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A eso de las ocho con cuarenta y dos... (Microrrelato)

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por jorgeaa, 15 de Diciembre de 2015. Respuestas: 1 | Visitas: 654

  1. jorgeaa

    jorgeaa Poeta recién llegado

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    Al día siguiente, “amanecí” a eso de las ocho con cuarenta y dos de la mañana; hubiera querido seguir durmiendo para no tener que despertar de nuevo con ellos; es más si ellos no existieran quizás hubiera dejado mis aposentos una hora antes y hubiera salido a correr o a leer o bien ver un poco la televisión disfrutando de la energética belleza de la flaca de ese programa matutino.

    Sin embargo, no fue el caso, y en estas instancias tuve que levantarme de la cama y obviamente arrastrarlos a ellos.

    Hablando con toda sinceridad, este último año había perdido un poco mi carisma y quizás mi motivación, a pesar de haber conocido a tantas féminas muy guapas. No es necesario tener un Premio Nobel para saber que por estar pendiente de ellos, me había desligado del mundo de las relaciones sentimentales.

    Sin embargo, como todo hombre con necesidades, admito haber estado visitando muchas casas de tolerancia desde hacía varios meses ya, y puedo decir a ciegas que en un lapso de nueve meses, tuve sexo con más de un veintena de mujeres a pesar de que estos intrusos que recién acababa de conocer estuvieran observándome incómodamente durante cada uno de estos actos.


    Como continuaba con una supuesta chinkungunya que me imposibilitaba el ir a trabajar, había decidido hacer de esta semana una semana de perdición, por lo que la agenda de hoy dictaba: Casa de tolerancia, Byron Girón, 2:30 pm.

    En su mayoría, ellos me estaban atrasando en todo sentido; se levantaron de la cama a eso de las 11:30 am, se tardaron una hora en desayunar, una hora en bañarse y vestirse, y aproximadamente quince minutos más en salir de la casa.

    Los burdeles que suelo visitar están localizados sobre La Calzada San Juan (y creo que eso es lo único que voy a decir sobre la ubicación de esos serrallos), me gustan porque son relativamente económicos y relativamente higiénicos. Tenía masomenos unos cinco días de no ir y algunos de ellos sentían la urgencia de consumar el amor inmediatamente.


    Bajé del autobus y caminé unas cuadras hacia arriba hasta llegar al último prostíbulo, al entrar mi amigo Byron ya me estaba esperando sentado en una mesa con un octavo de aguardiente con tamarindo y una Canada Dry, lo saludé con un abrazo y ellos hicieron lo mismo.

    Byron era un niño rico que había perdido a su mamá desde hacía mucho tiempo, por lo que su viejo consideró como una medida sustitutiva consentirlo tanto al punto de volverlo un vago alcohólico y recientemente, cocainómano.

    Nunca he sido muy selectivo con mis amistades y de cierto modo eso me ha resultado perjudicial, sin embargo, Byron era un aliado perfecto para llevar a cabo mi plan sobre la semana de perdición. Tomé asiento frente a él y ellos prefirieron sentarse pegados a mi camarada por razones enfermizas que yo nunca entenderé.

    Estuve contándole del convivio que habíamos tenido con los compañeros de la universidad, al cual Byron no asistió; incluso le relaté el momento en que un catedrático había hecho un comentario sobre su alcoholismo, cosa que ambos tomamos a modo de chiste.

    Ellos parecían no entender la conversación, motivo por el cual empezaron a hacer grotescos comentarios completamente ofensivos (incluso para un vulgar escritor y un cocainómano antipático) y fuera de lugar, incluso para un simple “putero”.


    Ellos ya habían logrado asquearme e incomodarme por completo; para distender la situación, recurrí a mi viejo amigo el alcohol. Veía como las botellas iban y venían, y los octavos se vaciaban y se llenaban delante mío en cuestión de minutos. Ellos parecían ya no hablar tan alto, quizá ahora sólo trataban de murmurar algo entre diente para que yo, en la pasividad de la embriaguez, pudiera captar alguna de sus ideas inmundas. Afortunadamente, en ese momento, me aprehendió mi líbido desbordado de virilidad necesitada, así que empecé a pasearme frente a los cuartos de las señoritas de arriba a abajo, de un lado al otro; como que si fuese alguna especie de león enjaulado, desesperado por hallar la libertad.

    Finalmente, concluí la obsesiva búsqueda con una chica llamada Michelle.

    Michelle tenía 19 años y era oriunda de Villa Canales; tenía una cara dulce con un “piercing” en el labio dándole un razgo de chica ruda, piel morena, más blanca que oscura, vestido rosado sostenido por un par de piernas de miel dulce, los caminos a un centro de néctar celestial.

    Le dije lo guapa que me parecía, no sucumbió ante ello y trató de mantenerse lo más profesional posible.

    Empezó saboreando mi masculinidad con sus labios de jazmín, mi júbilo se elevaba hasta la cresta; ella parecía estarlo disfrutando.

    La elevé de sus cuclillas y la acosté suavemente en la cama, como si fuese la primera hoja que con delicadeza cae del árbol anunciando la llegada del otoño.

    “¿Cómo querés?”- Preguntó Michelle con cierta frivolidad.

    “Tú sólo acostáte y relajáte”- le dije suavemente mientras nuestros cuerpos se conectaban de una manera que sólo Dios es capaz de crear.

    Estuvimos haciendo peripecias por unos 20 minutos, ella empezaba a sentirse en confianza y fuera del ámbito lucrativo, por lo que acerqué mi rostro al suyo y me besó apasionadamente arañandome con la esquina del tan mentado “piercing”.

    Quise retirarle el sostén y tenerla completamente desnuda, libre de tanta ropa, tanto sufrimiento, tanto prejuicio y tanto recelo. Le murmuraba con ternura que se dejara llevar y lo estaba haciendo. Como un pajarillo que canta al alba, besé la frontera de su inocencia y su lactancia; se le erizaba la piel y se sonrojaba como una niña. Era neófita, quizás un poco timorata. Sucumbió ante el miedo y la vergüenza, y prefirió no retirar la barrera de tela y alambre que existía entre mi jugueteo y dos montañas cálidas de leche y miel, donde la temperatura siempre será de 37 grados afectivos.

    La acosté sobre mí, mientras ambos entre caricias y movimientos agridulces, comprendíamos finalmente la tercera ley de Newton.

    Ella me besaba y yo continuaba preguntándome cómo serían sus senos.

    Cuando de pronto un temblor tibio recorría toda su espina dorsal hasta el ombligo del deseo, manifestándose en un gemido de placer salpicado de dolor. Una lluvia de estrellas gemínidas empapó mis genitales y sentí el anhelo porque toda mi vida fuese ese efímero instante. Olvidé sus senos en un mar de satisfacción, ya no quiero saber como son.

    Casi una hora más tarde todo había terminado y la plamear cósmica que ambos habíamos experimentado, la recompensaba un mugriento billete de cincuenta quetzales.

    Continuábamos en el cuarto, ahora ya no desnudos el uno para el otro, ya no viendo más allá de nuestra necesidades, nos vestíamos como dos desconocidos que se conocían anatómicamente muy bien. Tardé unos minutos para regresar a la realidad y darme cuenta que la mitad del acto, lo habíamos realizado sin preservativo. No le di mucha importancia debido a su inexperiencia y terminé de ponerme los Nike SB. Por último besé a mi muñeca de cien baúles con un último ósculo que nos delataba, dentro de ella persistía el deseo pero se veía limitado a la crueldad del capitalismo, me dio su número en una dulce tonada de ruiseñores y colibríes y me dijo el horario en el que podría contactarla.

    Ya no he vuelto a saber de ella hasta la fecha.

    Jorge Aguilar Amado
     
    #1
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  2. Likiniano 2

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    Me gusto mucho Jorge, gracias.

    Abrazos

    Jon
     
    #2

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