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Pedro Antonio de Alarcón

Tema en 'Biblioteca de Poética Clásica (Poetas famosos)' comenzado por VicenteMoret, 15 de Junio de 2013. Respuestas: 0 | Visitas: 2218

  1. VicenteMoret

    VicenteMoret Moder. Biblioteca P. Clásica.Cronista del Tamboura Miembro del Equipo Moderadores

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    15 de Febrero de 2012
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    Hombre
    ​Pedro Antonio de Alarcón​


    Pedro Antonio de Alarcón nació en Guádix (Granada, 1833). Estudió Derecho y Teología. Gran periodista, ejercía su profesión con un estilo muy personal. Novelista de primera clase. Sus principales obras son: El final de Norma (1855) Diario de un testigo de la guerra de África (1859) De Madrid a Nápoles (1861) La Alpujarra (1873) El sombrero de tres picos (1874) El hijo pródigo (1875) El escándalo (1875) El niño de la bola (1878) La Pródiga (1880) El capitán Veneno (1881).
    Durante su juventud simpatizó, en la política, con los liberales y los revolucionarios de su tiempo. Por este tiempo tuvo un duelo con otro escritor. Este evento le desencadenó a una crisis de conciencia que acabó llevándolo al bando contrario, es decir, al conservador y católico. Poco después se alistó y participó en la guerra de África. Viajó por Europa. De regreso a su patria, volvió a ser activo en la política, llegando a ser diputado. Por su mérito literario fue nombrado miembro de la Real Academia de la Lengua. En su obra, tanto narrativa como poética, se halla reflejada su ideología política, moral y religiosa, importantes aspectos de su vida personal. Nunca fue reconocido como un gran poeta, pero merece ser mencionado, aunque sólo sea para rellenar el notable vacío que la poesía ofrece en este período de la literatura, que corresponde a la segunda mitad del siglo, conocido por el nombre de Realismo. Un poema bien logrado, “El suspiro del moro”, es sin embargo, de corte romántico, y recuerda las leyendas de Zorrilla, y los romances del Duque de Rivas y otros poetas de esa época. Murió en Madrid en 1891.


    --..--
    A continuación transcribimos "El Suspiro del Moro", poema mencionado en la reseña biofráfica del autor.
    --..--




    EL SUSPIRO DEL MORO


    Y el Santo de Israel abrió su mano,
    y los dejó, y cayó en despeñadero
    el carro y el caballo y caballero.
    (Herrera)


    No la grandeza del empeño santo,
    no la hazaña inmortal, no la memoria
    de la egregia Isabel: el duelo canto
    del Rey sin trono, sin hogar ni gloria,
    que, en vez de sangre, vergonzoso llanto
    vertió a la postre de su infanda historia:
    ¡llanto sin fin que los anales cierra
    de siete siglos de implacable guerra!


    Madre afligida del Amor cristiano:
    sé Tú la Musa que piedad me inspire
    para que, enfrente del procaz pagano,
    ni los de Dios ni tus agravios mire.
    Está vencido, llora, y es mi hermano...
    ¡Haz que a su vez mi cítara suspire
    cuando él dirija la postrer mirada
    de eterno adiós a la gentil Granada!


    Y tú que, errante, la infinita arena
    de los desiertos cruzas, los tesoros
    sin olvidar de esta región amena,
    ¡triste progenie de los reyes moros!,
    deja que tu apenada cantilena
    salve del mar los ámbitos sonoros
    y preste al tanto que mi voz te envía
    su dulce son y vaga melodía...


    Principiaba una fúlgida mañana,
    de esas que alegran el adusto invierno,
    cual bellas hijas que en edad temprana
    la hiel endulzan del dolor paterno:
    del monte excelso la cabeza cana
    reflejaba del sol el rayo eterno,
    y en la atmósfera azul, diáfana y pura
    destacaba la nieve su blancura.


    Por los barrancos de la ingente Sierra
    mil arroyuelos nítidos corrían,
    buscando el llano, en cuya arada tierra
    su caudal fecundante repartían:
    tranquilos ya, tras la finada guerra,
    los labradores a su afán volvían,
    y en medio de los densos olivares
    humeaban los rústicos hogares.


    También las aves a sus dulces nidos
    y a la paz que perdieron retornaban;
    los rebaños, ayer despavoridos,
    otra vez por las cumbres asomaban;
    y cantos, y rumores, y balidos
    el aire placidísimo poblaban,
    cual si el pasado sanguinoso empeño
    hubiera sido imaginario sueño.


    Esa mañana refulgente y grata,
    mientras el sol del aterido Enero
    rizados hilos de escarchada plata
    trocaba en perlas con su ardor primero,
    de Moros numerosa cabalgata,
    que el blanco lino y el bruñido acero
    igualaban a un bando de palomas,
    subía del Padul las mansas lomas.


    Aquel cortejo, triste y misterioso,
    de noche a Santa Fe dejado había,
    y cruzado la vega silencioso
    antes que el alba despertase al día;
    pero, al salvar el punto montuoso
    a que llegaban cuando el sol salía,
    los Moros sus corceles refrenaron,
    y atrás la vista con afán tornaron.


    Iba al frente de aquella comitiva
    un joven de extremada gentileza,
    cuyo boato y majestad esquiva
    señales daban de imperial grandeza.
    Su noble palidez y frente altiva,
    los negros ojos de oriental belleza,
    tu cándido albornoz y barba oscura
    completaban tan clásica figura.


    Siempre a su lado, como fiel esposa,
    fijos en él los hechiceros ojos,
    cabalgaba una joven tan hermosa,
    que al lucero del alba diera enojos.
    Mas de su rostro angelical la rosa
    y de sus labios los claveles rojos
    trocado había pertinaz la pena
    en lirio mustio y pálida azucena.


    Tras ella, blanco cual nevado armiño;
    enhiesto, aunque raquítico y doliente;
    único bien del paternal cariño;
    temible ya, como león naciente,
    sobre negro corcel marchaba un niño,
    no llegado a la edad adolescente;
    pero que ya maldijo su hado insano,
    cautivo y solo en el Real cristiano.


    Torvo el aspecto de la faz sombría,
    parda la tez y la cabeza cana,
    junto al niño impertérrita venía
    una lujosa, gigantesca anciana:
    su viril ademán y la energía
    de su mirada fiera y soberana
    descubrían en ella a la matrona
    digna del cetro y la imperial corona.


    Y, en fin, no lejos, en tropel brillante,
    sólo por miramiento rezagados,
    iban, con muerte y rabia en el semblante,
    palaciegos, visires y criados.
    Del sin ventura que subió delante
    lamentaban empero los cuidados,
    cual si humilde callara ante la ajena,
    por temor o lealtad, la propia pena.


    Desde el lugar en que parado habían,
    a la vez abarcaba la mirada
    los rudos montes en que entrar debían
    y la extendida vega matizada.
    ¡Un paso más..., y nunca ya verían
    el mágico horizonte de Granada!
    ¡Un paso más..., y de su vista ansiosa
    desparecía la ciudad hermosa!


    El Moro aquel altivo y prepotente
    se apartó de familia y servidumbre,
    y silencioso, tétrico, doliente,
    quedó como clavado en la alta cumbre.
    La contracción horrible de su frente
    retrataba su negra pesadumbre;
    pero, en cárcel de orgullo preso el llanto,
    negaba alivio a su mortal quebranto.


    Fijos los ojos, cual queriendo en ellos
    dejar grabados y por siempre vivos
    de aquel paisaje los matices bellos;
    mudo, inmóvil, alzado en los estribos,
    el infeliz, del sol a los destellos,
    vio pasar los instantes fugitivos,
    sin poder separar la vista un punto
    de aquel sublime, sin igual conjunto.


    ¿Quién era? ¿Iba a morir? ¿Por qué tal duelo?
    ¿Por qué a su alrededor no resonaba
    ni una voz de esperanza o de consuelo?
    ¿Por qué su esposa con rubor echaba
    sobre la casta faz el blanco velo?
    ¿Quién era el triste que tan solo estaba?
    ¿Qué maldición cayó sobre aquel hombre?
    ¿Cuál era su infortunio? ¿Cuál su nombre?


    ¡Era Boabdil!... ¡Boabdil, el fruto airado
    de Muley desdeñoso y de Aixa fiera;
    el hijo por la madre aleccionado
    contra su padre y rey a alzar bandera;
    el ambicioso audaz y desalmado,
    ladrón del solio a cuyo pie naciera,
    que, al eco santo del paterno grito,
    fue por su raza y por su Dios maldito!


    ¡Era Boabdil, cuya ominosa estrella
    costó a sus padres sempiterno lloro,
    rompió el encanto de la Alhambra bella
    y el fin atrajo del Imperio moro!...
    ¡Mísero rey, tras cuya infausta huella
    se hundió la tierra siempre, y llanto y oro
    y sangre y honras devoró el abismo,
    hasta que al cabo sumergióse él mismo!


    ¡Era Boabdil, que con indigna mano
    dado las llaves de la Alhambra había
    y su trono y su pueblo al Rey cristiano!...
    ¡Era Boabdil, que desde allí veía
    plantar sobre la Vela al castellano
    la odiada Cruz del Hijo de María!
    ¡Era Boabdil, que la postrer mirada
    dirigía por siempre a su Granada!


    ¡Granada, la ciudad cuyas ruinas,
    festoneadas de perpetuas rosas,
    aun alegran las aguas cristalinas
    que en sus cármenes entran bulliciosas!
    ¡La Ciudad que las fieles golondrinas,
    como en tiempo mejor, buscan ansiosas,
    pidiendo a los palacios derruidos
    sombra y quietud para sus caros nidos!


    Era, sí, esta Ciudad, que despoblada
    hoy parece tal vez al que la mira
    de hierba y rotos mármoles sembrada,
    como Paesthum, Itálica o Palmira:
    La Ciudad que, entre flores sepultada,
    pasmo y asombro al universo inspira,
    mientras sus muros de labrada piedra
    disputa el tiempo a la viciosa hiedra.


    ¡Era Granada... rica y esplendente,
    tal como fue... cuando Granada era!
    Llamábanla Damasco de Occidente,
    de la grey de Ismael Roma altanera,
    de sus sabios Atenas floreciente,
    de las artes lujosa primavera,
    hija del Cielo, patria de las flores,
    jardín de la hermosura y los amores.


    Boabdil la contemplaba adormecida
    en los cárdenos montes del Oriente,
    de un alquicel blanquísimo vestida,
    y de bermejas torres la alta frente,
    cual de corona señorial, ceñida...
    ¡Allá quedaba lánguida, indolente,
    adúltera sultana, infiel esposa,
    mostrando al vencedor su risa hermosa!...


    Y allá quedaban los amantes ríos
    que plata y oro le tributan fieles;
    el Dauro con sus cármenes umbríos,
    y el Genil con sus cálidos vergeles;
    del Albaicín los blancos caseríos,
    la Antequeruela oculta entre laureles,
    de la Alcazaba el recio baluarte,
    y la Alhambra gentil, ¡sueño del arte!


    ¡La Alhambra! ¡Regio edén, huerto florido,
    mágico alcázar, que su planta moja
    del hondo Dauro en el raudal temido,
    y cuyas torres de argamasa roja,
    de las copas del bosque entretejido
    salir se ven entre la verde hoja
    y luego alzarse a la región del viento,
    como ideal, aéreo monumento!...


    ¡Con vergüenza y amor y envidia y pena
    Boabdil de aquel edén se despedía,
    donde su infancia transcurrió serena
    y entró aclamado, victorioso un día!
    Entonces ¡ay! desde su fuerte almena
    reinaba en la mitad de Andalucía...
    Ya... sólo le ofrecía el hado cierto
    un caballo... y la arena del desierto!


    Luego miró la anchísima llanura...;
    tapiz que bordan con vistosas tintas,
    ora las huertas de eternal verdura,
    ora las blancas y graciosas quintas,
    ya de extenso olivar la mancha oscura,
    ya de las aguas las fulgentes cintas,
    aquí las torres de apiñada aldea,
    allí el camino que tenaz serpea...


    ¡Cuadro grandioso, que mostraba unidos
    de tierra y cielo todos los favores...;
    -nieves perpetuas, árboles floridos,
    verdes campiñas, nubes de colores
    un aire que arrobaba los sentidos,
    un firmamento azul y un sol de amores!...-
    ¡Cuadro cuya magnífica hermosura
    de Boabdil puso el colmo a la amargura!


    Campo y Ciudad, cuanto a sus pies veía,
    fue suyo, fue su vida, fue su encanto...
    ¡Y nunca más a verlo tornaría!...
    ¡Nunca más! -Al pensarlo, creció tanto
    su dolor, y fue tanta su agonía,
    que de sus ojos desbordóse el llanto,
    y, con acento fúnebre y rugiente,
    lanzó un suspiro que aterró a su gente...


    ¡Suspiro amargo, lúgubre, espantoso,
    que aún en Granada sin cesar resuena,
    turbando de los siglos el reposo
    y de la muerte la región serena!
    ¡Y repítelo el viento caluroso,
    que raudo agita la africana arena!...
    ¡Y sonará implacable, tremebundo,
    mientras se acuerde de la Alhambra el mundo!


    Aixa, entretanto, la sublime altura
    de Mulhacen miraba con recelo...
    -¡Allí..., al amparo de la nieve pura,
    en la sagrada vecindad del cielo,
    yacía en misteriosa sepultura
    Muley, su esposo, presenciando el duelo
    de la airada consorte y del mal hijo
    a quienes fiero al expirar maldijo!...


    Pero, al ver la Sultana el triste llanto
    del Rey, que entre suspiros repetía:
    «¡Allak-Akbar!...», tan íntimo quebranto,
    lejos de conmover su faz sombría,
    inflamóla de un fuego que dio espanto,
    y, mujer insensible, madre impía,
    cuanto patricia indómita y severa,
    dijo el débil Boabdil de esta manera:


    «¡Llora como mujer, desventurado,
    la pérdida del reino que has debido
    cual hombre defender!... ¡Llora, menguado!»
    Y, con desdén más fiero que el olvido
    (¡tal vez con hondo amor desesperado!),
    apartóse del príncipe afligido,
    y, mirando colérica a Granada,
    huyó vencida, pero no domada.


    Como reo de muerte que a la vida
    y al sol y al cielo como afán profundo
    dirige la suprema despedida...,
    así Boabdil, lanzado de aquel mundo
    en que dejaba su ilusión querida,
    «¡Adiós!...», dijo con aye moribundo,
    e, inclinando la frente sobre el pecho,
    huyó también, en lágrimas deshecho...


    Y, tras él, en confuso torbellino,
    partieron todos; y del sol la lumbre
    vio, de polvo entre denso remolino,
    desbocada correr de cumbre en cumbre,
    huyendo de su lóbrego destino,
    a aquella fastuosa muchedumbre,
    a quien la desventura daba en arras
    un rincón en las agrias Alpujarras.


    Pronto, como blanquísima paloma,
    mirábase, a lo lejos, de la Sierra
    a un jinete salvar la última loma...
    Era el fantasma horrible de la guerra...
    Era el poder inicuo de Mahoma
    que abandonaba la española tierra...-
    ¡Era Boabdil, herido por el rayo
    que allá en Asturias fulminó Pelayo!


    Otro día..., del mar sobre la espuma,
    sola cruzó desde Adra hasta Melilla
    rápida nave cual ligera pluma.
    Ganada, al cabo, la africana orilla,
    viose a mísero Moro entre la bruma,
    doblar, al pisar tierra, la rodilla...-
    ¡Era Boabdil, a quien su negro sino
    negó una tumba en suelo granadino!


    Un día, en fin, que el déspota africano
    luchaba por salvar su poderío
    contra los dos Jarifes, un anciano
    lidió por él con temerario brío,
    hasta que, herido y sin aliento humano,
    se hundió en las olas de opulento río...-
    ¡Era Boabdil, a quien su suerte dura
    le negaba en la tierra sepultura!


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    Fuentes:


    http://www.los-poetas.com/a/pedroabio.htm
    http://www.los-poetas.com/a/alarcona1.htm


    --..--
     
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