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LA ULTIMA MAREA

Tema en 'Fantásticos, C. Ficción, terror, aventura, intriga' comenzado por versos rotos, 16 de Junio de 2017. Respuestas: 1 | Visitas: 851

  1. versos rotos

    versos rotos La poesía es el cristal a través del que miro.

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    En el lugar donde tenía previsto colocar la cabeza, dejó bien asentada sobre la arena una sandía cuyo volumen y peso se le antojó similar.

    Se sentó unos metros más atrás y observó relajadamente el vaivén suave con el que las olas mecían el mar. Nunca le gustó demasiado el contacto con la pegajosa arena de la playa, por lo que se entretuvo largamente en retirar de sus manos y ropas la que se le había quedado adherida.

    En el horizonte, el sol se acercaba suavemente a la línea por donde en poco rato se perdería por penúltima vez.

    Calculó mentalmente los ocasos que llevaba a cuestas, siempre le gustó jugar con los números, se le daba bien, aunque nunca sobresaliera en los estudios, las matemáticas le fascinaban. Treinta y ocho años y seis meses, treinta y ocho por doce meses, y seis meses más… treinta y ocho por diez trescientos ochenta y treinta y ocho por dos setenta y seis… cuatrocientos cincuenta y seis, mas seis, cuatrocientos sesenta y dos ocasos.

    Claro que de todos ellos no era consciente, pero habían sucedido, uno tras otro, desde aquel día primero en que a su madre, literalmente, se le cayó del vientre. Porque más que nacer, Calisto apareció de pronto mientras su progenitora se acuclillaba tras unos arbustos con la intención de miccionar.

    Calisto, nombre de origen griego, según averiguó, de significado el mejor y más valiente. Qué ironía pensó.

    Las olas comenzaban a rozar ligeramente la colorada redondez de la voluptuosa fruta.

    Tenía tan poco que recordar de todos aquellos atardeceres, que se le figuraron demasiados, los cálculos estaban bien, pero la sensación era de habérselos perdido casi todos. Los de la temprana niñez e infancia apenas los recordaba, tan sólo vagas imágenes, como fotografías en sepia que ilustraban un álbum de sinsabores, con demasiados claroscuros que herían muy profundo. Y los de la adolescencia fueron peores. Todavía dolían las cicatrices que laceraban su cuerpo, ahora dolían por dentro, el peor de los dolores.

    Fallecida su madre en el segundo parto, cuando él solo contaba años con una mano, en todos los recuerdos siguientes estaba presente el fuerte olor a alcohol y el fuerte dolor de un viejo cinturón de cuero.

    El oleaje comenzaba a envolver plenamente la sandía, la rodeaba de espuma y se retiraba apenas medio metro, en el reloj eran las nueve y cuarto, el sol hacía unos instantes que desapareció y aunque quedaban reflejos rojizos en el cielo, ya costaba no perder de vista la figurada cabeza de Calisto sobre la arena.

    Era la temida oscuridad de todas las noches, de las cuatrocientas sesenta y dos anteriores y de la que se avecinaba. La tiniebla que traía incansable todas las pesadillas de la vida. No hallaba, cuando lo intentó, hacía tiempo ya, ningún resquicio por donde entrara un mínimo halo de luz que le hubiera servido de guía, que le hubiera alumbrado para no verse abocado a tan drástica decisión.

    Ahora ya no buscaba luces, ya no las necesitaba, bastaba pensar con el ocaso último, con que le envolviera la penumbra de un atardecer y le llenara todo su ser de mar, ola a ola.

    No dejaban de golpearle en las sienes las palabras de su padre, cuando entre correazo y correazo le gritaba “¡Tendrías que haberte ahogado en los líquidos de tu madre antes de nacer!”

    Al principio era muy pequeño para entender que quería decir aquella extraña y perturbadora sentencia, y con el paso de los años la escena del ahogamiento en el vientre de su madre se convirtió en la constante pesadilla que le despertaba sudoroso noche tras noche.

    Con aquellos pensamientos se percató de que la marea había alcanzado a cubrir completamente la fruta, se levantó, avanzó hasta donde la suponía medio enterrada, el agua todavía era fría en esa época del año pero no le importó la sensación, que de algún modo le ahuyentó la tóxica visión fetal que le embargaba. Localizó la sandía y la alzó frente a su rostro, como si tratara de preguntarle por su experiencia con las olas, luego caminó con paso firme, a pesar de la oscuridad, por las rocas que conformaban la bonita cala que había elegido para sus pretensiones. La llamaban la Cala de los muertos en el pueblo, parece ser que porqué tiempo atrás aparecieron en ella varios cadáveres del naufragio de un pequeño barco pesquero. Le satisfizo comprobar que absolutamente nadie había pasado por allí en las más de dos horas que estuvo, lo último que hubiese querido eran espectadores que interrumpieran sus planes.

    Regresó a casa y esa noche sólo cenó parte de la sandía, también desayuno sandía al día siguiente, y a medio día solo comió sandía, no hubo cena aquella tarde, estuvo dormitando toda la sobremesa, una larga siesta que se alargó hasta las seis, luego anduvo ordenando ligeramente el apartamento y finalmente se decidió a sentarse y escribir, en la parte trasera de la hoja del calendario una brevísima despedida, dedicada a sí mismo.


    “Me marcho ya, es hora de abortar este camino que no conduce a ninguna parte, no quedan motivos para continuar, ninguno que merezca seguir soportando el dolor de los días y el miedo de las noches”

    Dio una vuelta más por las habitaciones, casi todo estaba empaquetado y etiquetado convenientemente, como si de un traslado de vivienda se tratara, en una caja se podía leer ´vajilla frágil´, en otra, que acarició fugazmente se leía ´fotos de Ángela y Lucas´.

    Ángela había venido a su vida cómo un bálsamo que fuera a paliar todos los viejos dolores que le atormentaban, era un torrente de alegría, no cabía en ella ni un minuto para el desánimo, nunca la vio triste, nunca la sintió defraudada por la vida, nunca dejó el más mínimo resquicio para que se colara entre ellos la negatividad que a él le envolvía hasta encontrarla.

    Y Lucas, que les acompañó siempre, atento cada minuto parecía intuir con antelación sus necesidades, amable y alegre en todo momento, amigo fiel que siempre dio todo sin pedir nada a cambio.

    No sabía nada de él desde el funeral de Ángela, le había visto fugazmente aquella tarde, sin poder prestarle demasiada atención, pero cuando volvió a casa ya no estaba, y por más esfuerzos que hizo por localizarle, nunca lo encontró.

    Era la hora ya, pensaba ir caminando hasta la cala, por dejar el coche en la cochera, había como una media hora desde su casa y el trayecto por los caminos entre pinares era agradable, recordó en cada rincón de los senderos, cuantas veces había hecho ese recorrido con Ángela y Lucas, incluso el día antes del fatídico quince de mayo.

    Ángela era una deportista muy activa, aquella mañana, como tantas, a las seis en punto salió del garaje con su bici, no sin antes dedicarle unos de sus delicados besos de buenos días a Calisto que dormía plácidamente, poco amigo de las bicicletas.

    A las siete y media sonó como de costumbre el despertador, Calisto se incorporó de inmediato y preparó el desayuno para los dos, Ángela tardaría apenas diez minutos en regresar, siempre hacía el mismo recorrido y tenían muy cronometrado el tiempo.

    A las ocho no había vuelto, pensó que habría tenido algún pinchazo y estaría al caer, pero a las ocho y media, sacó el coche del garaje e inició el mismo recorrido que ella acostumbraba. A apenas ochocientos metros de casa encontró una patrulla de la Guardia Civil aparcada en el arcén de la carretera, una ambulancia y coche de atestados; el corazón se le aceleró hasta la taquicardia y sintió que aquella situación tenía que ver con Ángela. Paró el coche unos metros más adelante y se dirigió a un guardia civil que estaba controlando el tráfico, pues los coches invadían parte de la calzada.

    El golpe mortal que le propinaron la había lanzado por el barranco, la bici todavía se encontraba destrozada veinte metros más abajo pero ella ya no estaba allí, la habían trasladado al hospital, el guardia civil me anticipó que me preparara para lo peor.

    En la ambulancia pudo ver a un hombre joven, siendo atendido por los sanitarios y un coche rojo, aparcado en el arcén con claras abolladuras en un lado y el cristal del parabrisas.

    Las piernas no le respondían a Calisto, quería llegar al coche y los quince metros que le separaban de él le parecieron una maratón, cuando entró se apoyó sobre el volante, Lucas se había quedado dentro y le miraba fijamente.

    Las noticias dieron a la mañana siguiente cumplido parte de lo sucedido, un joven que regresaba de una fiesta, triplicando la tasa de alcohol y con claros síntomas de haber tomado alguna droga sesgó la vida de una joven de veintinueve años, vecina de la localidad, atropellándola cuando regresaba de su diario entrenamiento en bici, arrojándola barranco abajo más de veinte metros.

    Calisto no llevaba más que una pala, iba vestido con un bañador y una camiseta de tirantes, llegó con lágrimas en los ojos por el recuerdo del asesinato que le arrebató lo único que le hacía seguir adelante cada día.

    Buscó el sitio exacto donde estuvo con la sandia el día anterior, y en el mismo lugar donde la colocó, comenzó a cavar un hoyo con la pala. Cavó sin descanso hasta comprobar que sentado a lo buda, quedaba la cabeza justo por fuera del orificio.

    Había dejado toda la tierra excavada justo alrededor de la fosa, para una vez dentro, poder cubrirse con ella para enterrarse hasta el cuello, luego las olas harían el resto, no se ahogaría en el líquido de su madre, pero lo haría en el líquido de la tierra.

    Tiró lejos la pala y se desnudó, quería marcharse igual que vino, sin nada. Llorando encontró la vida el día primero y llorando encontraría la muerte el día último.

    Sollozaba mientras iba introduciendo con las manos la tierra y compactándola bien para que no le fuera fácil salir de aquella arenosa tumba, pero no sollozaba de miedo, ni de tristeza, era un llanto de dolor profundo, lloraba todas las heridas de por fuera y por dentro y sobre todo lloraba por Ángela.

    Perdió la noción del tiempo, pero la situación del sol, que ya empezaba a perderse por el horizonte marino le hizo comprender que en apenas una hora por fin todo habría llegado a su fin.

    Sintió en su cuerpo el frío de la arena mojada, cerró los ojos y dejó que las cosas fluyeran.

    El agua ya había comenzado a llegar a su cuello, incluso alguna ola, más atrevida, le salpicaba la cara y le mojaba los labios. Poco a poco otras olas se unieron a las primeras y comenzó a sentir en su cara el salado sabor de cada una de ellas, instintivamente cerraba los ojos y la boca, hasta que comenzó a tener que respirar sólo por la nariz.

    Quiso no pensar en nada, pero su corazón se aceleraba por momentos y por su mente pasaban muchas imágenes mezcladas, su padre, Ángela, su hermana pequeña a la que apenas conoció porque fue dada en adopción a una pareja extranjera para que su padre, acusado de malos tratos y vejaciones no pudiera tener acceso a ella, la bici destrozada que quedó colgada en el garaje, Lucas….

    Creyó entonces oír voces lejanas, sonidos que no podía distinguir, pero que en cuestión de segundos fueron mas y mas perceptibles, hasta que el agua le cubrió también la nariz y sintió como le penetraba y le iba llenando, quitandole las últimas posibilidades de tomar aire.

    Sintió que alguien chapoteaba a su lado, pero era ya noche cerrada y no sabía exactamente el origen del trasiego que notaba… hasta que sintió la humedad de una lengua recorrerle la oreja una y otra vez y reconoció los aullidos inconfundibles de Lucas.

    Ladraba y chapoteaba a su alrededor, parecía insultarle, recriminarle, nunca le había notado tan agitado, comenzó a escarbar a duras penas bajo su cabeza con las patas, ladrando cada vez con más fuerzas.

    Lucas, desaparecido, no le había abandonado, había regresado quizá intuyendo el desenlace que se avecinaba, quizá había estado todos estos meses intentando sobreponerse a la muerte de Ángela y ahora volvía resuelto a comenzar de nuevo.

    Calisto se agitó violentamente dentro del hoyo y la arena cedió con facilidad, pudo sacar un brazo y apoyarse para levantar la cabeza hasta tomar una urgente bocanada de aire.

    Lucas le lamía el rostro, sentía su agitación, sus ladridos ahora semejaban sollozos.

    Estaba desnudo, el oleaje había extraviado sus ropas, se sentó sobre una enorme piedra de la cala y acarició y abrazó a Lucas, que le respondía con mas lametones y rítmicos movimientos de cola.

    -¿tienes hambre amigo?

    Vamos a casa.
     
    #1
    A El Sultán de la Poesía le gusta esto.
  2. Maygemay

    Maygemay Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Es un cuento precioso con ese final tan cálido que contrasta con el argumento que relata episodios tristes. Me ha gustado muchísimo como llevas el suspenso y el motivo de la sandía que hace pensar en sorpresas macabras. Pero el desenlace inesperado con Lucas en acción que hace regresar la esperanza en la vida y el afecto incondicional que nos dispensan los amigos de otras especies.
    Saludos cordiales.
     
    #2

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