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Sara: la historia de una lucha por ser feliz (Historias que vuelan) -inacabada-

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Samuel17993, 8 de Diciembre de 2013. Respuestas: 8 | Visitas: 2069

  1. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Sara
    La historia de una lucha por ser feliz
    Sara.jpg
    (Betsabé con la carta de David, de Rembrant)

    Dedicatorias y citas principales:
    Aunque no sea ésta tu historia. Lo será para imaginar que hay quienes también lo pasan mal. A pesar de que pueda ser un consuelo de tontos, quizás el imaginar un mundo sea un consuelo gracias al sentir empatía. Por eso, esta historia lleva tu nombre. Incluso, puede que haya quienes se hagan llamar con este nombre, quienes no se llamen así. Porque no olvides la belleza de tu nombre y de tu vida… La belleza del hombre.

    Y para R., que es una gran persona y quizás, casualmente, Marta se base en ti…; tú que tienes un gran corazón pero resguardado en el hierro forjado en las batallas, en la lides que tanto conocemos, tú y yo, y por las que a veces escuchamos a Sabina y somos hasta un poquito golfos; que, a pesar de la distancia, me acuerdo de ti y de las palabras que me enseñabas. Recuerda ya no la belleza del hombre (en general), sino la tuya de mujer…
    Mi dedicatoria…a dos grandes mujeres

    Igual parece a los eternos Dioses
    quien logra verse frente a ti sentado.
    ¡Feliz si goza tu palabra suave,
    Suave tu risa!

    A mí en el pecho el corazón se oprime
    Sólo en mirarte; ni la voz acierta
    De mi garganta a prorrumpir, y rota
    Calla la lengua.

    Fuego sutil dentro de mi cuerpo todo
    Presto discurre; los inciertos ojos
    Vagan sin rumbo; los oídos hacen
    Ronco zumbido.

    Cúbrome toda de sudor helado;
    Pálida quedo cual marchita yerba;
    Y ya sin fuerzas, sin aliento, inerte,
    Muerta parezco.
    Safo

    Sólo muerdo por ti.
    Nena Daconte


    (Capítulos abajo)
    Si quieren comentarme el relato mientras anda inacabado, mándenme un MP para respetar las normas y poder yo poner todo el relato ordenado...
     
    #1
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  2. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    I

    Homo homini lupus:
    El hombre es un lobo a sí mismo.​

    Sara era una joven morena, no demasiado alta, pelo liso y mirada de niña; nada para destacar, cosa que, por otro lado, no quería. Sus pasos siempre podían de ser observados como toscos y casi hasta… calculados. No llevaba habitualmente gafas sino lentillas; alguna vez las sacaba a pasear, no la disgustaban, pero sí la resultaban ridículas. Su tono de voz solía ser sereno y bajo, salvo cuando la tocaban la fibra, y entonces se convertía en una revolucionaria, cosa que tampoco era, pero no podía evitar sacar un aíre de guerrera, que, sin dudas, la gran mayoría de mujeres españolas llevan. En cambio, no destacaba; eso sí, si la podías escuchar, tenía teorías e historias locas y absurdas que ni ella misma creía; y si le daba por contar una verdad, entonces, esas teorías parecían hasta lógicas para su edad. Era una señorita que creía en Dios, el de los católicos, aunque a su manera. Una manera extraña, peculiar pero interesante para quien sabía escuchar: divertida para el punto de vista del naturalista que es este escritor. Siempre estaba en su pecho una cruz, una de su abuela. Parecía una devotio. A ella le encantaría ser feliz con un chico, tener críos y llevar la vida insípida de una ama de casa: ser la mujer que se encierra en casa y sólo sale a misa, pero que, a pesar, es la ama completa de la casa, al igual que lo era su madre; así era la manera que se conservaría la tradición. Todo era perfecto, salvo por un (¿pequeño?) detalle extraño…

    …que ella era lesbiana.

    Posiblemente, algunos lugares de ambiente lésbico ya la conocían. Aunque nunca había pasado más que al sobeo; ella salía sobreexcitada, por un lado encantada, con ese ardor que da el deseo, un fuego que se paseaba por sus entrañas, una calentura que el viento calmaba pero no se apagaba, al igual que el fuego de Vesta en Roma; y por otro lado, sus nervios no podían con esa represión neurótica, con la que su misma mente la cercenaba.

    Los dedos de una mujer por su espalda. Unas piernas, incluso unos píes, o la suavidad y tersura de unos muslos. El encanto de unos pechos, o el amor de unos besos que transfieren fluidos y, en su imaginación, también transferían amor…

    Amor. No entendía esa palabra, y parecía buscarla y aquello la dolía.

    Nadie lo sabía. Nadie sabía de ese secreto. Nadie podía saberlo. Y era doloroso; un secreto y un salvamiento de sus propias inquinas, que la martilleaban. Amor. Esa abstracción extraña y deseada. Deseo, amor…

    Quizás, lo más próximo a amor podía ser el de su amiga Alejandra. Aquella chica de pelo castaño que, ante el sol, brillaba de una manera impresionante, y que para Sara tenía algo de diosa, pero sobre todo, era su amiga, su mejor amiga: en realidad, la única. Alejandra siempre iba elegante, era sociable y un encanto; caía bien a todos; gustaba a todos… Además, le encantaba estudiar y hacer lo que hacían: Biología. Toda una chica perfecta.

    A las dos las encantaba desde pequeña la naturaleza. Sara, a pesar de su confesión ultra religiosa, siempre tuvo una fascinación que sorprendía a conocidos y a extraños, a diferencia de Alejandra, que era simple gusto. Su trato con los animales era… milagroso. Cuando iba ocasionalmente al campo con unos familiares, que a sus padres debido a sus ideas no les gustaban —porque eran de “izquierdas”—, disfrutaba muy íntimamente yendo de un lugar a otro, a por níscalos, a ver los corzos, los jabalís espantados por la presencia de los hombres, y hasta de los lobos.

    Siempre que podía, recordaba cómo la miró aquel lobo que se encontró en el bosque: Sara vio algo en ellos, y quizás él en los suyos; no la sacó los dientes ni siquiera la amenazó, sino que la siguió. Su mirada la impresionó; lo que se veía en ellos, reflejaba algo que la intrigaba; lo que fuera, no se la podía quitar de la cabeza. Era hipnótico. Pareció ver una sustancia en sus ojos que caía profundamente como un pozo, y a pesar de su oscuridad atraía fuertemente a la dura beata, que sentía la necesidad de ver, de nadar en ellos, de sumergirse (aunque se pudiera caer y no volver subir). ¿Qué era?, era la pregunta y lo que quería saber, y esa duda la dejó impresionada.

    Creyó ver al lobo detrás de ella, como si fuera olfateándola. Como si estuviera en celo y pensara que ella era otra loba. O como si tuviera algo especial.

    Y a veces lo temía y pensaba que la quería comer. Había escuchado cosas terribles de ellos, algunas falsas, otras verdaderas…

    Cosa curiosa es que era una loba, no un lobo. La loba llevaba tiempo sin comer y la vigilaba por si tenía comida. Enfrentarse a Sara o a los otros humanos, su tío con escopetón y a su primo, que a pesar de no llevar escopeta era un punto hercúleo, le tuvo que parecer todo un suicidio a la loba, aún funcionándola el instinto de supervivencia en ese estado... lamentable. Posiblemente no hubiera sido mala idea; probablemente hubiera sido, bien pensado, la última jugada que la quedaba al animal: cara o cruz.

    Sara no dijo nada a su tío ni a su primo; mientras, la loba la seguía con la mirada, a la vez que iba dando pasos lentos que, aun yendo los dos hombres y la chica a paso ligero, la permitía estar a cierta distancia de la joven. Luego, Sara, intrigada, se quedó parada y se dio la vuelta, y seguía aún allí la loba; se quedaron de nuevo, mirándose, como en tensión y también en éxtasis, algo que, para ella, religiosa, tenía mística, incluso temor divino.

    Parecía pedirla algo el animal. Su mirada era tierna, como si pidiera piedad, pero a la vez también de una intensa fiereza... Estaba casi desmayada en realidad. No podía ni matar; podría intentarlo pero no serviría; quizás moriría en el intento y quizás, solo quizás por eso, en una estupidez más bien propia de los seres humanos..., un motivo extraño la había hecho seguirla.

    Fue cuando Sara tuvo pena de un ser que parecía abominable. Aún no sabía que el ser más abominable era ella misma. Mientras su tío y su primo no la miraban, la dejó comida. La loba permaneció en su sitio, expectante, como realizando un análisis completo de la situación y de su enemigo.

    Ella, después, se fue y alcanzó a sus familiares, todavía con la duda de qué la pasaba a la loba o qué había hecho que ésta se acercara así. Nunca lo comprendió. En una parte de su mente, pensó que había sido incluso una fantasía de su mente, como las que tenía de niña, que por alguna razón habían resurgido en ese momento. Pero no.

    La loba sobrevivió y se hizo fuerte. Posiblemente pasaría las mismas vicisitudes que ella, de soledad, de seguir yendo hacia ninguna parte y aquel combate eterno: la caza, y el vivir un día más contracorriente. A la larga sería más duro, porque esa carga abominable de la vida era mucho más amarga. Sara se sentía un poco como la loba, y eso la pareció un exvoto, que aunque tuviera un tinte muy pagano, no sólo no la provocó dudas religiosas, sino que lo creyó simbólico, un presagio de Dios.

    Seguramente era ese motivo por el cual le gustara tanto el conocimiento de los animales: quería saber lo que les pasaba a los seres vivos; se preguntaba hasta qué punto se parecían a los hombres, y si les llegaban a suceder cosas similares, a sentir por ejemplo, a pensar incluso. Aunque tampoco le dio mucho a la cabeza. ¿Para qué matarse la cabeza?, se decía resignada; era una locura. Prefería no darle muchas vueltas a sus propios tormentos, que reflejaban en el lupus.

    Pero igualmente la había dejado como una semilla, o mejor dicho, la había regado ésta, que ya estaba en ella, y sin darse cuenta estaba creciendo. Crecía en su ser sin que ella se diera cuenta; se iba expandiendo, según llegaran las aguas. E iba a florecer, descontroladamente al llegar el calor primaveral...

    Alejandra, también podía ver cosas que, parece ser, Sara vislumbraba en los ojos de una loba; podía ver en los de Sara y en los de los demás ese algo y sentir piedad y comprenderlos. Aunque en la mayoría de las veces resultaba chafada por culpa de la propia realidad, amaba esa cualidad: intentar ver en los demás lo bueno.

    Le encantaba ese supuesto orden y esa armonía de los mares, como los de Indonesia, en los que todos colaboran, aun matándose unos a otros... Le encantaba el incienso y los días de calma; tenía unas apariencias y pintas de “pija” y tan de “burguesa” como Sara, que eran engañosas; pero se preocupaba por los demás y había una especie de habito a ayudar al prójimo, sin caer a la vez en esa austeridad absoluta, ni en esa vena “revolucionaria” o “reaccionaria”; leía y leía, salvo si era de Política o Filosofía, que le sonaba a palabrería y “a liar la perdiz”, porque no quería problemas, atolladeros… ; cantaba y tocaba varios instrumentos tan bien que amansarían a cualquiera, y a Sara, de todas las cosas que hacía ella, estaba muy segura, ésa era la que le parecía la mejor. A Alejandra le gustaba más la música clásica o el pop, pero tocaba a Sara melodías de Blues y Jazz que, en la intimidad, a ésta, la parecían mágicas. A Alejandra, en lo más íntimo del corazón, no había cosa más dulce de ella: en éstas veía ese corazoncito que buscaba en la gente.

    Alejandra podía ver detrás de esa acidez y ese comportamiento que solía ser, no agresivo, pero sí en cierto sentido, defensivo, a pesar de que luego en alguna ocasión también hacía reír y caía bien. Detrás de la rabia y el sufrimiento que veía sin saber bien qué era, descubría una hermosa Sara que fluía muy claramente, sin impedimentos, en los acordes de In a sentimental mood. Una flor rosa roja preciosa, de un olor embriagador, excitante. Una rosa roja que florecía en un campo radiactivo. Una rosa roja en un campo yermo. Eso creía ver, con un tinte poético-libresco. Claro que, quien se oscurece en sí misma, por mucha agua que haya, al final se muere…

    Sara casi no tenía muchos más amigos o amigas. Tenía, sobre todo, amigos. Pero contados, y ahora, en la universidad, pasaban de ella. No solía, además, gustarle salir; su familia tampoco ayudaba intentando limitar que saliera a pesar de que, ya siendo mayor de edad, no la decían que estuviera a las 12 de la noche en casa, cuando había chicas que pasaban hasta dos días sin pisar el hogar. Sara se presentaba como muy tarde a las dos de la madrugada, y aun diciéndola, pícaramente su madre que era una “noctámbula”, no les molestaba. Tenía sus cosas, pero era una chica responsable, cosa que admiraba sobre todo su madre. Una chica seria, responsable y bien regida, pues, según los mandamientos, aun con ese “exceso de libertad”: ¿acaso no hubo mayor castigo y mayor enseñanza para el hombre que el don de libertad al ser expulsados del Edén?

    Alejandra casi no la veía después de clases, y más cuando querían salir de fiesta. ¿Dónde estaba? No lo sabía. Desde que ella tenía novio lo pasaba todo el rato con él y se sentía como si la hubiera desplazado, y eso la dolía: en el fondo, la quería mucho, pero tampoco ella hacía mucho por dejarse querer. ¿Dónde estaba la Sara que amaba? ¿Dónde estaba la Sara que era Sara, y no una calcomanía, una farsa, una caricatura sabiniana? Eso en parte la atormentaba, porque era su amiga y Alejandra en el fondo tenía un lado muy sensible que con Sara se marcaba soberanamente; pues, Sara quizás era una parte de ese lado sensible, inevitablemente.

    De sus amigos de clase, estaban Julio, otro chico ciertamente extraño, sociable pero que no le gustaba eso de los grupos numerosos y las multitudes, y que se apartaba de todo ello, del gaytrinar. Por muy amigos que fueran, siempre había tensión entre ellos. Se peleaban constantemente; Sara intentaba no verlo y Julio igual con ella; y cuando se veían, pasaba: parecían almas gemelas, y de pronto una especie como de ataques, puñaladas verbales, frías y personales.

    Su otro amigo, amigo común de Julio y de ella, se llamaba Alberto, medio bohemio y medio personaje sacado de novela barojiana. Alberto hacía reír a Sara y a veces parecían inseparables. A Alejandra le ponía de los nervios pero con cariño: era para ella un encanto. Fumaba maría y se metía… y casi se había dejado media cabeza con ello; aprobaba de milagro, copiando, con chuletas o cuando le chivaban cualquiera de los tres. Todo un tipo saltimbanqui.

    Alberto hablaba con todos de clase, y tenía algo de esas películas americanos de los líderes gallitos; Julio también tenía sus toques pero iba a su bola y prefería la soledad. Mientras Alberto era visto como el tío “cañero” para todos, con el tiempo Julio se volvió más melancólico aún y solitario y lo de Sara y él se fue descubriendo que había… algo más: Alejandra y Alberto lo sabían; la clase lo sabía; quizás salvo ellos, todos lo sabían. Julio, en realidad, chico que estaba harto de niñas tontas, que se creía intelectual y no pasaban de chistoso, en esa edad en que todo da igual y a veces se dice la co y en otro momento la cu, se sentía hastiado, cansado, hasta los cojones de todo y de ser un combativo soldado-filósofo romano que desea que la señorita patricia lo ame. —Ya se sabe cómo son las latinas... y los latinos.

    Nadie sabía de lo de Sara y su gusto por el mundo de Safo, y Julio, a veces cuando flojeaba su ánimo, se hacía ilusiones. Sara pretendía no darse cuenta. Se hacía la tonta y pretendía simplemente odiarlo o se mostraba altanera, con ese desdén que tienen las mujeres para hacer daño y lo hacen genial.

    Pero… poco a poco las cosas siempre salen a la luz, lo que pasa es que somos cobardes, salvo cuando lo pensamos o lo escribimos —que en este mundo todo es muy fácil, de ser escrito…—. Es mejor un mundo desordenado, que un mundo carcelario. Encarcelaré, aun así, esta historia en estas palabras, si les parece.
     
    #2
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  3. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Un día, un día de otoño, gris y aburrido, de esos que parecen como estúpidamente premonitorios de malos augurios, la pandilla de cuatro decidió ir después de clase a la Facultad de Filosofía y Letras, donde había cafetería y Alejandra había quedado con alguien.

    Cuando salieron de clase, estaban ya hartos los “enamorados” de todo: habían tenido que aguantar al idiota y “pesao” de Patroclo, mientras los otros dos se escurrían: una con que no veía bien desde allí la pizarra; el otro, directamente, yéndose de clase. Este sujeto con nombre de relato homérico era un fenómeno; pero un fenómeno aberrante; era un sabelotodo, no criticón como ellos, sino más, pero como el patán que era, siempre con algo con el que dar la nota; una especie de religioso de la Ciencia, que pensaba que iba a solucionarlo todo ésta, y hablaba de cosas jodidamente surrealistas y difíciles de asimilar, de creer o pensar, que…era imposible de aguantar.

    Ahí coincidían los dos. Les hablaba de Más allá del límite. Sara no la conocía, y Julio la había visto y…, bueno, no estaba mal: no iba a negar lo original de la serie. Una cosa era eso. Otra que el chaval se la creyera. Hablaba de cada cosa… La criogenia. Los robots. Sobre todo robots féminas, con los que su mente idiotizada y lasciva fantaseaba con vete a saber qué cosas. Máquinas del tiempo. Distopías. Universos Paralelos… Sara, de mala hostia, en una de las veces susurró sin que lo oyera: “Pa` paralelo tú… No deberías siquiera existir”. Y era verdad, pues, era toda una anomalía: se paseaba con las pintas del “fumeta” y el “perroflauta”, iba con camisa hawaiana y pantalones largos de pana, granos de pajillero y una panda de amigos que se creían “guays” y no llegaban a matados y que lo dejaban tirado siempre que podían y se reían de él. Pero el chaval sabía hacer el ridículo; quizás le contrataran de payaso, pensaba Julio en sus adentros, quemado con el punto idiota, creído y sabelotodo.

    Por un día, Julio y Sara se entendían y no tenían ganas de nada, y, en todo caso, querían pegar sus puños a la boca de un puchin`. ¡Cómo había tanto idiota! Alberto se descojonaba. Sara empezaba a decir burradas del tonto, y Julio metía una pulla, la clavaba y zahería, imaginariamente, a su enemigo. ¡Vaya dos! Alejandra decía que no fueran tan “cabrones”, que el pobre era… ¡Vamos, que no merecía la pena meterse con un deficiente!, soltaba Sara y se reía Julio aunque intentándolo evitar. Alberto preguntó retóricamente que de dónde podían salir esa gente, y Julio contestó que en España había, como toda esa gente que quiere ser futbolista, gente que quería ser payasa: a unos les salía mal, y quedaban así…; otros salían políticos; el resto se convertía en payasos de la tele. Alberto, fumado se habría simplemente descojonado, en ese estado asintió como sabiendo que esa era la jodida realidad. Alejandra replicó que no toda la gente era así. Sara tampoco pensaba eso en general, pero… En cierta manera era así. Al fin y al cabo, podía afirmar que no eran parte de la chusma, a pesar de que Julio... era así como era, un poco payaso también. Sara despreciaba a la gran mayoría del resto, porque… Había en ella un gran odio, en el fondo: un grandísimo odio. Odiaba, odiaba, odiaba… y sólo al final, desde lo más hondo, alguna vez salía esa chica que adoraba al Dios del Amor y no al Dios del Temor, que es, la mayor parte del tiempo, el dios de los judíos.

    Aquel día, una turba de coches esperaba a un viejo en el cruce hacia la Facultad, convirtiéndose en el centro de atención asesino de medio Valladolid; estuvo el hombre reteniendo el tráfico viario y peatonal hasta que le dio el rato, el turulú o lo que quisiera que hiciera en su cabeza: “Din-Don”, y todo reaccionó en su cabeza y la gente pudo cruzar y los coches ir hacia donde tuvieran que ir. Sara dijo, de repente: “¿Quién les dejara conducir? A esa edad, tenían que estar en una residencia”. Su tono ácido y bromista, entonces, sí desesperó a Julio, que tenía un abuelo mayor y era como aquel hombre, un poco duro de mollera, mayor en fin, pero que le tenía respeto. No entendía esa actitud, cínica y tan “guerrera” (o más bien, asesina —que hay una clara diferencia—) de Sara. A veces la quería estrangular, aunque posiblemente se escondía otro deseo, detrás de ese odio asesino y que le crispaba como si hubiera una espina en la médula espinal hurgándole. Al final, eran muy parecidos; quizás por eso se entendían como se peleaban: del amor al odio hay un paso, o eso dicen…

    El aire iba hacia ellos y notaron la frescura que manaba del Esgueva. A pesar del frío, a Julio, a diferencia del resto, le gustó: le recordaba a su pequeña patria cantábrica que abandonó de niño, esa Santander que ya no estaba salvo en su mente y olía a sal (sabor que lo relacionaba a la curación, en muchos casos mental). En Castilla, entre Valladolid y Santander, no había grandes diferencias, pero, a veces, aunque ya nada lo anclara a allí, tenía ataques de melancolismo propios de gente de la mar. Lo sentía en la cara; olía la humedad; la piel incluso tendía a sentir una especie de acaricia, extraña, íntima.

    Sara tenía frío. Julio la llamó friolera y ésta le contestó y empezaron una de sus típicas discusiones, que Alberto concluía muchas veces, cansado y con picaresca, que a ver cuándo follaban de una puta vez y así se aliviaban; eso le seguía la risa de Alejandra y la furia de Sara, sonrojada y que escondía su secreto pero que tenía que evitar toda asociación con alguien con quien tenía ese amor-odio. Y no fue una excepción.

    Después, los dos se callaron y, de rato en rato, cuando nadie los veía, se danzaron en torno a su replique de miradas, como siempre… Miradas que nadie veía y nadie sabía, y que ellos sólo sabían “intuir”. Asquerosas. A veces quería devolver sobre ella, y devolver en ella todas sus malas inquinas.

    Al entrar a la facultad, había una gresca: ¿A aquel día le pasaba algo, se había vuelto loco? Una judía claramente askenazi, muy destacable pues era rubia, pero rubia, rubia…, por muy judía que fuera. Un palestino moreno y alto, con pintas de occidentalizado, que sólo recordaba su tierra por esas cosas absurdas de la patria y demás, que no rezaba en Ala ya y se unía con cristianas sin compromiso matrimonial, y que sólo recordaba su tradición, su lengua, en esos momentos de combates “dialécticos” con el enemigo. Éstos, mostrados como en una pelea de boxeo, se querían montar su guerra de Gaza allí o su pelea de boxeo que mostrara la supremacía de unos u otros.

    Parecía que se fueran a pelear a muerte. Todo un show. La rubia judía hubiera parecido una valquiria, pero aquella ira no parecía celestial ni llevar a más Valhala que al Infierno (aunque…, esto no podría ser muy acertado porque los judíos no creen en el Infierno). El palestino estaba furioso, y sólo le faltaba el púlpito aunque su mensaje no era religioso, sino más bien un discurso de orador ciceroniano. La rubia le escupía las razones; el otro las amontonaba como una aburrida pesadez que a cualquiera, si no fuera por esas fuerzas que tenía, lo mataría. De no ser por aquel odio idiota, seguramente que aquella escena, en vez de a gritos, sería de otro tipo, y así empezaba a pensar Julio cuando vio un tiempo la escena cuasibélica.

    Dice el cristianismo (o una vertiente) que todo es amor, pero Sara simplemente razonaba que ojalá se exterminaran: les dejaba su parcela y ¡hala! Julio, en otra situación, habría dicho lo mismo, pero Sara expulsaba en sus palabras la hipocresía máxima. ¿Acaso sólo deseaba que sus ideas primasen? Menos mal que no era de cabeza estrecha ni un extremista y sabía que no todos los católicos o cristianos eran así; pero le demostraba la falsedad que tiene todo lo que da a los hombres fáciles bondades, fáciles morales y fáciles vidas…

    Sara comentaba que ganarían los judíos: ella tenía simpatías por los judíos, por ser el Mesías un judío y, seguramente, porque los judíos estaban —además de más pelotas— más occidentalizados (al igual que en el medievo era al revés, como si la balanza… cambiase; como si en esa lucha por la supremacía hubiese algo macabro) y no esperaba menos que su triunfo. Pero, de todas formas, podían matarse. ¿Qué más daba? Dios ya haría de las suyas y guiaría a los justos al cielo, el nirvana de los europeos, el Paraíso no más que propio de las mentes y deseado por esas alimañas llamadas hombres…

    Allí mismo estaba la amiga de Alejandra, que intentaba calmar la situación. Alejandra a su vez intentó alejar a la rubia de senos que, además de hipnotizar, parecían misiles a punto de ser lanzados al enemigo. Entre los botes de la judía cuasirubeniana y los gritos, el árabe palestino abría y cerraba la boca y se contoneaba de tal manera que a Julio ya, aquella escena se le asemejaba a un cortejo sin duda alguna.

    Su mente sólo pudo escuchar, resonar dentro de él, como en una cueva, aquellas palabras lapidarias: el cortejo de la muerte. Y se quedó acojonado, petrificado, sin habla, la garganta seca y sorprendido como por una verdad dolorosa; una de ésas que dicen suelen ser las mejores verdades…, algo muy irónico. Aquella verdad de bondadosa no tenía nada.

    Sara hizo caso omiso de la escena. A Julio le desesperaba esa actitud. Aun con los comentarios de ésta, Alberto y él siguieron a Sara la macabra y se fueron hasta la cafetería.

    - ¡Cuánto idiota! —soltó ella, ya dentro; luego, sin más talante que una sinceridad cínica, siguió:— Esta gente es idiota, se pelea por idioteces.

    - No son idioteces para ellos. Por lo menos no lo parece —contestó harto Julio.

    - A mí, como los seres de la selva, se podrían masacrar, ya digo.

    - Claro, como los animales. Y yo que pensaba que en el cristianismo tampoco había guerras idiotas como ésas, ni defendía cosas “idiotas”. La virgen la preñó una paloma y todos se lo creen; yo digo una cosa, “tan idiota”, como que los hombres están emparentados con los simios y, ¡vamos! Yo lo que no sé es como no creyendo, te metes para bióloga. Esta fe es muy absurda…

    - Primero, señorito —se hacía la educada con cierto sarcasmo—, la Ciencia no es religión. Segundo, yo no niego eso.

    - Ya… Y ahora me vienes con que es alegórico lo del Edén. Puede ser. ¿Y entonces en qué coño crees? ¿En Papa Noel, en la Dictadura del Proletariado y la Anarquía final de la Sociedad Comunista, en la nación catalana, en los alienígenas…? Dime, ¿en qué?

    - Creo en Dios. Tú eres un puto cínico y no lo ves, pero hay gente que cree.

    - Que seas tú quien lo diga… —la miró a los ojos: la despreció con ellos; la quería, también, y la quiso, y le dolía como para devolver. Amar esos ojos oscuros, tan…, era tan difícil ya. Un fruto amargo.

    Ella giró la cabeza. Seguía con lo suyo. No había más. Exterminio selectivo o total de ellos. ¿Por qué era ella así? Julio no lo sabía, no entendía esa actitud. Aquel odio era tan profundo que conseguía odiar, se reproducía, y él no quería que sucediera. Era mejor dejarlo pasar, mejor pasar de ella y de todo lo que significaba Sara para él.

    Pero no pudo. Ojalá, pensaba, supiera qué la rulaba por esa cabeza para sentir esa indiferencia, ese sentimiento de odio. ¿Acaso en su ser no había amor? ¿Acaso quería ocultar el amor? ¿Qué escondía, qué coño escondían esos labios pequeños y llenos de palabras inquinas; o qué la laceraba la piel para ser tan apática hacia los demás; o qué calor o frío helador le recorría las venas y el pubis para repudiar el deseo; o qué la pasaban por esos ojos que parecían sufrir y nadie veía y luego se hacía la dura? ¡¿Por qué aquella actitud?!

    Pidieron y tomaron algo. Sara hablaba con Alberto; no parecía o no quería hacer entrever que Julio la observaba (porque ella no era tonta y lo veía). Él la miraba, con ese análisis de perito. Analizaba los gestos; ajustaba la pupila en dirección a las suyas, intentando penetrar en ellas; y sobre todo recorría su cuerpo como queriendo conocer algo que no podía encontrar; la miraba de arriba abajo; después de un lado a otro; no paraba de rebuscar. Eso la ponía nerviosa. ¿Qué le pasaba? ¿Qué se preguntaba? La inquietaba; temía que encontrase eso que tenía guardado como una caja fuerte; no quería que entrase; con los ojos le decía que parase. La tensión, la guerra. Explosión subterránea. Gritos y reproches silenciosos que ni ellos mismos sabían ni reconocían. Y hastío bélico.

    Alberto y Sara se reían; seguían con lo de Patroclo. Ese tema ya le estomagaba a Julio. Parecía que quisieran o pretendiesen ser más que él: vale que se rieran, pero, ¿acaso eran más que él? Aquello le preocupaba. Tuvo que decir a Alberto que parara, y éste le preguntó el porqué. Le contestó que ya valía. Era idiota Patroclo, vale; lo sabemos, siguió, y le dijo, entonces, algo que les sonó sorprendente: “no es un demonio”, “todos fallamos”. Y después de una leve pausa, que pareció que cogía aíre como un pez: “Somos seres humanos, a veces somos unos gilipollas. Todos…”.

    Y se callaron. Luego Sara, le dijo: “Pero es que es un idiota. Seguro que luego nos pone a parir; le conozco…”. Y Julio, un poco afectado, por algo que ni él mismo sabía, y menos lo sabían Alberto y sobre todo Sara, la contestó: “No hay que ser como el enemigo sino queremos ser como él”. Se enfadó Sara: “Pero, Julio —Sara intentó empatizar con él, porque aquello la extrañaba—, es que si no actuamos como ellos, nos machacan”.

    Julio la miró, y no pudo evitar expresar su sentir en su cuerpo. Después de observarla así, Sara no pudo nada más que incomodarse y reponerse, imponerse en una pose defensiva. Julio se dio cuenta; no pretendía eso y no quiso enrarecer el ambiente: “Sí; lo que te digo es que si haces lo mismo, ponerles a parir por la espalda, sólo puedes acabar igual. No te digo que no les pongas a parir —se rio y la miró de tal forma que Sara se incomodó más, y entonces se notó que la había incomodado demasiado, pretendiendo lo contrario, aunque Sara, ahora, la actitud de Julio la tuvo hasta por razonable y… Algo brotaba y no quería; quería impedirlo crecer; no podía aceptarlo. Pensar que le entendía, que había complicidad entre ella y él, era “impensable”: toda una ironía. Pero no lo podía evitar. Y Julio continuaba su discurso:—, porque acabarás como ellos. Creo que tú no eres como ellos, o eso creo —enfatizó—, y no quiero que te conviertas en una de ellos. Los polos opuestos al final se tocan”.

    Esas palabras últimas parecían romper una frialdad que había existido entre ellos. Sara le miró. Tenía razón, pero no quería decirlo, pronunciarlo, porque le daba la razón. Orgullo, sí, pero también iba algo más profundo en el corazón de Sara. Debilidad.

    Llegó en ese momento Alejandra.

    - La que se ha montado allí… —resopló Alejandra.

    - Sí; las idiotas peleas de los seres humanos —la contestó Julio—. Para conseguir lo que queremos, arrasamos con todo y con todos.

    - La condición humana. Te has puesto existencialista, Julio. Jajaja —se rio Alejanadra—, ¿y tú no metes baza, Sara? —picó, bromista con esa hermética Sara, que parecía como esos paquetes que quieren conservarse en un frigorífico.

    Sara no contestó, molesta por esa insinuación. ¿Es que tenía que ser la que contradecía lo que decía Julio y hacerse…? ¡Ah!, quiso mandarla a tomar por… a Alejandra. Tuvo decencia burguesa y simplemente se hizo la tonta y miró con indiferencia.

    - ¿Eh? —volvió a picar Alejandra.

    - ¿Eh, qué? No digo nada, estoy de acuerdo; hay mucho gilipollas por ahí; a veces la gente hacemos el imbécil. Nos equivocamos. ¿Qué hay de raro? ¿Es que tengo que ser la payasa, la que se pelea con Julio?

    - Bueno, bueno…, tranquila Sara.

    Estaba enfadada. Y todos callaron y la dejaron en su enfado y en sus mistificaciones, fueran las que fueran. Le miró a Julio, y éste se quedó dolido: ¿por qué ese odio hacia él?
     
    #3
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  4. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    III

    Y no obstante había cambiado algo, ya que en la espera del día siguiente, he vuelto a encontrar mi celda. Como si los familiares caminos trazados en los ciclos de verano pudieran llevar tanto a los prisioneros como a los sueños inocentes.
    Albert Camus, El Extraño

    Todo aún estaba ennegrecido, oscuro, salvo por algunas sombras fugaces de luz, las mismas prácticamente al número de personas que caminaban por las calles, a esas horas mortales para los seres humanos. La aurora empezaba a salir con sus dedos dorados; junto a ella, danzaban visillos de luz que iluminaban el Valladolid mañanero, ése que se te mete su frío en la piel y parece que te acuchilla con una navaja o te acaricia como una una amante lasciva.

    Julio salió de casa y cogió un C1; había aquel día tan poca gente en él que incluso encontró hueco para sentarse. Fue así como pudo observar las calles en las que paseaban gente que tenía que trabajar, ir a algún sitio, en fin, algo las obligaba a moverse, como si la aurora al nacer les ordenase hacer todo eso en sus cerebros. Igual, Sara también salió de casa y cogió otro autobús, el U1, habitualmente lleno de pijos, pero que aquel día, sólo se podían contar cuatro o cinco. Ella se imaginaba que aquellos pijoprogrés, de tanto en tanto, y de fiesta en fiesta, siempre tenían alguna manifa con la que aliviar algún instinto animal de brutalidad, o algo así, semejante al que debían liberar cuando se iban de fiesta y se volvían unos locos o unos bárbaros desatados…

    Al entrar a la Facultad, Sara se encontró a Julio al lado de la puerta del edificio donde daban clase, como si la esperara, y entraron juntos y se fueron a su clase.

    - No hay ni Dios —dijo Julio.

    - Ni Dios no. Dios siempre —contestó con una media sonrisa—. A ver, venga, vamos a dentro —Y entraron los dos juntos a la clase. Las luces estaban apagadas y las encendieron; no había nadie efectivamente, y dudaron de que vinieran: no porque fueran huelguistas, sino porque una gran parte de ellos, cuando oían huelgan, pensaban en vacaciones. Dejaron las cosas y esperaron a que llegara el profesor o el resto de alumnos.

    Sara se vio incomodada. Aquella presencia de Julio, que también nervioso la observaba escrupulosamente y que de pronto, cuando notaba sus ojos inquisitivamente sobre él, solía quitarla la mirada, la perturbaba, la perturbaba de tal forma que hubiera querido arrojarle al Esgueva o al Pisuerga: ¡hala, un saco con un mono, un perro…!—estilo romano—. Pero en vez de eso empezaron a hablar, y Julio, dormido pero muy hilarante por alguna razón, empezó a sacar chascarrillos tontos que, a Sara, la hacían reírse. Y así, mordiéndose el labio, se le acercó hasta él y le golpeó bromeando. “Oye”, la gritó a Sara, en respuesta a ese ataque…, e hicieron el idiota un rato, así como niños pequeños. Parecían dos críos pasándoselo de ese modo tontorrón en el que la risa lo ilumina todo, como cuando el cielo se abre de una terrible tormenta e irradia su luz al mundo caótico.

    De pronto, ella se puso sería y le miró con esa mirada que cortaba el riego sanguíneo. Él no tuvo otra, que aun así, soltar una chorrada, y ella empezó a morderse el labio inferior para contenerse una sonrisa de nuevo; y después, de casi echar lo que parecía una risa que se contenía en la garganta, se volvió a poner sería y le dijo: “Eres un idiota”. Y contestó con que lo era y no podía evitarlo.

    La sonrió como sólo puede hacer un idiota enamorado: no tanto por ser idiota sino más bien por lo segundo…

    Sara, a pesar de no percatarse conscientemente del motivo de la sonrisa, se incomodó y volvió a su seriedad habitual, definitivamente. Julio intentó animarla, con ese estilo tonto que le caracterizaba y como es propio de alguien que está colado.

    El mutismo se respiraba tan incómodo que parecía que costara e intentasen, al no poder hablar, dar bocanadas de la misma forma que lo harían los peces (pero sin abrir la boca, claro); así, el agua que corría helado por el ambiente, les congelaba y a la vez les ponía a pensar cosas inconexas pero relacionadas con aquello, muy significativas en sus vidas, como deben hacerlo quienes están cerca de la muerte. No podían hablar. Era ese silencio incómodo que hablaban en Pulp Ficcion: pero sólo tensión sexual por parte de él. Sara no era la loca de Mía.

    Algunos compañeros, en ese peculiar momento, fueron llegando y la situación se empezó a normalizar, si es que se puede llamar así: los dos seguían mirándose, de soslayo, de cuanto en cuanto. Era como siempre, puesto que así era la rutina, aquellas miradas y esa situación, pero aún más tensa que otros días. Para Julio era como si le acuchillase con los ojos: esas miradas odiosas de mujer, esas miradas odiosas que saben tan bien hacer las mujeres… Ésas con las que tienes ganas de vomitar.

    Fue en ese momento cuando algunos huelguistas empezaron a oírse, una cosa que esperaban. A Sara la escamaba aquello, la molestaba vivamente; a pesar de su ideología, estaba de acuerdo con ellos, y aun así la asqueaban esas “gentes”. En cambio, en Julio le caía mal aquella actitud, le molestaba su manera de ser, tan tajante: él, en lo que estaba en desacuerdo era con la forma de hacer huelga, llena de idiotas, alborotadores, de gente que no iba a negociar sino a pelearse, y además, ¿qué mejor cosa que una huelga a la japonesa, que la gente supiera más para restregárselo a los incultos políticos? No hacía falta que hubiera clases, podrían tratar otros temas, incluso políticos: hacía falta debate. Algo diferente. Pero ni trataban con el profesorado de manera razonable, ni tampoco éstos querían oponerse a la reforma, como si tuvieran o miedo o total desdén, como si no les interesará; estaban despreocupados, idos de la realidad, estaban a hacer su trabajo como autómatas, o para sus tesis particulares en su mundo platónico. ¿Así, cómo no iba a ser Julio otro más, como unos u otros, que le provocaban el desdén y el asco de todo aquello? Por supuesto, había excepciones, pero Julio era un chaval de veinte años que como tal no sabía por dónde navegar: a esa edad se está, además, más por pescar chicas que por proclamar revoluciones; sólo algunos gastarían todo ese empuje viril hacia las ansias del poder y de la política, transformando ese deseo sexual en uno de dominación en el mayor de los casos.

    Al llegar la profesora, todos se sentaron, todo fue normal, como otro día de clase, sólo que con más de eco de lo normal y algún o alguna cotorra menos. Algún suspiro por una noche en vela, cansancio del zángano, o simple aburrimiento. Modorra de mañana. Lo habitual. Sólo que menos personal mirando con cara de zánganos en busca de conocimiento que los iluminara…

    Y en un rato, se montó el cirio. Llamaron a la puerta, levemente, en un primer momento; después dieron otro golpe más fuerte en la puerta: ¡Abran!, parecía decir el energúmeno que golpeaba. Entonces, un enano con pintas de excursionista se presentó en la puerta como con humildad. Pero la turba, otros cuatro gatos, empujaba con fervor; y quizás alguno estaba fuera, riéndose, o simplemente mirando lo que hacían “sus compañeros”, por el “clamor” y el griterío que se podía detectar desde la puerta hacia afuera.

    El “excursionista”, impulsado por el empuje “social” y de líder robesperriano, se movió de la forma en que lo hace una serpiente, con discreción, hasta el centro del aula, y soltó que venía a informar a los compañeros sobre la señora huelga. La profesora dejó que hablara, en claro enfado.

    El sujeto dijo la típica palabrada, recortes, tiranos, etc., lo que siempre sucede en estos casos; todo ello con nerviosismo y tartamudeando a veces. Para animarlo, uno en bromas le dijo: “Vamos, Lenin”. Él se rió y se animó. Fue cuando la profesora tuvo que reprocharle “aquello”: entrar en clase como policías que se metieran a desmantelar una plantación ilegal de maría u opio. Aquello no era lo correcto.

    - ¿Es que piensas que no sabemos qué es la LOMSE? —le echó en cara la profesora.

    - Pues no —dijo de manera clara—. No; no porque, mira, aquí sois muchos dando clase —señalando a siete alumnos que miraban aquello como un show de la televisión; casi parecían reírse. Y concluyó:— ; entonces no estarán tan informados —Y soltó otra arenga. A Julio aquel tipo le parecía un idiota que le gustaba el poder, y no le gustaba esa gente, le enfermaba.

    La profesora no quería seguirle, pero, enfadada, atacada a su autoridad, la hartó y les contestó de malas maneras. Aquello era un atentado a su autoridad, con o sin razón, la zahería que un mocoso la fuera hasta allí de don listillo. Y les dio en el orgullo también a ellos, y la banda de sinfonistas respondió. Primero, el Lenin, con una frase que tenía un matiz de amenaza: que si quería ver perder su empleo porque no ir a la huelga significaba que permitía esa situación, que pudieran despedirla; después, una chiquilla, con que ya se vería cuando la despidieran; y mientras, poniendo música, el troglodita que golpeó la puerta, se convertía en un golpe mesas-músico, el que parecía querer tocar una melodía que sacase la “Revolución” en los corazones de los “compañeros”.

    Estaban enfadados, eso lo tenían todos claros. Pero la fuerza sin convencimiento (de los demás, no el tuyo) no vale nada, al igual que el pensamiento general (o individual) que no se expresa: perderéis y no convenceréis, pensaba Julio. Y este autor, que escribe esto, siente cierta simpatía con esa observación.

    Esa escena escamoteaba a Sara, que preguntó que quién les daba veda para entrar allí de aquella manera. El Lenin quiso darla una lección pero la nena no se iba para atrás: “Ni un solo paso a atrás ni siquiera para avanzar”, pensó Julio de ambos…

    Lenin, cuando en la dura mollera de Sara no entraba la lección, soltó una burrada que le enfadó sobremanera a Julio y entró también en la pelea; le llamó facha a Lenin y éste se alteró sobremanera, mientras la tropa parecía quererlo fusilar, y entonces la profesora tuvo que intervenir y echarles con unos gritos que daban miedo oírlos. Julio se cabreó y, antes de irse, les gritó que se habían ganado que uno no fuera a la manifestación. Y el troglodita dio un golpe en la puerta y después otro más, que sonó bien fuerte, no fuera que no quedara claro que estaban en sus manos. ¿En quién? ¿En las suyas? Todo estaba claro, clarinete. En España todo funcionaba así: o pasando todos de la realidad, o jodidos, o jodiendo y/o haciendo lo que a uno le hace la real gana. Bien. Todo perfecto. ¿Y así será siempre?...

    La clase quiso continuar como si tal cosa, pero Julio tenía el orgullo herido, pues su espíritu republicano le picaba los oídos; mientras Sara, callada, estaba mirándolo, preguntándose por qué la había defendido, y de pronto, le dijo: “Gracias”, con sinceridad. Él se incomodó y seguió pensando…

    Julio se sentía un héroe idiota, vanagloriado por su heroicidad del chapurreo, y el corazón le latía a mil, porque eso era hacer el bien, o a eso sonaba... Pero también le sonaba la vena de los pensamientos, con que aquello era una burrada, con que el mundo estaba loco, no sabiendo si sus propias ideas eran traidoras o las gentes que las compartían, o sobre todo si él las estaba traicionando. Y mientras, por un lado se sentía un héroe por defender lo que aquellos energúmenos querían imponer: ideas. Como a Unamuno en Salamanca. ¿Acaso era un heroecillo unamunesco y quijotesco? Defender lo que no se cree frente a quienes son “los tuyos”, “los que piensan como tú”. Pero no, ésos ni eran de los suyos (quizás de nadie en realidad) ni pensaban como él (quizás no pensaban, en tono reflexivo, mucho). Julio no era de nadie.

    ¿Vale la pena regar con sangre todo por las ideas? Estaba enfadado, impotente. Se sentía inútil, pero él quería ser un tipo que defendiera lo que tenía que defender. Pero era difícil defender sin saber qué defender y preguntándose si valía la pena, una mínima pena. Supo, sincerándose consigo mismo, que era un puto idiota. Supo que la vida era una puta y que uno se vendía y se volvía un hipócrita sin poderlo evitar. Qué asco, pensó. La clase no importaba ya, casi ni importaba Sara.

    Sara había pasado la clase callada, entre preocupada y mirando a Julio, entrecruzando pensamientos oscuros. “Calla, reprimida de mierda”, la resonó en la cabeza, las palabras del revolucionario —¿lo sabía?, se preguntaba—. Nadie pareció darle mucha importancia, pero ella sí. Se reconcomió con su “represión”. Represión. Lo que se hace para evitar el cambio, la realidad. Lo que se impone. Lo que cierra. Ella cerrando sus pensamientos cuando una mujer la toca. Ella cerrando sus pensamientos al amor. El amor, aquella cosa. ¿Dónde estaba? No lo sabía, no lo encontraba. ¿Dónde estaría el amor? El Dios del Temor se deshacía con el Dios del Amor. Thanatos frente a Afrodita. Se desnudaba la diosa, indecorosa, y hacía bailar los muertos; respiraban con un blues y lo negro no parecía tan negro, lo que olía tanto a muerto dejaba de oler (aséptico) y la muerte se hacía vida y ganas de vivir. Tanto dolor…, ¿para qué? Pero triunfaba el pensamiento que la zambullía hacia el olor mortal, a un olor que oscurecía su cabeza.

    Al acabar la clase, empezó la desbandada por respirar un poco y Julio siguió a Sara; ella fue al baño de mujeres y se percató de que Julio le seguía, y le dijo en bromas:

    - Aquí ya no puedes pasar.

    - Quería hablar contigo, Sara.

    - Si me dejas mear…

    - Claro… —contestó impaciente. Estaba tenso e incluso le salía un tic que ya no parecía de héroe sino de atontado; lo frustraba, quería ser valiente y sacar coraje, y tenía un aspecto patético.

    Empezó a sonar aquel repliquete de la orina cayendo, y aquello se lo interpretaba su cabeza como un tímido sonido erótico, que lo turbaba de una manera muy hilarante (para seguramente ustedes, y sobre todo para mí).

    No tuvo una erección pero imaginó que podía empezar, y eso lo atormentó más; su cabeza tuvo pequeñas poluciones que iban impregnándolo más y más; el sonido se volvía más fuerte y más sugerente, como si fueran palabras sexuales expulsadas por la boca de Sara. Sara, Sara, pecadora que fue la más santa…

    Salió turbada, con el pelo alocado, no liso como lo solía llevar, y eso, por muy estúpido que pueda parecer —lógica de los enamorados—, le gustaba; aquel aspecto cansado y triste, un poco algológico, le llegaba a la sensibilidad del estúpido enamorado; le enternecía casi como un peluche a un niño.

    - ¿Qué querías decirme? —le preguntó con tono de resignación. A Julio le parecía que estaba mala, y aquel germen de caballero que tenía le hacía preocuparse como el padre cuando se hace daño su pequeña niñita.

    - Sara…, llevamos un tiempo que… —Ya se trababa, no sabía qué decir; le turbaba más aún y le enfadaba; se enfada consigo mismo: qué jodido hijoputa era él mismo, y se daba asco. Intentó calmarse. Otras veces había habido niñas tontas a las que hubiera podido atontar (¿más?), pero, claro, todas ellas estaban un poco tocadas, o no eran Sara. Sara era diferente—. No sé qué nos pasa… Pero a mí me gustas, y no puedo evitarlo. Esto no puede durar —la soltó, como si el amor fuera una guerra y ella le estuviera apuñalando: ¡qué tontería!, ¡qué tontos los enamorados! ¡Y qué cosa más bellamente estúpida es cuando la sentimos! El amor, ese amor, que es una enfermedad que venden por la televisión o en los libro de Moccia como si fueran gitanillos en el mercado de la ciudad o del pueblo. Amor, dulce tontería…

    Sara se quedó pegada, con los ojos casi como saltándola de las cuencas, por la sorpresa. No se esperaba aquello, esa valentía, esa estupidez que de repente la enternecía incluso a la cínica de Sara. Y empezaron a lagrimear sus ojos sin que Julio se diera cuenta. No pudo hablar. Sara pensaba en su pecado, en su mal: ¿en su amor? Ella no amaba, según pensaba; y allí estaba llorando por no poder amar, o por no poder amar lo que sería fácil de amar; porque amaba de otra forma, de lo que mandaban los mandamientos; porque aquel amor no podía existir; porque no, simplemente porque era una aberración. Aberraciones y dogmas, como si el mundo fuera perfecto y ordenado…

    - Vamos a hablar a otro sitio; lo que te voy a contar, no se lo puedes contar ni a Dios. Bueno, a ése sí, porque todo lo sabe —le dijo mientras intentaba que nadie los viera ni los oyera; todo tenía el secretismo de un club masónico, o de una secta de estas chungas que temen los dementes.

    Julio se preocupó gran manera, como si le fuera a contar una de esas conspiraciones estilo novela barata. Pero la mayor conspiración de Sara era la de su cabeza. La notó que lagrimeaba. Ella le llevó fuera del edificio, y así, a palo seco, le preguntó:

    - ¿Podemos ir a un sitio discreto y te lo cuento?

    - Vale, ¿pero qué te preocupa? Te digo que me gustas y…

    - Cállate por favor. Anda, ven.

    Caminaron un rato. Y lo soltó:

    - Julio…, soy… —la costaba pero lo iba a decir, soltarlo como el viento, y liberarse: “La Verdad te hará libre”—. Me gustan las mujeres, o eso… O eso me parece. —Y lo miró a los ojos. Él agachó la cabeza e intentó asimilarlo; no parecía verosímil. La Realidad supera a la ficción decía el de Cuarto Milenio, y porque esto es ficción, pero seguramente que, esta ficción pudiera acercarse a alguna realidad ocurrida en la vida real.

    Y le contó que no lo sabía, le contó que hacía tiempo que eso, que lo pensaba; que tenía dudas, que la dolía; que le era un tormento, que no lo podía soportar; y sobre todo, que se sentía muy sola. Soledad absoluta. E iba a decírselo a él, a quien le había dicho que le gustaba, con el que se peleaba día sí, día no. Pero, bien pensado, todo tenía su lógica. Ahora lo entendía. Entendió todo de golpe. Sintió un fuerte dolor, rápido y que se asemejaba a una última estocada mortal: una última esperanza pereciendo, un último estertor de lucha.

    Y ella temblaba, no de frío sino de dolor y de debilidad; aquella Sara nunca vista por la que sintió pena y dolor viendo que lo que quería se empequeñecía así: no podía soportar verla así, y se sentía impotente; aquella Sara por la que se hubiera peleado porque sentía la necesidad de besarla o de poseerla, y que en ese momento sólo pudo acariciarla el hombro e intentar consolarla, como a un amigo. Todos necesitamos un amigo cuando, como dice los Beatles, estamos en el borde del Infierno, como si se tratase de ese Rubicón, tan pequeño pero que delante de él hay tantas ambiciones…

    Ella lo miró, mientras parecía querer, no muy bien por otro lado, cubrir las lágrimas con el orgulloso e impúdico sentimiento de la vergüenza (de su misma debilidad humana), escondiéndose la cara con sus cabellos desaliñados de su cara.

    - ¿Y…? ¿Y no has probado…? —la cuestionó impactado y como si flotara, con esa sensación de irrealidad que a veces te da en esos momentos extraños de la vida.

    - Algo… Pero tengo miedo. No te rías, pero tengo…

    - No me río. —Y la paso la mano por la cara, quitándole los pelos de la cara, y vio su faz como distorsionada, emborronada como un dibujo que un dibujante esboza borracho. Parecía una criatura de Dios hecha en una juerga con Baco. Pobre hija de Dios y de Dionisios… Ella queriendo ser tan iluminada y ordenada como la lira de Apolo, y era todo un caos del bacanal de Dionisios.

    Julio le importaba de verdad. Sara sintió una gran alegría de repente: compresión, ¡ah, qué bien! ¡Qué a gusto…! Aunque, de pronto, se tornaba agridulce y la devoraba en esa oscuridad que la comía; o volvía a la esperanzadora alegría; todo ello, las dos cosas, en un momento, en instantes una cosa, en otro la otra…Una angustia que la comía el corazón, como si la lastrase a una oscuridad, a un pozo negro infinito, hondo y en él que agonizara, síquicamente, con ese dolor que duele más en el cuerpo, el de una acupuntura sobre los nervios del dolor. Y la atormentaba. Claro, claro que dolía. Pero no se podía notar, o no tan fácilmente.

    - Tengo una amiga lesbiana, seguro que conoce…

    - Julio…

    - Voy contigo: mi amiga es capaz de colarme; se me hará raro, quizás porque piensen que soy gay y eso me incomode —se río de forma nerviosa pero amorosamente, como lo hace quien quiere a alguien—, pero, ¡oye!, por una amiga siempre haré una cosa así.

    - Julio…

    - Venga, Sara, sé valiente. Yo estaré contigo, ¿sabes?

    - Gracias —pudo decir. No parecía Sara; era más frágil, extraña: la verdadera Sara; y aquélla era muy hermosa. Hermosa como una rosa roja en medio de la oscuridad, brillando en la inmensa niebla negra; como un corazón que late contra todo pronóstico.

    - Para eso estamos. Hay que hacer lo justo con quienes queremos, Sara —la soltó, percatándose que no había pensado en él hasta ahora.

    Las personas, según podían ver, hacían cosas que incluso superaban sus aspiraciones: cosas hermosas, detrás de tanta oscuridad y mierda. Quizás sólo valían esas cosas; lo demás, basura, cosas que no valen nada, que ocultan lo importante. El Amor. Una de ellas posiblemente de entre ese mundo oscuro...
     
    #4
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  5. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    IV

    (It`s good) to be free:
    (Es bueno) para ser libre.
    Oasis

    - Oye, ¿y si me tengo que disfraz de tía? Bueno, porque eres tú… ¡Ay, me pongo tacones y tanga! —soltó con voz de mariquita, que más que mariquita parecía de “estreñio”, o más bien, un mariquita estreñido, pero ni los homosexuales más prototípicos pondrían esa voz…

    - Eres un idiota —le dijo Sara riéndose.

    Estaban en casa de Julio, en su habitación. Aún no había acabado de preparar. Sara se había puesto unos pantalones, al estilo de moda, como de vaquera, y una camiseta y una chaqueta de cuero que la quedaban genial, incluso un poco lesbiana, cosa que en cuanto lo había visto Julio la había comentado con un chascarrillo. Sara, decía, solía ponérselo habitualmente. Se sentía incómoda con que lo supiera Julio y eso influenciara en sus pensamientos, como en aquel comentario. ¿Quería Sara aparentar lo que no era? Sí y no. Julio no lo sabía, pero siempre intentaba bromear con ella y a Sara no le gustaban esas bromas en ese momento, con ese tema; a veces se callaba, se ponía muy nerviosa y se arrepentía, de todo se arrepentía…

    - Lo bueno de vivir es poder ser libre —la dijo a Sara, como si la leyera la mente. Sara se perturbó pero intentó disimularlo—. ¿Estás lista?

    - Sí…, claro —le contestó muy espaciadamente, sin ganas de terminar la frase, temiendo encontrarse con su propio monstruo o algo así, como en el caso del Doctor Frankestein: encontrarse con su creación. O mejor dicho, como el Mr. Hyde, al otro yo. Aquel ser temido. Pero quizás, también verdadero como el otro. También había que saber convivir con él.

    La noche tenía una luna llena y argenta, que se mantenía como colgada por hilos invisibles y los tramoyistas no fueran lo suficientemente fuertes, de tal manera que se contonease igual que un bebe, esparciendo sus finos hilos de plata, alumbrando el cielo con un aspecto de cuento o relato surrealista. El resto del cielo estaba negro tizón, sin dejar ver ninguna estrella. Así, la luna parecía que llorase, sola en lo alto del promontorio oscuro del cielo, en donde todos los seres astrológicos dicen que juegan con los seres humanos.

    A pesar de ser un viernes noche, casi no parecía haber gente, los edificios parecían más sombríos y callados, todo tenían el aspecto de una fotografía de inmobiliaria o pintura sobria de vanguardia, o como si de pronto fuera Valladolid el pueblo de Pedro Páramo. Lo que estaba claro es que ellos no estaban muertos; mas, al revés, estaban muy vivos.

    Sara estaba nerviosa, e intentaba ocultarlo, pero sus nervios como el sistema nervioso en general fallaban al dar sus órdenes al consciente, insegura, temerosa; y a veces se mostraba claramente que así era. Julio se había percatado de que debía estarlo, pero no de lo crispada que estaba verdaderamente.

    El cerebro de Sara había acabado por cerrar ventanas y se había quedado en estado de ausente, como en un ordenador, y ella no pensaba ni sentía prácticamente, dejada a la más mínima operación vital, al instinto. Habría querido llorar de no ser porque el cierre emitido por su cráneo ni siquiera la dejaba ese alivio. En cambio, sus sentidos estaban alerta, sobrestimulados, abiertos a todo, gracias a ese cierre, que era un resto animal ante el peligro de una inminente muerte.

    Se quedó quieta, en uno de esos huecos para discapacitados o para los carritos de los bebes. Julio se puso a su lado, igual de quedo, fijándose en que su mirada estaba no sólo ausente sino que parecía sin vida: algo por dentro no la dejaba ser; algo por dentro se barruntaba, luchaba, y él, ¿qué podía hacer? No sabía qué hacer; no podía hacer nada.

    Suspiró sin que ella se percatase siquiera. Él también estaba nervioso, pero en menor medida. No porque fuera a un bar de ambiente lésbico, pues Marta, la amiga de Julio que los colaría, le daba confianza y estaba acostumbrado a codearse con ella: en ese sentido no había problemas. Quizás lo que más le barruntaba es que Sara le gustaba, que la había tenido mucho tiempo en sus pensamientos, deseándola, odiándola, desesperado con ella…, e iba, ahora, a llevarla ¡a ligar con otras mujeres! Una locura…

    Tenía todo ello una enorme ironía; era una locura; no parecía real. Parecía que hubieran hecho un corte al plano de lo real y un escritor loco se hubiera puesto a desordenar el mundo de Palas Atenea. ¡Qué locura! ¡Qué locura! Expresionismo realista, o algo así: ¿qué coño era eso?

    Al salir, pareció reaccionar Sara, pero no. Seguía prácticamente igual. A Julio eso le asustaba. Según le había contado, ya había ido a algún sitio así: ¿por qué aquella reacción entonces? ¿Temía que se lo contase a alguien? Pues ya no se podía hacer nada; ya lo sabía; sería estúpido temerlo, si había sido lo suficientemente valiente como para contarlo. ¿Temía que al final se acostase con una mujer? Esa idea le pellizcó las neuronas, y pensó que aquello era lo más probable. Pero, ¿y las otras veces? ¿Para qué ir si no te gusta?

    Estaba loca. Y aun así sentía algo que debía ser empatía, que le hacía comprender que no era nada fácil para ella, una chica como ella, tradicional y de carácter fuerte, que no cedía ante nada (y quizás así era porque la habían herido, o estaba herida por dentro, en algún lugar profundo de su ser). ¡Una locura! Definitivamente, no más que una locura…

    Alea iacta est, en fin.

    Caminaron un rato hasta encontrarlo. Sara siempre andaba detrás, casi como un corderillo. El corazón de la mojigata se iba acelerando, acalorando, ahogándose en un vaso de agua. El pulso parecía que creaba, ex nihilo, microorganismos de acero que la iban sumiendo en una atenazadora y asfixiante muerte. La iba a dar algo, y durante un rato tuvo que parar. Después fue más fácil, pero igualmente algo la impedía seguir el ritmo de Julio, que la tenía que arrastrar.

    Sintió pena y un gran cariño por Julio, por un cascarrabias que se podía parar por ella o notaba sus dudas. Sí, era una cobarde, después de toda “esa valentía” de sus palabras: ahora se convertían en veneno en su mente, y la reprochaban todo aquello que había dicho y la acobardaban ante quienes las dijo (como Julio, que allí estaba); ahora todo eso se venía abajo y dejaba un cuerpo frágil, que como una barba rasurada, hasta una brisa podía provocarla un pequeño resquemor. La fragilidad de la mentira en estado puro. Estúpida y patética, pero humana —y quizás sea lo interesante de ésta.

    En el momento en que casi estaban allí, Sara le cogió de la mano y le preguntó, intentado mantenerse firme como siempre:

    - ¿Tú amiga no se lo contará a nadie, no?

    - No, Sara; ni yo ni ella; esas cosas no se cuentan. Es un secreto.

    - Vale, gracias —suspiró aliviada—. Ni siquiera… Ni siquiera sé si soy “una de ésas”.

    - Seas “una de ésas” o “de las otras”, no pasa nada, no es nada malo. Soy… tu amigo. Para eso estamos. Los amigos se ayudan cuando lo necesitan —la contestó en un tono caballeresco, que le pareció hasta cursi para salir de él; pero le salió del corazón, le pareció lo más correcto: hasta el más errado merece poder aprender a caminar bien según le venga en gana. Ya no había ni odio ni tampoco ese deseo o ese amor tan ardiente que le había surgido en la confesión; sólo había un tipo de cariño que, sí, estaba muy cerca del amor, que le hacía que le doliera más el otro, que a veces provocaba que resurgieran sentimientos contradictorios, y que también le hacía hacer lo correcto, porque la quería. Era como un caos de fuegos artificiales, en el corazón y la mente. Sí: fuegos en la oscuridad de su mente.

    - Tengo miedo —se sinceró Sara.

    - No te preocupes, estoy aquí contigo. —Sara lo miró y lo hubiera abrazado de no ser tan hermética como siempre era. ¿Existía un Julio diferente? ¿Existía, acaso, una Sara diferente? Por una vez se preguntó si no habría un ser oculto en el interior de cada uno de los seres humanos. A ella, de pequeña, la habían contado que todos los seres humanos tenemos como un diablo, como un ente del mal, que nos hace pecar y nos incita a ello, pero no sabía (sí, creía en él, pero no lo había visto como entonces) que pudiera haber ese otro realmente: uno del Bien. Quizás existieran los dos, y los seres humanos se movieran entre ellos dos, hasta un punto en que casi no había diferencia entre ambos: era la complejidad de eso que llaman el alma, la sique de los griegos.

    Alguien impedía la entrada, pero apareció Marta y pronto lo solucionó con un pequeño refunfuño de la bollera, dejando entrar a un profano. Sara estaba ahora sí acojonada. Ni congoja ni nada: puro miedo de váter. No sé si de hacer de vientre, pero quizás de vomitar.

    Si ya Sara había entrado antes, en aquella visita el lugar le pareció como una especie de templo pagano o, ¡peor!, una secta satánica de lascivia y con todo esa mitología que tanto gusto daba ahora, a quienes con ganas de hacer todo aquello a lo que les fue vedado simplemente por hecho de estarlo, y que, por tanto, ella temía. Aquellas chicas, en cierta manera hacían eso, o una parte de ellas, hartas del mundo de complejos, ahora se rendían a lo opuesto de lo que se decía era lo correcto, lo que debería ser, lo que no gustaba… Y, en la mente de Sara, en otro de sus ataques represivos, no tenía palabras para tanto dolor visual que le producía el pecado; le era un horror para su puritanismo, para la buena cristiana: ¿Dónde narices se había metido?, se preguntó Sara. A Julio simplemente le pareció un bar curioso, raro pero curioso. Marta les acompañó hasta la barra: nadie se percató de que había un hombre.

    - Bueno, te presento a Sara —dijo Julio a Marta finalmente—. Ella es Marta. Una gran amiga —la señaló Julio con la mano abierta, hacia Sara.

    - Hola —saludó Marta y la dio la mano. Ésta la recibió tímidamente, e igualmente la contestó con un “hola” apenas audible—. Encantada, Sara. Ella es mi pareja, Nuria. —Y Sara la saludó con la mano. Marta tenía un aspecto un tanto duro y que podía intimidar, lo que contrastaba con Nuria, una chica delicada, delgada, pelo castaño y mirada acogedora: daban ganas de abrazarla. Aquello debió ser lo que le gustó a Marta, se decía muchas veces Julio.

    Hablaron un rato, mientras Sara se mantenía aparte. Julio se reía de cuando alguna vez, hacía tiempo, estaban en no sé dónde y con esa manía que tenían, se quedaban mirando a las mujeres que pasaban por allí. Parecían dos tontos muy tontos, pero era un pasatiempos divertido según ellos. Les gustaba lo mismo, y el único problema era que uno esperaba que fueran de una acera y el otro de la contraria. Y como a Julio le costaba entrarlas, habían hecho un juego. Tiraba Julio una moneda al aíre y comprobaban la suerte… La fortuna decidía. Casi siempre salía para Marta y lo más sorprendente es que… la suerte a veces acertaba, y Julio se quedaba anonadado. Marta solía ser muy directa: sólo con la cara de la susodicha se podía captar el resultado, y a una de cada cien las interesaba... El truco lo habían usado muy pocas veces, pero había funcionado con alguna.

    Ellos se descojonaban recordándolo. De lo único que no se dijo es que Julio tenía trucada esa moneda con una muesca, que le indicaba el lado de ésta, y cuando la giraba podía trampearla, como si Julio tuviera miedo de la suerte y Marta jugara con ella y pudiera salir contracorriente. Eso no lo decía Julio: de una historia, lo que no se cuenta—escuché de alguien una vez— es muy importante.

    Sara estaba distante, aparte de por la situación, porque había divisado algo de su interés. Sus ojos la observaban, como con una perdiz el perro que, tontamente, buscara el momento (que quizás no llegara) justo para poder abalanzarse sobre ésta.

    El objetivo: una chica algo más alta que ella, morena y melena larga pero recogida en una trenza, con unas piernas largas de mucha carne o “chicha”, sensuales y que parecían muy elásticas; que tenía una cara en forma de concha, con nariz romana y unos pómulos altos, que ante la alegría de ésta se marcaban soberanamente; y luego, sobre todo, unas caderas que se contoneaban y la excitaban, medianamente anchas aunque no muy altas, que quería palpar, recorrer, tocar, abrazar. Además de ese culo pequeño y coqueto de niña buena que la gustaba de una manera particular. Sara hubiera querido lanzarse y… Entonces, en ese momento, ¡plash!, salían las inconveniencias: por un lado sus males represivos, por otro lado su miedo escénico. Entrar a una mujer. Algo de eso había intentado, pero aquella chica era diferente. Se había dejado tocar, de manera escueta, pues si alguna la tocaban de más se largaba; pero ella era diferente: sí, le gustaba, y tenía terror.

    Vinieron unas amigas de Marta y se quedaron hablando, mientras Julio se quedaba al lado de Sara. Y la dijo: “Prueba”. La había observado, cómo miraba y en quién se fijaba. “Hazlo, venga”, la animó de nuevo. “¿Te hago el conoces a Ted?”, la preguntó con hilaridad. Y Sara fue hacia ella, mientras a veces, se paraba como queriendo retroceder y lo miraba a él, nerviosa pero esperanzada a la vez, a las puertas del Tártaro.

    La otra chica vio cómo iba hacia ella. Se colocó el pelo, coquetamente, como si no se fijara en ella, y la dijo en cuanto estuvo prácticamente a su lado:

    - Hola.

    - Hola. Soy Sara. Me llamo Sara —soltó algo abruptamente.

    - Encantada. Yo soy Carmen. Mi madre, que le iba el folklore —la contestó con esa broma, y se rio: Sara sacó una sonrisa tímida. Observaba la risa de Carmen: era como la de una niña. A Sara le gustó y a la vez la intimidó.

    - Igualmente…, encantada.

    - ¿Es la primera vez que vienes? —fue inquisidora, pero sin ese tono de niña, sino de mujer… Un tono diferente. Parecía segura, con fuerza.

    - Eh…, no, pero —lo pensó Sara, girando hacia un lado la cara— no…—se trababa.

    - Vamos, que eres un poco novatilla.

    - Se podía decir. Nunca he estado con una… chica. En realidad no sé si me gusta.

    - Hay que probar de todo, dicen los médicos —la insinuó mientras bebía de su vaso, que contenía un vodka cuasi blanquecino. El tono de la insinuación la pareció como si fuera la propia de Venus.

    Julio la miraba desde atrás. Marta notó su nerviosismo y lo desolado que se sentía; intuía lo que le pasaba por su mente. Y se acercó a él.

    - Parece que se desenvuelve, ¿no?

    - Sí, sí —la respondió, mientras seguía expectante, aun pretendiendo que nadie pudiera pensar que la vigilaba tampoco.

    - Te gusta.

    - Sí, y no es plato de gusto. Pero, tenía que hacerlo. ¿Sabes?, tengo un… Como un torbellino. Por un lado me duele, y a la vez siento como un alivio y una satisfacción cada vez que Sara se ríe, que también me enerva, que… —No pudo seguir. Se mordía el labio superior, como no queriendo hacer salir las palabras que le rondaban, como Sara había hecho hace poco.

    - Estás muy colado por ella —le dijo medio sonriendo, y le dio un golpe en el hombro intentándolo animar.

    - Creo que me voy a pirar, que ésta ya encontró con quien “intimar”.

    - Vale.

    En ese momento, Sara volvió a dirigirse hacia Julio. Lo había ya hecho varias veces, pero esa vez se percataron los dos.

    - Tiene miedo —soltó Marta—. ¡Ay, habrá que enseñar a la beata —y se echó a reír— cómo se follan las lesbianas!

    - Qué mamona eres…

    - Lo sé, ¿no me conoces de antes?

    - Sí, pero había que decirlo. Aunque eres una mamona increíble.

    - Y porque no sabes lo que hago… —contestó Marta mientras Julio ni siquiera la dejó acabar y la soltó:

    - ¡Anda, cerda!

    - Pero si a ti te encantan las guarrerías como a mí.

    - Pero no las vuestras —la contestó echándose a reír como en los viejos tiempos, con sus debates, chistes, lecciones, contándose vivencias y pensamientos. Le gustaba eso, el poder revivir esos días: hacía tiempo que no se veían y aún guardaba todos aquellos recuerdos. Uno no se olvida de los instantes dulces de la vida, pero los deja guardados y cuando salen... son bellas perlas de mar. Es lo bello de la vida, de la memoria, de eso que llaman Historia.

    Sara veía que se reía, y pensaba que se estaban mofando de su miedo. Eso la tensaba aún más. Entonces Carmen la sobó, pasó su mano por el hombre y casi susurrando la dijo:

    - Tranquila —Y, justo después, Sara la miró a los ojos, que brillaban, con deseo y cariño, y se dejó llevar, confió en ella y se la acercó: sólo un poco, pero de una manera notable para quien sabe. Carmen supo la señal y la besó. Primero su piel rozó sus labios y Sara, aturdida y atontada, dejó que la hiciera. Su lengua entró, hasta que no pudo más, y fue cuando Sara colaboró, moviendo su lengua, y la agarró de la cintura como una bailarina, por fin. Carmen sin disimuló la cogió del culo. Tenía ganas de cogérselo a la novatilla. Se lo acarició con las manos de un escultor que palpa su obra. Sara ya no la preocupaba nada, sólo quería que la besase; notaba un gran calor sobre su piel y sobre su cabeza, e incluso en sus pensamientos. Notó hasta que el pecho hacía algo raro. Pensó que se le habían puesto de punta los pezones—. Vente a mi casa.

    Y esas palabras la hicieron despertar. Sara la miraba. Unas ganas enormes salieron de su cuerpo, por seguir, que la hiciera, que la hiciera el amor, la besara, la lamiera, de todo, de todo. Se notaba sucia, y seguramente que, en forma de un chiste, la hubiera gustado a Carmen, porque además la atraía ese miedo que tenía. Parecía una corderilla. Una corderita. Quería comerla. Y que luego, ya cebada, ella se la comiera, imitando lo que ya había hecho ella. O simplemente, comiéndose las dos.

    Carmen la sacó de allí de la mano. Marta y Julio pudieron observarlo todo.

    - La va a meter los dedos… —se rio Marta lasciva y bromista—. Ánimo. Ella es feliz así —intentó ser realista y amiga: es decir, como debe ser un verdadero amigo—. Búscate tu Dulcinea, anda. Ella ya tiene la suya. Una que te haga, o mejor dicho, que la hagas lo que tú ya sabes.

    - Sí, me tengo que buscar una. Creo que voy a tener que llamar a Alberto y quedar mañana, para ver si una pija de Paraíso me consuela.

    - No, que te consuele no. Que te folle bien. Nada de cositas a medias ni medias tintas. Tú necesitas un polvo —fue cruel, descojonándose de la apreciación.

    - Si sólo fuera eso sería fácil.

    - Bueno, pues una chica que te dé besitos y arrumacos que te dejen más tonto de lo que ya eres.

    - Qué bestia eres…

    - ¿Te repito: lo dudabas?

    - No, no. Soy bastante intuitivo para ese tipo de cosas. No detecto lesbianas en las tías que me gustan, pero, oye…

    - Eso le pasa a cualquiera. A mí me pasó.

    - Ya… —la replicó esperando una respuesta basta.

    - Como con mi Nuria. En serio, cuando follábamos, no lo podré olvidar: todo aquello que sentí no lo puedo olvidar. Fue especial —le respondió nostálgica.

    - Te me estás haciendo vieja. Ahora dices cada cosa…

    - En fin, hay cosas que sí que cambian, pequeño saltamontes.

    - Pos`sí. Tú te enamoras, yo me cuelo de una bollera… ¿Qué será lo próximo?

    - Que me case por la Iglesia —y se echaron a reír.

    - Como yo.

    - ¡Uy!, pues con ésta si no hubiera sido por la Iglesia, ¿no?, nada de nada.

    - Ya ves. Ahora, ¿qué diría?

    - Cuánta boba.

    - ¿Por?

    - Es de bobas ser una de ésas.

    - No es mala persona, en el fondo. Es… diferente. Es Sara.

    - Yo —dejó en el aíre— puedo ser rara, pero clarita clarinete, y ésta es un caso aparte.

    Julio se quedó pensativo. ¿Acaso no somos todos un caso aparte?



    Carmen se la llevó, sin que Sara se percatase por dónde iba. Se dejaba llevar, angustiada, perturbada por lo que iba a pasar.

    Finalmente, un piso y Carmen abriendo una puerta.

    Miró hacia la puerta: aquello de dentro estaba oscuro y la daba miedo. Como una metáfora de lo que sentía en aquel momento. Carmen, tenía posada la mano, señalando que podía entrar hacia dentro. Pensó en que eso estaba mal. Que no podía ser.

    Carmen la cogió de la mano y la introdujo en el portal. Todo aquello, aun iluminado, con ese pequeño portal del bloque, algo chusco y pequeño, todavía la perturbaba un poco más, no tanto ya por el mismo, sino por el ambiente que sentía en que estaba nadando. El ascensor llegó, y se apretujaron dentro. Carmen la sintió cerca, con su sangre y su cuerpo, y la empotró contra un lado; la besó y si no fuera porque no era el sitio, la hubiera bajado los pantalones y todo lo demás. Tenía hambre, había bebido y la ponía. La llevó a la puerta y la abrió. En la plena oscuridad, sin casi no poder ver, salvo gracias a esa luz plateada y gris que manaba, pasaron a lo que debía ser su habitación; luego cerró y encendió la luz.

    Era una habitación rosa casi blanquecina con una cama de matrimonio, una computadora y libros y muñecos de cuando era una niña. Su habitación era algo similar, salvo que tenía una cama individual y no era rosa, sino blanca.

    - Déjate llevar —la dijo.

    La acarició el cuerpo: los hombros, las piernas, los pechos…

    Había cerrado los ojos. Entonces, al abrirlos, ella ya la estaba quitando la camisa de arriba, dejando ver su sujetador y unos pequeños pechos, que en cuanto sus manos ágiles quitaron el sujetador, su boca fue saboreando. Estaban buenos. Eran dulces. Sara volvió a cerrar los ojos. Y la voz de su “compañera” la dijo suavemente: “Abre los ojos”, como un susurro que llevase el viento, ese viento pucelano, frío pero a veces dulce que te acaricia y otras te cuela los huesos como una estalactita de una cueva.

    Los abrió y se fueron cayendo los pantalones. Sus manos se entrejuntaron, bajándolos. Y Sara la besó. Y la quitó la camiseta. Y la comía con la mirada. Y la echó sobre la cama que aguantó su peso haciendo un crash. Y unos gemidos se convirtieron en los únicos ruidos de aquellas paredes. Y un gemido más. Y el sonido de un beso. Y… ya por fin la luz se apagó y todo cayó en la oscuridad. Todo se convirtió en paz muda. La oscuridad lo dejaba todo en silencio. La penumbra impedía ver nada y dejaba una paz que parecía que aliviase.
     
    #5
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  6. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    V

    El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad

    Arthur Schopenhauer

    Sara la volvió a ver, repetidas veces. Empezaron lo que se suponía era una relación, y lo que para Sara no tenía nombre; y aun así, Sara era feliz: le gustaba aquello. Fuera lo que fuera.

    Salían juntas, se conocían, se gustaban; se sentían a gusto juntas, como atraídas por imanes. Aunque, en realidad, tampoco se conocían en demasía. A Sara la gustaba ella porque después de haber creído ver las apariencias de una simplona niña progre, se había encontrado con una mujer en todo su concepto: una mujer madura y con cabeza. Sabía de música, le encantaba la filosofía, la sicología y estudiaba Filología Hispánica ya que amaba, con toda su alma, la poesía y los libros; tenía un lado romántico y otro lado político combativo, sobre todo a causa de que era lesbiana, lo cual enervaba su posición —no hay cosa que más marque a una persona que lo que le pase—. Para Carmen, Sara era un misterio, difícil pero gustoso. Sabía que era religiosa, pero… “Somos del mismo bando”, decía, y luego solía decir: “Somos bolleras”. Pero, sobre todo: “Somos mujeres, humanas en general”.

    En Carmen se había desarrollado un impulso, una necesidad por empatízar con ella, saber lo que sucedía dentro de ella, y más por su situación; y Sara, mientras, estaba en esa dinámica, ese aura en la que se veía más y más atraída, esa sensación en que estás hipnotizado, en la que deseamos a la otra persona y nos partimos la cabeza pensando por ella, pero todo ello sin profundizar mucho. Al principio, era o parecía un juego, pero no lo era, y así fue, poco a poco, percatándose; que la una y la otra empezaban a tener algo más.

    Siempre quedaban en la casa de ella, donde no existían reparos por parte de sus padres, gente amigable y a la vez discreta, que se lo tomaba con naturalidad; y lo hacían en su habitación, intentando que no les escucharan, riéndose como tontas, para de alguna manera también creerse “desenmascarar”, como si se tratase de una fiesta de carnaval jugando a una representación sin fin, caótica y liberalizadora. En fin, un juego. Muñequitas articulándose, desnudas, o desnudándose y volviéndose a vestir y desvestir; queriendo saber qué podían hacer y qué no.

    Carmen era delicada y acariciaba y penetraban sus dedos entre lo más oculto con una precisión y cariño de enfermera con años en su oficio. Sara atacaba al azar y con hambre desatada, sin saber dónde se había dirigido, al punto rápidamente moviéndose a otro lugar. Al terminar, se duchaban, casi siempre juntas, abrazadas o volviendo a tocar sus cuerpos como si se fueran a escapar la una de la otra.

    Era Sara la que, con lentitud y timidez, menos podía evitarlo: si no se abrazaba a ella, sentía que algo a sus pies la cogía y la hacía caer a no se sabía dónde. Pensaba que eso no podía ser; se odiaba luego, quería entonces estar con ella sin trabas ni miedos. Nunca se “acordaba” —como si esto tuviera que ser tradición— de decir que la quería y solía evitar expulsar de su bosa cualquier palabra con relación al tema: la palabra amor no se pronunciaba, ni siquiera un cariño o un diminutivo cariñoso, o lo que fuera. Nada.

    Carmen en cambio tenía facilidad para decir mil palabras, dulces, pícaras y amorosas, sin que su amor fuera cosa “profunda”, o eso hubiera parecido. Se divertía, y la divertía a Sara a pesar de que siempre estaban esos malditos temores. Carmen amaba esa felicidad que daba la libertad que iba elaborando con sus artes de hilandera; y, ahora, sobre todo la que “la confeccionaba” a Sara, a su mente, que la liberalizaba, cuando abría hasta lo más oculto de sus partes físicas. Pues, cuanto más se abría, más abría la mente, aunque se intentaba cerrar, entre el divino sueño del sexo, el deseo y el amor; y era como más y más, mayor se hacía el brillo de sus ojos, que resplandecían en sus dos pupilas, y con ello, sus debilidades, que fluían sin miedo como sudor tumoroso, el que a su vez no quería mostrar. Éste todavía manaba por su sangre y se reproducía, en estado de metástasis. Peligroso y que no quería salir.

    Sería, en un símil florido, ese ser que sin pétalos queda rendido al viento, un tanto redicho tantas veces, pero que no deja de tener su belleza, su decrepitud y su pequeñez. Así parecía verla a Sara.

    Esas duchas de Sara tenían algo de sanadoras y perturbadoras; en ellas su mente levitaba; en ellas se seducía por la felicidad de Carmen, o se ajusticiaba en su cabeza con veredictos rápidos y terribles del Dios Padre o del suyo padre terrenal, del mundo entero y de la de su propia fe; y todo pasaba y quedaba quieto, mientras los fluidos y el sudor se unían, desaparecían por el agujero de la ducha, pero que no desaparecían del todo: quedaban en la piel. Y la abrazaba más. Carmen lo notaba y la besaba. La decía: “Uhmmm…, qué bonita eres y tú no lo sabes”, queriéndola quitar aquello de la cabeza. Pero no desaparecía el miedo.

    En ese momento había esperanza y amor pero, también, odio hacia sí misma y repugnancia. Combatían esas dos tendencias sin encontrarse. Era como ahogarse en un vaso vacío, o en el vacío mismo intentando buscar un lugar con atmósfera.

    Carmen la hacía compartir la toalla, y la secaba para que, si primeramente lo había hecho ella, luego tuviera que hacerlo Sara con ella. El sentir de su piel detrás de la toalla le sonaba a condena pero, de nuevo, a salvación. ¿Qué significaba? Condena y salvación.

    Siempre había pensado en cosas abstractas, en el amor de Dios, en los pecaditos que parecían pecados mortales y no lo eran (y aquél de ese momento sí que debía serlo), o en qué era la mejor manera de ir a los cielos y evitar la Condenación Eterna. Estaba cerca de aquello, del amor, ¿y era feliz? ¿Para qué todo aquello si acababa amando a una…? ¿Y las cosas de la vida, de lo terreno, qué pasaba? Tanto tiempo debatiendo con su cabeza y sus voladoras mistificaciones, y el amor no era nada de eso y se hacía y no se meditaba. Cuando lo meditaba, sentía frío. Un frío que recordaba al de los cementerios. Un miedo primogénito. Pero cuando pensaba en la útil felicidad del amor con Carmen, era otra cosa. Y aun así, sin sentir todo eso, ¿qué sentido tenía? Meditar era tan doloroso; pensar dolía, dejaba de manifiesto todas las carencias que tenía y sólo había reproches; pero, cuando lo hacía, y vivía simplemente, con la fuerza de la vitalidad, se sentía fuerte: cambiaba de cara.

    Se encontraba hecha un lío. En una marejada. Y no encontraba tierra.



    Su habitación estaba desordenada y rodeada de libros de todo tipo: desde Freud al Camus que tenía en las manos, leyéndolo en silencio y con calma.

    Llamaron en ese instante: seguro que era Alberto. Ya estaba vestido y preparado y dejó que abrieran y que ya pasara él: le quedaban unas páginas para acabar el libro y quería avanzar; tenía ganas, le gustaban esas frases tan significantes, que le parecían muy valiosas, y aquel ambiente carcelario le parecía tan interesante… —Todo teatro tiene un lenguaje con el que ha de ser representado, o mejor dicho, todo lenguaje tiene su teatro.

    El extraño, era como su nombre indica, una cosa que despuntaba hacia algo cercano y propio y que, a la vez, desconcertaba y era ajeno a los hombres mismos. ¿Acaso los hombres tendremos a un extraño?, se preguntaba recostado sobre su cama, mistificando como Sara, pero con esa creencia de ser como un herrero, forjando un arma. ¿Para qué? Para la mente. Esa mente dotada de herramientas y fuerza pero tan poco estructurada de un buen mana, por culpa de intentar abordarlo todo, analizándolo todo, y olvidándose de lo demás, de todo lo demás, abstraído, debatido siempre.

    Como su habitación, un orden desordenado… Le gustaba tener todo en el sitio donde lo tenía, pero aun así, todo en general se mantenía en desorden, que iba disponiendo según le venía en gana.

    Y entonces Alberto entró y soltó sin preámbulos:

    - ¿Leyendo ahora? ¡Joder, tío, no me jodas…! ¿Ya no tienes suficiente con lo de clase? —Alberto estaba alarmado: toda cosa que fuera agilizar el cerebro lo perturbaba; le creaba miedo, como si hubiera de despertar algo en su ser—. ¿Qué es?

    - El Extraño, de Alberto Camus.

    - Un compadre —se rio; le picó un poco la curiosidad—. ¿A ver?

    - Toma —Y se lo dejó Julio.

    - Uhmm… No sé, quizás lo lea —mentía, no con malicia ni por otro motivo: era la costumbre española por parecer interesado y preocuparse, pero en realidad, sólo lo estaba por una serie de limitados temas, que de querer ser ampliados ya se consideraba una herejía. Le había interesado lo del nombre: que alguien con su nombre hiciera otra cosa, como si fuera un yo de otro mundo (cosa que sonaba muy a Patroclo y daba miedo sólo relacionarlo) le parecía como surrealista. De relato de ficción.

    - Camus es mi autor favorito. Me gustan los autores solitarios y bohemios —comentó Julio con una cierta hilaridad.

    - Bohemios… Uhmmm… Entonces nos falta lo más importante.

    - Ja, ya sé lo que piensas —le contestó mordiéndose los labios y con una mirada pícara.

    - Mujeres y alcohol.

    - Sí, pero mejor… drogas, sexo y —gritó Julio— rock and roll, ¿no?

    - Vale, te has flipado mucho —Y se echaron a reír—. Hay que buscarlas. El alcohol y demás, fácil; a mí el rock and roll no me va, pero la música es fácil; y sobre las mujeres… es otra cuestión, pero es también relativamente fácil. Aunque con lo raro que eres, seguro que para ti no.

    - ¡Oye!

    - Te gustan… complicadas, macho. La…, ¿cómo se llamaba, esa novia tuya que leía filosofía y empezaba a hablar y no paraba? ¿Cómo acabasteis, por cierto?

    - Dijo que estaba cansada de mí. —Bajó la cabeza y se mordió los labios pero ahora de ira: aquel recuerdo quería olvidarlo, odiaba pensar en ella.

    - Estuviste muy pillado por ella; era una gilipollas, y no lo entiendo… ¡Encima dice que se cansó de ti! ¡Majo, ella era una petarda y te dejabas hacer cada cosa terrible; es que terrible, con lo subnormala que era, lo inaguantable; es que, tío…!, no sé… Mira, con lo raro que eres, he pensado hasta que te gustaba Sara, por eso de que te gustan raras y que te metan caña, pero, bueno, lo vuestro hubiera sido un suicidio y con eso de que no os aguantáis… Lo que necesitas es una que te dé cariñito, que te folle, ¡narices! —se aceleró a poner una cura después de un diagnóstico claro—. La filosofilla y la beata de Sara no te dejarían ni besarlas el coño. Eso no `pue`sé´.

    - ¿Pero Sara no es nuestra amiga? Parece que la pones a parir.

    - Es mi amiga, pero… De no ser porque es una pija, me parecería una marimacho, Julio. Y eso que me gusta en su cierta medida, pero…

    - ¿Te da miedo una hembra, macho ibérico?

    - Macho ibérico, y porque no me has visto el rabo.

    - Te has pasado de vacilón.

    - Yo sin mi porro no soy el Alberto pasota y amigo de todos.

    - Lo sé; mientras, eres un hijoputa de alto “standin`”.

    - Tampoco tanto. No tengo traje ni corbata.

    - ¡Anda!, vámonos que necesitas tu “medicina”, y si no, no te aguanto.

    - Oye, Julio —se mostró afectado Alberto. Se había dado cuenta. Esa especie de misantropía que expulsaba a veces le dolía; a veces sentía leves momentos de empatía, siempre sobrio eso sí, y se preguntaba el porqué de ello; y en esas veces, no entendía bien si era él o los demás, o lo más perturbarte, si es que eran todos, si es que todos éramos unos hijos de puta y él era el único consciente, y aquello le daba asco, le daban asco todos y todo el puto mundo. Incluido él—. No te ofendas —intentó relajar la situación ahora, después de todo lo que había dicho.

    - No, no. Sé que lo dices en bromas. Una careta. Aunque, un consejo, las caretas al final huelen, son como las escayolas. Con el tiempo, la parte del cuerpo vendada, ya sabes, empieza a oler a mierda. Hay que limpiársela.

    - ¡Qué filosófico!

    - Sí, ya, tío, me dan venadas. Eso es el aburrimiento —resopló Julio cansado de su dialéctica con su amigo: eso parecía un combate estúpido, de contrarios.

    - `Pos´ yo sé cómo quitarlo —insinuó Alberto.

    - ¿Dos tetas?

    - ¡Ay, no me seas guarro! Bueno, en parte sí, es parte del plan; pero es algo más completo. Es como un pack vacacional. El pack “Bohemio s. XXI” —Y gesticuló Alberto como si se tratase de un mago haciendo un truco de magia.

    - Que, vamos, es como el del s. XIX pero en el s. XXI.

    - Y que las tías son más guarras.

    - O los tíos más cerdos, también —replicó Julio. Parecía una lucha de contrarios, ciertamente. Opuestos que son indivisibles como la vida y la muerte en la existencia.

    - Puede ser, pero… sobre todo lo primero.

    - Las guarras serán tus tías. No todas son así.

    - Eso es porque no sabes tratarlas.

    - Admito que soy torpe, pero tú admite que eres un machista.

    - Machista nada. Soy realista…

    - No confundas ganas de follar, que las tiene hasta Pratroclo…

    - Eh, eh, eso no está confirmado; aún se piensa que es asexual —hizo un inciso Alberto.

    - …, aunque se piensa que es asexual, cierto, pero las tías también las tienen y no son unas guarras. Cuando nos ponemos tontos, todas las personas nos convertimos, pues, en cosas que quizás no somos siempre, pero no significa que en general lo seamos —expulsó su discurso, quizás demasiado simplista, que podía valer para mil cosas y para nada, aun queriendo que significase algo en concreto.

    - Los hombres somos mierda, y cuando lo veas, follarás sin preocuparte ni siquiera de su religión —fue claro Alberto, sin irse por las ramas—. Te follarás a Sara si se te pone en bolas, cachonda y borracha como una loca. Somos hombres, somos basura, carne de cañón, suicidas, quitafaldas, empotrayeguas, insolidarios, olvidadizos… Un largo etcétera, vamos.

    - Anda, vámonos que estás hoy lúcido.

    - Ja. A veces hasta yo mismo me odio —dijo en bromas Alberto; pero con ese tipo de bromas que dicen verdades, que parecen no decir nada y lo dicen todo.



    Pisaron los bares pijos y acabaron por pasar a más de la una de la noche. Julio ya andaba en una sensación de insipidez, en ésas en que hasta la mayor de las hembras lozanas no nos gustarían ni nos volverían locos. Alberto iba un poco chispa, nada más: no estaba como en esos días en que nada lo paraba, imparable a un deseo, a un objetivo que, en su lenguaje, tenía hasta un tono trascendente. — ¿El qué? Bueno, a veces los hombres somos unos idiotas, y para quererlo poner to` bonito, lo rellenamos de nata lo que no pega con nata... Lo amierdamos, diría Alberto con claridad—. Los dos estaban lo que se dice comúnmente, de bajón. Casi como para irse a casa y dormirla… como otra noche más, que se olvidaría.

    Pero, de esas maneras tontas de la vida, deambulando, acabaron en un bar con una mezcla de pop-british y electrónica, que, en lo musical, quizás, sólo lo consiguiera con éxito Oasis en su último disco, en el 2008.

    Había mucha gente en aquel bar: ver las caras de quienes te rodeaban a veces era como si tocase la lotería. La música, para Julio, Disco, Electrónica…, le dejaba totalmente indiferente o incluso le aburría; en cambio, a Alberto ya parecía pasarlo en bomba sólo habiendo entrado allí con todo “ese ruido” de fondo. Con el alcohol, Julio empezó a soltarse; tenía ganas también de divertirse, o eso parecía; Alberto lo animaba a ello.

    Cuando ya estuvo algo más vacío el garito y los dos se habían parapetado en uno de los laterales, pudieron ver todo el panorama, como esos generales que admiran un campo de batalla: el escenario era como una linde en pugna, entre unos y otros, en donde había de todo: unos tíos pegándose por unas mujeres, un par de cachondas haciendo el idiota, guaperas que parecían querer difundir un mensaje providencial que no era más que el de “soy muy guapo”, et cetera.

    Julio observaba, observaba mientras se dejaba llevar; bailaba y se reía con Alberto, pero podía coligar en general lo que veía delante de él: ese mundillo no le iba. De pronto, como en un chispazo, se había dado cuenta de que por mucho que la realidad fuera como era…,¿acaso uno se había de colgar, suicidarse, por ella? Muchas veces esa actitud le hubiera asqueado, y le seguía asqueando en cierta parte, pero, ¿acaso es muy listo inmolarse por estupideces? No hay que asquearse de lo primero que vemos, prejuicios u opiniones, sino adentrarse en eso que observamos para poder saber mejor: así podemos encarar mejor la vida. Todos tenemos mierda y estupidez. Sería de hipócritas ser así, después de lo sucedido...

    Alberto lo notaba, mínimamente, claro, porque no podía estar en su cabeza, pero esa actitud que iba mostrando le gustaba y pensaba pasárselo muy bien ahora que estaban animados. Julio era uno de los pocos tíos, como él, que se percataba de esas tonterías que en realidad nos marcan a todos: los deseos, las pulsiones, todo lo interior, lo pillaba ágilmente; aunque a él sólo le interesaba para poder sacar réditos, de esa panda, de la humanidad, que es estúpida, mientras en Julio había un interés moral. Julio parecía un cura, Alberto un político. Formaban una buena unión.

    El ron y el whisky, de Julio y de Alberto respectivamente, los iba embriagando, dejándose llevar aún más. La música los movía con su ritmo; se sentían con ella liberados a un sentimiento humano que es el bailar, igual que en los hombres el expresarse en cualquier otro arte, una expulsión de todo aquello que nos amarga, nos sucede, nos virulenta por dentro: nadie podía percatarse de esa belleza. Julio ya ni siquiera era consciente, su mirada de águila se apagaba; y Alberto ya sólo mantenía cierta alerta, a pesar de estar más borracho que Julio, que bebía un poco más lento.

    En mitad de acto, a Julio le rozaron un hombro y unos pelos pelirrojos, muy delicadamente, de una manera cercana al erotismo, y se le erizaron igual de levemente la mente y la piel; le perturbaron; le gustó.

    Al darse la vuelta, allí estaba la chica pelirroja. Y, poco a poco, fue analizándolas según podía ir captando, parte a parte, desde las altas piernas en las que había unas medias claritas, y que parecían insinuársele, detrás de una lividez blanquecina que intentaba ocultarlas, las piernas de la susodicha; la cintura, que se balanceaba casi hipnóticamente, y un trasero bien puesto, casi como de gelatina; después, un pecho plano, pero que en conjunto, con la cintura y su fisionomía como estatua griega en posición manierista, lo atraían tanto que hubiera querido besar ese pecho con su boca, y saborearlo, y comérselo; y la cara y su pelo pelirrojo, suave como un ascua, todo aquello le impresionó a Julio hondamente, aunque no quiso mostrar un excesivo asombro delante suyo... Guardar las apariencias, como un buen heleno.

    Ella no se dio cuenta, pero Alberto, al ver cómo la miraba de soslayo, pero de un soslayo descarado, sí que supuso… las intenciones de su amigo. Había un deseo de los que a uno se le meten en la cabeza y se quiere dar en venta el alma a Satanás para conseguirlo. Para follársela como un caballo desbocado. Esa idea a Alberto le hacía gracia, pues definía muy bien la mirada del idealista de Julio, que hubiera podido resoplar en cualquier momento equinamente.

    Quizás podía ver las interioridades de una persona, pero él no sabía disimular las suyas, ni tampoco se aclaraba su visión cuando ésta se turbaba con algo en relación con las suyas. Se bloqueaba en cuanto tenía que hacer un estudio de sí mismo, y de la ecuación que hacía relucir la solución de un problema: ahí no había lógica; en los demás, podía verla y eso resultaba frustrante.

    Julio, colocado estratégicamente, se la quedó mirando mientras Alberto, dándola la espalda e impidiendo coscarse a la otra de Julio, creaba la excusa perfecta. Él giraba la cabeza justo cuando pretendía mirarla y se ponía a hablar con Alberto, pero se quedaba fijamente, inquisitivo, continuando su peritaje. Y Alberto se lo pasaba bien porque le hacía gracia en sus adentros.

    Justo cuando Julio la estaba mirando tan fijamente que se le podía caer la baba en cualquier momento, Alberto le dijo:

    - Lánzate.

    Julio se hizo el tonto. Seguía mirándola. Esperaba “el momento”. No llegaba.

    Alberto se reía, le parecía muy tonto. Él tenía que buscarse otra. Pero le encantaba la idea de putearlo haciéndole creer que la entraba. No quería ser un cabrón, pero es que le tentaba. No se podía ser así. No se podía acobardar. ¡Valentía, coraje! ¡Dos cojones! ¡Victoria…o muerte!, y no había más.

    - Dila algo —le volvió a increpar—. Voy yo, eh...

    - Ni se te ocurra.

    - ¿Entonces te mola, no?

    - Uhmmm…, sí… Me gusta.

    - Pos` ya sabes, la tiras los trastos. No te quedes así, que pareces yo qué sé.

    - Estoy hecho una estatua de sal. No sé qué me pasa.

    - Que te gusta.

    - Seguro que si…

    - Nada de peros. Ve.

    Julio y Alberto continuaron unos instantes con ese debate perenne mientras la pelirroja notaba algo raro en ellos dos. Alberto se hartaba. Era su amigo, pero… ¡Joder, ve, fóllatela, o por lo menos inténtalo! Él tenía facilidad, Julio no tanta aunque nunca le había sucedido eso. Había algo en su cabeza. Sara, en el fondo, estaba en el problema. En realidad, ella estaba en su mente y no se soltaba. Ojalá se hubiera estrellado ella de su mundo, hubiera pensado. Le molestaba pero no hacía nada, no podía y quería hacerlo…

    Sentía un peso en su cuerpo, que no le dejaba; eran como cadenas que sujetaran su cuerpo, al igual que una camisa de fuerza: las notaba entre sus músculos, oprimiéndolo como a un torturado en una cámara de torturas o un gigante atado por mil cabrones de diminutos seres. Y le provocaba una impotencia en su cuerpo, que parecía que se encontrase, como le había pasado a Sara anteriormente, en una lucha de fuerzas. Y todo, provenía de él mismo. (Probably) All in the mind. All in the mind.

    Just get in the car

    Turn out the light

    Don't care who you are

    You could be a star

    Or you could be a fool

    Don't care what I find

    It's all in the mind

    Alberto, le parecía de tontos. Ay…, ¿y qué iba a hacer con este Julio? En cuanto se presentaba una pelirroja entre sus ojos y su polla, se quedaba así, atontado, pasmado como un primerizo. Siguió picándole a Julio, aunque cada vez con más desgana.

    De pronto, la pelirroja hizo intención de acercarse. Julio se la quedó mirando, mientras ella disimulaba. Pero alguien le cogió del hombro: era Sara, junto a Carmen.

    - Hola —le dijo Sara a Julio, muy feliz en apariencia.

    - Hola —la saludó también Julio, nervioso, lo cual vio Alberto: éste pensaba que Sara iba a “matar”. Esa escena le parecía graciosísima; no estaba coscado de lo que en realidad sucedía. Y con una gran hilaridad la saludó igualmente:

    - Hola —Y entonces, al ir a besarla en la mejilla, se percató de Carmen. La chavala estaba como un queso, con esa carita y ese cuerpo de muñeca. Sara sería para Julio, pero ésta, para él—. ¿Quién es? —la preguntó a Sara en el oído, con un secretismo y deseo de varón que Sara no vio. En los adentros de Alberto, se estaba riendo, deseándola desnudar.

    - Se llama Carmen —la presentó Sara.

    - Encantada —respondió ésta—. A ti te conozco —le dijo a Julio—. Eres un buen amigo; ya me contó Sara… —Aquello a Julio le puso nervioso: ¿qué la había contado? O mejor dicho, ¿qué parte?

    - Yo soy Alberto, encantado —dijo haciéndose el interesante, el gallito más bien.

    Alberto puso una cara de chulo y de guay que Julio no supo si reírse, tanto de ella como de él, o asquearse. Ya se daría cuenta, se dijo. Se preguntó cómo lo encajaría, y cómo lo haría Sara para… ¿Lo iba a ocultar o se lo iba a decir? Quizás Carmen ni siquiera tenía en cuenta eso. Carmen estaba “fuera”, la daba igual. Para ella, ser lesbiana no era nada pecaminoso ni de lo que sentirse con miedo a manifestarlo públicamente: España ya no es, o no debe ser, lo que ahora se está convirtiendo Rusia, pensaba Carmen con decisión.

    Se ponía tensa la situación: ¿acaso desde el inicio de todo aquello había habido algo que no lo hubiera sido? Con lo “felices” que habían sido antes, ese cambio los perturbaba a todo: era como una invasión de un pueblo en un territorio nuevo que agitaba a los nativos.

    Muy pronto a Alberto le pareció muy raro lo de aquellas dos. Sara estaba “muy arrimada”, aunque notaba que Julio y ella se miraban, inquietos. Julio no sabía si mirar a Sara o a la pelirroja. Estaba nervioso y no podía evitarlo. Sara era lista y se iba percatando de que Julio miraba a aquella chica, y que también… se fijaba en ella: estaba indeciso, temeroso por su presencia. Y por eso se sentía crispada. Se preguntaba si Julio iba a decir que estaba con Carmen, que la gustaban las mujeres. ¿Lo diría o se lo había ya dicho a Alberto?

    A Alberto cada vez le tenía más mosca. ¿Acaso Sara tenía miedo de Julio? ¿Le gustaba pero tenía miedo y se había traído a aquélla, aquella “hembra”, como sujetavelas? No podía entrarla así. Nada de pelirrojas, Julio: te voy a ayudar con tu amor platónico —se reía por dentro— y yo, por toda mi amistad…, hago manitas con su amiguita.

    Cuando se reía por dentro, Alberto no se hacía ni pajolera idea de lo que podía haberse reído Julio, sabiendo que se llevaría un chasco; de haberlo sabido lo que pensaba éste, Julio no hubiera parado de reírse de él, con lo que le gustaba jugar con el chulesco de Alberto, tan sobrado siempre.

    Carmen empezaba a mirar a Sara diferente: para ella ya no era sólo un juego, pero no se había fijado. Le gustaba esa timidez y esa mala leche que tenía, pero que en el fondo, no sólo no era así, sino que… había algo más, algo más inefable. Carmen se reía como una tonta, sin poderlo evitar. La miraba y se veía tonta y chuscamente con ganas de abrazarla. Iba a vomitar amor de tanto que se notaba, idiotamente enamorada. Fue cuando, mirándola, deseosa de su cuerpo, la cogió de la cintura y la besó la cara.

    Sara ya no parecía padecer tanto miedo, y se sintió aliviada en cuanto la tocó. Ella tenía lo que la hacía feliz y la calmaba. Y la devolvió el beso, pero en la boca y con más pasión. Alberto, mientras se estaban pegando el bote se quedó a cuadros: sólo le faltaba la boca abierta (y que entraran las moscas). ¡Vaya morreo! Aunque, nadie, salvo ellos, se quiso coscar del rollo bollero que se había forjado allí.

    - Es mi novia, Alberto —le dijo Sara al soltarla los labios. Éste no pudo abrir la boca del asombro—. Llevamos… muy poco tiempo.

    - No sabía que eras lesbi —la contestó nervioso y sorprendido.

    - Ni yo. Bueno, hacía tiempo que… —no sabía qué decir. Tenía miedo—. La conocí en un bar y… Ahora es mi pareja —concluyó con una sonrisa tonta, de estar puramente enamorada.

    - Ajam —sólo pudo decir Alberto; pero, luego, reaccionó como solía hacerlo—. ¡Joder, qué cambio! De las cruces a enrollarte con mujeres.

    - Sigo siendo católica —dejó claro Sara, enfadada—. Pero…

    - Pero te molan las conchas —se rio Alberto.

    - Pues sí, ¿algún problema? —increpó Carmen.

    - No, no. Pero me choca. Es que Sara es, o era, una beatilla. Si Julio y ella se peleaban cada dos por tres por temas de éstos. Yo un día la pregunté si se iba a meter al Opus y todo… Por eso lo digo. Sara es mi amiga. Si ella es feliz, ¡joder!, que lama todas las conchas que pueda; yo la apruebo y la animo, ¡hostia puta! —se sintió de pronto tontamente contento.

    - Por favor… —resopló Sara—, no te montes líos, Alberto. No lo pregones. Me gustaría… quedarlo entre nosotros. Entre mis amigos, yo y… Carmen —le pidió a Alberto, con el burro en medio para que no se espantará… Y le contó lo sucedido, de que Julio le había llevado a… aquel bar; se lo había confesado en un momento de “debilidad” y él la había “ayudado”. Para Alberto eso de “ayudar” le sonó raro, a que la había ayudado por ese motivo que él, hacía tiempo, pensaba que le sucedía a Julio con su relación con Sara; pero se calló, y dejó que Sara relatase su aventura con Carmen, a ver si además relataba qué tal el sexo, muy habitual en él.

    - No te preocupes —prometió Alberto—: no se lo voy a contar a nadie. No soy de pregonar.

    - Pero es que no quiero que lo sepa nadie, Alberto, ¿vale? La gente… —se sinceró. La costaba, no sabía siquiera lo que decir; iba según la marcha que iba dando su corazón y la situación, e improvisaba. Carmen se mantenía callada, un poco mal por lo que acababa de saber y por cómo quería ocultar lo suyo Sara. Pero la comprendía. Sabía que explicar todo lo que la sucedía por su corazón era difícil; explicárselo incluso ella misma lo que sentía era muy complicado: sí, muy complicado, y lo comprendía.

    - Nadie se enterará. Boca cerrada —y se cerró la boca con una cremallera imaginaria—. De aquí no saldrá nada. Pues, ahora sólo nos falta tema a nosotros. Julio está fijado en una pelirroja. —Alberto hizo el idiota, y a Julio le puso de los nervios y le mandó a callar:

    - ¡Cállate, bocazas! —tronó Julio.

    - ¿Cuál? —preguntó Carmen.

    - Ésa —señaló Alberto. Muy pronto Alberto y ella compartían gustos y puntos de vista.

    - Oye, tiene buen gusto tu amigo, Sara. Julio, es, está… buena… —E hizo un gesto obsceno Carmen y se rio con una hilaridad estridente y muy de película de comedía mala, que hacía aún más gracia, sobre todo en el loco de Alberto. Muy pronto Carmen se demostraba muy guasona—. Porque, Sara, seguro que no te iría, pero, ¿un trío lésbico, amor? ¿La hacemos lo que te he enseñado? No, porque el pobre Julio, además de que le debes un favor, está con una ganas de hacerla gritar con ganas, pero… tiene… —Entonces Alberto se descojonó. ¡La puta! ¡Qué lesbiana, Dios! Esta Sara sabía incluso con qué bollera liarse. Sara se quedó muda; ni siquiera supo qué decirla. Aquello era nuevo para ella. ¿Acaso se tenía que mostrar ofendida? Ya caída en la depravación de la homosexualidad, ¿por qué no en la de la orgia?—. No. ¿Pero, Julio, y por qué no vas y la “saludas”?

    - No sé. A lo mejor no le intereso —contestó de los nervios, coaccionado.

    Carmen le animó; le dijo cosas que le recordaron a Marta y se notó confiado. Era una gran chica: maja, bonita, dulce… Normal que a Sara le gustara. Se sentía culpable y dolido. La miraba a Sara y ésta giraba la cabeza, haciéndose la tonta, indiferente. Lo de siempre. No, lo de siempre no porque ella estaba con otra mujer, y esa mujer era un encanto y le estaba ayudando a ligar con otra mujer que consideraba, además, muy buena y que incluso se liaría con ella. Para montar un chiste. Alberto también estaba algo abrumado, pero no en ese sentido: estaba eufórico de emociones, y se reía por cualquier cosa. Incluso se animaba y bromeaba con Carmen de su lesbianismo, cosa que a Sara la ponía de los nervios. Julio se reía de las insinuaciones lésbicas, pero nervioso. Carmen se lo tomaba todo con humor: detrás de ese tono con el que se hacía la tonta, demostraba tener una gran inteligencia; había sin dudas una chica ingeniosa a decir basta. Y por todo ello, Julio se encontraba abrumado e incómodo. Sara le seguía gustando, pero no era la única mujer. Estaba ahí esa pelirroja, se decía.

    La chica pelirroja se le quedaba mirando a Julio alguna vez, y Carmen le daba en el hombro y le decía en bromas que fuera a la guerra, como Ares con Afrodita. Y entonces, Sara se le acercó a Julio para hablarle, asustándole, y sin poderla quitar el ojo, tanto de la pelirroja como de los chispeantes ojos de Sara; su cabeza se volvió loca por unos instantes, entre dos frentes: dos teatros de guerra diferentes; si ya estaba jodido, ahora aún más.

    “Ve a por ella. Venga, ¡coño!, sé feliz, que la vida no dura nada”, le soltó Sara al oído golpeándole de aquella manera, como aquella vez en clase. “Pues sí”, la contestó enérgico mientras una parte de él se cagaba en la calavera de Sara y otra la daba las gracias. Los otros dos se le quedaron mirando, expectantes.



    No supo de dónde sacó la fuerza. Se dirigió hacia ella, la saludó y empezaron a hablar. Carmen y Alberto observaron, hicieron apuestas y se preguntaron si acabarían juntos. Sara se decía a sí misma viéndole: “Te devuelvo el favor”. A veces, pensó ella, necesitamos un pequeño empujón, sobre todo cuando nos sentimos hechos unas mierdas. Pero la escena dibujada… ¡Vaya dos: una lesbiana, el otro… aturrullado¡ Un grupo para formar un circo. Y recordó la frase de Julio sobre los payasos en España. ¿Acaso se les podía volver en contra? ¿No seríamos todos unos payasos? Una carcajada. Un circo humano. La Comedía Humana.

    La chica y Julio parecían pasárselo bien. Al poco se fueron Sara y Carmen a casa de esta última. Mientras, Alberto acabó cacareando, intentando llevarse al huerto a otra guaja morena, pijilla, tontilla: una fácil de cabeza, para un chulo como Alberto, y que la hacía reír por cualquier cosa. Con ella se fue Alberto a su casa y aún seguían los otros dos hablando. Alberto pensó que al final no se la llevaba a la cama; seguro que no le daba al “botón”, como él llamaba, y se la trajinaba. Sólo posible en Julio. No parecía dar honor al nombre de Julio, el de la Guerra de las Galias

    En realidad Julio estaba en calma; se lo pasaba muy bien con ella. No hacía falta prisa alguna. Todo iba como las perlas; ella estaba tranquila, a gusto; tenían tiempo para lo que fuera a pasar. Todo iba bien. Como tenía que ir.
     
    #6
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  7. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    VI

    Muchas veces me mandaba él [el Amor] que procurase ver a este ángel jovencísimo; por lo que yo en mi puericia muchas veces la iba buscando, y de tan nobles y loables actitudes la veía, que con certeza podía decirse de ella aquella frase del poeta Homero: “No parecía ella hija de hombre mortal, sino de Dios”.

    Dante. Vida Nueva.

    Se llamaba Soraya. Tenía dos años más que él y un carácter fuerte pero muy meloso. Unas veces podía mostrarse encantadora, en otras con una mala leche del copón aunque… finalmente solía soltar un soplido, casi bufido, e intentaba sobrellevarlo. Trabajaba en la pequeña panadería de la familia y era la mayor de las dos hermanas y de un chavaluco de tres con epilepsia. Eso la había hecho fuerte pero, a veces, se sentía débil y se ponía a llorar hasta por lo más mínimo, sobre todo en los días de la regla, en los cuales era una verdadera bomba de relojería. En esos días, cuando Julio y ella estaban juntos, uno de los dos acababa harto el uno del otro.

    Soraya, normalmente, lo poco que disfrutaba era en los días que iba por ahí con sus antiguas compañeras de clase, de mejores condiciones económicas a pesar, incluso, de que algunas con la crisis estaban jodidas, peladas de dinero, y fardaban de lencería y vestiditos. Ahorraba lo que podía y se lo compraba en ropa o en “pijerías” (que para ella tenían un valor enorme: era lo único que tenía y valoraba a nivel material), o en salir de fiesta: desmadrarse un día (pocas veces dos) y pensar, o más bien desear, que todo iba bien. No tenía las preguntas existenciales, ni de ideología —su familia era conservadora, de un conservadurismo liberal, muy relativo en realidad: que mandaban a la mierda al PP, o lo defendían a capa y espada, y luego se dejaban en el pesimismo de que qué va a hacerse, cosa muy penosa, eso de ver a alguien sumido en esa máxima: nada que hacer, siempre la misma mierda, y que pensamos las gran mayoría…—, ni tampoco las tenía en filosofías ni nada de eso. Sólo quería saber qué hacer tal día y ser feliz. Ser feliz. Después de estar haciendo panes, bollos y quedarse deslomada, era lo único que quería. Disfrutar de la vida, la que se pudiera.

    Sus pensamientos iban por caminos muy diferentes. Julio sólo se preocupaba de lo que Soraya desconocía totalmente, al igual que él desconocía todo aquello que la podía preocupar a ella. Julio casi pasaba del mundo entero, como si el mundo fuera en realidad basura y no quisiera aceptar esa idea preconcebida que tenía él mismo. Adoraba de Soraya ese carácter pétreo y sensible a las adversidades y su propio sufrimiento sobrellevado con cierto estoicismo mental, el que admiraba: el empaque con que se plantaba se asemejaba a una heroína de novela o tragedia greco-latina. Pero, Julio de vez en cuando volvía a pensar en Sara, como si él fuera Dante y ella Beatriz, y Soraya se convertía no más que en una sombra, en su esquema platónico. Fantaseaba con ello aunque en teoría no lo pretendiese. Un soñador quijotesco es lo que era.

    En aquel día que le conoció, Julio iba a lo tipo graciosete y caballeresco, y aunque al principio le costaba hablar, cuando empezaba a coger el ritmo de la conversación soltaba frases demoledoras y las sabía dar la vuelta, como un calzoncillo sucio. De repente era mierda, en otro parecía tener una gran limpidez, aunque, en el fondo, sabía que de lo que hablaba era de un calzoncillo maquillado, lleno de mierda. Todo tenía su doble cara, su falsedad. Y él se reía con ella, porque podía contagiar esa visión cínica de la realidad.

    Ya estaba un poco chispa, igual que Julio, y no sabía por qué, a ella le daba buena espina, le atraía. Pero, a veces, cuando había un tema que, Soraya no sabía bien el motivo, le tocaba, por mucho que éste se riese, ponía una cara de la que si uno tenía el talento suficiente para detectar ese gesto, veía perfectamente que le costaba expulsar sus propias carcajadas, como si éstas fueran forzadas y chirriaran, igual que un engrane sin aceite. Su risa era un bálsamo, pero como un bálsamo que encubría las carencias, la enfermedad, y también y principalmente, servía para curarse, sólo temporalmente, del dolor. Y seguía ahí, no se arreglaba el origen. Reflotaba, inevitablemente. Algo lo zahería, y Soraya lo veía pero intentaba apartar esa idea, que a la vez la atraía como la daba miedo.

    Ya la noche, tan entrada que se les iba a salir, y los dos bastante chispas además, tanto que cuando caminaban a veces se les iba un píe, o los dos, hacia donde no querían y tenían que hacer equilibrismo para que la gravedad no les rompiera la maldita crisma, dejaron de parlotear; fue cuando se quedaron mirando, en tensión, quedos e inmóviles por un momento, y supieron inmediatamente lo que quería el uno del otro. Con los ojos se lo dijeron todo. No hizo falta de más. ¿Para qué gastar en palabras para algo que está claro? Hambre en los ojos y manos para comerse.

    En el camino, se empezaron a reír muy tontamente, se abrazaban ya y de repente, en un momento en que pudo aprovecharse inteligentemente Julio, puesto que la borrachera, gracias a los dioses o veta a “usté” a saber, hacía que estuviera más lúcido, la besó en la boca con mucho garbo pero con mucha menos arte.

    En medio de la calle, se empezaron a morrear y a meterse mano como dos tontos muy necesitados. Hacía frío, y tenían calor. Y ya visto que no podían ir de punta a punta de Valladolid así, se cogieron un taxi.

    Les dio lo mismo que estuviera el taxista, aun cuando quizás de día sí les hubiera podido importar, sobre todo a Julio, el que siempre quería ser un chico formal. Siguieron, pues, a lo suyo. Sólo existía el disfrute, el deseo, el otro cuerpo enfrente del suyo, en la noche donde despertaba el disfrute. Algo así como en una burbuja que, para muchos, se rodearía hasta casi de viaje estilo Odiseo. Ellos no pensaban demasiado. No en esas chorradas, sino que estaban dentro de una especie de hipnotismo. El sexo. El sexo. Querían llegar a la alcoba, caerse en la cama, follar allí mismo. No era desenfreno, pero sí euforia.

    Al despertarse, Soraya se encontró cansada y a la vez bastante a gusto. Su cuerpo se encontraba como renovado, resurgido de sus cenizas mismas. La dolía algo la cabeza, pero lo recordaba todo y, por lo demás, se podía decir que se encontraba feliz. Julio dormía como un tronco, roncaba un poco… y la alarmaba pero la hacía gracia a la vez. No había estado mal. Pensaba irse, y le dejo su número en un folio en blanco. Soraya: 6………

    Cuando iba a cerrar con dulzura la puerta, Julio se despertó y la preguntó que si ya se iba, que esperase, que ya desayunarían juntos; sería mejor que durmiese un poco más y ya se iría después. La preguntó además, como última baza, con ese tono ácido, desesperanzado, si es que tenía ganar de irse. Soraya, en verdad, no las tenía y se quedó. No le dio importancia a esas maneras, las consideraba parte de su esencia, hilarante en demasía. Se volvió a echar en la cama. Julio la abrazó, y aunque la pareció extraño, la gustó. Encontró un calorcito que la amodorró muy pronto, con una sonrisita de felicidad, pequeña pero a plena vista, que relucía, destacaba en el cuadro tenebrista como un faro goyesco. Se zambulleron en un dulce sueño, que parecía acariciado por la mano de Morfeo.

    Se quedaron así, como decía, en un largo sueño, dando la una, cuando los padres de Julio, alarmados por la hora, fueron a avisar al “niño” y encontraron al “niño” con una “niña”.

    Fue el padre el que lo vio el primero: cerró la puerta con suavidad, riéndose del “mamón de mi crío”, y le dijo a la madre que preparase para cuatro. Lo entendió a la primera, y fue a comprobarlo. Lo comentó con el padre, y le dijo: “Joder, se la ha traído a casa y la ha hecho noche-mañana de hotel”, como quejándose. El padre la contestó con que le dejase. Los niños tenían que aprovechar esa edad y pasárselo bien.

    Soraya fue la que primero que se despertó y quien lo despertó a Julio: “Nos hemos quedado dormidos”. Sus padres la mataban. Entonces fue cuando se fueron a la cocina, donde esperaba la comitiva paterna de Julio, pensando que ellos seguirían dormidos, como si no fueran conscientes de la hora que era.

    Casi no hubo preguntas, salvo las de la madre, que lanzaba dardos en forma de preguntas-puyitas inquisitivas, todas ellas muy concretas, queriendo conocer... Pero, en general, la familia de Julio la dio a Soraya la impresión de una imagen muy amable. A ellos también les pareció una chica estupenda: pero, quizás, lo hubiera parecido cualquiera, porque Julio no solía traer chicas o por lo menos no se quedaban a desayunar.

    Se notaba que se gustaban y, sin reparo alguno, la madre, muy de meter la pata o querer meterse en esos berenjenales, la invitó a que volviera, que volviera cuando quisiera. Y en contra de todo lo esperado, ella dijo que no estaría mal. Julio se sentía avasallado: sólo podía sonreírla. La borrachera se había esfumado, y con ella el talante valiente que se crece en los hombres por el calor y el alcohol.

    La esperaban en la panadería; se excusó, terminó de desayunar y se fue. Pero la volvería a ver, le dijo, y le gustó a Julio: muchísimo. Su cabeza estaba hecha un revoltijo. Las cosas le vomitaban en la cabeza; eso no le gustaba, le gustaban las cosas ordenadas. Pero estaba atontado por el amorcillo que le debía de rodear, o las hormonas que a veces amodorran cerebralmente a los hombres.

    Para Julio, todo aquello volvía a serle nuevo. Hacía tiempo que no compartía cama, salvo por alguna chica ocasional, y tampoco ninguna intimidad con una mujer. Se sentía desanimado con el género contrario. Nunca había sido misógino, ni machista, ni era partidario de estos pensamiento cavernícolas varoniles, pero cuadraba a las mujeres en dos: las buenas, casi todas pilladas, o que se exhibían en público poco; las malas, hechas mayoría por culpa de esta época de chonis de Mujeres y Hombres y Viceversa, de querer ser como un hombre y mucho más por igualarse a ellos (en lo malo) y finalmente ser peores que ellos; y, luego, toda una serie de tópicos, que, como todos, son ciertos y a la vez no lo son: es decir, que no siempre hay una regla para ello. Los tópicos, como todas las ideas, son muy relativos, flexibles: queremos limitar una idea para ser concretos y supuestamente veraces, y acabamos encajonándonos en un mundo conceptual tan real como el país de las gominolas de Homero Simpson. Así estaba Julio, en su país idílico mental.

    Al día siguiente no pudieron verse, pero ella fue a verlo a su facultad el lunes y ya sí que pudieron verla todos: estuvo paseándosela como si se tratase de un triunfo glorioso y apoteósico. Se la presentó a Alejandra y ésta no pudo sentir más feliz: ¡ya era hora! La cayó genial. Alejandra, tan sociable, muy pronto la hizo un examen; la preguntó por todo, la habló de todo, se lo contaron todo de golpe. Se la robaba, se reía Julio. No la quitaba un ojo de encima, necesitado de su cercanía. Y Soraya hacía igual, intentaba estar con él, porque sólo quería estar con él, pero Alejandra... no dejaba. Aun así, a Julio le pareció que les gustaba a todos y eso le dejó claro que ella era la chica perfecta. Una perla en bruto.

    Durante esos días Alejandra y ellas no se separaron, lo que comía el terreno al pobre Julio, que se sentía como subyugado. Parecían uña y carne. Alejandra y ella en poco tiempo hicieron muy buenas migas y más de una vez iban los tres por ahí. Julio no soportaba los días de “mujeres”, en que se probaban medio Corte Inglés, caro de cojones, gastándose dinero en “esas tonterías”. ¡Cómo eran las mujeres! No estaba mal, de todas formas, ir a esas torturas con ella: el sexo al fin de aquello era lo mejor, un premio después de tanta “tortura”. Se lo pasaban increíble los dos. Ella estaba muy feliz con él, cada día en la casa de Julio, queriendo despertar al vecindario con su amor: hacer mucho ruido, ¡que todo el mundo se enterase! Y por eso, Julio podía aguantar la pesada unión de su nueva novia y de la encantadora Alejandra, pero que juntas eran como Chicho Terremoto…

    A veces, Alejandra incluso arrastraba al novio hasta allí, como en una cita doble. Su novio y Julio no se conocían, pero con la mirada confraternizaban cuando sufrían esas comitivas. Soraya sabía que no le gustaban esas cosas y solían intentar reducirlas al máximo. Por eso empezó a evitarla. Pero Alejandra la llamaba, sobre todo interesada en cómo iban. Era un encanto, decía Soraya. Y al final caía en tal encanto y se iban por ahí. Mientras, Julio quedaba en casa, a lo suyo. Estaba bien allí, alejado de aquello, y olvidándose de que tenía pareja. Así, acabó por tener novia por conveniencia.

    Cuando la cosa llegó a su límite, fue Alejandra quien más tiempo pasó con Soraya, más que el propio Julio. Y Soraya le contaba todo, con todas sus “impertinencias”. Y Alejandra se enfadaba y solía ir a Julio a reprochárselo todo, pero no valía para nada. Muy pronto, Julio ya no tenía nada que sentir por Soraya; él creía lo contrario, pero el que estuviera más preocupado por Sara que por su pareja, se podía apreciar como signo de ello. Aparentaba y se decía a sí mismo que no, pero ya le daba igual Soraya. Ella se había convertido en otra sombra más de su cabeza.



    Alejandra no hablaba con Sara desde hace mucho tiempo. Se había alarmado cuando Alberto le había insinuado, “disimuladamente”, que estaba con alguien. Eso la sorprendió. Durante todo ese tiempo lo pasó más con la nueva novia de Julio que con ella. Pero un día estaban en clase y la vio muy preocupada por algo; lo sabía porque la conocía casi desde cría, sabía interpretar aquellos actos nerviosos, casi histéricos que intentaba no mostrar pero que se podían ver: para ella eran un grito ante sus ojos. Aquello la puso en guardia.

    Había apreciado que evitaba a todos: a ella y a Julio sobre todo. Y aun así, a veces había notado que Julio y ella se separaban del grupo y empezaban a hablar aparte. Y eso, la mosqueaba mucho. Algo raro había, y no la gustaba, ahora que parecía ir todo bien; no quería intervenir, porque no era cosa suya, pero la reventaba. Iba a producirla mal estómago, una ulcera.

    Julio y Sara ya no tenían esa tensión, aunque Julio, estaba claro, no podía evitar la atracción que sentía por ella: por eso lo evitaba Sara; pero también lo necesitaba porque podía confesarse ante él. Podía hablar de sus miedos con él, mientras él prácticamente se quedaba callado escuchándola.

    Cada día se crispaba aún más por el cariz que tomaba su relación: poco a poco le iba pareciendo insoportable verla. Carmen hasta entonces había ido más o menos a su bola, pero empezaba a ver que quería tener algo más serio: al principio no la importó el qué pasaría, ahora ya no. Quería más, y Sara no podía. El sexo le era más insufrible; la dolía, en su mente, que sus dedos la tocasen.

    Sara era infeliz. Ahora se sentía fatal cuando estaba con Carmen, y a veces se sentía arrepentida. Se mostraba fuerte, pero la presión lo era aún más. Y cuando la llamaba Carmen, se la paraban su mente con el solo sonido de sus palabras, diciéndola que si quedaban en su casa y se “abrazaban un poco”; y cuando disfrutaba “de esos abrazos”, llenos de lascivia y de esas cosas pecaminosas, y la gustaban, y la besaba, y quería comerla la piel con la boca, poco a poco la iba minando la cabeza. Y sentía más dolor y más inutilidad. Quería llorar, pero con su orgullo intentaba evitarlo. Expulsar un poco de ese miedo hubiera estado bien; el mismo miedo se lo impedía, la bloqueaba. Y, mientras, ahí con orgullosa altivez.

    Nunca había cerrado la puerta de su habitación en su casa, y ahora empezó a hacerlo. Su madre se fijó: cada vez que la veía la abría, y como la veía pensando, o leyendo libros, la extrañaba de una manera que llegó a pensar que estaba mal de la cabeza.

    Una vez la vio con la Biblia y la preguntó si ya estaba otra vez releyéndola y que qué leía de ésta. Sara, asustada y sorprendida, la decía que Sodoma y Gomorra. Su madre se quedó aturdida al oírlo, pues para ella eran episodios un tanto “oscuro”. ¿Qué la pasaría para atender a ellos? ¿Qué “ayuda” la ofrecían? Pero no tardó mucho en pesar en lo más evidente y cada vez que la veía sonreía para sus adentros.

    Fue cuando un día, Sara cortó tajantemente todo contacto con Carmen, y ésta se enfadó. Al principio intentó hacer lo mismo que hacía ella, ir con orgullo altivo, pasar de ella. Sólo al principio. Al poco se cabreó: a ella no la hacían eso. No, no iba a rendirse. No era cobarde; siempre luchaba por lo que quería. Ella tenía cojones, por mucho que fuera dulce y cariñosa. Por lo que su reacción, fue tardía, pero llegó…

    En esos días, mientras, Sara se encontró de un modo comparable a si la hubieran desangrado, al igual que si un médico antiguo hubiera pretendido curarla con ello. La veía muy pálida Alejandra, y la preguntaba, pero decía que nada, con un tono de voz que la asustaba aún más. La pasaba algo y la dolía no poder saberlo y que no se lo dijera; pensaba que se había descuidado de Sara. Por esa razón empezó a no dejarla ni a sol ni a sombra. Sara se enfadaba, aunque también sentía un gran amor por Alejandra, porque se preocupaba por ella, que era (o se consideraba) una miserable.

    A veces, fuera en su casa o en la facultad, buscaba un sitio que no estuviera nadie y poder desahogarse y llorar. En su casa, una o dos veces, en medio de esas ganas de llorar, sentía añoranza por Carmen y hacía algo que luego la parecía repugnante y se odiaba más por ello: se encerraba en el baño o en su habitación, y se corría pensando en Carmen.

    Un día, en el que Sara estaba más sería e incluso pensaba que ya se olvidaba de Carmen y de su “desviación”, tuvo que salirse de clase, porque decía ponerse mala. Salió corriendo, y Alejandra fue tras ella. No sabía qué la pasaba. Todo lo que mostraba la desencajaba: la indiferencia con Soraya, esas conversaciones entre ella y Julio, la insinuación de Alberto de que tenía un rollo…

    Al entrar en el baño de mujer oyó cómo sollozaba en uno de los retretes. La pasaba algo, efectivamente. Se dijo ser una mierda por haberla olvidado. Se había olvidado de ella totalmente. Abrió la puerta, que no había puesto pestillo, y se la encontró fatal. Sara quería que se fuera, pero cuando la abrazó ya la dio igual que estuviera con ella. La calmaba que la abrazara. Lo necesitaba. La necesitaba abrazándola.

    - ¿Qué te pasa? —intentó Alejandra que se liberara.

    - No es nada. Es que…

    - ¿Qué te pasa? Soy tu amiga —Eso a Sara la alegró: sus ojos brillaron. ¿Por qué su querer le parecía asqueroso? Sintió un miedo estremecedor al pensar que incluso “su amor” por Alejandra quizás tuviera un tanto del “amor desviado” que sentía por Carmen y se asqueó. Y por ello agachó la cabeza. Y se puso a sollozar—. ¿Qué es lo que te hace llorar así, tonta? —la preguntó Alejandra.

    - ¿Alejandra, has querido a alguien y has pensado que estaba mal? —la preguntó Sara a Alejandra.

    - ¿Julio? —quiso saber. Sara se había mostrado muy indiferente para con la nueva pareja de éste, como si no quisiera mostrar sus sentimientos, y pensó que le gustaba y que ahora se sentía renegada consigo misma.

    - No; él… Es otro tema.

    - Entiendo. ¿Y…? ¿Por qué? Amar no está mal. Amar lo es todo. Todos necesitamos querer a alguien, ser queridos, follar… —resaltó, pensando que también había un poco de miedo por "aquello”. El amor no tenía que ser reprimido, pensaba. Era una romántica exagerada, tanto que a veces se podía decir que era una fantasiosa.

    - Pero… no está bien.

    - ¿Acaso… —tuvo que parar a pensar en lo que decir, porque hubiera querido decirla una burrada: le parecía que no amar a causa de lo que fuera era una tontería—, acaso cuando amas no eres feliz? Déjate. Déjate llevar. ¿Él te quiere?

    - Sí, me quiere —soltó sin importarse del “él”—. Cuando estoy…—intentó evitar el pronombre—, disfruto en su compañía; cuando lo hacemos, nos abrazamos, nos besamos… Pero tengo miedo.

    - ¿Por pecar? El cristianismo también dice que hay que amar: el amor lo es todo. El mundo sin amor no sería nada. Yo voy a misa y cuando follo, cuando lo hacemos mi novio y yo, siento —se quedó con los ojos cerrados, disfrutando de la imaginación cochinamente—, ¡buah!, como si estuviera en el cielo. Y después, al acabar y mirarle dormido, es, no sé: mirar a mi Dios, aunque decir eso no es correcto —se echó a reír—: es una blasfemia, aunque es una blasfemia bonita —Y la guiñó un ojo.

    - ¿En serio? —la preguntó miedosa y pensando que exageraba— Sí, y el Nirvana…—ironizó como hacía, aunque temblando.

    - Sí. Hombre, un poco exagerado —sonrió—, lo sé. Es una forma de hablar. Pero sí, es increíble. ¡Joder que sí! Déjate querer, ¡coño! Déjate hacer de todo —la soltó pícara—. No sabes lo que te pierdes, hija.

    Sara sonrió y se calmó. Salieron del baño y volvieron a clase. Aun así, se encontraba mal. Al volver a casa empezó a buscar todo lo referente al amor en la Biblia, por si encontraba algo sobre lo suyo. Sí, encontraba cosas que hablaba de “ese amor universal”. Pero luego había Sodoma y Gomorra, y otros también bien dispuestos a lo contrario. Eso la sumía en una duda enorme, que la tenía muy tensa, con el corazón en el pecho. Quería llamarla pero no podía. Tenía el móvil en la mano, sin saber qué hacer. Era una tonta. ¡Ay, cómo son de tontas las enamoradas! ¡Cómo son los enamorados! Si es que si fuera por Moccia todos acababan bien y/o llorando de alegría cuatro niñitas pijas. Pero aquí no había eso. No se sabía si habría un buen final.

    Cada vez, se enfadaba y se repugnaba más consigo mismo, y eso es lo que provocaba que se echara a llorar con rabia y un tanto de estupidez infantil. Parecía una niña pequeña desconsolada por la injusticia del mundo, que para ella, en el mundo feliz de la imaginación y la perfección, la parecía una cosa terrible.

    Su madre, al pasar como habitualmente hacía, por su habitación, escuchó su sollozo, y entornando la puerta, la vio. Se pasó a adentro. Su corazón de madre se estremeció. ¡Mi niña llorando! Sara en un primer momento quiso quitarse esa cara llorica, pero no pudo; y es que además, tenía ganas de liberarse y contar lo que la pasaba.

    - ¿Qué te pasa cariño? —la preguntó— ¿Hay alguien…que te hace llorar? —continuó pícara, con una mueca en la boca medio hilarante.

    - Es que…

    - ¿Qué? ¿Piensas que está mal?

    - Sí…

    - Bueno, hija, amar no está mal. Mientras no hagas… mal. Pero “eso”, bueno, ahora mismo es muy relativo—la insinuó sonriendo—. Si tienes miedo porque… —se quedó dubitativa—. ¡Ay, soy tu madre y estos temas no soy la más capaz! Pero, mira, déjate querer. Haz lo que tú creas que es lo correcto. Y si no, explícaselo y quizás lo comprenda. Y si no lo hace, ¡que le den! No habrá hombres en el mundo. Anda, venga.

    - Es que mamá… Es… más complicado.

    - Nada. ¿Quieres tomar un vaso de leche conmigo, a ver si así se te pasa? Eso hacíamos cuando eras una `nana´, ¿te acuerdas?

    - Gracias mama. Sí, me acuerdo, sobre todo con la abuela muchas veces, cuando venía… —Eso la trajo recuerdos del pasado, melancolías tristes y alegres a la vez de esas en que uno siente una enorme morriña a pesar de que sean recuerdos tontos o estúpidos.

    - Nada, mi niña —Y la abrazó como lo hacía de pequeña. Su hija se enamoraba; aunque fuera a los veintitantos y de aquella manera, se encontraba como una tonta, con esa ilusión idealista y burguesa de “objetivos” cumplidos: ya se veía con un yerno y con nietos.



    Sara, a pesar de todo, aún no se sentía con fuerzas de ver a Carmen ni de hablarla. Así que Carmen, medio enrabietada, acabó por ir a su facultad.

    Alberto la vio camino de su clase y la dijo que estaba dentro pero que no “hiciera nada por llamar la atención, que había mucho payaso”. Al verla, Sara la cogió del brazo. Alejandra se acercó a ellas, por esa curiosidad obsesiva con la que quería saberlo todo; pero Sara la dijo que tenían que hablar de cosas en privado, echándola con la mirada y las palabras.

    - Es que no se atreve a convencerse de que es lesbiana —soltó Carmen con reproche.

    - ¡Por favor!, aquí no, ¿vale?

    - Llevas semanas sin llamarme y no me contestas a ningún lado. ¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo de irte al infierno? — Carmen se enfadó; tenía ganas de llorar de rabia y… (no sabía bien qué hacer pero quería hacerlo). Le gustaba bastante. La dolía que la hicieran eso. Era una cobarde, aunque era su cobarde.

    - ¿Entonces era eso? —se preguntó Alejandra. Se quedó a cuadros— Sara… No lo sabía. ¿La quieres y la haces eso? ¿Y por qué no lo has dicho? —preguntó preocupada; se sentía herida indirectamente.

    - Sí, iba a decirte esto: Alejandra, me gusta comerlas las rajas a otras mujeres —se sinceró, enrojecida y exaltada.

    - Pues podías —soltó Carmen—. ¿Es que de repente ya no sientes nada por mí? ¿Qué pasa, que ya te has olvidado de todo lo que hemos hecho y de cómo lo hemos hecho?

    - ¡No! Pero…

    - ¡Pero te acojonas por unas putas letras de un libro escrito hace 2.000 años! —gritó Carmen—, cojona…

    - Baja el tono —se preocupó Sara.

    - No me da la gana. Te quiero. ¿A ti qué te importa, no? Todo por tu Dios…

    - Yo te quiero —dijo del corazón Sara—. Y sí, tengo miedo de que te canses de mí, pero es que… No lo entiendes. Yo creo en Dios y esto…

    - ¿Querer, Sara? —la preguntó Alejandra—. ¿Acaso te lo prohíbe el amar la Biblia?

    - Con una mujer sí, Alejandra. No puedo —intentó contestarla, pero Carmen no la dejó.

    - Pero sí que lo haces —la dijo Carmen—. Cristo es amor y tú no puedes amar porque Cristo te lo prohíbe. ¿Algo malo hay ahí, no?

    - Es que no sé si está mal, Carmen. No lo sé —la reprobó.

    - ¿Mal? ¿Matas a alguien por follarme?

    - Lo sé…—la contestó Sara resignada.

    - Si la quieres, Sara, ¿por qué andas dándole vueltas?—la preguntó Alejandra—. Dios no está en la Biblia. La escribieron unos hombres. ¿Acaso tienen razón unos tipos que escribieron hace no sé cuánto para que te vuelvas loca, loca pues el otro día estabas fatal?

    - Sí… —la contestó presionada por todo lo que la decían: quería a Carmen pero no se atrevía ni a sólo tocarla.

    - Dios te entenderá… Si no, no es Dios. No es un dios justo. Dios, de existir, habría de ser justo —siguió Alejandra. Exaltada ahora ella, romántica e idealista.

    - Si existe un Dios, supongamos, no creo que lo que más le preocupe es si nos amamos; y si le preocupa, se habría de dar cuenta de que nos queremos —replicó Carmen—. Te quiero, reprimidilla… Déjate que te quiera, ¡narices! ¿Es que no sabes amar? —la atacó queriendo que reaccionara.

    - Quizás —se sinceró Sara dolorosamente, como si la hubieran dado en una vena débil y la provocase un infarto mental.

    - Pues yo te enseñaré —jugó su última baza Carmen—. Yo te enseño a querer a otra mujer, a una bollera, a una desviada. Yo soy como otro ser humano, Sara. Somos seres humanos… —se repitió como a sí misma, triste por cómo veía el mundo su amante, a esa que debería ser su otro yo inseparables y demás.

    Sara la miró a los ojos fijamente. Entonces, Alejandra las dejo a solas, sabiendo que tenía que dejarlas intimidad, sorprendida y preguntándose si era un sueño. Aun así, en su fuero interno, Alejandra era muy feliz. Las observó al alejarse: Sara seguía mirándola sin poder hacer nada, a la espera de una señal. Carmen la cogió de la mano y a Sara le pareció la señal: por fin, de nuevo, se encontró con una calma arrolladora en su ser. Una cosa subiéndola por la espalda, casi escalofrío pero no... Era otra cosa, dulce y caliente pero que se volvía luego fría y dolorosa, que la encantaba como la paralizaba. En un solo instante, se fijó en sus ojos tristes; al verles temblaba por dentro; se quería reír de los nervios, como esas tontas que no saben encarar la vida, a las que tanto había reprochado (ya que la risa no al gustaba en demasía, por lo menos en ese aspecto). Sintió deseo de tenerla su boca con la suya, su piel con su piel; deseó, solamente, tenerla físicamente, y dejarse tener por ella, jugar, jugar con su cuerpo.

    Y Sara la metió en el baño. Y la besó. “Te quiero”, la dijo. “Te quiero”, continuó muy seguidamente, a la vez que la cogía de las muñecas, como por si se pudiera dar el caso, de que se arrepintiera ahora ella, y quisiera agarrarla fuerte para que no se fuera.

    - No es plan de hacerlo aquí —la contestó Carmen, no muy contenta pero ya no tan enfadada—. Anda, vamos a mi facultad y tomamos algo. Y que venga Alejandra y tus amigos. ¡Preséntamelos a todos juntos! ¿Acaso no soy importante? Quiero conocerlos bien, tomar algo y tal.

    - Pero a mis amigos, Carmen…, porque…

    - Vale —la tranquilizó—. Sólo quienes pienses que deben saberlo.

    - Mis padres no deben saberlo, no…

    - ¿Son muy carcas?

    - Son conservadores.

    - Pues eso —sonrió—. Luego te pienso hacer lo que no te he hecho en todo este tiempo; yo te aviso, que no te vas a escapar, ¡eh…!

    - Claro —dejó sacar un deje de coqueterismo. Era feliz. Si Dios era justo la entendería. Su sonrisa, otra vez más, era la de una niña tonta y parecía hermosa: estúpida pero hermosa. De nuevo, floreció roja como una rosa roja.

    Salieron del baño y junto a Julio, Soraya, que había llegado en ese momento, Alberto y Alejandra, se fueron a la facultad de Carmen para tomar algo en la cafetería de ésta. Allí Sara se la presentó en condiciones, como si fuera un ritual. Soraya se sentía incómoda y cuando hablaron las dos con ellas casi como que balbuceaba, aunque la parecían muy majas y se reía con ellas. Julio miraba, a cierta distancia, nervioso. No se encontraba bien en la escena, al mismo tiempo que las dos enamoradas estaban en una plenitud amorosa, “tontas perdidas” en tono de Alberto.

    - Es mi… pareja —les dijo allí Sara—. Mi novia. Mi amante. Mi amor.

    - Te has puesto muy cursi —se rio Alberto.

    - ¡Pues sí! —contestó—. Y la quiero —dijo mientras que se acercaba a Carmen; y luego, miró a un lado y a otro y preguntó:— ¿No hay nadie que nos vea y que me conozca, no?

    - ¡Anda, bésame! —la dijo Carmen y la metió un señor morreo.

    - Te quiero—la susurró—, Carmen.

    - Lo sé. Pero a veces te complicas mucho.

    - Ya… Es que es difícil para mí —Carmen la acarició el brazo a la vez que Sara se confesaba, queriéndola dar confianza.

    - Lo sé, lo sé. Oye, no todas nacimos sabiendo que nos gustaban “las rajas de las mujeres” —se rio Carmen.

    - ¡Qué bestia eres! —gritó Sara, enrojecida, mientras el resto se reía.

    - Anda, fue a hablar —replicó Carmen y se echaron todos a reír.

    - ¡¿Y, oye, Sara…, cuando tú y yo estábamos en mi casa, te apetecía?! —preguntó Alejandra para picarla.

    - ¡No! —volvió a gritar Sara.

    - ¿Sí? Bueno, que mi carne es tentadora…—volvió a intentar Alejandra.

    - ¡Nunca, en serio, Alejandra! —se preocupó Sara.

    - ¡Cómo te pones! —la dijo mientras se reía—. Ya lo sé. Eres mi amiga. Seas como seas, te vamos a querer. ¿A que sí, Alberto, Julio?

    - Sí. Mejor así: compartimos más cosas en común —se echó a reír Alberto—. Y, además, Carmen me cae genial. Formamos un dúo terrorífico.

    - ¿Y tú, Julio? —preguntó Alejandra.

    - Pues claro… —la miró Julio a Sara. Sara se sintió con una felicidad que nunca había sentido; tenía ganas de llorar; se notaba que iba a caer de algún limbo en el que la hubieran elevado y en el que hubiera estado todo ese tiempo.

    - Muchas gracias —dijo Sara, y besó de nuevo a Carmen—. Te quiero. Aunque sigo creyendo.

    - No pasa nada. Pero vas a ser una cristiana lesbiana.

    - ¿Ah, y eso importa? Lo ha dicho Francisco que no pasa nada.

    - Ja, ¿y porque lo dice él, no?

    - No, pero es el Papa.

    - Ya, y yo tu amante y punto. ¿A quién le haces el amor, al viejo ése o a mí?

    - Ya está la rojilla de mi novia metiéndose con la Iglesia…

    - No, pero me dirás, y más con lo nuestro, que no hay cosas malas en ella.

    - Bueno…

    - Dejemos el tema, anda —relajó Alejandra.

    - ¡Porque a Sara le gustan los conejos! —quiso brindar Alberto.

    - ¡Porque a mi novia le gusta mi conejo! —siguió Carmen.

    - ¡Carmen, no seas cerda! —la censuró Sara.

    - ¿Acaso no te gusta? —se mostró pícara Carmen mientras se reían todos salvo Julio, que esbozaba una media sonrisa.

    - Pero se puede decir de otro modo —aclaró Sara.

    - Bueno, a mi novia le gusta lamer mi vagina. ¿Ves, a que sigue sonando mal? —se rio Carmen. Y Sara se abrazó a ella.

    - Eres una tonta.

    - Y lo que te gusta… —soltó sin tapujos, y después la susurró:— ¿Vamos a mi casa? —la preguntó para asegurarse; no quería que se escapara ese cisne de cuello dulce. Se la comería con la boca, pero la situación no era propicia. El deseo y la carne bullían en la mirada. ¡Qué cosas más malas, eso de disfrutar, vivir y ser felices!, podría haber pensado Sara. El hambre hace más que el circo: sin comer no valen los “entretenimientos”.

    - Sí —le brillaron los ojos—. No nos ha visto nadie, ¿no?

    - No, Sara. No tengas miedo. Soy tu pareja, no tu enemigo —la acarició mientras Sara se encontraba de nuevo en el cielo. Estaba extasiada, en catarsis mismo. Carmen era música en sus oídos.

    Sara iba con ella, por la calle, de su mano, aunque intentando que nadie las viera; tenía miedo de que alguien las viera, pero quería estar con ella. Su melena resplandecía ante el sol, la iluminaba tanto la cara que no la podía ver bien a Carmen. Sentía vértigo, pero se reía: recordaba esa canción que durante bastante tiempo había aborrecido: Mujer contra mujer, de Mecano. Podía oír los sentimientos Torroja en su cabeza y temblaba con los suyos propios. ¡Qué locura!, pensaba; su corazón no paraba de contraerse y bombear como una explosión de una dulzura tonta que incluso dolía; de tocar casi el cielo, se volvería loca.

    Nunca había sentido eso, nunca pudo comprobar lo que era amar y sentir amor y sentirse amada… De pequeña, había una serie de dibujos que no le gustaba del todo pero que veía por esas cosas de entretenerse en casa de su abuela: en ella, una de sus protagonistas, Rika, tenía un corazón partido por la mitad, era fría y no parecía sentir sentimientos. Aún en esos días, si pensaba en esa temporada de su vida, felices, con su abuela, en la infancia, cuando creemos en la magia y en los sueños…, recordaba esas cosas, como Rika y su corazón partido en su camiseta. Y recordó ese corazón partido y cómo luego consiguió un corazón entero. Quizás fuera ese momento para ella.

    - ¿Vamos a mi casa, no? —la preguntó de nuevo como para que no se la escapara, de su mano en mitad de camino, muy sugerentemente a apariencias de Sara, lo que, por un lado, le quitó el enternecimiento de la cabeza, sin que la disgustara sino que la gustaba. En realidad, su corazón seguía en la misma tónica, segregando ese sentimiento romántico y ñoño, que seguramente le hubiera parecido tal cosa hacia no mucho tiempo. Pero en ese momento se había quedado hipnotizada en los bálsamos de los que, decían los clásicos, dejaba Eros o Amor a los enamorados: aunque, nosotros que ya sabemos que no hay dioses, diremos que las feromonas humanas estaban haciendo lo que en todo ser humano hacen: volvernos locos.

    Y Carmen la hizo lo prometido mientras Sara mordía con ansias el fruto de la vida, como todos los seres humanos en su exaltación por ésta. Por querer vivir. Su lucha por la vida. Aquello era la pieza de la cacería. Amor aquel día no estaba cabrón.

    Dioses, extraños en sus designios.
     
    #7
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  8. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    VII

    Así queriendo hacer como hacen esos
    Que por vergüenza su flaqueza ocultan,
    Por fuera estoy alegre
    Y lloro en mi interior y me consumo.

    Vida Nueva, Dante

    Todo el mundo debería ser feliz.
    Naná, Emilé Zola

    Sara estaba desnuda, perfilada por la luz de la bombilla. Se podía apreciar cada confín de su cuerpo: sus senos pequeños, redondeados; su cintura, dispuesta en línea recta cuan larga era, con algún centímetro de discontinuidad, que formaba una inapreciable curva; sus pies delicados, delicados casi como las chinas… Ya no sentía repudio de su cuerpo y de disfrutar de él con Soraya.

    (De fondo se oye a Fito Cabrales cantando: Nunca se empieza una batalla tarde. Las penas siempre llegan enseguida. Tú siempre pides para nunca darme. Sólo pido lo que tú me quitas. El cielo que revienta de repente, como un infierno que llegó deprisa. Tierra cobarde que a nadie defiendes. Pero no lo saben, pero no lo saben.)

    Lo que la incomodaba era tener que esperar a Carmen, que estaba duchándose. Hoy no quería ducharse con ella, por nada en particular, sino que, de pronto, no había tenido ganas de nada. Se había quedado, muy a su pesar pues estaba esperándola durante una eternidad, meditando en sus cosas. Y se había quedado así, sustraída a tales divagaciones suyas.

    No sabía cómo afrontar esa relación. El futuro y su augurio la sumergían en una gran incógnita; su mente se veía en una laguna en la que su ser se balanceaba y en ella su ser se aturdía. La oscuridad de la noche, que sólo enseñaba las profundas garras del fondo de un lago, la hacía temer por algo que no sabía bien qué era.

    ¿Qué había ahí, al fondo, si caía? ¿De verdad todo el miedo se había ido? ¿Por qué creía caer? ¿Y qué era esa oscuridad y ese lago? Intentaba mirar pero no veía. ¡No veía una sola luz! Su corazón se paralizaba, traqueteaba con esos sentimientos. Posaba su mano en el pecho; lo acariciaba con deseos de tranquilizarlo.

    (Esa bandera siempre huele a sangre. Triste paisaje todo de ceniza. Distintas guerras, distintas ciudades, el mismo fuego que quemó Guernica. Tú crees que estoy cantando en el desierto; yo sé que sólo muere lo que olvida. Hay corazones llenos de agujeros. Pero no lo saben, pero no lo saben.)

    Siempre, de pequeña, desde que su abuela y ella rezaban juntas, y sobre todo y mucho más difícil de olvidársela, cuando su madre estuvo tan mal, que rezó con un grandísimo temor, esperando una magnánima benevolencia por parte de Dios; desde entonces, había sentido la necesidad de rezar para encontrar esa luz que la iluminase; y aunque, con el tiempo, había convertido ese ritual en menos importante y tenía más de practicismo que verdadero fervor, puesto que el solo repetirlo la calmaba, aún podía percatarse de la influencia que ejercía sobre ella, sanándola en gran medida. Y también, de la influencia que además tenía por su conexión con el pasado, con su infancia, y sobre todo con su abuela. Esa calma, la permitía darse cuenta de las cosas. Si hubiera sido india o filohinduista, quizás habría dicho que veía el Cosmos de su vida —pero no cosas sobrenaturales... o provocadas por ciertos alucinógenos, ¡eh!

    No era nada malo lo que podía vislumbrar, pero la dejaba muy melancólica. Se sentía en un estado “plof” anímicamente que la debilitaba, y eso, en su carácter furibundo e independiente, la tornaba en un ensimismamiento insípido, el cual solía anularla del resto de personas. Hacía tiempo que no tenía uno de esos ataques de melancolismo; casi ya no los tenía, y aquel día, y eso era porque era especial, había vuelto. Siempre los había tenido desde que su abuela murió. La cruz, el rezo, los recuerdos de luz de su infancia.

    (Todo lo que no se ve, lo que nadie nos contó, lo que se quedó en la piel, la memoria del dolor. Que le den al general, la medalla de cartón; se la tienen que clavar, llenita en el corazón.)

    No quería joderlo todo por ese sentir que habitaba en su pensamientos, entre los recuerdos y sus intimidades, sin salir del todo y bloqueándola. Estaba muy a gusto con Carmen; la relajaba ese ácido que la doblaba los nervios y que la dolía tanto. Era su bálsamo. Hay quienes buscamos un bálsamo; buscamos lo que deseamos, aquello que nos deje sin el dolor, que nos pulsa en las entrañas, y Sara debía estar entre esas personas que ya había encontrado un bálsamo pero...

    En esos mismos instantes, el ácido no se notaba y podía sonreír, y si dolía Carmen podía escucharla y adulzarla como a un diabético en una hipoglucemia.

    Pero, aun escuchándola Carmen, para ella era difícil hacerse entender. Carmen comprendía habitualmente, intuía incluso lo que podía latir en ella, pero ni la mitad; en algunos casos, ni comprendía lo que podía sucederla, por lo menos no del todo. Le era difícil a Carmen, y eso mismo era lo que le gustaba porque, quizás, era eso lo atrayente, la belleza de ese mundo que la hacía ser como era a Sara; pero podía superarla y lo que gustaba, como todo, podía cansarla. Y Sara, se percataba y la tensaba aún más. ¿Acaso, qué no la tensaba? Era una nenita dura que en realidad era puro nervio, sensible pero incapaz de reaccionar a su emotividad o, en todo caso, a la de los demás. Una debilidad difícil de ocultar y que la hacía sentir mal; por ello, aquella faz iracunda y a la defensiva.

    (Está noche vamos a parar, nena —grita Fito Cabrales, con el sonido de baile de jazz, en otra canción—. Esta noche, ¿sabes nena?, vamos a parar. Llevo ya seis semanas sin dejar de rocanrolear. Estoy harto de oler a sudor. Estoy harto, ¿sabes nena?, de oler a sudor. Sólo quiero no hacer nada y sentarme en mi sillón.)

    Al salir de la ducha, Carmen ya estaba vestida y, para Sara, en pleno melancolismo, le era atractiva al igual que un angelote que, bajando de los cielos, la fuera a hacer el amor en entrega del mensaje de amor universal de Dios. Se corría con un angelote, lo cual tenía su morbo; e incluso se divertía Carmen con esa idea, para ella un tanto a lo Alberti, poeta que le gustaba mucho.

    - ¿Ya estás, mi ángel? —preguntó la “Inmaculada”.

    - Sí. Yo pensaba que ya estabas preparada… Metiéndome prisa pa`na`. ¿Qué estarías haciendo? —se puso picarona Carmen, riéndose.

    - Uhmmm…, alumbrándome en el regocijo de tu mensaje, tonta.

    - ¿Estás muy colada de mí, no?

    - Sólo falta que me enseñes uno de tus poemas, ¡y más si está dedicado o hace referencia a una! —soltó de manera muy delatante de sus pretensiones—, yo… me quedo rendida.

    (Mientras conversan, sigue Fito: Todo el día de aquí para allá, sin comer, sin dormir, y además sin dejar de fumar. Yo no sé por qué el rock´n´roll me quiere matar.)

    - Es que… —se quedó muy tímida Carmen, de pronto. No la daba miedo lo que ponía, sino en el modo en que lo expresaba: la gente no solía comprenderla; la gente, lo que le es ajeno, no suelo comprenderlo en general— para mí es muy íntimo. Como tú y tus rezos.

    - ¿Te… has fijado? —preguntó sorprendida Sara.

    - Como para no. A veces me cuesta dormir.

    - Como quieras, Carmen. A mí…, me gustaría escucharlos, o leerlos en todo caso.

    - Vale —se resignó a sus súplicas con dudas.

    (En el fondo, no quiero cambiar. En el fondo, ¿sabes nena?, no quiero cambiar, porque todo se me olvida cuando empezamos a tocar.)

    Apagó la música y miró uno de los cajones inferiores del armario de su habitación, y sujetándolo, por debajo, extrajo como si se tratase de un mapa del tesoro (del tesoro de sus intimidades) un cuaderno de estos sencillos, que suelen, además, utilizar los pintores o los viejos naturalista para retratar lo que ven allá por donde van.

    Sara, desnuda aún, se acercó hacia el otro lado de la cama, así como si se tratase de una de las alumnas obnubiladas con la radiante pero humana figura de Safo, en una de sus “enseñanzas amorosas”, mitad de enseñanza vital-práctica y otra mitad de enseñanza de sacerdotisa de Venus.

    Eres como un monasterio prohibido,

    y debo ser una morbosa

    pues he querido

    entrar en él.


    (Ya, en el interior,

    aunque no me gustaban

    sus reglas tan estrictas,

    me he quedado por devoción)


    Pasabas, de estrajis, así como esas ánimas

    de los relatos románticos,


    y yo sabía casi todo de ti,

    ¡pero, ay, cuánto te escondes!


    Un día me miraste,

    sabiendo que lo sabía

    lo que yo sabía de ti

    y tú sabías sobre mí

    lo mismo que yo sabía todo sobre ti.


    Te quedaste como ida,

    en otro lugar.


    ¿Quizás como en éxtasis,

    con Nuestra Señora

    a la que guardas devoción?

    ¿O quizás con Dios,

    y no sabes qué te dice,

    que es como un susurro de las arenas en el desierto,

    que lacera tu cara y tapona, poco a poco,

    tus oídos?


    En este refugio de amor,

    de supuesto gran amor,

    ¿por qué me temes?

    ¿Es eso una adoración pagana, a Venus,

    Un becerro de oro?


    No lo entiendo.


    Porque, ¡ay!, mi templo es una adoración

    a Amor y a su sacra belleza,

    ¡que eres tú para mí!
    Escúchame,



    mi bella beata.

    Tú eres mi única adoración.

    - Es… un poema, Sara; hay mucha metáfora, entiéndelo —la dijo mientras la fulminaba sus pupilas.

    - Lo sé; me gusta. Escribes bien… Tampoco soy experta en poesía.

    - Ya —contestó Carmen, medio sonrojada. El sonrojo en ella se la marcaba mucho y eso la sonrojaba más y no podía evitar reírse nerviosamente y se sentía idiota y estúpida y se ponía más nerviosa y roja. Estaba muy guapa sonrojada; enamoraba, literalmente, verla así. A Sara por lo menos la pasaba.

    Sara posó su mano en su pierna, como confesándola en silencio que la comprendía, y eso a Carmen la llegó al corazón con esa sinceridad que te atraganta y te da un pequeño escalofrío. Carmen la susurró al oído: “Dime por qué preguntas cuánto te he echa`o de menos, si en cada canción que escribo, corazón, eres tú el acento. No quiero estrella errante, no quiero ver la aurora, quiero mirar tus ojos del color de la cocacola”. Y volvieron a hacerlo.

    Pero al acabar, ahora sí, se fueron y se encaminaron hasta San Miguel.



    A Sara le había resultado el último polvo como el alivio que se produce después de una profunda contención dolorosa o de cualquier otro tipo de contención: pero sobre todo, para su entendimiento, de dolor. Se habían ido, de nuevo, todas esas dudas y Carmen la llevaba, en mitad de esa noche terrible y sin faro alguna, aquella mujer que parecía tener algo de angelical, hacia tierra firme. Su nuevo corte de pelo, muy corto y casi de chico, la había dejado algo más “amachorrada”, pero la apetecía un tanto morboso y la gustaba, por mucho que la quitase un poco de su dulzura con la que la había conocido, que parecía una muñequita, una niñita de amor. Aun así, era un ángel de pelo corto. Aún quedaba mucho de su femenidad, sobre todo porque no renunciaba con sus ropas y su cuerpo a esa cualidad. Para nada. Y era atrayente. Ahora, la verdad, sí que parecía un angelito asexual.

    Para Carmen, no porque le fuera menos importante, sino que el amor era una cosa continuada, que se labraba cada día, y a pesar de que este último polvo hubiera estado bastante bien, por esa manera de entenderlo, no cobraba tanta importancia. El amor la hacía feliz y punto, y así lo expresaba en sus poemas. En sus poemas, había que decirlo, si no exageraba como todo poeta, si no exponía sus sentimientos con toda la altura y su poder con el que conseguía extraerlos, eran pues una pura exaltación de lo que sentía y en realidad tampoco le daba la importancia con que la reconcomía a Sara habitualmente. Su forma de verlo era diferente, pero era complementaria. ¿Acaso tenían que pensar igual?

    Una y otra se entendían bastante bien, conocían cada vez más lo que cada una guardaba. Era una seguridad que las alegraba el corazón, que la irradiaba a Sara de una felicidad inusitada, de una gracia y garbo que también alegraba a los demás. Alegría, felicidad, amor.

    Al verlas de esa manera, Alejandra, que las esperaba fuera de un bar cutre que les había llevado Alberto, el cual quería emborracharse como un cosaco, y aquel sitio era el ideal para ello, sonrió con esa sonrisa de gran felicidad que parecía irradiar con ella a todo el mundo y la cual salía, por ejemplo como en ese caso, cuando encontraba ante sus ojos la “felicidad plena” en los demás. Alejandra había tenido que dejar al novio en casa, jugando a “la play”; le había dicho: “Pues, ¡hala, majo, a jugar!”. No la molestaba, pero el chico a veces le daba por volverse un crío —como todos los hombres (y mujeres…, aunque no se puede decir esto último muy alto).

    - ¡Vaya dos! Parejita —gritó Alejandra.

    - No grites, Alejandra —la amonestó Sara—. Tampoco es que lo tenga que saber todo el mundo.

    - Sobre todo tus padres —dijo Carmen.

    - Efectivamente —respondió Sara.

    - Sí, evitemos problemas —soltó Carmen sintiéndose ofendida. Se preguntó cómo era posible que estuviera así la cosa, escondiéndose; ella nunca se escondía, era como esa canción de OBK que se preguntaba por qué se escondía su amante.

    - Está este Alberto emborrachándose e intentando ligar con una cualquiera —dijo Alejandra en forma de reproche, porque se sentía sola en aquel bar.

    Cuando entraron, la gente se agolpaba hasta en la entrada, a pesar de que ese día refrescaba. Mucha de esta gente se desinhibía hasta que les daba igual todo; hablaba el calor y el alcohol en sus cabezas, y en sus bocas, cuando gritaban, y en los abrazos, en esa catarsis con el mundo; e incluso los empujones eran rabias animales, expulsadas por mano del don de Dionisios, que jugaba como con marionetas con ellos, seres para su opera. Algunas niñas empujaban y se sentían ofendidas al pasar las tres chicas y parecía que alguna o alguno, macho cabrío que las protegía, les fuera a dar un zurriagazo de vuelta y media al mirarlas con esos ojos que mataban.

    Sara estuvo a punto de mandar a la mierda a una, pero Carmen salió para evitar una trifulca. Y Carmen también casi se enganchó con ésta; la niña quería pelearse. Pero, finalmente, Alejandra las hizo pasar por delante suyo, evitando la pelea.

    - ¡Cuánta cabrona! —soltó Alejandra, y la niña lo escuchó pero ya no pudo hacer más.

    Las dos ya estaban hasta los cojones del lar: éste era el típico de vinos, muy típicos en la Castilla más folclórica, de yeso y apenas decoración, que contrastaba con el colorido de los al estilo “andaluz”, tan alegres, que a uno le dan tantas ganas de entrar sólo por su belleza visual ornamental.

    No empezaban con bien píe. La verdad es que en general sólo le gustaba a Alberto. Viendo a ése con guajas pechugonas y que querían lo que querían…, no era el mejor ambiente para las dos, que querían una “reunión de amigos”, en la que cada uno no va tanto a su rollo como pasaba allí, sino que había una conversación distendida y alegre: no buscar una borrachera del quince, unas chavalas o chavales, e intentar tontear. Alberto, además, pensaba que las lesbianas, incluso Sara, eran promiscuas. Sara, ni siendo lesbiana ni hetero, le habría gustado, y Carmen tampoco le gustaba eso ni le parecía ético cuando se tenía una pareja “oficial” o eso que llaman “estable”—como si se pudiera tener, por ejemplo, parejas de domingos o sábados…

    Julio y Soraya andaban siempre juntos, a sus cosas; pero muchas veces, como si fueran muñequitos abrazaditos, que, como tal, no pudieran comunicarse pues no “había vida” en ellos. En cierto momento, Alejandra se había puesto a hablar con Soraya, de moda e incluso de asuntos personales, que molestaban a Julio pero que las daba igual de todas maneras, y fue así que ya con conversación las dos tampoco las importó mucho más, ni siquiera el propio Julio o Sara y Carmen. No eran conscientes de que Julio y la “parejita” se sintieran apartados y ajenos a todo.

    Julio se puso a hablar con Carmen, y como era ésta muy graciosa, muy pronto se sintieron muy amigables el uno con el otro, como todas veces que se habían visto. Pero Carmen seguía sin encontrarse muy a gusto, en ese bar tan cutre, medio “marginadas”.

    Sara se incomodaba ante esa situación y Julio también, hablando con Carmen delante suyo, que parecía estar ausente y como en un papel de un árbitro-juez que los observase y vigilase. Sara veía que Julio intentaba llevarse bien con Carmen; no sabía si con una buena intención o mala. Quizás, como ese dicho dice, era por tener más cerca al enemigo, o a lo mejor era algo más complejo. Julio se adentraba en el mundo de Sara por mediación de Carmen; no era su enemigo, sino al revés, un supuesto aliado; de esa manera renunciaba a Sara pero dejaba la puerta abierta… El juego, en sí mismo, podía resultar peligroso; se podía convertir en un juego de guerra que, de repente, se hiciera real y matara. Entonces, dolía, claro; hasta entonces, no.

    Un tanto después, todos ya cansados menos Alberto (que estaba con una rubia destetada y muy alegre…), se querían ir ya. Alberto se pegaba a la rubia y no salía, mientras los otros cuatros, ya fuera, esperaban, hablaban y se cagaban del frío y del propio Alberto. A la media hora, con la mirada inquisitiva de Carmen, que intentaba buscarlo entre la masa de gente, Julio cansado, acostumbrado a esa sed alcohólica y sexo de Alberto, y Sara, harta del frío y a punto de mandarlo a la puta mierda literalmente, apareció el Don Juan y Alejandra pudo reprochárselo de muy mala leche: “vamos, amante latino o ibérico, o simple salido de los cojones; que tenemos ganas de irnos de esta mierda”.

    Alberto se reía y se quedaba parado, y cada vez que Alejandra tiraba de él, daba bandazos de la que llevaba; los demás, mientras, esperaban, hartos y cansados y hasta los cojones. La gente que iba por la calle, parecía contenta, como si la noche repartiese felicidad, otras daban pena con su alegre borrachera que la mallevaban como podían; cosas que no se podían creer, cosas bochornosas, cosas que parecían extraordinarias o imposibles, cosas que se podía configurar dentro de una gama extrañas de colores en mitad de un escenario de azabache oscuridad.

    Los chicos pasearon con el cuerpo semideshecho de Alberto, que se reía y se caía como hacía el estúpido: en un momento, de ese trayecto a ninguna parte, acabó quedándose en un bar y ya no volvió. Alejandra fue llamada por su novio que, finalmente, quería ir con ella y sus amigos por ahí, y ella, muy alegremente (ya que ella estaba harta de aquella salida), se disculpó una y otra vez y se largó. Soraya estaba cansada, le dio un beso a Julio y se fue, dejándolo solo y aburrido.

    Carmen se quedaba anonadada: “¡Qué aburrimiento!”, pensaba. Julio podía ser muy divertido, pero también podía quedarse mudo, fuera de órbita, por lo que Carmen como Sara se sentían desplazadas. Además, Sara y Julio aún tenían esa tensión que les alejaba o les tenía, en un breve momento, con complicidad, a veces hasta los tres juntos, Carmen y ellos dos, pero acababa pronto y dejaba un silencio un tanto incómodo. Seguía siendo poco cómoda esa conjunción de tres, Sara, Carmen y Julio.

    Julio ya quería irse a casa, o en todo caso ir a algún sitio los tres juntos, más íntimo que un lugar de copas, donde charlar, cosa que a las tres de la mañana ya no las apetecía a ellas: de algo íntimo, sólo para ella en todo caso. Carmen la sonreía mucho a Sara; Sara la devolvía éstas y sabía qué significaban; tenían unas terribles ganas de amor y sexo. El tonto de Julio no se percataba o no quería percatarse, porque estaba solo y desubicado; y a Carmen y a Sara, de alguna manera les apenaba aquel pobre de Julio, que les sacaba una pequeña sonrisa.

    A Carmen le parecía un buen chico, y Sara empezaba a tener un gran respeto por él, aunque fuera como era: al fin y al cabo, para su punto de vista, cosa que ellos no compartían, Carmen y él eran del “mismo bando”; compartían mantel, supuestamente; compartían coloquio, no como muchos políticos, sindicalistas u otros señores del poder, que comparten “los frutos de la cosecha”, como en las bacanales o las fiestas religiosas-cívicas de los pueblos antiguos. No, a veces podían celebrar victorias pero estaban en distintas legiones, aun estando al lado sus tiendas de campaña. Sí, eran soldados de un mismo ejército en muchos sentidos, o por lo menos eso querían pensar, porque se llevaban muy bien e ideológicamente coincidían en cantidad de veces, a disgusto de Sara, que quería siempre tener su defensa de sus ideas y si no era así se enfadaba o se volcaba en una total insumisión. Pero no, no eran del mismo bando o por lo menos de esos que se creen de una misma secta; cada uno tenía sus principios, como era natural.

    Y ese día no era día para compartir mesa. Carmen quería pasar su noche con “su fruto de Amor”, como una vez había dicho borracha, imitando quizás a Dante. Cuando, horriblemente cansadas de caminar y de la velada (si es que se pudiera llamar así), ya no quisieron entrar en otro bar, se disculparon y se fueron, sin saber bien a dónde ir.

    Carmen tenía lejos su casa y ya estaba entrada la madrugada, lo que hizo pensar a Sara que su madre ya estaría dormida y no pasaría nada porque fueran a follar a su casa. Tenía una pisca de miedo, pero el temor que podría haber tenido, ya no era lo que fue una vez. Estaba más confiada. Ya iban andando a paso ligero por la calle y se lo dijo. Carmen se sorprendió, pero sin ninguna alguna aceptó.

    Estaría bien ver su casa; tenía algo de curiosidad: una casa es como conocer un poco la intimidad de una persona; para ella era importante saber cómo era. La agarró muy fuerte por la mano y la dijo que la llevase. Parecían dos colegialas que iban hacia el mundo reservado de los adultos, prohibido o que había sido prohibido hasta entonces. Sólo faltaba la canción de Layla de Erik Clapton de fondo.

    Carmen al entrar en el portal, si Sara había sentido miedo, ella había sentido la curiosidad que hubiera sentido el protagonista del Mito de la Caverna. La casa de Sara, en ese silencio de amantes furtivas, en medio de la supuesta pureza del santuario, la pareció al contrario de lo que pudiera pensar, una casa normal en el sentido de casa media, a la vez sería como toda casa con sabor rancio o conservador, a la vez con algún toque distendido, bastantes además, muchos más que en muchas de este tipo, e hizo, en medio de las risas profanas, que la gustara más todo ese ambiente mental que podía sentir: una intriga feroz y una contemplación que la arrancaba todo lo que había llegado a pensar desde las sombras. Quería salir de las sombras y alcanzar a conocer el ser verdadero, lo que se movía allí. Quería reconocer a Sara entre la niebla.

    Al entrar en su habitación y cerrar, Carmen inspeccionó su habitación; aunque no rebuscaba en cajones ni nada parecido, a Sara le pareció muy gracioso pensar que tenía algo de perra de policía buscando su droga. Ya no había más droga que ella misma. Quieres tu droga, vamos, olfateadora, te tienes que detener tu solita y venir a por mí…

    ¿No sería ella la que dejaba suelta a la perrita olfateando? ¿Quería que la olfateara? Sí…

    Quería que la olfateara y supiera quién era, que era una criminal y también una policía, que era humana y que por esas cosas de la vida se equivocaba como se adentraba en las prevaricaciones del pecado. Quería que la dijera que eso estaba prohibido, pero podía conseguir que aquello nadie lo supiera y pareciera todo en orden; quería dejarse llevar por la belleza de lo que se vedaba; quería entrar en los suburbios que son más bien propios de los animales, o eso dicen. La quería a ella. Y la daba igual la hipocresía de lo que significaba.

    Así era la vida: pecado. Pecar sin poderlo evitar: la vida cobraba un sentido protestante, calvinista. Ya ni Biblia. Sólo la fe y la vida en su estado natural. Sólo una tradición o unas mores que no fueran en contra de lo que se era, lo que era ella. Pero sólo existía en un fragmento de su cabeza, en la de sus sueños e ideales; no podía existir en la praxis, en la imagen del mundo real que existía, por mucho que empezara a desafiar el dogma católico y a renegarse y a protestar como si su padre fuera el mismísimo emperador Carlos o el rey de Francia. Quería su Suiza, paraíso de renegados, paraíso también de la hipocresía y de las ironías.

    Sara se acercó por la espalda como si se tratase de un ser mitológico, y se la llevó hasta la cama; escribieron versos que se esfumaban, como si se esfumara el viento o el humo. Y Sara creyó en la mística, o en la poesía, poesía mística que puede haber en los actos humanos. En la belleza de los seres humanos. Sólo le faltaba recitar verso como Don Quijote…
     
    #8
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
  9. Samuel17993

    Samuel17993 Poeta que considera el portal su segunda casa

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    VIII
    Era, en lo profano (¡qué palabra!—pensaba Juan—), como la Virgen de las Espadas, a la Dolorosa. En vigor, todo el amor cristiano era así: amor doloroso, amor de luto, amor de lágrimas.

    Leopoldo Alas “Clarín”, El Señor.

    Antes de que pudieran sus padres despertar, aún la luna partida por la mitad alumbraba a la amante que, como un gato solitario, habría de salir huyendo de los tejados, fugitiva, así Carmen se despedía de su amor besándola y riéndose y que aún estaba hipnotizada en los brazos del Amor.

    Ya fuera, paseaba por las calles, sin tráficos, silenciosas, salvo por algún sonámbulo coche que con su pasear parecía gritar a ésta que debía despertar, que no había llegado a casa y quedaba camino. No había tiempo; sólo existían los recuerdos inminentes; se abatía un eterno melancolismo en tonalidad de blues. No pensaba ni en sí misma; recordaba a Sara con una sonrisa, o mordiéndose los labios intentando evitar el orgasmo, o en el momento en que la miraba esperando que viniera el ascensor con el que huir de aquella guarida de dracos.

    No quería que se fueran esos momentos; que fuera un eterno mito que pudieran conmemorar, haciéndolo cuanto tiempo pudieran; que los tiempos se confundieran y no hubiera presente o pasado; que los sentimientos se escucharan en sus corazones y en los de todos de una manera que hasta la misma conciencia también se confundiera. Que no muriera, que siguiera en otro apartado del teatro pagano; que lo representaran en otro lugar y tiempo pero fuera al fin y al cabo lo mismo. Que el coro cantara, junto a una orquesta de blues y jazz, sonidos de envoltura parecidos a los que se podrían imaginar en el Gran Gatsby. Que…, al pensar en amor, se pensara en una historia parecida a la suya.

    La ciudad estaba muda, expectante por ver qué hacía, cómo volvía la enamorada; ella no se percataba de esa mudez, del solitario replicar de la naturaleza nocturna que podía haber en Valladolid; ni tampoco de los pocos que, como ella, volvían a casa y parecían estar en el mismo mundo pero no lo estaban, pues convivían en distintas dimensiones, y sólo las moles de cemento, las luces de las farolas, el triste empedrado, los coches con su rampante deslizar y los asfaltos por los que iban, los permitían compartir, y los cobijaban, en un mismo cosmos. ¡Qué soledad se podía sentir, y qué “sentida” por aquel sitio “se sentía”! Parecía que la tocara, que la dijera: cuéntame tu historia… Pero nadie la oía; todos aquellos eran seres mudos y sordos que la observaban como los espectadores del cine y que, por ejemplo, en un deseo por avisar al protagonista de algo que va a suceder, gritan nerviosos sin haberse percatado de que no vale para nada.

    Cuando llegó a casa, nadie podía oírla, ni nada se oía; sólo un silencio intrigante habitaba, o eso parecía, pues imaginaba que sus padres dormían en su habitación, su padre seguramente roncando como un descocido. Intentó hacer el menor ruido posible, con la delicadeza que sólo una mujer podría tener, bello y perfecto, de una técnica que parecía que la hubiera practicado siempre.

    Se echó en la cama y casi no pudo ni desvestirse. Continuó pensando. Continuó soñando. No podía quitársela de la cabeza; quizás la había hipnotizada, llegó a pensar seriamente. Podía comprender ese ronroneo de su corazón, que maullaba en esa chica que a veces tenía algo de gata solitaria; detrás de ese instinto de felino, había un corazón que llegaba a enamorarse. Estaba tocada. No podía dormir, ni tampoco quitarse la ropa; estaba paralizada; se notaba como ida del propio mundo humano y a la vez aún, por su tacto primeramente, se “sentía” en él. Y suspirando, sonrió por lo “atontada” que se encontrada, “por lo colada” que se encontraba, y por esa “monada beata”.

    Finalmente se levantó, mientras las primeras luces de la mañana, muy secamente, alumbraban, a la vez que las cortinas cortaban estas luces y las esparcían, y quedaba la habitación como en un nido de gamas de colores anaranjados y blanquecinos. La luz, al quitarse la ropa Carmen, iba de un sitio a otro de su piel, marcando ésta, como si fuera buscando algo. Lo único que no se retiró fue los calcetines. Tuvo la loca idea de dormir así.

    A esa hora soplaba la típica flojera que te deja la piel gritando que te resguardes con algo; pero ella no parecía oírla ni padecía sus llantos. Seguía sumida en esa nebulosa. Y cuando estuvo en la cama, con las suaves sábanas acariciando como si lo hiciera su amante, así se sintió, excitándose con esa sensación, de estar con ella. Y el calor de las sabanas. Y el roce de nuevo. Y la mano que bajaba, intentando contentar ese deseo. Y el movimiento de sus dedos, ya no la dejaron evitar retroceder en aquello. Penetrando. Escarbando, como hacía en su mente buscando a Sara, o como si lo hiciera sobre el cuerpo de ella.

    No pudo evitar sentir cómo en su cuerpo prorrumpía esa sensación que se fusionaba como un elemento nuclear; se corrió lívidamente en una descarga eléctrica, la cual la fulminó. Entonces, interrumpiendo mayores rayos solares desde la ventana, anunciando un nuevo día que nacía ya definitivamente para no irse, sus ojos cansados cayeron en los dominios de Morfeo, amoroso y pacificador tal que su cuerpo no sintió ninguna mala sensación.



    Y repitieron aquella escena varias veces, sobre todo de noche; pero también lo empezaron a hacer de día, cuando pensaban que no estaban sus padres; y cada vez que lo hacían, se confiaban más, y les importaba menos que pudieran verlas. Sara no había pensado, en esos ratos, qué pasaría si sus padres las descubrían. Ni tampoco en las repercusiones. Y muchos menos en sus miedos más interiores, en su religión. En realidad, se había relajado. Ni siquiera aquel poema tan pagano le había importado; lo iba aceptando porque necesitaba de esa chica, Carmen, pensara como pensara —pues además sus pensamientos eran valiosos para ella ahora: porque eran de ella, principalmente—. Y para Carmen los de Sara igual. Carmen sabía que detrás de esos sentimientos egoístas que tenía también, había caridad, justicia, amor… Amor. A Carmen, enamorada, cualquier manifestación de éste en ella misma la provocaba una turbación, una sensación que nunca había conseguido salir de su alma y que ahora la volvía loca literalmente (según pensaba la misma Carmen). El mundo idealista del amor.

    Cada vez las sesiones informales de sexo eran más frecuentes, pues, y también su intensidad. Alguna vecina cotilla ya había hecho algún chismorreo sobre si algún chico se “veía” con la chica rara de los de al lado. Nadie, todavía, se había coscado de la presencia totalmente femenina de las “visitas”. Y que los orgasmos salían habitualmente por partida doble. Aunque, claro, además de que sus dos voces a coro podían sonar igual, seguramente alguno podría pensar en fantasías…

    Pero tampoco eran tan estruendosas como para llamar mucho la atención; que se hubieran descuidado con el tiempo, no significaba que hubieran hecho patente de corso para abordar de cualquier manera los barcos enemigos…

    Sara se había vuelto más suelta en todos los sentidos. Estaba segura. Follar con Carmen y hacerlo como si la fuera la vida en ella, era parte de aquel amor; amar como se ama; follar como se ama y se desea. Y punto y final. Aquella cosa que se levantaba por el impulso del corazón o por la cabeza (da igual), en forma de imágenes de ella, o en el mismo brillo de sus ojos; era uno de esos amores de niña que piensa que el amor es una cosa que se juega como se juega con las muñecas.

    Aún no sabían de sus amistades, salvo Carmen de los amigos de Sara de la universidad, pues Carmen había sido más reservada, de una forma muy irónica por otro lado, lo cual había hecho tanto con sus amistades como con sus asuntos más profundos, que había ocultado en su cajón de su mismo cuerpo. Tampoco habían tenido una verdadera relación de pareja, con sus compromisos, con todas esas cosas que unen de la misma manera que unen los estúpidos símbolos de un estado, los cuales dan su lógica a la gente, porque son estúpidos sí, ilógicos, pero dan prueba y fe de lo que se valora. Recuerdos e historia, muchas veces. Tiempo. Y compromisos, no amor a hurtadillas. Ideas sobre qué era aquello, sobre qué pensaban hacer a la hora del té precisamente no; sobre qué harían y qué harían juntas. Cosas tontas, sí… Pero en esta vida hasta las tonterías tienen su valor. Y en sus cabezas no existían. No querían percatarse. Era aún un juego, un juego que avanzaba pero refrenándose sin entrar en la estación. Dar la vuelta y volver adonde se había llegado infinitamente.



    Un día la cosa empezó a cambiar, sobre todo por Sara. Más bien, la cosa cambió en Sara.

    Fue con algo banal. Su padre en la mesa y hablando de no sé qué, de repente salió el tema. “Desviada”. “Bollera”. “Ésas, que estaban ahí morreándose…”.

    Su padre no estaba del todo indignando, sino sarcástico. “Eso tiene que ser por algo que las pasa, que no las han educado o algo así”, fue por el tema de lo pedagógico, muy interesado además, su padre. Y su madre, entonces, siguió con un: “¡Ay, yo no sé! Sara, anda que si de repente nos dices que tú te besas con alguna chica, ¡vamos!”. Y Sara no dijo nada. Sara tenía ganas de hacer algo, como gritar, y su mano se tensaba pensando en qué traición era ésa. Y pensó en Carmen y que la quería. Pero ellos siguieron, sin que ella pudiera hablar.

    A veces el silencio es peor que la mentira.

    Su padre la dijo a su mujer: “Creo que hemos intimidado a la niña”. “Yo —soltó aun así—, si soy su padre, la llevó a que me la miren, que eso no puede ser bueno; eso es una enfermedad —hizo buen juicio el señor—“. La madre no pudo, en cambio, expresar lo que la parecía, con ese deje de buena cristiana que tiene este tipo de burguesía hispana.

    Mientras el padre seguía, se crecía y subía el tono, como en un orador político. Era todo un gran espectáculo de ver. Sara seguía cohibida. El pater familias tenía toda la autoridad, no podía contradecirlo, pero… ¡Pero! ¡Pero…! ¡Quería gritarle! ¡Me chupa el conejo una desviada y me corro de gusto! Pero se contenía e imaginaba en que si no estaría un poco… Y cada vez que arremetían uno de ellos se volvía un caos mental para ella.

    El padre la veía un poco lívida, pero continuaba con su perorata sobre los matrimonios homosexuales, la poca moralidad… No parecía un hombre ya de razón como se le veía con el periódico, con su ABC, con la Razón, o el Norte a veces; no se parecía a aquél que su hija era su ojito derecho; no se parecía al padre que le decía, incluso jocoso, sobre ese chico o aquel otro, y que desde que ella sabía lo de “su enfermedad” lo contestaba que “bueno…”, y su padre la reprochaba que fuera tan hermética, que tampoco era un carcamal, que las chicas también tenían sus “cosas”, como los chicos, y que eso no lo prohíbe ni Dios ni la Iglesia. No, ella lo temía y odiaba, como sabía todo aquello que había visto en él y lo tenía aprecio, de aquel hombre… que era su padre. Aquel hombre que ahora la despreciaba.

    No podía soportarlo. Lo cortó con un “Papa, no te pases; yo tengo… una amiga que es… lesbiana”, que sonó casi de súplica y de algo más profundo que no comprendían tanto el padre como la madre. Su padre, en ese instante, sorprendido, no supo qué decir. Pero, luego, tuvo curiosidad; quiso saber más; cómo es que su hija se alineaba con gente así.

    Ella le contó que había una amiga reciente que la había “ayudado mucho” y era un encanto y que la había aceptado a pesar de que era, como decía él, una “desviada; ella era sobre todo una persona, una chica que no se la notaba sus diferencias, que era alguien normal. Eso de normal, claro, en el esquema paterno, chocaba. De ser otra persona había dudado, pero en su hija beata no, no en su ojito derecho. Su ojito derecho debía de tener un motivo. Y la preguntó con un “pelín de obscenidad” si no la había intentado tirar los tratos: “¿Y ninguna vez te ha dicho que si querías, vamos que si que querías tener lo que fuera con ella?”.

    - No, papa… —respiró hondo y lo expulsó por la boca con dolor—. Es una chica que quiere a otra mujer. Una mujer que desea a otra mujer. Se quieren. Se aman. Como yo u otra cualquiera. El amor no es cosa de sexo. Bueno —reflexionó, además de por su doble ambivalencia—, algo tiene que ver el sexo. Una mujer no lo hace igual que un hombre, digo yo…

    - Pues claro —soltó muy hilarante el padre—. No tienen lo que un hombre… Se inventarán sus… artimañas —especuló con una gracia que su hija hizo poder volver a ver al padre que quería. Incluso lascivo, cosa que a veces era, pero guardando ciertas formas; aunque alguna vez, muy dada vez era verdad, le salía eso del “macho ibérico” y berreaba como todo varón…

    - No, si alguna vez me ha contado. Tenemos intimidad y… Es divertido. Yo… —dejo marcada su diferencia Sara— la he dejado claro que no me gustan, que yo soy católica y que me parece… Yo la acepto, porque no soy quién. No creo que amar, amarse así o de la otra, no sé…

    - Es antinatura —soltó la madre un poco escandalizada—, hija.

    - Sí, ya… —razonó el padre—, pero en parte es verdad que si esa chica es una buena chica, la culpa no es suya. Quizás su amor está equivocado, o sí, a lo mejor hay un amor… —empezó a dudar, dándole la razón a su hija, porque su hija… Si su hija tenía una amiga lesbiana y era buena gente, casi cristiana, habría que dudar, hombre de Dios—. No somos quiénes, lo decía el papa hace poco. No lo saben los propios curas —se cuestionó de la manera propia del hispano, que a veces incluso cuestiona a los hombres a los que hay que respetar con la máxima latina de la ley—. Si hasta dicen de si las mujeres se hacen curas… O se casan los curas… ¡Dios!, no sé, el mundo está loco.

    - Bah —banalizó la mujer—, las cosas siguen igual. Las cosas siempre fueron así —le expuso a su marido—. A mí mi padre, cuando me decía que había milicianas que incluso… Yo… Eso era degeneración. Me contaba cada cosa. Era rojo el hombre, aunque luego pues se volvió un hombre decente, pero no se me olvidará que lo decía con una cara, ¡qué cara! Mi padre era muy…

    - Sí, si el hombre era del, ¿cómo se llamaba?, el POUM. Tenía un carnet y todo —informó el padre.

    - ¿Pero el abuelo le parecía mal? —preguntó Sara.

    - Bueno, al abuelo le parecía… No sé, porque tu abuelo era muy eso. No lo aceptaba pero en esa época… Como ésta. Aunque es verdad que de dinero estamos ni mucho menos, moralmente yo pienso que peor. Todo con ZP y el guerracivilismo que decían en la tele.

    - En Intereconomía el otro día —puntualizaba el padre.

    Sus padres siguieron, alarmados por el mundo, y Sara no sabía qué sentir. Ni siquiera ya sabía qué pensar.

    Su abuela era alguien muy importante, y por ende el abuelo, claro estaba. Aquella cruz que tenía colgada era de ella, un recuerdo de su muerte; la echaba de menos, sobre todo porque se sentía culpable: cuando murió estaba en la naciente adolescencia y los sentimientos eran un remolino y había intentado “mantenerse al margen” de ese sentimiento de dolor familiar de su madre, pero en lo más profundo la había marcado su muerte. En realidad, no podía olvidar esa sombra; no la había olvidado en su momento, como para hacerlo después, con su cabeza más “madura”.

    A su abuelo no lo había conocido mucho, pero era una sombra que la sonaba al hombre más justo, más perfecto, más idílico del mundo. Aunque, los hombres tenemos luces y sombras. Puedes iluminar las sombras como si fueran luminosas, pero también hay cosas que no queremos más que dejar en las mismas oscuridades de donde salieron. Como sus deseos “contranatura” Sara.

    Por un momento, se imaginó que todas esas inmundicias eran parte de la familia, por el abuelo. ¿Acaso en esa familia también, tan benigna y piadosa, había ovejas descarriadas?

    Durante esos días y durante ese periodo de “desvío” había intentado evitar el confesionario o había sido parca con sus pecados, ligera, olvidando “pecadillos”. No sabía siquiera qué le diría el párroco de esa comunidad de gente decente y de clase media. Era un párroco no como esos rígidos que dan un terror infinito, al revés, sino que daba confianza, pero… no. No la iba a decir que eso estaba bien; mas, al contrario, la cuestionaría su relación e intentaría redimirla. Y ella no quería. Ya no.

    Su corazón, encerrada en su habitación, esperando respuesta desde el otro lado, de Carmen diciéndola que si podían verse, tenía ganas, unas ganas irreprimibles, de ir a confesarse. Como tenía ganas de gritarle a su padre groserías, como quería saber si no se equivocaba. Y era una cobarde y lo sabía, y se empequeñecía; se enredaba en sí misma y se abrazaba como una niña, en estado casi fetal, en su cama. Cobarde. Estúpida. Una niña.

    Recordó su infancia. Y empezó a aparecer delante de sus ojos la casa de su abuela, como en microfilms de películas antiguas, con el mismo sabor a sepia de las fotos de éstas.

    Aún era una niña cuyos ojos oscuros brillaban y habitaba la vida como si detrás de lo que se viera pudiera esconderse, más allá, un secreto mayor, ¡como en ese cristianismo con su Cristo en la cruz y sus mensajes curativos para el alma! Esa casa de madera crujía como si crujieran almas y vidas, historias que quisieran ser recordadas —aunque la casa no era tan vieja: como mucho, de tiempos de la posguerra— como quizás la de su abuelo y su abuela, todas ellas enjauladas como las sombras que danzaban con ella, en un festival por la vida, entre la luz de la tarde y las oscuridades que la luz no podía iluminar, con el mismo efecto que en un templo del románico.

    Luego, esa niña corría hasta la habitación de los invitados, donde todo estaba poblado por un polvo que se asemejaba a miles de luciérnagas diurnas, que se concentraban con la luz de la tarde, y una ventana al poniente, que dejaba entrar esa luz misteriosa; después, iba a la vieja alcoba de su madre, que ya no quedaba más que un pequeño recuerdo de fotos que no interesaba a la pequeña Sara, y lo que le gustaba era poder dormir en aquella cama que tenía aspecto de la de una torre de castillo no se sabe muy bien por qué; y cuando entraba, finalmente, en la alcoba de su abuela y estaba en la cama porque necesitaba descansar, ella arrastraba los pies con la lentitud con la que un siervo del Señor tendría con un ser del otro lado. “Hija, ven”, la decía cariñosamente su abuela. Y con ella iba con alegría y corriendo.

    Había dos camas separadas y un crucifijo en el medio, sombrío y sobrio como toda la habitación. Podía percatarse de la soledad, de aquella sensación de que la cama de al lado sobraba pero, a la vez, no sobraba, que era una falta dolorosa, y la cual se llevaba con el pesar y ayuda del “Altísimo”. Con el poder del Señor, poderosísimo, admirado y temido como inalcanzable. Había una sensación de pureza, dolor y amor a la vez que no podría dejar en el futuro de sentir.

    Aquel recuerdo la ató a un ataque de sentimentalidad. Se percataba de la maravilla de ese mundo olvidado, infantil, y cómo se “había corrompido” y complicado; de cómo ya nada quedaba apenas nada de él; de que allí era todo tan fácil, o eso parecía, como en los sueños que, tan livianos y extravagantes teníamos, podían cumplirse en esa época.

    Los sueños ya no eran más que bálsamos, pero se asemejaban un poco, míseramente, a algunos sentimientos, a las pulsiones que se la salían del pecho a veces. Era una melancolía desarraigada. Como si esa flor que había en ella, o algunos creían ver, la hubieran arrancado a cuajo.

    ¿Cómo habían marcados esos primeros pasos por la vida a esa Sara? ¿Cómo había influido para hacerse en Sara actual los hechos de la Sara de antaño, que era y no era a la vez esa Sara? ¿Acaso no era ya otro fantasma más esa Sara infantil de esa casa de su abuela? ¿Y acaso esa “falsa” Sara hacía a esa otra Sara? Su abuela y ella. Aquella cruz.

    Cogió la cruz. Dolor y amor. Sufrimiento y cielo. ¿Qué maldita dialéctica era ésa? ¿Se podía amar con dolor? Sí; y seguramente, para Sara, quizás el único amor era éste: el amor doloroso. Esos amores sin dolor no podían ser; no existían; se volvían mierda. ¿Acaso su amor no era una cosa falsa, de puro derroche, de pura lascivia? Pero… algo gritaba en su corazón. Una pequeña cosa resonaba.

    Las palabras de su abuela hablándola del amor. Sus primeros “conocimientos” sobre él. Ella, que no sabía nada de eso, que aún era una niña de ojos oscuros sin pecado.

    Estaba su abuela con una foto enmarcada de un hombre joven, afeitado y bien trajeado, que tenía algo “raro” en la forma de éste, algo que la hacía destacar. La abuela la miraba de manera diferente. Era el abuelo. Sus ojos lo echaban de menos, gritaban como si expulsaran el deseo de querer volver a aquellos instantes que simbolizaba aquella imagen, y sabían que el tiempo transcurre sin que nosotros podamos decirle: “Pare, que aquí me bajo”. No, pasaba sin pedir permiso. E iba llevándose todo eso. Todo nacía y moría de nuevo, como las estaciones, como las personas… Ahí estaba la niña Sara que miraba preguntándose qué significa aquello además de, posiblemente, por el abuelo.

    - Sara, el amor es el amor; no hay nada que lo pare; no hay normas —resonaron esas reglas, esas mores, más que los temores, como palabras sacras, de la Biblia misma. Y luego intentó escuchar lo que continuaba—. Es el mismo amor que Jesús, su Luz: Él nos ama a todos. Lo único, es que ese amor se expresa en su mayor pureza en quien más amamos nosotros —Era todo muy dulce, demasiado; sonaba demasiado a cuento.

    Aún tenían esa estúpida belleza que tienen los recuerdos y el paso de tiempo, un tiempo perfecto e idílico. De la misma manera, posiblemente, como la Edad Media o la antigüedad para los románticos —la época clásica la infancia; la Edad Media la adolescencia—. Aún tenía una gran belleza en su pensamiento; se puso a llorar por esas amables palabras, idílicas, que deseaba que fueran ciertas. Pero no. El amor era una cosa más complicada. Pero sonaba bonito. Claro que podía sonar bonito. Y podía tener su verdad, su propio significado.



    A pesar de todo, la llamó Carmen y ella acudió a ella. Era su ángel.

    Al verla, entre las sábanas y los fluidos sexuales, el sudor y su propia piel (viendo más allá de ella como la decía), creyó reconocerla como su abuela la había dicho: ese amor del que hablaba. E imaginó la foto de su abuelo, y cómo la miraba su abuela.

    Otra vez lo habían hecho. ¿Pecado? No. No podía serlo.

    Luego se quedó dormida sin poderlo evitar. Estaba rendida de aquel esfuerzo. Las dos habían tenido unas enormes ganas, y se habían quemado en ello. Carmen al principio no se durmió, sino que pensando que la dejaría dormir y luego la despertaría, estuvo despierta aunque como anarcotizada después del sexo. Tenía pensado que ya era hora que Sara conociera a sus amigas, y que debía presentárselas. Quizás… fuera difícil, pues eran muy diferentes a ella. Por cómo eran ellas, tenía algo de miedo; pero la daba igual.

    El sol de la tarde despuntaba con su rasante, toqueteando todos los muebles de la habitación, como en un extasis primaveral. Pensó que era la época en que todas las semillas del invierno y todo lo que se marchitó en el otoño, nacía de nuevo, con sus flores, el polen, su dulce néctar para las abejas, aquel candor de que todo va a nacer. Pensó en ese cuadro de Botichelli del nacimiento de la primavera. Pensó en que la natura como el amor u otras miles de cosas, actúan sobre nosotros sin que casi nos demos cuenta. Evolucionan. Cambian. Se transforman. Se reproducen y mueren. Aunque ellas, dudaba de si pudieran reproducirse... Y la importaba, sí. ¿Cómo no la iba a importar? Pero quizás lo bonito de la vida no fuera tanto eso; aunque sí, lo tenía; y aun así, ¿y qué importaba? ¿Tener hijos y luego verlos sufrir? Ella lo había visto. Ella había tenido mucha suerte, y lo sabía y la había marcado. Tenía bien firmada en su cabeza que era de las Delicias, con sus más y sus menos. Que la vida es puta y es mejor que sea un disfrute, no un dolor.

    Después de esas últimas reflexiones combativas, de soldada revolucionaria, se fue quedando sumida en el sueño y se dejó caer, creyendo que se despertaría… Pero no fue así. Se quedó soñando.



    Fue Sara la primera en despertar y darse cuenta que se tenían que vestir y que se tenía que ir ya mismo Carmen. No la podían ver.

    La metía prisas, pero Carmen no podía ir tan rápida como ella quería; y Sara la gritaba enmudeciéndose, casi enloquecida que iba a explotar. Cuando se había puesto la parte de arriba, se dio cuenta de que la faltaba “lo de abajo”. Lo habían dejado, con el calentón, en mitad del pasillo. Fue corriendo hacia la puerta y la abrió.

    Los padres de Sara acababan de venir de visita a unos amigos; volvían más pronto porque estaban más aburridos que una ostra y sintiéndose fuera de lugar. Estaban cabreados. Al ver que la puerta no estaba cerrada con llave, supieron al instante que Sara estaría en casa y se alegraron porque querían ir los tres de cena por ahí; así, además, se quitaban de aquella escenita tan grotesca… Al pasar dentro se encontraron a Carmen, sorprendida, recogiendo una muda interior. Ella entró a la habitación al instante, pero la puerta dejó verlo todo. Sara aún estaba medio vestida, totalmente descuidada, como si se tratase de esos retratos de brujas malignas. Aquella escena les dejó sin hablar a los dos padres: una imagen de terrible pecado, fue lo que creyeron ver, casi alucinados, en unos solos momentos. Fotos rápidas de un loco fotógrafo en éxtasis pagano.

    Cuando Sara los vio, sintió que se caía del cielo de nuevo, pero no para bien; que pronto se abrirían las fauces del Tártaro, después de comérsela, digerirla y volverla a componer el cancerbero, y la torturarían los seres infernales por todo aquello que había hecho mal. Como debía ser, como les gustaba en realidad a esos pecadores.

    La madre se echó a gritar que qué coño hacían ahí. El padre y Carmen estaban en silencio. Sara no sabía qué decir, balbuceaba. Mientras se intentaban entender madre e hija, Carmen se vistió, pasó su mano sobre ella y como si no existiera se fue, pasando de los gritos de la madre y del padre, que pasó al lado suyo y sólo supo mirarla como condenándola de todo pero sin reprochárselo, cobardemente.

    Todo fue muy rápido. Sara acabó diciendo cosas que a la madre la provocó palabras que nunca había oído, de puro odio y que la sabían a puñales. Era la verdad, y la verdad se tornaba como un puñal que la agujereaba en el pecho, como una enfermera buscando vena y hurga porque no encuentra. Luego, se encerró en su habitación. Fuera, su madre se preguntaba qué era lo que habían hecho mal, si parecía tan…, y el padre intentaba consolarla con que no se podía hacer otra: era así el mundo, lleno de gentuza que descarriaba a gente incluso como su niña. La dijo que aquello ya era de tiempo atrás, porque esa “amiga lesbiana” seguro que era ésta. Y que lo que pasaba es que habían sido siempre muy blandos y no se podía ser buenos… Buscaban una excusa. Una razón para ello, que les exculpara de algo que, además, tenían por algo terriblemente maligno.

    Sara se pasó en su cama todo el tiempo, en una vigilia terrible. Oía las voces, fuera, como aullidos de lobos que la decían que iba a suceder lo inevitable. Las oía y las temía. Se apretaba a sí misma, con un miedo que nunca había sentido y quería no tener pero que la destrozaba la cabeza. No lloraba, intentando ser valiente, pero hubiera querido apenarse un poco por sí misma. Pero los lobos, que antes habían sido unos amables padres, hablaban, muy alto además para que los oyera, con el sonido de una condena.

    Sus padres no cesaron de discutir qué harían, saciando su rabia a gritos que, por su delicadeza de pequeña burguesía, no eran gritos en sí mismo; intentaban aparentar incluso en esa situación “límite”, desesperada. Su madre era de enviarla a algún sitio, para “esas gente”, pero el padre creía que exageraba. Fue éste el que primero gritó como un poseso, pero con la delicadeza ya digo de querer aparentar, y finalmente se sosegó, sobre todo por el amor por su antiguo ojito derecho, ya desecho y defraudado, e intentaba, a pesar de estar tan contrariado, calmar a la madre. Para ellos, había un ser repugnante o algo así, o eso hubiera parecido, en la habitación que antes era de su hija. De repente, como en un relato kafkiano, había surgido una cucaracha, o mejor dicho un ser volador que podría en principio ser hermoso pero que era de contornos asquerosos, en el cuerpo de lo que había sido su hija, encubada en ese sitio ahora corrupto que era “el altar de su hija”.

    A la hora de la cena, el padre fue hasta su habitación, llamó y la dijo que la cena estaba servida, fríamente, como si aquello fuera una pensión. Ella lo miró como si ya no fuese su padre, sino a otro animal del bosque. Recordaba, en ese momento, todas las enseñanzas animales. Por dentro se rio cínicamente, pensando que quizás Darwin tenía razón, y que en los seres humanos había más de animal de lo que pensaba y nada de lo angelical o corrupto de lo que decían las Escrituras. Simplemente, animales. Y claro, ella había ido por un lado vedado a la naturaleza, ¿o no? Quizás también hubiera lobas bolleras. Pero ese oscuro pensamiento se lo guardó mientras lo miraba a él, con cierta ira ya, pues le daba asco aquello. Ya no era la que daba asco, le daba asco todo el mundo; todos, descubrió de pronto, eran seres execrables, como había barruntado mucho tiempo atrás, antes de descubrir “su lado oscuro”, lésbico.

    Sus movimientos eran lentos y suaves, como si verdaderamente llevara las alas de algún ser nocturno volador. Podía ser una lechuza, por cómo se organizaban éstas; pero ante los ojos de los demás, sus padres en este caso, debía ser algún tipo, por ejemplo, de mariposa siniestra, con sabor a relato zafoniano. Primero giró su cuerpo, que la pesaba, como le habría pesado a Samsa, y se puso recta; luego flexionó sus piernas para levantarse y se irguió lentamente; y ya de píe como un homínido, su padre se fue de su vista y la dejó en mitad de la habitación, a oscuras como si hubiera alguien con migrañas, unas terribles migrañas.

    Siguió a su padre, por el pasillo; se seguía sintiendo en aquel estado de limbo, de narcotismo; sus movimientos no parecían de ella misma, sino de otra, otra que hubiera ocupado su cuerpo. Como si fuera un hechizo de una bruja, una posesión, algo por el estilo. Pero no. Lo sabía; aun así, la realidad la parecía tan pronta a desaparecer; algo así a como dicen que están los fantasmas, era como se notaba. Y el tiempo iba igual de lento, de mortal. Si no fuera que allí no había relojes, sonaría uno fuerte marcando sus minutos últimos de vida, con ese dramatismo siniestro, a lo Poe, de negritud criminal, muerte predestinada como en el Drama griego.

    La cocina tenía ya a su zoo: su madre y su padre, sentados igual que siempre, en sus mismos sitios, esperándola. Estaban callados y mirándola. La miraban como a un bicho: “¿¡Y vosotros!?”, se preguntaba. Para Sara ellos sí que tenían bastante de eso, por odiarla por ello. Ahora todo aquello que había sido, que había pensado, era tan asqueroso… ¡Qué asco tremendo! “Si hay Dios, ha de ser justo”, recordó Sara. Menos mal, pensaba. Porque ellos eran como los romanos; ellos la juzgaban; ellos iban a decirla que eso que era, era antinatura como decía su madre. Todo eso, lo sabía. Era como el fusil sobre la cabeza. Oía el ruido del fusilamiento en su cabeza. Sabía que después de eso moriría, y habría otra vida o no habría nada. Pero que todo cambiaría.

    Fue entonces cuando tomó asiento y sintió el peso de la culpa (no la suya, la que la imponían sobre sus espaldas), silenciosa como la del que va a morir. Todavía nadie la habló. Se miraron y comieron. Su madre hipaba o eso parecía, como si fuera a llorar. A Sara la parecía de una hipocresía impresionante y, en su corazón encarcelado, la tenía un odio terrible, pero la rompía el corazón… ¿Quizás era el complejo éste, el de las adolescentes, como el de la Sirenita? De niña odiaba esa película, y la seguía odiando, pero de niña le encantaban las películas de dibujos, que las veía junto a su madre. Y, por eso mismo, volvió a su infancia y vio a su madre y aquella niña que fue…

    Su padre ni siquiera la miraba, y si en un solo momento cruzaban miradas por algún motivo, ella notaba la furibunda ira del pater. Él era el que tenía que proveer el bien de su comunidad, su casa, su familia.

    Habiendo dado confianza en quien más amaba, le había traicionado. Pero ella no había traicionado a nadie. Ella era como era. Punto.

    Al acabar, y dejar los cubierto sobre el planto, notó su mirada, recriminadora. Ella se la devolvió, con calma, sin esa ira que se contenía sobre el rostro hierático, como el de una estatua clásica, su padre.

    - ¿Así que además de estar con una de ésas, te la traes a casa para eso…? ¿Así que eres otra de ellas? —preguntó inquisidor, sin decir los términos, como un oxímoron.

    Se quedó callada, pensando, mirando el plato. No sabía qué decir, pero quería, quería decir algo: tenía la rabia para soltárselo, pero algo la contenía. Siempre tan exaltados, diciendo lo que pensaban, pero a la hora de la verdad, calladitos, bien calladitos.

    - ¿No dices nada? —arremetió el padre.

    - Sí; Carmen es mi novia. Y… estábamos… haciendo el amor.

    - ¿Así lo llamas? —se preguntó retóricamente, descontento; pero ya no había ira en su voz sino desdén, y sobre todo, cansancio al ver que era cierto y su disgusto lo destrozaba.

    - Sí, así lo llamo; y es que la quiero. La quiero; me ha costado admitirlo mucho tiempo, pero la quiero y no me arrepiento.

    - ¿Y no te arrepientes? —se rio cínicamente, ahora sí enfadado, volviendo a reunir la ira que antes había retenido. Tenía la osadía de decir encima que no se arrepentía— ¡Vaya, ser una desviada te parece bien!

    - ¡No estoy desviada ni nada por el estilo! —le contestó irritada, como endemoniada (o eso les pareció).

    - ¡¿Cómo puedes ser así?! Decir eso… —la recriminó su madre, que hasta entonces había estado callada y ahora lloraba—. Nosotros no te educamos así —Sólo la faltaba el qué hemos hecho nosotros—. No sé… —Ahí iba—. ¿Qué te ha pasado?

    - Que me he enamorado, mamá —sonrió, feliz; era feliz diciéndolo como una tonta. Parecía de un relato romántico, y eso la hizo reírse cínicamente por dentro—. Y eso no es pecado. Por eso no me arrepiento. Ella me quiero, yo la quiero… Y no creo que a Dios le parezca malo.

    - ¡Pero, ¿cómo —se la entrecortaba la voz a la madre, alarmada por todas esas blasfemias diabólicas, en la boca de su hija, la única, la que tenían como oro en paño— te atreves a decir eso?! —La madre ya no podía más, y con la mano en la frente y cabizbaja se fue al salón, a tomar un cigarro; hacía tiempo que no fumaba, desde que su marido y ella se casaron y tuvieron a Sara, y sobre todo desde que había tenido cáncer y ya sí que tuvo que olvidarse totalmente; pero ya no podía más; necesitaba tanto esa sensación de relajación que da la nicotina que la dio igual: ¡Que me muera ya!, se decía por dentro, en el tono melodramático de una señora burguesa de clase media.

    El padre se quedó quieto totalmente mientras su mujer se iba al salón.

    - No lo entiendo; no lo entiendo —repitió una y una vez más, con más ira pero sosegada, con esa ira que se tiene al hado, al mal hado—. ¿Dónde está mi niña? No te reconozco hija —la reclamó.

    - Soy yo, papá; sigo siendo la misma, pero gustándome las mujeres. Soy yo pero siendo como soy. Como cuando tú te pones como un bruto y dices que cómo es que no nos han educado a las desviadas. Sí, ése, el mismo que su hija es lo que es y la han educado. Porque no es cosa de educación; porque, por mucho que nos educen, seremos quienes somos.

    Su padre estaba llorando. La costó verlo, pero lagrimeaba. Las venas de su brazo podían vérselas como si hubieran pasado un rayos X. Podía ver el sentimiento de rabia. Ya no había esa hipocresía. Y la dolía y se sentía, no asqueada consigo misma, pero… Como antes la daba asco, no tanto ya así, sino que lo que hiciera que las cosas fueran como fueran, era lo que la daban asco. ¿La Condición Humana? ¿Por qué tenía esos matices, que de pronto era hermosa, otras veces asquerosa?

    - Papá —siguió, intentando ser entendida por él—, yo la quiero. Nunca había sido tan feliz como con ella —Sara también estaba empezando a llorar; y se sentía liberalizada por ella, como escapándosela todo las execraciones suyas—. No la voy a dejar. La quiero. Y no lo puedo evitar. No voy a ser algo que no soy; eso lo he sido hasta ahora, y sí que me da asco. Más de una vez me has hablado de las mentiras, y lo malas que son. Pues yo soy sincera —le dijo muy seriamente.

    - Vivirás en mi casa, pero no quiero verla aquí —la contestó el padre—. No quiero saber nada de…

    - Vale —aceptó Sara.

    - Ya no eres una niña… —reflexionó el padre—. Ha pasado el tiempo y… No sé por qué Dios… —balbuceó, casi a la manera de alguien con problemas mentales.

    Sara se volvió a su habitación, a la vez aliviada como rota, como si algo se hubiera roto por dentro.

    Sí, ya no era una niña. Y aquel mundo de adultos parecía tan turbio y algo así como un mar en el que navegamos siempre, probablemente a lo Ulises. Y ahora había encontrado Ítaca, pero nadie la reconocía; no era no más que Nadie, como ése que había hecho frente al hijo de Poseidón. Y ese Nadie había desafiado al Rey de los Mares. Como en la sirenita. Ojalá que el castigo fuera suficientemente bueno para ser feliz. Sus fuerzas ya no se encontraban plenas para esa lucha. Se encontraba derrotada, a punto de derrumbarse.

    Cuando se echó en la cama, entró en ese sueño profundo de los momentos de pleno dolor. El sueño tenía esas dos facetas, de aliviar el cuerpo pero que, a pesar de ello, la sique por dentro se encontraba mal e irritaba todos sus músculos; se podía decir que se asemejaba a la tortura de Cristo, y por lo menos así ella, con esa idea en la cabeza, se sentía más “aliviada” por dentro. Porque de alguna manera no estaba sola, porque alguien había estado en su mismo lugar y había sentido lo mismo.

    Continuará...



     
    #9
    Última modificación: 3 de Noviembre de 2014
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