Luz

Les voy a contar una historia.
Luz tenía una visceral obsesión por la precisión. Se manifestaba constantemente en su puntualidad, la forma en la que respetaba el límite de velocidad, su pánico a la hora de redondear decimales, sus lágrimas al darse cuenta de que el kilo de papas que compró pesaba 1017 gramos, lo simétrica que eran su casa y su forma de vestir, la cirugía plástica que se hizo hacer para poner sus dos pezones exactamente a la misma altura, en fin, cientos de acciones minúsculas o exageradas que daban algo de que preocuparse y mucho para chusmear a sus amigas.
Luz tenía amigas, aunque no creía necesitarlas. Si bien estuvieron ahí los cinco días seguidos en los que lloró después de haberse cortado el pelo rebajado (que por cierto fue idea de ellas), Luz sentía una oculta sensación de autosuficiencia en la que la compañía y la amistad no la satisfacían en lo más mínimo.
Luz brillaba. No sé que quiero decir con esto, o mejor dicho, no sé como describir la manera en que lo hacía. Cuando la vi sentada en ese café a la vuelta de la facultad de ciencias económicas, mirándose al espejo con una expresión de increíble concentración en su rostro tratando de dejar su flequillo perfectamente derecho; me dí cuenta de que brillaba como un ángel enviado al mundo con la misión de enderezar cuadros torcidos y despreciar a los jóvenes que usan los cordones de las zapatillas de distinto color.
Hablarle a Luz no fue difícil, comenzando por decirle que cursaba con ella y haciendo algún comentario banal sobre algún profesor, me fui amoldando lo suficiente como para poder decir lo que ella quería escuchar, aún si Luz misma no sabía lo que era. Conocía a una de sus amigas y ganarme al resto fue pan comido, aunque tuve que esquivar con destreza sus advertencias sobre la naturaleza desequilibrada de Luz.
Su comportamiento no me importaba, aunque debo aclarar que yo la apaciguaba considerablemente, en muchas ocasiones me sorprendí al ver que ignoraba detalles que un mes atrás hubiesen sido causa de un escándalo. Luz estaba mejor, eso decían sus amigas y yo me daba cuenta nada más al verla. Estaba tan radiante que mirarla a los ojos me encandilaba.
Ser bueno para Luz fue algo que me llenó de satisfacción. Nos conocimos seis meses antes de terminar la carrera y antes de recibirnos estábamos viviendo juntos.
Un viaje en avión a Sao Paulo, un colectivo hasta Camboriu, un departamento con vista al mar y doce días de playa me mostraron que podría vivir con esa mujer muchos años. Fui muy temprano al centro y luego de deslizar mi tarjeta obtuve una cajita aterciopelada con algo que brillaba en su interior.
Dijo que sí. Y al colocarse ese anillo se apagó. Opaca, áspera inclusive. En el viaje de vuelta parecía que el cuerpo, por poco inerte, sentado a mi lado absorbía luz. Luz absorbía luz, eso no puede ser. Luz ya no era luz, y la luz para mí tampoco lo era. Me sentí nadando en el aire, denso como miel pero más amargo que el vinagre.
En ese momento intenté ser pesado, pesado, que ese avión se cayera en alguna montaña, alguna laguna o en el mar. La luz se apagó, pensé, y morí por años, años de oscuridad que lo obligan a uno a avanzar a tientas.
Y Luz se apagó, extrañamente no dejó de existir, y la luz, ahora es luz azul.