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Tomás Salvatierra

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Nicolás Bascialla, 14 de Octubre de 2025 a las 2:59 PM. Respuestas: 0 | Visitas: 37

  1. Nicolás Bascialla

    Nicolás Bascialla Poeta recién llegado

    Se incorporó:
    27 de Septiembre de 2025
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    24
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    59
    Género:
    Hombre
    Hola estoy iniciando una novela, porfavor me gustaría recibir críticas o recomendaciones, Gracias.

    1
    Tomás Salvatierra vivía en un mundo de palabras. Su pequeña librería era un refugio
    donde los libros nuevos y usados se apiñaban en estantes hasta el techo, algunos
    con lomos gastados y olor a polvo, otros con tapas brillantes que reflejaban la luz del
    sol de la tarde. Entre ellos se movía con familiaridad, acariciando cada volumen
    como quien reconoce un territorio seguro. La soledad que lo acompañaba no era del
    todo amarga; era una quietud que le permitía escuchar su propia mente y pensar con
    claridad.
    Una tarde, mientras reorganizaba estantes y revisaba libros antiguos, un volumen
    gastado llamó su atención. Sin recordar haberlo colocado allí, lo tomó entre las
    manos. Al abrirlo, algo cayó al suelo: una carta cuidadosamente doblada. La levantó
    con curiosidad y la desdobló, leyendo palabras que parecían susurradas:
    “Querido Tomás aún no me conocés, pero yo sí.
    Ambos necesitamos la ayuda del otro.
    Confía en mí.
    Vení sin equipaje: acá encontrarás todo lo que necesitás.
    Vuelve a dejar esta carta en el libro y cerralo.”
    El corazón de Tomás dio un vuelco. No había remitente, ni pista alguna sobre quién
    podía haber escrito aquellas líneas. Sin embargo, algo en el tono seguro y urgente
    de la carta lo convenció de que debía creer. La guardó en el bolsillo, cerró el libro
    con cuidado y se detuvo un instante a contemplar su librería: su mundo entero,
    ahora llenándose de un misterio que lo llamaba.
    Esa noche, decidió llevar el libro a casa. Ya en la calle, sacó la nota, la guardó de
    nuevo en el libro y este en su mochila. Mientras la ciudad se oscurecía y la luz se
    filtraba por las ventanas, Tomás caminaba tranquilo por la acera hasta la plaza frente
    a su casa Las sombras de los árboles se movían con el viento los escasos árboles
    de la plaza del barrio parecían infinitos esa noche y un aire húmedo llenaba sus
    pulmones.
    A cada paso, la rutina de su vida cotidiana se desvanecía. El murmullo de la ciudad quedó atrás, reemplazado por el canto de los grillos y el crujido de las hojas secas
    bajo sus pies. Tomás sentía que algo lo guiaba, aunque no podía ver nada más que
    la negrura entre los árboles y la luz débil de la luna.
    Finalmente, entre la bruma y los troncos antiguos, una claridad inesperada se abrió
    ante él: un claro en el bosque que parecía suspender el tiempo y el espacio. Allí, en
    medio de la quietud y la sombra, Tomás comprendió que ya no estaba en su mundo.
    Había cruzado un umbral, un lugar donde todo lo que conocía quedaba atrás y lo
    único seguro era el misterio que lo había traído hasta allí.
    El viaje había comenzado de verdad.

    2
    Tomás avanzaba con cautela entre los árboles, siguiendo el impulso que la carta
    había despertado en él. La luz de la luna se filtraba entre las ramas, iluminando
    senderos que parecían cambiar con cada paso. Todo era silencioso… hasta que un
    ruido extraño lo hizo detenerse.
    Un crujido de hojas secas y un murmullo apenas audible. Antes de que pudiera
    reaccionar, dos figuras emergieron de entre los arbustos: piratas, armados con
    dagas y espadas, con sonrisas crueles.
    —¡Eh, vos! —gruñó uno—. ¡deja todo lo que tenés , en el piso y corre!
    Tomás retrocedió, tropezando con raíces, mientras sus ojos buscaban una salida.
    Uno de los piratas se abalanzó sobre él, pero antes de que la daga lo alcanzara, un
    silbido cortó el aire. Una flecha se clavó en la tierra entre ellos, obligando a los
    atacantes a detenerse.
    Desde lo alto de un árbol, un arquero descendió con agilidad, tensando el arco de
    nuevo y disparando otra flecha que rozó la pierna de un pirata. Este maldijo y
    retrocedió, mientras el otro intentaba atacar a Tomás con un tajo rápido.
    Tomás esquivó por instinto, pero tropezó. Sintió la daga rozar su hombro, y entonces
    el arquero se lanzó sobre ellos: ágil, preciso, esquivando ataques y usando una rama
    para desarmar al primer pirata. Con un movimiento rápido y calculado, tiró la rama y
    golpeó al segundo, derribándolo al suelo, al levantarse los dos piratas escaparon
    corriendo.
    El silencio volvió al bosque, roto solo por la respiración agitada de Tomás y el suave
    crujido de las hojas. El arquero bajó su arco y se acercó, los ojos fijos en él.
    —Estás a salvo, por ahora —dijo con voz firme—. Pero necesitás aprender a
    moverte en este bosque. Si querés sobrevivir, voy a enseñarte.
    Tomás, por primera vez comprendió que su mundo tranquilo había quedado muy
    atrás. Lo que comenzaba no sería solo un viaje: sería un entrenamiento, un
    aprendizaje que lo convertiría en alguien capaz de enfrentarse a lo desconocido.

    3
    Juntos caminaron por el bosque bajo la lluvia hasta que entre los árboles apareció
    una cabaña baja, hecha con madera vieja y techo de musgo. Darek empujó la puerta
    sin decir palabra; adentro, el aire olía a humo y resina.
    El joven se sentó junto al fuego, todavía temblando por la pelea. Darek dejó su arco
    sobre la mesa y revisó las flechas una por una, limpiándolas con un paño.
    —Tu puntería fue perfecta —dijo el muchacho, rompiendo el silencio—. Si hubieras
    querido, podrías haberlos matado a los dos.
    Darek asintió, sin levantar la vista.
    —Podía —respondió—, pero no quise.
    —¿Por qué?
    Darek sopló sobre una de las puntas metálicas antes de guardarla en el carcaj.
    —Porque la mejor pelea es la que no se da —dijo al fin—. Y porque todavía creo en
    el arrepentimiento.
    El muchacho lo observó, confundido.
    —¿Y si no se arrepienten?
    Darek levantó la mirada. En sus ojos, la luz del fuego parecía contener siglos de
    bosque.
    —Entonces el bosque los juzgará. No yo.
    Por un momento, ninguno habló. Afuera, la lluvia golpeaba el techo como si
    acompañara sus pensamientos.
    Darek se acomodó en su silla y añadió en voz baja:
    —Matar está mal —dijo Darek, y su voz se hizo aún más baja, como si hablara para
    que las llamas no se asustaran—. Imaginá un mundo en el que todos pudiéramos
    matar cuando quisiéramos: sería insoportable. Nada quedaría en pie salvo el miedo.
    Hizo una pausa, midiendo cada palabra.
    —Pero también pienso otra cosa —continuó—: si para mí matar puede estar
    justificado por una razón, tal vez lo esté para otro. Por eso no sirve vivir a merced de
    los impulsos ajenos. Lo que hace posible la vida en común es que detenemos lo que
    está mal para cualquiera por una ley interior.
    El muchacho lo miró, sin comprender del todo. Darek clavó la vista en el fuego.
    —Si todos compartiéramos esa misma moral interna —dijo—, si cada quien se
    impusiera la misma ley que querría para todos, entonces seríamos realmente libres.
    La única autoridad sería la de nosotros mismos, y esa obediencia mutua sería la
    verdadera libertad.
    Guardó silencio. Afuera, la lluvia parecía haber perdido fuerza. En la cabaña, las
    sombras volvían a sus lugares; el muchacho sentía que algo en él cambiaba, como
    si una puerta hubiera sido apenas entreabierta.

    4
    A la mañana, el sol salió radiante. Darek despertó a Tomás y le dijo que su
    entrenamiento empezaba. Su primera tarea fue cortar leña. Le explicó que no debía
    mover el hacha solo con la fuerza de los brazos, sino con todo el cuerpo. Como los
    troncos ya estaban cortados, debía dejarlos en el piso y cortarlos en piezas más
    pequeñas. Para eso, lo mejor era hacer una sentadilla mientras el hacha bajaba
    sobre el tronco, aprovechando la fuerza de las piernas y el peso del cuerpo.
    Tomás tomó el hacha con cuidado y se concentró en coordinar su cuerpo. Al primer
    intento, el golpe fue torpe y la madera apenas cedió. Darek lo observaba con
    paciencia, pero no dijo nada.
    —Sentí cómo tu cuerpo acompaña al hacha —dijo finalmente—. No empujes, dejá
    que tu peso haga el trabajo.
    Tomás respiró hondo y volvió a intentarlo. Esta vez el hacha cayó con un chasquido
    firme, partiendo el tronco en dos. Darek asintió con una leve sonrisa.
    —Así se aprende. No solo se trata de fuerza, sino de atención y ritmo.
    Lo mismo sirve para cualquier tipo de golpe. Para dar una estocada los brazos
    enfocan la espada, pero la fuerza sale de las piernas; o lo mismo ocurre con un
    golpe de puño: siempre tenés que pensar en cómo poner la mayor cantidad de
    músculos en movimiento.
    Darek dejó el hacha apoyada y tomó una espada de madera. La luz del mediodía
    brillaba en la empuñadura mientras se colocaba frente a Tomás con una postura
    relajada pero firme.
    —Mirá —dijo—. Los brazos solo guían. Si querés que la estocada tenga poder y
    alcance, empujá con la pierna delantera y rotá la cadera; el brazo llega después.
    Se movió con calma y, en un solo gesto, avanzó y extendió la espada. El golpe no
    fue rápido; fue inevitable, como si la punta obedeciera una línea trazada por todo su
    cuerpo. Tomás imitó, torpe al principio: la punta quedó corta y su pie trasero se
    arrastró. Darek corrigió la colocación de sus pies con una mano en la cadera y otra
    en el hombro del muchacho.
    —Respirá antes de avanzar —ordenó—. Si aguantás la respiración perdés ritmo y te
    trabás. El golpe viene con la exhalación.
    Luego mostró un golpe de puño: un simple uppercut dirigido a un tronco sostenido
    como blanco. Antes de lanzar el brazo, flexionó las piernas y empujó el suelo como
    si quisiera lanzarse hacia arriba; el puño subió con fuerza y casi partió la madera.
    —¿Lo ves? —dijo Darek—. No es el hombro quien pega; son las piernas, la cadera,
    el torso y, al final, el brazo. Todos empujan juntos.
    Tomás practicó una serie de estocadas y golpes, primero sin fuerza, sólo para
    aprender la coordinación; luego, con cada repetición, su cuerpo empezó a entender
    la cadena de movimientos. Al caer la tarde, estaba sudoroso, con la ropa pegada al
    cuerpo, pero con la espalda más recta y los ojos más atentos. Darek sonrió,
    satisfecho.
    —Hoy aprendiste a no malgastar fuerzas —dijo—. Mañana veremos qué pasa
    cuando lo que parece simple se convierte en velocidad.
    Después de la charla, Darek se levantó y señaló un claro entre los árboles donde la
    luz del atardecer entraba suave.
    —Antes de que termine el día, quiero enseñarte algo más —dijo—. La meditación.
    No es solo sentarse y cerrar los ojos; es aprender a calmar la mente, a escuchar tu
    respiración y a sentir cada movimiento de tu cuerpo.
    Tomás se sentó frente a él, imitando la postura de Darek. El guerrero cerró los ojos y
    respiró profundo, lento y constante.
    —Primero, sentite presente —susurró Darek—. Nada de lo que pasó hoy ni lo que
    vendrá importa ahora. Solo tu respiración y tu cuerpo.
    Al principio, Tomás no podía dejar de pensar en los golpes, en los troncos, en la
    espada. Darek, con paciencia, lo guió:
    —Cada vez que la mente se escape, traela suavemente de vuelta. Eso también es
    entrenamiento. Aprender a dominar tu mente es aprender a dominar tu fuerza.
    Cuando el sol desapareció detrás del bosque, Tomás sintió algo diferente: una calma
    que no había experimentado antes. Sus músculos seguían cansados, pero su mente
    estaba alerta, quieta, lista. Darek abrió los ojos y le sonrió.
    —Eso es todo por hoy. Mañana será otro día, y tu cuerpo y tu mente seguirán aprendiendo juntos.
     
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    Última modificación: 14 de Octubre de 2025 a las 3:00 PM

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