El Disgusto

Por los campos de oliva, en plena noche despejada, una mujer ataviada de grana y oro se pasea sin contemplaciones. Dispuesta a llegar a la fuente clara de murmullos serpentinos. Cuando llega, ve un hombre apoyado en un adusto pino y fumando un cigarro. Le pregunta con un susurro de plata si quiere acompañarlo hacia la mansión de decorados flameados por el rayo de Ulises. Ella abre sus vivaces ojos negros. Y en un ademán de inocente cortesía se coge de la mano azul topacio del galán misterioso. La obscuridad del empedernido techo celeste, todo tachonado por velas sublunares de luz sobrenatural, les permiten no perder el paso hacia la demoledora construcción de añejos tiempos de antigua semblanza. Van canturreando una melosa canción. Que los envuelve aún más si cabe en una alegría fugaz. Que pronto se transformará en tristeza de agua cristalina. Cuando a las puertas del monumento glorioso se topan con un anciano cano que les dice que no está permitido entrar por la puerta gótica a hermanos paridos por mujer ya hace tiempo muerta. Y descansando entre abedules de un tétrico cementerio remoto.