Nuria

Martes por la mañana.
Iba tan apurado que no esperé el ascensor, de modo que decidí negociar los dos pisos que me separaban del despacho y lo hice tan precipitadamente, que yo mismo me sorprendí cuando, apenas jadeante, empujaba la pesada puerta de cristal opaco justo antes del mostrador de la recepcionista.

- Buenos días, Marcelle.

- ¡Buenos días!, -me espeta mientras sonríe-. Marcelle siempre sonríe.

- La nueva secretaria, o lo que sea, -dice bajando la voz mientras apunta su dedo índice en dirección al pasillo- llegó hace 20 minutos. Te está esperando.

- ¿Y Carlos?, ¿sabemos algo de Carlitos? -pregunté, sin pararme lo suficiente como para escuchar la respuesta-

Entré en el despacho soltando el infame maletín sobre la mesa. Tan bruscamente lo hice, que ni siquiera reparé en la única persona que ocupaba la estancia.

Allí estaba ella. Sentada. Esperando.

- Eh… ¡hola!, dije un poco nervioso y medio sonriendo, al ser consciente de aquella nueva realidad.

Aquella nueva realidad se incorporó súbitamente de la silla girando su cabeza para mirarme, y durante uno o dos segundos estuvimos observándonos con calculada sonrisa.

Debía rondar los treinta y pocos. Apenas maquillada, con un pelo color trigo y unos sublimes y celestiales ojos que invitaban a fantasear. Muy elegante, demasiado formal en mi opinión, pero decididamente elegante. Ataviada con un traje Chanel verde musgo, un pañuelo beige primorosamente anudado alrededor del cuello y unos sencillos zapatos claros, de ante, con apenas tacón. Aquella espectacular realidad, como digo, se incorporó de su asiento encaminándose hacia mí, al tiempo que extendía su brazo derecho y ofrecía su mano para saludar.

-Por favor, siéntate, le indiqué mientras señalaba una de las dos butacas próximas a la mesa.

Cuando pude observarla de frente, fui consciente de la existencia de aquellas piernas. Unas piernas de longitud inverosímil, enfundadas en unas transparentes medias negras. Unas piernas infinitas, majestuosas, que al observarlas con la requerida prudencia, por fuerza se sabía donde terminaban, pero sólo una generosa dosis de imaginación podría darme a entender dónde principiaban… allá arriba, ¡oh fecunda imaginación! entre recónditos e ignotos parajes, para cuya minuciosa exploración, a buen seguro, no faltarían voluntarios.

- ¿Así que tú eres…?, pregunté por preguntar, al tiempo que me afanaba en aflojar el nudo de la corbata y advertía un repentino aumento de mi temperatura basal.

- Soy Nuria Rojas. Vengo a suplir a Marisa que se jubiló hace unos días, -sentenció- mientras unas leves notas de almizcle y bergamota acariciaban mis sentidos.

- Pues encantado, Nuria. Soy fulano de tal, tu jefe, pero yo no me preocuparía mucho por eso, le mentí.

Rió mostrando dos filas de dientes de perfecta distribución arquitectónica.

Nuria, se llama.

La nueva se llama Nuria.

Y sus piernas, ¿lo he mencionado ya?, pueden quitar el sueño a cualquier mortal.

 

Parece que las estoy viendo (sus piernas), jeje. Magnífica prosa, Gatoazul. Mis felicitaciones, poeta. Un abrazo.

 

¡Gracias, LIBRA8!
Aclaro -quizá innecesariamente- que el relato no pertenece a ninguna vivencia personal.
(para mi desgracia)

 

Vaya, ¡qué pena!... pero no pasa nada, lo has descrito formidablemente. Yo me lo he tragado y he disfrutado.
Saludos.

 

¡Jajaja, gracias Javier!
Sí, una verdadera pena.
Te agradezco que hayas pasado por aquí. Un saludo.

 

Alguna vez hay que darse una alegría. Aunque sea fantástica, literalmente. XD
¡Gracias, Libelle!