El Abad

En una noche de negra bóveda celeste, en el interior de una iglesia iluminada por cuarteados cirios de pálida llamarada, un austero cura se postraba en el reclinatorio para rezar salmos a la sagrada imagen del Redentor. De repente, oyó un crujido tenue a sus espaldas y, sudoroso, se dio la vuelta. No vio absolutamente nada. Sólo las sombras siniestras de los santos prolongando su haz preternatural en el pavimento frío de la Casa del Señor. Volvió a darse la vuelta para seguir rezando. Y cuando ya estaba acabando su hipócrita oficio, una mano huesuda se posó sobre su hundido hombro de enclenque sirviente del dios de las alturas. Sudoroso, y con el latido fatal en sus sienes y frente abombada, se giró y he aquí que el cadáver macilento del antiguo abad, con sus ojos hirviendo en sangre coagulada, abrió la boca y de ella manó un pestífero aliento que hizo que el aterrado párroco perdiese el sano juicio. Comenzó a chillar de horror mientras correteaba alrededor del perfumado altar de las ofrendas, mientras el mísero espectro reía como cien voces salidas de fosforescente ultratumba.