La biblioteca que soñaba con olvidar

Las paredes respiraban tinta, y los estantes, como columnas vertebrales del tiempo, crujían bajo el peso de los pensamientos no pronunciados. Cada libro era un espejo que no recordaba su reflejo, un susurro atrapado entre sílabas cansadas de repetirse.


Allí vivía una mujer sin sombra, hecha de viento antiguo y relojes derretidos. Caminaba descalza sobre alfombras de páginas arrancadas, mientras los diccionarios la miraban con celos de no poder inventar nuevas palabras para describirla. Le decían La Que Habla Con Los Signos de Puntuación.


El sol no entraba por las ventanas, sino que caía en gotas líquidas desde el techo, como si el cielo llorara luz derretida. A veces, los verbos se escapaban del papel y corrían por las paredes, persiguiendo adjetivos como si fueran mariposas doradas.


Ella abría un libro distinto cada noche, con la esperanza de encontrar una historia que la soñara. Pero los libros la conocían demasiado bien. Sabían que su alma estaba hecha de párrafos inconclusos y que su corazón latía con comas, pausando antes de cada emoción.


Una tarde, la biblioteca misma comenzó a olvidar. Los títulos se despegaban de los lomos como hojas en otoño, los capítulos se deshacían en neblina, y las ideas se acostaban en silencio a dormir en el polvo. Ella sonrió.


Porque al fin, el olvido era otra forma de inventarse.


Rosa María Reeder
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