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¡Deja De Toser!

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por Corazón Delator, 23 de Junio de 2006. Respuestas: 6 | Visitas: 1934

  1. Corazón Delator

    Corazón Delator Poeta recién llegado

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    Baltimore, 7 de Octubre de 1849​

    “¡Tía María, por amor de Dios, dígale a su hija que deje de toser!”
    ¡Ah! Siempre lo olvido… Virginia está muerta. Pero un momento… ¿Dónde estoy? ¿Qué hago en este páramo olvidado de la mano de Dios? ¿Qué callejón o travesía es ésta? Mi ropa, ¡no es mía sino de otro! ¿De quién? Mi aliento… ¡Huele a alcohol!. Y entre las sombras que se proyectan en mi mente se abre camino un haz de luz, un rayo de sobriedad en mi ebrio corazón. Mas hinco las rodillas en tierra. Te… tengo fiebre. El sudor frío recorre mi frente, y apenas sí alcanzo a respirar. Poco a poco se me nubla vista, y ante la fría presencia de la Muerte, dedico este último instante de lucidez para recapitular. Para repasar los renglones torcidos de mi vida. Una vida ahogada en el fondo de una botella.

    Contraje matrimonio con mi querida Virginia por estas fechas, hará catorce años. Pobre Virginia. Era la única hija de mi tía, María Clemm, y contaba entonces con poco más de trece años. Era sin duda una niña. Pero yo la amaba, de modo que el enlace se llevó a cabo. Pero nunca tomé posesión de ella. ¿Cómo habría yo de robar la niñez a una criatura tan hermosa? Sí, verdaderamente amaba a Virginia. La angustia producida por la muerte de mi hermano dos años antes, se disipaba en los alegres ojos de mi querida esposa. Virginia aún gustaba de correr y jugar, y se aplicaba duramente en el canto y la música. ¡Cuánto lamento ahora no haber podido darla todo lo que ella se merecía! ¿Mas qué podía darle yo? Un fracasado… un don nadie. ¡Y aún así me atrevía a pavonearme! “¡El mundo sabrá de Edgar Allan Poe!”, decía.
    La situación se había vuelto insostenible. Mis cuentos y mis poesías no eran suficiente para alimentar las bocas de mi esposa y mi suegra. De forma que en 1837 (ahora mismo no recuerdo el mes) me encaminé junto a mi familia a Nueva York primero, y más tarde a Filadelfia. Ahí nos mantuvimos seis años. ¡Seis años! Aún hoy no me lo explico. Trabajando en la rotativa del Señor Graham a cambio de un sueldo mísero y sus continuos reproches. Borracho me llamaban. ¡Ja! ¡A mí! ¡A Edgar Allan Poe! Me trataron como si fuera un desgraciado, ruín y sin talento… Aunque en cierta manera, tenían razón.
    Cinco años después de mudarnos a Filadelfia Virginia cayó enferma. Pero ni la palidez de sus mejillas, ni la delgadez de su semblante, pudieron borrar la belleza de sus hermosos ojos verdes y sus cabellos castaños. Por aquel entonces era toda una señorita. Una oda a la alegría y un canto a la vida. ¡Cómo hubiera deseado encontrarme en su lugar en el momento en que la llama de su espíritu se fue apagando! Sentado al pie de su cama, le tomaba la mano. “¡Otro cuento, Edgar!”, repetía. Y pasaba las noches en vela leyendo y recitando para ella. “Estando sentados, encadenados en un mutuo abrazo, bajo los árboles serpentinos, y contemplando nuestra imagen en las aguas del río del Silencio.”* En ocasiones me pedía que le leyese de mis relatos cómicos. Y su risa me sonaba más dulce que el Arpa de Eolo. Así amaba yo y era amado. Cuando sentía aflojar sus dedos entre los míos, sabía que se había dormido, y marchaba hacia mi despacho para escribir hasta la salida del Sol. A veces Virginia se despertada e inquiría desde su dormitorio. “¿Escribes, Edgar?”. “Escribo, querida”, respondía. “Mañana te leeré estos versos magníficos que estoy haciendo para ti”. Y entonces, reconfortada, volvía a dormir.
    Pero era mentira. ¡Mentira! Sí, es cierto, pasaba horas delante de la hoja en blanco. ¡Horas! Mas no estaba escribiendo. ¡Bebía! Bebía como un condenado, como si la vida se me fuese en ello. Y es que en verdad se me estaba yendo. El pago que recibía del Señor Graham era irrisorio. ¡Yo que había levantado de las cenizas su estúpido periódico sensacionalista y pueril! Mi amargo desconsuelo me precipitaba a la botella de alcohol. Mi única fuente de consuelo. Mi única amiga. Virginia no debía de saber nada. Para ella yo era un escritor sublime y brillante, conocido en todo el país. ¡Y a fe mía que así iba a ser! ¡Escribiría la mejor obra que se haya hecho jamás! ¡Y todos los periódicos querrían tenerla en su primera página! Sí, así lo proclamaba ante los oídos de mi desdichada familia. Tía María cedía a las lágrimas ante mi visión como ésta fuera la de un loco. Pero Virginia creía en mis palabras, y sonreía. Sonreía.
    Pasó el tiempo. Corría el año 1845. El estado de Virginia empeoraba día tras día. El fantasma de la tisis volvía a planear en el horizonte de mi familia. Mi madre murió tosiendo sangre con las piernas descubiertas bailando en un local para alimentarnos a mi hermano William Henry y a mí. Y unos años después, William también sucumbió a causa de la misma enfermedad. ¿Pero cómo? ¿Cómo iba a acaecerle la misma suerte a mi amada Virginia? Me negaba a creerlo. La tuberculosis era una enfermedad propia de gentes de salud endeble, malos hábitos, insomnio… ¡alcohol! Pero mi dulce Virginia. Inmaculada y sin tacha, criada al aire libre del campo… ¡No era posible! La astenia postró a Virginia sobre la cama durante las veinticuatro horas del día. La fiebre aumentó y se convirtió en hipertermia, la disnea y demás dificultades respiratorias tornaron a polipnea. Y yo continuaba obcecándome. Rebelándome contra el diagnóstico de los médicos.
    Una noche, me senté frente al papel como era en mí costumbre, fielmente acompañado por mi botella de whisky escocés. Intentaba escribir. Pero era imposible. Las toses de Virginia retumbaban en toda la casa y en todo el edificio. ¡Sangre! ¡Virginia estaba tosiendo sangre! La angustia se apoderó de mi cuerpo. Por un momento creí perder por completo el juicio. Y grité: “¡Tía María, por amor de Dios, dígale a su hija que deje de toser!” Segundos después enmudecí. ¿En qué clase de monstruo me había convertido? Arrojé la botella contra el suelo y me apresuré escalera abajo. Corrí como huyendo del mismísimo Diablo, y no paré de correr hasta hallarme al cobijo de un árbol, junto a una farola candente. Estaba lloviendo. En la locura de mi carrera no había reparado en ello. Poco a poco fui retomando posesión de mis facultades. ¿Hacía cuánto que no comía? El estómago comenzaba a arderme, y justo cuando estaba a punto de ceder a las lágrimas… una sombra se posó sobre una rama sobre mi cabeza. Un pájaro negro. Un cuervo. Un demonio luciferino que había ascendido de los infiernos para burlarse de mi lastimosa condición. ¡Por fin había encontrado un objeto sobre el cual descargar mis iras! Grité al pájaro en la oscuridad de la noche, y éste se limitaba a observarme incrédulo, a medida que la tormenta iba subiendo de tono. Juré entonces que cumpliría mi promesa. Escribiría una obra digna de pasar a los anales de la Historia. Iría con ella de editor en editor, y todos estarían locos porque figurara en su diario el nombre de Edgar Allan Poe. Sí, mi persona no volvería a ser causa de lástima, ¡nunca más! ¿Nunca más? ¡Nunca más!
    Con estas dos palabras fijas en mi mente me apresuré de nuevo a casa. Tomé papel y pluma y las palabras fluyeron solas.
    “En una taciturna medianoche, mientras débil y cansado cavilaba
    Ante algunos extraños y curiosos volúmenes de olvidados saberes,
    Mientras cabeceaba, casi dormitando, de improvisto se oyeron unos
    Toques,
    Como si alguien estuviera llamando, llamando a la puerta de mi cuarto.
    - Será algún visitante. –musité- llamando a la puerta de mi cuarto,
    Sólo eso y nada más. […]”**
    Así continué escribiendo hasta que quedé plenamente satisfecho con mi obra. ¡Y qué obra era ésta! Mi gran éxito. Mi ópera prima. Los días que siguieron los dediqué a pasear mi poema por todos los editores del estado. ¿Su título? Oscuro y poderoso: El Cuervo. Mas por desgracia, no tuvo la acogida que yo esperaba. Vez tras vez se sucedían las negativas. ¡Ay! ¡Cuán amarga es la desdicha del genio incomprendido! Tuvo que ser mi antiguo superior, el señor Graham, del cual me despedí altaneramente, el alma caritativa que accediera a publicar “El Cuervo”, en el “Graham Magazine”. Ahogué el amor propio en la bebida, tapé la vergüenza con el corcho de una botella. No tenía otra opción.
    Al poco tiempo mis humillaciones se vieron recompensadas. El poema fue un éxito sin precedentes. Edgar Allan Poe había alcanzado por fin la celebridad que se le había estado negando durante años. En la chimenea de nuestro hogar volvió a llamear el fuego, en nuestra mesa volvió a servirse comida caliente… Pero mi suerte no duraría mucho. Habían pasado dos años desde la publicación de “El Cuervo”. Tenía yo entre manos por aquel entonces, un ambicioso proyecto. El sueño de mi vida. Estaba ante el umbral de conseguir mi propia revista literaria. Se llamaría “The Stylus”, y sería el hogar de las mentes ilustradas más brillantes de América. Oh, sí, yo estaba exultante. Entré entusiasmado al dormitorio de mi querida Virginia para comunicarle la buena nueva, y el cuadro que encontré ahí fue desolador.
    Mi tía y suegra yacía llorando desconsoladamente sobre las faldas de la cama de Virginia. Y ella, en un charco de sangre, dormía en la Muerte. Cuando comprendí que el amor de mi vida había sido derrotado por mi peor enemiga, por el fantasma que me había atormentado desde la más tierna niñez, lloré de rabia. Lancé un grito sordo al vacío y me desplomé al lado del cuerpo mi esposa. Es curioso observar cómo la tuberculosis pudo llevarse su aliento, mas no su belleza. Aparté los cabellos castaños de su blanca frente, bajé sus párpados, y la besé por última vez…


    “¡Tía María, por amor de Dios, dígale a su hija que deje de toser!”, exclamé. Mi tía se dio la vuelta y respondió con austera frialdad: “Hace meses que enterramos a Virginia, Edgar, sus toses ya no podrán atormentarte nunca más”. “Nunca más”. ¡Cuán cierto era esto! A veces perdía el juicio y me despertaba como aquella tarde, sosteniendo una botella entre las manos y con los tosidos de mi amada aún coleteando en mi memoria. Fama. Posición. Prestigio. ¿Qué eran estas cosas, ahora que no podía compartirlas con mi querida Virginia?
    Algunas mañanas me despierto en la cama con una mujer de la cual no recuerdo ni su nombre. ¿Qué importa? Al fin y al cabo al día siguiente me encontraré en la misma situación pero con otra persona diferente. Con otros labios que me serán insípidos, con otro cuerpo que me será ajeno. Cuando las mujeres no son consuelo suficiente me abrazo al cobijo de las drogas. Sí, bendita sinrazón. La pérdida de todo estímulo y saber. El callamiento de las memorias. Y es entonces cuando me pregunto con sarcástica ironía, si los muertos estarán disfrutando de los verdes ojos de mi querida Virginia. Si estará corriendo fuerte y saludable por los prados de los que partieron. Algunas veces estoy seguro de que el mismo Hades asciende a observar su belleza, y él mismo, sí, el mismísimo Plutón se enternece. Mi amada. Mi por siempre querida. Virginia.
    El 27 de Septiembre de 1849 (de ésta fecha sí me acuerdo pues es reciente) tomo rumbo hacia mis raíces. Abandono Filadelfia y vuelvo a Baltimore. Ahí los ecos de mi vida bohemia de hacen aún más fuertes. Cinco días después me encuentro en un bar de mala muerte, en un oscuro callejón, contando cuentos a oídos vulgares entre hediondas risotadas. Hediondas por el alcohol. “Otro más, poeta”, exclaman jocosos los que observan mi humillante condición. “Tengo un nombre, querido amigo, soy Edgar Allan Poe”, respondo completamente borracho. Y en la hilaridad de mi condición recito unos cuantos versos que compuse para Virginia:
    “[…] Tus ojos, en el cielo del corazón atesorados,
    Cayeron luego desoladamente,
    ¡Oh, Dios!, sobre mi fúnebre espíritu
    Como luz de estrellas sobre un sudario;

    Tu corazón, ¡tu corazón!... me despierto y suspiro,
    Y me duermo para soñar hasta que llegue el día
    Con la verdad que el oro nunca puede comprar…
    Y con las fruslerías que quizá sí pueda”.***
    Entonces me miro al espejo. Y por un momento vuelvo a sentir vergüenza de mí mismo. Salgo afuera, a que la noche imparta su justicia. Y resumo así lo más destacable de mi mísera existencia. La fiebre vuelve a nublar mi razón. No dispongo de mucho tiempo más. El dolor se hace insoportable.
    ¡Ahí! Ahí viene la dama inmisericorde que llaman “La Muerte”. Trae consigo su hoz y cantar terrible. Mas para mí será un alivio. Oigo toses. ¡Voy contigo, querida Virginia, deja de toser! ¡Por cuánto tiempo he esperado este instante! Ya sólo me queda suplicar. Ya sólo puedo pedir… ¡que Dios se apiade de mi pobre alma!



    Nota del Autor: Edgar Allan Poe fue hallado por un tipógrafo esa misma madrugada. Se hallaba semiinconsciente, con ropa de otra persona, en medio de un délirium trémens provocado por el exceso de alcohol. Inmediatamente fue llevado al Hospital Washington College, lugar donde entre delirios y alucinaciones murió, a las tres de la mañana del 7 de Octubre de 1849.


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    * Eleonora, Edgar Allan Poe, según la traducción de Julio Gómez de la Serna.
    ** The Raven, Edgar Allan Poe, según la traducción de María Cóndor y Gustavo Falaquera.
    *** To…, Edgar Allan Poe, según la traducción de María Cóndor y Gustavo Falaquera.
     
    #1
  2. almacautiva

    almacautiva Poeta adicto al portal

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    Me ha gustado mucho tu relato,
    me ha parecido de una gran calidad literaria.
    Realmente bueno, muy documentado.
    Un saludo.
     
    #2
  3. SandroMoreno

    SandroMoreno Poeta asiduo al portal

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    19 de Octubre de 2005
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    Excelente relato amigo, un gran talento el tuyo,
    esperemos seguir disfrutándolo!!!!
    saludos.
     
    #3
  4. azul_profundo

    azul_profundo Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Corazón delator: buen ritmo das a tu escritura, manejo del lenguaje, narrativa, todo me gustó mucho. Y bueno, así debió ser tal vez, tal y como lo describes la vida de Allan Poe, me trasportaste a esa época. Felicidades.:)
     
    #4
  5. Luis_Videla

    Luis_Videla Poeta adicto al portal

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    27 de Octubre de 2005
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    A tal punto has ahondado en la obra de Poe, Corazón Delator, que como suele suceder cuando admiramos fervientemente a un escritor, y a la vez escribimos, nos mimetizamos con su obra. Te comprendo.
    Leer este cuento, este cuento sobre un cuento -se me ocurre llamarlo-, es como leer a Poe, compañero.
    Excelente prosa. Impecable puntuación. Excepcional manejo del lenguaje. Sólidos conocimientos de la vida y obra del escritor.
    Un cuento que merece ser mencionado.
    Mis respetos,

    Luis Videla
     
    #5
  6. Corazón Delator

    Corazón Delator Poeta recién llegado

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    7 de Junio de 2006
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    Gracias Alma Cautiva, Sandro, Azul Profundo y Luis. Me algera mucho que les gustara mi escrito.

    Ciertamente, Edgar Allan Poe es mi autor favorito. Y debo decir que su biografía es tan fascinante como sus cuentos.

    Aclarar que todo lo que está escrito en el texto es verídico. Lo único que he aportado de mi imaginación son, obviamente, los diálogos, y algún pequeño detalle sin mayor importancia. El grueso del relato está documentado y sucedió así.

    Nada más. Un abrazo y gracias de nuevo.
     
    #6
  7. MP

    MP Tempus fugit Miembro del Equipo ADMINISTRADORA

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    29 de Diciembre de 2004
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    Mujer
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    ¡FELICIDADES!
    TU RELATO SELECCIONADO
    COMO RELATO DE LA SEMANA
    EL SÁBADO 24 DE JUNIO DE 2006


    CON TODO EL CARIÑO DE MUNDOPOESIA
     
    #7

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