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Ayinhual (parte 5 de 8)

Tema en 'Relatos extensos (novelas...)' comenzado por Cris Cam, 18 de Febrero de 2019. Respuestas: 0 | Visitas: 448

  1. Cris Cam

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    Hombre
    Ayinhual (parte 5 de 8)

    La levedad del cardo



    “En un lugar de la mancha cuyo nombre no quiero acordarme”
    Don Quijote de La Mancha, Cap. 1, Verso 1. Miguel de Cervantes Saavedra.




    Y la unida pareja, aún no concretada su unión, a pesar de que Llancañir ya era guerrero y Ayinhual tenía ya las orejas perforadas, a pesar de las oportunidades en que Llancañir pensó en tomarla, incluso antes de ser declarada mujer, sin saber porque no lo había hecho, y ella, pensó, sentiría lo mismo. Pero, como los dioses, sin saber el hombre como, envían luces a los ojos y palabras a los oídos, volvió a reflexionar, ¿Podrían estar, ahora, huyendo con dos o tres hijos en sus espaldas, como Eneas con su padre Anquises a sus espaldas y su hijo Ascanio de la mano, o como Isis juntando los pedazos de Osiris en el fondo del rio Nilo? Si mañana vivirán, él no lo pude saber, pero por algo Ngüenechén, los mantiene, de su férrea y dulce mano, con vida en el día de hoy.

    Y si huían del salvaje fuego del huinca, tenían la ventaja de conocer la extensa llanura. Pues, si para un beduino una duna luego de la gran tormenta de arena, no es igual a la otra. Para un ranquel un cardo que crece, una alondra que canta, una nube que pasa, son su brújula en el mar, sus estrellas en la noche, su sol naciente en el horizonte, su lucero en la tarde.

    Llancañir, sabía que no podían montar, el baqueano que la partida llevaba, un indio del asqueroso traidor Coliqueo, podía leer las huellas de la más liviana de las yeguas, del más suave calzado humano, de modo que dejarían de correr, ya que el talón se hunde en la suave gramilla y aunque difícil, tampoco lo harían en puntas de pie. Le explicó las veces que fue necesario, caminar apoyando punta, planta y talón en forma plana, elegir las matas más duras que como rocas sobre un río les indicaban un camino posible. Así huyeron con los ojos que da la esperanza sobre la verde y fresca llanura.

    Felices de no portar una bala en la espalda, la noche se les hizo breve. Y así hallaron un oasis sobre el oasis, el más grande sembradío que Ayinhual, corta en lunas, había visto, porque no era un reino de cardo sino del mejor adorador del sol, como que lo sigue hacia donde vaya, toda una llanura, según contaban los ranqueles, desde la vista hacia todos los horizontes, una interminable cofradía de monjes amarillos. Una fresca abadía donde sus pies, sangrado por aquí, espinados por allá, podrían descansar. Llancañir, sabía que tanta extensión, crecida sin la industria y cuidado del hombre, tendría en sus entrañas algún arroyo, una fuente de agua por más pequeña que fuera para sus secas gargantas.

    Ayinhual, exhausta pero conforme, tenía las pantorrillas, obligadas a caminar en planta, duras y acalambradas. Llancañir, como premiándola, la alzó en brazos y batiéndose de espaldas con los altos girasoles la llevó hacia adentro, feliz como Bavieca cuando llevaba a su jinete a la victoria, como Bucéfalo, herido de muerte, sacando al lanceado Alejandro de ser aplastado por las patas de los elefantes; como ese que los huincas llaman Ángel de la guarda.

    Y, si como los lenguaraces dicen, en la lengua reside el espíritu, fuente de vida, músculo tenaz que agradece el despertar a los pájaros, saborea el sabor de un tomate, la sangre de una yegua, le dice dulzuras a su huala mientras ella le regala su sabor a fruta madura entre los altos pastos. Que si la tienen los pájaros, el puma y la perdiz, el hombre la tiene más, porque en su lengua radican las historias del pueblo, el recuerdo de los muertos, el llanto de los niños, el grito de las parturientas, el consejo de los ancianos. Que el hombre no es eterno pero la palabra sí, que su simiente le trae infinitud, cuando se humedece en todos los labios de una mujer.

    Medrosos del fuego huinca, sintieron que esos monjes amarillos les darían agua y descanso, y cuando la luz no delatara las columnatas de humo, fuego y alimento para el estómago, y para alejar a la fría muerte, consumar, por fin, esa tan esperada unión. No le importaba al rudo lomo del ranquel que los recios mosquitos, capaces de desangrar a un toro, buscaran la suya, porque estaba conociendo el cielo que por años se había demorado. En eso estuvieron desde que las moradas nubes anunciaban el descenso del carro de Apolo, que surgiera Véspera imponente y la Cruz del Sur se mostrara, allí, bien alta.

    Agotados, pero hondamente satisfechos en cuerpo y alma, sintieron los aguijones del hambre, que ya hacía, desde las moribundas brasas, robadas por la partida, casi todo un día, que no comían. La habilidad que toda mujer huinca debía tener, les procuró tres liebres, que como si de yegua se trataran sacrificaron a Ngüenechén y pusieron a la voraz llama de unos troncos secos del amable girasol. Para mayor gratitud Ayinhual le ofreció unas gotas de su sangre mezclada con la abundante simiente de Llancañir que crepitaron, junto a la carne como fumarolas de un volcán.

    Era el centro del verano, cuando hasta las alondras cantan en la medianoche, cuando el sol que calienta las fraguas de Hefesto, quema los pastos de aquí y allá, cuando seca al hediondo pantano, cuando los peces buscan otras aguas, surgen los mosquitos como imponentes ejércitos de Anubis, daban cuenta de la potencia de la vida, donde otros sólo veían desierto. Allí, en la oscura noche, el cuervo caza su rata, el búho algún cuis y hasta los rosados flamencos que parecen dormir, a veces se retuercen con un pez en el pico. Es en ese edén, marcado por la noche, iluminada por infinitos faroles sostenidos por los espíritus de los indios muertos por la implacable muerte huinca desde que un tal Colón puso sus sucios pies sobre esta sagrada tierra, que ya los vikingos lo habían hecho sin robarse nada más que para el sustento diario. A falta del ridículo reloj blanco, Ayinhual, sólo mirando las estrellas, sabía que pronto el este se blanquearía, y ya comidos y bebidos debían, ya descansados, recomenzar el camino. Que allí se quedarían a contemplar tanta vida, pero el fusil los buscaba

    Curiosa ventura los acompaña, tener el mejor recuerdo cuando la muerte los buscaba. No era ilusión, fantasía o cosa de Gualicho. Porque a la amarga, triste y hedionda muerte, ellos le habían arrancado la vida de una larga noche de amor, ofrendando semen, flujo y sangre. Si acaso se hundieran en el pantano más lóbrego, lo mejor ya lo habían vivido, allí en la pampa fecunda, de luminosos llanos, robustos álamos, ensordecedores teros, rápidos ñandúes, alegres calandrias, escurridizos ratones, melancólicos lobos, despreocupadas vacas, que todo lo tiene, que todo lo espera.

    Susto bravo el de Ayinhual al ver a su lado que Llancañir no respiraba. ¿Venir hasta aquí sólo para morir? Sus ojos firmes y vidriosos, fijos en un punto del espacio. Hasta que, levantando su dedo índice hacia el cielo, le dice: “Si hacemos silencio podemos escuchar el zumbido de un colibrí que pelea con un abejorro por el néctar de un monje amarillo”. Tras lo cual la bella hembra lo zamarreó y golpeó por haberla asustado tanto. El mozo ranquel le dice que muerto él hay muchos otros. Enojo de la huala al decir, igual que todo hombre de aquí, allá, o cualquier parte, una vez conseguida la gracia de su amada. Y Llancañir le aclara que él es su hombre y siempre lo será, pero si acaso el acero, fuego, o viruela huinca lo abatieran, ella no debería llorarlo ni un solo minuto, que él no lo haría por ella. ¿Cómo llorar ante el recuerdo de tanta belleza y alegría? Que los hombres y mujeres no debieran necesitarse, sólo amarse y vivir cada minuto, como hace la piedra que cae al fondo de un pozo donde nadie más la verá.

    No sabría Ayinhual replicarle, por haber nacido en una toldería sin maestro ni escuela, pero con la amorosa enseñanza de su madre de donde conoce letra y escritura, pero sabía, como todo ser pensante, del poder actuante de la palabra, porque con la palabra Ngüenechén, dicen las chamanes, creó el mundo. Porque el cuerpo muere, pero, la palabra, subsumida en el recuerdo no. Que como dicen los lenguaraces, alguien deja de existir cuanto ya nadie lo recuerda, cuando nadie supo que caminó la llanura. Por eso las largas noches ante las altas llamas del fogón, contando las infinitas historias de los antepasados, de las aventuras de los padres, de las actitudes de los presentes. Que deben los hombres rendir tributo a la tierra, a la belleza, a la vida, que como flor efímera y delicada crece entre las piedras y le roba otro suspiro a la muerte.

    Pero ya el alba nuevamente iluminaba el horizonte, el estómago ahíto, los ojos abiertos, el músculo descansado. Era hora de reemprender la huida, de bosque en bosque, de mata en mata, pajonal en pajonal. Salieron sigilosos olisqueando el olor a pollo mojado del huinca, no fuera que emboscados les dieran caza. Caminaron casi una legua atravesando sus amigos girasoles y al salir, allá como a 10 cuadras se veía el siguiente bosquecito. Lento pero incansable fue el trote que Llancañir le impuso a la animosa Ayinhual, hasta que, llegando a la sombra de los álamos, antes de oír sonido alguno, la rodilla derecha de Llancañir sintió como una viajera bala disparada desde donde no se ve, se incrustaba en ella, volando la tapa y quedando entre hueso y hueso.

    Llancañir supo que sólo la suerte fue la que desde tanta distancia acompañó al fusilero, parte de un grupo que ni siquiera se dignó a perseguirlos. Por el catalejo el jefe de la partida pudo ver, o tuvo que hacerlo, como el indio se revolcaba entre los altos y secos pastos, entregándolo a la cercana parca. Ayinhual que no oyó el tiro, pero sí el grito, paró su carrera y volvió ante su amado. Maldijo a Gualicho, conductor de balas, y tomándolo de los hombros lo arrastró hacia adentro, fuera de la hipotética vista del fusilero.

    Magra superficie la del bosque, que dejaba a otras tantas cuadras al siguiente oasis. Pero, aunque aún niña y menuda, lo carga en sus hombros y a paso lento hacia allá lo lleva. Protesta su amante ante tamaña hazaña, diciendo que aún le queda una pierna sana y, aun pareciéndose a una garza puede caminar. Nada escucha la doncella quien, como tortuga, curvada su espalda por la carga de quien la doblaba en peso avanza con paso lento pero seguro y si bien el sol parecía avanzar más rápido que ella, sin medir el tiempo, que pudo ser el del aleteo de un colibrí a la larga siesta del puma, pronto o demorada, no tenía conciencia, llegó hasta él, espantando a dos cuervos, pájaros de mal agüero, según los ranqueles. Llancañir ya que no tuvieron la oportunidad de taponar la herida, llevaba perdida mucha sangre y sufre un desmayo.

    Llora Ayinhual como lo hacen los ranqueles, en agudos gritos que hieren la garganta, pidiendo ayuda al creador y maldiciendo al malo, convencida que hasta allí había llegado la suerte. Pero, ya fuera por recobrarse o a causa del dolor, Llancañir se despierta entre quejidos de dolor y protestas de sentirse desobedecido por una mujer. “¡Ay, mi huala! Que ahora soy carga, debés hacerle caso al destino, dejarme, no sin antes de un beso, aquí y seguir sola la fuga, que yo sabré enfrentar la oscuridad de los muertos”. Pero Ayinhual le responde: “Sé lo que pensás pero de tu vida es mi vida, buscaré agua para que tomes, si no la encuentro, te daré de mis aun no crecidos pechos, y si nada fluye, cortaré una de mis venas para que como yegua sagrada mi sangre te alargue la existencia”

    Tuvo suerte la huala que a pocas cuadras un mísero arroyo, más bien una escasa línea de agua surgiera del suelo desapareciendo su curso bebido por la sedienta tierra. Llenó su cuerno, que siendo poco, era más que el cuenco de sus manos. El capitanejo, viendo alejarla, pero sabiendo que la tozuda volvería, desgarró su camisa huinca, vestida por él para la sagrada ocasión, quitó una manga y se hizo un torniquete, viendo con contento que la hemorragia se detenía, sin saber por cuanto tiempo. Dejando de quejarse como un niño, como lo hacen los hombres cuando nadie los escucha, cuando la falda de áspera arpillera se para a su lado, volcando los pocos sorbos que el cuerno contiene. Llancañir que no es huinca ni médico, sabe que el agua lo ayudará a no volver a desmayarse y deja que la joven haga varias veces su recorrido entre fuente y bosque.

    Pero pronto la detuvo, diciéndole que reconocía la próxima alameda, que crece al costado de un viejo jagüel, lo cual hace que ella lo vuelva a cargar, esta vez a medio cuerpo y caminan las cuadras que le faltan. Apenas llegan, con inocencia sólo guiada por el instinto mujeril, le lava la profunda herida, y aunque parecía que la larga bala estaba al alcance de sus uñas, no se atrevió a tocarla. Sólo lavó la sangre negra y sintiendo la pierna caliente e hinchada, más que sumergirlo lo arroja en las frescas aguas, para que la fiebre se vaya. Y como no se veía por allí el hongo negro, buscó hojas de álamo, verdes y jugosas por la acción del verano con las que con el vital lodo hizo un emplasto con el que cubrió la herida y acomodando el torniquete, le robó otra de las mangas para vendarla. Fue cuando se toma un respiro y blandiendo una fresca y larga rama, que rama y puñal son las únicas armas que tiene, y sale a buscar alimento.
     
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