La Momia

Aquella posesiva mujer, de retina clarividente, observaba el garfio pedestal de su amado momificado. Que en viejo papel de celofán estaba todo cubierto. Se acercó hacia él y fue desenrollando las vendas. Ahora sí que el expresionismo aterrador de la muerte macheteó el corazón de la fémina. Contemplaba horrorizada cómo un color mugriento se explayaba por todos los contornos fugitivos de su ser de ensueño. A toda prisa, salió por la funesta puerta podrida de la habitación. Y a la calle, que en llovizna tenue de invierno mojaba las calzadas desiertas de la gran urbe, fue presurosa a un anticuario para comprar un reloj de arena más un punzón con martillo de plomo incluido. El dependiente que la atendió, un pordiosero anciano de noventa años, le preguntó meditativo para qué quería todos aquellos artilugios. Ella enmudeció. Pero sólo unos segundos. Después abrió su boca seca y quiso explicarle la situación de aberrante congoja miserable. Pero ya era tarde. El hombre se había transfigurado en la maldita momia otra vez. Pero en esta ocasión, desvendada y con la carne entreabierta. Para que ella observara aterrada las entrañas cancerígenas del despiadado ser.

 

homo-adictus, vaya sorpresa se llevó la mujer. Al contemplar cómo el dueño del anticuario se reencarnaba en la funesta momia que descansaba en podredumbre de piel cartilaginosa. El caso es que nuestra desfavorecida hembra de amoríos insanos; ante una podrida reliquia de tiempos ancestrales, cayó en un evanescente horror acongojador. Fue presurosa en una aciaga noche a buscar material para exorcizar a su singular amante. Pero lo realmente presente era que lo que le esperaba era la burla insidiosa de sanguinaria visión terrorífica ante un muerto viviente. Atentamente Edouard.