1. Invitado, ven y descarga gratuitamente el cuarto número de nuestra revista literaria digital "Eco y Latido"

    !!!Te va a encantar, no te la pierdas!!!

    Cerrar notificación

A Drink in Heaven (versión en español)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Isidora_Luna, 19 de Julio de 2025 a las 11:26 PM. Respuestas: 9 | Visitas: 70

  1. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    Prologo : A Drink in Heaven es una novela dialogada que combina filosofía, humor negro y literatura simbólica.
    Se desarrolla en un bar fuera del tiempo —a veces celestial, a veces infernal— donde personajes como Asmodeus, Spinoza, Machiavelli, y otros, conversan entre copas.

    No hay capítulos tradicionales, sino escenas breves que funcionan como pequeñas explosiones de pensamiento y tensión.
    Hablan de poder, fe, política, lenguaje, verdad… y de los errores que pueden romper el sentido de la realidad.

    Es una obra que no busca respuestas, sino buenas preguntas.
    Una ficción afilada, densa por momentos, pero escrita con ritmo y precisión.
    Esta es su primera traducción al español.


    _____________________________________________________________________

    A Drink in Heaven

    Conversaciones imposibles con ginebra:
    Asmodeus y Maquiavelo visitan el Cielo

    Dos almas improbables se encuentran en el rincón más sereno del Cielo. Uno es un demonio con demasiado buen gusto. El otro, un filósofo con demasiada claridad. Ninguno debería estar allí… pero ambos tienen algo que decir.

    El ascensor al Cielo fue sorprendentemente discreto. Una columna de luz plateada, sin preguntas, sin guardias en la puerta. Solo un timbre y el ascenso. Al parecer, la burocracia divina también se había modernizado.

    Asmodeus se ajustó los puños al salir. El suelo brillaba como la inocencia prensada en mármol, y el cielo —por supuesto— era de un azul ridículamente interminable. A lo lejos, resonaban arpas: del tipo que hace llorar a los mortales en las bodas y sonreír a los ángeles mientras rellenan formularios.

    Maquiavelo entornó los ojos ante la luz. No era de las que calientan. Era de las que juzgan.
    Encantador —murmuró—. Todavía huele a virtud y flor de saúco.

    Asmodeus encendió un cigarrillo de clavo de olor con un chasquido. Dos serafines pasaron, ofreciéndole su desaprobación como solo los eternos saben hacerlo. Él exhaló una voluta de humo, que se convirtió en mariposas y se fue flotando, pidiendo disculpas en voz baja.
    Nunca confío en un lugar donde nada muere —dijo—. Incluso el aburrimiento aquí es inmortal.

    Encontraron el bar escondido detrás de la Biblioteca de los Registros Beatíficos. Se llamaba El Sorbo Eterno, con letras doradas, como si esperara peregrinos y no clientes.
    Por dentro, era curiosamente agradable. Sin fuego, sin jazz, sin aroma de secretos derramados —solo conversación tranquila y bebidas que brillaban con metáforas innecesarias. El barman, un ex santo de postura impecable y chaleco inmaculado, los saludó con un gesto irónico.
    No solemos tenervisitas de abajo.

    Asmodeus sonrió como un hombre vetado en todas las fiestas pero conocido por todos los anfitriones.
    No se preocupe —dijo—. Solo venimos por un sacrilegio menor. Una ginebra a la vez.

    Maquiavelo se sentó con la dignidad de un príncipe cansado. Observó alrededor. Sin pantallas. Sin titulares. Sin urgencia.
    ¿Cómo sobreviven sin noticias?
    No lo hacen —respondió el santo, puliendo un vaso—. Solo recuerdan lo que importa.

    Asmodeus casi se atraganta.
    Recuerdan los valores —dijo con desprecio—. Esas cosas terriblemente inconvenientes.
    Tomó un sorbo. La bebida sabía sospechosamente a perdón.
    Bueno, Niccolò —dijo, golpeando el vaso—, ¿hablamos de política en un sitio que presume de no tenerla?
    La tienen —respondió Maquiavelo—. Solo que la llaman “consenso”. Un reino donde todos están de acuerdo sigue siendo un reino... solo que con grilletes de terciopelo.

    Asmodeus alzó su copa.
    Por los grilletes de terciopelo —dijo—. Y por los tontos que los llaman alas.

    Bebieron. El líquido era fresco, claro… y dolorosamente sincero.
    Maquiavelo frunció el ceño.
    Prefiero un vino que me mienta.

    Una ángel pasó con una bandeja de burbujas y risas bien educadas. Les sonrió con ternura, como se sonríe a los perros que saben sentarse, pero no quedarse quietos.
    Creo que nos ha compadecido —dijo Asmodeus.
    O nos ha reconocido —replicó Maquiavelo.

    El bar se fue llenando suavemente. Alguien citó a Platón sin sonar pomposo. Otro recitaba poesía a un vaso de agua… y el agua escuchaba.
    Casi los entiendo —dijo Asmodeus, encendiendo otro cigarrillo—. Esta serenidad… es adictiva.
    Como opio destilado por filósofos morales —dijo Maquiavelo—. Pero, ¿dónde está el peligro? ¿La emoción de una traición bien hecha? ¿Dónde está… la historia?

    El barman regresó con un cuenco de aceitunas y una sonrisa que conocía la guerra, pero prefería la paz.
    —Aquí no hay historia —dijo—. Solo memoria. La historia es lo que uno hace con el dolor. Nosotros recordamos la lección, no la herida.

    Asmodeus resopló.
    Las lecciones están sobrevaloradas… Dame heridas… hacen mejores canciones.

    Quedaron en silencio un rato.

    Afuera, en algún rincón del Cielo, un coro ensayaba armonías perfectas. Nadie allí se las había ganado.

    Maquiavelo dejó su copa.
    Deberíamos irnos.
    —asintió Asmodeus—. Antes de que la claridad se nos pegue.

    Se pusieron en pie. Ya en la puerta, Asmodeus se volvió.
    Vuestro vino es espantoso —dijo—. Pero la luz… la luz es exquisita.

    Y descendieron.
    Ni redimidos, ni condenados. Solo… un poco más sobrios.

    Muy abajo, el mundo seguía ardiendo....pero todavía les quedaban muchas opiniones por compartir.
     
    #1
    A dragon_ecu le gusta esto.
  2. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    La gran partida de ajedrez tridimensional
    A Drink in Heaven — Episodio II

    En un nicho abovedado justo más allá de El Sorbo Eterno, oculto tras cortinas de niebla tornasolada, flotaban una serie de tableros de ajedrez tridimensionales: escenarios levitantes de poder, cada capa vibrando con una energía demoníaca y silenciosa. Machiavelli y Asmodeus llegaron uno al lado del otro, atraídos por una invitación no pronunciada. Ninguno habló; ambos habían percibido el cambio en la atmósfera del Cielo: un leve temblor donde los mundos se superponían.

    Machiavelli alzó una ceja.—Asmodeus —dijo con voz baja—, parece que siempre hay más que discutir. Y más tableros en los que jugar.

    La sonrisa de Asmodeus se abrió en su rostro.
    Desde luego. ¿Ves estos tableros? Tres capas cada uno: Economía, Fuerzas Militares, Narrativas. Cada capa late con intención. Vamos: empecemos la partida.

    Se acercaron al tablero central primero. Sus niveles brillaban con matices graduados: verde esmeralda para Economía, gris acero para Fuerzas Militares y un velo púrpura ahumado para Narrativas. Spinoza, que rondaba al borde del nicho, reconoció a sus viejos conocidos y dio un paso adelante con cautela. Entendía el ajedrez clásico, pero nunca había presenciado esta invención infernal.

    Machiavelli. Asmodeus —saludó Spinoza, curioso y a la vez receloso—. ¿Qué clase de juego han traído aquí?

    Machiavelli hizo una leve reverencia.
    —Baruch Spinoza. Qué grato que nos acompañes. Quizás tu perspectiva podría ser iluminadora. En este juego, un solo movimiento en la capa Económica repercute en las Militares… y se desborda en las Narrativas.

    Spinoza frunció el ceño.
    —Suena más a una plaga que a un juego.
    Asmodeus extendió un dedo largo hacia la esquina del tablero.
    —Observa.

    1. Capa Económica (Los Peones)

    Machiavelli alcanzó un peón dorado y facetado en el plano Económico.
    Avanzo mi Peón de Aranceles —anunció, presionándolo con el pulgar.
    Inmediatamente, el peón se deslizó en diagonal hacia adelante, dejando tras de sí un rastro de monedas parpadeantes y hojas de balance. Al asentarse, el tablero tembló.

    Spinoza observó cómo la segunda capa —Fuerzas Militares— se agitaba, y un regimiento fantasma de tanques se materializaba en la frontera. Luego, en la capa más alta —Narrativas— surgieron pequeñas criaturas de papel de periódico, entonando:
    —¡Amenaza económica! ¡Proteged los mercados internos!
    El público, dentro de la ilusión del juego, volvió la mirada hacia las rutas comerciales, sin notar los tanques.

    Asmodeus aplaudió suavemente.

    Una jugada fina, Niccolò. Tu peón presiona las fábricas del rival y, al mismo tiempo, prepara al pueblo para desear seguridad. Lo admito: una combinación hábil.

    2. Capa Militar (Los Alfiles y Torres)

    A continuación, Asmodeus colocó un alfil sombrío en el plano Militar.
    Ahora se mueve mi Alfil del General —susurró, deslizándolo en diagonal, atravesando el recién formado regimiento de tanques de Machiavelli.
    Allí donde se detuvo, los tanques retrocedieron como si hubieran sido golpeados, dejando formaciones vacías tras de sí.

    Los ojos de Spinoza se abrieron al captar la implicación. En la capa Económica, debajo, el parpadeo de los símbolos monetarios se tornó una llama roja: los mercados se desplomaban. Las fábricas anunciaban despidos. En la capa de Narrativas, un coro de tambores de guerra comenzó a sonar, entonando: —¡Invasión inminente!

    Observa —dijo Asmodeus—, que al amenazar con la guerra —real o fingida— fuerzo a tus mercados al pánico. Y las masas, en la cima, exigen gasto en defensa, no sea que nos invadan. El dinero sube, el sudor se derrama, y en la cúspide… solo se oye el miedo.

    Machiavelli asintió con aprobación.
    Un jaque clásico: el destello de las armas convence incluso a los más sabios de que la paz es una ilusión.


    3. Capa Narrativa (Los Caballos)


    En la cima del plano de Narrativas, Spinoza vio una figura solitaria con forma de caballo: un corcel negro alzado bajo una bandera que decía “Archivos Top Secret Desclasificados”.
    Asmodeus lo empujó a su posición: su movimiento era inusual, como si saltara dos capas a la vez, cruzando desde Narrativas hacia Militares y regresando luego a Narrativas.

    Al instante, rumores sobre expedientes ocultos y conspiraciones se extendieron por la capa superior. Spinoza vislumbró una multitud de aldeanos con los ojos muy abiertos, fascinados. Se agrupaban en torno a periódicos espectrales, debatiendo:—¿Realmente Occidente experimentó con mentes artificiales?
    Mientras tanto, muy por debajo, funcionarios en la capa Económica se reunían, aprobando nuevos impuestos a las importaciones —sin escrutinio, porque todos estaban demasiado ocupados persiguiendo fantasmas.

    Aquí —entonó Asmodeus— ves el poder de los Caballos: al desviar la atención hacia el sensacionalismo, vacías el foco sobre la vía del tren de tu Peón de Aranceles al noroeste, que ahora está libre de vigilancia. En cambio, el pueblo está distraído por algo mucho más… entretenido.

    4. La Revelación de Spinoza

    Spinoza se inclinó hacia adelante, tocando el espacio entre Militares y Economía.
    Esto es más que un juego. Cada pieza que movéis dicta la realidad: vidas, medios de vida, lealtades. Siempre creí que la razón gobernaba a los hombres; pero aquí, el miedo y la distracción los manipulan con mucha más eficacia.

    Machiavelli colocó una mano sobre su hombro.
    Exactamente. Si uno conoce estos niveles y patrones, puede orquestarlos… o resistirlos. Pero pocos ven realmente el tablero tal como es.

    Los tableros brillaron, como si respondieran. A lo lejos, ángeles pasaban flotando, con el rostro pálido por una inquietud celestial. Incluso aquí, en el Cielo, el temblor de este juego infernal los había perturbado.

    Spinoza exhaló lentamente.
    Entonces, ¿qué me queda? ¿Cómo se combate un juego en el que cada movimiento se desborda a través de tres capas de existencia?

    Asmodeus sonrió con ese gesto lento y sabio que curvaba sus labios.
    Comprendiendo que el único jaque mate posible es el que se hace con la verdad. Si la razón puede exponer cada onda… si el pueblo llega a vislumbrar la mecánica subyacente, entonces el tablero pierde su dominio.
    Pero ten cuidado: la verdad es un caballo frágil. Puede ser sacrificado en nombre de lo que parece un bien mayor.


    Machiavelli añadió en voz baja:
    —Y a menudo, ese sacrificio se convierte en una historia en sí misma.


    5. La Siguiente Jugada

    Mientras los tres observaban las piezas permanecer en sus posiciones —el Peón de Aranceles de Machiavelli congelado junto al Alfil del General de Asmodeus, y el Caballo encaramado sobre ellos como una estrella ominosa—, Spinoza comprendió su camino.
    No movería ninguna pieza, sino que escribiría un tratado sobre ese mismo tablero.
    Una guía para ver las conexiones ocultas: cómo el comercio, el conflicto y el rumor forman un triángulo irrompible.

    Asmodeus lanzó un hilo de humo hacia Spinoza.
    —Adelante, poeta-filósofo. Tal vez tus palabras obliguen a los jugadores a anticipar un nuevo tipo de jugada… una que no pueden calcular.

    Machiavelli se levantó, ajustando su chaleco.
    —Quizás algún día, tu tratado llegue a los ojos de los gobernantes. Tal vez aprendan a detenerse antes de colocar un peón, convocar un regimiento… o soltar un rumor en el vacío.

    Spinoza asintió, humilde pero decidido.
    —Entonces, que observen mientras aíslo sus capas con escrutinio. Si cada onda se expone, la cascada se detendrá.

    Cuando los tres se pusieron de pie, los tableros brillaron y se desvanecieron en el aire, plegándose como un pergamino que colapsa. El silencio del Cielo reclamó la bóveda, como si el juego jamás hubiese existido…
    aunque todos los que lo presenciaron sintieron sus réplicas en lo más profundo de los huesos.

    Machiavelli y Asmodeus intercambiaron una última mirada.
    Hasta nuestra próxima partida —susurró Machiavelli.

    Como siempre —ronroneó Asmodeus—, estaré esperando tu jugada.


    Spinoza los observó marcharse.

    Sabía que, allá abajo, el mundo seguía su tumultuosa danza: peones avanzando, alfiles deslizándose en su sitio, caballos saltando para sembrar distracción.
    Pero ahora, armado con una nueva claridad, llevaba consigo un voto silencioso: transformar aquel juego oculto en un espejo para todo aquel que se atreviera a mirar.

    Y en algún lugar, en la vasta luminosidad del Cielo, un bardo comenzó a componer una canción sobre tres niveles de poder, con la esperanza de que su melodía descendiera en ondas y despertara incluso a las almas más complacientes.
     
    #2
  3. dragon_ecu

    dragon_ecu Esporádico permanente

    Se incorporó:
    15 de Abril de 2012
    Mensajes:
    13.648
    Me gusta recibidos:
    12.521
    Género:
    Hombre
    Me recordó un anime donde unos jóvenes Jesús y Buda fueron a Japón a convivir en un departamento ... muy bueno aunque corto.

    Me gustó este encuentro.

    Gracias por escribir.
     
    #3
  4. dragon_ecu

    dragon_ecu Esporádico permanente

    Se incorporó:
    15 de Abril de 2012
    Mensajes:
    13.648
    Me gusta recibidos:
    12.521
    Género:
    Hombre
    Y este segundo texto es genial y una lección filosófica del valor potencial de las piezas de ajedrez.

    Los peones (poder económico) lentos de reacción pero de avance sólido tanto en defensa como en ataque siempre que... no vayan solos.

    Los alfiles y torres (poder militar) ágiles, intuitivos en el ataque directo o cubierto, y fuertes respaldos en la defensa indirecta (enclave de piezas).

    Los caballos (el poder comunicacional) saltan en cualquier dirección que se requiera. Lo que les permite crear rápidamente caos y terror en el ataque... pero en la defensa son lentos e ineficientes, aún enclavando piezas su posición es débil.

    De pronto yo hubiera asignado el poder militar a los alfiles , y el poder legal/legislativo a las torres... pero te hubiera añadido una dimensión más lo que es prácticamente imposible de asimilar para una mayoría de lectores.

    Torre y Rey -- enroque corto OO.
     
    #4
  5. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    La Inspección Celestial
    A Drink in Heaven — Episodio III

    El aire aún vibraba con el eco del juego. El tablero ya no estaba, pero la perturbación seguía palpitando. Spinoza, de pie, sintió que el espacio contenía el aliento. Y entonces aparecieron. No descendieron. No hicieron ruido. Simplemente… estaban.

    Tres figuras vestidas con túnicas blancas, bordadas con símbolos antiguos. No eran ángeles. Tampoco humanos. Inquisidores retirados, tal vez. Reformados. Llevaban gafas. Y archivadores.

    —Dominicus. Oficina de Supervisión Celestial —anunció el del centro. Sus alas, pálidas, dobladas como páginas. No volaban. Archivaban.

    Maquiavelo frunció el ceño.
    No son de los habituales.
    No —asintió Asmodeo, encendiendo otro clavo y deteniendo su andar—. Son peores. Huelen a norma… y a sacramento sagrado.

    El inquisidor hojeó un archivo que aparecía y desaparecía con cada línea leída.
    Permanezcan donde están. Hemos detectado una interferencia estratégica de nivel tres. Interacción no autorizada entre Capas de Influencia: Economía, Militar, Narrativa.
    —¿Y? —preguntó Spinoza, desconcertado—. ¿Ofende la verdad?

    No hubo respuesta. Solo un gesto: el inquisidor alzó una balanza de cristal que osciló sin peso.

    El juego fue legal —intervino Maquiavelo—. Las piezas se movieron como debían. Lo que cambió fue… la mirada.

    Entonces habló la tercera figura —una mujer, de voz serena, alas plateadas.
    Y es precisamente eso lo que provoca el caos en los Reinos. Cuando alguien ve más de lo que debería, el equilibrio comienza a tensarse.

    Maquiavelo arqueó una ceja. No por lo que dijo. Sino porque, a todas luces, era una mujer.
    ¿Desde cuándo hay inquisidoras? —murmuró, sin esperar respuesta.

    El mayor del trío lo oyó. Lo miró con fijeza.
    Se llama penitencia, señor Maquiavelo. es el hermano Juan de la Vega. Mano derecha de Torquemada. Fue juzgado por exceso de celo. Su castigo fue simple: vivir la fe desde el otro lado del confesionario.

    Asmodeo soltó una carcajada baja. Maquiavelo no supo si reír… o persignarse.

    Dominicus —cuyo nombre completo era Domingo de Guzmán el Joven, archivista eterno por designio divino— cerró su archivo con un suave clic.
    No habrá sanción —dijo—. No por ahora. Solo… una advertencia.

    El tercero —Tomás de Celano, que en otro tiempo escribió sobre mártires y ahora transcribía anomalías éticas con tinta de incienso— guardó silencio mientras Dominicus se acercaba a Spinoza. Le tendió un pequeño objeto: una pluma de ave, negra como el humo de Asmodeo.
    Spinoza la sostuvo. No tenía tinta. Pero absorbía la luz.

    —Escribir puede ser tan disruptivo como gobernar, Baruch. Creemos que eres capaz. Por eso te damos esto.

    —¿Y qué se supone que debo hacer con ella?—
    Spinoza miro la pluma y al inquisidor desconcertado.

    El que una vez fue el Hermano Juan respondió sin parpadear:
    —Esta pluma no escribe en papel. Escribe en la estructura. Las palabras que traces con ella quedarán grabadas en el tejido mismo de la percepción. No todos sabrán que han leído algo. Pero sentirán que algo es cierto.

    —¿Fe? —preguntó Maquiavelo .
    —No —respondió Spinoza, sin apartar la vista de la pluma—. Conocimiento.
    —Sabrás cuándo usarla —añadió Dominicus.


    Entonces desaparecieron. Tan silenciosamente como habían llegado.

    No eran tan terribles —comentó Asmodeo, sacudiendo un polvo invisible del ala de su abrigo—. Solo burócratas haciendo lo suyo: señalar sin entender.
    O peor —añadió Maquiavelo—: entender demasiado bien.

    La luz se calmó. El aire —aun siendo celestial— recuperó su quietud. El trío abandonó el salón como quien cierra un libro que ya no podrá volver a leer igual.
    Decidieron que era necesario un gin más antes de regresar. Y se dirigieron de nuevo al bar.
    En el camino hacia El Sorbo Eterno, Asmodeo dijo:
    —La próxima vez, deberíamos jugar con menos testigos.
    —O con reglas aún más sutiles —sugirió Maquiavelo.

    Spinoza guardó la pluma.

    Y, por primera vez en el Cielo, alguien pensó:
    Tal vez escribir no cambia lo que pasó.
    Pero al menos incomoda a los que gobiernan sin pensar.
     
    #5
    A Eloy Ayer y dragon_ecu les gusta esto.
  6. dragon_ecu

    dragon_ecu Esporádico permanente

    Se incorporó:
    15 de Abril de 2012
    Mensajes:
    13.648
    Me gusta recibidos:
    12.521
    Género:
    Hombre
    ¿Puedo opinar ahora o espero al cierre?

    La certeza de logro se llama oportunidad.
    Aunque después, según el resultado, sea juzgado como inoportuno.

    La vida en realidad esta repleta de albures.
    Es al azar, con un doble sentido para nunca poder ser detenida.
    Así es como se vive entre alternativas y elecciones.

    Me pongo en espera, mientras recargo el cel.
     
    #6
    Última modificación: 20 de Julio de 2025 a las 1:08 PM
  7. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    Como es Arriba, es Abajo
    A Drink in Heaven / in the Hell— Episode IV


    En algún lugar entre la neblina perpetua y las copas que nunca se llenan del todo, los condenados no gritan: brindan.

    Era solo otra noche más en "El Sorbo Breve", ese bar donde el infierno no arde… solo observa. Y lo que observa, como siempre, eran las noticias.

    La pantalla parpadeaba con esa intermitencia fatigada de los ojos que se niegan a cerrarse. El noticiero humano repetía su letanía de rutina: guerras eternas, mercados en caída libre, líderes sudorosos bajo luces sin alma. El volumen estaba bajo, pero nadie lo necesitaba. Las imágenes bastaban.


    Poncio Pilatos, eterno tras la barra, lustraba un vaso marcado por siglos de culpas ajenas. Su delantal —ya más reliquia que prenda— tenía manchas que nadie se atrevía a nombrar.

    —Van con todo a por la tercera guerra mundial —comentó, con una ternura casi absurda—. El Apocalipsis perdió encanto desde que lo pusieron en streaming.

    En uno de los taburetes del fondo, Nerón jugueteaba con su cítara sin cuerdas, como si aún creyera que el fuego pudiera afinarla. Descalzo, desparramado, con la arrogancia intacta, murmuró:

    —Arde Ucrania, arde Oriente, arde la bolsa… y a mí me llamaron loco por quemar Roma. Hoy me daban un Grammy.

    Eva Brown encendió un cigarrillo con la brasa del anterior. Su risa, seca, se deslizó entre volutas de humo:

    —Ahora desclasifican archivos… como si los mortales supieran siquiera qué buscar. Sin drama, sin banda sonora, sin puesta en escena.

    —El único archivo que deberían abrir es el mío —intervino Nerón, guiñándole un ojo a Madame Bovary, quien lo ignoró con la elegancia indolente de una emperatriz aburrida.

    Ella giraba su copa de absenta turbia con gesto lánguido, y murmuró:

    —La bolsa cayó ochocientos puntos… igual que mi fe en el amor eterno.

    Poncio resopló con una sonrisa torcida:

    —Si quieres beneficios, invierte en pecados, no en promesas.

    Entonces la puerta del bar chirrió como un viejo ataúd. Una ráfaga de brillantina y perfume barato irrumpió como si el infierno hubiera desplegado la alfombra roja.

    Elvis entró con sus gafas torcidas, el pelo revuelto y la chaqueta manchada de incienso. Parecía acabado de salir de un culto... o de una resaca.

    —No vais a creer lo que me acaba de pasar —dijo sin aliento, arrastrando las palabras como un actor fuera de escena—. Me invitaron a un “Cielo ultra exclusivo”. Prometían recompensas sin fin… Pensé en groupies… y acabé rodeado de místicos y filósofos diciéndome que meditara.

    Poncio ni parpadeó.

    —Solo leíste el título del panfleto, ¿verdad?

    Eva exhaló humo por la nariz, sonriendo con crueldad elegante.

    —Eso te pasa por no leer la letra pequeña. ¿Cielo? Sí. ¿Rock and roll? Ni por asomo.

    Nerón estalló en carcajadas que habrían hecho temblar los cimientos del Coliseo.

    —Seguro le dieron un laúd en vez de una Gibson. ¡Y dátiles con agua bendita!

    Bovary alzó su copa sin dignarse a mirar a nadie.

    —Querías éxtasis carnal y te ofrecieron iluminación espiritual. Qué tragedia. Ideal para tu próxima canción.

    Eulalia, la ex monja que ahora se dedicaba a llenar servilletas con símbolos y garabatos crípticos, alzó la vista por un instante, observó la pantalla y murmuró:

    —Capa uno: economía. Capa dos: discurso. Capa tres… sangre.

    Eva gimió como si escuchara una vieja canción demasiado conocida:

    —Otra vez con tus capas. Una de estas noches te vas a arrancar ese velo y nos vas a contar lo que realmente sabes.

    —Más que tú —respondió Eulalia sin levantar la mirada—. Pero aún no es hora del sermón.

    Desde la trastienda llegó una risa suave, apenas un susurro. Nadie supo si era Lilith, la dueña del local, o solo el eco de una memoria mal digerida.

    Poncio sirvió otra ronda. Lo hizo con una lentitud tan medida, tan grave, que rozaba lo ceremonial.

    —Salud, camaradas. Que jamás sepamos quién mueve las piezas… mientras sigamos bebiendo las consecuencias.

    Luego suspiró.

    —Creo que va siendo hora de ampliar el local…

    Elvis, digno en su humillación, se acomodó las gafas, alzó su copa de azufre con hielo y esbozó una sonrisa de quien siempre cae de pie.

    —Reíos todo lo que queráis, demonios de segunda… pero yo tengo una estatua en Memphis. Vosotros, deuda eterna.

    Hizo una reverencia exagerada, de estrella en decadencia, y concluyó:

    —Además, "cielitos"… yo sí volví de entre los muertos. Otra ronda para todos. Invita el Rey.


    Una tos seca resonó desde el fondo del local. Las luces titilaron brevemente, como si el propio Infierno contuviera el aliento.
    Entonces apareció él: una figura alta, impecable, envuelta en un traje carmesí oscuro. Su andar era pausado, su presencia, antigua. Cruzó el bar sin prisa, como quien sabe que el mundo ya lo ha anunciado mucho antes de entrar. No proyectaba sombra. No la necesitaba.

    Lucifer.
    Sin necesidad de presentaciones.

    Se detuvo junto a la barra, y con una sonrisa gélida, apenas un gesto en los labios, dijo:

    —El Rey del Infierno… soy yo. Eso no ha cambiado en milenios.

    Elvis tragó saliva tras sus gafas oscuras, pero se recompuso con la agilidad de quien sabe cuándo retroceder con estilo.

    —Bueno… Rey del Rock, entonces —corrigió, alzando su copa con una cortesía celestial fingida—. Cada cual con su trono, ¿no?

    Lucifer lo sostuvo con la mirada durante unos segundos que parecieron siglos. Luego, con gesto elegante, tomó el vaso que Poncio ya le había servido sin que nadie lo viera hacerlo. Dio un sorbo y añadió, sin elevar la voz:

    —Exacto. Pero al próximo alma que confunda “mil vírgenes” con una gira de verano… lo mando a afinar la lira de Nerón. A mano.

    La risa estalló. Nerón carcajeó con un gesto teatral. Eva dio una calada como si se le escapara el alma de placer. Hasta el televisor, fiel a su papel, pareció burlarse con un parpadeo malicioso.

    Desde la trastienda, como un presagio envuelto en terciopelo, apareció Lilith. Caminaba como quien no pisa, sino flota. Su bata —una mezcla entre luto antiguo y amenaza contenida— rozaba el suelo como si lo acariciara con desdén. Se detuvo en el umbral, apoyada con soltura en el marco de la puerta, copa de vino negro en mano. Sus ojos, fijos en la pantalla, no parpadeaban.
    El televisor seguía escupiendo catástrofes humanas con la eficiencia de un mal augurio que ya ha perdido interés en su propia voz.

    —¿Otra vez el Apocalipsis? —dijo, como quien comenta la colección pasada de algún diseñador venido a menos—. ¿Cuántas veces pueden escribir el mismo guion… y aun así los actores lloran como si fuera nuevo?

    El murmullo ambiente se disolvió de inmediato. Todos se giraron hacia ella. Todos… excepto Poncio, que ya sabía lo que venía. Con él, el vaso quedó detenido a medio lustrar, como si el tiempo supiera que debía dejar de respirar.

    —¿Queréis la verdad? —continuó Lilith, sin apuro alguno—. No habrá guerra final. No hay final. Solo ciclos. Repetición disfrazada de destino. Ni salvación. Ni condena. Solo liturgia del error.

    Elevó la copa con un gesto tranquilo, casi ceremonial.

    —Los humanos no necesitan demonios. Solo tiempo… y miedo.

    El ambiente se tensó. Lucifer, sin apartar la vista de ella, alzó una ceja apenas. Sus dos acompañantes —demonios mayores, de los que ya no se presentan ni se disculpan— se miraron entre sí, inquietos.

    Eulalia, sin interrumpir el trazo de símbolos sobre su servilleta, asintió muy levemente, como si simplemente confirmara algo que ya sabía. Nerón soltó un suspiro hondo, vencido, como un actor que repite líneas que antes creyó suyas. Eva, por una vez, no encendió otro cigarrillo. Su boca tenía el gesto de quien está a punto de decir algo… pero lo piensa mejor. Elvis, en cambio, giraba su vaso entre los dedos, incómodo, como si intentara encontrar la melodía correcta en un instrumento desafinado.

    Lilith ladeó su sonrisa. Un filo. Un eco.

    —Pues bien… que siga la función. Todos creen que están salvando algo.

    Hizo una pausa. Una pausa exacta. Como si diera espacio al silencio para replicar. Nadie se atrevió.

    —Como dijo Teófilo de Antínoe, antes de arder junto a la biblioteca de Tiro: “El Infierno no es un lugar. Es una excusa. Lo que arde… es la voluntad de comprender”.

    Bebió con lentitud. Una sonrisa se dibujó, lenta y oblicua, en sus labios. Una sonrisa que no era para nadie.

    —Pero no os preocupéis… siempre queda vino. Y el alma humana da para otra temporada.

    El silencio fue espeso. Pesado como el humo estancado en el aire. Como el vino en su copa. Como el juicio sin emitir.

    Lucifer apoyó su vaso sobre la mesa con un leve clic. Ni fuerte ni débil. Solo exacto. Sonó como un sello. O como un cierre.

    —Siempre tan dramática, Lilith —murmuró. Su voz descendía como plomo envuelto en terciopelo—. Teófilo era un poeta. Y como todos los poetas, confundió la llama con el fuego.

    Se puso en pie. El humo, al sentirlo, se abrió a su paso. Como si supiera que debía.

    —El Infierno no es una excusa. Es un resultado. La consecuencia inevitable de una idea sostenida con tanto fervor… que exigió un altar.

    Los demás no se movían. Solo Eva, cruzando las piernas lentamente, se inclinó hacia atrás en su asiento. Poncio había retomado el movimiento circular del trapo, pero con ritmo más lento. Bovary, ausente en apariencia, seguía girando su copa, aunque ya estaba vacía.

    Lucifer dirigió entonces la mirada a la pantalla, donde los humanos seguían gritando sus guerras, sus credos, sus algoritmos.

    —No es que no necesiten demonios. Es que nos crean. Cada siglo. Cada lengua. Nos invocan con leyes, con rezos, ahora con código. Y luego se escandalizan cuando respondemos.

    Tomó la copa que Poncio ya había rellenado —nadie vio cuándo— y la alzó.

    —Así que no me habléis de redención. Ni de ciclos. Esto no es una ópera. Es un hábito. Y el Infierno… no es más que su reflejo.

    Bebió. El mundo no se atrevió a moverse. Solo Nerón rascó su garganta con un carraspeo leve, y luego lo disimuló con una sonrisa culpable.

    —Aunque claro… —añadió Lucifer, casi con piedad— si les consuela pensar que todo esto arde por accidente… que lo crean. Al fin y al cabo, la mayor libertad es pensar. Aunque sea mal.

    Un silencio aún más profundo siguió a esas palabras. No era vacío: era peso. El peso exacto de una verdad que nadie pidió escuchar.

    —Nosotros seguiremos sirviendo copas aquí abajo… mientras ellos se queman solos.

    Volvió a sentarse. Nadie supo si había brindado, advertido… o simplemente sellado el destino.

    Fue entonces cuando Lilith avanzó.
    Sus pasos no hacían ruido, pero dejaban huella. La copa que llevaba tocó suavemente el borde de la barra, como si el tiempo mismo se inclinara para escuchar.
    —Brillante, como siempre —susurró—. Pero dime, mon roi

    Lucifer la miró. No con intensidad. Sino con reconocimiento. Como si viera en ella una versión rota de sí mismo.

    —¿Y si el Infierno no fuera un reflejo… sino una melancolía? ¿Y si no naciera de sus pecados… sino de nuestra hambre de seguir mirando?

    Se inclinó apenas. Lo suficiente para que su voz se hiciera íntima. Letal.

    —Porque si algo nos han enseñado los siglos… es que el fuego no quema a quien ya arde por dentro.

    Bebió. Dejó su copa como quien deja una reliquia.

    —Así que sí. Que beban. Que caigan. Que recen. Nosotros seguiremos aquí, Lucifer.
    No porque queramos verlos arder… sino porque nadie quiere apagar las luces cuando la tragedia está bien escrita.


    Y sin más, Lilith desapareció entre las sombras. Como quien no necesita epílogos. Como quien sabe.

    Lucifer no respondió. Solo tamborileó con los dedos sobre la mesa.
    Lentos.
    Precisos.
    El ritmo exacto de un aplauso que, por alguna razón, jamás termina de darse.
     
    #7
  8. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    Otro brindis con ginebra
    A Drink in Heaven – Episodio V

    El Sorbo Eterno volvió a recibirlos.
    Sus pasillos alargados y su penumbra claramente líquida olían a redención: una mezcla suave de ginebra, clavo y un eco imposible de embotellar.

    Maquiavelo entró primero, visiblemente más liviano que minutos antes. Asmodeo lo siguió con paso sereno, arrastrando las alas de su abrigo como si aún creyera que el suelo le pertenecía. Spinoza, más silencioso que nunca, llevaba el peso de la pluma —no en la mano, sino en la mente.

    Esta vez fue Maquiavelo quien se dirigió al rincón más apartado del bar. Asmodeo lo observó y, divertido, lo siguió sin pensarlo demasiado.

    Un ángel los contemplaba con esa calma eterna que solo conoce el tiempo. Se acercó con eficiencia ritual, llevando una bandeja sagrada de plata, una botella de ginebra y tres copas. Su voz tenía el tono inofensivo de una máxima ya repetida:

    —Regla número uno aquí arriba: si la verdad incomoda, una buena copa… y un poco de penitencia, siempre ayudan.

    Maquiavelo tomó la copa con la solemnidad de quien sabe que cada gesto puede ser un jaque mate. Sus dedos largos y pálidos rozaron el cristal con precisión quirúrgica. Miró al ángel con cálculo frío, disfrazado de cortesía.

    —¿Penitencia, dices…? —murmuró con voz espesa de ironía—. Ignoran que el mayor castigo no es el fuego ni la prisión, sino la inanición del tiempo. Aquí arriba, el tiempo se disuelve entre ceremonias vacías y silencios perfectamente calibrados.

    Asmodeo sonrió con esa mueca torcida que es amenaza y seducción al mismo tiempo, barnizada por una calma celestial falsa.

    —Ni una copa más, por celestial que sea, puede disimular la agonía de los que bailan en la cuerda floja del poder… sin red ni salvación. La paciencia divina no es más que una cortina para las miserias más oscuras.

    El ángel titubeó.

    Su sonrisa perfecta se congeló apenas un segundo, incapaz de ocultar la chispa de duda —y respeto— que acababa de encenderse. Se retiró con una reverencia demasiado medida como para ser sincera.

    Maquiavelo alzó su copa, con una sonrisa que cortaba.
    —Ya verás. Estos ángeles no tienen práctica con el vino… ni con el juego.

    Asmodeo dejó escapar una risa baja, como salida del fondo de un pozo sin fondo.
    —La verdad es un lujo peligroso. Pero alguien debe empuñarla… aunque sea solo para reír mientras todo arde.

    Baruch, aún con la pluma negra en la mano, no decía palabra. La observaba en silencio, como si le murmurara algo solo a él. Parecía cargado de dudas. Tal vez incluso de miedo.

    Maquiavelo bebió sin apartar la vista de él.
    —Pobre Baruch… tiene cara de novato en el infierno —murmuró—. Asmodeo, ¿de verdad crees que está listo para blandir ese artefacto?
    —¿Listo?
    —repitió Asmodeo—. Nadie está listo para cargar con la verdad absoluta. Pero alguien tiene que hacerlo. Y el cielo, curiosamente, ha elegido a Baruch. Esa pluma no escribe palabras: graba en la estructura misma de la realidad. Es una bendición. Y una maldición. Rascó su mentón con un gesto pensativo.

    Maquiavelo frunció el ceño, reflexivo.
    —Si Baruch consigue despertar la conciencia colectiva… podríamos estar ante el fin del tablero tridimensional. Aunque también podría ser el inicio de otro… donde ni el cielo ni el infierno tengan el control.

    Asmodeo extendió una mano y trazó con los dedos el aire, como si tocara piezas invisibles.
    —Un tablero donde las reglas las imponga la verdad… no la mentira. ¿Crees que el cielo está preparado para eso? —rió.

    Maquiavelo negó lentamente con la cabeza.
    —No. El poder nunca está listo para perder.

    Una voz serena, precisa, atravesó la conversación como un cuchillo bien afilado.
    —La única constante es el cambio.

    Asmodeo frunció el ceño. Se giró hacia el hombre que acababa de hablar, con la sospecha bien visible en los ojos.
    —¿Y tú quién eres, para colarte en esta conversación?

    El hombre se irguió. Su calma desafiaba al tiempo mismo. Su mirada atravesaba la penumbra como si viera más allá del presente.
    —Soy Heráclito. El que, siglos atrás, comprendió que todo fluye. Y aunque los hombres teman el cambio, ese flujo es la verdad que el poder intenta encadenar.

    Maquiavelo alzó una ceja. Evaluaba la amenaza y la valentía en ese visitante extraño.
    —Entonces ya sabrás que el miedo es la cadena que mantiene este tablero intacto.

    Heráclito no dudó. Su voz fue un susurro firme, cargado de gravedad inevitable.
    —Romper esa cadena… esa es la jugada maestra. El primer movimiento del juego del que ahora todos hablan.

    Un silencio denso cayó sobre ellos.
    Los tres sabían que aquello no era solo una conversación. Era una declaración de guerra al orden establecido.


    Asmodeo alzó su copa. Su sonrisa era sombra pura.
    —Por la verdad… y por los que se atreven a escribirla. Que la pluma negra sea arma y faro en medio de la oscuridad.

    La pluma, negra y ominosa, pareció brillar por sí sola. Esperaba.
    Solo eso: el primer trazo.


    —Entonces… —susurró Asmodeo— que comience el verdadero juego.

    Y no pudo evitar sonreír al imaginar la magnitud del desastre que se avecinaba.
    Porque ni el cielo, ni el infierno, ni la humanidad misma están preparados para la verdad.
    Ni para el cambio.
    Y mucho menos, para enfrentarse al Miedo.
     
    #8
  9. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    El despertar de la pluma
    A Drink in Heaven – Episodio VI

    El silencio en El Sorbo Eterno no era común. Tampoco incómodo. Era ese tipo de silencio que aparece cuando algo está a punto de cambiar… y aún no sabe en qué dirección hacerlo.

    Baruch Spinoza permanecía inmóvil, de pie frente a la pluma negra, suspendida en el aire. No tocaba ni papel ni mesa. No había tinta. No la necesitaba. El gesto bastaba. La decisión bastaba.

    A sus espaldas, en la penumbra perfumada de clavo y ceniza, Maquiavelo y Heráclito hablaban en voz baja. Cada uno con una copa en la mano. Y un argumento en la otra.

    —No va a escribir — dijo Maquiavelo, sin apartar los ojos de Baruch. —Aún no. Está sopesando el peso de las consecuencias antes siquiera de imaginar las palabras.

    —Las palabras son consecuencia — corrigió Heráclito con una sonrisa apenas visible. —Todo lo que fluye, escribe. Aunque no sepa que lo hace.

    Maquiavelo giró su copa con lentitud. El líquido apenas se movió.

    —La verdad no necesita ser escrita para ser peligrosa — continuó. —Solo necesita ser reconocida. Y Baruch… ya la ha visto.

    —Y aun así duda — replicó Heráclito.

    —Como debe hacerlo quien está a punto de grabar algo en el hueso del mundo — concedió Maquiavelo.

    Heráclito lo miró de soslayo.

    —¿Temes lo que pueda escribir?

    —No — respondió Maquiavelo sin titubeos. —Temo lo que pueda provocar. Porque la verdad solo es útil si no desmonta los cimientos que uno aún necesita.

    —O si no los reemplaza por otros aún más inestables — añadió Heráclito, como quien lanza una piedra al estanque.

    —Exacto — asintió Maquiavelo. —La pluma no es un arma. Es una llave. Y una vez usada, la puerta… ya no se cierra.

    Ambos guardaron silencio. Sus ojos volvieron a posarse sobre Baruch.

    Asmodeo los observaba desde las sombras, sin intervenir. Tenía la calma de quien ya ha puesto en marcha un mecanismo irreversible, fingiendo que aún está quieto. Sus dedos jugueteaban con una copa vacía. Nadie le hablaba. Nadie se atrevía.

    Spinoza, por fin, movió la mano.
    Tomó la pluma negra y escribió
    El aire se contrajo. El tiempo también. sin que se oyera un solo sonido, la frase se grabó, no en papel ni en voz, sino en la estructura misma del mundo. Como si siempre hubiera estado allí, esperando a ser revelada:

    No puedes desear lo que no comprendes.
    Y menos aún cuando la voluntad fue escrita por otros.
    No hay elección cuando uno solo responde a lo que se ha sembrado, siglo tras siglo.
    No existe arriba ni abajo. Solo conciencia o ignorancia.
    La única verdad es que Dios está en todo.

    No hubo relámpagos, ni sonaron campanas.
    Solo cambió la presión del aire, como si el mundo soltara, al fin, un suspiro que llevaba siglos contenido.

    Heráclito cerró los ojos, en silencio.
    Maquiavelo no tocó su copa.
    Asmodeo sonrió apenas, como quien presencia el cumplimiento de una promesa antigua que jamás fue pronunciada, pero que siempre estuvo latente.

    En algún lugar del mundo, algo —mínimo, invisible— comenzó a cambiar. Una duda se instaló. Un temblor, un gesto irrepetible. Y por primera vez en siglos, el Cielo no supo qué orden dar.

    Asmodeo, acostumbrado a ver tres jugadas por delante, perdió la sonrisa al leer las palabras de Baruch. Perdió también el deseo de brindar o decir algo mordaz. No pudo hacer otra cosa más que entenderlo, antes que nadie: que la fiesta, aquella que llevaba demasiado tiempo, había terminado. Para todos. También para él.
    En su mente, apareció un pensamiento nuevo. Uno que tal vez nunca antes se había permitido, pero que era, sin duda, lo más honesto que jamás había creado un demonio como él: “Siempre creí que el caos era eterno…y hoy entiendo que solo era la ignorancia disfrazada.”

    ______________________________________________________________________________________

    En algún rincón del mundo —donde el sol nunca entra del todo y los relojes se detienen por respeto— tres figuras ataviadas con túnicas ajenas a cualquier época abrieron los ojos al mismo tiempo.

    ¿Lo sentiste? —susurró Zósimo, sin mirar a los otros.
    No fue un hechizo — respondió Trismegisto. —Fue… verdad.
    Fue Spinoza — dijo Valentino. —Ha escrito donde nadie debería tocar.
    Un espejo antiguo, agrietado en los bordes, vibró sin romperse.
    Una constelación cambió de lugar.
    El sello de Thoth se volvió cálido.
    El Cielo guarda silencio. El Infierno empezará a dudar. Y nosotros…
    Recordemos por qué juramos no intervenir — murmuró Zósimo.
    ¿Y si la puerta ya está abierta?
    No hubo respuesta.
    Solo un nuevo signo grabado en el mármol invisible de la realidad: una palabra que ayer no estaba, y que ya no puede dejar de ser leída.

    ______________________________________________________________________________________________

    En el Infierno, justo cuando Lilith había pronunciado sus últimas palabras y el humo seguía suspendido sobre las copas, sucedió. Las luces titilaron, pero esta vez no fue teatral, sino estructural. Algo invisible se había agrietado en el aire de El Sorbo Breve. Los vasos tintinearon por sí solos. Poncio detuvo el movimiento circular de su trapo. Eva bajó su cigarrillo sin darse cuenta. Elvis, por primera vez en siglos, no sonrió.

    Los contratos más antiguos comenzaron a reescribirse, trazados con símbolos que ningún demonio recordaba haber inventado. Las llamas dejaron de rugir un instante, como si contuvieran la respiración. Y un guardián de siete bocas cayó de rodillas, sin comprender por qué. Lucifer levantó la vista, completamente en silencio. Lilith apareció rápidamente y se volvió hacia el televisor, pero la pantalla ya no mostraba imágenes humanas, solo una tenue oscilación, como un mensaje que no les pertenecía. Nadie habló. Nadie se movió.
    Pero todos entendieron lo mismo: algo había cambiado.

    ________________________________________________________________________________________________

    En el Cielo, los coros cesaron. Los ángeles no cayeron, pero dejaron de ascender. Un escriba celestial rompió su pluma al intentar transcribir lo que acababa de suceder, y la luz sobre el Trono titubeó, solo un segundo, pero fue suficiente. Porque todos, sin excepción, comprendieron lo impensable: algo había cambiado… y no por ellos.

    Muy lejos del Trono, en una cámara circular repleta de archivos sin edad, Dominicus cerró su expediente con un chasquido seco. Tomás de Celano lo observaba, más pálido que de costumbre, y eso ya era mucho para un espíritu. El hermano Juan de la Vega dejó caer la balanza; esta vez no se inclinaba hacia ningún lado.

    Esto no era lo que iba a escribir —murmuró Dominicus, más para sí mismo que para los demás.
    Pensamos que elegiría una revelación —añadió Celano, con la voz temblorosa—. No una ruptura.
    No fue una ruptura —corrigió Juan, sin apartar la mirada del vacío—. Fue una declaración. Y la diferencia es que aún no sabemos qué significa.
    ¿Deberíamos intervenir? —preguntó Tomás.
    No —respondió Dominicus, poniéndose de pie con una lentitud medida—. Pero debemos observar. Lo que ha sido escrito… no puede dejar de ser leído.

    Durante algunos segundos, el Cielo quedó sin instrucciones. El texto recién inscrito no figuraba en ninguno de los registros. Y por primera vez desde que existen, los archivistas sintieron algo muy parecido al miedo.

    ______________________________________________________________________________________________

    Mientras tanto, en la Tierra, los síntomas eran sutiles, pero letales para el orden establecido.

    En los mercados, los algoritmos de predicción comenzaron a fallar. No por error, sino por exceso de posibilidades. Los gráficos se volvieron curvas sin patrón, y los economistas —esos antiguos profetas del capital— acertaban solo por accidente.

    En los gobiernos, los discursos perdieron eficacia. Las palabras, antaño herramientas de manipulación, ahora sonaban vacías. Algunos líderes tartamudeaban en ruedas de prensa, sin entender por qué ya nadie reaccionaba como antes.

    En las calles, pequeños grupos empezaron a reunirse. Sin ideología. Sin bandera. Solo con una certeza compartida: algo invisible se había desplazado. Que la verdad, para ser oída, no necesitaba gritar.

    Algunos dejaron de recitar oraciones de memoria y comenzaron a preguntar en voz alta qué era, en realidad, Dios.

    Los presentadores de noticias intentaron explicarlo todo como anomalías técnicas, fallos del sistema, perturbaciones colectivas. Pero nadie creyó… con la certeza habitual.
    ____________________________________________________________________________________________

    En medio de todo, Baruch Spinoza, aún de pie en El Sorbo Eterno, no sonrió. Simplemente cerró los ojos. Porque sabía que la verdad no se impone. Solo necesita caer… como una semilla. Y lo que crezca después, ya no pertenece a nadie.

    _____________________________________________________________________________________________
    Muy por encima, donde el pensamiento no necesita palabras, algo —o alguien— observaba. No tenía forma. Ni rostro. Pero su atención era absoluta, como el silencio justo antes del primer sonido. No habló ni intervino. Solo contempló, como si el tiempo mismo se hubiese contenido en su aliento.

    Porque incluso para la fuente de toda creación,
    la verdad escrita por una voluntad libre no era solo una anomalía.
    Era un espejo.
     
    #9
    Última modificación: 21 de Julio de 2025 a las 6:25 AM
  10. Isidora_Luna

    Isidora_Luna Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    14 de Julio de 2025
    Mensajes:
    70
    Me gusta recibidos:
    97
    Género:
    Mujer
    El Concilio Imposible /Cielo e Infierno trabajan juntos
    A Drink in Heaven Episodio VII


    Entonces todo volvió a empezar, pero esta vez con una pelea disfrazada de colaboración forzada. No ocurrió en el Infierno, donde discutir es deporte nacional, ni en el Cielo, donde los desacuerdos se orquestan como sinfonías y se registran en actas interminables.

    No. Esta vez, el inicio fue más ambiguo, más peligroso. Fue en algún punto intermedio. Fue en El Sorbo Eterno.

    Baruch no se había movido desde que la pluma quedó inmóvil. La frase que había grabado en la estructura misma del mundo seguía flotando como humo en la mente de todo ser capaz de recordar. Sus ojos permanecían cerrados, como quien se arrepiente de haber pulsado “Enviar” demasiado rápido.

    —Buen trabajo, filósofo —dijo Asmodeo al fin, con una voz que era mezcla de ironía, ginebra y algo peligrosamente parecido al respeto—. Has quemado las dos escaleras. Y ahora todos tendremos que caer.

    —Caer… o caminar —murmuró Heráclito—. La elección siempre estuvo mal nombrada.

    Sin previo aviso, se abrieron portales desde el suelo, uno tras otro. No hubo invocaciones ni efectos especiales innecesarios. Fue como cuando alguien llega tarde a una reunión a la que nunca quiso asistir.

    Del primero emergió Gabriel, tan deslumbrante que un ángel que pasaba tuvo que ponerse gafas de sol. Del segundo, Metatrón, cubierto de símbolos que ni él mismo recordaba cómo pronunciar. Del tercero, Lilith, en sus tacones imposibles y con una mirada que claramente decía: “Hace siglos que no piso este bar.” El cuarto portal dejó paso a Mammon, que entró contando monedas, literalmente. Rafael cruzó el quinto con el aspecto agotado de un terapeuta en su décima sesión del día. El sexto trajo consigo a Leviatán, cuya entrada fue tan húmeda que el suelo tardó cinco minutos en dejar de burbujear.

    Y sin que se abriera portal alguno —porque, honestamente, no lo necesitaba— Lucifer se levantó desde una esquina con la calma de quien ya sabía exactamente lo que iba a ocurrir. No llevaba la corona ni tampoco alas, solo su traje impecable, de esos que gritan “No me importa, pero vas a notarlo.” Fumaba algo que no estaba en la carta, y el humo dibujaba pecados antiguos en el techo mientras caminaba hacia su sitio en aquel extraño concilio.

    Se formó un círculo alrededor de una mesa modesta donde jamás se habían firmado contratos. En El Sorbo Eterno, las almas venían a disfrutar de su ginebra, no a trabajar. Mucho menos a negociar. Eso era cosa de demonios.

    Un camarero hizo lo único que podía frente a tan ilustre asamblea: sirvió ginebra para todos, por cuenta de la casa. Con la esperanza de que no le cerraran el bar después. Algo verdaderamente serio había ocurrido. Y lo peor de todo: el epicentro había sido su establecimiento.

    Rafael miró a los presentes y pensó que, aunque hacía siglos que no los veía, seguían oliendo tan mal como los recordaba. A pecado… y a algo más que prefería no identificar. Tomó su copa, la probó, y dijo con desgana:
    —Le falta un toque de limón.

    —No estamos aquí para discutir. Considerad esto una advertencia —intervino Metatrón con tono cortante—. Estamos aquí porque este hombre, Baruch Spinoza, ha escrito algo que ha desestabilizado todo. Y cuando digo todo, me refiero literalmente a todo: estructuras, sistemas, la Biblia, la física cuántica…

    Baruch abrió los ojos y descubrió que, a pocos metros, un círculo de... ¿eruditos? se había formado. No reconocía a la mitad, pero ellos claramente sí lo reconocían a él. No pudo evitar sentirse nervioso.

    —Baruch no escribió una verdad —declaró Mammon, visiblemente irritado mientras revisaba un extracto bancario—. Escribió una insubordinación fiscal. Y eso es imperdonable.

    —Yo creo que hizo algo peor —añadió Lilith, divertida, robándole el trago a Gabriel sin el menor pudor—. Escribió el final de las grandes preguntas. Ya no somos identidades… nos ha convertido en excusas con piernas.

    Gabriel, visiblemente incómodo, siguió con la mirada la mano de Lilith mientras esta reclamaba su copa. No admitiría que ella lo alteraba. Ni su perfume, ni su total falta de modales. Ni ese beso obsceno que acababa de lanzarle al aire sin el más mínimo remordimiento.

    —Y al hacerlo —continuó Gabriel, intentando recuperar la compostura—, Spinoza introdujo incertidumbre en dominios que requieren fe para funcionar. ¿Sabéis lo difícil que es organizar un coro celestial cuando nadie está seguro de si existe?

    Entonces habló Lucifer. Su voz no fue fuerte, pero su sarcasmo sí lo fue.

    —Qué conmovedor. Los fieles en crisis. Los caídos en comité. ¿Sabéis cuál ha sido siempre el error? Creer que la palabra escrita debe sostener el mundo… cuando en realidad solo sirve para evitar mirarnos al espejo.

    Miró la ginebra, frunció el ceño. A su lado apareció una botella de vino tinto exquisito. Hizo un gesto sutil con el dedo. El camarero, temblando, le sirvió una copa.

    Lucifer se levantó con la gracia lenta de quien sabe que todos lo están observando.

    —Baruch no ha destruido nada. Simplemente ha dejado de fingir. Y eso —añadió, sirviéndose él mismo el vino y evitando con un gesto que cualquier ángel tocara la botella— es algo que ninguno de vosotros ha hecho en milenios.

    Asmodeo giró lentamente su copa, miró la ginebra y deseó vino. Luego dijo:

    —Entonces, ¿cuál es el plan, Lucifer? ¿Una terapia de grupo entre querubines y sádicos? ¿Nos damos la mano y redactamos una declaración de intenciones?

    Lucifer probó el vino. Su silencio fue coronado por una sonrisa perfectamente calibrada.

    —¿Cómo no se me ocurrió antes? Tal vez estaba demasiado ocupado pensando qué va a pasar con cierto Asmodeo… y cuáles son sus verdaderas intenciones una vez que arreglemos este pequeño paréntesis.

    Asmodeo alzó una ceja con desinterés, aunque un brillo fugaz destelló bajo su copa.

    —Me halaga estar tan presente en tus pensamientos, Luzbel. Pero te aseguro que mis planes son menos caóticos de lo que imaginas… y mucho más entretenidos de lo que te atreverías a suponer.

    Bebió sin apartar la mirada.

    —Tú traes el vino. Yo traigo el fuego. Y ya sabes: cuando brindamos juntos, el mundo tiembla.

    Se hizo un breve silencio. Incómodo para algunos. Deliciosamente cargado para otros. Mammon comenzó a apostar mentalmente cuál de los dos estallaría primero.

    Rafael carraspeó, lamentando claramente haber acudido a esa reunión de emergencia sin una aspirina a mano.

    —Tengo una idea: escribiremos juntos. Una frase cada uno. No será profecía ni redención. Será un parche. Como cambiar una rueda en medio del apocalipsis. No arreglará nada, pero quizás evite que todo explote… al menos durante otras seis horas.

    Todos los miembros del concilio miraron a Rafael. Excepto Gabriel, que aún intentaba comprender lo que Lilith acababa de susurrarle —en hebreo, en griego… o en pecado.

    Baruch abrió los ojos. Por primera vez, se veía tan humano como aquellos a quienes siempre había intentado comprender.

    —Queréis reescribir la realidad. En colaboración. Suena… esperanzador. Y también como un desastre a punto de ocurrir.

    Queréis que la realidad respire —dijo Heráclito—, aunque sea con jadeos.

    Baruch se puso de pie.
    —No es mala idea. Si causé tanto daño, ayudaré a repararlo. Traed la tinta. La de verdad. Hecha de duda, memoria… y silencio. Pero, por favor, que venga en frasco cuentagotas.

    La pluma se alzó de nuevo. A su alrededor, ángeles y demonios se dispusieron como autores ante una tragedia escrita en página compartida.

    Y, por primera vez desde la división de los reinos, comenzaron a pensar en cómo escribir.
    Juntos.
    A regañadientes. Entre suspiros y maldiciones.
    Pero juntos.
     
    #10
    A dragon_ecu le gusta esto.

Comparte esta página