Tocar el cielo, vivir en el infierno

A veces pienso que vos y yo no nacimos de costillas, sino de un terremoto que olvidó cerrar sus grietas. Éramos eso: un cruce de líneas sísmicas besándose bajo la piel, vos con tus uñas como lápices desafilados escribiéndome en la espalda mapas que no llevaban a ningún lado, y yo, empeñado en leerte como si fueras un libro que no me correspondía.

Tocar el cielo con vos era fácil —bastaba una mirada tuya, esa que se detenía como un tren sin destino fijo en medio de mis ruinas— y de pronto volaban los pájaros dentro de mis huesos, cantaban las paredes, bailaban los relojes. Pero vivir en tu infierno, ese era el precio. Porque vos eras todas las estaciones en una misma tarde, la calma y la tormenta, la flor y la espina, la caricia y la bofetada que no deja marca pero deja un eco.

Nos amábamos en plural, con conjugaciones extrañas: yo te dolía, vos me encendías. Y en medio de eso, una risa rota, un vaso a medio vaciarse, un perfume que no sabía si quedarse o irse. Había algo salvaje en tus silencios, como si cada palabra que no decías se enterrara en mi garganta para germinar en insomnio.

No sé cuándo fue que empezó el infierno. Tal vez cuando dejaste de besarme con el cuerpo y empezaste a hacerlo con el recuerdo. O cuando mis manos ya no sabían si tocarte era un acto de amor o de supervivencia.

Pero igual te busqué, como se busca un relámpago en una noche quieta. Porque había algo adictivo en vos, algo que dolía lindo, que quemaba justo donde uno quiere arder. Y aunque sabía que tocarte era saltar sin paracaídas, seguí haciéndolo, porque hay caídas que valen la fractura.

Y así, entre el cielo y el infierno, fuimos. No sé si fuimos bien, pero fuimos. Que ya es bastante para dos cuerpos que se abrazan como quien lanza una moneda al abismo esperando que suene cara.

 

Genial.
Saludos.