1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

Parábola de una mujer llamada Juana (y de las dos cucharadas de azúcar que le cambiaron la vida).

Tema en 'Prosa: Cómicos' comenzado por Mauro Alexis, 17 de Mayo de 2019. Respuestas: 2 | Visitas: 787

  1. Mauro Alexis

    Mauro Alexis Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    18 de Junio de 2008
    Mensajes:
    172
    Me gusta recibidos:
    32
    El título, aunque mal, habla por sí mismo. Pero en ausencia de mayores y mejores explicaciones en él, me veo obligado a contarle —a usted— más sobre esta historia…Bah, parábola; bah, no sé…

    Quisiera aclarar, previamente, que desconozco si se trata de un caso real, si popularmente ya es conocido, o si no.

    Hubo, no hace mucho tiempo, una mujer llamada Juana, de aquí, de España. Mentira, a decir verdad no recuerdo su procedencia, tal vez haya sido de Escocia o tal vez de Polonia —no tardará usted en comprender que eventualmente su nombre pudo haber sido Joanne o quizás Ivana.

    Era una mujer pequeña, de azada en mano, de pocas lágrimas y también de mucho callar (no por prudencia o por meditación profunda [lejos está de la imagen de Juana, señor lector, si así lo considera], sino por vergüenza e introversión); con una belleza muy bien disimulada bajo sus ropajes grisáceos y sus cabellos revueltos; con un par de hermosos ojos verdes que sólo reservaba para sus tres hijos. Pero por sobre todas las cosas —y más que nada por razón de estas últimas tres cosas: sus hijos— se podría decir, hiperbólicamente, que Juana vestía, desde hacía un tiempo, polleras largas, cocidas por debajo de las suelas de sus zapatos, los cuales a su vez llegaban hasta las rodillas.

    Todos los viernes por la tarde, al regresar del trabajo, compraba víveres en el almacén de la esquina de su casa, lo justo y necesario para que pudiera dar a sus hijos la merienda —la cual a veces oficiaba de cena—, a saber: un té para cada uno y una generosa porción de bizcochuelo casero.

    El problema —que no es de los más grandes que usted supone podría padecer— era que su dinero no alcanzaba para comprar la cantidad de azúcar necesaria como para cocinar la torta y endulzar los cuatro tes; siempre había una taza que quedaba amarga, sin una pizca de dulce.

    (A decir verdad, esta clase de situaciones nunca significan un problema relevante para nadie, mucho menos para una madre. Sabrá disculpar, es que los cuentistas novatos somos así, procuramos convertir las vivencias más simples en heroicas aventuras —y las historias más fantásticas en relatos repletos de cotidianidad. Así, una madre que decide tomar su merienda sin azúcar, con el objeto de poder endulzar la de sus hijos, se transforma en una sacrificada mujer sólo por ello. Lo que tiene hacer recortes.)

    Prosigo. Juana trabajaba, y muy dolorosamente, en una empresa de reciclaje de bolsas. Su penosa labor consistía en discriminar entre aquellas que estuvieran impresas y aquellas que estuvieran «lisas». Le pagaban semanalmente, según la cantidad reciclada. Terminaba el día con los dedos manchados, los ojos rojos y un odio tan profundo hacia el nailon que, cuando efectuaba las compras, de regreso a casa, prefería llevar la mercadería a mano o quizás en una canasta, como cuando compraba frutas y verduras.

    El último local en visitar era el almacén que estaba justo en la esquina de su casa. El almacenero, Don Salvatore, epónimo del negocio, la esperaba ansioso todas las benditas tardenoches, afilando la cuchilla para quesos, humedeciendo sus bigotes con baba, pensando en que Juana llegaría en cualquier momento. Salvatore no era un hombre entrado en edad, sino más bien ya salido de ella, con más arrugas que caminos Roma y unos ojos negros como las pupilas; bueno, no tanto, pero negros igual. Era un hombre fornido (fornido es un eufemismo para panzón), en fin, era tano, tano. Creo que lo único que disimulaba su vejez era el color de sus pelos, bien azabache; aunque ahora que lo menciono me pregunto si el viejo no se teñiría. No sé, no creo que importe de todos modos. Lo que sí es de interés es que este tipo, Don Salvatore, el tano, estaba perdidamente enamorado de Juana, como ya habrá imaginado usted. Y así, entrando en la obviedad, estaría de más decir que el napolitano instigaba tanto a la viuda (sí, era viuda [ya sé, error de narrador]) que no faltaba mucho para que esta le sellara sus entintados dedos en la cara.

    —Vamos, doña Juana —imploraba, con un su acento tan característico, el gordo—, dígame que sí; además sus hijos precisan de un padre ¿Qué dice?

    —Mire, Salvador —retaba Juana— yo no pret…

    —¡Salvador no! Señorita, ¡Salvatore! —interrumpía el almacenero.

    —Mire, yo le llamaré como usted quiera cuando usted deje de decirme «señorita».

    —Es que para mí usted es una señorita —y enseñaba con una sonrisa sugerente sus verdes dientes.

    —Está bien, Salvador, mire —suspiraba, conteniendo el grito en su pecho—, yo no pretendo que usted, en su calidad… de hombre comprenda, dos puntos, los tiempos, las ocupaciones, —aumentaba el tono de voz conforme enumeraba, ayudándose en esto último con sus dedos— los compromisos… ¡y las obligaciones que como mujer y madre viuda poseo! Lo que sí le exijo —y entonces tornaba hacia un tono conciliador, que tanto llenaba de ilusiones al viejo Salvatore— es que corte con este juego de a ver —ahora susurraba, de seguro por pudor, no más— a ver si me ligo a la viudita… ¡¿Le ha quedado claro?!

    Palabras más, palabras menos, esta situación se repetía semanalmente, como si de un guión costumbrista se tratara.




    Un viernes, Juana volvía a casa del trabajo, ese trabajo que día a día parecía extenderse hasta los límites del siglo. Llevaba fuego en las piernas y ácido en los ojos. Ya había llegado al barrio cuando se dispuso ingresar a la despensa de Salvatore, resignada a que se reiterara la misma situación de siempre.

    —¡Doña Juana! ¡Qué gusto, qué placer! —Salvatore saludó contento—. El día puede ser oscuro, pero la noche es de los más blanca con usted.

    De su boca salían disparadas pequeñas gotas de saliva, de las cuales algunas se incrustaban en el bigote. De todos modos Juana no las veía… A esa hora no veía nada.

    —Déjeme que la ayude. —El viejo se restregaba las manos con un repasador en absurdo plan de aseo, puesto que si bien sus manos estaban asquerosamente roñosas, el trozo de tela no distaba mucho de ese ideal de mugre—. Yo mismo le serviré sus víveres, señorita.

    —Está bien, Salvador, hoy todo está bien —dio un suspiro largo, tratando de despedir al cansancio por algún lado—. ¿Tiene azúcar?

    —¿Hoy todo está bien? —preguntó el pícaro Salvatore.

    —A ver, Salvador —se presionó el entrecejo con un índice y un pulgar, tal vez así la jaqueca menguara un poco—, el verdadero problema ¿sabe cuál es? Que vosotros, los hombres, sólo amáis porque podéis follar; en cambio nosotras, las mujeres, sólo follamos porque podemos amar. No sé si entiende usted la diferencia —concluyó y soltó una risa autocomplaciente… Pero sería la última vez que reiría aquel día.

    El tano se quedó anonadado, con la boca semiabierta y el cucharón con que medía raciones despidiendo con lentitud el azúcar. Juana pensó que había dejado de medir. Es que el viejo no sabía cómo responder, esto a pesar de que (si bien poseía un vocabulario escaso [constituido en su mayoría por insultos]) era dueño de contestaciones siempre agudas e instantáneas. Pero que un retruécano tan bien elaborado saliera de boca de la insulsa —aunque amada— Juana, le había descolocado por completo. Necesitaría un día para contrariarla o al menos sumar una acotación al pensamiento de la mujer.

    —Tome Juana —le pasó los productos, entre ellos el mentado azúcar—. ¿Sabe? —se rascó la nariz—. Pero, eh… una cosa —comenzó a agitar la mano empuñada, con el índice apuntando hacia arriba, un gesto parecido al de amenaza (sí, era muy expresivo el sujeto)—. Eh… Mire, yo tengo una contestación, no se crea que no, pero se la daré cuando venga mañana lloriqueando y la convenza de ser mía.

    Ante esto, Juana dio media vuelta y se fue. Bah, en realidad se quedó un rato más, insultando al viejo; pero para qué gastar yo mi tinta y usted su ojo en aspectos tan triviales y escatológicos. Porque vamos, que ya está usted haciendo un gran esfuerzo.

    En cinco minutos la viuda estaba en su casa, preparando la merienda-cena para sus hijos. Los tres la miraban ansiosos. Óscar, el mayor y representante de la tribu, se acercaba cada sexto de hora a preguntarle cuándo estaría listo el bizcochuelo. Su madre, con la tinta de las bolsas en los dedos y los dedos incrustados en la masa, dirigía sus ojos de párpados caídos hacia él y hablando el consagrado idioma que hablan los padres, lo silenciaba sólo con la mirada. Entonces Oscarcito regresaba a su asiento.

    Llegó la hora de la cena y Juana sirvió bizcochuelo para todos: para Óscar, para Gregorio (el segundo) y para Romualdo (el más pequeño, mimado con contemplaciones y castigado con el nombre). Pero a la hora de endulzar los tes notó —me atrevería a decir que con espanto— que en el tarro de azúcar sobraba la medida justa para endulzar otra taza: dos cucharadas. Era la oportunidad para servirse ella también, pensará usted. Pues no, al parecer Juana se había acostumbrado a beber su infusión sin ningún adherente, excepto por unas gotitas de limón. Decidió, entonces, (demostrando una carencia de inteligencia práctica o un estupor por permanecer tantas horas despierta [ya que podría haber conservado el azúcar]) destinar partes iguales a cada taza de té de sus hijos, como una ración extra.

    El problema fue que los críos (los niños) se empalagaron (o se relajaron) tanto con el exceso de dulzura que hasta se ofendieron. Óscar, el mayor, simplemente expresó su descontento con la medida adoptada ante la abundancia del recurso. El segundo, Gregorio, no satisfecho con la actuación de su hermano, se atrevió a insultar a su madre (sí, muy maleducado). Y el tercero, quien presenció el sacrilegio filial que llevaron a cabo sus hermanos, no pudo soportar la idea de quedar como el más tranquilo de los tres; no, tenía que imponerse, así que no sólo se quejó de la dulzura sobredimensionada en su merienda e insultó a su progenitora, sino que, aprovechando la tibieza de la infusión, tomó la taza por el asa y arrojó su contenido sobre el vestido de su madre.

    Esa noche, Juana supo que todo el esfuerzo que puso en educar a sus tres… Usted sabe. Fue una noche inolvidablemente olvidable para ella.

    —Ah, ja, ja, ja, ja —Don Salvatore sostenía su infinita panza con ambas manos—. Yo le dije que vendría lloriqueando y que así encontraría mi respuesta. Es que usted se sacrifica en vano, mujer. Debería relajarse y dejarse llevar. Vamos, anímese a vivir.

    —¿Cómo supo que sucedería esto, Salvador? —Juana no comprendía el planteamiento del viejo.

    —Verá —le guiñó un ojo—, esto no es más que una parábola; toda su vida, su trabajo, sus hijos, incluso yo, no representamos más que una verdad universal.

    —¿Y cuál es esa verdad que me dice? —increpó Juana, secándose las mejillas.

    —Que usted no es la primera mujer que en el afán de endulzar la vida de sus hijos, termina amargando la suya —dijo. Y le robó un beso.




    Bueno, esta historia, tal como la vida real, no tiene un final, y su continuación, además de poseer un alto contenido erótico —por no decir asquerosamente pornográfico— se escapa por las ramas de esta narración y poco tiene que ver con el asunto que nos concierne. Pero más allá de toda similitud con la realidad, que usted pudiera encontrar, tal como Salvatore lo hizo, yo encuentro no una parábola, sino una paradoja; pues es extraño que dos personas tan afeadas por la vida pudieran llegar a ser protagonistas de una historia de amor tan bella.
     
    #1
    A spring le gusta esto.
  2. spring

    spring Sonriendo...

    Se incorporó:
    31 de Marzo de 2015
    Mensajes:
    18.081
    Me gusta recibidos:
    19.937
    Género:
    Mujer

    Ay Mauro, a mi me ha encantado la historia no solo por su contenido que su buen mensaje trae, los feos por fuera también tienen alma y corazón... decía que me ha encantado también porque tu narrativa es estupenda, logras atraer al lector con tu discurso incluyente, llamando a la imaginación con tus creativas intervenciones.
    Te felicito porque es una estupenda composición, digna de ser representada en un teatro.
    Mi fraternal saludo te dejo.
     
    #2
  3. Mauro Alexis

    Mauro Alexis Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    18 de Junio de 2008
    Mensajes:
    172
    Me gusta recibidos:
    32
    Oh, Spring, qué bellas palabras. Te agradezco mucho el gesto. Necesitaba esto después de un largo día de trabajo. Otro saludo fraternal para ti.
     
    #3
    A spring le gusta esto.

Comparte esta página