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En espera de otra navidad.

Tema en 'Prosa: Filosóficos, existencialistas y/o vitales' comenzado por Melquiades San Juan, 24 de Octubre de 2013. Respuestas: 1 | Visitas: 635

  1. Melquiades San Juan

    Melquiades San Juan Poeta veterano en MP

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    Hombre
    Entre la nube vieja y ellos hay una similitud: se les pasó el tiempo de la lluvia. Ese café con las mesas antiguas sombreando en la banqueta es parte del santuario de nuestros viejos hábitos obsoletos y moribundos. Si han de ser fantasmas que así sea, que se forme y consolide el fantasma desde ahora, para que, aprendido el libreto de una vida con su moral abyecta y necia, se absorba y le perdure al esclavo, sujeto a la memoria de las sombras y los muros.

    Se han visto tantas veces desde aquella ocasión en que por una u otra causa las miradas se cruzaron y una sonrisa se escapó de los labios pintados de rojo. Cuán pronto se arrepintió del gesto, pero luego se despreocupó plácidamente al comprobar que no tuvo ninguna consecuencia. El sujeto siguió envuelto en la tertulia como si no hubiera visto nada, nada, ni siquiera una sonrisa fugitiva que nunca, jamás jamás jamás quiso, intentó parecer coqueta.

    Esa barra tan larga tiene cierto refugio. Uno de mármol frío, otro de sombra. Uno apaga las ansias; y el otro, suele volverse una cortina de humo. Unas gafas oscuras para espiar a los comensales y a los contertulios descuidados, a los que pasan, a los que esperan. Cuando el café se llena de gente por la lluvia o por tantos billetes en la cartera por los pagos de salarios, siempre queda la calle, la banqueta. Y desde ahí la exposición a las miradas ajenas, que siempre preguntan sin hablar, el porqué de la soledad tan solitaria.

    ***

    Otra vez las miradas se cruzan y ella cede, sin pensarlo, una sonrisa. Él la sigue mirando como quien no mira nada, a ningún sitio. Vuelve la vista a una mujer que pasa enfundada en pantalones ajustados, la mira al trasero, disfruta cómo mueve las nalgas cuando camina. La mujer se pierde de vista y él abre su mochila de cuero y saca un libro, una libreta, un lápiz. Lee y escribe.

    Ella no deja de mirarlo, intenta descifrar a ese hombre y su mundo. También intenta -y se lastima en ello- explicarse la razón por la cual ha pasado desapercibida, ignorada. Se levanta y va al tocador. Se mira al espejo y pregunta poro a poro el porqué de su presencia invisible ante la mirada. Se asoman al espejo las pequeñas huellas de los tiempos fijados a la piel, no son tantos. Se aleja un poco de la luna para verse la figura. Ese vestido largo y vaporoso color marrón oscuro ni ofrece ni discrimina los deseos de los que miran. Es tal como lo escogió, un muro que no dice nada ni niega nada.

    El hombre ya se ha ido, la silla es ocupada por unos muchachos que parece que compiten en llamar la atención, en hacer ruido. Espera un momento, luego llama al mesero, paga y se marcha.

    ***

    Después de la comida sale a la calle enmarmolada y camina. Mira las fachadas, los ventanales fingidos que en otros tiempos albergaron tantas vidas tras sus vidrios y marcos de madera. Sabe, como todo mundo lo sabe, que tras esos vidrios esterilizados de vida humana solo hay cajas y cajas, estos rumbos se han transformado en locales y bodegas, para cubrir las normas de la oficina de conservación de inmuebles antiguos solo quedan las fachadas, detrás todo es tarimas, estantes y cajas conteniendo productos varios. Va recorriendo con la mirada, como lo hace casi todos los días, fachadas, techos y vuelos de palomas. Palomas, sí, palomas, sus vuelos indican que está pronta a aparecer la cúpula del campanario y sus campanas doradas. Mira el reloj y se da cuenta que está a unos cuantos segundos de escuchar el concierto del bronce. En la calle peatonal el municipio ha puesto unos bloques de mármol rosa, del tamaño adecuado para que sirvan de asiento a los transeúntes bien vestidos, a los vagos los corre la policía, apestan y afean el pulcro decorado citadino. Hay un lugar vacío en uno de los bloques, lo ocupa y espera, solo faltan minutos, segundos...

    Vuelve la mirada hacia el centro de la calle y lo descubre, viene caminando despreocupadamente por la calle, trae las gafas para leer de cerca y revisa ligeramente un periódico. No puede apartar la vista de él. La barba poblada de canas le da un aire misterioso y elegante. Ella lo mira, se cruzan las miradas, no sabe cómo pero de nuevo la sonrisa le traiciona. Esta vez ha ido más allá, esta vez ha sido una sonrisa para alguien muy conocido, para un viejo amigo, para alguien al que se le invita a acercarse.

    Nada sucede. Se queda ahí parada mientras el "conocido" se sigue de largo como si ella no existiera. Lo mira. Es casi una sombra verde olivo que se perfila a lo lejos antes de dar vuelta a la esquina. Vuelve a ver su reloj, pasó el tiempo y las campanas nunca sonaron.

    ***

    Esa tarde en el café por fin se dio el encuentro. Desde su asiento, él se la quedó mirando, esta vez ella no le sonrió, desvió la mirada hacia otro lado. Él esperó a que su mirada volviera a verlo y cuando esto sucedió le mandó una sonrisa muy amable. Ella no tuvo más que corresponder el gesto, cuando menos pensó ya estaban sentados a la misma mesa, se estaban presentando.

    ***

    -No, no soy viuda, soy señorita, vivo sola y no, no ando buscando hacer amigos.

    El hombre se me quedaba viendo a los ojos. Luego me miró el busto, me sentí ofendida, se me subió el rubor a las mejillas. Parece que no le importó. Luego dejó de mirarme, tomó su taza, me dio la mano y me dijo que había sido un placer conocerme. Ya en su mesa abrió su inseparable portafolio de cuero café, sacó el libro, la libreta, la pluma, y no volvió a mirarme.


    Esta es la segunda vez que salimos juntos fuera de la ciudad. Es una sensación nueva para mí verme en esa carretera bordeada de pinos dentro del mismo vehículo con él. Ambos somos muy callados. Yo pienso que no hace falta decir nada, es su presencia lo que enriquece todas esas horas de mi vida. Talvez él piense lo mismo que yo. Hay momentos sin embargo que son muy difíciles para mí. No sé, no estoy preparada para reaccionar convenientemente porque no sé qué es convenientemente. Pasa siempre cuando llueve, él me pide que suba mis pies sobre sus piernas mientras maneja. Lo pienso un poco, accedo, los subo. Acaricia mis pies, me quita los zapatos. Me gusta, me gusta mucho pero no lo demuestro. Procuro ser cautelosa con mis expresiones para que él no se confunda y piense que quiero sexo. No, yo no quiero sexo. No me interesa, nunca me ha interesado.



    Han pasado muchas semanas sin vernos. Acudo al café donde nos conocimos y tomo mi mesa de siempre. Él no me mira o hace como que no me mira, yo también hago como que no lo miro. Siempre he sido una solitaria, no me afecta su indiferencia y no estoy dispuesta a ceder a los caprichos de nadie, no a estas alturas. Llegan sus amigos y conversan animadamente con él y luego se marchan, continúa con su rutina inmutable: el libro, su cuaderno y sumido en sus anotaciones. Tocarme las piernas, manosearme, cómo se le ocurrió, acaso piensa que soy un objeto; no, esas cosas no van conmigo. No así, esa nos es la forma de tener una relación amistosa conmigo.

    ***

    Esta ciudad se viste de luces en diciembre, decoran los faroles del alumbrado público en diciembre. Diciembre, cuántas sonrisas lucen por las calles, los aparadores muestras objetos diversos vestidos con moño, con envolturas color papel metálico. Los vientos fríos envuelven los abrigos. Parece que todo camina apresuradamente. Las personas parecen pájaros recolectando objetos aquí y allá de las tiendas. El café huele diferente, inunda las calles. Lo único que vive en sus conciencias es ese afán de comerse mutuamente las almas y los secretos en las tertulias vespertinas. Todo este maremágnum de decembrino hace que uno se sienta tan solo, tonterías, diciembre es como cualquier otro mes, pero la gente lo hace parecer como los 31 días de la mayor ilusión de sus vidas.

    Ella está ahí, simulando interés en las páginas de su revista llena de imágenes y chismes de la farándula citadina. Él hace lo propio con sus libros. De repente se levanta de su mesa y camina hacia la de ella. Saca de la bolsa del abrigo un pequeño envoltorio de regalo y se lo ofrece. Ella lo mira, lo acepta, le agradece con una sonrisa y lo invita a su mesa. Charlan animadamente, cuando la tarde cierra sus delicados ambientes luminosos los dos se pierden por la calle peatonal confundidos con la gente.


    ***

    En esta ciudad hace calor en diciembre. El colorido no se marcha, es rehén de los muros, de las hojas. Aquí la gente se viste de destellos, ropas de colores que compiten con los pétalos de las flores de los innumerables jardines de la ciudad. Es un puerto. La visión del vaivén de las olas me hipnotiza. Me gusta ver cómo la espuma besa mis pies como si fueran ámpulas fantasiosas que me quieren asustar al vestir mi piel como si estuviera enferma. Él me toma de la mano y me arrastra hacia el oleaje suave y sumiso que parece ser cómplice de sus juegos. Cuando el oleaje alcanza mi rostro finjo morir de miedo, él me abraza y yo me dejo salvar. Me sujeta por la espalda y me alza para que me sienta liberada del oleaje. Siento miedo, echo mis brazos hacia a tras para sujetarme a su cuerpo. Él me voltea para que lo rodee con mis brazos. Me abraza, me besa. Me dejo acariciar. Estamos solos, es la noche de navidad, la playa está sola, es mi regalo más lindo. Yo le entrego mi cuerpo, solo estamos vestidos por las aguas. He dejado ese instante para que se despida de mí en un evento inolvidable. Soy otra mujer, lo he sentido, lo he planeado así.

    ***

    -Señorita, le recojo su taza, quiere otra.

    -No gracias. Por favor alcánceme mi bastón. El señor que estaba sentado ahí, dónde ha ido.

    -Tiene más de una hora que se ha marchado, vino su hijo por él, talvez vuelva mañana, aunque lo dudo, mañana es navidad, vienen sus nietos a visitarle. Él Se parece mucho a usted, siempre viene y ocupa la misma mesa, lee y escribe. Jamás habla con nadie. Usted, ¿tiene familia?

    -No, no tengo a nadie, nadie viene a visitarme, no tengo familia, mi único mundo es mi joyería y estas tardes que paso aquí mirando a la gente y elucubrando sueños.


    ***

    Hace frío afuera, en esta soledad hace bien la caricia de una suave y deliciosa bufanda que se vuelve como una mano agitada por el viento.

    "Un perro, debo comprarme un perro."
     
    #1
    Última modificación: 24 de Octubre de 2013
  2. Rogelio Miranda

    Rogelio Miranda Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Un placer encontrarme con tu elegante prosa. Felicidades.

    Saludos.
     
    #2

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