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Luciérnagas

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Starsev Ionich, 9 de Enero de 2014. Respuestas: 0 | Visitas: 475

  1. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    Luciérnagas

    Solo esperábamos a que se consumiera lo último de las velas para ver fascinados las diminutas luces de fuego, inquietas en la oscuridad. Hace ya mucho que no dormimos con nuestros padres, hace mucho más que no se prende un cigarrillo en nuestra casa, pero no puedo negar que nos gustaba.

    No sentíamos hambre, no nos preocupaba el colegio, ni las tareas de aritmética o educación artística. Dormíamos sin cobijas, pues el frío del páramo, que helaba los huesos no se sentía con el humo a nuestro alrededor.

    Cuando uno es un niño ve todo con ojos de inocencia. Aunque también empezamos a sentir lo que era estar dependiendo de algo; eso ya no es tán de niños, a no ser que se sea vicioso al juego o a la pelota. Más tarde me di cuenta que éramos adictos al cigarrillo antes de volvernos fumadores empedernidos a los 13 años a escondidas de mi abuelo. Si no hubiera sido por esas noches hambrientas de luciérnagas de nicotina, mas tarde, a mis 14, mi abuela no me hubiera quemado la mano derecha en la estufa, entonces yo tendría una letra más bonita y escribiría con la mano que me corresponde.

    Si hubiera sabido que ese tonto vicio era peor que escalar la montaña del cerro de la bruja sin un adulto, si solo lo hubiera sabido antes, hubiera hecho un escándalo peor a mi papá, que cuando no me dejaba ordeñar las vacas, o me levantaba hasta después de la siete los fines de semana.

    Mis papas murieron casi de seguido. Ellos ya no podían pasar bocado, sin que no yo viera en sus rostros la mueca del dolor inconfundible. Me daba tristeza que antes de que mi papa muriera yo ya no lo podía ver a los ojos cuando me hablaba, a no ser aguantando la respiración; era un olor hediendo el que expelía, casi peor que cuando el caño que repartía agua para el pueblo se taponó antes de nuestras lindes, con un muerto que nadie supo nunca quien mató. Perdieron ambos el apetito, y un día normal, como si hubiera explotado dinamita en ellos, quedaron postrados en una cama, llenos de unas excrecencias purulentas que una mañana destilaron su rancio olor. Sin despedirse murieron y yo crié prácticamente a mis cinco hermanos menores, después su muerte.

    Ahora me doy cuenta que en realidad no eran seres del más allá, ni microorganismos galácticos los que nos embrujaban con sus danzas de dominio universal, como solíamos fantasear cuando embobados las observábamos a escondidas, camuflados por los gemidos matrimoniales. Eran solo tontas luces de cigarrillo, malditas y demoníacas luces de cigarrillo en la oscuridad, sagradas, incondicionales, que nos mataban poco a poco, con la misma tranquilidad con que esparcía su veneno en la alcoba donde dormíamos yo, mis cinco hermanos y hoy mis papacitos ausentes.
     
    #1
    Última modificación: 3 de Marzo de 2016

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