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Amor inesperado

Tema en 'Prosa: Amor' comenzado por Antonio del Olmo, 4 de Octubre de 2018. Respuestas: 2 | Visitas: 1303

  1. Antonio del Olmo

    Antonio del Olmo Poeta que considera el portal su segunda casa

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    AMOR INESPERADO

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    Algunas personas, como los protagonistas de esta historia, dedican a sus animales de compañía todo el afecto que no han podido dar o recibir de sus congéneres. El destino juntó a dos personas y dos perros en tres momentos decisivos:

    Ella era pelirroja, delgada y pecosa. Vestía unas faldas demasiado pequeñas y unos escotes demasiado grandes cuando salía por las tardes. Se pintaba la cara de rosa para disimular la palidez enfermiza de su piel. Todos la llamaban “Niña”, porque tenía la nariz pequeña y respingona, como todos los niños pequeños, aunque tenía ya más de 30 años. Vivía en una casa pequeña, de una sola planta, situada lejos, donde la enorme ciudad limita con el campo, junto a un extenso pinar, en uno de esos barrios marginales que parecen pueblos construidos por sus habitantes. Su única compañía cuando estaba en su casa era un galgo, ese perro corredor muy delgado que tiene forma aerodinámica.


    Un mal día, hace ya muchos años, esnifó una raya de cocaína para descubrir nuevas sensaciones, fue como un capricho de niña traviesa. Después siguió consumiendo drogas sin poder parar, aunque todas las noches decía que “mañana” rectificaría su vida; pero “mañana” no llegaba nunca, siempre era “hoy”. Su vida fue decayendo, día tras día y año tras año, hasta caer en la prostitución para mantener su dependencia. Cuando estaba drogada encontraba todo maravilloso, hasta podía soportar a los clientes más groseros, esos que llaman “puta” a las mujeres para ofenderlas; aunque ellos, los prostituidores, no se consideran “putos”. Pero esa falsa felicidad siempre chocaba con la triste realidad.

    Él era feo, grande y fuerte. Sus compañeros de trabajo le llamaban “Cromañón”, cuando no podía escucharles, porque tenía mucho vello en todo el cuerpo y la inclinación hacia atrás de su frente le daban un aspecto primitivo. Pero era un hombre inteligente y sensible. Parecía que la naturaleza se había equivocado al asignarle un cuerpo tan tosco, que no se correspondía con su cerebro. Vivía solo en una casa del mismo tipo, situada enfrente de la de ella. Su única compañía en su casa era un sanbernardo, esa raza perros grandes y bonachones, famosos por recatar a las personas perdidas en la nieve de los Alpes.


    Un mal día, cuando tenía 14 años, se peleó con los compañeros del colegio que no cesaban de acosarle llamándole “gorila”. Siempre se arrepintió, porque no consiguió dominar su violencia en esa ocasión única. Intentó contenerse, pero después de tantas humillaciones estalló, igual que explosionan los depósitos de gas que no aguantan la sobrepresión. Fue expulsado del colegio y quedó marcado durante muchos años. Al final encontró un empleo estable de vigilante nocturno en unos grandes almacenes. Tardó mucho en dejar de pensar que era un monstruo y empezó a aceptarse tal como era. Se evadía de su triste realidad leyendo y escribiendo. Imaginaba que era un personaje de las novelas que leía y los relatos cortos que escribía para publicarlos en los foros literarios de Internet. Así encontraba la felicidad que el destino le había negado, pero nunca confundió la realidad con sus deseos, como hacen los drogadictos.


    El primer encuentro fue una mañana otoñal, cuando los dos llevaron a sus perros al pinar de su barrio. Ella se acercó a él para pedir un favor.


    – Perdone. ¿Puede darme una bolsa para recoger la caca de mi perro?

    – Sí… Sí… Co… ¡Cómo no! – respondió él, tartamudeando por culpa de su timidez, que se agravaba ante las mujeres.

    Él tocó levemente, sin querer, la mano de ella cuando ofreció la bolsa. Se ruborizó y sintió vergüenza de sí mismo. Todavía no había conseguido aceptarse totalmente. Ella sintió cierta simpatía hacia aquel hombre, tan tímido como fuerte. Encontró cierto parecido entre el perro san bernardo y su dueño.

    – Gracias por la bolsa. Tiene usted un perro muy fuerte y bueno – dijo ella sonriendo.

    Los dos perros, el galgo y el sanbernardo, se acercaron para olisquearse tirando de sus cordeles y moviendo los rabos hacia los lados para expresar simpatía.

    – Sí… Sí… Es muy bueno. Hasta la vista. – respondió él tirando fuertemente de su perro, que quería quedarse, para alejarse de ella pronto.

    Le gustaron los calificativos de fuerte y bueno dirigidos a su perro. Pensó que él también podía ser un hombre fuerte y bueno. Desde entonces sintió ternura hacía esa mujer que seguía pareciendo una niña.


    El segundo encuentro fue durante un frío amanecer de invierno, cuando él regresaba del trabajo a su casa. Entonces escucho unos gemidos persistentes del galgo de ella, como ladran los perros cuando se sienten abandonados. El perro de él aullaba con más fuerza, como solía hacer cuando quería llamar la atención. Se asomó, alarmado, a la ventana de una habitación que tenía la luz encendida y vio a la mujer caída en el suelo junto al galgo. Golpeó con fuerza el cristal de la ventana, pero ella siguió inmóvil. Llamó a una ambulancia desde el móvil y abrió la puerta con una certera patada en la cerradura. En ese momento se alegró de tener tanta fuerza. El galgo dejó de gemir y empezó a ladrar con más fuerza, pero se calmó cuando le pasó la mano por el lomo. Ella seguía inmóvil, con los ojos abiertos, sin mirar; parecía que estaba muerta, pero se oía el jadeo agitado de su respiración. Tenía aún una jeringuilla descargada en la mano.


    La sirena de la ambulancia que se acercaba sonaba cada vez más fuerte. Salió deprisa a recibir al médico.

    – Es aquí. Se encuentra muy mal. Esta inconsciente, pero respira, respira. dijo muy deprisa, sin tartamudear.

    El médico tomo el pulso, vio la jeringuilla, observó las múltiples heridas de pinchazos que tenía en los brazos y movió la cabeza para afirmar:

    – Sobredosis de heroína, está claro. La llevamos al hospital central.

    El galgo no paraba de ladrar ante la presencia de tantos intrusos en su casa.

    – ¿Por favor, puede sacar al perro de aquí? – dijo el médico.

    Sí, enseguida. respondió él. ¿Es grave? – preguntó.

    Se salvará, esta vez, pero quizá sea su última oportunidad si no deja de consumir.

    El hombre encerró al galgo en el cuarto que tenía reservado su dueña para él, donde tenía el plato de comida lleno. Pronto dejó de ladrar y gemir, porque los perros viven siempre en el tiempo presente, no piensan en el pasado y el futuro; por eso no recuerdan a su dueño cuando no está a la vista. Así no sufren.

    Acompañó a su vecina en la ambulancia, donde la pusieron una vía de suero y una máscara de oxígeno. El brazo de la enferma se salió de la camilla, balanceándose como el péndulo de un reloj, cuando la ambulancia cruzó un bache. Él colocó la mano dentro de la camilla y sintió que ella también agarraba la mano de él con las escasa fuerzas que aún tenía. Acarició muchas veces esa mano, con la aguja del suero clavada, durante los días que pasó en el hospital. Parecía que la mano grande transmitía su fuerza a la pequeña.


    El tercer encuentro fue en una mañana de abril, cuando él sacó a pasear a los dos perros: el galgo y el sanbernardo. Durante este tiempo ella había estado en un centro de rehabilitación para drogodependientes. Había cambiado mucho: pesaba ocho kilos y medio más, caminaba erguida y tenía un color sonrosado en la cara. Ya no necesitaba pintarse de rosa para ocultar su palidez. El galgo salió disparado, corriendo más de 100 metros para encontrarse con su ama, puso las patas delanteras sobre los hombros e intentó lamer la cara para mostrar su cariño. Enseguida llego él con su perro. Ella se desprendió del perro y dijo sonriendo:


    Buenos días, Salvador. ¿Puede darme, por favor, una bolsita para recoger la caca del perro? – así quiso rememorar su primer encuentro.

    – ¡Qué bien estás, Esperanza! – respondió él, y extendió la mano para saludarla.

    Ella, en vez de estrechar la mano, se puso de puntillas, le abrazó en el cuello y le besó en los labios.

    Ellos no se llamaban Salvador y Esperanza, esos no eran sus nombres verdaderos. Ella le llamaba “Salvador” porque la había socorrido cuando la encontró inconsciente. Él la llamaba “Esperanza” para que no perdiese la esperanza y siempre confiase en su capacidad para enderezar su destino.

    Salvador pensó que estaba soñando. Nunca le había besado una mujer en los labios. Esta escena le parecía un relato de novela rosa, como los que escribía en Internet. Pensó que solo podía esperar agradecimiento y amistad de ella, que nunca podría sentir atracción hacia un hombre como él. Además, después de tantos años apresada por la droga, sería muy difícil liberarse definitivamente. Estos pensamientos tan pesimistas le impidieron corresponder activamente al beso. Sufrió por lo que había pasado, por lo que estaba pasando y por lo que podía pasar.

    Esperanza se armó de todo el valor que había acumulado para cambiar su destino, le miró fijamente a los ojos durante cinco largos segundos, sonrió y le dijo con el tono de voz más enérgico y amable:

    ¡¡ Bésame !!

    Salvador la besó. Venció, por fin, su timidez enfermiza y decidió que nadie podía quitarle ese momento de felicidad. Quería vivir con intensidad el tiempo presente.

    Mientras tanto, los dos perros se olisqueaban y jugaban, agitando sus rabos alegremente, como en el primer encuentro.





     
    #1
    Última modificación: 19 de Mayo de 2020
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  2. Ruben Alonso Pepper Cano

    Ruben Alonso Pepper Cano Con aire del sur.

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    Cautivador relato con final feliz.
    Se lo merecían los dos y el destino( y los perros):) los unió.!
     
    #2
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  3. Antonio del Olmo

    Antonio del Olmo Poeta que considera el portal su segunda casa

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    Gracias por sacar del olvido este sencillo relato.

    Todos deberíamos merecer un buen destino, sobre todo las personas que más han sufrido.

    Salud y ventura.
     
    #3

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