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Oliver

Discussion in 'Relatos extensos (novelas...)' started by Calimero, Nov 3, 2025 at 6:29 PM. Replies: 1 | Views: 29

  1. Calimero

    Calimero Poeta recién llegado

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    May 20, 2025
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    CAPITULO I

    —Mi cuerpo sirve de morada al orgullo herido. De lo que siento solo puedo decir que son sensaciones. Digo “sensaciones”, porque no sé bien qué decir. El animal herido huye del lenguaje.
    —Aquí podemos dejarlo: tú piensas que no estás en un cuerpo, porque no te identificas con él. “Somiatruites” dicen los catalanes de alguien que piensa cómo serán las cosas, antes de que sean. Todo está bien, Oliver, podemos dejarlo aquí.

    Mi mirada se ha detenido en la vieja colcha que cubre la cama del Viejo. Los bordados de cenefas me inducen a un estado hipnótico. Quiero decirle tantas cosas… << ¿Cómo? ¿Ya? Pero, no…>>

    El viejo sabe cómo interrumpir una conversación que no lleva a ninguna parte. Ya se ha levantado del sillón y me estrecha su mano, grande y fuerte, para después pellizcar mis mejillas. <<Todo está bien>>. Con estas palabras me despide, indicándome la salida.

    Jacinto de los Cerros, así se llama, aunque todos le decimos “Viejo”. <<Viejo para aquí, Viejo para allá, oye Viejo, dime Viejo>>. No le importa que lo importunemos. Acostumbra a decir que él es como el agua, que se adapta a todos los moldes. En este caso, se adapta a nosotros, mostrándose presente, disipa la incertidumbre.

    Hay barullo en el piso. Corro la cortina. Allí están los dos niños del matrimonio marroquí. Uno de ellos salta sobre mí. –¡Chechu, chechu! —Grita el pequeñín, colgándose de mi cuello. Por un momento, presto atención a los “churretones” en sus mejillas, seguramente de llorar y fregarse con la manos sucias las lágrimas, es posible que se haya peleado con otro niño en el recreo o lo hayan castigado. –¡Hoy no llevo Frankfurt! ¡No hay Kétchup! ¡Hoy no! —Exclamo, y río quitándomelo de encima. Recuerdo el día que bajamos yo y el Viejo a comprar Frankfurt para los niños. Miro a Fátima, la madre de los niños, que se muestra complaciente con la mirada, y, con un gesto de la cabeza, asiente. Veo al otro hermano que se entretiene, saltando sobre la cama de los papás. –¡Qué vaya bien, familia! —Exclamo, despidiéndome. En el rellano, vuelvo a pensar en aquello que dijo el Viejo: “somiatruites”. Más allá del significado, suena muy bien.

    El Viejo vive en una ciudad de la periferia de Barcelona, en un “piso patera”. En una de las habitaciones, vive una pareja rusa, y en la otra habitación, más al fondo, una joven dominicana. Él se ubica en el comedor del piso, separado por una cortina de la familia de marruecos. Al lado de la ventana, el viejo tiene su cama, un escritorio de madera, con su silla, y un sillón arrumbado a la pared; y en la otra parte del comedor, más próxima a la puerta de entrada, tiene el matrimonio sus dos camas, no muy grandes, una para los padres y otra para los dos hermanos, también una mesa de playa, sillas plegables y un pequeño televisor. Viven en total ocho personas en un piso de sesenta metros cuadrados.

    Jacinto. Seguro que solo lo llama así su madre y sus hermanos. Con su madre habla, a veces, por el celular, como dice él. “Mi Mija” así se refiere a ella, con mucho cariño y veneración. La madre vive en Colombia, en una pequeña aldea, próxima a la selva. Allí nació el Viejo, el mayor de tres hermanos. Los dos más pequeños, viven en Medellín. También abandonaron la aldea, igual que Jacinto, que lleva ahora diez años instalado aquí. Tenía cuarenta años cuando, dejando a su madre con una tía suya, vino a Barcelona. Así que no es, propiamente, un viejo, sino un hombre en la mediana edad, pero posee el gen de la sabiduría, si es que este existe, de tal forma que todo él, mente, cuerpo y espíritu, es el fiel reflejo de la vida. Más allá de todo tiempo y espacio, incluso, más allá del origen de la creación, está el Viejo. Para quien no haya estado a solas con él, es difícil hacerse una idea de lo que digo.

    Bajo las escaleras de dos en dos, dando saltos, agarrándome a la barandilla. Aun soy joven, quiero decir, físicamente; de ánimo es otra cosa, se podría decir que estoy “muerto”. Nadie que me viese saltar, diría que es como digo, pero solo tengo estos arrebatos de agilidad y fortaleza, una gozosa energía vital, cuando estoy solo. En cuanto salgo a la calle y todos me pueden ver, ya comienzo a esconderme. Si me topo con alguien, si me cruzo con otra mirada, percibo la desaprobación, la mueca de profundo asco y repugnancia de la otra persona hacia mí.

    Me he acostumbrado a vivir completamente al margen como si hubiera abandonado mi cuerpo y me hallase en otro lugar. No un lugar físico, en el espacio y el tiempo, sino un lugar (no-lugar) donde solo soy espíritu. Entonces, solo el cuerpo se mueve de aquí para allá; habla (lo menos posible) con uno u otro; hace sus necesidades; y así… Pero yo no estoy aquí. Solo regreso al cuerpo cuando, a veces, escribo. También, cuando veo al Viejo y hablo con él, es como si volviera a nacer; siento cómo toma forma mi cuerpo.

    El viejo siempre me dice que no piense mucho en estas cosas. De nada sirve, según él, dar vueltas al pensamiento. Y siempre se despide de mí con la misma frase; esas tres palabras que ya forman parte de mí: todo está bien.

    A pie de calle, veo los bares llenos, también las terrazas. Estamos en pleno mes de julio y el calor pega fuerte. No me resultará fácil dormir esta noche. Si me apresuro a coger el metro, llegaré pronto a casa. Vivo en otra ciudad de la periferia. Estudio filosofía en la Universitat de Barcelona. Tengo a mi familia en Mánchester.

    —¡Oli, Oli! —oigo una voz, como de pito, gritando mi apodo.

    A disgusto, detengo mis pasos y me giro. Es Michell: el trotamundos francés. Después de recorrer media Europa, parece que, definitivamente, se instala en este barrio. Podría haberlo previsto, a estas horas siempre anda rondando bares y terrazas, buscando que lo conviden a una birra o le ofrezcan un cigarrillo. Tiene alrededor de cuarenta años. Es alto y rubio, de ojos claros. Su figura es desgarbada. Viste siempre ropas muy viejas. Así, a primera vista, parece un mendigo. Sin embargo, tiene su pequeño negocio de estupefacientes. Se dedica a vender Marihuana, tiene una pequeña plantación, a medias, con un “conocido suyo”, según dice él siempre que le preguntan, sin dar muchas explicaciones. Le saca su rendimiento; suficiente para pagar el alquiler del piso donde vive con Raquel, su novia, mucho más joven. Raquel abandonó el bachillerato, y lleva bastante tiempo trabajando como prostituta.

    —¿Otra vez? ¿Viniste a ver al Viejo? —dice Michell, acercándose más y mostrando su larga sonrisa.

    —Sí, Michell, a eso vine… —contesto, ruborizado.

    —Oli, majete, ¿me das un cigarrillo?

    Regresa el dolor. Va instalándose, lentamente, en la base del cráneo. Mientras, saco un cigarrillo y se lo doy a Michell que, dándome las gracias, hace un gesto de reverencia y se retira a sus asuntos. Sigo mi camino. Y vuelvo a pensar, como en otras ocasiones, cada vez lo pienso más, que el dolor reclama la atención sobre mi cuerpo, toda vez que me relaciono con alguien, por poco que sea, aunque solo se trate de intercambiar un simple saludo.

    Finalmente, llego al piso. No se oye una mosca, parece que no hay nadie. Aunque también es posible que Sonia siga durmiendo. Vivo en el piso compartido, con otros estudiantes: Sonia, una chica bielorrusa; y dos chicos de Madrid. Vamos cada uno a nuestro rollo.

    Es posible que esta noche haya jaleo. Es sábado. A Sonia le gusta salir de marcha. Tiene la costumbre de hacer botellón en el comedor de nuestro piso, antes de ir al centro de Barcelona o cuando regresan de madrugada tras toda la noche de fiesta.

    Yo tengo buenos cascos para oír mis vinilos. Son una reliquia, igual que el antiguo tocadiscos. Entre mi colección de discos tengo verdaderas joyas: Lou Reed, Deep Purple, The Clash, The Doors, Led Zeppelin, Nirvana.

    Suena Lou Reed. Mis oídos se deleitan y mis ojos se complacen viendo girar el vinilo. Se acopla la voz del cantante al ritmo de mis pensamientos, que desfilan como soldaditos de plomo, con sus pequeñas bayonetas. Sigo pensando tantas cosas… Ah sí, que soy un “somiatruites”. Es decir, que estoy perdido en mis sueños. Seguramente es así.

    Mis ojos se deslizan, entreabiertos, sobre la pequeña estantería del Ikea, donde tengo mis libros, principalmente de filosofía, pero también obras clásicas de la literatura: El Quijote, La metamorfosis, El idiota, Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, La montaña mágica.

    Este viejo tocadiscos, que tantas alegrías me da, me lo regaló mi abuela Puri. Ella vive en una residencia. Hace dos años que falleció mi abuelo. Lo tuvo muy claro, y dijo a mis padres: no vais a cargar conmigo. Siempre ha sido una mujer con mucho carácter. Nacida en España (Galicia), emigró al poco de conocer a mi abuelo, también nacido en Galicia; los dos de origen campesino. Una vez se hubieron casado, y tras haber dado a luz a mi madre, que tenía entonces dos años, marcharon a probar suerte, buscando una mejor vida, al Reino Unido. Y allí se quedaron.

    Así que tengo raíces españolas por parte de mi madre. También italianas. Mi padre, Francesco, conoció a mi madre en un festival de Rock and roll, celebrado en Londres. Mi padre disfrutaba de un periodo de vacaciones. A partir de aquel verano se repitieron las escapadas de mi padre a Londres, y finalmente se casaron. Triunfó el amor, y vine al mundo.

    Me viene un sueño más profundo, aquí tumbado en la cama. Pero hago un pequeño esfuerzo, me levanto y voy hacia el tocadiscos. Busco el disco de Nirvana cuando oigo el ruido de unas llaves que caen al suelo. Debe ser Sonia, que ya sale.

    La melodía de Nirvana me induce a recordar aquellas agradables vacaciones, en la costa del mediterráneo, muy cerca de Barcelona. Tendría yo once o doce años. Solía hablar mucho de mis inquietudes con mi abuela. Fue ella la que me regaló el libro del Quijote. Aquí tienes para pensar toda la vida —me dijo, acariciando mi cogote. Comencé a devorar el libro con mucha pasión. Por aquel entonces, me iba fijando en las niñas. Había una en el camping: una hermosa muchacha morena de ojos negros, con la piel trigueña. Iba tras ella, a escondidas. Escribía versos y los enterraba en la arena de la playa. Luego imaginaba: la veía a ella, desenterrando los versos, leyéndolos en voz alta frente al mar, para luego girar hacia mí su rostro, mostrando una amplia sonrisa; sentía un agradable olor a rosas. Y así me dormía muchas noches, con el libro del Quijote cayendo, lentamente, de mis manos a la cama o al suelo.

    Entonces supe que quería estudiar filosofía, y tenía que hacerlo en España, al ser posible en Barcelona. Me dediqué con ahínco a estudiar, sacando siempre muy buenas notas. He ganado así una beca de estudios. Ciertamente, echo de menos a mi familia, también Mánchester, mi ciudad natal, pero puede más la aventura del Quijote, porque es esto lo que yo busco; no tanto conocimientos académicos, sino la verdadera escuela de la vida, que está en la calle. Por eso me fascina tanto el Viejo. Ya hablaré en otro momento de él. Siento que llega el sueño, llega… ¡Ah, Don Quijote y Sancho Panza! ¡Y Dulcinea!


    CAPITULO II

    Anoche tuve “malos” sueños, y oía voces que venían del comedor. Me despertaba, una y otra vez, antes del sobresalto que oprime el corazón y el grito por coger aire, sorprendido por la sacudida de piernas e incapaz de incorporarme para mirar la hora en el móvil.

    Haciendo estiramientos me dirijo a la cocina. ¡Me cuesta tanto preparar el desayuno! Mis piernas pesan un horror y resulta un suplicio ponerme de puntillas para alcanzar la cafetera.

    Aunque sigo obnubilado, como el que regresa de la muerte, quiere dios que atine a recordar un sueño: camino por una pista forestal y al fondo se divisan las altas cumbres. Noto la extraña corriente que derrite mi cuerpo, todo se vuelve blanco y desaparezco, una gran fuerza tira de mí. Comienza a agudizarse la visión distinguiendo el perfil rojo púrpura de una puerta. Atravesando el umbral entro en una inmensa estancia parecida a un gran almacén. Cada vez veo con más claridad. Sigo caminando y observo alrededor muchos artilugios: muebles de la época victoriana, pájaros disecados, tinteros, cálamos, vasijas de barro pintadas con cenefas, pieles de panteras y leopardos, máscaras adornadas con pinturas, tablillas con grabados egipcios, espadas y tambores fabricados con piel de animal. Voy tropezando hasta encontrar una ventana, y alcanzo a ver las ráfagas de luz que caen del cielo y la cabeza del guerrero indio depositada en mis manos. Y al fin puedo verme atrapado sobre mi cama, igual que un espectro rezando el rosario junto a una anciana.

    Me azuza el silbido de la cafetera y termino de preparar el desayuno, mientras todos duermen. Pienso en ir a ver al Viejo, necesito hablar con él.

    Al Viejo lo conocí cuando salía por el barrio del Raval, lo que antes llamaban el “Barrio Chino”. Una barriada legendaria por su agitadísima vida social. Pasaba las tardes dando vueltas, sin rumbo, y me sentaba en alguna plaza aledaña, pasmado miraba el ir y venir incesante. Sacaba mi libreta de versos y escribía <<La aventura comienza por escribir.>> Atónito me deslizaba por el variopinto engranaje humano de luces y sombras; de miradas que se encuentran o se esquivan.

    Aquella tarde me pidieron fuego. No advertí el peligro inminente -bobo que soy- me acerqué a los tres chicos sacando el encendedor. Uno se me echó encima, agarrándome la cartera. << ¡Danos todo lo que lleves!>> Gritaban. Yo seguía sujetando el móvil. Conseguí zafarme, pero de un empujón me mandaron a la otra acera. Intentaba levantarme cuando oí una voz: ¿Qué hacéis? ¡Lejos! ¡Pendejada! Entonces vi al hombre de pelo oscuro, no muy alto, pero ancho de espaldas y con los brazos muy fuertes. Sujetaba a uno de ellos, lo hacía bailar pinzándole la nariz. ¡Sabe dios de dónde vino mi ángel de la guarda!

    Finalmente, se esfumaron los “chorizos”. Resulta que aquel hombre era el Viejo. Nos quedamos unos segundos mirándonos a los ojos, su mirada se me mostraba como un enigma por descifrar. Vestía deslucidos tejanos y camisa blanca. Su cara era robusta de facciones muy marcadas, con una cicatriz próxima al labio.

    —¿Estás bien? ¿Puedes levantarte solo? —me dijo aquel ángel.
    —Sí, gracias. Hago lo que puedo. —contesté, y al ser consciente me mi indefensión medio sonreía, exclamando — ¡Muchas gracias! ¡Gracias!
    —Está bien ser agradecidos, muchacho. —dijo, mirándome con ternura.
    —¿Quién eres? —pregunté, poniendo cara de bobo.

    Y soltó una enorme carcajada. <<Qué tipo más extraño>>, pensaba para mis adentros.

    —Tranquilo joven, no te apures. Me llamo Jacinto de los Cerros, pero todos me dicen “Viejo”, puedes llamarme así.

    Pasamos al bar. El camarero puso sobre la barra la copa de Bourbon, que dejó el Viejo para venir en mi auxilio. Sentados en una mesa estuvimos hasta bien entrada la noche. Con emoción le hablaba sobre mis ansias por saber, mi loco afán por la aventura, y él sonreía mostrándose afable. De vez en cuando asentía con la cabeza. <<Todo está bien>> decía, juntando sus manos.

    << ¿Dejas que me lo quede?>> dijo tras hojear mis versos, y escribió en una servilleta: poesía es no reconocerme cierto. Y se lo llevó.
    Caminamos hasta la boca del metro. Allí nos despedimos y por primera vez sentí el apretón de sus manos.

    Permanecí en vela el resto de la noche, tanta era mi emoción por la aventura.


    CAPITULO III

    ¿Y si me presento con churros para almorzar? Sería una buena excusa. Pero no, ¿a qué horas? Miro el reloj haciendo una mueca. ¡Pero si ya es mediodía! ¡Se me fue el santo al cielo! Así ando a ralentí desde que me levanté, piensa que te piensa: si debo ir a verlo o esperar a otro día, si podrá o querrá recibirme, cómo le explico el sueño, y bla bla bla…

    Llevo la camisa empapada en sudor, con lo cual aumenta mi nerviosismo y me aturullo en el dilema. ¿Y si lo llamo al móvil? No, no creo que sea buena idea, nunca a costumbro a llamarlo. Mejor será picar al timbre, pero me resulta tan embarazoso.

    Dejando atrás la avenida, bajo por las escaleras hasta llegar a la plaza donde vive el Viejo. Camino despistado, cuando oigo la algarabía infantil y - ¡zas! - golpea mi cabeza el balón, atravesando nubarrones del pensamiento.

    Corre la gacelilla hacia mí y chufla “fiuuu”. << ¡Chechu! ¡Chechu!>> Grita Raduan, el hijo de Fátima. << ¡No hay Frankfurt! ¡No hay Kétchup!>> Grito, subiéndolo en brazos. << ¡Oliver!>> Dejando al pequeñín me giro y veo al Viejo, que sale de entre los niños con una sonrisa de cabo a rabo. Viendo su rostro casi infantil, me sube el rubor por las mejillas y no quepo en mí de tanta felicidad.

    —¿Cómo estás? ¡Me alegra verte! —dice el Viejo, dándome la mano.

    —¡Qué alegría! Viejo…No sabes cuánto deseaba verte. Necesito hablar contigo.

    Detrás de nosotros siguen con el partido de fútbol.

    —Ven, tenemos tiempo. ¿Te dije alguna vez de mi afición por el fútbol?

    Ofrezco tabaco al Viejo y sentados en un banco permanecemos un buen rato sin decir ni mu. Solo damos largas caladas, a mí se me antoja que el mundo se detiene y que hacemos molinos de viento con el humo.

    Intento explicarle el sueño, pero las palabras huyen.


    —No tienes que explicarme el sueño, solo dime, ¿cómo te sientes?

    De repente, me quedo en blanco.

    —¿Puedes verme aquí, contigo? —dice, cogiendo mi mano y estrechándola entre las suyas. —Trata de recordar lo que me dijiste ayer cuando hablamos en mi piso.
    —A ver…—me decido a encontrar las palabras, reconfortado por la calidez de su presencia. —De hecho, ahora mismo, todo a mi alrededor es una nebulosa y solo te veo con claridad a ti. Tengo la sensación de que solo existes tú, que no hay nada más.

    Igual pienso en el resplandor que envuelve su figura, pero no le digo nada.

    —Ah, sí…Ayer dije que el animal herido huye del lenguaje.
    —¿Quién es el animal?

    El Viejo saca tabaco y me ofrece un pitillo.

    —Hum, no sé…Creo que yo.
    —Bien, Oliver, piensa que el sueño eres tú, no es algo que te ocurre. No importa qué bello u horrible resulte soñar, siempre eres el mismo en todo momento. Y no importa si estás despierto, soñando o en el descanso profundo donde no hay sueños
    —Entonces, el animal, la herida, las palabras, ¿qué son?
    —Solo formas de nombrar lo que no se puede nombrar. Te contaré una historia. ¿Tienes tiempo? ¿Quieres venir al parque? Podemos hacer un picnic, ¿qué me dices?

    Veo que chisporrotean su ojos mientras sonríe, y siento el alivio de no tener que recordar el sueño pasado, ni tampoco buscar respuestas. Solo siento el dulce abandono de la amistad donde al fin nos encontramos.

    Llegamos a la vieja torre desde la cual se divisa el parque con los milenarios pinos y plataneros, que dan oxígeno al corazón y revitalizan nuestras almas. Desde el punto más alto del barrio, alcanzamos a ver el mar, mientras oímos de fondo el griterío de las cotorras y el gorjeo más melódico de otros pajarillos. Me siento pletórico en compañía del Viejo.

    Bajamos por la rampa de adoquines que lleva a un pequeño estanque. << ¡Cua! ¡Cua! >> Grita el Viejo, echando a correr. Acelero el paso y lo sigo. << ¡Viejo! ¡Viejo!>> El Viejo brinca por las escaleras con la mala pata de tropezar y caer. Voy corriendo en su auxilio.

    —No es nada, Oliver. Si todo fuese esto…

    Se acerca al césped que bordea el estanque, aquí sigue el pato. Diría que se trata de un ánade real. No ha abierto el pico, pero mira con atención, mientras espera. El Viejo saca de la mochila una bolsa con pan. << ¡Cua! ¡Cua! >> Ahora sí grita el pato. Come en la mano del Viejo, que lo mira con mucha ternura. Al contemplar la escena tan entrañable, siento la ilusión que me devuelve a mis años infantiles. Estoy un buen rato sentado en el bordillo, viéndolos a los dos como si viera a Sancho Panza y al Quijote compartiendo un mendrugo, sentados a la sombra de una encina; los dos hombres y el árbol, y a su alrededor los campos de Castilla.

    Amablemente se despide del pato y viene a sentarse conmigo.

    —Aquí estaremos bien, Oliver. A veces, si nos apresuramos llenos de emoción, caemos. —dice en tono confidencial. —¿Sabes a qué llamamos heridas?

    Señala la magulladura que tiene en el codo.

    —A lo que duele. —respondo.
    —Ocurren accidentes. —sigue diciendo, mientras su mirada se vuelve más oscura. —Esto ha sido un accidente, pero tengo otras heridas, y tú también. ¿Comprendes? Hay heridas de guerra. Yo estuve en las FARC…
    —¿Eso qué es? —interrumpo.
    —Son las iniciales: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Cuando el ser humano vive en una guerra perpetua, donde se explotan y devoran interminablemente, surgen ejércitos y más ejércitos, y revolucionarios y revoluciones; y vuelta a empezar. No termina la guerra. ¿Qué nos ocurre? Yo logré escapar. En aquel infierno, —dice con la voz quebrada, como si quisiera excusarse —abriéndome paso por la selva pensaba solo en la revolución, día y noche sacrificándome por alcanzar una sociedad más justa. Y al final vi lo que vi… —de su boca sale un suspiro demasiado largo para quien escucha con atención.
    —¿Qué ocurrió?
    —Caí herido en una emboscada del Ejército Nacional. Arrastrándome con la herida de bala en el costado, escapé de la inminente captura. Bueno, mejor dicho, me salvó un ángel, un viejo Chamán que me llevó a su refugio poniéndome a salvo de los militares. Aprendí mucho de Ambrosio, me consta que aún vive en la selva. A veces, pienso que tendría que haberme quedado con él. ¿Quién sabe lo que a uno le conviene? ¿Tú lo sabes, Oliver?

    No digo nada, espero a oír toda su historia.

    —Menuda pregunta. ¿Quién sabe nada? La cosa es, como te decía, que pude sobrevivir. Pasaba el tiempo con Ambrosio hasta que vino a vivir con nosotros Ricardo Cifuentes, otro joven guerrillero. Había desertado de las FARC. Lo encontramos un día mientras recogíamos hongos. El viejo tuvo piedad de él, no hubiese pasado mucho tiempo solo sin que terminaran encontrándolo los guerrilleros o el ejército nacional; en uno u otro caso su suerte hubiera sido la misma, seguramente morir “ajusticiado”.
    —¿Qué pasó después? —pregunto con impaciencia porque el Viejo se ha detenido; parece que busca un cigarro.
    —Resulta que Ricardo quería huir a España. Tenía algún contacto con los narcos, creo que estaba metido con ellos un hermano suyo. Al final cerró el trato: lo ayudarían a llegar a España, a cambio de pasar como “mula”, además de pagar una considerable cantidad de dinero. Consiguió que me admitieran en el negocio. Lo pensé mucho, mucho. Ambrosio nos advirtió de los riesgos de una empresa así, pero siendo jóvenes pensamos menos. Terminé por aceptar la oferta, quería ayudar a mis hermanos, que se encontraban en Medellín, pagarles la universidad para que se labraran un futuro y no acabasen como pendejos descarriados, igual que yo.
    —¡Tú no eres un pendejo! —exclamo. Él me mira. Va desvaneciéndose la aspereza de su rostro.
    —¡Eres un sol, Oliver! ¡Anda, dame un cigarro!
    —Bueno, Oliver, como te decía —sigue hablando tras una larga calada —yo conseguí pasar la mercancía, pero Cifuentes no, lo descubrieron en la aduana española y entró en la cárcel, a la espera de ser deportado. La gracia es que hubo un motín, y él consiguió escapar. Ahora es un prófugo de la justicia.
    —¡Vaya!
    —Sí, Oliver. Recogió algunas enseñanzas del viejo chamán. Ahora vive como ermitaño, oculto en Montserrat.
    —Ah, sí… ¿Montserrat? Conozco esa montaña, alguna vez fui con mi familia. ¡Es una pasada! Pero cuéntame más, ¡cuéntame Viejo!
    —Esa es otra historia, demasiado larga. Aquí podemos dejarlo.

    Volvemos al césped para despedirnos del pato, pero no lo vemos; se habrá agazapado entre los matorrales.

    Después de un pequeño paseo, hallamos las mesas al lado de los columpios. Tengo mucho apetito, el Viejo lo sabe y sonríe sacando la tortilla de patatas.


    CAPITULO IV

    Esto no me lo esperaba, pensé que se refería a un libro cuando dijo que tenía una sorpresa para mí. << ¡Oliver! ¡Oliver! >> El Viejo grita mi nombre y agita la bufanda blanquiazul. Salta de alegría mientras me dice que juega el RCD Espanyol con el FC Barcelona.

    Cada vez me resulta más difícil escuchar, comienza el aturdimiento de mis sentidos. Siempre me ocurre si hay ruido en exceso y a estas horas, más si hay fútbol, este barrio es un hervidero de pasiones desenfrenadas. Pienso en retirarme poniendo cualquier excusa. Igualmente, si le digo que quiero irme a casa para seguir con mis lecturas o escuchar vinilos, él lo entenderá; ya sabe que soy muy sensible.

    —¿Qué pensabas? —dice, dándome el abrazo del oso. —¡Eres un gran buceador! ¡Hay que bucear siempre en las profundidades!
    —Esto no es para mí, Viejo. Me siento muy cansado. Se me hacen tapones en los oídos, demasiado alboroto.
    —¡Son los molinos! ¡Los molinos de viento! —Exclama eufórico, zarandeando por los aires la bufanda. — Dime, ¿qué es la comida sin sal o un cocido sin hueso? ¡Vamos al bar! ¡Allí nos esperan!

    No respondo. Refugiándome en el silencio busco una excusa rápida para escaquearme, cuando a lo lejos oigo la voz de pito que me resulta tan familiar. Casi llegamos, las redes se estrechan y, finalmente, decido abandonarme. Tengo encima a Michell que me abraza. Raquel se acerca a saludar, con ella intercambio dos besos de rigor en las mejillas y la mirada cómplice de quienes son atrapados por la tormenta del fútbol.

    De fondo oímos sirenas, diría que de ambulancias o mossos, mientras hacemos cola en el Estadio Cornellà-El Prat. Se respira en el ambiente el ansia por ver el evento deportivo, y siento con intensidad la emoción que ensancha los corazones. Huyen mis dudas y me entrego de forma incondicional al deporte.

    A lo largo de la entrada se extiende el cordón policial. Queda poco para que oscurezca y las luces del estadio lucen diáfanas. << ¡Pericos! ¡Pericos!>> Grita un chico muy joven, corriendo hacia nosotros. << ¡Michell! ¡Viejo!>> Sigue gritando con gran excitación. << ¡Tú también!>> Se dirige directamente a mí. Lo miro sin saber bien qué decir o cómo reaccionar. Su cara está completamente roja, su respiración muy acelerada. Yo mismo tengo dificultad para contener el pulso, que por momentos parece estallar.

    Finalmente, al chico se lo llevan a un lado. Sigo en la cola con Raquel. Nos miramos con inquietud por lo que cuenta el chico, que al hablar gesticula mucho, como si pudiera así truncar los hechos. El rostro del viejo envejece por siglos y siglos, y mira con mucha seriedad al muchacho.

    Éste explica que alrededor de cincuenta boixos, encapuchados, irrumpieron en un bar de los alrededores, donde se junta la peña de jóvenes pericos, y comenzaron a golpearlos con bates y barras de acero, además lanzaron un coctel molotov. El dueño del bar, que intentaba sofocar las llamas, acabó sufriendo graves quemaduras. Salieron un grupo de jóvenes tras los asaltantes y hubo una brutal pelea, resultando herido por arma blanca un chaval del Espanyol.

    Veo que el Viejo se lleva las manos a la cabeza e intenta abrazar al joven que huye de sus brazos, porque en carne viva siente la picazón de la venganza.

    << ¡Todo está bien! ¡No entremos en provocaciones!>>. Se oye serena y muy firme la voz del Viejo frente a los gritos convulsos << ¡No me digas! ¡Y una m…! ¡Asesinos! ¡Asesinos!>> << ¡Nada de violencia! ¡Vamos a ver el partido!>> Y lo agarra tan fuerte que ya no escapa, el chico solloza destrozado en la pechera del Viejo.

    <<Haz caso del viejo, que sabe de estas cosas.>> Dice Michell, poniendo su brazo sobre los hombros de Rubén, que ahora está con nosotros en la cola. Raquel asiente y mira como una madre al chico (no sé si realmente ocurre o se me antoja que las manos de ella descansan sobre la nuca del indefenso muchacho).
    Justo entramos al estadio y oímos la voz más alegre y cantarina del Viejo << ¡A por ellos! ¡Vamos a darles una paliza!>> A todos nos contagia y comenzamos a cantar con mucha emoción << ¡Campeones! ¡Campeones! ¡Oe oe oe oe! ¡Oe oe! ¡Campeones! ¡Este partido lo vamos a ganar!>>

    Llegando a la grada, caigo en una ensoñación tan profunda como vívida: oigo la música ancestral, todo a mi alrededor es un campo verde de cebada que crece hasta el cielo, con innumerables torres de defensa donde se alzan ángeles preparados para disparar. De pronto, recibo una de sus flechas en mi corazón y caigo sobre el cuerpo desnudo de Raquel, que me rodea entres sus brazos y me despeina los cabellos. Veo la carta que le escribí cuando iba por esos campos de Castilla: un largo poema de amor, que termina por vestir de reina a la luna y, restaurando la inocencia de los enamorados, transmuta las luminarias del cielo de tal forma que ya no hay día y noche, y la claridad deslumbra traspasando los cuerpos.

    << ¡Gooooool! ¡Gooooool!>> Grita a mi lado Michell, mientras me zarandea y comienza a besarme los morros. Cuando consigo zafarme, obnubilado, veo que el Viejo saca de su cazadora una bengala. Michell dice que el Viejo tiene contactos con un segurata, y así es como consigue pasar los fuegos artificiales. << ¡Ganamos! ¡Ganamos por goleada!>> Gritan todos a mi alrededor. Según me dicen, tres a cero a favor del Espanyol. Me voy recuperando de tantas emociones, ya que también vieron mis ojos dos palomas de fuego juntado las alas sobre el estadio, mientras un coro de ángeles gritaba ¡aleluya! Creo que solo lo vi yo, pero no estoy seguro, cuando tenga ocasión le diré al Viejo.

    Me veo como la pieza del puzle que no aparece. Todos celebran conmigo la victoria y yo, supuestamente, estoy celebrando con ellos. Ahora que volvemos a encontrarnos en la calle y es de noche, miro hacia los balcones: colgados de las barandas los muñecos de cartón tienen los ojos inyectados en sangre. Más preocupado por el alcance que tienen mis visiones, me acerco al Viejo. Quiero hablar con él, pero se adelanta Michell, que se había detenido en la plaza del estadio a hablar con un grupo de jóvenes, y nos explica, desbordado por la ilusión, que hablaba con la peña antifa, que esta noche los okupas hacen la rave en el río.

    —Disculpa, Oliver, ¿estás bien? —pregunta el Viejo, volviéndose hacia mí.
    —Veo cosas muy extrañas, no sé si solo las veo yo…

    Él rompe a carcajadas. Todos los del grupo nos miran con gran expectación.

    —No pienses tanto, Oliver. Todo está bien. —me susurra al oído —No hagas caso a lo que veas, déjate llevar por lo que sienta el corazón. Él es la brújula.
    —¿Entonces, vamos con la peña de las casas? —pregunta Michell, haciéndonos detener el paso.
    —¡Querido, qué obsesión con casas y peñas! —exclama Raquel, como en un largo suspiro que quiere ser reproche.
    —¡Niña! ¡Es nuestra velada!
    —¿Hemos ganado o no hemos ganado? —a todos pregunta el Viejo, mirando con ojos felinos —¿Qué hacen los que ganan?
    —¡Celebrar! —exclama Rubén.
    —¡Así es, di que sí, Rubén! —asiente Michell, cogiendo de la cintura a Raquel.
    —Oliver, ¿tú qué dices? —pregunta el Viejo en voz alta para que todos me oigan.

    Hay como un minuto de silencio, el tiempo que tardo en regresar de otra ensoñación donde dialogaba con una calavera cuyos huesos de humo se balanceaban igual que incensarios.

    —Bien…—comienzo a decir, y mi lengua trata de estirar más del silencio. Todos me miran y parecen molinos de viento. Como una lanza viene la expresión sombría —¡Yo qué sé!

    Rompen a carcajadas, creo que incluso ríen los cristales de las ventanas, los muñecos colgados, las plantas y los árboles. El viejo se echa sobre mí, como un cosaco me llena de besos. Enseguida, Michell, Raquel y Rubén, se acercan a nosotros y los cinco nos abrazamos.

    —Oliver, ¿qué dice tu corazón? —vuelve a preguntar el Viejo.
    —Hum, no sé…Son demasiadas emociones.
    —Se me ocurre que vayamos a por el premio, porque los que ganan tienen su premio —dice Raquel, estrechándome contra su cintura —Michell y yo tenemos comida suficiente en casa. ¡Vamos a cenar!
    —¡Así se habla, cari! —grita Michell ya descosido del todo —¡A cenar! ¡Oe oe oe oe! ¡Oe oe!

    << ¡Campeones, campeones! ¡Oe oe oe oe! ¡Oe oe! >> Cantando subimos por las calles empinadas hacia el barrio.
     
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  2. Alde

    Alde Miembro del Jurado/Amante apasionado Staff Member Miembro del JURADO DE LA MUSA

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    Me gustó esta historia de un joven filósofo que busca sentido y conexión en su existencia.
    Muchos conceptos, de violencia y amistad.

    Saludos
     
    #2

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