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Ella y Él

Tema en 'Prosa: Amor' comenzado por Ayax, 10 de Julio de 2022. Respuestas: 3 | Visitas: 570

  1. Ayax

    Ayax Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Las palabras, en ese intervalo, eran totalmente incapaces de consolar: mucho menos de curar cualquier rota estabilidad del alma. Las sentía, ella, sonidos deshabitados de cualquier significación o símbolo que pudiesen, al menos, ser ligero sedante del momento interior e indeliberado en que se encontraba él, y de modo semejante, ella misma. No muy remotas estaban las veces en que había vaciado, en la serena comprensión masculina, los profundos pesares arrastrados por su corazón desde prolongada estela de tiempo atrás: de hecho, tales ocasiones solían ser torturante marea que, ascendente y aguda, se reiteraba en sus vespertinos encuentros. Eran, en verdad, océanos de angustia incesante los que la circundaban y a través de los cuales bogaba su existencia. Pérdidas y ausencias, en desmesura, se habían ido acumulado en las espaldas de sus días.



    Él, poco más de dos lustros mayor que ella, al momento de conocerla percibió, en su sola forma de expresarse: sin importar las palabras que pronunciara; y como venida de muy lejos, una gran melancolía que le anegaba cada hálito y minuto de la vida; no obstante, era un sufrimiento con reflejo de sonrisa triste y cristalina. Aflicción delicada: con distante sabor a dulzura que para sobrevivir había aprendido a alimentarse de penas y resabios. Todo lo anterior, además de un tenue encanto de honda sensualidad femenina, vislumbraba él, en aquella dama esbelta, de rasgos elegantes y pupilas muy límpidas: esto último, tal vez, en razón de las muchas lágrimas que habían corrida por su mirada: en ocasiones, ese pensamiento solía incidir en sus cavilaciones sobre ella.


    Su mutua inclinación hacia la poesía hizo parecer lógico y natural su acercamiento. Ambas sensibilidades solían entrelazarse en amenas charlas de atardeceres fortuitos; al principio, para luego, volverse más habituales sus confluencias en los crepúsculos. Poemas, tazas de café, anécdotas y confidencias se sucedían, sin prisa, entre los dedos de un interno y correlativo reloj compartido, por ellos, de manera grata e inconsciente. Quizás por tenerlo cargado de dolor en exceso, era ella quien más afluía su corazón en la mirada varonil; la cual, absorbía con apacible vehemencia cada frase exhalada por los finos labios: convertida, al instante, en dulce y nítido efluvio por el sentido pesar con era dicha. “Las penalidades ajenas debemos absorberlas por los ojos para que lleguen al alma y sentirlas, así, lo más propias posible”, alguna vez alguien dijo.


    Él, por innata naturaleza, era romántico y apasionado. Le agradaba el amor con sentimiento. Poner el alma en los cinco sentidos para, de semejante modo, alcanzar la sublime conjunción de la ternura y la pasión: asimismo, solía, aunque no con frecuencia, sentirse vulnerable en los ocasos; sobre todo en aquellos de otoño: que se presentaban anubarrados y con persistente garúa asomándose al cristal; entonces, una súbita nostalgia le agobiaba sin que fuera suficiente la senda abierta por algún soneto para huir de ella. Nostalgia cuya raíz era inasible a su espíritu: y más aún a su raciocinio; y a la sazón, era una tarde de principios de noviembre, con lluvia pausada y pertinaz.


    Ella, casi de inmediato, se percató de la desolación que las pupilas de él traslucían. No era el de los atardeceres de siempre. Se le miraba presa de morriña parecida a la que con frecuencia le abrumaba a ella. ¡Y precisamente en esa tarde! en que como pocas veces precisaba más del atenuante comprensivo de su atención: de sus palabras de aliento y empatía. Alrededor de seis horas atrás, había recibido una noticia referente a un familiar a quien ella quería mucho; y para su infortunio, dicha noticia no correspondió a sus esperanzas: redundando tal hecho en que su asidua amargura se acentuara en todo su ser: lo que la llevó a sentir, mientras pasaba bajo el dintel del acostumbrado restaurante que era sitio de sus encuentros: que sería menester que él echase mano de toda su sensibilidad convincente para rescatarla, cuando menos, en mínima parte, del oleaje de desánimo que al momento le apabullaba; empero, si antes de mirar su semblante, esa tarde, sus expectativas al respecto eran débiles y lejanas: cuando contempló su mirada supo que, aunque por razones de índole distinta, los dos compartían, en esa hora, un similar desamparo.


    “Palabras para semejantes situaciones son fantasmagórica esencia que trasciende los moldes de la voz”, pensó ella al notar la pesadumbre de él y sentir, a profundidad, la suya propia ¿Qué la impulsó a proponer que se marchasen a los escasos quince minutos de estar en el café? ¿Fue quizá que intuyó que ambos, al momento, carecían de cualquier prosa que procurara, siquiera, algún leve paliativo a sus aflicciones? No lo sabía; sin embargo y, tal vez, ante las aisladas y nimias frases emitidas por uno y por el otro: sugirió que se marchasen sin mencionar el sitio a donde se trasladarían.


    Ahora, sentados en la pequeña sala de su acogedor departamento: inquiría, en su fuero interno, el excepcional motivo que la llevara a conducir su auto hacia aquel lugar: tan íntimamente suyo. ¿Fue por qué la ligera garúa de la tarde temprana mostrara visos de convertirse en copiosa lluvia; y no deseaba tener ningún contratiempo posterior de tráfico vehicular? ¡Quién sabe! La realidad era que, compartiendo un mismo sofá, entrambos daban suaves sorbos a sendas tazas de café capuchino; en tanto, en sus almas, se afianzaba una creciente pleamar de hipocondría. A los dos apremiaba encontrar un cause por el cual desterrar tan sólo, siquiera un poco, parte del torrente de saudade que les atestaba el espíritu. Ella, quizás, lo intuía mejor que él: como estaba cierta, asimismo, que las palabras para tal propósito no habían sido inventadas aún; y que otras, cualesquiera, que fuesen dichas, nada más agrandarían el vacío ya existente en sus más hondos sentires.


    Nunca antes, desde que empezara a tratarlo, había tenido otro pensamiento respecto de él que no fuese el que corresponde a un hombre noble y empático: que sabía leer los pesares de las personas tanto en sus miradas como en sus decires; y, asimismo, dar un poco de consuelo y esperanza con sus palabras. Empero, ahora, de improviso: le parecía un bajel a merced de fuerte borrasca que en cualquier segundo podría hacerlo zozobrar: incluso, durante un lapso fugaz, le encontró semejanza con un pequeño huérfano bajo una noche de invierno. Periodos irregulares de silencio se experimentaban como una marea que reducía más, a cada instante transcurrido, el número de sus opciones… ¿Acaso fue su más prístina e instintiva intuición de mujer la que le susurró que cuando la voz no puede dar alivio al alma, es posible que la piel si pudiese hacerlo? Muy probablemente haya sido tal revelación la que le hizo aproximar su boca al aliento varonil. Con receptiva ansiedad los labios de él engarzaron la sonrisa en reposo de ella. Pese a que, en no pocas ocasiones, había percibido, en sus ojos, emanaciones de reflejos sicalípticos que la envolvían; en ningún momento imaginó que se pudiese dar alguna intimidad entre ellos. No tenía interés en tal eventualidad; aunado a que perduraba en su mente la remembranza de una relación que mucho le había significado: que después perdiera; y que hasta ese instante, le lastimaba aún. Pero, al observar a aquel hombre semejando titubeante embarcación a punto de ser devorada por un temporal de angustia: aun estando, ella misma, en lucha por prevalecer a su propia marejada de desolación: recordaba las veces que él la había sostenido con sus frases de fe y poemas para que no sucumbiera a un mar de completa congoja. Deseaba ser agradecida y ser, para él, sincero apoyo en su tribulación actual; mas, estando segura que las palabras poco o, más bien nada, sanarían en la tesitura del momento, decidió hacerlas dormir e intentar el amable remedio de la tangencia de los tactos. En vez de contemplarlo hundirse en el piélago de su tristeza, lo dejaría naufragar en las tibias aguas ambarinas de su piel desnuda y así, quizás, ella misma alcanzaría un puerto que la protegiese del vendaval de su personal aflicción. Más que dijese lo anterior con la mente, lo experimentaba a través de la grata sensación de sus labios yuxtapuestos.


    Junto a sus ropas, decidieron, asimismo, dejar las angustias que también llevaban puestas: quitándolas de sus corazones; de esa guisa y ya libres, tanto en lo exterior como en lo interno, de cualquier tipo de inconvenientes: el elíxir que empezaban a beber era probable que tendría un efecto más grato y positivo en el ánimo de ambos. Ella no sólo lo dejó, sino, que lo espoleó a viajar por todo su terso territorio de mujer. Así, él anduvo sus refinadas praderas: se deslizó por entre las gargantas de sus vibrantes valles. Ascendió hasta las puntas más elevadas de su soberbio paisaje; dónde escanció la desesperación de su aliento. Se sumergió en sus estratos más profundos y femeninos. Dejó la impronta de sus sentidos sobre cada pequeño trecho de los oasis encontrados en su travesía por ella: y ella le permitió amarla; incluso, a intervalos, parecía exigirle que le entregase hasta la gota postrera de su pasión. Se dejó arrastrar por las corrientes marinas que sentía eran los brazos masculinos: lo retenía estrechándolo con ambos pares de extremidades. Su boca se apresuraba a ir al encuentro de nuevos y constantes besos. Le agradaba sentir su pelo enmarañarse entre los dedos de él. Se aventuró, con audacia, a explorar ámbitos genésicos como nunca antes lo había hecho. Le permitió provocar que emergiera, a plenitud, su esencia de mujer más primigenia y asertiva. Ambos se impregnaban, mutuamente, de sueños desesperados y agradable relente a través de la respiración ruborizada de sus poros. Entre acezos, sonrojos y policromía de inefables sensaciones, el cenit les estalló en el núcleo de sus naturalezas recíprocamente complementadas.


    En alguna recóndita anfractuosidad del alma, más tarde, entre el sueño y la vigilia: ella se decía que a la mañana siguiente, cuando él y ella se pusiesen sus ropas nuevamente; asimismo, ambos recogerían, de junto a sus prendas, sus angustias y volverían a ponérselas en el corazón. Sin embargo, una inesperada y casi etérea sonrisa; apenas percibida por sus propios labios, la sintió como presagio de que, ahora, esas aflicciones serían más ingrávidas y menos punzante su aguijón.


     
    #1
    Última modificación: 15 de Agosto de 2022
  2. Mamen

    Mamen ADMINISTRADORA Miembro del Equipo ADMINISTRADORA Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    (Seleccionada por la administración entre las propuestas remitidas por moderadores y/o usuarios)


    Muchas FELICIDADES
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    #2
  3. Ayax

    Ayax Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Agradezco, sinceramente, la distinción hecha a estas letras. Gracias. Un cordial saludo, poetisa.
     
    #3
  4. Ayax

    Ayax Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Agradezco la amable distinción hecha a estas letras. Gracias. Un cordial saludo.
     
    #4

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