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Tema en 'Prosa: Surrealistas' comenzado por hank, 21 de Julio de 2011. Respuestas: 0 | Visitas: 675

  1. hank

    hank Poeta recién llegado

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    27 de Junio de 2011
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    Los aeropuertos son el crisol del mundo. En el se encuentran muchas etnias, un montón de culturas, colores y apariencias diferentes. Los humanos viéndose cara a cara y comparando para sus adentros eso que a los humanos nos hace tan diferentes y a la vez tan parecidos: los ojos. Ojos de felicidad, ojos de angustia, de miedo. Ojos agradecidos y conformes, ojos que despiden desde sus opacados brillos fe y esperanza.
    Los azules de las lolitas francesas emancipados en el fervor de la sangre joven, en los verdes de las bellas colombianas de la banda del colegio de San Miguel, allá en lo profundo de la montaña, donde huele a hierbas y a cielo. Los negros de las árabes que se prenden al amparo de los velos y las máscaras de la locura religiosa. Los pardos de aquella mujer que dejó para siempre el perfume de su cuerpo flotando como un vaho de sensualidad y erotismo en cada poro del cuerpo. Los cafés de la morena apasionada que envolvió con su manera de hacer el amor todo lo equivalente a un millón de auroras llenas de luz y de vida.
    Los ojos de la gente son naturales en los aeropuertos, porque el aeropuerto es como un sitio sin bandera, sin patria. Claro que este funciona con un Estado pero no tiene en su esencia el chovinismo decadente de las sociedades modernas. En el aeropuerto todos estamos de igual a igual. Los que salen, los que llegan, los que trabajan ahí. Todos estamos de paso, solo horas a veces minutos, a veces días enteros. A no ser que por los atuendos uno sepa de qué país es el otro, todos somos pares, sin bandera o sin membrete. Miras los ojos y caminas, sabes que el que pasa por allí, con las largas barbas y el rubio cabello tal vez oyó de cerca los gritos destemplados de Woodstock en el calor de la soleada California. O el pequeño y locuaz asiático regresa a caminar por las calles de Hiroshima, recordando como hace unas décadas una bomba atómica acabó con la vida de sus antepasados. El negro que cruza el mar del Norte para llegar a un país donde siente que su África lejana le llama a punta de tambores o de voces ancestrales que se suben a los aviones y viajan y lanzan plegarias por el retorno del hijo amado.
    Los ojos llorosos de los migrantes latinos de los aeropuertos de Quito y de Bogotá, de Buenos Aires, de Lima, ojos rojos encendidos por el dolor del desarraigo, de la condición humana obligada a perder la identidad por los euros o el dólar. Van y vienen los ojos, unos ríen también, sueñan con la llegada al hogar, a la tierra añorada, a la calidez de unas sábanas conocidas, al delicado arrullo de una almohada que canta cantos de sirena en la noche e invita a Morfeo a los placeres del sueño profundo.
    Los ojos del enamorado que ansía con todas las fuerzas de su naturaleza enamorada, poderosa, vertiente perenne de voluntad y deseo, de sacrificio y trabajo, de valor y mortificación. Los ojos de los que aman, los ojos del amado. Del otro, de la otra, de la que ves y te ves a ti mismo, ves como sus ojos son tus ojos, su vida tu vida. Eres como él y no eres él. Ves en los ojos del otro el mundo que corre frente tuyo.
    Los ojos del despreciado, del que sale fuera de su país porque ya nada le ata, nada le conmueve, ha perdido la vitalidad de la reacción, el atormentado don de seguir hacia la muerte cierta. Del que sufrió el desamor, esa terrible experiencia de no ser amado más. Sentir el crudo desprecio de no ser querido, tampoco deseado ni menos aún extrañado. La cara opuesta del otro, del que brilla en cada palabra, del ojo que responde al amor con un esplendor tan intenso que encandila, que prende de colores vivos y alegres el universo entero, hasta por los confines donde las galaxias han perdido sus nombres.
    Uno puede ir caminando por un aeropuerto y no hablar con nadie o saludar con todos. Mostrar una sonrisa humana, natural, que sabes que no es para que la gente sepa que no estás triste o que tu desgracia prende como un hilo en tu patética existencia. No debes fingir una sonrisa, no debes poner una careta que cubra como un manto de falsedad al verdadero yo. Simplemente ves a alguien y le sonríes como diciéndole, oye loco yo también me siento como vos, como un hombre libre, sin patria y sin bandera, sin dios y sin ley. Sin una puta norma que tenga que respetar por obligación. Solo tengo la opción libre de sonreirte y decir con mis ojos hola, como estás, yo estoy muy bien y yo perfecto. Bueno eso.
    Me gusta el aeropuerto porque es como un espacio y un tiempo suspendidos en el aire, en la misma bóveda azul que luego será el escenario por el que surquen los aviones de fuego y los metales encendidos de los motores. Son como el último lugar en el que un ser humano puede estar antes de su día final, momentos anteriores a la llegada de la parca. Ambición por partir, sosiego por la llegada. Y mientras vas en el avión de un sitio a otro puedes ver desde las alturas cómo los pueblos nacen y mueren, como las vidas de los pobres hombres transcurren en la más fastidiosa de las calmas, en la más cruenta de las violencias, en los más apasionados instantes del peligro y de la adrenalina corriendo como loco veneno por las entrañas.
    Uno puede valorar lo que hay en la tierra, la gente que vive y muere, la gente que ama y odia, que pretende vivir con un estado de plena felicidad, un continuo devenir de bienaventuranzas, de promesas divinas o en la más abyecta de las vidas, sumido en un charco de obscenidad y desverguenza. La altura te pone sobre los demás en términos físicos, pero químicamente somos pares, somos alas que vuelan o pies que caminan, que corren desesperados por los caminos de piedra, entre lodazales y vestidos de novia santificados. Uno ve cómo las madres enloquecen por sus hijos y pierden todo el sentido de la identidad. Mascullan las madres reprimidos deseos de matar, de castigar con la implacable fuerza de la moral ajena los actos que ellas mismos años atrás cometieron. Descalificando a sus propias creaciones como inquisidores de un poder corrupto. Porquería, vanidad, fruslería humana maximizada por la virtud de la maternidad o de la paternidad de los humanos.
    Es crisol y a la vez catalizador el aeropuerto, mucho más los grandes, los que cobijan a la especie humana en sus más fascinantes y agobiantes realidades, categorías, etnias, clasificaciones basadas en el color de los ojos, del pelo, de las manos, de los idiomas, de las historias y de los sagrados himnos nacionales de los pueblos. Aquellas canciones que cuentan con orgullo la fugaz existencia de la gente, ignorante de su destino y de su fragilidad, parecida a las nubes que se esfuman con al acelerado rugir de los aviones.
     
    #1

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