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NICOSTRATOS

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Asklepios, 5 de Septiembre de 2015. Respuestas: 0 | Visitas: 398

  1. Asklepios

    Asklepios Incinerando envidias

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    24 de Mayo de 2015
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    Hombre
    Como gran conocedor de los Vacíos, pigmentó de profunda obsidiana sus escamas para mostrarlos mejor. Navegó sus territorios y regresó cargado con tesoros de un palpitar fascinante. Mostró un hallazgo casual: un pequeño féretro para consuelos de amor. Dijo encontrar a su lado alma y corazón que no pudo recoger. Nuestro asombro quedó desnudo al estallar varios susurros de intemporal origen que, quizás, al no entenderlos del todo, nos estremecieron. Giramos sus transparencias, aprendimos sosiego… se agigantó nuestra percepción… y disfrutamos largo tiempo de aquel sonido aún no enmudecido. Eran susurros de y por siempre… susurros del Todo.

    Un irregular y multicolor terruño pasó de mano en mano. Por nuestro nulo gesto, sugirió fijarnos en el fósil que contenía. Un fósil en verdad único, de fragmentos de cansado raciocinio, polvo de horizontes y huellas del inagotable infinito. Sentí confesarse en mis manos a los olvidos y abarcar en ellas mil gravedades descansando.

    Nos dejó reflexionar y coexistir con lo ofrecido. Había que ir despacio, si de verdad queríamos aprender. Paseamos con nuestra curiosidad entre fantásticas teorías con las que pudimos encontrar la transparencia del conocimiento. Nicostratos nos observaba escondido no muy lejos de allí.


    ……………………………………………


    Hace veinte años el pueblo quedó inválido para siempre. Muchos murieron y los demás, (por obstinación más que por otra cosa), permanecimos. Afortunadamente, hoy corretean suficientes criaturas como para que la ilusión esté renovada y agradecemos, entre otras cosas, las visitas de Nicostratos quien, como tantas otras veces, apareció ante todos. Compartimos lo poco que entonces había mientras, como cada año, nos relató acontecimientos de otras tierras que, aquel año, no fueron nada esperanzadoras.

    Los niños fueron casi obligados a dormir después de comer, o cuando menos, a permanecer en silencio en sus habitaciones. Cumplido el tiempo destinado al reposo, salieron en tropel hacia la plaza donde intuían, estaría Nicostratos esperándoles. Estuvieron juntos el resto de la tarde. Para Arcadio, Ernesto y Onofre, dada su edad, fue su último año. Al próximo, estarían con los adultos. Por tradición, (supongo), instituida por Nicostratos, se les entregaría un obsequio que no podrían ni ver ni hablar de él hasta la siguiente visita de Nicostratos. Recuerdo que me fue muy duro obedecer aquella condición, aquel voto de silencio. Mi regalo fue una caja hecha de órbitas blandas que contenía restos de perdidos intervalos e intenciones desmayadas. Tardé en comprender. Ahora ellos… o

    Rebuscó en cajas y sacos hasta presentar sonriente un objeto que depositó en el suelo y otro que guardó en su jubón. Una voz impaciente y curiosa quiso saber qué había escondido. Nicostratos, entre exageradas gesticulaciones y con un tono burlonamente ofendido, preguntó por qué deseaba empezar por el final. La risa general rodeó al indiscreto desdentado.

    Lentamente, apartó un derrotado paño a modo de envoltorio y mostró lo que se suponía era un vulgar madero. Imaginé que continuaba bromeando para despertar una mayor inquietud. En lo primero me equivoqué. Lo alzó sobre su cabeza para que todos pudieran verlo, permaneciendo así durante un buen rato. Después se sentó y nos comenzó a introducir, con su relatar, hasta un arroyo donde, un día, descansó su fatiga que despertó con la certeza de saberse envenenado. Queriéndose incorporar, apoyó su mano sobre algo que rompió y ahora nos enseñaba. Sacó la otra parte, por la que alguien ya había preguntado, y unió las dos partes hasta que encajaron a la perfección. De repente, surgió un destello azulado cada vez más cegador que desapareció al separarlas. Lo hizo varias veces y por ello, no pocos fueron los que se asustaron. No tardó en relajar nuestro temor asegurando que no existía peligro alguno. Una vez restablecida la confianza, preguntó si alguno quería repetir lo que él acababa de hacer. Escondimos nuestro temor entre miradas ausentes y el murmullo general. Inesperadamente, Olga, una preciosa niña bastante tímida y solitaria se ofreció voluntaria. Si en aquel momento se hubiera podido cuantificar el asombro de todos, aseguraría que el más sorprendido fue el propio Nicostratos, como después me confesó. Poco a poco, todos quisieron probar y cada cual provocó nuevos y diferentes matices en el resplandor. “Es algo que nunca os podré asegurar·”, dijo,”pero creo que si en aquella ocasión, no hubiese vuelto a unirlos, hoy no estaría aquí con vosotros. Fue un acto impulsivo lo que me salvó. Nada más hacerlo, me abandonó la sensación de pronta muerte. Aún hoy no entiendo gran cosa, pero entonces, una vez recuperado, advertí esta gran llaga en mi pierna, la mostró a todos, y ningún dolor.

    En mi caminar durante todo este tiempo he encontrado a mucha gente enferma a la que propuse hacer lo mismo que acabáis de hacer vosotros y la gran mayoría se recuperó. El significado de cada uno de los matices en su color me es un enigma que no alcanzo a desvelar.”

    Por la noche me pidió que lo acompañara. Apoyados en su carruaje sinceró su asombro y la verdad que contenían los colores. Significaban rectitud y vitalidad. En su mirada había preocupación por mucha gente, por aquellos que apenas provocaron resplandor y sugirió reunir a todos los que sí lo provocaron. Al despedirnos, me encomendó el cuidado de aquel, para mí, tan mágico objeto.


    Nos esperaban, más bien le esperaban para cenar. Alabó el vino, bromeó con todos… se divirtió. Al terminar, propuso que se apagara el fuego y se limpiara lo mejor posible la chimenea de rescoldos y cenizas. Después, él mismo, preparó y encendió una nueva hoguera, utilizando para ello dos aros metálicos que dejó sobre la lumbre. Cuando las llamas llevaban un buen rato proyectando su calor, se acercó a ellas y comenzó a separar sus colores. No entendíamos nada y Todo nos preguntábamos a la espera de una explicación. Cuando creyó tener suficientes recipientes llenos, los identificó dibujando en ellos lo que parecían signos infantiles y dijo: “Por lo que hasta ahora, en todos estos años, os he ido enseñando, en muchos lugares, ciertas personas han sido perseguidas por creer que estaban poseídas, que practicaban brujería, o por cualquier otro estúpido temor. Ahora, hablando en mi nombre os digo, identificándome con ellos, que únicamente mostramos sí, extraños sucesos, pero que no son ni más ni menos realidad que el resto de los acontecimientos. La única diferencia es nuestra capacidad de llegar a ellos e intentar, tras mucho trabajo, aportar estas nuevas observaciones al desarrollo y el bien común pero… no siempre somos bien entendidos. Además, existen ciertas personas que quieren estos conocimientos para sí mismos, cueste lo que les cueste. Incluso son capaces hasta de asesinar por conseguirlos.

    Esta noche vais a asistir al resumen de una de mis más antiguas inquietudes: la movilidad del calor. Vemos de las llamas su color y siempre me he dicho que debía haber algo más. Dentro de este algo más, creo haber encontrado los ingredientes que harán posible la curación de ciertos escalofríos, pero aún no estoy muy seguro. Si alguno de vosotros cree que los padece y se ofrece con toda libertad como paciente, ruego se acerque”.

    No eran pocos los que padecían aquellos síntomas pero nadie dijo nada y nadie les descubrió. No hubo voluntarios. Nicostratos, sospechando que algo así pasaría, quitó importancia a la situación y derivó la atención de todos hacia la diversión y el entretenimiento. Días después, muchos se arrepintieron de su silencio.

    No sé el por qué pero, durante años, muchas fueron las ocasiones que hablé con Nicostratos y todas, fueron en similares circunstancias: a solas y brevemente. En aquella ocasión nos acompañaba Heldia, a la que regaló tres de los recipientes con los que podría aliviar los escalofríos de la nostalgia y también, los producidos por la locura incontrolada de amor. Egoístamente, llegué a utilizar uno de ellos con resultados sorprendentes. Por prudencia y temor, jamás he querido volver a repetirlo. Heldia no supo cómo agradecer aquellos regalos y, como para romper aquel silencio, me acordé de la anciana Aurea, a la que propuse ir a visitar.

    Aurea era una mujer más consumida por la soledad que por los años. Triste desde la muerte de su marido. Animé a Nicostratos diciéndole que, quizás, podría intentar uno de sus tratamientos. Si todo salía bien, Aurea quedaría aliviada y Nicostratos olvidaría su reciente decepción. Poco o nada había que perder.

    Llamamos a la puerta que al poco se abrió lenta. Sorprendida por tan inesperada visita, amablemente nos invitó a pasar. Tras la bienvenida, con habilidad, Nicostratos fue dirigiendo la conversación hacia sus propósitos con preguntas en apariencia inocentes pero que fueron aumentado la tristeza interior de la anciana hasta que, tras escuchar la proposición, aceptó con la única condición de que nadie más que los allí presentes sabría de lo que allí sucediera.

    Nicostratos pidió que se desnudara y se tumbara relajada sobre la cama. Sacó varios frascos que hubo que calentar mientras daba un completo masaje a la paciente, a la que después, dio de beber los templados contenidos. Al terminar, tal y como había imaginado, Aurea comenzó a sentir un profundo cansancio. Heldia la arropó lo mejor que supo y nos retiramos dejándola dormir. A primera hora de la mañana siguiente, acompañé a Nicostratos a casa de la paciente, a la que encontramos levantada. Dijo sentirse extrañamente diferente, con sensación de alivios olvidados. Agradecida dio un humilde beso a Nicostratos. Hacía muchos años que nadie le besaba.

    A partir de entonces, hasta dos años después, cuando Aurea falleció, mi prácticamente nula relación con ella, cambió por completo. Fueron constantes mis visitas y largas nuestras conversaciones en las que, además de conocerla, supe de antiguos acontecimientos e historias de nuestras gentes. Nuestro último encuentro fue intensamente triste y tardío. Me dirigí hasta su habitación preguntando por ella. Su cuerpo sin vida no pudo responder. Sentí como si algo mío me hubiese abandonado. Aurea siempre estará en mi recuerdo.

    Cuando Nicostratos supo de su fallecimiento tuvo que hacer un enorme esfuerzo para contener las lágrimas. Fueron días realmente tristes para todos. Poco a poco fuimos aceptando aquel abandono hasta volver a la normalidad, desde entonces, por siempre, un tanto más afligida.

    Un día, mediada la tarde, Nicostratos salió un momento en dirección a los establos. Por una de las ventanas vi cómo regresaba portando dos bultos cuidadosamente empaquetados. Me dijo que su intención fue entregárselos a mis hijos nada más llegar pero que con todo lo ocurrido con Aurea, se le había pasado. Cuando los niños abrieron los regalos pudimos ver dos paños de humo de diferente color, rematados por largos bordados de finísima arena. Uno, de tonalidades amarillas, adornaba su centro con un mosaico circular que no era tal. Sí, había círculo, pero de nerviosa danza acuática con los destellos del Sol. En el otro, un paño negro, se había logrado fosilizar humo que alguna vez voló. De ellos, dijo, provenía la energía verdadera, aunque jamás lo quiso comprobar por temor a perderlos.

    Espero que, todavía hoy, estén al cuidado de mis hijos.


    Si no recuerdo mal, creo que fue un otoño cuando se produjeron ciertos acontecimientos que llenaron de preocupación a las gentes de la aldea. Cuando llegó Nicostratos no tardó en darse cuenta de nuestra inquietud. Su presencia animó a todos pero esa sensación no tardó en diluirse. Se cruzó, me dijo más tarde, con un grupo de hombres que le saludaron ausentes, sin la natural alegría que nos nacía al verlo. Eran los componentes del tercer grupo enviado a reconocer los alrededores. Salían por la mañana para regresar al atardecer. Las anteriores expediciones habían regresado sin ningún resultado y no se nos ocurría nada más que volver a intentarlo, esperando que en esta ocasión volvieran con algún resultado. De no ser así, yo formaría parte del siguiente grupo, como así fue. Al enterarse, Nicostratos quiso acompañarnos, a lo que nadie puso objeción.

    Durante toda la mañana no ocurrió nada especial y al medio día montamos un improvisado campamento en el que, tras comer y descansar continuamos nuestro camino. Fue entonces cuando un repentino e intenso olor nos hizo reaccionar. Formamos un círculo dándonos la espalda unos a otros, atentos a lo que pudiera suceder… nada se movía, nada se oía. Fuimos abriendo el círculo hasta los límites del descampado. Pasaron largos minutos de inquietante silencio. Comenzamos a hablarnos en voz baja y subimos el tono hasta la normalidad. Volvieron la brisa y los animalarios ruidos sin que hubiese desaparecido totalmente el pútrido hedor. Teníamos miedo y pensamos en regresar en busca de más apoyo. Nicostratos y yo decidimos quedarnos y esperar a que regresaran con más hombres. Nicostratos les convenció de que lo mejor era que se fueran al pueblo y nos esperaran. Seguro que no tardaríamos en regresar. Nos despedimos. Prometimos volver en unos días. Yo les pedí que tranquilizaran a mi familia. Nos dejaron todas las provisiones y nos despedimos.

    Al quedarnos solos, recuerdo que me sentí como el más afortunado de los mortales. Incluso llegué a olvidarme de por qué estábamos allí. Cuando volví a ser consciente de la realidad, quise saber qué motivos tendría Nicostratos. Suponía en él muy diferentes razones a las mías. Su comportamiento, ausente y silencioso, alimentaba mis sospechas. Durante la cena estuvo un poco más animado pero, en el fondo, se notaba la existencia de un peculiar distanciamiento. Metido entre las mantas, oía el crepitar del fuego que nos acompañaba. Me giré incómodo buscando una mejor posición. Nicostratos permanecía sentado, observándome. Pensé que esperaba el cruce de nuestras miradas pues, de inmediato, con una voz tierna y amable me dijo:

    “Querido amigo… Hay quien tras escuchar a los demás, manifiesta vacilante su respuesta con un sonreír pánfilo que no tarda en apurar vacilante por la necia intención de desprecio contenida. En breves segundos, esos que dan la impresión de haber sido acortados en algunas décimas, y que se amontonan enseguida , existe el cambio de esa primera impresión grosera hasta la íntima incomodidad que se convierte en inseparable y molesta compañera. Así, se siente ridículo al sospechar que los demás saben todo esto ya sea por sus incontrolados gestos o por su cambiante comportamiento.” Aquí, hizo una breve pausa que aproveché para preguntar, totalmente desconcertado, qué me intentaba decir. “Es natural,” respondió comprensivo. “Me explicaré. Lo que acabas de escuchar tiene mucho que ver con vuestra preocupación.” “¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?”, pregunté con rapidez. “Simplemente eso. Escucha. Por lo que tú me has comentado, la preocupación de tu pueblo es casi idéntica a lo que acabo de contarte. A diario os relacionáis con todas estas montañas, el río, los animales… y el resultado de esa relación es el presente que vivís. Todo dice algo. En todo hay mensajes que no habéis sabido comprender y vuestro comportamiento con el medio es como esa sonrisa pánfila de la que ahora os avergonzáis y que es la causa de vuestro sufrir. Va a sr muy de poder rectificar.” Calló repentinamente y se removió en su camastro hasta acomodarse. Respiró profundamente y no volvió a hablar. Tardé mucho tiempo en quedar dormido.

    Jamás había visto nada igual y, por el gesto de Nicostratos, aquello también le era novedad, aunque estoy seguro de que él conocía el territorio. Durante todo el día habíamos atravesado un territorio muy agreste y rocoso, lleno de tupida vegetación. A nuestra derecha, como si se tratara de un descuido, apareció aquella llanura que, ciertamente, relajaba el paisaje por el que habíamos ido avanzando. Estaba rodeada por unas rocas de un tamaño mucho mayor a las que vimos hasta entonces. Dejamos nuestros macutos en el centro de la planicie de suelo extrañamente blando, lo que nos hizo actuar con cautela. Como compañía sólo teníamos a nuestras propias sombras. Caminamos hacia las rocas y nos apoyamos en ellas. Nicostratos comentó aspectos para mí desconocidos, enseñanzas todavía recordadas sobre el lugar más lejano que jamás antes había visitado. Al incorporarnos, nuestras espaldas estaban humedecidas. Sacudimos nuestras ropas y vimos que nuestras manos habían adquirido una tonalidad amarilla y brillante. De las grietas de aquella enorme mole de piedra fluían infinidad de minúsculos hilos de aquel color que bajaban lentos, no sabíamos de dónde, hasta depositarse en oquedades, producto de milenaria erosión, que hacían de recipientes. Al acercarnos a una de ellas, notamos que desprendían calor. Con uno de nuestros vasos intentamos recoger un poco de aquella viscosidad pero al instante se enfrió y endureció. Era una especie de material volcánico, quizás lava a baja temperatura, que al separarse, se endurecía. Insistimos pero no fuimos capaces de obtener ninguna muestra líquida así que recogimos unas cuantas de aquellas provocadas durezas y decidimos pasar allí la noche.

    Como bien supuse, Nicostratos conocía aquellos parajes. No tardé en darme cuenta de ello, como tampoco de que no podríamos regresar a la aldea en el plazo anunciado. Comencé a estar inquieto y así se lo hice saber. Como siempre, ya se había adelantado a mis temores. “Ya me he ocupado de todo”, dijo sin dar más explicaciones. Fue suficiente para sentirme más tranquilo. Como no descubrimos nada provechoso en cuanto a lo que se refería a nuestra misión, propuso me dejara llevar. Llegamos a una cabaña cubierta de ramas y arbustos que, señaló, utilizaba ocasionalmente. Despejamos la entrada y me invitó a pasar. Había pocas cosas. Un camastro, una mesita, varios maderos por estanterías llenos de velas, libros y otros objetos varios. Limpiamos un poco aquí y allá y nos sentamos plácidamente entre el silencio que rompió el relato de uno de sus muchos recuerdos.

    “Hace tiempo, llegué a cierta aldea donde fui acogido muy amablemente. Tenía intención de continuar mi camino en pocos días pero, sin saber cómo ni por qué, mi estancia entre aquella gente se prolongó durante varias semanas. El trato, como ya he dicho, fue exquisito. Procuraban satisfacer mis más mínimas necesidades… Tuve la oportunidad de conversar, durante los días que allí estuve, con varios viajeros a los que sus itinerarios acercaron hasta allí. Con ellos intercambié noticias, algunos obsequios, opiniones… y compartí mesa y hospitalidad. Pasaron los días y me percaté de que, poco apoco, el resto de los viajeros, todos, se habían ido, mientras yo, sin saber qué me retenía, continuaba allí. La Preocupación me invadió y, acompañado por ella, de repente me sobresaltó un pequeño detalle observado al poco de llegar: los extraños ojos de alguno de los lugareños. Poco después, todo quedó en olvido. Recuerdo que, a la mañana siguiente, me levanté con una sospecha que, rápidamente, quise constatar. Todos eran felices. Durante mi estancia no vi a nadie que llorara aunque si existieran motivos para ello: una fuerte caída, un golpe, una pelea entre los niños…

    Por fin, decidí continuar mi camino, que no era otro que el acercarme a vuestro poblado. Al comunicarles mi intención, fue la Tristeza la solución a mi sospecha. Vi a algunos llorar. Al dejar de hacerlo, aquellos que lo hicieron, ofrecieron el extraño matiz en sus ojos que, anteriormente, había llamado mi atención cuando llegué. No era otro el suceso que la paulatina pérdida de hebras del color de las niñas de sus ojos, que le daban a éstos una apariencia glauca y nula. Supe que aquél que perdía todo su color, no sólo se quedaba ciego, si no que, inevitablemente, poco después, encontraba la muerte.

    Me fue muy duro abandonar aquel lugar. Estuve en el valle de la TRISTE alegría.

    Habían pasado más de dos meses desde nuestro regreso a la aldea. Una noche, de la que apenas recuerdo su desarrollo, ni los motivos causantes del hecho, Nicostratos, tras excusarse, salió de la casa. Regresó poco después con su petate colgado del hombro. Respetuoso, se acomodó de nuevo entre todos, recuperando rápidamente el hilo de la conversación. Escuchaba con atención. Olga, que nos acompañaba, le preguntó su opinión. Se hablaba de la ingravidez de los instantes y de su encadenado misterio. Como respuesta, abrió su mochila y mostrando lo que sacó de él, dijo:” Éstos son sus invisibles pictogramas y éstas, sus grandes velocidades paradas con brusquedad y que nadie, aún, ha respirado.”

    Aquella noche, todos la sabemos inolvidable, aunque sentimos cómo lucha por ser olvidada al ser testigos de la única definición material de hechos tan etéreos.

    Hubo desgarro en Nicostratos, en su gesto. Así me lo confió más tarde. Al compartir aquello, sabía de su desintegración antes del amanecer. Pregunté que por qué, entonces, lo había enseñado y me respondió, con esa alegría sumisa al paso del tiempo, que así quiso celebrar, yo lo sabía falso y no sé por qué tenía que mentirme, su aniversario. Como regalo, ofrecí un abrazo, del que hasta mi final, guardaré sus aromas, su color y la ausencia de temor y amargura.

    Llegué a comprender que, cuando se frotaba la cabeza con fuerza y dejaba la mirada ausente, era cuando comenzaba a viajar con y por su imaginación inalcanzable. Una íntima derrota, siempre, estaba a su lado.

    Su navegación se hacía palpable. La gesticulación y su modo de hablar exagerados lo evidenciaban. Nada más comenzar a relatar historias, nos sentíamos inmersos en su fresca inventiva, aunque en él, habitaran agrias y caducas sensaciones. Aunque parezca contradictorio, nosotros conservamos de aquellos instantes, gratos e inolvidables recuerdos. Sobre todo, mi mujer, a quien la gustaba mucho recuperar las múltiples anécdotas de Nicostratos, que no dejó de repetir, de manera incansable, a lo largo de sus últimos años. Muchas veces son las que la recuerdo rescatando episodios… a orillas del río, mirando las aguas vibrar, ese continuo preguntar dónde tienen su origen las mareas. Aunque débil y enferma, hablaba con rapidez y ansiedad, como queriendo compartir toda su felicidad, consciente de que a ella, en breve, ya no le haría falta. Algunos días la escuchábamos contar, con todo detalle, narraciones de Nicostratos, en las que algunas mareas zurcieron rumbos, brumas, distancias… y ocultaron destinos jamás reflejados en las cartografías hasta entonces conocidas. Todo aquello era representado por enormes espacios vacíos que, con dificultad y atrevida imaginación, los autores intercalaban entre lo sabido como existente, para lograr el realismo y convicción necesarios en sus trabajos, siempre en constante evolución. Nicostratos decía haber contribuido a ella, al precisar la situación de las inútiles anécdotas, (precisión reiteradamente defendida ante la sólida incredulidad de los sabios más afamados). Aquella situación llegó a ser tan desagradable para él, que se negó a compartir muchos otros detalles que, algún día, deseaba poder esculpir en el aire y así revivir, cuantas veces quisiera y con quien quisiera aquellos velados comentos. Tan sólo, con un gemido forjado en el pasado más doloroso, recordó la inesperada rotura del curso solar y las constelaciones, ocurrido en sus años de juventud. Aquel día, añadió, cambió el Firmamento.

    De aquella noche, nosotros tan sólo pudimos apreciar cómo fueron desapareciendo aquellas palabras tras su melodía. Aquella noche, todos nos retiramos realmente abatidos.

    Jugaba mis hijos en una tarde de un sol espléndido cuando oímos el saludo de Nicostratos. No tardó en unirse al infantil entretenimiento alimentándolo con asombrosas proposiciones y nuevos juegos. Así, llegó la hora de dar de cenar a los pequeños. Mi mujer desde la puerta les llamó y ellos, obedientes y hambrientos no tardaron en sentarse a la mesa para cenar. Aquello originó mirada satisfecha entre los adultos. Nicostratos y yo nos sentamos en el jardín y comenzamos a hablar de todo un poco, de intrascendencias, hasta que propuso algo que cambió radicalmente el rumbo del diálogo. Deseaba le acompañara, que fuéramos los dos de excursión. Me excitó la idea de estar otra vez a solas con él y no supe qué decir. Siempre me ocurría algo parecido.

    Tenía que irse pero deseaba salir conmigo antes de partir. Tras comentárselo a mi mujer que no puso objeción alguna, con la natural preocupación por mi parte de volver a dejar a mi familia durante unos días, acepté la proposición.

    Apenas habíamos abandonado el pueblo me descubrió nuestro destino. Volvíamos a la cabaña.

    Acomodamos la vista a la tenue luz de unas velas y comenzó a desempolvar varios libros que no recordaba haber visto en mi anterior estancia. Resumió sus contenidos, interesado porque me enterara de todo. En la atmósfera indefinible de aquellos días hubo desvelación de secretos, intercambio de opiniones, silencios compartidos, amistad…

    Me confesó que, desde la primera vez que me vio correteando entre la gente, siendo yo un niño, y sin saber por qué, sintió una especial afinidad hacia mí, una estima que, afortunadamente, con los años, jamás sintió defraudada. Recuperó nuestros primeros encuentros y diálogos. De alguno de ellos yo sí que me acordaba. Por supuesto, no podía olvidar el día que se celebró mi paso a la madurez, el día que Nicostratos me hizo entrega de mi regalo: aquella caja de órbitas blandas y su contenido que aún conservo…

    Por mi parte, le confesé la atracción que él me había producido desde un principio y alguno de mis recuerdos… incluso le hice saber de la inquietud que sentí y aún sentía antes de salir. Un silencio prolongó su contestación, durante el que, su perdido mirar parecía buscar serenidad, concentración, o lo que fuera…

    “Me siento enfermo. Es algo progresivo y, sospecho, que fatalmente mortal. Venir aquí contigo ha sido porque no quiero que nadie más lo sepa. Es posible que no regrese nunca más a visitaros. No, no quiero que te compadezcas ni que sientas pena. Goza de lo que juntos hemos aprendido y de los días que nos puedan quedar. Prométeme que, vuelva o no a visitaros, vendrás aquí el próximo verano, si es que no tenéis más noticias mías. De ser así, te encontrarás aquí mi cadáver al que deberás incinerar y guardar sus cenizas”.

    Acepté su ruego ocultando lágrimas que, estoy seguro, vio. Antes de caer en poder de la desesperación, hizo mías sus más preciadas pertenencias y me abrazó durante largo rato.

    Los años siguientes a su adiós fueron los más duros de mi vida junto a los que transcurrieron después de la muerte de mi mujer. Fue luchar por no romper la promesa hecha y poder expresar todo el dolor que contenía. Ni si quiera se lo dije a mi mujer antes de que muriera.

    Con el pasar de las estaciones, todos en el pueblo preguntaban por él. Yo sufría en silencio. Años después, muchos después, siendo ya persona respetada por todos, durante la celebración de la fiesta en honor a los muertos, volvió a renacer la inquietud por Nicostratos. Entonces, mientras recordaba cómo incineré su cuerpo, anuncié a todos el secreto que me fue encomendado guardar. Hubo algunos reproches que rápidamente se acallaron en sí mismos.

    Unos días después, Teófila, mujer unos quince años mayor que yo, se presentó ante mí para confesar nuestra singular y mutua coincidencia. En un primer momento, al no entender qué es lo que me quería decir, opté por callar y escuchar. Lo que dijo no deja aún de sorprenderme. Confesó que mantuvo relaciones con Nicostratos. Tenía veinticuatro años. Su sentir era pasión y el de Nicostratos, espíritu. No llegaron jamás a relaciones carnales pues Nicostratos decía no necesitarlas, que no era su camino y que lo sentía por ella, al verla tan apasionada, pero que no dudara de su amor hacia ella. “Llegué, no sin sufrir, a entender sus argumentos y a disfrutar, incluso carnalmente sin hacer nada, como no ha disfrutado nadie en el mundo. Poco antes de desaparecer estuve hablando con él y me dijo que sabía que en ti, sabía, estaba su continuidad en este mundo. No te arrepientas de haber descubierto a todos tu secreto. Has hecho lo que debías en el momento adecuado. Estoy muy orgullosa de ti”.

    Salimos a la puerta de mi casa. El viento, indiferente a toda violencia, recorrió, navegando la gravedad, los espacios,-decorados ajenos a las horas-. Al llegar a nuestro lado, las palabras de Teófila se sumaron invisibles a su paso y el aire partió de susurros perfumado… al poco, regresó. No quiso olvidar nada y, agradecido, refrescó nuestras sonrisas.

    Creí que era el único que guardaba un secreto… Teófila también supo callarse… y mejor que yo. Hemos sido dos seres sufriendo en soledad por un secreto.
     
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