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Ejecución.

Discussion in 'Prosa: Generales' started by Dertodesking, May 4, 2021. Replies: 0 | Views: 336

  1. Dertodesking

    Dertodesking Poeta recién llegado

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    —¡Agáchate! —gritó el soldado mientras blandía un cuchillo de forma amenazante. El militar reía incontrolablemente ante el terror que se reflejaba en el rostro del prisionero, quien aún mantenía la esperanza de que su vida le fuera perdonada. Entonces, el cazador se sentó ante la presa, y le habló con un tono burlesco—. ¿Tienes algo que decir? —. Su sonrisa, que ensañaba todos sus dientes, provocó un espasmo en la víctima. Estaba aterrada; sabía que iba a morir. Trató de recuperar la compostura, y tras mover la cabeza, torpemente, logró mirar a los ojos de su verdugo, y, de esta manera, comenzó su última conversación.

    —No tienes por qué decapitarme. ¡Te lo diré todo! —. Al mismo tiempo que trataba de hablar, su voz se rompía en una suerte de tonos agudos con un aire tragicómico. El guerrillero, al escuchar la proposición del combatiente retenido, se mostró atento—. ¿Qué vas a decirme? —. Le preguntó. A pesar del interés que mostraba, el matiz de sus palabras seguía siendo sarcástico, como si estuviera conversando con un niño. De fondo, otro recluta vociferó una orden—. ¡Vamos, habla! —. El rehén miró hacia la tez de su futuro asesino, y, tratando de contener sus lágrimas, dijo—. ¡Te diré dónde están localizadas! —. El guerrero torció su barba a la vez que fijaba la vista en la cara de su enemigo, indicando que estaba escuchando cada una de sus palabras. Por un momento, introdujo las manos en los bolsillos de su pantalón de camuflaje, para acto seguido, proseguir con la charla funesta—. ¿Dónde están localizadas qué? —. Preguntó, fingiendo que había una posibilidad de que él se pudiera ir con vida de ese sitio—. Las armas y la munición—. Indicó el soldado arrinconado, a la vez que su cuerpo temblaba esporádicamente.

    Sabía que iba a fallecer allí, pero no podía procesar la situación en la que se encontraba. Todo le resultaba completamente irreal: el cómo su grupo se dividió (seis huyeron y otros seis decidieron enfrentarse a los invasores), la crueldad con la que sus compañeros estaban siendo ejecutados, el júbilo del enemigo, que veía el escenario como una fiesta... Por un momento, quiso luchar, huir de ese sitio, pero ya todo le daba igual. Sentía a la parca tan cerca, que desarrolló una cierta relación de familiaridad con ella. Uno de los miembros de su grupo, Alevkey, escapó despavorido de sus captores, tan solo para acabar con su cabeza destrozada a base de disparos de una ametralladora semiautomática. ¡Cómo le envidiaba! Una muerte rápida y casi indolora, muy diferente a la de los pobres prisioneros, quienes estaban siendo decapitados de mala manera.

    —¿Dónde están? —. Demandó el verdugo mientras cambiaba su postura, cruzando sus brazos sobre su pecho—. Allí arriba, en la montaña. Justo en esa casa—. El combatiente preso señaló hacia una pequeña cabaña en la ladera de la montaña que se hallaba tras él. La choza, en ruinas, se encontraba en la lejanía, pero era obvio que había sido quemada por su escuadrón. Muchos guerrilleros comenzaron a exclamar, divertidos—. ¡Está mintiendo! — Entonces el rehén cayó en la cuenta de lo que estaba sucediendo: a esas personas no les concernía lo que él tuviera que decir. Le estaban torturando para reírse de su ingenuidad.

    De todas formas, el ejecutor dio un paso atrás y vaciló. No sabía qué era lo que tenía que hacer con ese chico. Observó a todos los miembros de su brigada; estaban expectantes—. ¿Qué tengo que hacer? —. Les consultó. Dudó por un momento, pero un integrante no tuvo reparos en incitar a aquel hombre a cercenar al muchacho—. Sólo rebánale la cabeza. Déjate de tonterías—. El militar se giró sobre sí mismo, para hablarle con dureza al chico, que ahora estaba en posición fetal, tratando de eludir a su propio destino—. Túmbate, y quítate el cinturón—. Le exigió. El recluso comenzó a sollozar desconsoladamente—. ¡No me tenéis que matar, por favor! —. La unidad enemiga estaba perdiendo la paciencia, pues un grupo de soldados alzó la voz—. ¡Mátale ya, joder! —. Todos se percataron de que el asesino titubeaba demasiado, así que un compañero fue a ayudarle. El otro miliciano que entró en escena, agarró al joven y lo levantó por los hombros. Miró hacia sus brazos, y le exigió que los echara hacia atrás—. ¡Los brazos a la espalda! — Le gritaba al muchacho apresado—. Este se revolvía, inquieto; quería fallecer como Alevkey y no como sus otros camaradas—. Los brazos... ¡Muévelos! — Repitió el guerrillero, aumentando el volumen de su orden. Al ver que el chico hacía caso omiso de sus mandatos, le asestó un puñetazo en la mandíbula, que provocó un crujido leve. Tras la agresión, aquel mártir siguió las indicaciones de sus castigadores. El soldado con el filo se acercó el joven, lo que provocó que este volviera a tratar de fugarse de sus captores. El otro ejecutor, que antes le propinó un golpe al joven, agarró el cinturón que el chico se había quitado un minuto atrás, y comenzó a darle una paliza con él. El guerrero ajusticiado seguía llorando, mientras gritaba—. ¡No quiero morir, por favor! ¡Vosotros sois muy buena gente! —. Los milicianos rieron, y uno respondió a la afirmación del prisionero—. Sí, somos buena gente. ¡La mejor! —. Mientras los dos individuos disfrutaban de la hilaridad de aquella escena, un tercer hombre le dio otra navaja al que se suponía que iba a ser el asesino desde el principio. Ya no tenía ninguna duda; ahora deseaba cortar un cuello más que nadie. Contempló a su presa, y le espetó, todavía riéndose—. ¡Vas a vivir en la ciudad de las tumbas! —.

    La cara de la víctima estaba totalmente pálida, y sus músculos faciales se paralizaron. No podía reaccionar correctamente al ambiente en el que iba a acabar todo para él, mas siguió suplicando clemencia frente a sus captores—. ¡Mamá, mamá! ¡Por favor, quiero vivir! —. Uno de los dos hombres que estaban torturando al chico, se dio la vuelta para dirigirse a sus camaradas, y expresó una observación sarcástica—. ¿Lo habéis oído? ¡Quiere vivir! —. El matiz de sus palabras, insultante, denotaba cómo aquel rival no era un ser humano, sino una criatura que debía de ser ajusticiada. De nuevo, el escuadrón volvió a exigir con vehemencia que prosiguiera el homicidio, y así fue: el soldado que portaba el arma blanca se agachó frente al joven, que había sido inmovilizado; realizó un corte en la yugular del muchacho, y la sangre comenzó a brotar de la herida. El militar profirió un alarido horrible mientras trataba de tocar la lesión que le había provocado la dichosa daga; comenzó a moverse violentamente de un lado a otro, por lo que su verdugo empezó a apuñalarle en el cuello repetidas veces, hasta que, por fin, dejó de respirar.
     
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