Perdida

Despierto. Abro los ojos y visualizo cada árbol; me encuentro en un bosque, interminable, hermoso paraje de la naturaleza. Siento el inconfundible olor a humedad, tierras regadas por la lluvia caída la noche anterior, y el armonioso cantar de los pájaros que con sus melodías amenizan el suave frío que recorre mi cuerpo. Visto ropa ligera. Me levanto entre las hojas que cubren mi dormir, y camino siguiendo unos rayos de luz del amanecer. No recuerdo nada; es un comenzar desde cero sin conocer un pasado.
Continúo mis pasos, frágiles ante aquel terreno desconocido; me acompaña solo la luminosidad del día, un día despejado unido al aire matutino, fresco y puro, típico de un lugar así.
He recorrido unos cuantos kilómetros, y ya estoy sedienta y agotada. A lo lejos puedo ver unos campos de violetas, junto a una casa campestre un tanto descuidada; se hace menos espeso el bosque, y puedo sentir el regreso a lo que llaman civilización.
Después de caminar bastante, logro dar con la puerta de dicha vivienda. Golpeo sutilmente esperando alguna respuesta, y ante la mirada desconcertada de mi ser, aparece un anciano de apariencia sencilla y trabajadora; un lugareño amable, que me invita a pasar, me facilita una cobija y me ofrece comida. Quizás mi aspecto no sea el mejor; estoy perdida, sin saber cómo llegué ahí y que haré por lo pronto.
Me observa detenidamente, y comienza un interrogatorio para saber quién soy y que busco; conocimientos básicos para poder ayudarme. Me presento ante aquel hombre, pero solo recuerdo mi nombre; mal que mal estoy empezando del principio y con rumbo desconocido.
Es una situación incómoda, diferente. Me pide tranquilidad, paciencia, y me entrega una señal de esperanza ante lo sucedido, que ni yo misma conozco aún.
Me perturba no saber que pasará, a quién solicitará ayuda, en fin, muchas cosas pasan por mi cabeza. El anciano me lleva con él, y lo sigo hasta parar frente a un viejo automóvil, de esos que ya no fabrican. Nos subimos y tomamos un solitario camino; debe ser una carretera con dirección al mundo o lo que queda de ella.
Es un viaje silencioso, de miradas cómplices, con una mezcla de lástima y cariño; son casi dos horas de divisar tierra, árboles, campos de violetas y uno que otro animal refugiado entre las hojas. Hasta que por suerte puedo ver más personas, un pueblo nutrido de diversas casas, colores y olores.
El hombre estaciona su auto frente a un caserón antiguo de adobe y tejas rotas; nos bajamos y entramos a aquella casa, como si la conociera de toda la vida. En su interior, se encuentra sentada en una silla mecedora, una anciana de cabellos grises y facciones que inspiran ternura; me sonríe, se levanta de su cómodo lugar y me abraza con afecto, como si fuese un reencuentro. Quizá lo es.
Confundida ante su gesto de cariño, me atrevo a preguntar el por qué de tal recibimiento. Ambos ancianos me miran, e instantáneamente sus ojos se humedecen de lágrimas. Ella, toma mis manos y susurra con calidez “Bienvenida a casa, linda. Te extrañamos”.
Mi mundo interior se detiene, y queda atónito ante su respuesta. ¿Como puede ser posible que no recuerde nada de aquellas personas? ¿Cuál será mi procedencia? ¿Estuve perdida realmente? mi mente se encuentra nublada, dispersa, y no logro comprender nada.
Hago una pausa para respirar profundo, y me siento en un sofá de terciopelo azul desgastado. Cierro mis párpados, y es aquí, en este preciso instante donde comienza mi trabajo neuronal. Un sinfín de imágenes atraviesan mi mirada cerrada de aspecto físico, pero completamente abierta a recibir tanta información visual.
Ahora recuerdo… soy Anna, tengo 16 años y vengo de un pequeño pueblo al sur de Francia...
(continuará).