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Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por esthergranados, 15 de Noviembre de 2021. Respuestas: 0 | Visitas: 322

  1. esthergranados

    esthergranados Poeta adicto al portal

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    El camino zigzagueaba entre los árboles, ladera arriba. A lo lejos, como si fuera un espejismo, se veía el mar. Amelia contemplaba el paisaje con atención. De vez en cuando volvía la vista hacia David, que miraba fijamente al frente, pendiente de la carretera. ¿Estás cansado? No, dijo él. Ella siguió mirando por la ventanilla. Le hubiera gustado abrirla para sentir la brisa húmeda sobre la piel, pero hacía frío. La última vez que vinieron era verano. Recordaba el olor a sal y la frescura del aire rozándole la cara. Entonces aún bromeaban y reían. Sacudió la cabeza como si quisiera espantar algún pensamiento inoportuno. Ya estamos llegando. Sí, dijo él. ¿Puedes parar un momento? Me gustaría ver el paisaje desde aquí arriba, se ve tan bonito. Vale, le contestó. Se bajaron del coche. El agua, de un turquesa transparente, dejaba ver las rocas del fondo y el verde intenso de las algas. Sobre la superficie flotaban algunos barcos pequeños. Es precioso, dijo Amelia. Sí que lo es, contestó él, mirándola un momento. Recordó cómo se abrazaban en el pasado. ¿Nos vamos? Sí, dijo David. Volvieron al coche. Antes ponían música, por lo general canciones de moda que ella cantaba a gritos siguiendo el ritmo con la cabeza mientras él se reía. Ahora nunca ponían la radio. Tampoco hablaban. Le entraron ganas de llorar. Apretó los parpados varias veces. Él la miró. Tengo que ir al oftalmólogo; me lloran mucho los ojos. Tendrás algo de alergia, dijo David. Le miró de reojo y reparó en lo guapo que seguía siendo. La primera vez que le vio estaba en el embarcadero, con el torso al descubierto, vaqueros desgastados, gafas oscuras y un cigarrillo entre los labios. La brisa le revolvía el pelo que él apartaba de la cara. Lo llevaba más largo que ahora. Tenía la piel tostada por el sol.



    Cuando llegaron a la cabaña, ella se bajó para abrir la verja. El cerrojo chirrió un poco, como si le costara hacer ese esfuerzo. El suelo estaba mojado y se hundió un poco en el barro. Respiró fuerte, llenando los pulmones de aire puro y caminó despacio hacia delante. El coche la seguía de cerca. Aparcó en el cobertizo, al lado del porche. La casa estará helada. Sí, dijo él. No recuerdo si había leña dentro. Ahora miramos, dijo David. Amelia se quitó las botas en la puerta, antes de entrar. Las tenía empapadas. Vieron la leña en la cesta, pegada a la chimenea. Voy a encenderla, susurró él. Ella llevó la bolsa de viaje al dormitorio y se dejó caer sobre el colchón. El edredón era el mismo de siempre. No sabía ni siquiera cuándo lo compró, pero hacía bastante tiempo. Debió de ser cuando compraron la casa. Era ligero, pero abrigaba mucho. Recordaba que antes, a veces, hacían el amor encima de él. Ahora casi nunca se acostaban a la vez. Ella se retiraba antes que David, que permanecía en el salón viendo alguna película o leyendo mientras tomaba una copa. La penumbra se deslizó por la habitación. Amelia sintió un escalofrío y bajó deprisa las escaleras.

    Mientras él echaba troncos a la chimenea, se acercó a la vidriera grande que asomaba al mar. Apoyó la cabeza sobre el cristal y estuvo así unos minutos, viendo cómo el reflejo dorado del sol desaparecía dando el relevo a la luna. El teléfono interrumpió sus pensamientos. David lo descolgó inmediatamente. Amelia pudo ver su sonrisa y cómo los ojos se le iluminaban. Sí, ya estamos en la cabaña, hemos llegado hace un rato. Se pasaba los dedos por la cara. Genial, mañana nos vemos, tened cuidado en la carretera. Por fin vienen ¿no?, dijo Amelia. Sí, estarán aquí sobre las doce. Qué bien. Un velo de tristeza oscureció su mirada. La chimenea ya estaba encendida y caldeaba el salón, que empezaba a estar tibio. ¿Quieres una copa? Vale, dijo ella. Las llenó y bebieron a sorbos pequeños. Encendió un cigarrillo, ante la indiferencia de él. Hacía mucho que dejó de presionarla para que dejara de fumar. Se sentaron en los taburetes altos de la cocina americana, apoyados en la barra, como hacían siempre que estaban allí. Siguieron tomando vino. El alcohol la volvió más locuaz. Si te digo la verdad, no me apetece mucho ver a tu hermano y a Eva, hubiera preferido un fin de semana para nosotros dos. Puede ser divertido, dijo David, últimamente no tenemos contacto con nadie. Tú los ves muy a menudo, sobre todo a ella. Ya estamos, Eva trabaja al lado de mi oficina y tomamos café de vez en cuando. Eso es todo. ¿Qué hay de malo? Nada; te cae muy bien tu cuñada, ¿eh? Déjalo ya, Amelia, estoy muy cansado y creo que me voy a acostar. Siempre haces lo mismo, huyes, te escondes… Déjame en paz; buenas noches. Ella no le contestó. Le oyó subir las escaleras. Apuró su copa y se sentó al lado de la chimenea. Poco a poco el sueño la venció y se tumbó en el sofá. Esa noche durmió allí.

    La mañana amaneció luminosa. El sol inundaba la casa cuando Amelia despertó. Le hubiera gustado dormir un poco más pero la claridad sobre sus ojos le molestaba. Se tapó la cara con la manta y permaneció unos minutos más en esa posición, saboreando el sueño de la noche. En él, había recuperado al David de antes; por eso la contrarió tanto despertarse. Buenos días, Amelia. Buenos días. ¿Por qué no viniste a la cama? Me quedé dormida aquí. Pues imagino que te dolerá todo el cuerpo. No es muy cómodo, pero he tenido un sueño muy bonito, David, tú…Amelia, hay que ponerse en marcha; vamos a desayunar y a prepararles la habitación, que llegan a media mañana. Ella saltó del sofá y se frotó los ojos, como si quisiera olvidarse de un imposible. Se tomó el café que David acababa de preparar y entró en la ducha. Mientras tanto, él trajinaba en el armario buscando las sábanas y las toallas para los invitados. Estaba contento. El tono de voz y los ojos le delataban.

    Alrededor de las doce llegaron Eva y Ricardo. Amelia y David les estaban esperando en el porche. El día estaba cálido. El sol libraba una batalla con las nubes que de momento ganaba; a ratos parecía que iba a llover, pero el astro acababa imponiéndose con sus destellos caprichosos. Eva irradiaba luz cuando bajó del coche. Amelia, sin darse cuenta, se hizo pequeña y tuvo la sensación, cuando descubrió la sonrisa de David, de que desaparecía. Pasaron la mañana hablando y paseando al lado del mar. Eva corría por la orilla. Eva saltaba entre las olas sujetándose la falda. Eva reía. Eva bromeaba con Ricardo. Eva sonreía a David. A su David. Eva la miraba.

    Comieron en el jardín. Cuando terminaron, Amelia fue a descansar. Los demás se quedaron hablando. Las voces llegaban a sus oídos entrecortadas. Quería dormir, pero estaba inquieta, como siempre que esa mujer aparecía. No era obsesión. Conocía bien a su pareja. Al rato escuchó pasos en la escalera. La madera crujió bajo las pisadas de Ricardo. No se oía nada afuera. Caminó despacio hacia la ventana y recorrió con cuidado la cortina para que no la vieran. Llegó a tiempo de ver cómo se alejaban. Tomaron el camino de la playa. Sus figuras se empequeñecían y se juntaban cada vez más. Cogió los prismáticos. A pesar de la época, la temperatura era agradable. Los vio tumbarse en la arena, uno al lado del otro, muy cerca. Él se apoyó sobre su brazo, inclinó la cabeza sobre ella y la besó. Un instante después, el cuerpo de David se acopló sobre el de Eva, encajando como las piezas de un puzle. Se alejó de la ventana. Las lágrimas rodaron hasta su boca y le recordaron el sabor del mar. Buscó las llaves en la mesilla y bajó las escaleras de dos en dos, como si huyendo pudiera evitar el mordisco de la angustia sobre su pecho.

    Se metió en el coche y arrancó bruscamente. La verja estaba abierta y tomó el camino que tantas veces la trajo hasta esa casa. Vio a Ricardo por el retrovisor gesticulando y gritando su nombre. Subió por la pendiente, cada vez más deprisa. Cuando iba llegando al precipicio pisó a fondo el acelerador. Le pareció que a lo lejos, David la llamaba desde el embarcadero. El pelo se le movía con el viento. Volvía a tenerlo largo otra vez.
     
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