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Agosto del 16

Tema en 'Prosa: Surrealistas' comenzado por Évano, 2 de Septiembre de 2016. Respuestas: 0 | Visitas: 652

  1. Évano

    Évano ¿Misántropo?

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    Era la tercera ginebra con tónica después de las cinco cervezas del aperitivo del medio día. El Barcelona, como de costumbre, había ganado por cero a uno a no sé quién. Acabado el partido de fútbol, la mayoría se había marchado precipitadamente, algunos sin pagar la consumición, quizá por que los camareros estaban más preocupados por preparar el bar restaurante cara a la noche última de las fiestas de San Juan Degollado.


    Medio borracho físicamente, pero con la cabeza más despejada de agosto, salí a fumar a la puerta. El cura del municipio aguantaba una tórrida conversación en el umbral con un hombre mayor evidentemente ebrio. No sé si por zafarse de él me dijo: Vicente, que te pierdes". Me asombré al oír mi nombre en la boca de ese cura joven —joven para lo normal de estas tierras—, que apenas conocía. Hablaban de él como un gran bailarín, y, malas lenguas, señalaban su gusto por aferrarse fuertemente a las féminas de cualquier edad. Respondí al instante: "Puede estar seguro que no hay nadie en el mundo más centrado que yo". "No será para tanto", contestó raudo el clérigo mientras el beodo marchaba a mear. "Créaselo, créaselo", le espeté casi en el rostro, señalándolo, casi a modo de amenaza, con el dedo índice de la mano derecha —como Jesús a Herodes, dedo que supongo mandó cortar a Jesús por atrevimiento—, y salí a fumar como había pensado.



    En las mesas y sillas de la terraza repleta, la gente disimulaba el tiritar, pues a pesar de estar en verano, aquel día despejado era frío, algo normal para estas tierras. Apoyado en la puerta liaba el cigarrillo y le explicaba a alguien de mis adentros que debí justificar aquella respuesta mía al sacerdote, el ahora bebedor de vinos junto a la soledad de una camarera adolescente y descotada. "Mire si estoy centrado —pensé que debía haberle comentado— que sé lo que a usted le preocupa: la duda no es si existe Dios, pues estoy seguro que usted cree en él a ciencia plena. La duda es si esta gente se merece que le muestren a Dios".



    Acabé la bebida y monté en el coche, para subir y bajar las laderas cuya meta es la aldea donde veraneaba. Antes, un pintor bohemio de cuadros invendibles, hijo de ricos madrileños, me preguntó si le llevaba a su aldea. "No sé ni donde queda tu pueblo, y aunque lo supiera, bastante tengo con llegar al mío". En el retrovisor vi cómo acosaba a los coches desde el medio del cruce. Tambaleaba su silueta semejante a un Cristo moderno con gafas de sol en la noche sostenido en el suelo por esqueletos de manos salidas de la tierra.



    Me iba del centro de la fiesta dos horas antes. "Como siempre —me dijo alguien desde adentro—, como siempre te marchas antes de la algarabía". Sí, y solo, como de costumbre; y lo peor es que este mes de agosto no me ha servido para aclarar ninguna idea, para decidirme por algún camino. ¿Por qué diablos llevaba casi veinte años visitando tal lugar si salía de él hastiado, con la visión clara de llevarme conmigo el interior de almas egoístas, austeras, miserables, insolidarias.



    Los robles iluminados por los faros del coche bailaban al son del Último de la fila, grupo musical que escuchaba por fuerza al no poseer más que esa cinta en el viejo Daewo Lanos. El ululo del viento en las hojas y el frío invasor de ventanillas me recordaron mi primera vez en estos Montes de León. Acudí con un amigo de cara de soriasis y, como años después descubriría, con alma de soriasis también. Acampamos junto al río, entre dos casas de piedras de canto rodado centenarias y una moderna de ladrillos y techo de pizarra; encima de un manzano recién brotado. Ahora el manzano es del tamaño y la forma de un parasol de playa, de tronco medio roto y podrido y manto de musgo, repta por la yerba del sendero del río por más de dos metros. Ahora da sombra a unos fresales plantados por mí dos años atrás; fresas comidas por babosas. Inventé una metáfora entre el manzano y yo: quizá éramos lo mismo: medio seres camino de realizarse, intentando cobijar y dar fruto a quien no se lo merece. Dudaba si las babosas acudían a las fresas libremente o las fresas atraían a las babosas al peligro de las cercanías humanas, o mutuo consentimiento.



    Debí bautizar al manzano con el nombre Último de la fila. "Menudo nombre, menuda letra. Ni siquiera entiendo la mitad de las palabras, pero incomprensiblemente me gusta". Como me gusta el pino situado un poco más arriba del manzano reptante. Pino mimado en su juventud por una manguera liberando agua las veinticuatro horas al día gracias a la gratuidad de ella en esta aldea insertada en el fondo de un valle tan angosto como mi futuro. Quizá el enorme pino es una metáfora más de la juventud de estos tiempos, un destructor, si cayera por mor de una tormenta, de alguna de las tres casas. La manguera ya no libra líquido vital alguno, con lo que las raíces se expansionan hacia paredes de fosas sépticas, tuberías de casas y río, amenazando a las infraestructuras cercanas.



    Quizá las cervezas y las ginebras con tónica efectuaron en mí más cambio del imaginado. Quizá el sacerdote se hallaba en la razón. Quizá yo también. No creo que lo sepan las estrellas frías y distantes que en la cúpula inasible del negror de la noche parpadeaban incrédulas en los límites de la razón. No creo que lo supieran los rumores de los matorrales provocados por madres con corzos de meses huyendo de cualquier ruido, incluso de un motor paseando la soledad de unos montes inhóspitos.



    Detuve el vehículo en la cima y lié otro cigarrillo. Le dije a los árboles "No temáis, yo no soy un peligro; no prenderé fuego a vuestro hábitat". Si hubiera afirmado en alto y en público tal locura, me hubieran etiquetado de loco. Pero yo me lo hablaba porque soy yo y en mí ahora ya no hay nadie. El cura, sin duda, obtendría la prueba irrefutable de mi pérdida absoluta; pero no le otorgaría tal placer. Le arreglé la iglesia de la aldea con cuatro rojos más, para que los beatos de derechas vayan los domingos a demandar perdón a su ídolo de madera; como yo a los árboles ruego el perdón por fumar. No, no es lo mismo, yo hablo con seres que albergan hasta dieciséis sentidos diferentes al humano, como aseguran algunos.



    El humo del cigarrillo exhalado al aire gélido de la montaña es como bruma matinal despegándose del río. Miro abajo, a las luces amarillas iluminando a una aldea con nicotina que torna gris a lo rojo, o de violeta oscuro, según a la distancia de donde miren los ojos. Lo amarillo siempre engaña, me engaño sin saber si huelo bien a la natura con melodía melancólica de treinta años atrás. Aquella chavala me dejó tocarle los pechos, besarla —y no más por mi personalidad de vapor— para que la sacara de aquel pueblucho de Murcia. Joder, me gustaba, no como el pino, me gustaba como me gusta el chocolate con churros, como las fresas con chocolate, como la compañía mientras se viaja de vacaciones plácidas. Pero en mí no hay, nunca hubo tendederos; la ropa que he intentado colgar a lo largo del tiempo ha volado por los aires, muchas veces con los claros de luna, bajo unas estrellas distantes, secas, parpadeantes allá en la cima de lo incomprensible de la noche catalizadora de muchos interiores. pero esto ya es humo de cigarrillo exhalado, niebla despejada como esperma del óvulo.



    Sí, quizá las ginebras con tónicas y las cervezas habían abierto un agujero por donde la realidad y el pasado entraban a raudales, inundando, arrastrando las ideas y las imágenes atadas en las cuerdas de mis tendederos inexistentes durante mi vida. El temor de encontrar asolado mi paisaje del mañana contrastaba con las titilantes estrellas indiferentes del vacío de hoy. Supuse a Jesús en su ascensión resoplando de alivio al ver alejarse de Él estos montes; más, imaginé su soledad al acercarse a las estrellas del ayer y de siempre. Me vi arder en una hoguera medieval por tales pensamientos mientras mis convecinos aldeanos rezaban alrededor del fuego por un alma podrida por ellos mismos al no ofrecer ni el más mínimo cálido apoyo. "Rezad en la iglesia que yo os arreglé gratuitamente como la manguera". Los vi en esqueleto, como en estos días de agosto. Esqueletos irradiando maldad, sufrir, dolor, pues eso es la maldad: dar dolor al otro. Y así me sentía en ese agosto y en esa aldea: un animal padeciendo dolor. La indiferencia, la invisibilidad, producen dolor, y construyen o deja escapar al psicópata que en cada uno habita.



    "Vicente que te pierdes", volví a oír las palabras medio tartamudas del cura entre el humo del otro cigarrillo ascendiendo entre ramas de robles al cielo oscuro donde las estrellas payasas se ríen de nosotros a carcajadas. Pensé en el risueño tartaja. Sí, me avisaba del peligro de mi interior, a esa cerilla que mis dedos sostenían a la espera de prender cuanto quedaba en mí para dejar paso a ese psicópata cuya alma no es más que un montón de montañas quemadas y ríos secos y viento gélido y estrellas atravesando cuantos esqueletos encontrara ante sí.



    Pensé que yo también tenía razón, que un psicópata es lo más normal en este mundo; que si no nos descuartizamos unos a otros es por el simple temor a Dios algunos, y por el miedo de que el otro te destruya a ti otros. Como ese pino inmenso amenaza las tres casas circundantes. Plantamos algo por gracia o capricho o amor, sin saber, inocentemente, y luego ese algo se descontrola o nos controla o pasa absolutamente de nosotros. "Mujer tenías que ser, decía mi padre", una frase volando desde el centro de uno, sonando como voz negra y suave en no sé qué oído de los dos.



    Escondí el Daewo Lanos en un pequeño entrante, entre dos robles, y apagué luces y música. Al poco, dos coches ruidosos y alegres recorrían la estrecha carretera camino de la fiesta. En uno, miraba las aceras arboladas la que hasta este agosto sería mi pareja. Ya estaba decidido, el lógico sicópata formándose en mi interior se había vuelto misógino o lo fue siempre. "La mayoría de los hombres, por no decir todos, tarde o temprano, se vuelven misóginos. Hombres reteniendo, atando en sus tendederos las reacciones violentas, hombres viviendo en sus ya arrasados interiores, babosas que ya no acuden a las fresas cobijadas por aquel manzano; un inmenso pino esperando la tormenta para caer en alguna de las viviendas; psicópatas en esqueleto emanando de sí maldad y dejando ver los siete pecados capitales a las luces frígidas y heladas de las impasibles estrellas jeroglíficas de mierda. Con el tiempo no eres más que aquel llamado padre, un padre manguera de agua gratuita regando a un pino estúpido de tantos. No te necesitan si no das más agua. Ya te irán a buscar las raíces y te abrirán por dentro hasta secar lo que queda en ti o resquebrajarte y enterrarte en el suelo hasta que solo puedas sacar las manos de esqueleto de la tierra de donde jamás lograrás levantar la cabeza ni salir.



    Imaginé a las muchachas de la aldea yendo a la fiesta. Mozas dos horas arreglándose en busca de buen sueldo o funcionario, policía, bombero, médico; alguien para procrear y dar seguridad a los hijos venideros. "putos pinos, pobre manzano pisoteado y salvaje. ¡Qué romántico el mundo! Pobres Cristos acudiendo a Herodes féminas. Seréis crucificados sin duda cuando estéis exprimidos, sin agua o no acudáis a las fresas ofrecidas". "Vicente que te pierdes", y rebusqué en mí para no perderme, y encontré a jóvenes acicalándose igualmente durante horas. Cómo se afeitaban el vello del cuerpo, lavaban dientes, perfumaban con la sola idea de tener sexo una sola noche de ¿miel? "Es una batalla donde nadie gana, donde los hijos serán hijos de un dedo índice cortado y el cuerpo de ese dedo cortado crucificará a millones de ánimas y cuerpos por un sólo dedo índice cortado".



    No, no volvería más a esos montes. Enseñaban, mostraban demasiado. No se debe estar sin televisor ni ordenador ni móvil. Se debe ver fútbol, chatear por teléfono y perderse por las películas pornográficas o hacerse aficionado al ajedrez o a la poesía o a lo que fuere. No debes ver a la gente tal como es. Debes negarte a ver sus ánimas, sus sentimientos y emociones. No se debe vivir como hace siglos pues es arrojar escudos y tendederos y dejar crecer al sicópata que en uno hay, el que espera fluir cuando te rindes por haber visto, por ser ojos que ven.



    En cada casa de la aldea se había enfadado alguno de los que en ella habitaba. Apenas una treintena de casas, veinte de ellas habitadas. Así es el mundo de hoy y de ayer. Abuelos enfermos o cansados de nietos que están de fiesta hasta las nueve o diez de la mañana y luego duerman el día entero para volver de fiesta a la noche y así un día y otro y el mes entero de agosto y a veces en mitad de un cruce acosando para que lo lleven a su aldea. Solo comer. Egoístas pinos creciendo a su antojo sin dar el más mínimo calor a quien los cuidó durante años, a quien luego no recibe ni una mirada a pesar de dormir en la casa de al lado que es el amigo de turno otorgando cobijo en agosto después de que sus tristes abuelos le dijeran algo tan malo como Te comportas o te vas. Vecinos de todo el año enfadados entre sí, que se matan los perros y gatos, y gallinas de cada uno porque una vez desapareció un perro y seguro que fue fulanito. Parejas rotas porque la mujer o el hombre se marchó a la fiesta de un pueblo y dijo uno que se fue con tal o con cual. Niños gritando, mal hablando mientras el padre y la madre discuten en el bar, en casa, paseando. Horas de escuchar al primero que se cruza en tu camino de paseo sin que ese alguien quiera escuchar ni el más mínimo lamento ajeno ni cosa que no tenga nada que ver con él.



    A los pueblos la gente viene a ahorrar, a que paguen los gastos los padres o los abuelos o el que sea. Buenos sueldos traen la mayoría y bolsillos cerrados casi todos. Nadie dispuesto a abrir la cremallera de la alegría, de la felicidad. Nadie dispuesto a crear bondades para proyectar.



    Ya no queda ni panadería para más de cuarenta aldeas, una farmacia donde sobra hasta el farmacéutico, una tienda de víveres, y otra de carne y un estanco, todos ellos esperando jubilarse. Es el resultado de la avaricia, del egoísmo, de la insolidaridad. Viejos esperando en los porches de sus casas a la muerte. Ninguno visita el porche del otro y el que lo hace es el alcalde pedáneo necesitado de los absurdos votos venideros que no le aportan si quiera sueldo alguno; y cuando visita buscando el voto de sus ochos votantes da como premio el criticar y menospreciar a cualquiera que el visitado odiara un poco. Así se ha ido tramando la Castilla y León hasta nuestros días, y creo que cualquier pueblo y la misma España y el mismísimo mundo.



    No, no volveré más a estos montes. Son limpiaparabrisas para los ojos. En mí siempre hubo un sentido captando sentimientos, emociones ajenas. Intuía cuando alguien te ofrecía amenas conversaciones porque cerca de ti rondaba alguna mujer deseable; por mucho que intentara disimularlo, yo lo sabía. Cuando querían algo de uno, llevarlos a la ciudad, ayudarles en una mudanza de muebles, saber si estabas liado con menganita, dinero... aunque tardaran días o semanas en pedirlo, yo lo sabía. Inhalaba sus tristezas, si se habían peleado con la mujer o hijos, con la suegra; si hablaban mal del vecino porque este acumuló más paja para el invierno de las vacas, si su huerta era más fructífera o no se heló. Olía las rencillas fluyentes en sus interiores porque su abuelo fue falangista o el otro republicano, porque en sus infancias nunca comieron carne y el otro a menudo. Pero ahora, este agosto del diez y seis, como si ese psicópata de mi lóbulo izquierdo, cabreado al haber logrado yo echarlo de mí, hubiese dicho: si no crees en mis palabras, te mostraré con imágenes la realidad. Sí, aquel que desde que tengo conciencia me ha hablado desde mi lóbulo izquierdo, el mismo que después de treinta años he logrado callar y arrojar de mí, se ha instalado en mis ojos y ahora me muestra con imágenes lo que yo desechaba en su voz.



    Desde la soledad del alto de una cima de estos Montes de León, bajo las perpetuas estrellas inalcanzables como la noche profunda de cada uno, diviso en el fondo del valle angosto las luces de nicotinas amarillas que iluminan esta aldea como tumba, mausoleo donde deambulan esqueletos emanando imágenes inenarrables de avaricias, egoísmos y maldades.



    Tras este agosto del 16, no sé cuánto tiempo podré retener a mi psicópata, ni si me será posible. Otros lo han logrado, ¿por qué yo no?



    "Porque tú sabes que las estrellas son los focos del cielo, cámaras apuntando y vigilando a esta cárcel perfecta que es la Tierra, destino del ángel caído, del ángel arrojado del paraíso; ángel y parte del mismísimo Dios, su psicópata particular encarcelado aquí; dividido en millones de seres, los que prefirieron a Barrabás en vez de a Jesús, ese hijo, ese intento de Dios por señalarnos el camino ante el temor de que su psicópata creciera y lograra escapar algún día de semejante prisión infernal; ante el temor de que las represalias sean algún día apocalípticas. Pero no se lo cuentes a la gente, quizá no merecen que se les muestre o sepan nada de Dios, quizá ni el sacerdote tartamudo, que lo intuya".



    Quizá cada cual crea un universo para él, un Dios para sí, una cárcel para sí; un infierno, un cielo, un diablo para sí... Y todo está en él, en uno mismo. Ver, imaginar, crear en los adentros para que luego sea reflejo en el exterior, aunque a veces sea casi o invisible en el exterior, impalpable; un algo que no existe para nadie hasta que decide extender sus raíces o caer con la primera tormenta sobre las infraestructuras cercanas, o agarrar y sostener en el suelo a los hijos y nietos borrachos de los agostos del 16 mientras estos torean a los vehículos que van y vienen; hasta que un dedo índice con tres ginebras con tónica y cinco cervezas del aperitivo del medio día decide señalar el rostro de un sacerdote tartamudo que posee su Dios particular, un dedo índice centrado que no es más que el mismísimo dedo índice de Jesucristo, el que Herodes ordenó cortar porque él se sabía parte del ángel caído y aquel de su enfrente no era la camarera descotada, sino el Hijo del que los arrojó del paraíso. No, habrá túnel de salida de esta cárcel hasta el cielo o el infierno total será esta Tierra.


    Vuelvo a arrancar el coche y bajo a la aldea túnel de luces amarillas y duermo en la tumba creada por mí. No hay salida posible. Las babosas y las fresas se extienden. Los pinos caen bajo tormentas y destruyen sus alrededores. Las mangueras se secan. Los hijos torean en los cruces a los coches, borrachos hasta el nuevo amanecer apocalíptico. Los curas pregonan en los bares. Es una interminable fiesta el mundo a la cual no acude el que piensa. Van creciendo psicópatas hasta tomar el mando. No hay salida posible del túnel. El infierno se está sirviendo. No me conviene volver a estos Montes de León. Para el tiempo que queda es mejor unirse a las danzas del infierno.
     
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    Última modificación: 2 de Septiembre de 2016
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