La mitad de nada

Hay días en que uno se levanta con el alma arrugada, como esas camisas que nunca se planchan porque total, ¿quién va a mirar tan de cerca? Y uno anda por ahí, con el corazón mal doblado, la memoria torcida y una nostalgia que no se deja sacudir.

Porque, ¿sabes? A veces no duele lo que pasó, sino lo que no alcanzó a pasar. Lo que se quedó a medio camino entre tu boca y la mía, entre una carta sin escribir y el silencio con el que decidiste responder. Y ahí vamos, cargando con la mitad de nada, que pesa más que cualquier todo completo.

Te pienso como se piensa un incendio ya apagado: con el calor aún en los dedos, el humo en los ojos, y ese vacío extraño donde antes bailaban las llamas. No es que te extrañe, es que me faltas en lugares donde ni sabía que podía caber alguien. Me sobran rincones tuyos en mi casa, en mi cama, en mis rutinas idiotas. Todo está en su sitio, menos tú.

Y uno se acostumbra. A vivir con una pasión deshabitada, con la piel que ya no tiembla y los sueños en huelga. A fingir que no se nota, que todo está bien, que la mitad basta, que el amor es un lujo innecesario, como el azúcar en el café amargo de la resignación.

Pero la verdad es que no. La mitad de nada sigue siendo una falta, una ausencia con nombre propio. Y aunque no lo diga, aunque no lo grite, aunque ya no escriba tu nombre en los márgenes de mis días, hay un lugar exacto, íntimo, donde todavía dueles. Donde ardes bajito.

Y yo, cobarde de vocación, me hago el desentendido. Me echo encima otro día. Me sirvo otro café. Y sigo. Con mi mitad de nada. Con mi todo sin ti.