la próxima víctima elegida sería no en Londres, aunque bien pudiera vivir allí, sino en los acantilados de Essex. Porque si como habían dicho envidiaba a los buenos respiradores mucho más los voladores en globo. Así de retorcido era su plan.

    El único inconveniente era hacer que el criminal se fijara en ella y todos ya sabían que el asesino odiaba a las mujeres que trabajaban y, basándose en el caso de Caroline quien concurría a las reuniones secretas de su sindicato, mucho más esa especie de mujeres que además de trabajar representaran a sus compañeras. Es decir, por un lado defendiéndolas de los patrones y por el otro competir con los hombres. El siguiente paso requería la autorización de un juez. Se basarían en un problema real.

    La empresa de bobinados Richardson venía, desde hacía un año a causa de la feroz competencia norteamericana en la nueva industria de electrodomésticos, en el caso de Richardson la fabricación de bobinados para ventiladores, con problema de pagos y para cubrir el pago a los hombres cuyas tareas eran algo más duras, dejaba de hacerlo con las mujeres quienes sin embargo les cambiaban el pago por acciones que en vista de la situación financiera no valían más que 5 peniques. Pero las mujeres tenían un método aparentemente desconectado de todo eso para revalorizarlas. Que algunos llamaban reducción al absurdo.

    Luego de terminada la jornada laboral que les insumía largas 14 horas ellas salían a la calle con pancartas exigiendo el pago. Lo cual atraía la mirada de los periódicos amarillistas de siempre. Y mientras uno, en grandes letras de molde, acusaba a Richardson de estafa, el otro, machista, acusaba a esas hombrunas de alterar la paz pública. Pero una de entre todas se destacaba porque no sólo portaba una pancarta que decía “a esto nos tendremos que dedicar” para alimentar a nuestros hijos, sino que usaba las clásicas ropas de una prostituta que si las había así sería dentro de los burdeles de Tailandia. Ella sólo llevaba puesto un diminuto sostén y una supuesta braga inexistente, con lo cual se arriesgaba a ser abusada por cualquiera de los hombres que allí estaban. Pero ellos, ignorando el caso policial, y por eso no pensaban en la presencia de la policía montada, hacían causa común con el reclamo de pago de sus compañeras, hacían de cuenta que estaba más vestida que la reina.

    Todos menos uno que acercándose le dijo casi al oído:

    – ¿No hace un poco de frío como para que las perritas salgan a la calle?

    Y ella, aun dudando de quien le hablaba, dijo:

    – Es que hay perritas que salen a la calle buscando perros porque están alzadas.

    – Bien, te invito a tomar unos tragos, ¿Qué te parece?

    – Sí. Le dijo girando la pancarta 90 grados, señal que para Carlson y un grupo de policías que la cuidaban a la distancia, significaba me voy con él.

    Pero el sujeto, un jovencito de sólo 16 años, apareció muerto dos horas después de un adoquinazo, que le destrozó el cráneo, luego de ser arrastrado por un carruaje a estilo de Héctor por Aquiles. La piel de sus costillas mostraba las marcas de los borceguíes que le pegaban no de punta sino de plano. Tal lo que Johnson anotó con lápiz rojo en su libreta.

    Para su decepción el sujeto no era el peligro que ellos suponían. Ni siquiera era un muchacho que quería tener una noche de sexo tomándola por prostituta, era un simple adolescente que pretendía tener más edad de la tenía, que se había enamorado a primera vista de ella. Si fue el criminal que lo vio interfiriendo en su plan no era posible establecerlo pero lo que sí sucedió ya que volver a montar la escena de la prostituta no era ya posible, fue que ella fue abordada por un sujeto que con una navaja apuntándole al cuello la conminó a caminar 8 cuadras arrimada a las paredes. Entraron a un lugar que lejos de ser oscuro era muy bien amueblado lo cual indicaba el buen pasar de quien fuera el dueño y el sujeto de la navaja no lo era ya que el verdadero dueño un hombre de unos 60 yacía muerto sobre la cama en clara posición de haber sido salvajemente violado con algún objeto.

    – A estos la policía no los cuenta. Dijo el secuestrador

    – ¿A quiénes? ¿Los homosexuales?

    – No, este no era homosexual.

    – ¿Y porque violarlo entonces?

    – Por ser uno de los muchos que me violaron a mí.

    – Eso no concuerda. Violación es de uno o varios, la palabra muchos no encaja.

    – Pero había que ver lo inteligente que eres, tenés razón, no mi violador sino uno de los muchos que se negaron a hacerlo.

    – A tener sexo.

    – No tener sexo es algo suave y consentido, a violarme en el más estricto sentido de la palabra con extrema violencia.

    – ¿Y eso por qué?

    – Porque me gusta así.

    – O sea, y como ya sé que no voy a salir de aquí con vida, que no matas a los hombres porque sean los amantes de mujeres hermosas sino por su tamaño corporal en todas sus partes.

    – Veo que has leído a Sade.

    – ¿Acaso eres masoquista?

    – No, ni uno ni lo otro.

    – Bueno, al menos me podrías servir una copa y atarme para dejar esa navaja que me asusta.

    – Voy a hacer algo mejor, luego de unas copas claro

    Ella observó, aunque lo haya querido ocultar, que algo le agregaba al licor, sin embargo, lo tomó sin chistar.

    Al minuto babeaba a mares y el sujeto, de un cuerpo enorme al parecer producto de la fajina militar, la llevaba hacia otra de las habitaciones donde había una enorme bañera.

    Ella usando su media lengua mientras se seguía babeando, le dijo:

    – ¿Kmmms mbss ssrr? ¿Pbssoi ssmmssaa… mgssttdd?

    – Ya vas a ver.

    Y acto seguido, tomándola de los brazos que se los tiraba hacia atrás, le hundió el cuerpo en la bañera y luego de esperar 5 minutos cuando vio que ninguna burbuja saliera a la superficie la sacó de allí.

    – ¿Acaso te creías eso de que me gustan las sumisas?, por eso ahora estás muerta.

    Y lejos de estarlo, abrió sus pequeños ojos negros lo cual lo sorprendió y por eso intentó volver a hundirla en el agua lo cual no pudo hacer porque ella le mostró varias de sus muy variadas facetas, la primera su inusual fuerza física ya que aun estando en una posición desfavorable como era que estaba arrodillada y con la espalda hacia atrás pudo erguirse y pararse. Pero como eso no era suficiente para un hombre de tanta contextura física su segunda faceta ser experta en artes marciales, que una vieja amiga de su madre le había enseñado.

    A partir de entonces los que hubiera sido una batalla campal de pronóstico incierto, fue interrumpida por Carlson quien arrojándose desde un globo aerostático y rompiendo la gran claraboya de cristal hizo una voltereta y sin esperar a medir fuerzas lo empezó a moler a palos hasta que el sujeto pidió piedad.

    Lo cual sólo fue un ardid, ya que cuando Carlson se la tuvo, él le aplicó un certero golpe en el hígado que hizo de David se desmaye.

    De modo que el asesino, erguido en toda su contextura la “invitó” a beber con él. Y comenzando con whisky, siguió dos medidas para ella una para él, hasta que la botella se vació, siguió con una de vodka que también se terminó muy pronto.

    Y allí sí comenzó una gran pelea, Donde él usaba su enorme contextura física y ella sus artes marciales. Hasta que él usando su mayor extensión de brazos la puso contra la pared con la intención de romperle la laringe, pero ella de talla mucho menor dado que sus pies ya se hallaban a 2 pies del suelo, le pegó un furibundo golpe, allí donde los hombres se doblan. No ocurrió tanto como lo que ella pensaba ya que él era un hipogonádico, pero lo suficiente como para que él la soltara. Con lo cual se inició la pelea en donde ella comenzó a llevar las de perder, pero Carlson pudo levantarse y arrojándose por detrás de él le cruzó su macana por el cuello. Pero el asesino, como si hubiera estornudado, se agachó y Carlson terminó volando hacia el otro extremo de la habitación, ella aprovechó el momento para topetearlo haciendo que él cayera sobre una gran mesa de cristal que al quebrase le hundió un gran trozo de vidrio en el riñón derecho. El resto de la comitiva que había quedado afuera debido a las puertas de seguridad del lugar, por fin, lograron entrar y gracias a sus heridas esposarlo.

    Aún faltaba establecer si era el mismo que había atacado a Caroline quien lo reconoció de inmediato sobre una ronda de presos de 10 sujetos.

    Aun cuando lo llevaban a una celda se atrevió a decirle:

    – ¿Sí que te gustó perrita, no?

    Pero al pasar, esposado, junto a quien lo había derrotado, le preguntó:

    – ¿Cómo es posible que con una mezcla de vodka, láudano y opio líquido, no hubieras caído muerta?

    Ella le respondió:

    – Eso te pasa por salirte de tu propio libreto, actor de cuarta. Si hubieras investigado sobre mi persona, algo de por sí muy difícil dado mi muy bajo perfil, hubieras averiguado que tengo una madre ranquel y entre mis allegados a Epumer gran bebedor de chicha y así muy habituado a las bebidas fuertes.


    Los diarios amarillistas de siempre titularon que el caso pudo ser resuelto gracias a una india sudamericana, Jazmín la esposa de Carlson, por supuesto, gran bebedora de alcohol.

    Alfred Pitton leyó el diario y se llenó de orgullo.

    El asesino, Robert Allan Watson, de 40 años, fue condenado a la horca, pero durante la ceremonia previa tuvo un severo ataque de asma del que no se pudo recuperar para culminar la ejecución, motivo por el cual para muchos todos sus crímenes no fueron pagados.




    Capítulo 30: La venta de las tierras robadas


    Las damas que eran españolas y su fuerte acento no sólo lo confirmaba sino que causaba gracia, se llamaban como suelen hacer los españoles, con largos y pomposos nombres. Gertrudis Estrella Aguada del Robledal, la madre y Gumersinda Valquiria Marcelina Carlez, la hija.

    La dama, reciente viuda, y por lo mismo ahora libre de gozar la herencia, venía a comprar campos, los que según le habían informado estaban a muy buen precio en la zona pampeana, pero que ella los quería en Junín, porque, al parecer, no sabía que ese pueblo formaba parte de la misma zona, como Barcelona no forma parte de Castilla.

    La madre, aunque aún joven cojeaba de la pierna izquierda, producto, según decía que su caballo, allá en Andalucía, se espantó por el sonido de una serpiente cascabel y la arrojó sobre una roca y no sólo le partió el fémur, sino que el hueso afloró a la superficie, y de allí esa y otras tantas cicatrices que su largo y frondoso vestido negro de luto cubrían con notable docoro. Apenas podía apoyar la pierna derecha que la mayor parte del tiempo quedaba en el aire, ayudada de una lujosa muleta y los brazos de su hija.

    Por lo demás la mujer lucía un cuidado pelo negro que ataba en un rodete por una peineta de marfil con un rígido peinado con raya al medio, a pesar de las vicisitudes debidos a su reciente viudez y la rotura de su pierna, se la veía muy serena, de buen color que favorecía con los coloretes usuales que las europeas usan hasta la exageración.

    Su hija, por su parte usaba un vestido que dejaba ver sus zapatos y tobillos, lo que por cierto llamaba la atención de los jóvenes, y se peinaba como su madre salvo por usar en el costado de su cabeza a la altura de su oreja un enorme y bonito jazmín que según parece cambiaba a diario.

    La dama, si bien había viajado tantas millas con la intención de poder realizar buenos negocios, estaba algo temerosa de que sufrieran un ataque por parte de los indios de los que había escuchado cosas horribles, y cuando le decían que ya no los había, que el ejército los había exterminado, ella les contestaba que eso nunca se sabe.

    Razón por la cual, ya que el pueblo no contaba con alojamiento comercial, pidió ser alojada, en los pocos días que estaría allí, lo más cerca posible de un camino, para que, en caso de tener que huir, hacerlo con premura. La cual no sería mucha dada su notoria dificultad al andar.

    Como podía pagar bien, le sugirieron la casa de los Fuentes, cuyas esposas estaban solas porque ellos estaban trabajando en la cosecha, acopio, acarreo y estiba del trigo y no volverían hasta dentro de una semana. Las damas aceptaron y luego de una frugal cena ya que la casa era muy pobre, les pidieron a las señoras que las despierten al alba que ellas querían contemplar el amanecer, que según le habían contado era de una hostia de bello en esos lugares. El lenguaje tan castizo de las damas les provocaba a todos un respetuoso reír. Razón por la cual ella decía: “¿Es que acaso vosotros no lo pronunciáis de tal o cual modo?” Y luego opinaba que eran de su Andalucía muchos de los ibéricos, que huyendo de la hambruna general que había en Europa, recalaron en Las Pampas, y le dieron su forma tan particular de hablar.

    Las damas se levantaron recién cuando el sol ya estaba en su cenit y como disculpa doña Dorotea, la más joven de sus anfitrionas, les pidió disculpas por no haberlas despertado pero que tenía sus razones. La primera era que había amanecido frío y nublado, y la segunda era que había ocurrido una desgracia terrible a sólo dos leguas de allí. Y como la dama española abrió grande sus dos pequeños ojos, la señora le siguió contando:

    – “Al parecer se inició un fuego en el granero de acopio, que es el más grande de la zona, ya que mide unas tres cuadras de largo por una de ancho, donde se almacenaba toda la cosecha de muchos de los agricultores de la zona, lo cual ya de por sí es un desastre, pero peor cuando los dos muchachos y sus dos hermanas menores, que estaban asignados al lugar, llegaron de la casa y se encontraron que los 20 caballos de tiro, 14 bueyes, unas 50 vacas y más de 100 ovejas, en lugar de estar en el corral de enfrente, donde estaban siempre, estaban en el mismísimo granero y que por lo tanto ardían en llamas como toda la cosecha y ellos en lugar de hacer lo que la prudencia indica y guardar distancia, se arrojaron a soltar a los animales corriendo la misma suerte”

    La mujer quiso entrar en detalles, pero las damas españolas le pidieron que no lo hiciera que les causaba horror. Lo cual quedó refrendado cuando ambas, sin haber desayunado, vomitaron sobre la mesa.

    El resultado de tal desgracia fue que las damas horrorizadas y ante la falta de seguridad de la zona ya fuera a causa de indios, borrachos, rayos o chispas de alguna cálida chimenea, pusieran pies en polvorosa rumbo a otra zona de la que también les habían hablado, al sur de la zona cordobesa. A la cual llegaron dos días después porque lo único que encontraron para llegar era una olorosa carreta. Llegaron y volvieron a pedir alojamiento.

    Los nuevos anfitriones eran una pareja de agricultores tan jóvenes que parecían niños de no ser que ya tenían 6 hijos. En esa casa el muchacho mató un cerdo y cuando la dama quiso pagar por él, se negó aduciendo que esa tierra que les habían robado a los indios se volvería maldita si él cobrara por la comida. La dama le comentó que lo mismo sucedía en su tierra natal, pero agregó:

    – “Caramba, joven, le dijo, en Castilla un comentario como el vuestro ameritaría el garrote”

    Sea como sea el matrimonio y sus seis hijos entraron en simpatía con las damas que venían de un país del que sólo habían escuchado en las celebraciones patrias.


    Como perseguidas por un extraño sino, no por la mañana sino apenas rayaba el alba fueron nuevamente despertadas con aciagas noticias. En una fonda, por causas que se desconocen, pero algunos opinan que, a causa de una joven y misteriosa mujer, la cual se apareció en medio de la noche, dos hermanos se trenzaron en un duelo criollo haciendo salir a todos a la oscuridad del campo. Algunos salieron porque opinaban que siendo hermanos zanjarían sus diferencia, es decir cuál de los dos pasaría lo noche con ella, a un solo corte; otros, en cambio, que lo harían a muerte por lo que debían impedirlo y otros más salieron en busca de sus esposas e hijos, ya que al verlos los ganaría la cordura.

    No sucedió ni lo uno ni lo otro, ya que, al llegar el emisario a sus respectivas casas, unos pobres ranchos de adobe, tanto la joven esposa del mayor y sus tres hijos, como la esposa y seis hijos del otro habían muerto. Ellas con certeros puñales en el corazón y los críos todos degollados a un solo filo, lo cual hablaba de una daga o navaja muy filosa. Lo cual al enterarse, y por acusarse mutuamente de semejante desgracia los impulsó a matarse uno al otro, fue el menor quien primero atravesó a su hermano, pero luego como vencido por una fuerza incierta dejó que su hermano hiciera lo propio.

    Las damas opinaron que esta era una tierra de sangre ya que donde iban los arroyos en lugar de agua discurrían sangre. Así que apenas hubo sol y debiendo pagar una gran suma de dinero, se subieron a la única galera que salía hacia Buenos Aires.


    En Buenos Aires tan pronto como la galera llegó, la noticia que llevaba en un sobre voló hacia un moderno hotel donde alguien, al enterarse de tanta desgracia se arrojó desde el balcón de un tercer piso.

    Luego de seis meses en que las damas hubieron cruzado el océano, la prensa amarillista de Londres dio un corto informe. Personal del ejército con funciones policiales investigaron los hechos resultando muy curioso que todos fueran miembros de una misma familia. Carlos, Alfredo, Azucena y Lucrecia Méndez, los calcinados de Junín. Alberto y Roberto Méndez, sus esposas e hijos en la zona del sur de Córdoba. Pero Atilio Méndez, hijo menor y albaceas de la familia, no se arrojó, sino que fue arrojado desde el balcón de ese hotel; luego de la visita de una mujer, que varios identificaron como japonesa ya que era experta en esas raras formas de lucha, quien antes de arrojarlo al vacío ya le había roto varias costillas.




    Capítulo 31: Tiempo de siembra


    1893


    Aunque ya llevaba varios años en Inglaterra, que sumados eran más que los que estuvo en su mapu, Mailén aún se sorprendía de sus costumbres. Si cuando era niña solían reunirse para lanzar piedras, lanzas o boleadoras, lo hacían para prepararse para la caza y aunque se divertían no lo tomaban como eso.

    Lucio se había hecho de algunos amigos ingleses con los que practicaba un deporte extraño, como que era eso de correr detrás de una pelota de duro y pesado cuero, esquivar a los adversarios y meterla entre dos marcas evitando a uno que cuidaba tal línea. Lucio llenó la casa de nuevas palabras, las que por usuales no dejaban de ser novedosas en su boca, que Mailén no sabía para que eran usadas, de modo que tuvo que ir a verlo.

    Unos muchachones de pantalón corto, jugaban en el cuidado césped del parque de un amigo. El campo de forma rectangular, estaba demarcado sólo por el diferente corte del césped, es decir que terminaba donde acababa el césped y empezaba un camino circundante de polvo de ladrillo, en ambos extremos algo que marcaba los límites o esquinas del campo, a ambos lados separados por algunas yardas sendos palos clavados en el suelo, pero hoy habían puesto un cúmulo de sus propias ropas. El juego consistía en hacer entrar el balón, defendido por uno de los muchachos, tras esas líneas. Y aunque sólo eran siete contra siete, la vehemencia les daba un brillo especial.

    Cosas de ingleses, pensó Mailén. Pero esperaba que Lucio no se encariñara demasiado con esos chicos ya que pensaba volver a su mapu con él. Porque Jazmín no la acompañaría tan unida que estaba con su esposo e hija en esa nueva tierra, y Mary Jane se sentía más inglesa que americana.

    Su decisión estaba basada en los gritos de guerra que se avecinaban sobre Inglaterra desde diversos ángulos. En Londres mismo ya habían ocurrido golpizas que grupos de desconocidos le propinaban a personas que no guardaban el decoro, esto es, o bien su piel era oscura, su caminar dudoso o si su boca babeaba. Si en el continente ya se habían enfrentado con los socialistas, que alentaban la utopía de la igualdad, todo parecía que sería con el acero del sable y el tronar de los cañones que se zanjarías esas diferencias. En realidad, aunque no entendiera mucho de política, lo que se veía era una lucha por un pedazo más de tierra o el oro que contenga. Si Inglaterra tenía el poder de la libra que se enseñoreaba por África, China e India. En Rusia cada vez más famélicos campesinos atacaban con lo único que poseían, sus guadañas, a los nobles que los masacraban en masa con la caballería. Alemania se hallaba dividida entre expulsar a los que otrora le habían dado esplendor económico, los judíos, lo que, en realidad era una disputa entre los judíos del oeste y los del este, unos prósperos, los otros miserables.

    Y todo, al parecer, era una triste ironía, si España había prosperado gracias al oro que les habían robado a los aztecas e Incas. ¿Sería posible que los tiempos de guerra que se avecinaban estuvieran basados en el viejo oro que los españoles robaron de América? Eso era dudoso. Era una de las tantas crisis que venía teniendo el capitalismo, desde su inicio y que nunca acababa de asentarse. ¿Cuándo se desataría esa guerra, en cinco, quince, cincuenta, cien años? Difícil de saber para una pobre india americana.

    Ya se había embarcado, desde unos meses atrás, en la tarea de comenzar a vender todo lo que tenía que si no era mucho era por su costumbre de ranquel, es decir cuando un ranquel tiene más que lo que necesita, de ayudar a un hogar para indigentes que en Londres, a causa de la aglomeración de campesinos, que huyendo de la pobreza en el campo, caían en la ciudad para ser más pobres aún, método que usaban los capitalistas para poder bajar los salarios por sobreoferta de mano de obra, abundaban como los adoquines. Si aquellas dos bolas de la suerte, fueran de mano de Gualicho o Ngüenechen, aunque no creyera ya en ninguno, le habían dado un pasar desahogado, esa no era la naturaleza de un ranquel acostumbrado a dormir bajo las estrellas. Que trabajara dando clase de castellano era sólo la excusa de muchos alumnos ingleses para conocer a esa india que se había graduado en Oxford.

    Pero le quedaba una gran pregunta por hacer. Viajaría a París donde se había instalado el ahora retirado General Lucio Mansilla para preguntarle porque había participado de la última matanza. Compró un boleto de ida y vuelta. Llegó a París para maravillarse con esa obra de la ingeniería que era la torre Eiffel, incluso subió sus escalones como para olvidarse de aquella experiencia del viaje en globo o el campanazo en el Big Ben. Pero no se atrevió a subir esa escalinata de sólo 8 peldaños para golpear la puerta que debía. ¿Y si el general le respondía que sí, que había votado por el exterminio de los ranqueles? Ese hombre que había pagado las clases de Helen de su propio bolsillo y se había estrechado en un abrazo con el Cacique Rosas, ¿era el mismo que había apoyado a Sarmiento, que había abogado por el exterminio de indios, paraguayos y gauchos, para que llegara a presidente? No, Mailén, al pie de la escalinata y con los ojos llenos de lágrimas, prefirió quedarse con una mentira que ella misma se construyó: “No pudo hacer otra cosa”.

    Tan pronto como había ido volvió y se dedicó a hacer una fiesta de despedida para la familia y vecinos, donde asistió alguien que lloró más de la cuenta al darse cuenta de que no la volvería a ver: su hermana Patricia, que tuvo que viajar tres días en calesa porque le tiene miedo al ferrocarril, lo cual le valió el mote de loca por parte de su hermana:

    – “Una mujer que se cuelga del techo de un observatorio cuando el cuerpo del telescopio se atasca con uno de los bordes de la rendija de apertura, le tiene miedo al ferrocarril, pero hay que estar loca”.

    De Jazmín se esperaba que sí lo haría, pero muy pocas veces, porque el viaje es largo y muy caro. Mary Jane ya estaba casada pero triste al no poder concebir hijos, lo cual, aunque muy joven ya le estaba trayendo problemas con su también muy joven esposo, pero Mailén, sin querer intervenir, pensaba como ranquel, es decir que si el matrimonio no funcionaba debían separarse algo que en el mapu por ponerle un nombre al territorio ranquel no se piensa se hace. Por otro lado, como no era ningún rumor que Lucio había dejado embarazada a una inglesita, Mailén tomó la determinación de ir a hablar con sus padres quienes agradecieron que se la llevaran. Eran los sirvientes pobres, es decir lo que servían en una casa de campo de un duque venido a menos a causa del juego, y no le podían dar a ninguno de sus 8 hijos un pasar digno.

    Por qué Mailén viajaba siempre en las mismas fechas no era algo que ella decidiera, sino que el Tiburón II, barco de carga y pasajeros de la misma compañía que el primero, zarparía el 5 de enero de 1894, es decir cuando Lucio cumplía sus 21 años, con destino a Buenos Aires. Pero Mailén trataría de desviarse a Montevideo de alguna manera, no se atrevía a viajar directamente a Buenos Aires hasta saber en qué había quedado la obra de la cruel pero necesaria venganza que hicieron con Jazmín. Ya había perdido a Juan Carlos y Rocío Pichí, no quería perder a Lucio. Si fuera ella misma, lo tomaba como el destino de una guerrera.

    El viaje comenzó con el pie izquierdo. Londres contaba con unos de los pocos puertos donde las naves recalaban junto a un muelle y para subir a ellos era necesario usar una explanada la cual según la marea podía ser de 10 o 15 yardas. Ya estaban abordando cuando a Kirsten le vino un mareo y para que no caiga al agua, Mailén la tuvo que sostener y soltar lo que tenía en la mano: La papeleta de embarque y los documentos que se hundieron en el fangosas y malolientes aguas del puerto y nadie se atrevería a rescatarlos. Después de todo si fuera necesaria una nueva papeleta debían volver unas 300 yardas y procurarse una nueva, lo cual no hizo falta. Cuando un marinero veía ya desde cierta distancia que la papeleta amarilla estaba cruzada por una sinuosa línea roja sabía que el pasajero había pasado por el registro sanitario de la aduana o dicho de otra forma que a los ingleses no le preocupaba tanto lo que saliera, salvo que los robasen, como lo que entraba, una enfermedad epidémica, por ejemplo.

    Mailén por precaución no se dejaba ver mucho en cubierta y pasaba largas horas leyendo libros y, fundamentalmente, los diarios de Buenos Aires que, aunque fuera con noticias viejas, lo que tarda un barco en ir de Buenos Aires o Montevideo a cualquiera de los puertos europeos. De hecho, el que estaba leyendo era del 16 de junio de 1893. Y fue en ese periódico que se enteró, no sólo que la nación ranquel ya era parte de la historia como ella misma ya sabía, sino que las tierras donde de hualita jugaba, incluso los fortines huincas que la atravesaban, ya no estaban, sino que estaban en venta al mejor postor. Llegó a alegrarse, pensó que según lo que piden por una parcela ella podría comprar una legua cuadrada según las nuevas medidas de superficies, ya que la legua, al menos en el periódico parecía que había sido reemplazada luego de la convención de pesas y medidas de París por la hectárea del nuevo el sistema decimal. Lo cual ya era engorroso porque ni Estados Unidos ni Reino Unido adhirieron al mismo. Tuvo que usar lápiz y papel para hacer los cálculos y cayó en la cuenta que lo podría comprar era muchísimo menos de lo que había calculado mentalmente. Hasta que de pronto, apretó el lápiz con tanta fuerza que lo rompió, mientas Lucio veía como su rostro oscuro se llenaba de bermellón:

    – . ¿Comprar? ¿Comprar lo que era nuestro y nos fue robado?

    Pero tres días después a Lucio se le ocurrió una solución alternativa. ¿Qué te parece, le dijo, si nosotros somos un joven matrimonio inglés y vos nuestra empleada española? ¿Porque parece que el acento Andaluz te sale muy bien? ¿No? Mailén se quedó muda porque suponía que todo aquello había quedado entre ella y Jazmín.

    El único problema era que el apellido Robles tenía orden de captura internacional, es decir, que toda persona que era detenida, demorada o que intentara pasar la aduana con ese apellido o alguno parecido corría el riesgo de quedar preso. No importaba que hubiera testigos neutrales que demostraran que Juan Carlos y Rocío fueron agredidos y que nadie podía probar que una mujer joven de aspecto extraño fue quien atacó a los jóvenes Méndez cuando se embarcaban hacia Colonia. Incluso alguien decía que le había visto la cara, era un viejo camarada de armas del propio Méndez defenestrado del ejército por negarse, algo raro pero que solía suceder, a fusilar a un grupo de indios porque los consideraba niños. Sea lo que fuera esa confusión los ayudaba.

    Kirsten, la esposa de Lucio, en vías de aumentar la confusión o como dicen en España a río revuelto ganancia de pescador, se presentó ante el capitán diciendo algo de lo él ya estaba informado que habían extraviado los documentos. La núbil embarazada le dio mayores detalles. El capitán hizo lo acostumbrado, le ordenó al segundo de a bordo que les hicieran documentos provisorios nuevos. Sabía de muchos pasajeros que por huir de las autoridades de sus respectivos países por la causa que fuera pedían una nueva identidad para volver a comenzar en la tierra que fuera. Y si por las leyes del mar un capitán podía casar o despedir a un muerto en altamar, podía entregar documentos provisorios ad referéndum de las autoridades de destino.

    A la semana ocurrió lo que nadie desea, pero suele pasar. El día se hizo noche y comenzó la gran tormenta. Si bien el capitán opinaba que el barco la resistiría no quiso arriesgarse. Al bajar a las bodegas le quedaban dos alternativas, deshacerse de la carga de la editorial unos 10000 libros cuyo peso era de unas 10 toneladas con pallets incluidos o parte del carbón para las máquinas. Con pesar optó por la primera la cual le costaría caro a la aseguradora. Mailén que, aunque no veía sus contenidos veía que esos container más que hundirse flotaban en el mar, pensaba sobre cuanta cultura milenaria recibirían los pulpos y calamares. Sin embargo, eso no fue suficiente y las 30 toneladas de carbón también tuvieron que ser arrojadas al océano. Y aún la nave se bamboleaba hacia un lado y hacia el otro. El capitán gritó algo en griego que Mailén interpretó:

    – Eso es todo lo que tenés.

    Era la frase que Odiseo le gritó a Poseidón en medio de una tormenta en el mar Egeo. Solo que esta vez no era producto de la fantasía de ningún poeta. Mailén se encerró en su camarote y para calmar los ánimos les dijo, con algo de humor:

    – Eso pasa por robarle Helena a los aqueos. Esperemos que al capitán lo espere su Penélope

    Por suerte no aparecieron Circe, Escila ni Caribdis, porque la tormenta luego de cinco horas de puro fragor amainó. Pero el barco sólo pudo avanzar impulsado por los vientos que atrasarían según el contramaestre el viaje en una semana.

    Tres semanas después, cuando pensaban que llegarían a puerto en otras dos más, una noticia llegó por el cruce de una embarcación liviana. No recomendaban recalar en Buenos Aires a causa de una nueva epidemia de fiebre amarilla. No tan grave como la de hacía unos años atrás pero suficiente como para hacer temer lo peor. Tocarían tierra en el puerto brasileño más cercano a Río de Janeiro, dejando al libre albedrío de los pasajeros si bajar o volverse al Reino Unido. Y como la mayoría, gente pobre, no tenía para el pasaje de regreso terminaban en ese puerto. Mailén no podría saber las implicancias que tendría ese desvío.

    Si por un lado Mailén era de manos abiertas para soltar el dinero, tampoco era tan tonta como para pagar los precios de usura de un viaje de sólo 15 días a Buenos Aires en una barcaza que hacía agua por los cuatro costados. De modo que luego de estudiar el panorama durante varios días hizo lo que mejor sabe hacer un ranquel. Desde una loma se podía ver una hacienda con mucha gente trabajando que al rato ya se podía notar que eran esclavos, si era frecuente este tipo de haciendas tan cerca de la capital de ese país no fue una pregunta que le preocupara, de modo que dejando a la pareja al fresco bajo una sombra de sauce entró a la hacienda y a las cinco horas volvió con dos caballos, que, aunque no tuvieran marca se notaba que estaban bien domados por las heridas, ya hechas callos, de las espuelas en sus costados. No tenían silla ni brida, pero a un ranquel eso no le preocupa. Lucio le preguntó cómo harían para circular con dos caballos robados, si como ella misma le había dicho, estaban a unas 100 leguas de la frontera uruguaya, y entrar a ese país. Mailén le dijo que tampoco lo sabía.

    El plan de Mailén, si el estado de Kirsten lo permitía, era evitar los caminos más transitados y llegar por pura intuición a algún lugar más seguro. Y, con rodeo incluido, comiendo de lo que se cazaba lo cual asustaba y a la vez maravillaba a la núbil esposa de Lucio, llegaron en dirección siempre hacia el sudsudoeste según el sol y las estrellas, a lo que parecía marcar un cambio en la geografía, y evitando a los uniformes que siempre hacen preguntas incómodas, vadeando un río para buscar donde fuera tan profundo como para cruzarlo con los caballos , así lo hicieron y sólo dos días después se enteraron que ya estaban en Uruguay, que si se llamaba banda oriental o provincia cisplatina no era problema suyo. Pero al menos se escuchaba hablar en castellano, mejor dicho, rioplatense, o al menos eso parecía. Porque siendo bastante diferente al porteño que ella solía escucharle a Mansilla seguía teniendo la cadencia andaluza propia de la zona portuaria de Buenos Aires y Montevideo que si ella no las conocía si a alguno que otro paisano de ese lugar.

    Se alojaron en una humilde posada que se destacaba por la vista de las estrellas, a través de las tejas rotas y las pulgas que parecían que marchaban a alguna batalla, lo cual por la mañana les dio una desagradable sorpresa. Kirsten casi sin poder respirar y apenas reconocible por una fuerte alergia, necesitaba ser atendida por un médico y en un lugar hecho para el simple tránsito eso era como pedirle peras al olmo. Fue un negrito culo roto, como les decían a muchos botijas por tener sus pantalones tan gastados que la prenda se le rompía en ese lugar, quien le dijo que a unas dos leguas había una curandera. Mailén lo miró fijo sólo para no patearlo.

    – “Lo único que me faltaba, una diplomada en Oxford en manos de una curandera” Pensó

    Pero como el chico insistía se le acercó un hombre con pinta de pasajero frecuente, es decir, con ropa elegante y un chambergo de ala exagerada, lo cual para Mailén significaba que solía viajar mucho, que le dijo:

    – Yo que usted le hago caso al botija que quizá no conozca mucho del lugar pero seguro más que nosotros.

    Kirsten parecía que entraría en una crisis respiratoria y con ella peligraba su embarazo, de modo que la subieron a uno de los caballos. La mujer en cuestión vivía sola a unas dos leguas del lugar y si todo iba bien tardarían una hora en llegar. El problema era saber si Kirsten lo soportaría. Mailén la llevaría en su caballo, mientras que Lucio y el chico con el de tranco más veloz se le adelantarían,

    Cuando llegaron la mujer, ya informada, tomó a la jovencita de las axilas y la arrojó a un especie de bebedero para bajarle la temperatura y luego con un pequeñísima copa, algo por boca.

    – “Esto va a hacer que despida todo lo que la tiene mal”

    Le dijo con un castellano con un acento muy conocido, pero Mailén al estar en un país al que recién había llegado no le dijo nada.

    Mailén hasta allí creía que la alergia, traducida en urticaria gigante, era a causa de las pulgas, que afectaron a todos, de modo que no entendía para que necesitaba vaciar su vientre. Pero fuera lo que fuera luego de eso se comenzó a sentir mejor y a la caída del sol ya pudo tomarse un caldo o lo que fuera eso que la mujer le hizo tomar. Luego les ofreció carne asada y agua de pozo. Para la mujer todo era a causa del agua de la posada, extraída de un pozo infecto. Ella en cambio usaba una vasija de cerámica para filtrarla. Mailén la seguía mirando.

    Sólo por decir algo, la mujer les dijo que vivía de lo que su abuela le había enseñado, el conocimiento de las hierbas que en ese lugar son distintas de las de donde ella vino.

    Mailén, miraba a esa mujer que tendría sus mismos años pero las típicas cicatrices que deja el látigo con bolas de plomo, y el cabello raído a causa, quizá por habérselo quemado con agua hirviendo y luego de un rato, sin poder contenerse más le preguntó:

    – ¡¿Comeñé?!

    Comeñé, sin inmutarse ni un poco le dijo que sí, era ella, o eso le pareció a Lucio, que habituado a escuchar el ranquel de su madre, notó lo rápido que lo hablaban ellas, tanto que al rato ya no les entendía nada. De la charla pudo saber varias cosas. Que Comeñé ya estaba bien asentada en el lugar en la que pasaba por un accidente más del paisaje, que si no la habían echado era gracias a sus yuyos que la gente consideraba mágicos. Y segundo que conocía a quien le podría hacer documentos legales nuevos ya que esa fue la pregunta interesada de Lucio.

    Los llevó hasta donde vivía un viejo coronel retirado con más años que la república según les dijo, si se tiene en cuenta que para él la república nace en 1810 y que si no formaban parte de la misma era por culpa de los insidiosos porteños que ni lo invitaron a Artigas al congreso de Tucumán. Luego de tres días salieron de allí como María Estrella Aguada, lo más parecido que encontró el viejo conocedor de heráldicas para su verdadero nombre, Doncella hija del agua del pueblo de las estrellas, y Victorio Mariano Robledal que no era tan distante de Lucio Mariano Robles después de todo. Kirsten seguiría siendo Kirsten Cynthia White. La madre y el muchacho españoles y la joven esposa inglesa pero de padres galeses, según constaba en las cartas de ciudadanía de cada uno. Porque por una buena suma, que Mammón es dios en todos lados, ya eran ciudadanos uruguayos con derecho a comprar, vender, salir de país y votar cuando el botija llegue a los 22 años.

    Las nuevas circunstancias hicieron que Mailén cambiara de parecer y en lugar comprar tierras cerca de su mapu, según los ingleses las más feraces del mundo, por unas al norte de Uruguay, que si no lo son tanto igual eran fértiles. De modo que en lugar de esa legua cuadrada como tenía pensado al principio que luego se redujeron a sólo 100 hectáreas, pero ahora por ser más baratas pudo por el mismo dinero comprar 200. Pero en lugar de hacer lo que los hacendados suelen hacer, esto es arrendarlas a campesinos miserables como se veía en todas partes y según los libros de historia fue siempre así, contrataría a unos 20 campesinos que trabajarían, por tanto, un sistema que vio en Inglaterra donde cuanto más se produce más se gana, pero a diferencia del Reino Unido que si no hay ventas ni producción nada se obtiene a cambio, ella les aseguraba un mínimo sustentable. Como la voz corrió por una amplia zona a la semana no tenía 20 sino 200 hombres dispuestos a trabajar por esa paga, pero en lugar de elegirlos por el mejor postor es decir quien menos le pidiera, propuso la realización de un sorteo y como la gran mayoría estuvo de acuerdo, tuvo sus 20 campesinos.

    Al mes la licenciada de Oxford que sólo sabía de literatura y doma de caballos se agachaba como el que más bajo el ardiente sol de marzo para roturar la tierra que sería sembrada en agosto, luego, según ellos que tanto sabían, de las heladas de invierno.

    En el momento oportuno tuvo que decidir qué sembrar y ya para entonces sabía que el mercado de cereales estaba dominado por los mismos capitales que lo hacían en la Pampa, los mismo que le hicieron la guerra al Paraguay y a los indios ya fueran ranqueles o charrúas y si se los llevaba atrás en el tiempo quienes mataron a Moctezuma. Pero había un mercado que, aunque menos rentable de todos modos seguro. Las frutas, hortalizas, animales pequeños, es decir, pollos, cerdos y conejos, y alimento para el ganado. Por consejo de sus empleados dividió el campo en 10 zonas de producción para diversificarla. Por allá tomates, lechugas, melones y zapallos, por allí plantines de naranjas, pomelos, mandarinas y limones que tardarían unos 4 años en dar sus primeros frutos. Allá yerba mate y sauce que por crecer rápido se podía vender como leña seca, por allí cebada, avena y centeno de segunda calidad, pero por allá porotos, arvejas y otras leguminosas, y más cerca de las cabañas los animales de corral. Los campesinos calculaban que si no mediaban sequías o inundaciones tendrían retorno en dos años. Mailén, a quien sus labriegos llamaban señora, pensó sacar un crédito hipotecario, pero ellos pusieron el grito en el cielo. Si ellos fracasaban se tendrían que ajustar el cinturón y tomar más mate con pan duro, pero si lo hacían luego de tomar un crédito, el banco se quedaría con sus tierras como venía siendo desde que ellos tuvieran memoria. Mailén pensó que ya la habían echado de lo que por derecho natural era suyo y no quería que eso le volviese a pasar.

    Se acercaban las lluvias de octubre y Mailén las esperaba con impaciencia.

    Pero el primer fruto que conocieron fue, un 14 de agosto de 1894, el nacimiento de su nieta Bárbara Agnes que como es costumbre en los pueblos más cercanos a la naturaleza tendría que significar algo, Bárbara por haber nacido en una tierra extraña, al menos para Kirsten al que Mailén le agregó Agnes o Inés por pura como consideraba que era su joven nuera capaz de dejar a sus padres para seguir a su hombre amado.

    Quien al principio no estaba muy contento era Lucio que nacido en Leubucó pero criado la mayor parte de su tiempo en Inglaterra de allí que hablara con gran fluidez tanto el castellano como el inglés y bastante aunque no con la misma fluidez el ranquel, no se hallaba a gusto en un lugar donde sólo se veían crecer tomates, melones y cerdos, de modo que Mailén lo mandó a hacer compras al pueblo más cercano distante unas 5 leguas y de paso que duerma una noche para conocerla mejor. Como la lista de comprar era muy larga el encargado del almacén de ramos generales le dijo que tardarían una semana en conseguir todo lo que le pedían de modo que Lucio sólo compró lo que tuvieran listo y volvió a donde su madre para que ella decidiera que hacer. La respuesta de Mailén no fue nada amable con el argumento de que un muchacho de 21 años ya debería decidir por sí mismo y su hacienda. Pero luego de consultarlo con sus empleados decidió viajar con Lucio y Kirsten a Montevideo lugar que ni ella ni Lucio ni mucho menos Kirsten, conocían y que, según los mismos, si salían de mañana llegarían dos días después.

    Como Mailén conocía a Buenos Aires sólo de soslayo por las veces que se había embarcado, le pareció que Montevideo era una Buenos Aires más chica cuya gente hablaba igual que cruzando el Río de la Plata. Lo que sí le llamó la atención era la gran cantidad de negros, por la simple razón, pensó, que no los usaron como carne de cañón y dejaron morir en masa por la fiebre amarilla de los 70. Estaba claro que por aquí no pasaron Sarmiento y Echeverría concluyó para sí misma.

    Semejante viaje ameritaba conocer mejor tan bonita ciudad ya que como española y reciente ciudadana uruguaya tenía derecho. Hacia un lado se podía ver el río hacia el otro sin tener que caminar demasiado las vacas, pero más allá una serie de construcciones muy bien conocidas por ella, sólo que en Inglaterra, las que correspondían a la estación del ferrocarril.

    Llegaron a las tres de la tarde, justo cuando un grupo de obreros habían organizado un partido de football, como entonces aún le decían o al menos escribían, ingleses contra uruguayos o mejor dicho británicos contra americanos, ya que si de un lado eran mayoría los galeses del otro también había un argentino y un paraguayo. Lucio los contó y eran 7 contra siete, pero de todos modos usando su correcto inglés les pidió que lo dejen jugar, fue cuando un uruguayo le dijo al que parecía ser el capitán de los británicos que ya estaban completos, Lucio en claro rioplatense que hacía mucho que no hablaba le dijo:

    – Dale, dejame entrar no seas ladino.

    El problema era saber de qué lado, de modo que le preguntaron, ya que hablaba los dos idiomas que era, y cometió el error de decir que era argentino y para remedarlo dijo, pero me crie en Londres y como prueba allí estaban su mujer, Kirsten y su hija Bárbara.

    Lo dejaron participar del lado de los americanos y como pronto dejó en claro su gran habilidad ya lo querían los del otro bando. En cuanto a Kirsten, hija de un vasallo, daba cuenta de su alegría con palabras que, si los americanos no entendían los británicos sí, que debían dejar de correr para poder reírse hasta que Lucio la encaró dulcemente para preguntarle de qué lado estaba con esa boca de letrina que le desconocía, que todos tienen madres, hermanas e hijas como para que la inglesita las maltrate de esa manera.

    – Mi inglesa, grita por Englaterra.

    A Lucio le llamó la atención que lo dijera en castellano que hablaba tan poco y mal, pero se dio cuenta que era para que los americanos la entendiesen. El paraguayo opinó que esto era football no tennis o ajedrez. Pero un uruguayo que era así como empezaban y luego pasaban a las piñas para que ellos trajeran a su Wilson campeón de Yorkshire y los uruguayos al negro “mondiola”, para dirimirlo por la vía de los puños, pero, eso sí, con reglas muy elegantes. De modo que se dejaron de hablar para continuar el partido. Los ingleses se destacaban por la técnica debido a que lo practicaban desde muy chicos, los americanos a falta de ella usaban su habilidad de sus pies descalzos.

    A su término con un dudoso empate en 6 tantos por lado, en el sentido que, si tenían un campo, propiedad de la empresa, marcado y arcos no tenían redes como en Inglaterra de modo que si la pelota pasaba muy cerca del poste pero no se sabía de qué lado, si adentro o afuera, lo daban por no válido. A Kirsten se le ocurrió opinar sobre lo lindo que sería ver a esos tales Wilson y Monola, según había entendido, que en su patria el boxeo era deporte de hombres recios.

    Lucio, celoso, le dijo que él también era recio. Ella no le respondió, pero quedó en claro que deseaba que Lucio rete a alguno ya que, si nunca lo vio boxear, si pelearse en la calle luego de algunas cervezas para que ella llevara a su todavía novio, victorioso pero lleno de magullones a su casa, para que luego se quejara de un dolor por aquí y otro allá, mientras hacían sus cosas. Linda forma de tomarse revancha, pensó Lucio.

    Cuando los mentados peleadores se presentaron quedó claro que ninguno de los presentes estaba a la altura de las circunstancias. Sólo en peso y tamaño cualquiera de los dos era como dos de cualquiera de los otros. Pero como el ánimo ya se estaba animando por la llegada más temprana que de costumbre de la cerveza, inglesa por supuesto, a un tal Lawrence se le ocurrió retarlo a Lucio y al medio ranquel medio bisnieto de un soldado que cruzó los Andes, no le quedó más remedio que aceptarla.

    El árbitro sería, luego de revolear una moneda a modo de sorteo, el negro Mondiola, cuyo verdadero nombre era Washington Pérez, de modo que al primero que diera un golpe antirreglamentario él lo sacaría del ring, mejor dicho, ese pedazo de pasto rodeado de gente, a modo de perímetro, haciéndolo dormir de una piña. Nadie se atrevería a contradecirlo.

    La pelea pactada a 6 asaltos de cuatro minutos fue tan pareja como lo había sido el partido, Mientras el inglés, ingeniero mecánico para mayores datos, exhibía su estilo depurado en los gimnasios universitarios. Lucio su estilo de fajador con el que en las calles de la misma Londres donde estaba la universidad donde había estudiado Lawrence, aprendido en noches donde ante el pretendido insulto de hijo de india era respondido con sus puños. Luego de cinco asaltos el inglés le tendió la mano para abandonarla.

    Lucio pensó, “que cosa estos ingleses primero te tienden una mano de caballeros y después te invaden con su caballería y a los tiros como le pasó a Grecia”. Pero después pensó que después de todo Lawrence si está invadiendo tierra ajena no es con el acero del sable sino con el del riel y la locomotora de modo que luego del apretón de manos y el abrazo lo invitó a una cerveza ya que al revés de lo que pasaba en todas partes, al parecer invitaba el que ganaba la contienda.

    Se hizo la noche y con ella el reencuentro con Mailén que había gastado su tiempo visitando un mercado donde se enteró que por la noche en un teatro representarían Romeo y Julieta. Pero Lucio estaba muy cansado y se fue dormir al alojamiento con su esposa e hija, la cual no los dejó dormir. Lucio que por momentos pensaba arrojarla por el balcón pensó los buenos pulmones y cuerdas vocales que tenía

    Por la mañana compró un Rayo Mañanero, un periódico quincenal de muy baja tirada, que era algo así como un vástago del Mercantil el diario que había fundado y dirigido el general Mansilla, en un pequeño recuadro debajo de una publicidad de perfume informaba que Maitén sin apellido cristiano conocido, salvo hija de Machén había muerto en chile a la edad, etc, etc.

    La sorpresa dio paso al llanto. Claro que todos morimos, pensó, pero Maitén era fuerte y aún joven como para morir según el periódico de causas naturales. Quiso saber más pero luego pensó que si ya era raro que un diario huinca hablara de un ranquel mucho menos los detalles. Lo último que Mailén sabía de su madre era que luego de la debacle se había unido a la gente del Cacique Ramón y partieron al exilio en Chile. Ramón siempre había sido tan hábil como cacique que, como comerciante, tenía una jugosa cuenta en un banco chileno que administraba para ayudar a la mayor parte de ranqueles posible, no todos porque le era imposible ya que para él mantener su grupo de empresas era tan vital como antes plantarse para la lucha. Pero Maitén, aunque no supiera leer y escribir formaba parte de su círculo de confianza. Pero eso había sido hacía ya 10 años. A causa de sus gimoteos Lucio se levantó más temprano de lo acostumbrado de manera que les dio la noticia, Kirsten que no la conocía, pero había escuchado de boca de Mailén muchas cosas, en especial sus discusiones a los gritos, también la lloró.

    Al mediodía luego de que el mercado le hubiera reunido todo lo que habían venido a comprar volvieron a la hacienda.

    En esos días Mailén notó que los labriegos la miraban un poco de reojo, de manera que cortés por no alegre y les preguntó que les pasaba. Juan que había sido elegido capataz por sus compañeros, le dijo que ellos no estaban acostumbrados a que el patrón se mezcle con ellos. Que sí, estaba claro, ella era distinta. Pero preferirían trabajar solos y no pensar que los vigilaban. Que con recibir la paga que les correspondía era suficiente. Aunque Mailén pensaba que ella no era una lady inglesa como para no trabajar la tierra les hizo caso, después de todo Helen que sí lo era no tenía problemas en cosechar zapallos o bañarse en las heladas aguas de un jagüel, como lo hace una inglesa, vestida de pies a cabeza para luego cambiarse en la intimidad.

    Eso le dejó más tiempo libre a ella y su familia que usó para leer y escribir. Fue cuando Lucio le propuso viajar más seguido a Montevideo para poder jugar al football o como le llamaban los uruguayos “a la pelota”. Mailén tratando de mantener el mismo tono en toda la frase le dijo:

    – Si, de acuerdo, pero sólo si entrás a la universidad.

    Mailén ya había perdido la esperanza que Lucio estudiara habida cuenta de que si termino el secundario en Inglaterra fue a duras penas. Y luego, para colmo de males, le dijo, que estudiar era cosa de mujeres. Mailén se preguntaba en qué mundo había educado a su hijo que no veía que el mundo era de los hombres ricos, armados o ilustrados, en ese orden. De modo que como moneda de cambio lo conminó a administrar la hacienda. De modo que si durante la semana se ocupaba del campo durante los fines de semana podría viajar a Montevideo, ahora mucho más rápido gracias al nuevo ramal del ferrocarril que tenía una estación a pocos kilómetros de allí.

    Una mañana, luego de aturdirlos a todos, Bárbara abrió los ojos, o eso que es llamado así, cuando sus ojos grises comenzaron a fijar la vista en los objetos y seguirlos si estos se movían. De modo que ese sábado Lucio viajó a Montevideo más contento que de costumbre.

    Luego del partido acostumbrado y gracias a la copiosa cerveza la lengua suelta les hizo hablar a todos de mil temas. El principal era la idea de fundar un club de deportes de manera que era necesario darle un nombre y estos llovieron de cada boca que pudiera beber.

    Un uruguayo propuso Charrúas Rail Road. Luego, un inglés Eastern Steel Football Club. Un galés Oriental Winds Team. Pero, otro galés que decía descender de los primitivos celtas, con lo cual quería decir que el canto melodioso del nombre lo uniría al universo, opinó que ninguno lo tenía lo cual al parecer todos acordaron. Báviutem se le escuchó a Lucio que sonaba bien pera nadie sabía lo que significaba de modo que él lo dijo mejor Baw View Team, lo cual significaba Best American Winner View Team o traducido al castellano “el equipo de los americanos mejor vistos” si la explicación ni la traducción les parecía adecuada sí el breve y convincente sonido. De modo que escupiéndose las manos y estrechándoselas unos a otros quedó en firme Baw View Team, fonéticamente, Báviutem.

    Lucio cuando llegó a la casa de su madre casi no cabe de su alegría y se los contó a su madre y a su esposa. A Mailén le pareció que el nombre no le pareció nada interesante.

    – “Bueno, sacale el Team” Le dijo Lucio.

    – “Tampoco me dice nada” le dijo ella.

    – Bueno mujer. Baw View significa la vista de Baw… pero que sos necia… “la vista de Bárbara Agnes White”

    – Hubieras empezado por ahí sin tantos circunloquios.

    Lucio estaba alzando a Bárbara hacia el techo cuando apareció un hombre que él no conocía que venía, mate en mano, de la cocina. Y cuando Lucio la miró ella le dijo:

    – “Bueno, como bien sabés, soy viuda, joven, acabo de enterarme de la muerte de mi madre…”

    Lucio algo molesto por no haberlo sabido antes se expresó en un término algo soez:

    – “ y necesitás tener con quien aceitar”

    El hombre, de unos 40 años, que vivía en Montevideo y se llamaba Luis López, es decir un hombre común, la conoció la noche de “Romeo y Julieta” y la sedujo recitando los parlamentos de la obra al pie del balcón del alojamiento mientras él y Kirsten dormían. Al parecer sólo luego de varias citas Mailén le dijo que ella tenía 50 años, a lo cual él, romántico, le dijo que no parecía tener más de 35 y con un “¡Oh!, me engañaron”, se despide camina tres pasos, vuelve y se arrodilla para pedirle matrimonio. Mailén ahora muy seria le dijo que no estaba preparada para tener una nueva pareja, pero que, sin embargo, lo aceptaba como amante palabra que no existe en el diccionario de los ranqueles.

    Luego del enojo inicial Lucio razonó que luego de todos esos años de viudez su madre se merecía una nueva oportunidad, si Luis llegara a saber lo que debiera saber que ella era uno de los 12 que acompañaron a Baigorrita. No fue él quien se lo dijo sino ella misma. De modo que, de señora española, Mailén pasó a guerrera ranquel y si bien eso era algo que podría enorgullecer a cualquiera para él ella era demasiada mujer. De manera que pasaron una última noche y él volvió a Montevideo. Pero una vez allí, pensando que la podría llegar a cruzar decidió hacer su demorado viaje a España de donde era su familia. Nunca se volvieron a ver.

    Tres semanas después Mailén notó su nuevo embarazo. Que si un médico, en virtud de su edad, opinó que era peligroso ella opinó para sí misma que más riesgo fue lo que pasó aquel 16 de julio de 1879 hace ya casi 15 años.




    Capítulo 32: El suave y dulce aroma a tierra mojada


    Mailén comenzó a vivir su nueva vida de granjera y pensaba si así lo hacía el Cacique Ramón con los suyos. Sólo que los dominios de Ramón al no tener límites, es decir alambrados, se extendía hasta donde los caballos les permitieran alcanzar las vacas, ovejas y yeguas, la carne predilecta de los ranqueles. En cuanto a las hortalizas, Ramón elegía las mejores tierras según ellas fueran.

    En cambio, allí al norte de Durazno el alambrado y los modernos métodos de cultivo ya eran ley. Y por ley se entendía que ella debería declarar algo más que presentar unas libras esterlinas para la compra de sus campos, de modo que urdió un plan. No sería ella la dueña sino Lucio, de insospechado nombre huinca Víctor Mariano Robledal. Tenía sus razones porque, aunque en el remitente de sus cartas figuraba como Marian Estrella Aguada, dentro para su hija Jazmín y amigos era la misma Mailén Piñemcó de siempre. Pero como para el correo la confidencialidad era sagrada allí se sentía segura.

    Para Lucio, que no se daba vuelta si lo llamaban Víctor o Mariano, por esos lugares no habían llegado los ecos de la muerte de su padre y su hermana ni el hecho de que su madre, esa mujer con título universitario otorgado por una universidad inglesa no podía ser una de los 12 que se batieron en la última corajeada con el cacique Baigorrita. Porque sus feas cicatrices podían tener, siempre las hay, otras explicaciones.

    Con el tiempo libre Mailén comenzó a cartearse no solo con Jazmín y recuperar su vínculo epistolar con Patricia sino con su vieja amiga Helen quien le sugirió cartearse con una historiadora amiga suya que no creía en las noticias que llegaba de américa sobre todo alimentadas por los nuevos capitales ingleses a quienes le convenía decir que lo que sucedía en América era simple progreso. No lo hacía por un rechazo hacia sus propios coterráneos sino por amor a la verdad. Había leído como muchos intelectuales, el libro de Mansilla y el hecho de tener a una genuina ranquel de interlocutora le parecía fantástico, palabra que para ella no era como para Mailén significado de historias fabulosas con duendes, cíclopes o monstruosos molinos de viento, sino algo que convenía poner en su justa medida. Mailén no podía aportarle mucho de historia, pero sí de anécdotas y correrías. Para Brooke eso era pan recién horneado.

    Fue el 14 de agosto de 1995 que cayó una cerrada tormenta con muchos truenos y granizo. Pero Mailén no podía pensar en las pérdidas de las cosechas porque estaba a punto de parir. Como a Mailén, quizá por algún secreto complejo por su baja estatura, le gustaban los hombres corpulentos y altos, y Luis Pérez no era le excepción. El bebé parecía serlo. Aunque Mailén no fuera primeriza y Luis no tan grande como Juan Carlos, se preguntaba porque el bebé fuera tanto como parecía que lo era. Cuando cayó en la cuenta de que también lo era su padre biológico Pizarro. Llamaron a una partera y un médico que opinó que ya era tarde para una cesárea, de modo que pensaron que moriría durante el parto. Ya llevaba tres horas cuando por la puerta de la sala apareció una carita negra y bonita. Nadie sabía cómo en medio de semejante tormenta se había enterado, pero como todo tiene una explicación esa la tenía: Comeñé. Ella no sólo sabía que Mailén estaba encinta, sino que ya estaba en fecha por lo que una tormenta que para algunos llama a los espíritus, pero para otros la severa tormenta al aumentar la densidad de electricidad electroestática provoca caída de rayos, eclosión de arañas y partos por todas partes, por lo que era sabido que Mailén estaría pariendo. Se acercó a ella y le dio un brebaje. Comeñé no sabía que podría contener, pero sí sus efectos. Si los ranqueles usaban una frase algo soez para eso, para Mailén era una muy bienvenida dilatación. Un segundo brebaje no era conocido ni en los mejores hospitales ingleses, no usaba opiáceos sino el zumo de un hongo que al calmarle los dolores la hizo relajar y más que parirlo lo hizo escupir de su vientre. De modo que no sólo escapó de las manos de la partera, sino que cayó estrepitosamente al suelo. Era una beba que al alzarla pesaba unos 6 kilos que apenas salida del vientre comenzó a chillar con sonido ensordecedor. Las circunstancias del parto hicieron que Mailén no tuviera que pensar mucho como llamarla, bastante distinto al Carla Juana que tenía pensado si era nena o Juan Carlos si era varón. Le puso Micaela Rafaela. En honor a sus hermanos muertos por el rayo.

    Para Comeñé nada europeizada, se debía llamar Tralcurá, roca tronadora, por lo dura que había sido al caer y lo atronadora al gritar, pero si había algo que tenía en común era el trueno que venía con ella. Mailén a riesgo de parecer aquella dama española que simuló ser, le puso los tres nombres, pero como no lograba decidirse por si el primero debía ser Micaela o Rafaela porque cada uno de sus hermanos ocupaba el mismo espacio en su corazón, pero quizá por el efecto del sedante, comenzó a hablar en griego, latín, italiano y alemán palabras que nadie le entendía. Cuando despertó Comeñé le sugirió un cuarto nombre que, según ella dijo durante su delirio y resumían al resto Bruna, es decir, tez morena, en latín, cómo lo era o Bruna, acorazada en alemán. De modo que pasó a llamarse Brunilda Micaela Rafaela Tralcurá para Mailén pero sólo Brunilda para el certificado de nacimiento, porque si las leyes uruguaya permitían ponerle el nombre que alguien quisiera Mailén no quería que nadie preguntara de donde había salido el Tralcurá.

    La lluvia siguió dos días más y el resultado fue desastroso. Las pérdidas fueron totales, lo que el agua ahogó o no se llevó, la humedad posterior lo pudrió. De modo que Mailen al no poder asumir los costos, les pagó a todos sus empleados el sueldo correspondiente a un año de trabajo y puso en venta el campo que sólo le comprarían a precio vil, de modo que Lucio se quedó con él.

    Pero ella vio esa catástrofe con otros ojos y decidió que ya era hora de volver a ese extraño país que todo el mundo llamaba República Argentina donde compró un pequeño campo sólo para pasar el tiempo y luego como si de un volver las aguas a su cauce se tratara, las cosas se volvieron más tranquilas, tanto que en el único lugar que Mailén expresaba su violencia era en las cartas que le enviaba a Brooke. De modo que pasaron unos 18 largos años de quietud, donde Guillermito cumplió su promesa, pero con creces sus hijas no fueron 10, sino 15 de modo que luego de las 10 musas tuvo que nombrarlas como Afrodita, Atenea, Hera, Clitemnestra y Maya.


    1913


    La primera mala noticia, aunque no sorprendió a nadie, si causó dolor en muchos, en su voluntario exilio de Paris. murió el General Lucio Victorio Mansilla según decía el diario La Nación de Buenos Aires, noticia recibida por el cable transoceánico desde Londres a Nueva York y retransmitida por el nuevo sistema de telex a Buenos Aires y que Mailén leyó tres días después en un semanario local.

    Pero la segunda era más amarga todavía. Era sabido que, aunque Darwin era racista Helen no lo era, pero la relación de ambos hasta la muerte del sabio fue cordial. Helen siguió su curso de investigación y publicó muchos libros. En un artículo pequeño publicado en una revista científica se explayó sobre el Argentinien Gigantosaurus porque aún no tenía nombre seguro diciendo que según los restos fósiles hallados era el dinosaurio más grande que haya habitado el planeta, algo que el chavunismo europeo se negaba a creer y como Helen a la luz de las pruebas se negaba a retractarse, alguien, cuando salía de la universidad, a los gritos de “indian, black and jewish”, le hizo un profundo tajo en la garganta que le produjo la muerte por desangre en contados minutos. Si para los que se acercaron para socorrerla los insultos no lo eran, ya fuera porque más que blanca era rosada, y descendía del mismísimo Guillermo el Conquistador, el de india sólo ella lo pudo entender durante los 7 minutos que duró su vida. Tenía 76 años, pero con una férrea salud en virtud de su estricta disciplina con la alimentación y el ejercicio físico que la impulsó a participar en al maratón de las Olimpíadas de 1896, las que tuvieron que ser paraoficiales ya que no les permitían hacerlo junto a los hombres. Siendo que la primera mujer en llegar registró mejor tiempo que el varón de las oficiales. Helen por entonces de 59 años, llegó lejos, pero contenta no tanto de llegar como de haber participado. Por ser noble se abrió una investigación especial resultando que el autor intelectual fue un viejo compañero suyo de los tiempos de Darwin quien, siendo también noble pero además rico, y por ello con muchos más medios no soportó, por envidia, sus logros académicos que lo dejaban muy mal parado.

    Pero no todas eran malas noticias. Patricia, se notaba por su letra de pulso emocionado, luego de haber conocido en su juventud a Mary Shelley, luego a Ada Lovelace, acababa de conocer a una tímida polaquita nacionalizada francesa que le parecía todo lo que puede ser un genio, que si todos ya hablaban como tal de Albert Einstein ella no le iba en la zaga pero que además tenía un impulso hacia la ayuda de los demás casi demencial. Pero en la misma carta le confirmaba algo que ella había percibido hacía 20 años atrás, que la carrera armamentista no era sólo para dar trabajo a todos, sino que terminaría en un desastre de orden global. Cosa que, como habitante de Irlanda, considerada una provincia más que un país por los ingleses, le era permitido ver con más claridad. Los apaleamientos de extranjeros o de razas inadecuadas eran pan de todos los días, por eso todos huían al único país donde aún no pasaba, al menos en esa dimensión, el Imperio Austrohúngaro, en particular Alemania.

    No por no saberlo Mailén entró en pánico por la vida de los suyos y les pidió que volvieran a América. Si Patricia le dijo que su esposo ya no comandaba las empresas familiares lugar que habían tomado Guillermito y su hermana Ailén. Su anciano padre opinaba que el mejor destino para la emigración de las empresas era Estados Unidos donde esos gritos de guerra no sonaban, tan entretenidos en colgar a negros como estaban. Comentario que por amargo no dejaba de ser cierto, ellos eran irlandeses. El problema lo tendría Patricia que debía dejar su amado observatorio astronómico sin saber si en el nuevo país tendría donde trabajar. De modo que Guillermito y Ailén la sentaron para decirle que ya tenía 71 años y que por lo tanto ya había hecho los suyo por la ciencia, Lo que no se atrevieron a decirle era que por sus observaciones a veces a pleno día y sin filtros adecuados se estaba quedando ciega, algo que ella asignaba a la edad. La mudanza ser realizó la misma semana en que estalló la guerra. Así Patricia y Albert junto a Guillemito y su última esposa Daryl, madre de sus últimas cinco hijas, sus 15 hijas; Ailén sus cuatro hijos ya que por negarse a casarse fue abandonada por su pareja de años, pisaron el puerto de Nueva York un 13 de febrero de 1915. Patricia no dejaba de asombrarse por lo obtuso de tantos europeos que preferían quedar involucrados en una guerra absurda antes que cruzar el océano por miedo a que un iceberg hunda el barco como había sucedido con el Titanic tres años antes. Si así fuera, a Patricia con sus pies en el verde mapu pampeano, sus ojos en los ahora lejanos campos esmeralda, le parecía más romántico reposar en el fondo del mar que con los pulmones reventados por el gas mostaza.

    A quien no le dejó opinar, sino que se lo ordenó fue a Jazmín quien, dado que su esposo ya se había retirado de la policía, aceptó hacerlo.

    Sea como fuera todos estaban alarmados con las noticias que todos los días anunciaban los diarios, en Europa quien podía costearse un viaje a alguna parte, ya fuera America del norte, Sudamérica, Sudáfrica o la India, lo hacía. Nadie imaginaba que la contienda que se avecinaba fuera del alcance global que tuvo.


    1914


    Finalmente, la guerra negada por unos y alentada por muchos estalló y no había lugar seguro no sólo en Europa sino en zona aledañas al sur de Rusia, de modo que los judíos pobres, corridos por el hambre, huían en masa al único país que por entonces no los perseguía, el Imperio Austrohúngaro, saberse al oeste de Galitzia era para mucho la salvación.

    No por haberlo intentado antes Mailén le escribió a Mary Jane, quien, si bien se sentía más inglesa que ranquel, de lo cual sólo tenía una 8ava parte, al haberse separado de su esposo sin haber tenido hijos no tenía razones, más allá de su lugar de nacimiento, que se mudara con ella. Mary Jane luego de meditar que, si su madre pudo batirse por su tierra, pero luego tuvo que emigrar para salvar su vida era más seguro que ella lo hiciera en ese momento.

    Su traslado no fue sencillo ya que todos los buques se iban preparando para la guerra y muy pocos partían hacia América del Sur, pero por fin tocó suelo Uruguayo a finales de noviembre. Tenía 38 años, pero ya no esperaba nada de la vida. La recibieron su hermano Lucio, su cuñada Kirsten y su sobrina Agnes de modo que no tuvo que extrañar su idioma.

    Lo más extraño para ella, que la mayor parte del tiempo había vivido en Londres, fue adaptarse a la vida de campo. Pero Lucio le recomendó viajar un poco más para reencontrarse con su madre que había comprado un campo en las afueras de Pehuajó. Cosa que no hizo porque se sorprendió a si misma saliendo con muchacho uruguayo de 26 años. Washington, quien para ella era un hermoso mulato, la conquistó a pesar de la diferencia de edad con su simpatía. Y sólo dos meses después estaba embarazada de él, de modo que, si durante tanto tiempo su antiguo esposo la había acusado de esteril, su nuevo estado la llenó de felicidad. La nueva mulatita nació a mediados de octubre y como las leyes uruguayas lo permitían le pusieron Helen Margaret. Y a los dos meses viajaron a Pehuajó para que Mailén la conociera.

    Una bochornosa noche de diciembre, mientras cenaban, Mailén rompió en llanto y cuando se levantaron para consolarla le preguntaron porque lloraba y ella les dijo que de felicidad como era tener a sus cuatro hijos vivos con ella.


    Fue en esos días que Mailén recibió la noticia la cual no le quisieron enviar antes porque aún albergaban alguna débil esperanza. Patricia había muerto luego de seis meses de una larga enfermedad como acostumbraban decir lo médicos de USA, para no decir Cáncer. En la misma carta le contaban que Patricia había querido que la trasladen para morir en su amado mapu, pero los médicos se lo impidieron.


    1918

    El fin de la guerra que devastó a Europa fue una llamarada de literatura allí y en todas partes. Aunque aún había muchos que seguía alabando a la guerra como purificadora de pueblos otros como la más negra peste que haya existido. Fue a causa de la muerte de muchos jóvenes intelectuales que habiendo sido enrolados a la fuerza que los sobrevivientes se dedicaron a honrar su memoria y muchos de éstos morirían en la siguiente, una guerra que pocos auguraban, pero esos pocos la intuyeron cuando se impuso a los perdedores semejantes humillaciones.

    Mailén como ávida lectora que era conoció una palabra que el resultaba extraña: Movida. Que recorría en particular a toda américa latina. La llamaban Varguardismo pero no era lo mismo que en Europa y se presentaba desde México a la Patagonia con tantos autores nuevos que era difícil leerlos a todos. De todos el que más le gustaba era, quizá por haber vivido en Uruguay, Horacio Quiroga por sus relatos trágicos llenos de naturaleza. Aunque también los extraños relatos y poesía de Vicente Huidobro y Oliverio Girondo.

    Argentina gozaba, o al menos así lo veía Mailén, de un nuevo gobierno donde los genocidas de ayer pasaron a un segundo plano aunque no al olvido y con él una ola de inmigrantes que huyendo del hambre de las posguerra buscaban un lugar donde empezar de nuevo, así el melodioso andaluz porteño bajo la influencia del gallego, catalán, francés, portugués pero sobre todo el italiano cuyos hablantes bajaban de los barcos como ovejas bien dispuestas a trabajar, dio origen a ese extraño dialecto que fue el cocoliche y en los bajos fondos al lunfardo que tantas letras de tango alimentó.

    Pero ese tiempo de bonanza y paz social no duraría. Con el derrocamiento de Yrigoyen surgieron, tomando como siempre a Europa como modelo, numerosos partidos que invocando ser nacionalistas no eran más que fascistas y los chivos expiatorios de turno fueron todos los que por historia habían perteneciendo al imperio incaico, que luego de las guerras por la independencia fueron llamados al olvido. Esos pasquines fascistas los llamaban la horda coya la cual era necesario exterminar para instaurar un país verdaderamente blanco. Mailén no se reía cuando leía esas cosas, porque coya, aymara, guaraní, charrúa o ranquel era todo lo mismo que si eran naciones distintas conformadas a lo largo de los siglos, ahora era necesario unirlas porque luego de lo que pasaba en Europa eso mismo que ya había pasado podía volver a pasar y los fusilamientos en el sur del país cuyas víctimas no eran precisamente coyas lo atestiguaban.


    1943

    Cuando el tiempo se había llevado a varios, como el esposo de Jazmín que fuerte como un toro murió de una ataque cardíaco y la última esposa de Gullermito. Lucio quiso festejar los 100 años de Mailén con una gran fiesta. Ella aún lúcida opinaba que no quería vivir para ver partir a nadie más, y motivos no le faltaban Tralcurá, su hija menor ya tenía 48 años.

    Ya hacía tiempo que Mailén había observado que los nuevos tiempos no venían de la mano de la paz, que los mismos que habían provocado la masacre de indios por todos lados aún lo seguían haciendo, sin embargo la fuerza del pueblo, palabra que ahora parecía tener un nuevo significado, igual lo haría. Con su andar cansino y ayudada por un bastón de alerce que Lucio le mandó hacer, se acercó adonde todo el mundo parecía querer ir.

    Un años después justo en la mañana del 16 de julio, mientras Maién procuraba traer a su memoria algunos de los cuentos de su autor favorita, comenzó a sentirse fatigada y como lo había escrito su amado Quiroga, dijo, “hoy es domingo” y cesó de respirar.




    Capítulo 33: Ayinhual


    Fue varios años después de su muerte, que Helen Margaret, su nieta de nombre inglés, pero de piel parte, ranquel, parte blanca y parte mulata, encontró ese cuaderno. Mailén nunca lo había mostrado por haber nacido de la furia, el odio y la venganza, que sin embargo la ayudó a cruzar el mar con menos amargura. Sin saber si era el orden por ella deseado. Sí que ella hacía una diferencia entre una parodia y el sarcasmo, sobre todo para atacar a quienes habían bregado tanto, con el uso de la pluma por el exterminio de cuanto indio o gaucho hubiera sobre la tierra americana.


    Tenaz llanura



    “Y (Zeus) allí subió y se durmió, y a su lado Hera de áureo trono.”

    Ilíada, canto I, 611. Homero




    Al alba, cuando las nieves caen en arroyos; y el cóndor, que baja desde los picos, sobrevuela la infinita llanura, que se extiende como falda de mujer, que con su altiva trenza derrota, con su paz, el orgullo de sus ojos, que en fatua acción pretende con ellos capturar el lejano horizonte teñido de verde como los pinos, de amarillo como el puma y descansar su álgido vuelo.

    Allí Ngüenechén deja al ave volar, allá al puma cazar en montes y soledades que de su mano es, y sólo por ella perecerá. De su mano, su pueblo de toldos limpios, de yeguas de patas trashumantes, cortando el viento con sus grandes esperanzas, sus torbellinos de fe en la grama que lo alimenta, en el cielo que lo cobija, en el día que lo espera, y en paz duerme y veloz sigue su vida.

    La felicidad de Ngüenechén se dispensa al manso hombre, la tenue gramilla, el duro cardo, la esforzada abeja y el pertinaz mosquito. El dulce vapor a tierra mojada; el feliz silencio de la madre tierra, las acuarelas del rojo crepúsculo. Las hadas ranqueles, que cantan en bosques, lagunas y vados, acarician al cuerpo y la mente dando a Sophia más razones bajo el ombú curtido de sol.

    Y vos, ¡Michellangello de Adán!, ¿darías tensión al músculo del querandí, vuelo a las crines del tehuelche, luz a la mirada del pehuenche? Y vos, Homero de Aquiles, ¿darías voz al lenguaje araucano, al dulce quechua, al ácido guaraní, al canto comechingón? Y vos, Plauto de la comedia, ¿podrías a la gracia del lenguaraz remedar, a su verdad superar? Y vos, Apolo de Casandra, que con tu rostro quemás pajonales para recrear la vida, iluminás al gallo que canta tu presencia, y traés el aroma de la hoja seca. ¿Darías al tullido andar, al ciego luz, a la viruela freno? ¿O al hombre conformarás con el azul del cielo, con el canto de la alondra, con el tronar de las tropillas, dando agua al sediento, y sombra al errante?

    Sopla el Pampero, que hamaca a las totoras, de suave lavanda, hierve en el calmo tilo, dando a la llanura su aspecto de mar. Hera, dueña del humus, calla un adiós de afable sonrisa. A veces, alegre y ufano, un potrillo canta su paz reclama la tierra feraz, Y en coro responden la núbil ternera, el ágil huemul, el peludo tapir, mientras el tero que cae en picada, cierra un lúgubre canto. El sol, sonrisa de gran padre, ilumina desde oriente, el Tronador se duplica en el lago, el ombú alarga su majestuosa sombra, y el pasto se vuelve áureo, prefigura de sus, quizá, voraces llamas.

    Aurora acaricia con dedos de rosa, al ya calmo ya feroz Apolo, ya nada queda de la noche, pálida está Selene, en su arco creciente, Véspera guía de estrellas, bosteza su adiós. Y allí, como el sonido, del cuerno soplado por el abuelo, o el tañido sobre el hierro de la abuela, que llama a comer, o al resguardo por tormenta, se oye la estrepitosa carcajada del tropel que cruza contenta la grama, dando alegría a la manada que lo expresa en el sacudir de sus colas; ya parece ser escuchado por los cardos que baten silbidos de placer.

    Una animada polvareda augura la vital ceremonia, las lanzas ayer en descanso hoy presiden el necesario sacrificio de la núbil yegua que dará su hálito de vida para bendecir la virilidad de los efebos que ayer recogían la leña que alumbra y calienta, que cuidaban el rebaño que abriga y alimenta, y mañana, puñal en mano, trozarán al venado, cazarán al ñandú y portarán la lanza defensora, atributos que dan el derecho de dormir junto a sus esposas, y contar las leyendas a los hijos. Esos son los que con su algazara despiertan a los pájaros esta mañana, que desafiarán la furia de las ventiscas.

    Allí se los ve, montando al ayer iracundo bronco y hoy, mérito de la palabra, domado corcel. Ahí van, regalando al viento los perfumes de azahar y limón de su larga y limpia melena haciendo menear el atavío que tiernas manos han tejido, antes del acto nupcial. Allí clavan la lanza sobre el feraz humus prefigura del vientre que les dará descendencia. Hay ímpetu, no ira, en la espuma con que regará su propia tierra fértil, carne con su carne.

    Por eso él va y viene, al potro, suave, taconea, su gozo de viento y sudor, con su cérvix cortando el aire la primicia que yacerá a su vera, sangre con su sangre, para la heredad que Ngüenechén, le entrega desde los tiempos del gran diluvio que deberá proteger de la voracidad de los elementos, y la destrucción que viene de Gualicho. Y así galopando y diciendo en domado potrillo deja crujir el pecho de la madre tierra que pletórica de dicha le devuelve su eco. Y el mediodía con su zenit calcinante derrama sus bienes.


    La ceremonia

    “…y solamente lo que toco veo.”

    Verde embeleso.
    Sor Juana Inés de la Cruz




    Mediodía, tiempo sin límites, donde se confunden el norte y el sur, el este y el oeste, cuando el horizonte baila con espejos, cuando el puma nada sobre nubes azules, Cuando se juntan, obra del Padre, sobre la infinita llanura, la luz de algún cielo, donde inefable Él reina. Allí cuando el grillo bate alas, y la cigarra canta su ópera, el chajá grita su pasión de serenata, el cuis asoma su leal hocico, al real concierto de animales, todos quienes en completa armonía, comparten el suelo. Es en este paraíso que la mansa estirpe, ha tomado la heredad que Ngüenechén le ha otorgado, que deja su orgullosa huella, domando al potro de céfiro porte, que lo ayuda con sus patas en la caza, con su lomo en la carga, para limpiar los caminos y hermosear la aldea. Fructífera la ronda ha sido, liebres, carpinchos, teros, moras, maíz, papa y zapallo, que de la mano del padre se multiplican y crecen.

    Allá, un lenguaraz, con un caballo atado habla, que más pronto que tarde, entiende que su libertad acaece, y el pienso se multiplica, cuando sin látigo ni vara, el lomo, inclina. Helio cruza con sus alados corceles, las nieves, en que allá, muy lejos, el cóndor anida. Y cae, al fin, la tarde; con su manto de purpurea seda. La núbil yegua, espera aún su cruel destino, atada a un alerce, y vestida de fiesta, mientras las niñas le rezan al gran padre, el volver a encontrarla, más fuerte y feliz que ahora. La noche de infinitas luces, arroja un rocío de frío matiz, y las ateridas pieles, hace un rato de sudorosa espalda, ahora buscan el concurso mutuo. Pronto se oyen sendos crepitares. La seca madera entrega su rítmico canto, y las llamas realizan un angélico baile, que transfigura los alegres rostros, aún sin el rastro de los oscuros fantasmas, que Gualicho, siempre al acecho, en el aguardiente esconde. La tribu celebra la noche, con multitudes de ¡Yapaí!

    Ya pronto, como vieja hecatombe, como que de aqueos se tratara, en torno a las llamas, ya parados, ya bailando, en cuclillas o sentados, honra al fuego tributan, uno removiendo las brasas, otro cuidando el agua, que dará al cebado un abrazo en guaraní, este en su caña cual trinchete, come las delicias de un conejo, pero aquel prefiere jabalí. Al fin, cuando la luna, de trajinado andar, descansa sobre unos pinos, justo cuando Véspera parece dormir en su regazo, es el turno de Chiway, la núbil potranca, que ajena a su sino, responde las palmadas de niñas y muchachos.

    Es tarea de pocos, el cuchillo que entra, y antes de regar la hierba, con su sangre vital, casi sin padecer tormento, exhala su ímpetu animal, para que los aún niños, sean, mojados y así iniciados, que la roja sangre de Chiway es de hembra pura, como puro será su ímpetu viril. Y, Chiway, Espuma del Mar, el sagrado banquete, será compartida por toda la aldea, sin que pelo, ojo, ni hueso, sea dejado a las alimañas, ya que lo el hombre no consuma, en cestas de cuero y mimbre, al puma de la sierra será dejado. Pero su corazón partido en partes iguales, sólo es privilegio de los que recién son, desde que la luna ya no los alumbra, parte de la tribu adulta. Así mientras guardan recoleto retiro, por el resto de la noche, sus prometidas, esperan ansiosas, en el otro lado del fogón.

    Del resto de los convidados, algunos duermen su temprana ebriedad, los más calmos, caminan hacia su querencia, pero, como siempre pasa, algunos se provocan, casi siempre porque sí, y disfrutan la pelea, hasta que, blandos por el alcohol, son reprendidos y golpeados, por sus mujeres, antes que la sangre de Chiway no sea la única en correr. Y así los encuentra el día, que no son raros sus lloros, ya por el recuerdo del hermano muerto, la mujer perdida a una caída de taba, pero más al saberse, sin que nadie se los diga, que es el aguardiente, quien los pasa de hombres a miserables bestias. Lo cual sólo sabrán cuando sus hembras, en sutil venganza, se los cuenten. Que los ranqueles no deberían tener tantos epítetos para contarlo.

    Cuando Leruén, de voz ácida y estentórea, quiso cantar las alabanzas, en cantos de guerras pasadas. Sólo el pinar lo escuchó, que el dolor, el penar y la pérdida, se conoce desde que el Huinca, con muerte de fuego y hierro, llegó con sus mohosos barcos de la lejana y vieja Europa, siempre mintiendo, robando y matando, que si el indio mata, el huinca mata dos veces porque mata el cuerpo y mata el nombre. Que si un atrevido rancho huinca, cayó ante la llama del guerrero, fueron los niños de pecho, los que antes de matar a sus madres, los desollados por el látigo, y dejados vivos y llorosos para alimento de las ratas.

    Así Leruén, con gran aprensión, pero sin odio, porque era inútil, concluye su perorata. Cuando de las sobras que daba una noche sin luna, pero con la leve claridad del alba, observo como se acercaba un jinete. Que no era un huinca, claro, lo decían su falta de apero, que si había sandalias en sus patas, su lomo una fina camisa y en sus piernas un pantalón huinca de corte inglés y su porte, claro, señorial. Cuando pudo reconocerlo, le dio un abrazo, sin efusión pero con respeto, era Llancañir, capitanejo, joven y aguerrido. Su viaje había durado horas, y en el rostro se le veía el cansancio, y en el cuerpo el hambre. Alguien arrojó sobre los rescoldos, ya casi apagados, un trozo de venado frío, y una india le alcanzó un cuerno con agua.

    Llancañir, era joven, y la belleza de Ayinhual, hija de cautiva, no le era indiferente. Hacía ya un tiempo que se conocían, entre sus tantas idas y venidas. Ella, por su parte, aún núbil, sin indio que la corteje, lo venía esperando. Y si no se habían amancebado, era por el destino incierto del pueblo a causa de la guerra. Y si su llegada fue alegre, no lo eran los gritos que ahora, cortaban el horizonte. Sin saberlo había sido seguido, y ahora al saber el lugar de las ceremonias, alejado muchas leguas de la toldería, las partidas podían atacar sin tapujos. Como de indio bravo se trataba, cayeron sobre él, y al grito de la muerte, sin atreverse a matarlo aún, lo engrillaron. No pudo Llancañir, desenfundar su cuchillo, que de hacerlo, haría pagar la deshonra. Salió, Miguel en su defensa, que si no con aprecio, sí con agradecimiento. Más no duró mucho su arrojo, un disparo le abrió la frente.

    El resto de la indiada, desarmada, como mejor resolución, con cuchillos pero sin lanzas, se batió en retirada, en busca de oportunidad mejor. A la distancia de una piedra, mientras la partida se servía, del suculento banquete, Leruén inició los debidos gritos, que al joven indio, se le debía un funeral. Ayudar a Llancañir debía esperar. A varias cuadras del lugar, Leruén pedía, gritando, llorar la muerte, del que aún no pudo, probar su valentía; a causa de sus pocas lunas. Todos callan, hasta se podían escuchar los grillos, que cantaban a la vera, y el lejano crepitar de los fogones. Allá, Leruén, nunca visto por sus ojos, veía que el joven Llancañir, como si de indio malevo se tratara, permanecía estaqueado, y ya uno, ya otro, se levantaba, caminaba unos pasos y lo pateaba en las costillas, y su alarido la Pampa cruza, y a los pájaros espanta.

    Mientras a los jóvenes, el odio los rebela, ¿Qué será del indio en sus manos?, Ganas de empuñar los cuchillos, si los tuvieran en demasía. Pero eso será en otro tiempo. Ni las sumisas cautivas, en otro momento rebeldes, dan crédito a sus ojos. Miguel con su sangre y sesos la grama riega Llancañir estaqueado y pateado. De pronto, Ayinhual, puso en su boca el peligro, rescatar a Llancañir. Sí, eso ya lo habían hecho, Isis con Osiris y Mamaquilla con Inti, pero ella ni era diosa, ni la estaca un eclipse. Ayinhual, que ignora, la abundancia de los viejos tiempos, previos al diluvio, ni las lluvias de los abuelos, y sólo la actual miseria, no sueña con acabar la bárbara fiesta, sólo a Llancañir rescatar.


    La doncella



    “La hermosura de Eleonora recordaba la de los serafines, y era una doncella ingenua e inocente, como la breve vida que había vivido entre las flores.”
    Eleonora.
    Edgar Allan Poe.




    Ayinhual, esperó, esperó a que amaneciera, esperó a que la partida, ahíta de carne, y ebria de aguardiente más que dormida pareciera muerta. Sólo Llancañir, pura ilusión, con los cueros lidia, en el vano anhelo, de zafar su destino de puñal, sentencia al que quiera componer, sentencia para el bravo condenado. Amparados en el poder, del vil Winchester, índice sobre el celoso gatillo, el sombrero sobre los ojos, el oído laxo pero atento, dejan que el silencio quebrado, por la grasa que frita, recuerde la infantil alegría, de horas pasadas. De pronto, con sonámbula abulia, uno de ellos, sin despertarse, repite el acre sonido, de un puñal sobre el gaznate, seguido del cruel chillido, de un borbotón que fluye, la garganta no grita, ni el cuerpo llama estalla. Y en esa paz de cementerio, delatada por su aroma a limón, la núbil figura de Ayinhual, temblando su porte por el miedo, que puñal en mano, busca concretar su hazaña.

    La larga trenza rubirroja, sangre ranquel, cabello huinca, muestra la firme determinación. Ahí, va, respirando apenas, su grácil cuerpo atento, sobre la partida dormida, pasa, mira, escucha, respira. Camina y sus ojos, ya desorbitados, miran hasta el vuelo del mosquito, que en milenario enjambre, en la noche aciaga busca, también, las blancas yugulares. Allí está, como consultando con Yorik, sobre cual el puñal hundir. Alguien se mueve, rezonga, despierta. Y tomada por el coraje, sobre el cuello el filo pasa. El hombre, con gradas de teniente, ironía del destino en silencio muere, sin que su cuerpo llame a diana. La ninfa de allí, en su bautismo de sangre, temblándole el pulo, con más sigilo su cuerpo mueve. El casual triunfo, que nunca hubiera buscado, que por su amado la impele, como la estrella madre, de poder se nutre, batiendo sombras con su luz.

    Llancañir la ve, creyendo en ilusiones, ya que eso que sus ojos cansados ven, no puede ser más que un sueño. La frágil Ayinhual, hacia él caminando, el cruel cuchillo como si Bruto de Lucrecia, aun goteando y caliente lo hubiera retirado, dejando a quien quita la vida a su diestra. Allí, al que, desoyendo consejos, que ranquel e hija de cautiva es mala mezcla, lo dicen los ancianos, lo afirman las estrellas, pero allí, aún atado a las cadenas del infierno, está el arcángel a quien le dirá Fiat. “Llancañir, entre todos los mortales, mi querido, descansa el músculo, aplaca la respiración, que lo que ves, no es ilusión ni es sueño, que aquí entre esta gente adiestrada y asesina, a rescatarte vengo, con mi trenza, mis sandalias, que el puñal pesa más que mis brazos.” Pletórico de ensangrentados magullones, una oreja partida por la suela de pesado calzado, pero animado, tan sólo de ver a su hada ranquel, que si su gracia de vivir, allí al instante acaba, y si lo vivido, en los mansos ojos de vaca, que Ayinhual, como toda gente buena, tiene.

    Sus captores, hoy jueces, carceleros, verdugos, recitaban su gloriosa pertenencia a la raza que mató a Moctezuma y empaló a Caupolicán, quemó a cien caciques en chozas de paja, y desmembró a Túpac Amaru. Ya pensaban los tormentos crueles y amargos que hicieran que Llancañir la muerte deseara, antes que la larga astilla bajo las uñas, o el rojo hierro sobre espalda, pecho, cara o lengua, mientras el sol, de áureo carro, avanza hacia el oeste, pero sus palabras seguían con la amenaza de acabar con la bastarda descendencia, imitando burdamente, el grito de un niño a quien la piel están desollando. Ya muchas veces lo han hecho en miles de años. Así el acérrimo Agamenón, jefe de reyes, de falsas lágrimas, a su hijita Ifigenia bajo el puñal sacrificó en busca de vientos, y al retoño Astianacte, vástago de Héctor y Andrómaca, arrojó sin piedad desde lo alto de la muralla, para más horror de los despavoridos troyanos, engañados por un regalo aqueo. Así la púber Juana, guerrera de Francia, conoció la hoguera. Los inocentes de Judea, capricho de Herodes, el filo de la espada. Y si a los propios niños eso hicieron, ¿qué podían esperar los invadidos hijos de esta tierra? ¿Qué otro destino tuvieron los infantes Quilmes, al no poder caminar al ritmo de los caballos, desde la hogareña aldea hasta las orillas del Plata, que ser abandonados en desconocidos desiertos, y ser devorados por el sol del mediodía?.

    Madres de piel lozana y útero latiente, que mojan sus prendas de vital leche, cuando el acero, las grebas y los rojos yelmos, asolan la inexpugnable ciudadela, o el caliente fusil, el filoso sable y el quepis la nutricia llanura de fértiles tierras, matando a sus defensores guerreros, arrancándoles de sus brazos a sus tiernos vástagos, que por todo signo de vida, todavía sólo lloran. Así pensaba el joven Llancañir, nieto de quien cargando pesada mochila, cruzó, por magra paga, las nieves eternas para liberar Chile y Perú, y ahora siente que la parca lo llevará sin que sus crines nieves aniden, ni su pecho haya sido desnudado, ni su simiente a mujer alguna fecundado. Priva el amor más que la venganza, sólo cortar los cueros quiere. Pero si una mano aciaga la aferra, será su mano que al cuchillo clave, sin alevosía pero con firmeza, en los blancos cuellos de los asesinos.

    Y si amorosa es su nombre, y parte de esta tierra su destino, ofrecerá su martirio de sangre pura, que fluya, si así los dioses lo dicen, como arroyo que baja del monte, para culminar en gozo de sangre, liberar al que sólo mira al cielo. No dejará, no quiere, ni puede, dejarlo al acecho de los buitres, y aunque atados sus miembros, no su espíritu indomable y libre, porque si los vientos la Pampa cruzan, sin pedir permiso a los hombres, Zorro Perlado, no puede perecer. Y la pérfida partida, ignorando estar sin jefe, duerme a pata ancha su segura borrachera y espera el día para cumplir con su alevoso designio, torturar al indio con método y correspondencia, tacazos a sus partes, culatazos a sus costillas, palazos a su lomo, el filo que desuella, la punta que atraviesa, la mordaza que asfixia, hasta que el necesariamente fuerte y joven corazón decline. Pero si del regodeo las babas afloran de sus pútridas bocas, no tocan, aún, del tenaz capitanejo el férreo y bello cuerpo.

    Allí, casi al alcance un respiro de golondrina, la ora tímida como conejo, ora audaz como puma, acera su oído para saber si aún hay suave jadeo. Y antes que el verdugo busque su fácil gatillo, su puñal, como hijo obediente, lacera los cueros, que a su amado retienen a la pérfida muerte a la que, ni vencido ni resignado, está destinado. Cree sentir las negras gotas en que Ngüenechén diseminará su cuerpo para volverlo a la tierra, el aullido de los lobos que auguran su festín, el revoloteo de los buitres para reclamar su pedazo. Pero al ver la grácil figura revierte su ensueño, para pensar en un hada que lo llevará en largo viaje. Y sólo al olisquear su intenso y áspero aroma, sin saber si de cadáver de flor o rezumo propio, alza sus lacerados ojos y disfruta de su sonrisa. Pretendió preguntarle de que cielo venía, cuando tocándolo la rubirroja trenza, supo que era mortal, ranquel y suya.

    No necesita la gallarda ninfa decir su nombre, que no es ángel intuye el indio cuando sin agua cercana, le ofrece, como otras veces, el dulce licor de sus pechos, poca cosa, para que no se rajen sus resecos labios. Ambrosía sutil que lo incorpora de la yerma gramilla, justo antes del nauseabundo despertar del guardia, a quien, juntos como en incalculada sagrada crueldad, con nervosos nudillos sobre las dulces manos, hunden el ya usado puñal sobre la tubular garganta, tomando la vida, antes de que el sol se desperece, de un tercer huinca parte de adocenada partida. Demasiada fortuna, opina, con inconfundible gesto, y en lugar de regodearse con otra justa muerte, la toma de una muñeca y salen con pasos de liebre.

    No a tiro de piedra, lanza ni honda, distancia nimia para el alcance y certeza del fusil, la dulce pareja, el renqueando, ella sosteniéndolo, cuando sus figuras recortan el horizonte, es ella quien enloquecida, por seguir viva y por tenerlo, se entrelaza como gladiador en la arena, con boca, dientes, pelo, manos, pies, ojos, rodillas, nariz, muslos, orejas, espalda, frente, que no es todo lo que aún tenía. No eran obstáculo las heridas y cardenales, que no había hueso que no gritara por sí mismo, para reciclar nueva y reconfortante correspondencia, con la soba de su palma como quien acaricia trigales, la humedad de su lengua como quien bebe arroyos, lo diáfano de sus ojos como quien derrite nieves. Deja que ella por él respire, por él camine, por el ría, que ya, más pronto que tarde en los placeres de la carne se fundirán.

    ¿Acaso, dice interrumpiendo la tortuosa huida, hay hombre más dichoso que Llancañir en esta Pampa? A quien la mano de su amada, estando la suya atada, mató por suya propia. Arrojada a las fauces del huinca que escarnio, dolor y muerte, pudo haberle, en cuerpo tan magro y tierno, provocado, cuerpo que si atrapado, lacerado y violado hubiera sido, y que yo, su hombre, hubiera recompuesto beso tras beso. No, no hay hombre, más feliz, indigno de tal amazona, que el triste capitanejo, hijo de la llanura, Zorro Perlado. Feliz ante tanto halago, advierte la mestiza, que de una huida la travesía se trata, ya tendrá el indio, cuando la piel se reponga, de solazarse palabra a palabra, piel con piel, que ahora el fusil aún los alcanza.

    Deja ya la perorata del lenguaraz, para ubicar un bosque donde el cuerpo ocultar, que de nueve aún se trata la cuarteada partida, que no volver al lejano fortín sin las dos cabezas, será parte de un apurado, asesino juramento. Y mirando a su princesa, a quien ya amaba, pero ahora más que al sol y luna, precisa, debe, aunque sus inflamadas partes lo entorpecen, buscar lugar donde las hienas de uniforme, no rocen ni hurguen el follaje y el olor a sangre detecten. Que el huinca tiene escuela y el ranquel amaneceres. Lloran, ahora que la sombra un álamo ofrece, la muerte de Miguel, a quien Leruén ofreció sus gritos, para que los potros del más allá de dócil lomo, corran con el que no conoció mujer, ni sonido de malón. Que el puma mata al conejo para saciar su hambre, pero el huinca mata al niño para robar sus tierras.

    Pero, aquí estamos, al amparo de la llanura, que donde el huinca ve desierto, nosotros edenes, que aunque los pies sin piel se queden, habrá fruta que arrancar y liebre que comer. Que con los sentidos absortos de inmensidad, ¿Quién necesita el ingenio de la máquina, si puede dormir bajo un manto de estrellas? ¿Quién agotarse cuando el ñandú te invita a reír?

    Ayinhual, ya viene la luz y vivos estamos, la reciben los ojos, la fronda, la piel, que si el toldo, lejos aún queda, que importa, si tengo tu perfume que alimenta mi espíritu. Que no hay cuerpo exangüe que no marche si tu trenza entre mis dedos compite con el canto de los búhos.

    Que esta tierra, nuestro mapu, fértil morada, llamada patria por otros que necesitan el fusil, mordaz cruel ingenio, para detentarla suya. Viviremos por ella o pereceremos juntos, que no hay escudo más tenaz que el arrojo que da poder contemplar el cuerpo de una mujer, cincelado supremo de los dioses. Es triste ilusión que de coraje viva el hombre, sin un blando pecho donde recostar la cabeza, sin el grito alegre de un niño que huye de la travesura, sin el sabio consejo de quien conoce todos los eclipses, del sabor del guisado de una vieja sin dientes, de la incansable boca del maduro lenguaraz que alza la mano para aprobar o negar un malón.

    Muerde Llancañir sus pavorosos dolores y alegres caminan para, a veces, pararse, para escuchar el canto de una alondra, o ver el cortejo nupcial de un petirrojo, que les muestran que hasta las piedras, gritan la libertad en esta milenaria llanura.

    Ahí van, que no es engaño de Gualicho, la flecha que Amor por orden de Afrodita envía. Sentimiento que derrota la sombra de los fantasmas e ilumina los campos donde anida la Luz Mala.

    Y si el sol nos niega un próximo atardecer, ninguno de estos cuatro brazos se entregará, que de lucha, el cardo es nuestro testigo, saben, que antes que el huinca nos degüelle, este puñal mostrará la sangre de nuestro destino.


    Luces del alba

    “La aurora, de azafranado velo, se esparcía por la tierra”
    Ilíada, canto VIII, 1. Homero




    Sólo el abejorro zumbaba en los azules cardos, la tenue hoja dejaba oír su voz arrastrada por la brisa, el agudo oído creía oír como la hierba crecía majestuosa, y las flores gualdas, rosas, amarillas, anunciaban el día, y allá, al este, entre la fría neblina, despertado por el gallo, anunciado por Eos, la de dedos de rosa, llega su hermano Helio, conduciendo los cuatro caballos que arrastran su carro, su corona de fuego, que ciega los ojos, surge imponente. No se atrevía el tero a gritar el día hasta que un rayo lo ilumina, y de a poco, calandrias, martinetas, cardenales, suben la voz. Como tosco tenor, un potro, mientras trota, ensaya su relincho, y las yeguas de su harén, con ronco coro reclaman su presencia. Tarde y dormido corre un ñandú en busca de alguna fruta, mientras un chajá huye de un carpincho y miles de cuises. No hay holganza, pereza, ni parsimonia, todos en sus puestos, mientras Eos, la aurora, se va, el cielo de rosa a cian pasa. Y allá, por fin, Ayinhual divisa con esperanza y dulce sonrisa, los cuerpos dormidos de la feliz tribu que ajena a la amenaza, duerme, como siempre lo ha hecho, con sus cuerpos en paz e ignoran la tramada cruel venganza que nueve fusiles, que fundidos en crisol asesino, le tienen preparada.

    Antes que el colibrí, ajeno al hombre, dé un nuevo aleteo, el reflejo de un aún lejano acero sorprende a Llancañir. Culata en el hombro, índice en el gatillo, ojo al horizonte, dispuesto a acabar con pareja, tribu, especies y mapu. Sin tiempo, signo de vida, a un nuevo respiro, la sorprendida y siempre pacífica plebe se cubre de pánico. Como el antiguo arquero clavaba su saeta en el sutil venado, sin el menor gesto de piedad un índice se contrae, un cañón escupe fuego, el humo lo esconde, el estampido aterra, a dos yardas Huentemil, compañero de juegos del varón, pierde su pecho, escupe sangre, cae sobre la gramilla y muere, sin moverse por el pavor lo siguen Anuillan y Loncopan, y aunque de piernas veloces a las dulces Pichunlaf y Llanqueray, niñas que aún sus orejas tenían indemnes, les cruzan la espalda. Nueve disparos, cinco muertes, buena cosecha del cristiano.

    Trece sólo quedan de la nutricia noche de fiesta, sexo y alcohol, cinco aún sin el atributo que da la lanza probaron la sangre de la sagrada Chiway, y ahora es la suya propia la que riega el pingüe humus de La Pampa. Quince doncellas ayer niñas, de pechos aún no crecidos, los acompañan, en el aciago tránsito hacia las tupidas barbas de Ngüenechén. Veinte los bravos que, durmiendo un sueño de alcohol, sin despertar, recibieron los cobardes cortes de gañote o tiros de gracia en la nuca, pero aún, quince jóvenes indias que sufrieron el escarnio de la violación, palabra nueva para el ranquel que sólo conoce el acuerdo de los yuyos. Y los trece dispersos sin posibilidad de reunión y contraataque, para recoger, honrar y sepultar, con gritos a los dioses, a sus amigos.

    Sube, Llancañir, sobre Kiñelef el único potro sobreviviente, a Curipan, a su edad, gran amazona, y con ella a tres niñas pequeñas, y antes que el ojo vil lo note lo palmea y pone rumbo a la aldea. Luego, con enervada calma, busca a Ayinhual que no yace sobre el pasto, pensando huir con ella en dirección opuesta a las salvadas niñas, a fin de atraer hacia él la demencial furia homicida de la partida. Sonrisa en su rostro al ver a su princesa, golpeada pero viva. La toma de la mano y corren hacia el pequeño bosque, allí, a la vista, con la presteza que da el pánico y el entrenamiento, se cubren de hojas. Montículo difícil de ver para la poco conocedora vista del huinca, y allí, muerden los dientes presos de las voraces kollalla colli, que, alborotadas por la zambullida, defienden como ranquel su tierra.

    Buena, pero inútil estrategia, desecha por un inoportuno accidente. Küdell, la menor de las niñas, se cae al saltar, el ágil Kiñelef un vado, y aunque luego del grito, se mordió la lengua, y estaban ya lejos del lugar, donde el huinca en cruel cacería trajo su atroz y sangrienta weichawe, fue oída por uno de la partida, y montando a su malacara salió tras ellas. Oculto de la vista de Curipán, las seguiría para descubrir la toldería, espiar y llevar más partidas y con ellas más dolor, iniquidad y llanto.

    Luego de seis horas de intenso trote, sol, viento seco, polvo arenoso, sangrando sus piernas por el roce sobre el áspero lomo de Kiñelef, llegaron dando voces de alarma, por el fuego asesino del cristiano, con la esperanza de que la aldea se prepare para luchar o huir, ante los oídos atentos de capitanejo, viejas, guerreros y familia.

    No duró mucho la arenga, antes de ver y oír con ojos y oídos, los pies sintieron el ya conocido temblor de una maloca huinca. Una treintena de jinetes, armados y furiosos, con el filo en los sables, la muerte en los fusiles, pronto, este a la diestra y el otro a la siniestra. Separados, sin siquiera una lanza en el puño, vieron como los niños, unos treinta, que minutos antes, reían de alegría, sangraban ahora, por el cruel corte de los sables; caía una cabeza de madre desesperada, y mientras Kintuñanko, viendo lo inútil de la resistencia, ordena la huida, y de los cincuenta que eran veinte se pusieron fuera del criminal fuego. Allá sin haber podido desmontar, Curipán y sus amigas, taconeaba al flete, los huincas, aunque sus balas ya no mataban a nadie seguían gatillando.

    Kintuñanko, en un arrojo suicida, tomando su ajada pluma blanca; señal de un último acuerdo de paz y fronteras, se las muestra agitando, con voz firme dice: “Cristiano traidor, ¿hay algo más que robarnos? Te llevaste la hacienda, los mejores campos y ahora la vida de los niños”. No entendía la turba ignorante que el ruego era hacia una alegoría, y así, segundo pasado, segundo ganado, el desbande en la pampa soplaba. Los guerreros, en otro momento, brazos altivos, resistiendo la matanza, fieles a la orden del capitanejo, lo dejan, sin mirar su entrega.

    La partida, en ominoso triunfo, sin saber porque, lo deja con su pluma, y conforme con su botín de sangre, dejó la tierra hecha un camposanto. No respetó el filo ni la blanca piel de una cautiva, quien por no matarse, fue considerada, prostituta por unos, bastarda o sangre sucia por otros.


    La levedad del cardo



    “En un lugar de la mancha cuyo nombre no quiero acordarme”
    Don Quijote de La Mancha, Cap. 1, Verso 1. Miguel de Cervantes Saavedra.




    Y la unida pareja, aún no concretada su unión, a pesar de que Llancañir ya era guerrero y Ayinhual tenía ya las orejas perforadas, a pesar de las oportunidades en que Llancañir pensó en tomarla, incluso antes de ser declarada mujer, sin saber porque no lo había hecho, y ella, pensó, sentiría lo mismo. Pero, como los dioses, sin saber el hombre como, envían luces a los ojos y palabras a los oídos, volvió a reflexionar, ¿Podrían estar, ahora, huyendo con dos o tres hijos en sus espaldas, como Eneas con su padre Anquises a sus espaldas y su hijo Ascanio de la mano, o como Isis juntando los pedazos de Osiris en el fondo del rio Nilo? Si mañana vivirán, él no lo pude saber, pero por algo Ngüenechén, los mantiene, de su férrea y dulce mano, con vida en el día de hoy.

    Y si huían del salvaje fuego del huinca, tenían la ventaja de conocer la extensa llanura. Pues, si para un beduino una duna luego de la gran tormenta de arena, no es igual a la otra. Para un ranquel un cardo que crece, una alondra que canta, una nube que pasa, son su brújula en el mar, sus estrellas en la noche, su sol naciente en el horizonte, su lucero en la tarde.

    Llancañir, sabía que no podían montar, el baqueano que la partida llevaba, un indio del asqueroso traidor Coliqueo, podía leer las huellas de la más liviana de las yeguas, del más suave calzado humano, de modo que dejarían de correr, ya que el talón se hunde en la suave gramilla y aunque difícil, tampoco lo harían en puntas de pie. Le explicó las veces que fue necesario, caminar apoyando punta, planta y talón en forma plana, elegir las matas más duras que como rocas sobre un río les indicaban un camino posible. Así huyeron con los ojos que da la esperanza sobre la verde y fresca llanura.

    Felices de no portar una bala en la espalda, la noche se les hizo breve. Y así hallaron un oasis sobre el oasis, el más grande sembradío que Ayinhual, corta en lunas, había visto, porque no era un reino de cardo sino del mejor adorador del sol, como que lo sigue hacia donde vaya, toda una llanura, según contaban los ranqueles, desde la vista hacia todos los horizontes, una interminable cofradía de monjes amarillos. Una fresca abadía donde sus pies, sangrado por aquí, espinados por allá, podrían descansar. Llancañir, sabía que tanta extensión, crecida sin la industria y cuidado del hombre, tendría en sus entrañas algún arroyo, una fuente de agua por más pequeña que fuera para sus secas gargantas.

    Ayinhual, exhausta pero conforme, tenía las pantorrillas, obligadas a caminar en planta, duras y acalambradas. Llancañir, como premiándola, la alzó en brazos y batiéndose de espaldas con los altos girasoles la llevó hacia adentro, feliz como Bavieca cuando llevaba a su jinete a la victoria, como Bucéfalo, herido de muerte, sacando al lanceado Alejandro de ser aplastado por las patas de los elefantes; como ese que los huincas llaman Ángel de la guarda.

    Y, si como los lenguaraces dicen, en la lengua reside el espíritu, fuente de vida, músculo tenaz que agradece el despertar a los pájaros, saborea el sabor de un tomate, la sangre de una yegua, le dice dulzuras a su huala mientras ella le regala su sabor a fruta madura entre los altos pastos. Que si la tienen los pájaros, el puma y la perdiz, el hombre la tiene más, porque en su lengua radican las historias del pueblo, el recuerdo de los muertos, el llanto de los niños, el grito de las parturientas, el consejo de los ancianos. Que el hombre no es eterno pero la palabra sí, que su simiente le trae infinitud, cuando se humedece en todos los labios de una mujer.

    Medrosos del fuego huinca, sintieron que esos monjes amarillos les darían agua y descanso, y cuando la luz no delatara las columnatas de humo, fuego y alimento para el estómago, y para alejar a la fría muerte, consumar, por fin, esa tan esperada unión. No le importaba al rudo lomo del ranquel que los recios mosquitos, capaces de desangrar a un toro, buscaran la suya, porque estaba conociendo el cielo que por años se había demorado. En eso estuvieron desde que las moradas nubes anunciaban el descenso del carro de Apolo, que surgiera Véspera imponente y la Cruz del Sur se mostrara, allí, bien alta.

    Agotados pero hondamente satisfechos en cuerpo y alma, sintieron los aguijones del hambre, que ya hacía, desde las moribundas brasas, robadas por la partida, casi todo un día, que no comían. La habilidad que toda mujer huinca debía tener, les procuró tres liebres, que como si de yegua se trataran sacrificaron a Ngüenechén y pusieron a la voraz llama de unos troncos secos del amable girasol. Para mayor gratitud Ayinhual le ofreció unas gotas de su sangre mezclada con la abundante simiente de Llancañir que crepitaron, junto a la carne como fumarolas de un volcán.

    Era el centro del verano, cuando hasta las alondras cantan en la medianoche, cuando el sol que calienta las fraguas de Hefesto, quema los pastos de aquí y allá, cuando seca al hediondo pantano, cuando los peces buscan otras aguas, surgen los mosquitos como imponentes ejércitos de Anubis, daban cuenta de la potencia de la vida, donde otros sólo veían desierto. Allí, en la oscura noche, el cuervo caza su rata, el búho algún cuis y hasta los rosados flamencos que parecen dormir, a veces se retuercen con un pez en el pico. Es en ese edén, marcado por la noche, iluminada por infinitos faroles sostenidos por los espíritus de los indios muertos por la implacable muerte huinca desde que un tal Colón puso sus sucios pies sobre esta sagrada tierra, que ya los vikingos lo habían hecho sin robarse nada más que para el sustento diario. A falta del ridículo reloj blanco, Ayinhual, sólo mirando las estrellas, sabía que pronto el este se blanquearía, y ya comidos y bebidos debían, ya descansados, recomenzar el camino. Que allí se quedarían a contemplar tanta vida, pero el fusil los buscaba

    Curiosa ventura los acompaña, tener el mejor recuerdo cuando la muerte los buscaba. No era ilusión, fantasía o cosa de Gualicho. Porque a la amarga, triste y hedionda muerte, ellos le habían arrancado la vida de una larga noche de amor, ofrendando semen, flujo y sangre. Si acaso se hundieran en el pantano más lóbrego, lo mejor ya lo habían vivido, allí en la pampa fecunda, de luminosos llanos, robustos álamos, ensordecedores teros, rápidos ñandúes, alegres calandrias, escurridizos ratones, melancólicos lobos, despreocupadas vacas, que todo lo tiene, que todo lo espera.

    Susto bravo el de Ayinhual al ver a su lado que Llancañir no respiraba. ¿Venir hasta aquí sólo para morir? Sus ojos firmes y vidriosos, fijos en un punto del espacio. Hasta que levantando su dedo índice hacia el cielo, le dice: “Si hacemos silencio podemos escuchar el zumbido de un colibrí que pelea con un abejorro por el néctar de un monje amarillo”. Tras lo cual la bella hembra lo zamarreó y golpeó por haberla asustado tanto. El mozo ranquel le dice que muerto él hay muchos otros. Enojo de la huala al decir, igual que todo hombre de aquí, allá, o cualquier parte, una vez conseguida la gracia de su amada. Y Llancañir le aclara que él es su hombre y siempre lo será, pero si acaso el acero, fuego, o viruela huinca lo abatieran, ella no debería llorarlo ni un solo minuto, que él no lo haría por ella. ¿Cómo llorar ante el recuerdo de tanta belleza y alegría? Que los hombres y mujeres no debieran necesitarse, sólo amarse y vivir cada minuto, como hace la piedra que cae al fondo de un pozo donde nadie más la verá.

    No sabría Ayinhual replicarle, por haber nacido en una toldería sin maestro ni escuela, pero con la amorosa enseñanza de su madre de donde conoce letra y escritura, pero sabía, como todo ser pensante, del poder actuante de la palabra, porque con la palabra Ngüenechén, dicen las chamanes, creó el mundo. Porque el cuerpo muere pero la palabra, subsumida en el recuerdo no. Que como dicen los lenguaraces, alguien deja de existir cuanto ya nadie lo recuerda, cuando nadie supo que caminó la llanura. Por eso las largas noches ante las altas llamas del fogón, contando las infinitas historias de los antepasados, de las aventuras de los padres, de las actitudes de los presentes. Que deben los hombres rendir tributo a la tierra, a la belleza, a la vida, que como flor efímera y delicada crece entre las piedras y le roba otro suspiro a la muerte.

    Pero ya el alba nuevamente iluminaba el horizonte, el estómago ahíto, los ojos abiertos, el músculo descansado. Era hora de reemprender la huida, de bosque en bosque, de mata en mata, pajonal en pajonal. Salieron sigilosos olisqueando el olor a pollo mojado del huinca, no fuera que emboscados les dieran caza. Caminaron casi una legua atravesando sus amigos girasoles y al salir, allá como a 10 cuadras se veía el siguiente bosquecito. Lento pero incansable fue el trote que Llancañir le impuso a la animosa Ayinhual, hasta que llegando a la sombra de los álamos, antes de oír sonido alguno, la rodilla derecha de Llancañir sintió como una viajera bala disparada desde donde no se ve, se incrustaba en ella, volando la tapa y quedando entre hueso y hueso.

    Llancañir supo que sólo la suerte fue la que desde tanta distancia acompañó al fusilero, parte de un grupo que ni siquiera se dignó a perseguirlos. Por el catalejo el jefe de la partida pudo ver, o tuvo que hacerlo, como el indio se revolcaba entre los altos y secos pastos, entregándolo a la cercana parca. Ayinhual que no oyó el tiro pero sí el grito, paró su carrera y volvió ante su amado. Maldijo a Gualicho, conductor de balas, y tomándolo de los hombros lo arrastró hacia adentro, fuera de la hipotética vista del fusilero.

    Magra superficie la del bosque, que dejaba a otras tantas cuadras al siguiente oasis. Pero aunque aún niña y menuda, lo carga en sus hombros y a paso lento hacia allá lo lleva. Protesta su amante ante tamaña hazaña, diciendo que aún le queda una pierna sana y, aun pareciéndose a una garza puede caminar. Nada escucha la doncella quien como tortuga, curvada su espalda por la carga de quien la doblaba en peso avanza con paso lento pero seguro y si bien el sol parecía avanzar más rápido que ella, sin medir el tiempo, que pudo ser el del aleteo de un colibrí a la larga siesta del puma, pronto o demorada, no tenía conciencia, llegó hasta él, espantando a dos cuervos, pájaros de mal agüero, según los ranqueles. Llancañir ya que no tuvieron la oportunidad de taponar la herida, llevaba perdida mucha sangre y sufre un desmayo.

    Llora Ayinhual como lo hacen los ranqueles, en agudos gritos que hieren la garganta, pidiendo ayuda al creador y maldiciendo al malo, convencida que hasta allí había llegado la suerte. Pero, ya fuera por recobrarse o a causa del dolor, Llancañir se despierta entre quejidos de dolor y protestas de sentirse desobedecido por una mujer. “¡Ay, mi huala! Que ahora soy carga, debés hacerle caso al destino, dejarme, no sin antes de un beso, aquí y seguir sola la fuga, que yo sabré enfrentar la oscuridad de los muertos”. Pero Ayinhual le responde: “Sé lo que pensás pero de tu vida es mi vida, buscaré agua para que tomes, si no la encuentro, te daré de mis aun no crecidos pechos, y si nada fluye, cortaré una de mis venas para que como yegua sagrada mi sangre te alargue la existencia”

    Tuvo suerte la huala que a pocas cuadras un mísero arroyo, más bien una escasa línea de agua surgiera del suelo desapareciendo su curso bebido por la sedienta tierra. Llenó su cuerno, que siendo poco, era más que el cuenco de sus manos. El capitanejo, viendo alejarla, pero sabiendo que la tozuda volvería, desgarró su camisa huinca, vestida por él para la sagrada ocasión, quitó una manga y se hizo un torniquete, viendo con contento que la hemorragia se detenía, sin saber por cuanto tiempo. Dejando de quejarse como un niño, como lo hacen los hombres cuando nadie los escucha, cuando la falda de áspera arpillera se para a su lado, volcando los pocos sorbos que el cuerno contiene. Llancañir que no es huinca ni médico, sabe que el agua lo ayudará a no volver a desmayarse y deja que la joven haga varias veces su recorrido entre fuente y bosque.

    Pero pronto la detuvo, diciéndole que reconocía la próxima alameda, que crece al costado de un viejo jagüel, lo cual hace que ella lo vuelva a cargar, esta vez a medio cuerpo y caminan las cuadras que le faltan. Apenas llegan, con inocencia sólo guiada por el instinto mujeril, le lava la profunda herida, y aunque parecía que la larga bala estaba al alcance de sus uñas, no se atrevió a tocarla. Sólo lavó la sangre negra y sintiendo la pierna caliente e hinchada, más que sumergirlo lo arroja en las frescas aguas, para que la fiebre se vaya. Y como no se veía por allí el hongo negro, buscó hojas de álamo, verdes y jugosas por la acción del verano con las que con el vital lodo hizo un emplasto con el que cubrió la herida y acomodando el torniquete, le robó otra de las mangas para vendarla. Fue cuando se toma un respiro y blandiendo una fresca y larga rama, que rama y puñal son las únicas armas que tiene, y sale a buscar alimento.


    La hora de los rezos

    Antígona: “… no cejaré en mi empeño, mientras tenga fuerzas”

    Antígona, Sófocles


    La noche, que ayer le pareció límpida y alegre, le era ahora triste y oscura, la que antes era cobijo ahora era amenaza. Y, ella como toda mujer, propensa a las cosas del espíritu, pensó sino eran en realidad “esos” verdaderos monjes disfrazados de girasoles amarillos los que velaban, y ahora lejos sus preces no son escuchadas. Si hasta el amable lucero, parece declinar más aprisa que otras noches. Atenazado por el sufrimiento, Llancañir, busca dormir sobre la fresca gramilla y minutos allí, minutos en el frescor del agua, prueba su vida por todo movimiento, y fue cuando sintió la tibieza de una nueva hemorragia. Y si sus muslos ayer parecía roca de Los Andes, ahora tierna arcilla del alfarero. Ayinhual, con las manos ensangrentadas, vuelve con dos presas animales cazadas a los ramazos y muertas con el puñal, y un enorme melón que crecía de la mano grata de la Madre Tierra. No quiso dudar si su amado llegaría a probarlas y pronta, chispó dos piedras y encendió el fuego.

    Espera firme y esperanzada, sin alejarse de su lado, pidiendo a las estrellas que dejen surgir una nueva aurora, que si su adorado compañero vive, le parecerá la más hermosa y rutilante. Y como mujer más espiritual que térrea, se deja llevar por la pasión y sin saber cómo comienza a rezar. “Padre de todas las criaturas, animales, plantas y rocas, dale a mi amor la vida, la mía te entrego y, si fuera tu deseo, la vida de ambos, te prometo, llenar tu tierra bendita de numerosa prole, algunas de trenzas amarillas, otros de cuerpos de acero, que proclamen esta raza sobre esta tierra”. Y mientras Llancañir, dormido, desvanecido o camino a la muerte, yace sobre el humus, Ella que hace horas era una niña de sólo sueños con arrollador anhelo, se asoma al oscuro jagüel a quien usa de espejo y se dice, vas a ganar y con vos ambos llegarán a la victoria.

    Baja la vista hacia el cuerpo, ahora espantapájaros inanimado de su varón, sin permitirse pensar en su dolor. Le niega a la parca su omnímodo poder, que si todo lo vivo debe morir, él no lo hará ni esa noche ni ese verano. Que si lo hace ella lo irá buscar para volver a tenerlo. Que la tenacidad es virtud más alta que la fe para los perseguidos, la determinación más alta que la razón, la voluntad más que las fatigas del cuerpo, la esperanza más que un fatuo destino.

    Y si fue a causa de su rezo, al elevar la vista le pareció que el cielo tenía más estrellas que la noche anterior, muchas que se arrojaban en llamas a la madre tierra, como indicándole una bendición del universo. Y una de mayor porte allá, en su inmolación de blanca y larga línea blanca convierte su celestial sustancia en los rojos del azufre, naranjas del fósforo, amarillos del sodio, azules del potasio, en carnavalescas pirotecnias como si aguas danzantes fueran y del no muy lejano cráter las especies fundidas alcanzan a la verde mar que pronto acompañan al dantesco infierno terrenal. La pequeña que ya había conocido el avance de la quemazón en otros veranos, no había visto, sin embargo un origen tan cósmico. Las estrellas caídas sólo eran para pedirles deseos, no para temer su poder. Si antes, en su infantil ignorancia, creía que eran rayos de hielo ahora sabe que traen fuego y cataclismos.

    La tierra no dejaba de temblar, como lo hace el cuero del parche con que el músico trata de alejar los malos espíritus, en oleadas de distinto vuelo. La primera intensa que parecía venir del cráter, otras que como las olas de un estanque donde se arroja una piedra, se entrecruzan unas con otras, y ellos allí a poca distancia, y Llancañir dormido por la fiebre, y ella allí mordiendo su pánico. Y al sonido de la tierra le siguió el de millones de pájaros que huyen, garzas, flamencos, teros, ñandúes, jabalíes, conejos, cuises, pumas. Toda la fauna pone sus patas de espaldas al fuego, y el verde que no tiene patas, entrega su savia para acrecentar la llama. Así la dulce llanura de solaz paz se disfraza de fragua de Hefestos. Y si el viento, primero acude para conformar el fuego, ahora se expande hacia las cuatro direcciones, huracanado. Allá un ombú es arrancado de cuajo, los alerces tocan el suelo con sus penachos, millones de semillas de girasol son arrastradas como mosquitos, el blanco humo es teñido por los cambiantes rojos de los destellos y hacia ellos camina con el paso firme y voraz del puma.

    La doncella ya conocedora de los efectos de las llamas sobre las alucinadas pupilas animales: pánico, desesperación, espanto; pero luego les sobreviene la ira, la furia, la violencia; como les sucedió desde los tiempos sin memoria, en que recién salidos de las manos de la Madre Tierra, trotaron la gramilla; se preparó, empuñando su puñal en la elevación del lucero, de modo que si alguna fiera se abalanzara, se ensartaría por su propio peso en el doble filo del largo puñal. Mientras rezaba, ahora con fiereza: “Ngüenechén padre, primero la partida, la bala que lacera, y ahora hasta las estrellas nos persiguen” Odiseo, el pavoroso, creador de ingenios, que doblegaron las murallas de Troya, azotado por las tormentas de Poseidón, no gritó con mayor ímpetu, en su largo derrotero.

    Ya se sentía el calor que crecía y agobiaba, se olía la cenicienta sequedad del verdor arrasado, que apenas aspirado robaba la respiración, y el viento que arremolinado formaba densas espirales, que Ayinhual sólo vio durante los tornados, altas columnas, torvas y danzantes, que crecían, devoraban, desaparecían de aquí para reaparecer por allá. Más distante un cuervo de potentes alas era chupado por la nada como si Gualicho lo tomara con mano invisible, y allí, en pleno vuelo, como el Ave Fénix, sus alas se prendían fuego.

    Con el cuerpo mórbido de Llancañir que poco podía hacer, se sumergió profundo en el jagüel, viendo como el fuego, como si de un ser fantasmagórico se tratase, danzaba por encima de la superficie hasta que de pronto se hizo la oscuridad. Diez tiempos de respiro contó, o creyó contar la niña, en que incluso la fresca agua se entibiaba. Sólo por instinto, Ayinhual prefirió que fuera el agua quien entrara a sus ya reventados pulmones, que salir a la superficie y respirar fuego o ese aire que los ancianos llamaban viento del volcán. Pero cuando ya no sólo le sangraban las narices sino los oídos y los ojos, pegó un talonazo sobre el fondo de piedra del pozo y emergió con el ya algo ahogado ranquel.

    Virtudes luego del pánico, tras el vórtice de fuego que todo lo consumió, llegó, viniendo de donde no se sabe una ráfaga caliente pero no quemante que a ella le pareció frescura. Boquearon tres veces y se volvieron a sumergir otros diez respiros. Y lo mismo hicieron varias, no saben cuántas, veces, hasta que ella sintió que la temperatura descendía y aunque la llanura sólo era un campo blanco, pura ceniza y por lo tanto, aún difícil de respirar, se alejaba la amenaza de morir calcinados, la muerte preferida por el cruel Gualicho.

    No podía saber Ayinhual se era una dulce broma de Ngüenechén o un efecto de la vorágine de fuego, pero le pareció que las densas columnas de las candentes piritas, que llevaban consigo desde ceniza vegetal y millones de cadáveres de insectos, de pronto, como accionados por un rayo, trajo una espesa lluvia negra, seguida de lluvia blanca y por fin la ansiada lluvia de agua pura y cristalina, que no duró mucho pero apagó la llanura cercana, mientras el fuego seguía avanzado hacia la puesta del sol.

    Ayinhual como hija de piadosa cautiva que era había escuchado sus terribles historias de un Armagedón, donde cuatro jinetes esparcían peste, dolor, muerte y espanto. Ese largo día los estaban viviendo desde la aparición de la asesina partida, así que la menuda indiecita ya no tenía de que preocuparse.

    Mientras, como sucia nieve, la ceniza les cubría cabeza, torso y espalda. Ayinhual vuelve su grandes ojos al sufriente Llancañir que aún cree en una larga y siniestra pesadilla, primero la herida, luego el fuego, la lluvia y ahora el vestigio de lo que fuera verde vida. Y la que hace sólo instantes enfrentaba, puñal en mano, fieras, fuego y muerte, ahora vuelve su sonrisa dulce. Llancañir, que si morir debía, ya había visto, según cuentan las viejas chamanes, el rostro de las hadas ranqueles, no en la otra vida, sino allí a su lado con agitado jadeo, reponiéndose de la lucha. Sin fuerzas para hablar, Llancañir le palmeó el dorso de una mano, invitándola a dormir y que el dulce sueño le traiga a ella paz y a él restaño de su dolorida herida.

    Fuego, pasión, temple.

    “… no habrá sol que oscurezca tu fuego de estrellas.”

    La antorcha viviente.
    Las Flores del Mal.
    Charles Baudelaire



    Despertó la princesa cuando un rayo de sol, que atravesaba las únicas totoras que quedaron indemnes, le iluminó los bellos ojos. Antes de refregarlos para alcanzar con ellos el estado de la hasta ayer viva pastura, alzó la cabeza y giró su cuello para ver como seguía su amado, que de la fiebre daba cuenta su mano fuerte y apretada que no soltaba la suya, temiendo, quizá, que ella, obedeciendo su orden, lo abandone para salvarse. Su cuerpo era arroyo tras arroyo de largos febriles sudores, su pierna amoratada, sólo sujetada por el pantalón de corte huinca que el presuntuoso joven, como cualquier otro de cualquier lugar, hacia oriente, tras los andes, en la vieja Europa, la ignorada África o la exótica Asia, hace, como cuando el pavo real alza su imponente cola para impresionar y seducir a su hembra.

    Ayinhual con un rápido corte de puñal desgarra la fina tela y Llancañir, liberada su amoratada pierna, responde con un lacerante y áspero grito. Toma aire, traga seca saliva y mirándola a los ojos, no sin pensarlo dos y mil veces, le dice: “Hay que cortarla”. El pavor inundó la pálida cara de la huala. Pero el guerrero le vuelve a decir: “Si hay una pizca de sal en el Vutalaunquen esa es como la esperanza que tengo de vivir con ella puesta, no es mejor sin ella, pero si quiero ver otro día tus luminosos ojos, es cortándola”

    La menuda hualita, consternada y temblando, primero se arrodilló, luego se sentó sobre sus talones, mirando hacia el amanecer; y como cuando su madre le mostraba las estampas dibujadas de la menuda María, mayor entonces que ella, ante el Arcángel Gabriel, giró sobre sí misma, y le dijo: “Sí”. Llancañir a falta de aguardiente que duerma los sentidos, usó lo que les vio a otros, el cuerpo de un cadáver de cuis, que salvado del fuego, no pudo vivir quizá, por no tener aire que respirar. Con la otra manga del pantalón se hizo un apretadísimo torniquete. Y si eso es de un dolor inenarrable, él no quería que su amada lo viera flaquear.

    El rostro de la niña era otro, y sin mirarlo, para que él no viera el río de lágrimas que surcaban sus rosadas mejillas, hundió, fingiendo no tener piedad alguna, el azuzado filo. Sintió que algo se rompía y como su mano no era lo suficientemente fuerte, primero la ayudó con la otra y después empujó con el vientre. Por fin el acero afloró por el otro lado, cuando Llancañir, sin saber ella si muerto, dejó de gritar. Pero como ya le habían enseñado, sangre que fluye es señal de vida, quitó el acero y volvió a hundirlo, dos, tres, siete veces, hasta que pie, tobillo, empeine, canilla, pantorrilla, en un todo hinchado quedaron a un lado. Y como lo último que le quedaba de su elegante vestir europeo era la espalda de la camisa, vistiendo ahora como un ranquel que montado en su yegua sale a maloquear, la usó para mojarla en el nuevamente fresco jagüel, para lavar la vívida carne, señal que allí no había muerte y el blanco hueso. Esperó a que la roja sangre se volviera coágulo espeso y con temor se atrevió a aflojar el torniquete y ya fuera que el lancero ya no tenía sangre en su cuerpo o, mejor, que el corte sanaba la herida no sangró. Así que lavando la manga, le hizo un nudo y se la enfundó como si fuera un guante y a la otra la mojaba en el frío estanque y se lo pasaba por frente, pecho, espalda, la pierna sana y las partes con las que pensaba volver a disfrutar, ahora contraídas a causa de dolor. Y si dormía o agonizaba, ella, durante ese tiempo no lo supo.

    Cinco días fueron de larga agonía, inacabable fiebre, lacerantes dolores en que Llancañir, sin lograr despertarse, durmió una mona de muerte. Asistido por la dulce mano de su amada que no dormía para enfriarlo como hacen las chamanes ante la mortal viruela. Y cuando durante la quinta tarde Llancañir quejándose del dolor, abrió los ojos, ella le comunicó que si hacía cinco días que no comían y sólo bebían agua del jagüel, mientras él, mentira claro, dormía plácidamente, a ella se le retorcían las tripas. De modo que lo dejó con la palabra en la boca y salió a cazar.

    Ahora estaba sin rama, con su mano izquierda de balanceo y su derecha empuñando el puñal, que si lo hundió en carne amada, lo haría nuevamente en carne enemiga o en la necesaria del animal, que luego de muerto ella bendeciría como todo ranquel hace. Dejó pasar Ayinhual, a varias liebres, conejos, un suculento chajá, un jugoso cachorro de jabalí, y sin esperarlo, el fatum le trajo una pieza tan inesperada como digna. Era una joven puma adulta que dejando a sus cachorros en la cueva, salió como ella en busca de alimento. De modo que ambas hembras se enfrentaron a valor y verdad, la una con sus garras, en busca de presa mayor que llevar a su madriguera, la otra con el filo que le daba el ingenio del hombre. No fue corto el duelo, una usando su agilidad y astucia, la otra su inteligencia y su filo. Se rodearon, se gruñeron, se amenazaron, se miraron, se azuzaron, moviendo, garra y mano, mostrando, colmillos y dientes. Hasta que Ayinhual, previendo que los rugidos de la puma, atrajeran a otras hembras al duelo, tomó la osadía de atacar. Primero hundió la joven bestia su garra en el adelantado muslo de la joven mestiza, y ésta aprovechó el impulso para atravesarle el corazón con el largo puñal. Cayó la joven madre, sobre la quemada gramilla, y la nulípara se arrodilló diciéndole, mientras la remataba: “La vida te pido, tu espíritu a la madre tierra devuelvo. Perdón te pido, alabanzas te doy”.

    Descansó unos respiros, la cargó sobre sus hombros y caminó las tres cuadras hasta donde Llancañir nuevamente dormía. No se preocupó del humo del fuego, todo el campo aún lo hacía, y tomándose el tiempo que la heroica pieza merecía, la asó a fuego lento. Y dejándola por un momento, porque su fino olfato no le podía mentir; rodeó el estanque y en un lugar de eterna sombra descubrió a un Curi Ketrawa, un hongo que no es venenoso pero que no se puede comer, que, según dicen las viejas, cura las heridas, baja la fiebre, purga las tripas, pone al varón brioso y la mujer melosa, propiedades propias de la exageración de las ancianas. Y así fuera cuentos de viejas o verdad del cielo lo tomó como avariento al oro. Y aprovechando que su amado dormía, más por fiebre que por sueño, apretó al hongo que como barro húmedo se escurrió entre sus dedos y así quitando la cofia de su muñón, se lo untó y luego la volvió a colocar, sin que Llancañir, hiciera gesto alguno.

    Recién cuando el sol estaba por sobre sus cabezas, la carne estuvo lista. El joven capitanejo, olisqueando, quizá, la sabrosa carne, que aparentaba tierna, como sólo ella sabía que lo era en vida, despertó con algo menos de fiebre, dando su cuerpo señales de ir ganando, de momento su lucha contra la parca. No tuvo que meditar mucho el muchacho para ver que semejante animal, sin saber de cual era, había sido grande, cruel y contundente, y aunque pálido y convaleciente, se atrevió a gritarle loca, y otras palabras que todo huinca o ranquel le dice a quién pone en riesgo su vida en una hazaña desmedida. Pero Ayinhual, riéndose de su aventura, le acercó, espetada en un palo, el primer trozo de jugosa carne, que con cruel chorro, lo invitaba a ocupar su boca sólo en comer. El reto quedó para otra ocasión, si por algún vuelco de la fortuna salían de allí. A causa de la persistente fiebre y la cantidad de la buena carne asada, sin necesidad de ningún Yapaí, el mozo entró en un sopor, y entre sueño y vigilia, lo abrumaron, gratamente, algunos recuerdos.

    ¿Cuántos otoños habían pasado? Para contarlos le sobraban los dedos de una mano. Ayinhual, temprano, teniendo en cuenta ser hija de madre huinca, tuvo su sangre primera. Y él tuvo que agacharse para que ella le mostrara, orgullosa sus orejas perforadas, sustitución de los antiguos ritos, a causa de la influencia huinca. Llancañir, no lo sabía aún, pero la niñita ya lo había elegido, en su infantil fantasía, como su futuro esposo, o según las costumbres huincas, su príncipe azul. Antes de cautivar a su madre, ésta ya había yacido con un ranquel, un ranquel de poca monta en la lucha, pero muy hábil y necesario, para la siembra y recolección de frutas y verduras, y uno de los primeros que se adentró en el oficio huinca de la carnicería. Quizá por eso, uniendo su bravía ranquel con su ansia de conocimiento de lo blanco, es que la núbil doncella se dejó seducir. Si hubo secuestro o entrega, sólo lo saben los que maloquearon esa noche. Sólo meses después Ayinhual de férreo carácter, piel blanca tachonada de millones de pecas, ojos verdes y lo que serían largas trenzas rubirrojas, nació en el toldo más pulcro de la aldea. Hace ya, ¿Cuánto? Once, no, doce otoños. Así que pensó, ufano, desde sus orejas perforadas, permiso para intimar con varones, y por esa extraña costumbre blanca de entregarse sólo al hombre de su vida, como lo hizo su madre, es que lo esperó hasta hace apenas horas, bajo la tutela de los monjes amarillos. Y luego la firmeza de hundir el filo en su pierna para salvarle, al menos por ahora, la vida. ¿Qué hombre, ya no ranquel o huinca, se merece una huala así?

    La carne de la valiente felina duró tres días y como el hambre es amo, se comieron no sólo músculo, sino entrañas, tripas estómago, sesos, sólo dejando sus pulmones que una vieja superstición decía que traía mala suerte, para no decir que era como comer cuero.

    Se alegró Ayinhual de verlo, quién sabe porque, sonreír, y en medio de dementes soliloquios. Señal de que mejoraba o se hallaba al borde del mismísimo abismo del lugar de los muertos. Y tras la mala estrella, que caída, trajo fuego y mortandad, volvió a pensar que antes que los álamos entreguen sus hojas, el mar verde volverá a crecer, hundida la raíz de la gramilla en el rico humus. Así que nada de estar abrumada por la tristeza de su amado cojo. Que cojo estaba, le leía Leticia, su madre, el pirata barbarroja y dormía con una doncella cada noche, que manco estaba el que escribió el Quijote y ciego Homero. Sordo Beethoven de quien nunca escuchó su música y loco, bueno, locos hay por todos lados. Que es un invierno cuando más se adora al sol, durante la sequía cuando más se ansía la lluvia. Que de la roja arcilla surgen los hermosos cuencos, del humilde junco tejidos que adornan, embellecen, toldo y periferia. Que el tierno potrillito, portará cuando su cruz levante hacia el cielo, al altivo guerrero, al tenaz viajante, al poderoso cacique. Así que vestirá cuando el curtidor se la prepare, el cuero de la joven puma, a quien honrará portando la belleza de su piel. Que si adverso hubiera sido el duelo, hubiera deseado que su trenza la puma luciera.

    Sale Llancañir de su risueño letargo, no olvidando el dolor de su pérdida, pero negándose a meditar su porvenir de indio rengo, que eso haría cuando el resto de su cuerpo escape de la mortal guadaña. Y aunque el ranquel no cría bello en el rostro, se puso a pensar, como admirador de lo bueno del huinca como se vería su larga trenza azabache con una larga, tupida y peinada barba, una levita francesa y un bastón inglés hecho de quebracho guaraní. Y aunque no sabe como sí Ayinhual, leer ni escribir, le hará leerle esas historias de caballeros, rengos, mancos, ciegos o jorobados. Que sus días de gloria de lancero ranquel aún no han pasado. Y cuando se lleva la mano a su frente ardiente y vuelve a dudar de su destino, se regocija en la vista de las dulces caderas de la núbil, que hace apenas unos despertares, le entregó su primicia. ¿En qué estará pensando su tesoro? No en espinas, que las únicas que por allí se ven, son del amigable cardo, que en vertiginoso ciclo, crece al amparo de la lluvia y así le entrega nueva vida a la vasta Pampa, fértil, dulce y sabrosa, como mullido cuenco de mujer. Y con la inconstancia de la fiebre o su pensado futuro paso claudicante, vuelve a pensar. Pero, ¿qué espera esta hualita? ¿A ser presa de alguna partida, sólo por cuidarme? ¿No sabe, acaso, que destino le esperan a las hijas de las cautivas? ¡Bastarda! ¡Huinca y ranquel! ¡Qué ignominia!

    Se turba Ayinhual cuando lo escucha, meditando casi a los gritos, y así lo detiene con sólo hacerle, como su madre le habrá enseñado, revoleando sus ojos antes de depositarlos en su rostro. Y es cuando le dice al bravo pero inculto jinete de lanza firme, que eso que están pasando se llama “Luna de miel”. Aprovecha el aludido, sintiendo esas palabras, como dulce molicie donde apoyar su cabeza, para comenzar, al modo del lenguaraz, con su voz en canto sagrado, y al no poder golpear el suelo con su calcaño, golpeaba sentado con una vara de alerce, su letanía de lamentos. Y aunque Llancañir, no creía en Ngüenechén, ni Gualicho, lo hacía en la forma tradicional, que así lo hacían para espantar los malos espíritus.

    ¿Qué haremos, princesa, con mi hombría menguada, sin mi talón de espoleo, para montar mi yegua y ganarle al ñandú, mezclando las crines de mi Sayen con mi aún negro cabello, fundiéndonos yegua y hombre para ser parte del viento? ¿Qué haré si ya no podré pararme en su lomo, cuando como El Pampero, me lleve a maloquear y que mi lanza llegue más lejos para clavarse en los duros pilotes de los fortines del cruel y asesino invasor? ¿Quién al decir mi nombre recordará al valiente guerrero que hasta que esa fatal bala se incrustó en mi rodilla, era? ¿Quién por mí, trepado en lo alto de un alerce, verá la polvareda que trae la muerte vestida de azul?

    ¡Ay!, Mi querida Sayen, hija de Manque, que montó mi padre, Huenchumán, que fue hija de Ayínir que montó mi abuelo Quintún. Hembras ágiles para indios bravos, no llores con tus ojos de noche azabache, no sentir mi palma, ni tus laderos mis jóvenes talones, que aún me siento con vida para volver a montarte. Pastoreá tranquila en el valle de tiernos tréboles donde te dejé ese día que aún no se marchita pero que me parece del tiempo en que las piedras estaban calientes. Más bien reíte con tu dentadura de blanca porcelana, de este hombre que caminará a los saltos para montarte y salir en busca de las rojas nubes que traen el aguacero del verano. Mejor levantá tu altiva cola para seducir con tu aroma a hembra en celo para que Quidel el gran padrillo, semental de primer otoño, riegue tu fértil jardín y nos traigas nueva prole, si hembra como vos mejor, mientras mi muñón se vuelve callo. Que nunca seas del huinca ladrón, que vendrá a ponerte manta, monta, freno y brida, para lastimar tus costillas con la cruel espuela de dientes filosos, tacones dolorosos. Que no venga huinca a domarte con su látigo trenzado de seco cuero y alma de alambre, azotándote hasta que tus rodillas mojen de rojo la verde pastura. ¿Acaso no salimos, vos y yo, de doma, yo contándote historias de plumas gallardas, suavizando tus corcoveos, premiándote con cubos de azúcar y sal? ¿No fue de mi mano que probaste la más rica avena y la nutricia alfalfa, para salir por las tardes a conquistar los montes que inician Los Andes?

    ¡He, eimi ñañay, Ayinhual! La más bella de las ranqueles, la más orgullosa de las hembras que nutren de sudor la gramínea llanura. Compitiendo con la sagaz zorra, la rápida gacela, la audaz tigresa, la escurridiza perdiz, la amorosa vaca o la vistosa cigüeña. Que me diste tu primicia, en esta misma luna, sólo para que esa bala me quite rodilla, andar y orgullo. Mirá que de zorro volador en la maloca, quedé atado y hundido en la terrea madre, y no podré valerme para mi propia venganza, ni vencer al astuto fusilero a quien no pude ver la cara como solemos hacer los que puñal en mano nos batimos con el tenaz agresor, a quien nunca pude llamar cobarde. Que con más fuerza y determinación que el halcón que cae sobre su presa, me salvaste del abandono, el fuego y la gangrena, con el filo, siempre hiriente, ayer curador. No veas lo que yo ya sé: dejar la lanza y tomar el cayado que me sostenga en pie. Ah, dulce doncella, que sueña, poblar Pampa y Patagonia, ella sola. Que planea parir un hijo como la garza sus huevos. Que sea yo el hacedor de esos sueños.


    ¡Ay, lanza mía! Que te fui, pesado machete en mano, a buscar al bosque de tacuaras más gruesas, largas y duras, que crecen, cuando cesa el desierto y surgen los arroyos. Recuerdo, doce lanzas, para doce bravos, con las que defendimos la tierra, atravesamos pechos y vientres, cayendo nueve, ante el lejano fusil, esa misma tarde. Pero no vos, pero no yo. Allí te dejé clavada, con su penacho de arpillera roja, cuidando la entrada del toldo, durmiendo su paz, firmada con pluma de cóndor por el lenguaraz letrado. Ahora sé, lanza mía, que ha llegado el tiempo de las últimas trenzadas, donde cada gota de esta, nuestra sangre, dejará testimonio de la derrota. Y cuando el último ranquel, caiga de su monta, no caerá con él, el nombre de su estirpe.

    ¿No era el indio manso, conforme con su vida, viviendo del producto de sus manos; aquí pescando, allá cazando, acá bajando frutos, ahí recolectando verduras? ¿No vestían sus mujeres coloridos vestidos, cocinaban aromáticos menjunjes, traían fuertes vástagos y le dedicaban las mañanas, tardes o noches, según lo pedían sus sentidos, para gloria de la mecánica del universo? ¿Quién trajo al malón? No el indio, que lo necesitó para rescatar sus bienes, robados de la tierra por el ladino usurpador, cuando con hierro, fuego y caballos, lo empujaron hacia donde la tierra sólo es sal y arena. Donde a trepar sólo se atreve la cabra, donde a dormir el huemul con su mullido tegumento. ¿Acaso un niño puede descansar sobre arena, roca y hielo? ¿Puede comer espinos, magras aves y amargos peces? Por eso el manso indio se volvió terco guerrero, cuando la alta polvareda del regimiento, y el tronar de los cascos de sus caballos, trae muerte y exilio.

    ¿Y qué del pueblo ranquel? Ayer disfrutando la paz, y hoy huyendo de Colt, Remington y metralla, como el lobo que huye con la oveja, con la gallina el zorro, con el ratón la serpiente, como ladrón, saqueador o asesino. Que no es ladrón quien vive de la tierra, ni saqueador quien duerme bajo las estrellas, ni asesino quien defiende el alimento de sus hijos, robado por el uniforme que duerme caliente y al cobijo de una cocina en un fortín. Que no tiene el indio huevo para cocinar, ni puede escuchar el crepitante sonido del cerdo en el aceite.

    ¡Ahhh! La aldea, la hermosa y limpia toldería, regada de sangre infantil. Los defensores guerreros, tomados dormidos, ni a estirar sus brazos en busca de pica dejaron, oyéndose como un solo estampido, el falaz fusilamiento. Luego todo fácil, sablear a la vieja, destripar al viejo, violar mientras se degüella a la adulta, a la núbil, a la niña. Matar sin piedad, al joven, al púber, tomar al niño como a mujer. Sangre, escarnio, dolor, grito, muerte. Al padre, al hermano, al hijo, al tío, al abuelo, nieto, amigo, refugiado, cautivo. A la prima, cuñada, nuera, la de ubres secas, de pechos lechosos, la nodriza, la acunadora, la fértil, la estéril. Matar al anciano que ya no camina, a la anciana que ya no ve, al niño que apenas recién camina, al bebe que aún no ve. Valiente excursión de las partidas, que mata, degüella y se persigna.

    Venga mi Sayen, mi lanza, mi puñal, que si no tengo pierna, que si no tuviera ambas, ni tuviera brazos, lo haría con mis dientes, mis orejas mi pecho, mi sexo inhiesto. Que arrojaran al fuego mi cuerpo pero no huirá mi espíritu. Montemos cuerpo, crines, lanza, fiebre, gusanos, sangre, hediondez, que en un todo lucharemos por la vida, merecida vida de quienes han caminado, cazado, pescado, dormido, copulado, parido, muerto. Existido. Antes, mucho antes que los hielos del glaciar, sobre esta gloriosa llanura, ese espinoso y dulce pajonal, este fresco y vivo jagüel. En las cuevas de la montaña, debajo de la sombra del ombú, al amparo del lucero, bajo las rojas y cirrosas tardes, el quemante sol, la nieve congelante. Venga mi Sayen que este pueblo aún respira.

    Se calló de pronto Llancañir, ganado por la súbita fiebre de la tarde. Un viento fresco del sur anunciaba una larga lluvia. Traía la brisa, aroma a seca tierra lejana, perfume a flores no ganadas por la quemazón, olor a pasto quemado, una agradable fragancia a lavanda, trigo y manzana. Se mordía el ranquel la ardorosa picazón de su herida sabiendo lo que debía hacer, que ya lo había visto otras veces. Se quitó la manga enfundada y con su propias uñas comenzó a escarbar la carne. No tardó la huala en comprender la cosa: El gusano devorador de lo muerto, no debía avanzar sobre los vivo. De modo que fueron sus manos, sus sutiles y largas uñas al estilo de moza europea, las que retiraron gusano a gusano, engolfados y ahítos de carne y sangre muerta, llegando, al parecer, a dejar al muñón como piel de bebe. Si era obra de Ngüenechén como ella sostenía o de la porfiada naturaleza y el conocimiento chamán, como decía el enfermo, no importaba. La pierna, lo que de ella quedaba, parecía sanar.

    Ayinhual, que no era lenguaraz, pero tampoco analfabeta, y que había escuchado con atención y memoria. Ensayó humilde una réplica. Poniendo luz donde había escuchado sombras, paz donde violencia, perdón donde venganza.

    ¡Verde gramilla! Por la estrella inmolada, que no flaquee tu ímpetu de vida, y que sea pronto que el cardo luzca sus penachos violetas, la lavanda sus encrespadas guirnaldas, las margaritas sus soles, naden el aire los dientes de león, naufraguen en tierra las semillas del alejado tilo. Grite de alegría la gallareta, píe de pasión la torcaza, husmee la liebre, corretee la ardilla, amenace el águila, se empache el buitre, nade el carpincho, aletee el tero.

    Te voy a decir, mi gallardo guerrero, que haremos sin tu talón, tobillo, pierna. Que sólo necesita el jinete para montar un yegua fiel más que su susurro, su silbido, su canto. No necesita el ranquel dura montura, plateada brida, ni molesto freno, sino sólo cerrar sus puños en las crecidas crines de su baguala, y así, ganarle al tero, al ñandú y al Pampero. Cierto ya no vas a ser parte del malón, ni pararte sobre su brioso lomo, para acabar con el cruel invasor. Pero no ha habido ranquel que muerto en la batalla no tenga un recuerdo entre sus mujeres, su familia, su pueblo. Que no te impedirá tu muñón treparte al alerce y gritar acerca del polvo que levanta el azul regimiento.

    Será tu hembra quien montada sobre Sayen, hija de Manqué, hija de Ayínir, acompañará a los bravos estandartes, con su trenza como bandera, su vientre como testimonio. Que coma la ligera Sayen del pasto que crece allá antes de que las piedras se sientan calientes. Para dejarse preñar por el inefable Quidel, padrillo de excelencia, cautivado al ladrón. No dejaré que sea montada por huinca cruel, y seré yo, también quien de mi mano te de ricos cubos de sal, azúcar, te alimente con la rica avena y la nutricia avena, para poder contar el número de gaviotas sobre las olas del mar.

    ¡He, eimi chacha, Llancañir! El más viril de los hombres de la mapu, el más altivo de los ranqueles que mojan con su resudor la negra tierra que alimenta a la lombriz y enaltece el trabajo de la hormiga. Compitiendo con el astuto zorro, el incansable guanaco, el intrépido lobo, el sanguinario tigre, el innumerable cuis, el noble caballo, el bravo toro. Que a fuerza de susurros doblegaste mi vientre para que te regale mi primicia, durante la luna llena, antes que el fuego del odio huinca te robe una rodilla, que no te ha quitado el ímpetu y el orgullo. Mirá que de zorro perlado en el esforzado malón, hundió su estaca en la terrea madre de mi vientre, y no podrá la venganza robarte la sonrisa, de dientes blancos e inhiesto puñal. Que con la fuerza y determinación con que el zorro arrastra a su cría cuando el fuego arrasa los pajonales, me llevaste hacia el interior donde rezaban los monjes amarillos, dos soles antes que esa bala te quite el andar. Que yo seré el cayado donde apoyarás tus días. Ah, viril macho, con quien poblaré esta mapu de negras crines y rubias trenzas. Que pariré tus hijos como la gaviota se hunde en busca de su presa. Que serás el realizador de mis sueños.

    ¡Ah, defensora tacuara! Hachada del rizoma por el fuerte brazo de mi amado, allí en el vasto cañaveral cuando termina el desierto y empiezan los ríos. Que no se compara tu firmeza con la pesada lanza de mi Llancañir. Recuerdo, doce hermosos ranqueles, tres hijos de cautivas, rodearon mi trenza en busca de mi segunda sangre, pero yo, como en los cuentos europeos ya había elegido a mi príncipe azul y no dejé que ninguno abonara mi tierra. Sólo fueron su pecho, su boca, sus manos, su lanza y mi jardín que aún no conocía varón. Allí quedé extasiada con el aroma a su penacho de arpillera roja, la misma que viste su lanza, la que cuida la entrada de su toldo, la que cuidará las inocencias de mi rosal, durmiendo a mi lado, velando mi sueño, defendiendo mi tierra. Ahora sé, tacuara, el impío fuego huinca lo dejó saber, que ha llegado el tiempo de las últimas batallas, donde, quizá, sea cada gota de ésta, nuestra sangre, la que regará los arenales. Pero no habrá derrota. Porque no habrá muerto la estirpe si un solo ranquel, a caballo o a pie, galope, trote, corra o camine por esta bendita tierra. Tierra dada por Ngüenechén al ranquel.

    Que siempre fue el indio, hombre de paz, agradecido del sol, la luna, la tierra, el mar y las estrellas. Cazando, pescando. Que siempre vestimos las hualas estridentes colores que agradan a la luna. Que cuando cocinamos el sol se dormía más tarde para disfrutar del aroma. Dejamos a nuestros hombres agotados de nuestro amor femenil, para que los hijos nazcan duros como el alerce y las hijas dulces como el caldén. Para que los dioses eleven al sol cada día. Que no tuvo el indio otro camino que el malón para defenderse del robo, el despojo, la tortura, el homicidio, del malvado usurpador, cuando con pólvora y acero lo arrinconaron en la falda de la montaña donde la tierra sólo es roca y granito, hacia la salina, el arenal, donde no crece ni el álamo ni el tomate. Donde sólo se ve al guanaco, donde sólo duermen los jabalíes. Haciendo que los niños duerman sobre la dura roca al acecho del hielo, sin poder comer más que carne de amargos espinos y repugnantes alimañas. Así fue como el manso hombre de esta fértil mapu se volvió intrépido lancero, terco en la lucha cuando la alta polvareda que trae el uniforme azul lo obliga a la pelea, brazo contra brazo, tajo contra tajo, diente por diente, en un tronar de cascos y herraduras, regando la tierra de sangre, trayendo a la inicua muerte, al atroz exilio.

    ¿Qué de los pueblos de la gran mapu que duerme a la sombra de la cordillera, las sierras, las grandes sierras, la alta puna, el inmenso Amazonas, todos compartiendo el mismo destino: muerte para el quechua, para el guaraní, el querandí, el diaguita, el araucano de donde proviene la estirpe ranquel? Todos huyendo de la esclavitud, la mita, los mosquetes, los sables, la horca o el cañón. O resignándose como la gallina ante el zorro, la perdiz ante el búho, el pejerrey ante la anaconda. Que no es de Gualicho vivir de la tierra, ni haragán pernoctar bajo las estrellas, ni bando inicuo quien defiende el abrigo de sus hijos. Que el saqueador duerme caliente en invierno y el indio no puede oír el crepitar de la rama seca sin que una bala le atraviese la rodilla

    ¡Ah!, La toldería, por la mañana, vestida de blanco por las blancas manos de las ancianas. Cuando salen las niñas a buscar leña, los niños a cazar liebres, las hualas peinan sus trenzas y los muchachos aventuran con cuál de ellas retozaran en los yuyales. Mañana de alegría, cantos a los dioses. Donde la única guerra que se escucha es a los impertinentes piojos. La niña que aprende como de la grasa se hace jabón, qué se debe masticar para que la boca se ponga, blanca y fresca. Cómo hacer cuando la sangre de lunas no quiere parar o qué cuando, sin causa, no quiere venir. Y ellos, a la escucha de los más experimentados, de cómo cazar en grupo al peligroso jabalí, a como lanzar lejos la lanza o ver quien lanza su semilla de estirpe más lejos y abundante que los otros. Necesario, según algunos para impresionar a las hualas, otros se apegan al canto de los lenguaraces. Y por la noche, todos al fogón, para que los ancianos, riéndose, cuenten cuántos de ellos y ellas faltan para retozar durante las noches.

    Aquí estamos, eimi chacha, tu yegua, tu lanza y tu huala. Que te sostendrán durante las noches de luna llena, que si no tenés tu pierna, tenés tu sonrisa, tus brazos fuertes, tu pecho y su sexo inhiesto que me acerca a las nubes. Que no hace falta que digas que le temés más a la cobardía que al fuego. Seamos todos uno solo, que de rosas y estiércol está hecha la vida, para el que, con manos limpias, se atreve a vivirla. Como ha sido desde que el pez dejó el mar para caminar el prado y trepar la montaña. Vamos, mi varón, que aún falta por vivir.

    Quiso la niña continuar su largo discurso que venía, como sus pálidos ancestros, los payadores, pensando; porque primero el relámpago iluminó el campo, el horizonte y se diría que su luz llegó hasta Kuyen, luego el sonido que hizo temblar las cenizas del suelo que les dejó los oídos zumbando y por fin luego de unos respiros un viento primero fresco y luego frío.

    Llancañir más experimentado comenzó a mirar hacia los cuatro horizontes cuando observó que el estanque ya no sólo recibía el agua de un arroyuelo sino que, como él sabía otras aguas subterráneas que hacían rebullir su superficie, señal de que la lluvia ya había ocurrido en las nevadas montañas que apenas dejaba ver la neblina durante el día. No se necesitaba saber leer los libros para darse cuenta que ese rizoma que forman los arroyos subterráneos pronto desbordarían. Y si el cielo trajo el fuego, la tierra le respondería con la inundación. De modo que incorporándose oteó esos horizontes en busca de una loma de unos escasos nudos de tacuara, según su saber dos veces los dedos de su mano, si más alta mejor para no ser arrastrados por la corriente que aún no existía. Y cuando un nuevo relámpago iluminó nuevamente hasta parecer que encendería las hojas de los álamos, vio que a unas pocas cuadras se elevaba una de la altura deseada.

    La marcha que fue dura, sin embargo les provocó risa. Ayinhual se preguntaba si así, como su amado, saltarían esos raros animales que su madre le mostraba en un libro, que vivían en una colonia inglesa llamada Australia. Pero el muchacho ajeno a esas palabras seguía saltando a falta de cayado en que apoyarse y alegrándose de que apenas a cuatro días de haber su corajuda amante cercenado su parte muerta el muñón ya no le dolía hasta hacerlo gritar como hasta ayer. O quizá, volvió a pensar, era la necesidad de salvarse, nuevamente, de morir ahogado. A mitad de camino el cielo les cayó encima. El chubasco, en forma de aguacero, parecía una infranqueable pared de agua y aunque fuera la lluvia ayudaba a la noche cerrada más por instinto que por vista lograron llegar y trepar la suave pendiente de la loma que tenía algo que desde la distancia no se podía ver un mangrullo huinca que hacía a la loma tres hombres más alta y como los huincas no ahorran a la hora de la guerra, pero sí en sus comodidades, el mangrullo tenía unas tablas donde subirse pero no un techo que los cobije del vendaval.

    La lluvia aunque intensa no duró más que hasta el amanecer y el agua de lento correr llegó casi hasta la base del mangrullo. Observó el indio que serían tres días sin comer y bebiendo agua algo insana. Pero se equivocó, porque de pronto se sintió el desesperado corcoveo de tres enormes bagres que lejos de su río o laguna, arrastrados por la suave corriente peleaban contra el fango. Fue rápido el mozo que zambulléndose en el barro los atrapó con sus propias manos y descabezándolos contra un tronco que flotaba los puso bajo su axila y arrastrándose volvió al mangrullo que si estaba a pocas varas, para él fueron leguas. Y como la niña lo miraba sin atreverse a decirle nada, él dijo, este para hoy, ese para mañana y el otro para el siguiente. Y como no había madera seca ni piedra que chispar él le tuvo que decir que lo harían como el lobo de la laguna, crudo y rápido pero descamado. Cuando mordió su parte, Ayinhual notó que si bien crudo no era sabroso se lo podía tragar.

    Aunque la comida fue escasa duró hasta que las aguas lentamente se escurrieran y así Llancañir concluyó que debajo de la gramilla, luego de la tierra negra y antes de la arcilla habría una gruesa capa de arena. Así que no era seguro andar por allí por el riesgo de ser tragado por un pozo de arena movediza. Antes de descender el bravo quitó dos de los troncos que sostenían al mangrullo que tenían un remate con forma de horqueta y luego de golpearlas entre sí como si fuera la una hacha de la otra, se hizo su primer par de muletas. Y si su primer paso fue fallido ya que cayó de jeta contra el barro, se levantó y con hidalguía reemprendió la marcha.

    Era la tarde, fresca, luminosa, roja cuando Llancañir con gesto triunfal llegaba nuevamente al jagüel sin la amorosa ayuda de la huala. Allá se veían parejas de gamas, guanacos, huemules, lobos, que lejos de su época de celos, sólo se dedicaban a trotar sobre el barro por allá blanqueado por la ceniza, por acá negro por las carbonizadas ramas y por no muy pocos lugares volvía a surgir la obstinada gramilla. No faltaban los cuervos, buitres, búhos, caranchos que aprovechando la mortandad de fuego y agua, llenaban la llanura de gritos mientras se peleaban por la carne podrida que surgía por todos lados.

    Misteriosa naturaleza, pensaba el indio, que tiene métodos terribles para continuar la vida. Y donde otros ven el triunfo de la muerte, él ve como la vida se abre paso, como el cervatillo que apenas escupido por el sangriento vientre de su madre ya retoza en su entorno. Y con voz pausada y firme, le dice a su huala que no sabe si en esas estrellas se alzan seres como ellos pero que aquí la muerte los alcanza más tarde o más temprano, a todos. Que la muerte al poderoso y al pobre, al bueno y al malo, al viejo y al joven, al valiente y al medroso, al cacique y al raso, al rey y al esclavo, macho y hembra, mujer y varón, todos vuelven su cuerpo a la tierra, que la vida sólo es prestada. Que yo puedo decir estar en las dos partes, aquí, mi corazón latiendo, allá mi pierna muerta, de alimento, eso espero, de los ratones o los cuises. Que la muerte me cobró esa parte para que yo siga en libertad. Que este desierto no es páramo, sino gloria para la vida que le da amparo al débil y sombra al fuerte. Por eso el ranquel a su lanza adorna con la pluma del cóndor, la cola del lobo, las tripas del tigre, según su sigilo y sus agallas luego de haberlos cazado. Que este indio, si morir joven debe, lo hará en la maloca que defienda a mapu. Que tuve gloria galopando entero y la tendré sin una parte de mí. Que con esa pierna adherida en mí, ha temblado el huinca traidor, y con ella he correteado a tantas hualas como totoras crecen a la vera de los arroyos. Que no fue por la vana gloria, efímera como el humo de una fogata, como el aire que escapa del vientre, que sólo para defender vida y tierra el ranquel sale a maloquear. Que no soy tan viejo como para no recordar mi primera batalla que no fue malón, sino defensa ante el artero ataque huinca durante la noche en que todos dormían, que muerto hubiera sido de no ser por los ladridos de los famélicos perros. Doce eran en la partida, sólo nueve los defensores, seis por bando murieron hasta que la trompeta llamó a retirada. No había vello aún en mi sexo cuando vi, ojo a ojo, frente a frente, la cara a la muerte que no viene de la justa naturaleza sino de la iniquidad de la ambición.


    El éxtasis de la huala

    “No nací para compartir el odio, sino el amor”.
    Antígona. Sófocles.




    Feliz estaba la doncella de ver que su hombre, hasta hace una faz de luna, hombre muerto y ahora colgando sus hombros sobre dos horquetas se animaba a mirar al sol con esperanza. Pero mucho más cuando supo cómo toda mujer sabe que en su vientre había nueva vida. Motivo más que suficiente para arrancarle más vida a la vida. Y así luego de toda una luna en que se refugiaron entre jagüel, loma y bosque de alerces, viendo que Llancañir ya podría, con sus muletas caminar las diez leguas de regreso a la toldería, se lo planteó seriamente.

    Allí va con su rengo amante, su viril esposo en honda y viva luz hacia aquel horizonte, llevando sus pasos consuelo, vientre fecundo, contento el corazón y la sonrisa que hacían de sus hoyuelos, y sus colmillos, aún infantil es una imagen de dicha para cualquier hombre de la tierra.

    No va solo su espíritu, lleno ya de los placeres que da la juventud y la carne, sino la certeza de la doble alegría que sentirá la aldea al saber que viven los que creían muertos y, de yapa, nueva estirpe. Que su humano corazón que sobrepasa mapu, mar y universo, tiene el mayor tesoro que hace del súbdito soberano, del esclavo amo, de la agonía pletórica vida. Que es en la humilde semilla donde reside la potencia inaudita del álamo.

    Le parece más diáfano el mañana de puro y claro cristal de quien no conduce al cadáver de un guerrero sino al padre vivo y reluciente del fruto de su vientre. De a ratos, Ayinhual se arrodillaba, para besar la tierra, morder el pasto fresco, alejada ya para siempre la tristeza y derrotado el dolor.

    Liberada su trenza, cae su largo y rubio cabello sobre su blanca espalda, un mar de piel y estrellas, sobre sus aún pequeños y dulces pechos. Se confunden sus ojos con verdor de las acacias que llenas del vigor del verano extrañan las nevadas del largo invierno.

    No hay tiempo para el llanto, porque luego de verle la cara, ojo sobre ojo, a la muerte todo lo que queda sólo es contento. Y deja que el fuerte brazo del rudo ranquel se cobije en su desnuda espalda, mientras ensaya sus largas preces al cielo. Que si de improviso desde atrás de un monte surgiera la muerte vestida de quepis azul ella ha vivido los días más intensos.

    Vos, padre Ngüenechén, que permitiste que mi amado viviera, no sin antes probar su acero como hace el herrero entre fuego y agua que antes de llevarnos a la entraña de la tierra como a todos nos toca, le permitiste derrotar y aplazar el largo sueño. Que aún no conoce esta amante pareja lugar donde cavar su tumba que será poblada, a su momento, por la dicha de esta juventud.

    Que será tu deseo y no el nuestro que nuestra lozanía se convierta en vejez. Arrugada la frente del lancero, caídos sean mis pechos aún no debidamente crecidos, que habrán alimentado de leche y miel, a fuertes lanceros y rubias doncellas. Y cuando mi cabello, ya blanco y mi espalda ya encorvada de tributo a tu nombre desde la sagrada tierra, ellos poblaran el mapu para proclamar la gloria del universo.

    Y para mostrar y mostrarse que aún era niña, alzó, una a una sus rodillas para, sin dejar de caminar y cesar su canto, besárselas. Baja y con su pie, como bailarina de fogones que se ofrece a los guerreros, apunta con él al sol que se posa en la cima de un cerro, y con alegre y despreocupado paso sigue hacia él, con el corazón en la aldea y sus pies en el sendero.

    ¡Ja!. Allí se ven, la bella estrella de la noche, la ausente luna que apenas dibujada por un fino cincel, parece indicarle el camino. La noche es tibia, el aire fresco, y su amado hunde sus muletas en la mullida hojarasca, riendo contagiado de tanta vida a su lado. Hasta pronto, fresco jagüel de las aguas claras, hermoso y vasto plantío de monjes amarillos, dulce pajonal de llamas fulgurantes, testigos necesarios de nuestra aventura

    Llegó, al fin, la dulce pareja, luego de tres días de camino, a la dulce aldea que los creía muertos y sin esperar la orden del cacique, un capitanejo, ordena carnear un joven ternero. Salen de los toldos, incrédulas, las mujeres, admirados los varones, de risas y gritadas carcajadas las niñas, los niños, los viejos.

    Se preguntaban cómo, con un mísero puñal, sobrevivieron a las fieras, cómo el mozo se hizo su par de muletas, que aún el muñón luce rosado. Un grito de asombro, cuando saben que fue el arrojo de la niña el que logró el corte. Allí en la pulcra aldea tuvieron, antes de pasar ocho inviernos, muchos hijos, que Ngüenechén, que asistió a su coraje y valentía, la bendijo con partos dobles.

    Y cuando el cruel ejército derrotó, uno a uno a cada lancero. Al darse por derrotados por el cruel usurpador, sumaron sus yeguas, su caballo, sus ovejas, a las columnas que Ramón formó para salvar lo poco que quedó.

    Años, pasarán para que la huala, nacida de cautiva en un toldo pampeano, muera a la orilla del mar chileno. Porque para Ngüenechén, todo es parte del universo.
     
    #1
  2. Mauro Alexis

    Mauro Alexis Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    18 de Junio de 2008
    Mensajes:
    172
    Me gusta recibidos:
    32
    Cris Cam, leí sólo el primer capítulo. Esto es hermoso, hermoso. Gracias por traerlo. Muchas gracias. Qué narrativa. Me encantó. Y eso que la novela histórica (hasta ahora) no es lo mío. Lo único que agregaría sería un trabajo de corrección, nada más.
    Quisiera saber datos de vos, de cómo se te ocurrió la historia. Veo que no está en redacción y por tanto terminada, por eso me atrevo a escribirte. Voy a seguir leyendo, pero también me gustaría, si tenés a bien, contarme cómo la fuiste gestando, si hiciste algún trabajo de investigación, por ejemplo, o si te gusta la Historia (evidentemente sí).
    Gracias y felicitaciones.
     
    #2
  3. sergio amigo

    sergio amigo Invitado

    Hola Cris
    Fui a responder unas alertas para aprovechar de darle "aire" a mis pestañas, pero ya estoy aquí de vuelta.
    Cerré en el capítulo cinco y como se preveía largo me anticipé a dejar pequeñas notas sobre mis particulares puntos de interés en tu obra.
    Así, primeramente me trajo reminiscencias de "Raíces" por el hilo generacional que le imprimiste a tu racconto.
    Uno tiende a ponerse en el lugar del personaje que cree central, en este caso Ismael pero luego descubro que es sólo el primer eslabón.
    El galón imperial es algo más manejable que el yanqui con sus 3, 7 y algo, y todo por culpa de la cerveza y el vino. Los mililitros, al igual que los milímetros versus pulgadas dan cuanta del caldo de cabeza gratuito al que nos tienen sometidos los anglos.
    Bueno, es innegable que logras llevarnos a la época en cuestión de minutos con detalles precisos y apoyado en un contexto histórico que le da más credibilidad y fuerza. El monopolio español en el mercado de telas; el negocio de la persistencia perfumista a base de gatos (con menos garbo que Grenouille) el método de recolección del indio Wirinmañke; la empaladura de Orozco; la desbaratada conspiración que termina en un patíbulo excedido en tareas; y finalmente la aparición de Mailén, fruto de una violación.
    Huincas irlandeses, indios, mestizos y negros que me llevan hasta el personaje que más me ha cautivado (hasta ahora) Huenchuleo, que dejó en vergüenza a Moisés y su canasta a prueba de agua para internarse en una pedagógica cacería posterior a la de "cazar sin asar ni comer"
    Tu obra promete mucho. Y sólo por un asunto de tiempo, es que he llegado hasta allí. Pero volveré.
    Saludos cordiales, Cristian Camila.

    pd
    Impresionate.
     
    #3
  4. sergio amigo

    sergio amigo Invitado

    Hola Cris
    Esta mañana arranqué con el regalo del cielo (cosa que desde niño soné) hasta llegar a al otro errante azul de Uranio.
    La figura de Mailén ya comienza a desplegarse eligiendo a un malherido Juan Carlos para procrear, resistiendo la una larga cruenta y humillante tortura, aprendiendo a leer y escribir en la escuela de Roberto ("que pintaba más para las mujeres que para la sota "je) la triple venganza en contra de Pizarro, junto a Maitén y Patricia.
    Todas ellas, personajes de carácter y fuerza que le dan el sustento a esta parte del relato. Y que se aseguran un legado a través de los hijos que hasta aquí les sobreviven.
    Y como dijo MacArthur: "Nos cachamos a la gúelta"
    Saludos, otra vez.
     
    #4

Comparte esta página