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Adiós

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Starsev Ionich, 16 de Mayo de 2021. Respuestas: 0 | Visitas: 304

  1. Starsev Ionich

    Starsev Ionich Poeta asiduo al portal

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    26 de Marzo de 2011
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    Se repetía cada semana. Aun me impregna esa sensación de desconexión cuando escucho un portón cerrarse; una cerradura hacer su trabajo…

    Llegaba mi padre un viernes con su impecable elegancia, su maletín mágico, sus bolsillos llenos de monedas del año 1992 y su cuello impregnado de Jacomo – Eau de Toilette. Esa piel que empezaba a colgar por debajo de su mentón, con su calidez intacta en mi recuerdo.

    Los paquetes del mercado con una lata de melocotones en almíbar, paté diablito, queso Kraft para untar y una caja de chocolates brasileros, amarilla, que tenía que ser escondida ante la mirada de los hijos deprivados de un estilo paternal, o de las endorfinas producidas por el cacao. Las bolsas negras con ropa XL de un general regordete y con unos cuantos pantalones de marca que eran acechados por los hijos adolescentes. El olor de la ropa de rico que es regalada a los familiares pobres, unos cuantos paquetes de comida descompuesta y muchos juguetes intactos de la marca Fisher Price. Las bolsas marcadas con una cinta de enmascarar de anchor de 1”, con el nombre del hermano, eran la alegría de una familia agradecida.
    Esa tarde la alacena compensaba la ausencia de mi padre de lunes a jueves, la cual era atiborrada por mi madre recién bañada y perfumada, luego de esperar durante una semana llena de ansias, soledad y culpa.

    El protocolo se repetía cada ocho, con su peculiar hechizo y frustración. La feliz familia comía alrededor de la mesa. El hijo mayor salía de la casa, hastiado, agotado de ser un paño de lágrimas y cargar con responsabilidades a destiempo. No ponía mayor interés en las intenciones de reparo de un hombre con dos familias. Yo en cambio me desvivía con los bolsillos de su maletín cuadrado, la mística de su sello metálico, los ganchos que apretujaban las tarjetas de sus clientes, una chequera de tonos pasteles y una bolsita diminuta repleta de sal en el lugar más recóndito de todas sus divisiones.

    Esculcaba los bolsillos de su elegante vestido de paño; obtenía la autorización de unos ojos verdes de gato y de una expresión entre picardía, sumisión y camaradería. Los pesos tendrían que ser gastados horas más tarde cuando la pareja adelantara reproches y gemidos en el lecho no nupcial. Antes de ello el viernes cultural: con música de boleros, zambas argentinas, coñac en dos copas que tenían que ser cuidadosamente calentadas para prender motores. Un brazo varonil y velludo sobre unas piernas frágiles y deseosas.

    -Marinita, caliéntemelo bien, mi amorcito-
    -Si, como, no. Yo soy la idiota que siempre lo espera. ¿No dijo que me llevaba a donde mi mamá el martes? –
    El hombre con su tez ya sonrojada por los efectos del coñac, respondía a duras penas, con un rostro aún más encendido y con una expresión de culpa (más que de rabia), en su ceño fruncido. –Mama- marinita miiijjaa, pero mamasita he tenido mucho trabajo, mañana vamos a visitar a Yanedsita. Además, mi hermana nos mandó ese mercadito, mire no más como me le queda ese vestido…-
    - ¡Si esta porquería la tengo hace como cinco años! Este vestido tan feo, que me queda todo grande, mis hermanas no me conocen otro vestido en las reuniones familiares. Pero yo soy la idiota que no tengo ni para un par de zapatos, poniéndome la ropa de otros-
    -Pero miiiija yo traje mercadito, y le traje ese perfume que me encanta mija… Mousse de Cacartier, me encanta como huele miamorcito, además que usted tiene muy buen aroma. ¡Mijo, su mamita tiene muy buen aroma, es que su mamita es muy limpia, se hace muy bien el aseo! -. Una mano ansiosa buscaba las partes con más reservas de grasa de mi madre, quien movía su esbelta figura con incomodidad, delatando un rostro ya de por si, sonrojado por los grados de alcohol-
    -¡Sshht, no señor, respete Pedro, que aquí está el niño! Que yo no soy una de las viejas con las que anda, no, no señor-
    - ¡Su mamita es muy pura, muy inocente mijo, yo la quiero mucho miamorcito! –
    - ¡Si me quisiera estaría conmigo, me hubiera llevado al matrimonio de Mireya, su sobrina, y no hubiera llevado a esa señora! -. Mi mamá lloraba este día más que otros, pero también sonreía y le brillaban más sus ojos mieles.
    - Mijita yo ya le he contado, ella está enferma, sufre mucho esa mujer, además esa tragedia que le pasó con el hijo menor, yo no puedo irme, ella me necesita, yo tengo en parte la culpa de su enfermedad, pero yo le he dicho que pronto me voy a venir aquí. Vea, hoy traje una corbata más-.
    -Si con eso me tiene todas las semanas, la última vez que completó la media docena de cinturones se los llevó de nuevo, ahora, es con las corbatas, que risa me da, pero yo como soy…, ¡la otra, la idiota! -.
    - ¡Delante del niño no Marina, no me joda, no me haga la vida imposible, nooo miijaa! Más bien venga mijita, caliéntemelo que se me enfría, el coñac…-

    Yo corría a la tienda de los enanos. Un hombre con pequeñas manos curtidas me entregaba los pocos dulces que había podido comprar con las monedas que raptaba de la chaqueta de mi padre, que tenían el efecto de pañitos de agua tibia en mi tristeza y mis ganas de tener la oportunidad de compartir un poco más con él. Compraba aquellos dulces, para borrar la impotencia de no haber podido entrar luego de lloriqueos, pataletas, suplicas, a ese lecho que era nupcial por unas horas, de la cual escapaban: risas, otros boleros, más reproches, gemidos, risas, y podría decirse que una no muy sana manera de amar. Al menos, de toda la súplica, yo lograba conseguir otra moneda impregnada de su loción, que era sagazmente entregada sin que pudiera reconocer más que el brazo velludo de su cuerpo semidesnudo.

    Al otro día, realizábamos un recorrido de dos horas para visitar a mi prima Yaneth, que estaba internada a las afueras de la ciudad, debido a dificultades en su estado de ánimo. Llegábamos a un lugar que, para mi edad lucía terrorífico. Hombres y mujeres acechaban la puerta con risas exacerbadas y saludos afectuosos. Su mal aliento y su olor a orina me hacía desconfiar un poco más de sus sonrisas desdentadas. Se escuchaban voces en algarabía, hombres daban la vuelta sobre su propio eje, mientras que las señoras de servicios generales se las ingeniaban para barrer el mar de colillas regadas en el estrepitoso patio de descanso.
    -¿Me trajo los cigarrillos?-. Miraba la mujer de escasa cabellera y ojos verdes desorbitados, que aún guardaba la belleza de sus días más jóvenes-
    -Hola Yanetsita, mijita, como está mi sobrinita, vine con Marinita y los niños-
    - ¿Me trajo los cigarrillos? -. Repetía la mujer con una mirada inquisidora y una postura de agresión.
    Mi padre no tenía más de otra que sacar la paca de Marlboro rojo por 10 paquetes, ante la mirada atónita de todos aquellos adictos a la nicotina, que se abalanzaban como niños cruzando la frontera sobre un cántaro de agua.
    -¡Quietos hijos de puta, porque los rompo a golpes, malparidos, atenidos, gorreros de mierda! ¡Mi tiiiito hermoso, yo como lo amo, el tío que más quiero, que no se olvida de su sobrina chiflis, y mi tío tan chistoso, viene siempre con Marinita, siempre la saca solo a visitar a la sobrina loca, mi tiiito precioso! Mi prima cogía por los cachetes a mi padre, rozando sus genitales sobre su rodilla. Mi madre la saludaba con un afectuoso abrazo y la invitaba a tomar asiento.

    La visita duraba alrededor de una hora. La cara de dolor de mi prima, de pesadumbre y confusión ante el adiós de sus familiares era acompañada por una advertencia para el otro fin de semana: ¡Tiito no me venga sin los cigarrillos el otro domingo, aquí no vaya a llegar sin mi regalo! ¡Malparidos porque se van tan rápido!

    El sentimiento de miedo en mí, era rápidamente reemplazado por una especie de melancolía. Veía la fila de luces de carros atrapada en la autopista que llevaba a la ciudad. Llevaba mis pies hacia la ventaba del carro, cubierta de vaho. Escribir los nombres de mis padres y mis hermanos, encerrados en un círculo. Sentir el frio en las yemas de mis dedos me distraía del desasosiego, de la anticipación.

    Descendíamos del carro a nuestro regreso, pero su maletín se quedaba allí; en el puesto del copiloto, que aún tenía el calor corporal de mi madre. Unos minutos antes conseguía un par de monedas más, con la complicidad de mi padre, y a espaldas de mi madre. Minutos después yo me encontraba aferrado de su pierna, llorando inconsolable. Mi padre lograba zafarse y un golpe seco me despedía nuevamente de su presencia. Afortunadamente, la diminuta bolsa de sal ya no estaría en su maletín. No sería necesario que llegara con chocolates o cigarrillos para su próxima visita.
     
    #1

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