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El extraño auxilio a un hombre sin rumbo

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Évano, 20 de Julio de 2021. Respuestas: 3 | Visitas: 512

  1. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Ya te digo, amigo chucho, a mí no me han abandonado como a ti, pero casi. No es la misma historia, a ti te han arrojado en esta carretera secundaria, o terciaria, vaya uno a saber, que yo no entiendo de esas cosas. Pero sí, de alguna manera también he sido arrojado a la carretera de la pasividad, a estos árboles de ramas hastías. Yo antes era un personaje que protagonizaba historias, algunas estrafalarias, como esa vez en la que mi narrador me convirtió en la hija de un rey para que una maga, con nombre hortera, me convirtiese en cántaro donde habían de eyacular todos los mozos vírgenes de un condado en el que la totalidad de sus habitantes se cubrían las cabezas con un cubo de hojalata. La maga me hechizó, y era la única manera posible para que los ciudadanos del tal condado pudieran sacarse los cubos de hojalata, bebés y ancianos incluidos. No era un papel principal, y más bien fue un engorro. Imagínate ver a tanto joven desnudo de cintura para abajo masturbándose encima de una; porque yo podía ver y oír y oler y sentir, pero era un cántaro ha, ha, ha... Sí, ahora me río, pero créeme, lo pasé fatal.

    Tienes mala pinta, amigo. Estás casi en los huesos para lo alto que eres. ¿Eres un mastín, verdad? Yo no entiendo mucho de perros, pero creo que tú eres un mastín; además, por estos lares abundáis mucho. Más te valdría ir echando pelo grueso; se acerca el invierno, como bien sabrás, porque ya eres viejo.

    ¡Ven aquí!, sentémonos en este arcén, es una buena recta y si viene algún coche, cosa que dudo porque no he visto a uno en todo el día, nos verá claramente y a lo mejor nos da algo de comer. Porque yo tengo poca comida, a penas unas latas de atún, un trozo de chorizo y media hogaza de pan. No creo que le hagas asco a la comida...

    ¿A qué estaba bueno, amigo? Solo ver la cara de felicidad y agradecimiento con la que me miras ha valido la pena compartir contigo, aunque se haya acabado casi todo el alimento que teníamos de reserva; porque ahora serás mi compañero, ¿verdad? ¡Claro que sí, seremos compañeros! Y tienes que ayudarme, ¿sabes?, porque mi narrador se niega a escribir más, dice que no vale la pena, que es imposible ganarse la vida con esto. Pero yo sé que le encanta, que ya es lo único que le queda en la vida. Si deja de escribir no creo que perdure. Por eso me he echado a la carretera, en busca de aventuras, para demostrarle que puede continuar, que tiene mi apoyo, aunque no me pague y me dé personajes estrafalarios.

    De alguna manera a él también lo han abandonado. ¿A quién? ¡A mi narrador! ¿Es que no me escuchas?

    Ya sé que el aire de la tarde adormece, y más aquí, en esta sombra de chopo después de haber comido más o menos bien, y con ese ruido que hace la corriente de algún arroyuelo o río pequeño. ¿Debe estar cerca, verdad? Se oye claro y casi se huele su frescor. No te preocupes, luego, cuando descansemos un poco, vamos y rellenamos las cantimploras de agua. En estas montañas tan altas y deshabitadas debe ser potable.

    Como te decía, amigo chucho... Tengo que ponerte un nombre, no es de respeto llamarte chucho... Como te decía, a mi narrador también lo abandonaron, o se cansó, ¡vete a saber! ¿Me dejas que te acaricie? Creo que no te han dado nada más que palos. Gracias, amigo. Tienes un pelo marrón muy suave, a pesar de la suciedad. Pero estás muy delgado, ¡sí señor, demasiado delgado!. Sí, está el pobre abatido, desesperanzado, y no es que le importe el dinero, ni la fama... Aunque lo conozco de toda la vida no lo comprendo del todo, no sé qué es realmente lo que desea. Antes, cuando empezamos juntos, tampoco lo sabía, ni yo, pero no nos importaba. Él me iba dando papeles de personajes y nos divertíamos, sin más. Era jugar por jugar, trabajar por trabajar, sin que le importara nada, ni tan solo que lo leyeran. Pero ahora está pasando una racha muy mala, ¡sí señor, muy mala! Y por eso me he echado a la carretera, para ayudarle, para incentivarlo... Pero eso ya te lo he dicho.

    Tienes razón, no me mires así. Ya me callo un poco. Echemos una siesta, tenemos tiempo, o eso creo.

    ¿Te has fijado, amigo chucho...? ¡Cómo es la vida! Ese señor nos ha adelantado y ni siquiera nos ha dado las buenas tardes. Ya sé que estábamos dormidos. Aunque tú podrías haberte despertado, haber ladrado un poco... Se supone que los perros hacéis eso. ¡Vamos, a ver si lo alcanzamos! Ya te dije que he de encontrar aventuras que motiven a mi narrador. ¿El agua? Luego iremos, no te preocupes, seguramente sea más fácil más adelante. He visto que las laderas son muy pronunciadas; quizás el río ande por abajo, por el valle. Todavía tenemos agua suficiente, y si no, se la pedimos a ese señor. ¡Vamos, levántate!

    —¡Hola, señor! Es el primero que vemos mi amigo y yo por esta carretera.

    —Hola, señor humano y señor perro. No puedo hablar, he hecho voto de silencio.

    —¿Voto de silencio? Pues no le veo sotana ni nada parecido... Además, pensaba que eso eran cosas de monjas. Y lo acabo de oír hablar. ¡Vaya manera más tonta de romper el voto de silencio!

    —Bueno, me he jurado voto de casi silencio; solo puedo decir mil palabras al día.

    —¿Y cuántas lleva hoy?

    —Pocas. Ustedes también son los primeros seres vivos que encuentro hoy, por lo que no he hablado casi nada.

    —¿Y cómo las cuenta?

    —Tengo mucha práctica, llevo mucho tiempo haciendo esto, casi toda la vida.

    —¿Y si habla solo... también cuenta para las mil palabras diarias?

    —Casi nunca hablo solo, y si lo hago para mí, sin emitir sonido. ¡Aunque ahora que lo dice!, nunca he pensado en si se deben contar o no... Buena pregunta, señor.

    —¿Y si habla en sueños, cuenta también?

    —No sé si hablo en sueños. Yo no me escucho, casi.

    —Si quiere... como ya está anocheciendo, yo me quedo atento y si habla le voy contando las palabras.

    —Usted mismo, ¡si no tiene nada mejor que hacer!

    —Puedo entrenar al perro, para que me avise si me duermo o no puedo proseguir sumando.

    —¡Ah claro!, no se preocupe, entiendo su silencio. Es que yo hablo mucho y si usted me sigue la corriente dirá las mil palabras en un periquete. Si no le importa iré hablando yo.

    —De acuerdo, pero no me pregunte, o tendré que responder, sería casi de mala educación no hacerlo.

    —De acuerdo entonces. Es importante eso de escuchar, porque puede uno pasarse media vida hablando y resulta que nadie lo ha escuchado nunca. Es lo que yo le digo a mi narrador, bueno, le decía, porque ahora no está por la labor, está triste, cansado, sin rumbo. Yo siempre le decía que lo mejor en la vida es escribir, porque el que te lea ha de oírte y entenderte por fuerza, aunque solo sea un lector el que lo haga. Cuando se habla con la gente no es lo mismo, ¡no señor!; no prestan atención, simplemente esperan a que termine uno por respeto, para soltar luego ellos las palabras que se les amontonan en la boca. Yo creo que ese es el problema, tienen tantas palabras amontonadas en la cavidad bucal que les tapa hasta las orejas y el cerebro; de ahí que no escuchen.

    —¡Ahora que lo pienso!, si alguna vez se pasara de las mil palabras diarias, ¿ocurriría algo? Perdón, no me di cuenta de que era una pregunta.

    —No importa, hoy me quedan casi todas; pero acuérdese de no preguntar. Si me pasara de la mil palabras no hablaría jamás.

    — ¿Y si un día dice de menos...? ¿Vale guardarlas para el próximo día? ¿Las puede ir acumulando...? ¡Huy, perdón, otra vez pregunté!

    —Si continúa así deberé separarme de usted o me dejará mudo. No, no vale acumular, cada día es borrón y cuenta nueva.

    —No se preocupe, no le preguntaré más por hoy. Al señor chucho y a mí nos gustaría tener compañía esta noche.

    ¡Ojalá se haya provisto de abundante comida!, por el tamaño de su mochila veo que es posible. A mí me queda poca porque voy a tanto por ciento con mi narrador. Si vende algo o consigue algún dinero, me da un tanto por ciento, y como no gana ni un céntimo escribiendo... ¡Ya sé lo que piensa!; piensa en cómo me lo paga. Pues de pronto aparece algo en la historia, por ejemplo una mesa de pícnic repleta de comida porque empezó a llover de repente y los enamorados hubieron de dejarla, o porque los pilló el marido y los mató, metiéndolos luego en el maletero de su coche y ocultando el del amante entre la maleza; o me encuentro una joya tirada en la carretera de repente, un anillo de promesas arrojado por alguna mujer despechada; o un plano entre el hueco de un árbol seco que me lleva a un tesoro escondido... Ya sabe, cosas de esas. Aunque creo que le estoy mintiendo, porque casi nunca hace cosas de esas mi escritor; es muy atípico.

    Entienda usted lo que le quiero decir: si mi narrador estuviera por la labor describiría este maravilloso paisaje, a los árboles hondeando al viento, a usted, al perro, a esta carretera que cabalga por las cimas de estas preciosas montañas; este anochecer tan fantástico que nos aviene; el olor a fresco y al frío que empieza a hacer... ¡Pero no!, el hombre ya se ha cansado, o está a punto de rendirse; pero yo lo voy a intentar, ¡sí, señor!, voy a intentar que recobre la confianza en sí mismo, que se entusiasme otra vez.

    Pero tengo que ser yo el que narre esta historia, ¡ya lo ve usted!, señor casi silencio; y no me importa, la verdad, porque me encanta hablar, como ya se habrá dado cuenta. ¡Mire el coche tan bonito que se acerca a nosotros! Parece un Ferrari descapotable, y, ¡vaya una rubia guapa la que va conduciendo!, con su larga melena castaña al viento y ese brazo desnudo apoyado en la puerta, y ese descote... ¡Ojalá pare a preguntarnos algo! ¿A usted no le gusta? ¿Por qué no la mira? ¡Bueno, allá usted...!

    —¿Qué desea señora conductora?

    —A usted, le deseo a usted. Pero no para lo que cree. Me manda Estéfano Rey, el famoso escritor. Me ha mandado para que firme un contrato con él.

    —¿Y mi compañero el perro, y el señor casi silencio?

    —Lo siento, las órdenes son claras. El contrato solo le concierne a usted. Del perro y ese señor no me ha hablado, y como estas montañas no tienen cobertura no puedo comunicarme con él para preguntárselo. En cuanto tenga ocasión le hablaré del perro y del señor casi silencio.

    —Pues entonces no me interesa, y para no mentirle, tampoco querría aunque vinieran ellos conmigo. No pienso dejar tirado a mi narrador, soy lo único que le queda.

    —Mi cliente le promete buenas aventuras, muy leídas, como todas las suyas; de acción y de romances, de sexo y de terror, de las que gustan al espectador de hoy. Le promete buenos papeles, como mínimo papeles secundarios; aunque me ha dicho que será usted el protagonista en casi todas sus novelas. Ganará mucho dinero, y en las tramas disfrutará de todo lujo y de toda la comida que desee, y nada de vejaciones excesivas.

    —Dígale que se lo agradezco, pero no pienso abandonarlo, se sentiría como aquí mi compañero chucho.

    —Usted se lo pierde. Aquí tiene mi tarjeta, por si lo piensa mejor.

    —Muchas gracias, la guardaré en el bolsillo de atrás, aunque ya le digo que no cambiaré de opinión. ¿No tendrá usted algo de comer?, porque todavía nos queda mucho para Finisterre y me parece que hay pocas poblaciones en el camino que llevamos.

    —Lo siento, si no hay firma, no hay comida. Adiós.

    Se ha dado cuenta, señor casi silencio, la muy bruja solo funciona por el interés. ¡Ah, ya!, no hace falta que hable, ya lo entiendo. ¿Que por qué me dirijo a Finisterre? Muy fácil, porque es el fin de la tierra, en latín, ¿sabe? ¡Bueno!, eso era antes, porque ahora, como ya sabemos que la tierra es redonda, cualquier lugar del mundo es el fin del mismo. Antes no era así, se acababa en Finisterre y si se te ocurría adentrarte por el mar, caías por unas cataratas gigantes, eso si antes no te devoraba algún bicho demoníaco inmenso.

    ¡Eso sí que era un mundo divertido!, era imaginario, de fantasía, con sus hadas, sus ninfas, dragones, y cíclopes, brujas, elfos, gnomos, titanes, dioses, semidioses, diablos... Ahora, ¡mire usted por dónde!, para ir al límite de algo, simplemente, es imposible. Todo es redondo, como las norias; siempre volvemos al mismo lugar, al principio. No puede uno irse ni al confín de la galaxia. ¡Qué le vamos a hacer!

    Como todavía le quedan muchas palabras por decir hoy, según entendí, y como ya es de noche, casi las once, ¿Por qué no me dice su nombre? Me sabe mal llamarle señor casi silencio.

    —Doroteo, me llamo Doroteo, ¿y usted?

    —Teodoro ha, ha, ha... Casi nos llamamos igual ha, ha, ha... Doro... teo, Teo... doro ha, ha, ha... ¿Lo pilla?, ha, ha, ha... Pues suéltelo que pica ha, ha, ha... Algunas veces me pasa, antes de comer me da la risa ha, ha, ha... ¡Mire!, señor Doroteo, allí, cerca de la carretera hay un pequeño descampado, ¿lo ve?, entre aquellos pinos. Instalemos las tiendas de campaña allí y hagamos una fogata en medio, charlaremos a la luz del fuego. ¡Bueno!, charlaré yo, usted me escuchará, y el perro ha, ha, ha...

    —¿Ve qué suerte hemos tenido? Nos hemos encontrado el círculo de piedras ya hecho, con la leña apilada, y hasta con una caja de cerillas al lado con unas cuantas hermosas manzanas junto a piñas, nueces y tomates y lechugas. Estas son las cosas que hace mi narrador. No tiene dinero para darme cosas lujosas, pero se preocupa por mí.

    —¡Qué narrador ni que demonios, he sido yo! ¡Aquí, arriba, encima del nogal!, ¡miren aquí! ¡Menudo mastín que les acompaña!, todavía ni ha mirado.

    —¿Ha sido usted el que ha preparado todo esto?

    —¡Pues claro!, ¿quién va a ser si no?

    —Pues baje y cene con nosotros, encenderé la hoguera.

    —¡Encienda, encienda la hoguera!, y áseme unas manzanas, que para eso las puse. Hace mucho tiempo que no las pruebo.

    —¡Ah, es el Barón Rampante...! ¡No sabe la ilusión que me ha dado! Leí sobre usted, ¿sabe...? Usted sí que tiene un narrador famoso, y le encanta al mío, y a mí... Al señor casi silencio no le sé... Perdón, a Doroteo. Y al perro supongo que ni fu ni fa, porque está como tristón, ¡ya lo ve! Es cierto que a lo mejor se debe a las penalidades que habrá pasado...

    —¡Qué varón rampante ni qué leches! Mi mujer me dejó porque no tenía oficio ni beneficio. Decidí hacer el Camino de Santiago, a ver si me ayudaba a centrarme y a encontrarme a mi mismo. Pero oí el aullar de unos lobos y me encaramé a este árbol. Dejé ahí la comida que había ido recogiendo a lo largo del camino. Estaba escuchándoles en silencio, por aquello de la desconfianza. Escuchándole a usted, porque el del voto del casi silencio casi no habla, y al chucho le dan igual los ruidos de los alrededores, está el pobre como ausente, como pensativo, como cansado. Me ha dado pena el pobre chucho.

    —¡Tenga!, agarre esta manzana, ¿se la alcanzo con el palo o baja usted aquí con nosotros? Ya está bien asada.

    —¡Bajo, bajo!, parecen ustedes buenas personas.

    —Pues creo, amigo rampante, que se ha equivocado usted, el Camino de Santiago no es por aquí. ¡Tenga otra manzana asada!; y otra para usted, señor Doroteo. Al perro no le gustan, pero va comiendo, que otro remedio le queda ha, ha, ha... ¿Cómo dijo que se llama?

    —Benito, me llamo Benito, para servirle a Dios y a ustedes. ¿Así que me cuenta que no tiene narrador? ¿Si quiere yo hago un poco de narrador mientras cenamos a la luz de la hoguera?, ¡a lo mejor se me da bien! Por probar...

    —De acuerdo, haga de narrador, a ver cómo se le da.

    —¡Vale!, estén atentos que empiezo:

    Los que han acampado alguna vez en las montañas, alrededor de una hoguera que reluce un instante entre la oscuridad del inmenso universo y sus infinitas estrellas, una hoguera que forma una pequeña cúpula de calor que nos defiende del frío de las noches invernales, jamás olvidan la experiencia.

    Doroteo, el hombre que juró voto de casi silencio, un hombre delgado y de ropas de pana marrones que bizquea a cada palabra de las pocas que dice al cabo del día, está sentado en la hierba, junto a Teodoro, ese hombre que intenta insuflar ánimos a su narrador sin rumbo. El perro, un gran mastín delgado y de aspecto de triste soñador, se estira un poco alejado del fuego mientras lo acaricia un Benito que se diría chaparro, regordete y bajito, y que nadie hubiera dicho que fuera capaz de encaramarse a los árboles; pero claro, el miedo a ser devorado por los lobos hace que uno realice hazañas impensadas en cualquier otra ocasión.

    —¿Qué tal lo hago?

    —No está mal Benito, para ser la primera vez que hace de narrador. Pero prosiga, a ver si al mío le entran los celos.

    —De acuerdo, continúo... ¡Estén atentos!:

    Los acampados compartieron recuerdos de sus vidas hasta bien entrada la madrugada. Mientras, Inadaptado, que es el nombre que le han puesto al perro —¿le ponemos ese nombre? ¿Sí? Estupendo—, atendía como si una persona fuera. Doroteo bizqueaba, aunque solo casi escuchara, abstraído por una media luna recorrida de vez en cuando por unas ligeras nubes con prisas. El viento ululaba, obligando a las hojas de los árboles a dialogar entre ellas. La carretera cercana no daba señales de movimiento. Arrimaron los sacos de dormir a las numerosas brasas y se introdujeron en ellos. El día siguiente, si fuesen caminantes normales, les sería duro; pero si persistían con el ritmo que hasta ahora llevaban, el problema del cansancio no se sumaría a los que ya poseían.

    —Muy bien, Don Benito, muy bien narrado. ¡Hala, a dormir!, como bien ha relatado.

    Se despertaron tarde, con los cuerpos entumecidos. Ante una bifurcación de la carretera, una a todas luces más principal, se abrazaron como si los mejores amigos fueran. Don Benito lanzó miradas al letrero que señalaba la ruta del Camino de Santiago y a los ojos de Doroteo, Teodoro e Inadaptado...

    —¡Vale, amigo!, no hace falta que narre la despedida. ¡Se ha entusiasmado usted!, ha, ha, ha... A lo mejor su futuro es este ha, ha, ha...

    —Tiene razón, me entusiasmé ha, ha, ha... ¡Adiós, amigos, espero verles alguna otra vez!

    —¿Se ha dado cuenta, Doroteo, qué tipo tan simpático?; aunque usted no abrió la boca; le habrá parecido un descortés. ¿Por qué no dijo ni una palabra?, todavía le quedan las mil palabras de hoy.

    —Porque no me preguntó nada. Casi estuve a punto de meterme en la conversación. Don Benito es muy agradable.

    —¿Y por eso no habló, porque no le preguntaron?

    —¡Pues sí!

    —Perdone que le diga, señor Doroteo, que es usted un poquito raro en ocasiones. A partir de ahora no pienso preguntarle, a ver si se cansa de estar callado y habla por el placer de hablar.

    Ya veo que es usted cabezón; llevamos más de cuatro horas andando tranquilamente y no ha soltado ni mu. ¡Sí, señor!, es usted muy testarudo. Pues yo también soy cabezón. No pienso preguntarle nada, ¡hala!

    ¿Sabe que le digo?, no responda que es una pregunta al aire, para continuar yo, que he estado pensando que mil palabras para un hombre son muchas, la mayoría no dice nunca tal cantidad en un día, por lo que no le veo ningún mérito a su voto de casi silencio ha, ha, ha... ¡Y por otra parte...!, debería llamarse Casihablo ha, ha, ha..., porque dice muchas veces casi ha, ha, ha... Si es listo habrá adivinado por qué me río tanto... ¡Exactamente!, vamos a parar a comer ha, ha, ha...

    ¡Mire que vista tan bonita! ¡Qué llano tan enorme se ve allí abajo! Nos toca descender para andar luego entre prados, hasta aquella línea azul... ¿La ve? No me responda que no me he dado cuenta de que le preguntaba. Debe ser el océano Atlántico; y aquel puntito con cositas elevadas, el de la derecha, debe ser Finisterre. Pero no pasaremos por ahí. Nos dirigiremos por ese sendero solitario del medio. No quiero atravesar poblaciones, y menos con tanta gente. ¿Me acompañará usted o va para la ciudad? Ahora sí puede responderme, si quiere, claro está.

    —¿Por qué no? Luego iré a Finisterre; dispongo de tiempo de sobra.

    —Se lo agradezco de corazón. Aunque crea lo contrario, me ha caído usted muy bien, señor Doroteo, y parece que a Inadaptado también. No muestra síntomas de ello, por aquello de la penuria que arrastra, pero le aseguro que a él también le cae usted bien.

    Creo que ese es el problema de mi narrador, que no sabe relacionarse con la gente; es como si fuera autista sin serlo. Tiene más cosas negativas; por ejemplo: ninguna confianza en sí mismo; y esa es una de las cosas vitales en la vida, porque si no confías en ti mismo no vas a ningún sitio. Son cosas sencillas, que todo el mundo dice saber de sobras, pero yo me doy cuenta de que no es cierto, la gente no se lo ha sujetado bien en la cabeza. Luego lo leen y dicen: "¡Vaya una cosa que está contando; eso lo tenía yo olvidado!"; pero no es verdad, lo tenían olvidado de todas todas; ¡sí, señor?, bien olvidado.

    Esta bajada es muy pronunciada, tenga usted cuidado, no tropiece y se parta la crisma.

    Estaba comentando... ¡Ah, sí, ya recuerdo...!, de mi narrador, hablaba de mi narrador. Me da pena, mucha lástima... Es de aquellos que aunque sean viejos son inocentes como niños. Y caen y caen y vuelven a caer, ¡sí, señor! Cualquiera lo vuelve a engañar con las mismas cosas. Y creo que ha perdido la fe en la humanidad, además de en sí mismo. No sé si seré capaz de levantarle la moral y el ánimo. Me temo que no, y menos con esta absurda historia en la que a penas ha ocurrido nada fuera de lo común. Es un relato soso, sin altibajos, sin acción, sin grandes descripciones de paisajes ni de personas, ni de sentimientos ni interiores de mentes; sin moraleja ni tramas interesantes, ni tan siquiera una presentación, nudo y desenlace claros... Aunque todo esto es culpa de él, porque es oficio del narrador. ¡Pero mire!, ni se ha presentado. Ni una triste señal, ni cuatro palabritas, ni algún regalito para comer... Debe estar peor de lo que pensaba.

    Si no le importa, señor Doroteo, voy a probar yo ahora de narrador. Cuando acabe me juzga, si narré bien o mal, pero siendo sincero. Es la única, y casi la última artimaña que se me ocurre. No estamos lejos del océano, que es donde creo que acabará esta historia, y he de intentar que mi narrador recobre la ilusión de antaño. ¿Estará atento y me dirá la verdad? ¿Y tú, mi querido compañero Inadaptado, chucho tristón?

    —Le prometo que estaré atento y le diré la verdad, señor Teodoro.

    —Guau, guau.

    —¡Vale pues!, que empiezo:

    Estos prados resecos del otoño avanzado, medio salados por la proximidad del mar y cercados por vallas de cantos rodados de río, me recuerdan a los primeros pasos que uno da en la vida; y me recuerda también a la vejez, cuando uno ya ha caminado casi todos los parajes. Es una más de las infinitas norias de este universo, como esos anillos de Saturno, tan inmensos y solitarios que cuando llega uno al punto de partida ya no se acuerda de cómo era el camino.

    —¿Qué tal lo estoy haciendo, Doroteo? Perdone que le tutee.

    —Francamente, Teodoro, creo que se está yendo por las ramas. Y puede tutearme, por supuesto, si me deja usted que lo haga yo.

    —¡Faltaría más, tutéeme, tutéeme!, y tiene razón, me estoy yendo por las ramas más altas y así no conseguiré mis objetivos. Prosigo, a ver si pongo los pies en tierra y voy a lo que tengo que ir:

    Yo no era nadie, no existía, y tú, mi querido narrador, me inventaste, me diste vida y alegría y movimiento; me regalaste aventuras y penas; me otorgaste el don del amor y aún hoy, después de tantísimo tiempo, no conozco el odio, ni la venganza, ni la muerte... Pero la veo cerca, muy cerca, ¡sí, señor!, demasiado...

    —¡Un momento, señor Teodoro…! Iba usted fantásticamente. En verdad estaba a punto de llorar. Sus palabras entraban directamente al corazón. Entonces... ¿Para qué dice ¡sí, señor! Con ello ha roto casi toda la magia.

    —Cuando tiene razón, tiene razón, ¡sí, señor! ¡Huy!, perdón. Que sepa que ahora ha dicho muchas palabras... Voy a continuar:

    Veo cerca la muerte, porque no sabré vivir si usted no anda conmigo, si no mueve los hilos de una manera tan elegante y bonita, tan noble y desinteresada. Si usted no me maneja, señor narrador, me será imposible ser feliz. Me sentaré en el acantilado final de esta tierra e iré llorando toda una eternidad; iré arrojando al océano lágrimas que salarán aún más estas aguas redondas. No podré soñar con amables monstruos que juguetean con los barcos que se adentran en busca de aventuras. Jamás me vestiré de Don quijote o Sancho Panza; la vida ya no será un sueño para mí. Reúna fuerzas e ilusión. Busque a corazones limpios y a buena gente. Álcese digno, aunque esté herido, porque sin usted no podré sobrevivir. No quiero famas ni dinero, sino la simple compañía de un ser sincero y solidario. Aceptaré cualquier papel que me dé, pero vuelva a acercarse a mí.

    —Ha estado usted fantástico, señor Teodoro. Estas lágrimas mías certifican que digo la verdad; y la mirada fija del triste perro, de este Inadaptado cabizbajo, lo corroboran.

    —Le creo, amigo, pero mucho me temo que de nada ha servido. Seguimos estando solos, sin narrador.

    —¿Se ha dado cuenta, señor Doroteo, que a pesar de darnos permiso para tutearnos, no lo hemos hecho?

    —Me di cuenta, señor Teodoro. Debe ser cosa que se lleva en la sangre; algunos somos incapaces de modernizarnos.

    —Estamos llegando a la costa y, como ve, mi narrador no ha aparecido, ¡no, señor!, no ha aparecido. Quizás yo no valga para devolverle la ilusión, o ya no me quiera, vaya uno a saber; o ya esté tan abatido que no hay quien lo levante. El caso es que yo no he sido de gran ayuda; la historia en sí, como ya le comenté, no vale casi nada; pero es que yo también ando abatido por ver que soy incapaz de auxiliarlo y, la verdad, tampoco es que usted haya servido de mucha ayuda, y no digamos del perro, este Inadaptado; solo ha ladrado un par de veces, el resto del tiempo se ha limitado a seguir nuestros pasos. Y Don Benito, el que yo creí el varón rampante, se fue enseguida. Por no hablar de la rubia esa, mala pécora de la competencia que no nos dio ni una migaja de pan. Es un relato sin salsa, casi estúpido; no me extraña que mi narrador no se presentara. Ni el vocabulario es amplio, ni los detalles...

    —No se eche las culpas, señor Teodoro, usted ha actuado con buena intención, con buen corazón. Y es cierto, yo no fui de mucha ayuda; y el chucho tampoco. Este aire me gusta, señor Teodoro; y este acantilado que mira el vaivén de las olas azuladas; y esta brisa fresca meciendo la hierba es encantadora. Solo por esto valió la pena acompañarlo.

    —Está usted hablando mucho hoy; habrá de callar el resto del día.

    —No se preocupe, cuando nos despidamos no tendré ocasión de hablar con nadie. Me dirijo a Finisterre, a la ciudad. Allí, en las afueras, hay un convento donde sí se da el voto de silencio, nada de mil palabras al día, silencio total. Allí se escucha a la gente y no se habla. Es un sitio de ermitaños, pero estoy decidido. Si alguna vez desea que le vuelva a escuchar con atención, vaya a verme, y traiga a Inadaptado. Estaré encantado de recibirles.

    —No sé, señor Doroteo, ahora mismo estoy demasiado afligido. Me quedaré por estos alrededores, meditando. Quizás vaya a verle algún día; ¡vaya uno a saber qué ocurrirá mañana! ¿Qué estará mirando Inadaptado?

    —¡Son papeles, señor Teodoro, papeles que cubren el océano, alguien los arrojó y hay tantos que lo ha cubierto hasta el horizonte!

    —¡Sí señor, son escritos, páginas de novelas y poesías que cubren las aguas saladas! Creo que ya sé lo que voy a hacer, señor Doroteo. Me voy a lanzar al océano. Estoy seguro de que me iré convirtiendo en palabras de unas hojas que irán a juntarse con todas esas otras, y que allí encontraré los relatos de mi narrador, a mis compañeros de aventuras, a los paisajes que me describió, a mis sensaciones, a mis emociones. ¡Son ellos, son ellos, señor Doroteo!

    —¡No lo haga, tenga esperanza, quizás su narrador se recupere! ¡Espere! ¡No lo haga...!

    Teodoro corría hacia el acantilado. Las lágrimas caían de unos ojos nublados por la desesperanza. Doroteo observaba cabizbajo la espalda veloz. Inadaptado persiguió a toda velocidad a su compañero Teodoro. Mientras, miles de gaviotas rescataban a las hojas que se balanceaban en las aguas y se las arrojaban a los pies de Doroteo. Este las fue amontonando mientras gritaba con todas sus fuerzas que tenía todo el tiempo del mundo para recomponerlas, para colocarlas cada una en su sitio, que se las llevaría con él al convento y lo haría, lo haría...

    El chucho Inadaptado logró alcanzar a su compañero querido y lo sujetó en el borde mismo del acantilado. Teodoro miró el rostro triste de Inadaptado y comprendió en seguida que era su narrador. No lo había abandonado en ningún momento, sino que lo había acompañado desde el principio, para cuidarlo, para que no le ocurriera nada malo.

    Dieron vueltas de felicidad sobre la fría hierba del otoño, alejándose del precipicio, mientras el casi silencioso Doroteo reía feliz y contento.

    Jamás un narrador abandonará a sus personajes. Por muy triste y decaído que se encuentre, los acompañará para siempre, y estos a él, porque son seres diferentes conviviendo en un mismo cuerpo, en una misma alma.

    —Casi me temía un desenlace fatal.

    —Ya le dije, señor casi silencio, que mi narrador tiene estas cosas, que no son lujos, pero que me llenan de felicidad. ¡Sí, señor, de completa felicidad!




    Fin de la obra. Muchas gracias por leer. Guau, Guau.
     
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    Última modificación: 20 de Julio de 2021
  2. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Este relato ya lo había publicado, pero andaba perdido por ahí, y como lo he encontrado, lo republico en relatos extensos para tenerlo cerca, a mano, y corregir los fallos gramaticales.

    Perdonad las molestias.

    Saludos cordiales.
     
    #2
    Última modificación: 30 de Julio de 2021
  3. marea nueva

    marea nueva Poeta veterano en el portal

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    Que gusto leerte , seguir al buscador y ver felizmente que encontró a su querido narrador , narrador que me sorprendió con su presencia al final .... Pero que personaje podría realmente alejarse de su hacedor ?
    Jejeje, un abrazote Vicente, me encanta leerte
    Guau !
     
    #3
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  4. Évano

    Évano ¿Esperanza? Quizá si la buscas.

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    Y a mí me encanta comprobar que sigues bien, amiga.

    Abrazos hasta tu México lindo.
     
    #4
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