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Al morir de pie

Tema en 'Prosa: Generales' comenzado por ivoralgor, 7 de Noviembre de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 471

  1. ivoralgor

    ivoralgor Poeta asiduo al portal

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    17 de Junio de 2008
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    Género:
    Hombre
    Siento el agua traspasar mi cuerpo,
    desembocar en un mar de llanto.
    Podría, podría, pero ahora no puedo.
    Nadie, ni tus besos y caricias
    podrán evaporizar este mar.

    Era un miércoles, seis de noviembre para ser exactos. El destino se empecinaba en hacerme la vida más miserable. Juro que en la mesita de noche tenía un billete de doscientos pesos, eran para pagar una deuda que tenía con Alicia, una compañera del trabajo. Lo agarré y me subí al carro. Mi cabeza estaba obnubilada y hacía las cosas de manera mecánica. Al llegar a la oficina, me dispuse a agarrar el dinero del cenicero, dónde recuerdo que lo había puesto, y ya no estaba, se había esfumado. Puse el carro de cabeza y el billete jamás apareció. ¡Carajo! En la casa se me habrá caído, pensé más aliviado. Mañana se los doy, no hay prisa.

    Al llegar a mi escritorio, me llovieron llamadas con pendientes y quejas. ¿Qué chingados le pasa a la gente? ¿Será qué subconscientemente a todos los estaba afectando, de alguna forma, la temida recesión económica que se aproximaba en el país? Juré que sí para calmarme y respirar hondo. La boca, a media mañana, se me había amargado. Busqué un chicle en el cajón del escritorio, recordé que había dejado un paquetito de Clorets. Tampoco estaban. ¡No puede ser, chingada madre! Agua mineral, sí, agua mineral para eructar y que se largue ese sabor amargo. Me dirigí a la cocineta, al fondo de la oficina. Abrí la nevera horizontal, dónde cada tanto, los de limpieza, ponen refrescos embotellados, incluidas las aguas minerales. ¡No había! No puede ser que alguien tenga tan mala leche, pensé iracundo. Una Coca Cola, sí, para refrescar la garganta. Estaba a segundos de agarrarla cuando resonó, en mi cabeza, la advertencia del doctor: Nada de refrescos embotellados, tiene alta el azúcar, los triglicéridos y el colesterol. ¡No, no y rotundamente no! Sin salud, pensé resignado, no hay vida. ¿Café? Ni pensarlo, me lastima el estómago al grado de las nauseas. Resoplé compungido, tomé un vaso y me serví agua.

    Los correos seguían llegando y las llamadas no paraban. Por fin un respiro, la hora de la comida. Dicen que cuando hay hambre, no hay mal pan. Alicia y Pedro me esperaban en el comedor. Pedí milanesas rellenas de pimientos, glaseados con balsámico, había que comer lo más sano que pudiera. Las acompañé con lentejas guisadas y para tomar un vaso con agua con el jugo de medio limón. El comedor parecía mercado municipal en hora pico, el escándalo era insoportable. En la mesa, literalmente, estábamos gritando. Alicia nos invitó a un pedacito de pastel de tres leches, que su mamá había cocinado la tarde anterior para festejar el cumpleaños de su esposo. Al saborear el pastel, me dije, a la chingada el azúcar, de algo me he de morir. Me supo a gloria. Lo sabía, dije para mis adentros, no hay mal que dure cien años, ni pendejo que lo aguante.

    Regresé a mi escritorio contento, casi feliz. Las llamadas cesaron y la tarde se fue sin pena, ni gloria. A las seis de la tarde en punto salí de la oficina. Entré al carro y me dispuse a arrancarlo. Apreté el botón del encendido y no lograba encender. Parpadearon las luces indicadoras del tablero. Calma, calma, lo voy a intentar de nuevo. Nada, seguían parpadeando las luces. Ahora no, por favor, ahora no. La tercera es la vencida. ¡Ni puta madre! ¿Dónde chingados encuentro un eléctrico a esta hora y por estos rumbos? No tenía ni la más mínima idea. Le marqué a Pedro. Conozco a uno que está cerca de aquí. Revisé mi cartera y no tenía ni un céntimo partido a la mitad. ¡Me lleva la chingada! Hurgué un poco más y ahí estaba la tarjeta de crédito. Respiré aliviado. Al ir por el eléctrico, le pediría a Pedro que pasáramos por un cajero automático Banamex. Llegamos al taller mecánico y no estaba el eléctrico, había ido a un rescate. ¡Coño! Le preguntamos al mecánico si conocía a otro y nos mandó a otro taller, a unos quince minutos de distancia de ahí. No estaba el encargado, pero uno de sus ayudantes nos apoyaría.

    Llegamos a mi carro, lo abrió y apretó el botón de encendido. Es la batería, dijo sin titubear. Hay que pasarle corriente. Abrí la cajuela para sacar el cable pasa-corriente y no estaban. ¡Maldita sea! Pedro sacó los suyos y aparcó su carro frente al mío. En un santiamén, el mecánico, puso los cables y puenteó para arrancar el carro. Resoplé aliviado. ¿Cuánto te debo? Pregunté. Da para los chescos, dijo tímidamente. Le di las gracias a Pedro y llevé al mecánico de vuelta al taller. Ahora a comprar la batería. Llegué a la tienda de autopartes y me atendió un señor de unos setenta años aproximadamente, muy amable, por cierto. Me dio los costos y saqué la tarjeta de crédito con resignación. Mil ochocientos pesos el chistecito y la tarjeta de crédito casi al tope. ¡¿Qué más, carajo?! ¡¿Qué más?! A la mierda todo. Puto destino, si has de matarme, mátame de pie, grité iracundo al caer cuál bulto en la cama. El día había terminando conmigo.

    A la mañana siguiente, se me acordaron los doscientos pesos. Revisé hasta en el patio y jamás aparecieron. Cuando estás cagado, estás cagado, dije profundamente dolido con el destino y la vida.
     
    #1

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