Debe haber cerebro aún en mi cabeza… porque duele.

No es un dolor poético ni romántico. No es ese zumbido melancólico de quien ha amado demasiado o ha leído a Pessoa sin desayuno. Es un dolor físico, legítimo, con papeles notarizados y todo. Late como un tambor desafinado en el fondo del cráneo, como si un gnomo sindicalista hubiera decidido comenzar una huelga justo detrás del ojo izquierdo.

Estoy en la sala de espera. Lo sé porque todos los relojes están rotos y el tiempo se ha vuelto una gelatina tibia. A mi izquierda, un señor con cara de haber resuelto el teorema de Pitágoras con un sudoku. A mi derecha, una señora que claramente sabe algo que yo no. Ella no espera; contempla.

Y yo… yo me repito: “Debe haber cerebro aún en mi cabeza porque duele”. Lo cual, en términos filosófico-médicos, me convierte en una especie de Descartes con migraña. Cogito, ergo me duele.

En esta penumbra fluorescente, uno se cuestiona si los resultados (esos que deberían traer respuestas) no son más bien mitologías modernas, como los oráculos de Delfos pero con co-pago.

Quizás el dolor es la señal inequívoca de que algo está funcionando mal… o demasiado bien. Tal vez el cerebro está trabajando horas extra para resolver el misterio de su propia dolencia, como un oficinista neurótico que sospecha de sí mismo.

Y entonces llega la enfermera. Pronuncia mi nombre como quien invoca a un espíritu o recita una marca de cereal dietético. Me levanto. Camino. El dolor me acompaña, fiel como un perro viejo. Y sigo pensando…

Debe haber cerebro. Aún. Porque duele