Oscuro deseo

¡Boom! Una bomba estalla ferozmente en un bar. Algunas personas mueren, realmente, como verdaderos desgraciados. Algunos malditos dicen que sólo eran unos bastardos militares y, otros, que sólo eran civiles inocentes. ¿Qué importa? Si ya están muertos esos infelices.

Una justicia verdaderamente ciega y miserable acaba de condenar a unos pobres adolescentes desdichados. Los acusa de terroristas. ¡Pues que se pudran! Alega el pueblo. Estos jovencitos sin suerte alguna, son llevados a un… digamos, interrogatorio. Torturados psicológicamente, goleados físicamente. Sus lágrimas, que en el sexto de los séptimos días fluyeron como las más vivas cataratas de la natura, fueron testigos de un doble nacimiento: Espuria injusticia e ira infernal.

—¡Soy inocente! ¡No he hecho nada malo! ¡¿Qué quieren de mí?! ¡¡¿Qué quieren de mí?!!— protesta y se queja el interrogado.

—Vamos, confiesa y todo esto nos resultará a todos más fácil. No lo hagas más difícil, sabemos que fuiste tú el autor del atentado. — Insistía la fuerza federal.

Entre acusaciones y amenazas paso el día, hasta que un cretino amenazó de muerte a su padre. Claro, pues así quién no firmaría cualquier declaración ilegal, cualquier cosa, cualquier papel en blanco como para que le agreguen cualquier basura desleal. Y así sucedió.

Un juicio cayó como el amanecer de un nuevo día y, los acusados, fueron condenados culpables. La cárcel con curiosidad los esperaba. Menesterosa sentencia.

Un vasto fuego negro se elevo por entre los cielos rojos de aquella tarde indigente, ni el más atroz de los alcoholes podría apaciguar a las ardientes llamas de su corazón fiel. Sus entrañas parecían mutar por serpientes gigantes y violetas mutilando a sus órganos apacibles mientras que, los magistrales latidos de su rabioso corazón, ardían y ardían en llamaradas inexplicables. Era un fuego aparte.

Pordioseras percepciones parecían morir en aquel cementerio de sentidos, la ira sacra aterrizó empujando límpidas nubes rosas haciendo a un lado a todo viento lúdico que podría soplar a grandes destinos; y cayó, ella, bajo un reluciente barniz escarlata, la sacra sangrante, la ira, junto con el martillo de Dios.

«¡Oh, maldición de maldiciones! ¡Desdichas de desdichas! Desearía de Carrie su magna ira; apaciguar de un sólo golpe a las infamias del injusto, emitir el verbo del verdugo y de una sóla palabra poder elevarlos al cielo. Desearía el poder el Infierno.

Ésta exigua y marginada alma desearía poder creer en Dios para así, poder creer en el Demonio. ¡Pues le vendería con total irresponsabilidad mi magnífica alma de ser humano, a cambio de un poder infinito que cubra las furias del universo! ¡Oh, Satán, qué feliz podría ser siendo el gran aniquilador de lujosos menesterosos!

¡Otórgame ese poder! ¡Es lo único que te pido! ¡El poder!»

¿Cuántas sonatas avernales habrán acariciado con el tacto de la espina a su diamante carmesí? ¿Cuántos atormentados glóbulos rebeldes habrán afligido a su brillante máquina de amor? ¿Cuántos indómitos relámpagos lo habrán roído mientras bombeaba?

La pena era un bosque indescifrable. La impotencia, una lenta y sutil cámara de gas.
El veneno era gigante, mortal, insospechado, era el perpetuante paro cardíaco de la indiferencia del débil.

«Sí tan sólo fuera un Dios, o mejor aún, algún Demonio.»

Algún impiadoso Demonio, es lo que debí ser.

El magma de mis venas me ahoga, me quema, una gigantesca industria oxidada dentro mío me destroza desde el interior.

—Hay algunas personas opulentas en riquezas o en cargos legales que sólo comprenden un idioma, y ése, es el de la violencia. Sólo conocen una respuesta que pueden tomar a consideración, y ésa, es la destrucción. Debemos, pues, hablar como ellos, o de lo contrario, jamás nos entenderemos. — Le dijo en la sucia prisión él, el verdadero autor del pequeño genocidio, a los jóvenes acusados arbitrariamente, sólo por xenofobismo. Y es ahora cuando recuerdo de mis días oscuros al gran pesimista alemán: “Cuantas menos razones tiene un hombre de enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación.”

Mientras tanto, en otro repugnante agujero enrejado, perecía el pobre padre de unos de los damnificados. Hasta que murió, solo.

¿Cuántos hombres, cuántas mujeres y cuántos niños han muerto? Ya ni lo recuerdo. El odio de éstos jóvenes me traspasa.

¿Qué es la ley, que es la ética, la moral, la bondad, qué es la justicia, la piedad, la caridad? Son palabras que todos aquí, desconocemos. Pero sabemos muy bien qué es la culpabilidad. Oh sí señor, sí que sabemos eso. Es lo que mejor nos enseña éste sistema. Fuera de él, nada existe. Pero eso ya es otro tema.

No hay nada más que escribir.

«—Frente al juez, ésta vez ya ni me tiemblan las piernas. Lo veo a sus ojos, ¡no me interesa su alma! si es que alguna tiene. Se lo diré. — ¿Sabe una cosa? Sincera y realmente, me jacto de no haber sido el maldito terrorista. Hubiera deseado ser yo el supremo bastardo y aniquilar por completo a todas esas desgraciadas inocentes personas. —Mi semblante sonríe. Me retiro, serio y profundamente triste y pervertido, mientras me llevan detenido. —»

FIN.
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Nýcolas:
Un buen relato, oscuro y maligno deseo, que diantre de pillo no ha tenido el deseo malsano de ...
Juegos de la mente. Gracias por compartir, abrazos y besos desde acá♥

 

Thanks...!