Ladridos

Ladridos


Puedo ver los campos dibujados. El horizonte difuminado por una tenue neblina. El viento de la escotilla me flamea y latiga la camisa. Me bajo la visera. Y ahí voy....

La tierra madre me atrae en la misma y exacta medida que yo a ella. Esto sí que se llama atracción correspondida. El sol gira alrededor de mi línea horizontal, amanece en mis pies, es mediodía por mi mano izquierda y atardece por la derecha.

Tres minutos de libertad, se acabó... a tirar de la piola. Siento el golpe de cuerda, sobre mis costillas y muslos, un arco iris de teflón se despliega el suelo azul. La serena caída se me altera, con una suave pero persistente brisa cruzada, que arrastra a pesar de mis esfuerzos hacia el otro lado del monte, pierdo de vista la pista. Los puntos se diferencian, puedo distinguir los distintos verdes, las copas de los árboles, salgo de los campos sembrados. Como puedo y con esfuerzo, evito las torres de alta tensión, pero quedo colgado de un portentoso algarrobo. Estoy pensando soltar las correas, aunque la altura no me convence. Y menos me convence la jauría que se acerca, me rodea, me cerca. Infinitos ladridos me ensordecen y las palpitaciones no me dejan pensar.

Al menos es una forma de saber que estoy, les intereso, aunque no sepa cuáles son sus intereses. Sé que no conmoveré a ninguno con un ¡Ahora Rinti!, ¡Vamos Bandido!, o ¡Cállate Pluto!

Miro de reojo para saber cuan seguras están las cuerdas. No sé si estar arriba o abajo. Los veo juntos y distintos, huérfanos y reunidos, expulsados y hambrientos. El monte áspero y hospitalario, su alimento y su justicia.

Por momentos me parece estar presenciando un juicio parlamentario, al extraño que vino del cielo, alzan sus gritos, se retraen a sus colas, retroceden y vuelven, ladran alzando sus patas.

Me vanaglorio de la altura, no quiero discusiones a ras del piso.

Las ramas ceden, la tela se desgarra, y como si fuera un ascensor, mi cuerpo desciende a mi pesar. Se me hiela la sangre, me ataca el pánico, me meo del miedo, 40 perros se me abalanzan.

Me cubro la cabeza con los brazos, los ladridos arrecian, el multijadeo se incrementa, docenas de hilos de baba canina moja mi traje de rojo flúo. Pero ningún colmillo la desgarra. Sé, conozco que mi cuerpo emana, aromas que denuncian mi pánico y que sus finos olfatos distinguen. Mis oídos zumban de mi terror y tanta serenata, aunque mientras ladren, no me atacarán.

Finalmente se aburrieron de presa tan insulsa. Después de todo no distinguen los colores, lentamente y su tiempo, uno a uno se fueron alejando y perdiendo en las espesas matas del monte. Todos menos uno. Quedó sentado en sus patas, pegando algún ladrido esporádico sólo cuando se acordaba, agitado de lengua transpirada.

Se hizo de noche, perdí el sentido de orientación, no se guiarme por las estrellas, la tela sigue cosida a la copa del algarrobo. Mejor me quedo aquí. Quizá me busquen, y el paracaídas sea buena boya.

Al menos tengo perro que me ladra.

 

Primero te imaginé en un navío, luego encumbrado abordo de un globo, ya más tarde me situé en tu medio. Gracias por la panorámica. Ese perro es paciente y portador de rabia. Saludos cordiales, Cristián Camila.

 

Lo curioso es que nunca estuve ni en un paracaídas, globo o avión alguno.
Un abrazo.

 

Gracias Mamen y miembros del jurado.