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Algo azul

Tema en 'Prosa: Melancólicos' comenzado por Pessoa, 11 de Noviembre de 2020. Respuestas: 0 | Visitas: 332

  1. Pessoa

    Pessoa Moderador Foros Surrealistas. Miembro del Equipo Moderadores

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    ALGO AZUL

    (Este relato es una reposición, editada, de otro que publiqué en febrero de 2018, con el título de "CON LA NIEBLA LLEGÓ , CON LA NIEBLA SE MARCHÓ".


    Sobre la vieja ciudad, una noche más, las sombras de adensaban con la niebla gélida que llegaba desde el río. Una noche más las auras de tenue y difuso brillo enmarcaban las luces de las farolas y entibiaban las que provenían de los escasos escaparates que aún estaban iluminados. La niebla. Ese fenómeno metereólogico que, recurrente, disuelve las formas, difumina los contornos y aquieta, silenciandolos, los bultos móviles que, penetrándola, se diluyen en ella. La niebla en la vieja ciudad, un elemento que ya es consustancial con ella, que parece convocada cada comienzo de invierno, cuando los vientos del norte se sosiegan y el río, libremente, emana sus vapores sobre la ciudad inerme. En las calles, apenas iluminadas por las exiguas farolas, siluetas afantasmadas se recortan sobre las fachadas oscuras. De vez en cuando, como bocas que bostezan, las puertas cerradas de las casas modifican los fondos sobre los que esas siluetas discurren. El río, como una masa callada, arrastra los reflejos que le llegan desde las riberas pobladas por árboles desnutridos, desnudos, como llorosas osamentas. La vida en la vieja ciudad parece sincopada, sus latidos se hacen lentos, apagados y uno espera encontrarse con la Muerte al volver de cualquier esquina.

    En esa vieja ciudad de la que yo formé parte circunstanciada de su población sucedieron los hechos.

    Como cada tarde volvía, aburrido y desmotivado, desde mi rutinario trabajo como corector de pruebas. Aburrido, por la falta de creatividad y autonomía que tenía el trabajo en sí; desmotivado porque el pequeño apartamento que me esparaba no tenía especiales alicientes para que pudiese crear en él esa vida ilusionada que cualquier humano en cuya alma lata una cierta inquietud creativa necesita para seguir vivo. Es decir, en aquella época, yo simplemente vegetaba. A veces en ese recorrido de vuelta a casa entraba en alguno de aquellos tugurios de torpe animación que salpicaban el Casco Viejo. A veces, en alguno de ellos coincidía con otros desilusionados como yo. Un par de birras y de nuevo hacia el dulce hogar. Al menos allí tenía el calor de la calefacción central y podía calentarme algún resto de comida mientras me dormía frente al televisor. Temía volver a la cama, ese mueble que tantos recuerdos me traía, todavía, recuerdos de una vida ya pasada en la que fui, si así puedo llamarlo, feliz. Una pareja, algunos encargos de artículos, viajes por las tierras antiguas a las que me sentía -nos sentíamos- profundamente enraizados era ahora una superficie fría, desolada, con su cobertor, sus sábanas, su edredón perfectamente alisados y con rigurosa geometría en su colocación (nunca perdí mis manías de limpieza y orden) y esa frialdad interior que me rechazaba.

    El bulto negro surgió entre la niebla, en una vuelta de esquina junto a la plaza contigua. Apareció casi súbitamente desde los árboles descarnados, entre los destellos mortecinos de dos farolas. Traté de apartarme para evitar chocar con él, pero aquella mancha negra pareció querer provocar el tropiezo. Avancé mis brazos para esquivarla y entonces percibí que era una mujer, una mujer todavía joven, arrebujada entre bufandas, abrigo, y un gracioso gorro de piel que le daba un cierto aspecto de eslava. Me disculpé con palabras torpes y entonces ella se apartó de su rostro las prendas que impedían verlo. Era bastante agraciada, de edad incierta, pero sin sobrepasar todavía esos años prodigiosos en los que las mujeres están a punto de alcanzar la madurez, esa edad en la que la vida, generosa, las adorna con las mejores y más depuradas bellezas que sólo pueden admirar ciertos varones, expertos en ese arte, y degustarlas como se degustan las exquisiteces de las más delicadas joyas. Sus ojos, la perfecta forma de su nariz, algo grande como síntoma de inteligencia, la boca de labios ahora algo contraídos por el intenso frío, pero sugerentes para la íntima ceremonia del beso. Las crenchas de cabello que asomaban entre las cálidas telas que lo envolvían, de un indefinible dorado, como de hebras de oro viejo; en fin, toda una sugerencia de hermosura femenina a la que yo, indudablemente, adorné con extras imaginados nacidos de mi necesidad de compañía femenina.

    En ese fugaz momento entre mis disculpas y su innecesaria retirada pude ver entre sus ropas una especie de joya, un colgante de pedrería en tonos azules, algo tosco. Después de mi atropellada disculpa logré preguntarle: “¿Vive usted por el barrio?” Yo mismo quedé inmediatamente sorprendido por esta audacia, tan insólita en mí. “No, caballero. Trabajo ocasionalmente en un despacho de abogados. Hoy he salido un poco tarde.” Desde un local próximo, uno de los muchos bares que existen en la zona, llegaban los turbios sonidos de una música algo violenta. Pero también la promesa de una temperatura agradable y algo de ambiente tranquilo a esas horas. “¿Podría invitarla a tomar algo caliente? Sería apetecible a estas horas y con este tiempo...” Para mi sorpresa la mujer accedió a mi oferta. “Desde luego sí que apetece algo caliente para reconfortar el cuerpo. Vaya frío con esta niebla...” Entramos y de una ojeada localicé enseguida una mesa al fondo, en una zona poco iluminada; pero ella debía ser conocida en aquel local. “Hola, Claudia” creí entender. “Qué, ¿a calentarse un poquito?” Le ayudé a despojarse del chal y una estola de lana. “No, el abrigo me lo quedo. Todavía tengo mucho frío.” Efectivamente era una mujer hermosa, no muy alta, de una belleza discreta pero muy personal. Y sí, de su cuello colgaba una especie de collar exótico, lo que se suele llamar étnico en la actual moda, hecho a base de piedras azules, redondeadas. Pude fijarme con detalle en sus manos, finas y bien cuidadas, de dedos largos y ágiles, en su cabello de grandes ondulaciones y tonos dorados y en sus ojos. Sus ojos. Unos ojos profundos, inquietantes, que parecían convocar algún misterio de épocas pasadas, traer hasta esta época, plana y sin trasfondo, alguna historia de diosas reencarnadas, de pasiones contenidas en cuerpos hermosos que vibran para salir a consumarse desde ojos como los suyos. Sin dificultad comenzamos nuestra converación desde las tópicas frases al uso: tiempo, trabajo, dificultades de la vida, nuestras inquietudes... Ella era pasante en un despacho de abogados; le gustó mi trabajo, corrector literario. Ella escribía, como aficionada, claro. Me ofrecí a leer alguno de sus escritos y si fuese el caso ponerla en contacto con alguna editorial para autores noveles. Sería estupendo, es algo que me satisfaría mucho. ¿Y si al final te descubro tu verdadera vocación, la de escritora? Bueno, esa ya hace tiempo que la descubrí, pero, ya sabes “primun vivere”... y se rio con una de las risas más musicales que yo he escuchado nunca. Su cara se iluminó como un sol de madrugada, sus ojos resplandecieron desde el fondo de su misterio. Fue la transfiguración de un rostro femenino desde la simple belleza hasta la hermosura idealizada por mí. Su “algo azul” conjugó con la más feliz de las armonías en aquel cuadro esplendoroso que me ofrecía su presencia.

    Recordé la letra de aquella vieja canción: “Los bares, que lugares/Tan gratos para conversar./No hay como el calor/Del amor en un bar.” Inopinadamente, con toda discreción, una especie de campana aislante se había instalado sobre nosotros, recluyéndonos en un espacio íntimo, un pequeño mundo aparte e incomunicado del resto del local. Una grata sensación nos envolvía -pienso que a ella también- en ese mínimo e improvisado paraíso que, sorprendentemente, se había creado para nosotros. La conversación fluía sin dificultad, las miradas directas a los ojos se prolongaban deliciosamente y hasta algún intento mío de acariciar sus manos pareció ser aceptado. Pero debieron sonar las doce de la medianoche y el encanto se rompió. Alguna carroza transfigurada en taxi reclamó la presencia de ella. La campana se hizo trizas y el ruido de la música y las conversaciones y las risas en tonos altos invadió la paz paradisíaca que estabamos disfrutando. “Me tengo que ir, es muy tarde y tengo trabajo en casa. Déjame tu correo, te enviaré mis textos para que los leas; luego hablamos sobre tu oferta.” “Pero, tu nombre, tu teléfono...” “Calla, ya seguiremos en otro momento. Por hoy ya he tenido mi suficiente dosis de felicidad. No sabes cómo te lo agradezco.”

    El frío y la niebla se habían intensificado. El taxi, como una especie de carreta de Elías, arrebató de mi lado a aquella aparición con forma y hechuras de mujer. Una última sonrisa, ya menos luminosa y una última refulgencia de aquellos ojos cautivadores. Adiós, adiós. El taxi arrancó con violencia.

    Al día siguiente, en mi correo, estaban, como ella había prometido, varios textos de relatos cortos y algún pequeño poema que devoré con fruición. Su manera de narrar se corspondía a su personalidad en general. Una especie de halo misterioso envolvía a sus personajes, sus actos, sus pasiones e ilusiones. Eran, en general, muy aceptables; algunas correcciones de estilo, pequeñas precisiones de lenguaje y podrían ser perfectamente publicables. Pero a ella nunca más la ví. Demoraba mis paseos nocturnos de vuelta a casa; recorrí los despachos de abogados de la zona preguntando por Claudia, la pasante; en todos el mismo gesto de extrañada desconfianza; “¿Claudia, pasante? No, está usted equivocado.” Entré en el café donde ella se hizo sueño, pregunté al camarero: “Oye, esa señorita, Claudia, con la que estuve aquí hace algunas noches...” ¿Claudia? Nunca he oído que nadie se llame así. No; no recuerdo que estuvieseis aquí.” Era mi última baza. La niebla se retiró con los primeros cierzos fríos, el paisaje de mi barrio ha cambiado con ello; ahora es más triste e impersonal. Y ya sólo me queda el recuerdo de la mujer con “algo azul”, la que vino desde la niebla y con la niebla se marchó.


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    Última modificación: 11 de Noviembre de 2020

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